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Quinto sol

versión On-line ISSN 1851-2879

Quinto sol vol.22 no.1 Santa Rosa ene. 2018

http://dx.doi.org/10.19137/qs.v22i1.1840 

DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v22i1.1840

ARTÍCULOS

 

Planificación económica y autoritarismo en la “Revolución Argentina” (1966-1971)

Economic planning and authoritarianism in the “Argentine Revolution” (1966-1971)

 

Aníbal P. Jáuregui1

 

Resumen: Los regímenes autoritarios que se expandieron por América Latina en la década de 1960 estuvieron diseñados, según sus inspiradores, para resolver los dilemas que provenían de la conflictividad política, pero también de los estrangulamientos económicos que trababan el desarrollo nacional y regional. Este artículo investiga cómo la planificación fue instrumentada específicamente por el régimen de la “Revolución Argentina” como parte de su modelo de modernización autoritaria desde sus inicios mismos, en 1966. El Cordobazo mostró que el proyecto autoritario tenía bases más endebles de lo que suponían sus dirigentes. Esto determinó que se acentuara el sesgo planificador. Los planes de desarrollo fueron concebidos entonces como un mecanismo de acción pública de fuerte contenido tecnoburocrático, con la expectativa de que pudiera afianzarse un capitalismo nacional. Pero también fueron ideados como mecanismo de ampliación de la base social de apoyo, vis à vis la transición que se avecinaba.

Palabras clave: Desarrollo económico; Planificación; Autoritarismo; Transición política.

Abstract: The authoritarian regimes that expanded throughout Latin America in the 1960s were designed by their inspirations not only to solve the dilemmas that came from political conflict but also from the economic bottlenecks that hindered national and regional development. This article investigates how planning was specifically implemented by the regime of the “Argentine Revolution,” since its inception in 1966, as part of its model of authoritarian modernization. The Cordobazo showed that the authoritarian project had weaker bases than those assumed by its leaders. This determined that the planning bias was accentuated. The development plans were then conceived as a public action mechanism with a strong techno-bureaucratic content with the expectation that a national capitalism could be established. But they were also planned as a mechanism for expanding the social base of support, vis à vis the transition that was approaching.

Key words: Economic development; Planning; Authoritarianism; Political transition.

 

Planificación económica y autoritarismo en la “Revolución Argentina” (1966-1971)

Introducción

La década de 1960 fue, indudablemente, un período de crecimiento significativo de la economía argentina, limitado por una volatilidad que se convirtió, con el paso del tiempo, en una característica sistémica. Esa volatilidad y las deficiencias que se advertían en la estructura económica configuraban el marco propicio para que se alentaran cambios “estructurales”, más allá de que el término “estructura” no tuviera un sentido unívoco.
Dado ese marco, el régimen de la denominada “Revolución Argentina” se propuso impulsar una modernización autoritaria de la sociedad argentina, enfocada en el mediano y largo plazo. De esta forma, la planificación se constituyó en un modelo de acción tanto para los responsables como para los integrantes de las instituciones públicas ligadas al estudio y la programación económica.
Este fenómeno estaba lejos de ser local. Constituía parte de un consenso global que sostenía que el crecimiento económico no podía ser logrado espontáneamente. Los planes fueron reconocidos entonces como instrumentos por medio de los cuales el Estado explicitaba sus objetivos a lo largo de un período determinado, en dos esferas: privada y pública. En la primera, la planificación implicaba el diseño de procedimientos correctivos de los mecanismos de mercado en sus funciones de asignación de recursos, distribución del ingreso y formación del capital. En el ámbito estatal, las actividades de las instituciones y empresas públicas debían ser planeadas para confluir con los objetivos de desarrollo señalados. En una definición más profunda y radical, Raúl Prebisch (1963) la explicaba como la forma en que el Estado disponía del uso social del excedente con el fin de eliminar la exclusión y la dependencia externa.
En muchos casos, la programación del desarrollo no fue explicitada en documentos oficiales pero operaba en la práctica implícita en las políticas estatales; en las definiciones del rol correspondiente a los agentes económicos; en la delimitación de los ámbitos respectivos determinados para la empresa nacional, la extranjera y el Estado; y en la extensión de los mecanismos de mercado en la asignación de recursos y distribución del ingreso (Instituto Latinoamericano de Planificación Económica y Social [ILPES], 1984).
Bajo estos distintos formatos, la idea de plan surgía recurrentemente en la vida pública latinoamericana. Es plausible correlacionar esta reiteración con el lugar que adquiere el problema del atraso económico en la agenda, que pasó de una posición subprioritaria a un lugar central en las décadas que van de 1950 a 1970, en el apogeo de la industrialización conducida por el Estado. Contribuían a este predominio tanto los problemas de inserción regional en la economía mundial como las dificultades por las que atravesaban las sociedades regionales. Estos fenómenos se entrelazaban de manera estrecha y aparecían correlacionados de modo inevitable con las políticas predominantemente cortoplacistas, con la volatilidad periódica y con la dependencia de las exportaciones.2
El reto del desarrollo, como lo planteara Alexander Gerschenkron (1968), se presentaba como una tarea impostergable en Argentina a comienzos de la década de 1950, cuando quedó en evidencia que el modelo de crecimiento horizontal sostenido en el consumo interno debía ser transformado. En 1952, el gobierno peronista había asumido esta tarea con el lanzamiento del Segundo Plan Quinquenal, explícitamente destinado a la promoción de la inversión en general y de la industria pesada en particular. Pero este plan −que buscaba encaminar al país hacia una economía más integrada y menos dependiente de la importación− solo pudo implementarse parcialmente por las dificultades para importar. El gobierno de la “Revolución Libertadora” le puso legalmente un punto final.
Con esta administración dictatorial, comenzaba una etapa marcada por la crisis política permanente, que había estado latente en los años previos. Las instituciones en su conjunto estuvieron fuertemente limitadas en su capacidad de ejecución de proyectos.3 Las distintas presidencias ajustaron sus políticas económicas a circunstancias internas y externas sumamente críticas en las cuales las restricciones hacían que los objetivos de la coyuntura prevalecieran ampliamente sobre los programas de largo plazo.4 No obstante, y a instancias de la Alianza para el Progreso, el gobierno del presidente Arturo Frondizi creó, en 1961, el Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE) como organismo central de planificación, que comenzaría a estudiar la aplicación de programas a escala local. El CONADE tuvo su despegue en el período del gobierno constitucional del presidente Arturo Illia (1963-1966), bajo la conducción de Roque Carranza, con el propósito de darle solidez técnica a un régimen cuyas bases políticas eran objetivamente débiles (Jáuregui, 2015, pp. 146-152). Los equipos de especialistas, al tiempo que se dedicaron a distintos planos de planificación sectorial, elaboraron un Plan Nacional de Desarrollo (PND) en 1965 que recogía buena parte de las recomendaciones sobre políticas de largo plazo que hacía la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) (Taroncher, 2009, p. 9). Sin embargo, no se pudo aplicar efectivamente por el contexto de desestabilización que derivó en el golpe de Estado de junio de 1966.
El régimen de la “Revolución Argentina” (1966-1973) −que aspiraba a una transformación profunda de la sociedad argentina−, declaró tempranamente su decisión de planificar un desarrollo económico que fortalecería además la llamada seguridad nacional. En sus primeras definiciones públicas y en el mismo Plan de Estabilización y Desarrollo, iniciado en 1967, ya se anticipaba la necesidad de planear la economía de largo plazo. Dentro de este sesgo, el CONADE se abocó a la tarea de realizar estudios de programación sectorial y regional que debían fundirse en una planificación sistémica a futuro. En los años 1970 y 1971, cuando el régimen entró en una etapa de inestabilidad política, esta tendencia se concretó en el PND 1970-1974 y en el PND 1971-1975. Ambos programas presentaban un fundamentado diagnóstico de las dificultades económicas nacionales y una sólida descripción de los objetivos y tareas necesarias para superar los problemas detectados. En conjunto, eran más que un repertorio de estudios sobre la realidad argentina y sus posibles soluciones; se proyectaban como el reflejo del consenso especializado en torno a los problemas nacionales y presentaban modelos consistentes de programación de largo plazo.
La literatura sobre este tema (Cordone, 2004; Tereschuk, 2008; Fiszbein, 2010) suele trazar la saga del ciclo general de la planificación sin abordar su instrumentación concreta en la coyuntura del régimen que gobernara en el período 1966-1973. En este artículo, nos proponemos mostrar la forma en que la planificación se integró a la formulación de las políticas económicas de la “Revolución Argentina”, y también cómo operó esa enunciación en el proyecto de “profundizar la Revolución”, entre 1969 y 1971. Detrás de esta tentativa de programar la economía se encontraba un modelo tecnocrático que se avenía perfectamente con las metas del régimen burocrático autoritario. De esta forma, en los PND se explicitaron concepciones vigentes en el mundo académico, inspiradas tanto en el desarrollismo estructuralista como en las miradas“dependentistas” de las relaciones con el capitalismo internacional.
Para alcanzar estos objetivos, proyectamos analizar en un principio la influencia de la política económica sobre la institucionalidad del régimen. Después veremos las afinidades de este gobierno con la planificación y estudiaremos las características fundamentales del PND 1970, fuertemente identificado con el estructuralismo. Luego examinaremos el cambio de dirección política que adoptó el gobierno y la reformulación de la política económica. Por último, nos concentraremos en estudiar el PND 1971, que indicaba como objetivo central el apoyo estatal a la empresa nacional y a la distribución del ingreso.

Política económica y legitimidad

El golpe de Estado en 1966, encabezado por el general Juan Carlos Onganía, fue gestado al calor de una campaña en la que se acusaba al presidente constitucional de inoperancia para resolver los “grandes problemas nacionales”, y se ubicaba en primer lugar su ineficiencia en el terreno del crecimiento económico. El periodismo opositor al gobierno del presidente Illia -especialmente la revista Primera Plana de Jacobo Timerman- había tendido a distorsionar los datos para justificar el golpe militar, aunque más tarde pudo comprobarse que aquellos no habían sido exactos. Como muestra el cuadro I, el país había tenido resultados positivos en términos del crecimiento del producto bruto interno.

Cuadro 1: Tasa de crecimiento PBI (1964-1972)


Fuente: elaboración propia con base en datos tomados de Martínez (1999, pp. 25-32).

El nuevo régimen militar se propuso encaminar al país por la senda de la industrialización y la modernidad. Continuó sustentando la planificación económica pero suprimió todos los mecanismos de deliberación, incluyendo la legislativa, y añadió patrones de “orden social”, “desarrollo con eficiencia” y “Estado de bienestar”, compatibles con el paternalismo católico (O’Donnell, 1982, p. 223). La teleología del Estado Burocrático Autoritario – tal como lo define O’Donnell– sintonizaba con la planificación de las políticas económicas y sociales que, además de sus objetivos explícitos, suponía una profundización de los mecanismos de control social. Sin embargo, las dos almas que en esencia convivían dentro del régimen, la “liberal” y “la nacionalista” (Altamirano, 2001, p. 81), confrontaban en torno al objetivo primordial: para la primera, la estabilización; para la segunda, el orden social con consenso popular pasivo y excluyente. El statu quo entre ambas dificultaría la aplicación de políticas más decididamente estabilizadoras durante el mandato del empresario Néstor Salimei como jefe del Palacio de Hacienda. Si bien en sus inicios la dictadura se había propuesto alcanzar sus objetivos generales en tres etapas o tiempos -económico, social y político-, recién se adoptó un rumbo decidido en materia económica con la asunción de Adalberto Krieger Vasena como ministro de Economía y Trabajo, a fines de 1966, y el anuncio del Plan de Estabilización y Desarrollo en marzo de 1967. Este programa, de corto plazo y con aspiraciones de continuidad, estaba inspirado en las experiencias de reconstrucción europeas de posguerra, fortalecido con el apoyo financiero de los organismos multilaterales de crédito, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Su núcleo estaba constituido por otra macrodevaluación, con una ampliación de las retenciones a las exportaciones agrarias que evitaba su traslado a los precios internos y que neutralizaba la inflación minorista. Se acompañaba con una política de ingresos con congelamiento bienal de salarios, más acuerdos de precios con las grandes empresas formadoras de precios. Para efectivizarlo, se les ofrecían premios fiscales y crediticios a los que cumplieran los acuerdos. Estos elementos constituían una ingeniería que también se encaminaba al incremento de las exportaciones, especialmente las industriales, para asegurar que el colchón devaluatorio funcionara. Los resultados de este programa en términos de crecimiento del producto, de caída de la tasa de inflación a dos años de su inicio fueron claramente positivos (Cuadros 1 y 2).

Cuadro 2: Índice de aumentos de precios al consumidor


Fuente: Ferreres (2004, p. 450).

No obstante, en el clima económico se advertían elementos negativos que concitaban las quejas de actores de peso. En primer lugar, los empresarios locales cuestionaban la transnacionalización de la propiedad empresaria, facilitada por la devaluación. El sector agrario y exportador, que había cargado con buena parte del costo fiscal del programa mediante las retenciones, evidenciaba las consecuencias de un régimen de tipo de cambio fijo. La baja de los ingresos por exportaciones (Cuadro 3) traía nuevamente la amenaza de la restricción externa a pesar del apoyo obtenido en los organismos internacionales. Una vez más, se demostraba el comportamiento cíclico de la economía argentina, algo que se traducía en una pérdida del apoyo social, no solo de las clases populares sino también de los sectores económicamente dominantes.

Cuadro 3: Comercio exterior 1964-1971


Fuente: Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (1983, p. 57).

El ciclo económico estaba en gran parte agravado por la crisis de institucionalidad que se arrastraba desde 1930. En efecto, en 1969 quedó en evidencia la carencia de legitimidad política del régimen de Onganía, reforzada por su dificultad para construir una base de apoyo. Esto no solo afectaría la gobernabilidad sino también la gobernanza económica. Una sucesión de manifestaciones, protagonizadas por estudiantes y trabajadores, expresaba públicamente un malestar económico y político que tuvo su punto cúlmine en el Cordobazo de mayo de 1969. Este estallido llevó a la renuncia de Krieger Vasena, que fue reemplazado por José María Dagnino Pastore, quien daría continuidad, con menos éxito, a los principales lineamientos de su antecesor. Con todo, estaba seriamente afectada la capacidad gubernamental de controlar el orden, y con ello se agravaron las diferencias políticas al interior del régimen, que nunca habían desaparecido. Junto con una lectura eminentemente política, bajo la influencia del estructuralismo cepalino, se advertía otra dominante en los técnicos del CONADE, que tendía a ver estos hechos como epifenómenos de las tensiones existentes en la estructura socioeconómica. Lo cierto era que la protesta debilitaba al sector “liberal” y fortalecía a los sectores “nacionalista” y“paternalista”.5 Estos últimos coincidían en parte con el estructuralismo académico, que desconfiaba de las soluciones meramente políticas y que precisaba afirmarse en lineamientos de largo alcance. En estas circunstancias, adquiriría mayor vigencia la propuesta de planificación prometida a mediados de 1966. Si bien toda política económica tiene lugar en un corto plazo, las perspectivas de mediano y largo plazo pasaron a tener mayor relevancia en la consideración del equipo económico ministerial, cuyos integrantes eran de orígenes diversos; entre otros, había varios que provenían del CONADE.

Planificación, desarrollo y transición política

La puesta en discusión de la planificación, como se ha esbozado, estaba en los inicios mismos del régimen. En junio de 1966, parecía apropiada para dar un giro en la política económica destinada a consolidar los motores del crecimiento. Para los sectores más ligados al pensamiento ortodoxo -como el representado por el semanario Economic Survey- 6 se debía tomar un rumbo económico marcadamente diferente al seguido hasta ese momento. Se proponía una ruptura con las “concepciones cepalinas de planificación”, que derivaban de la teoría de la declinación de los términos de intercambio. Asimismo, se cuestionaba el papel que la Alianza para el Progreso cumpliría como principal promotora de su difusión en América Latina. En contrapartida, sostenía la necesidad de adecuar el consumo a la producción, que solo podía ser impulsada por medio de la inversión privada. En esta revista se sintetizaba la puesta en marcha de un modelo de ajuste ortodoxo con redistribución regresiva del ingreso para incentivar la capacidad instalada y las exportaciones.7
Como veremos, una mayoría de integrantes militares y civiles del régimen se mostró poco favorable a este plan debido a su escasa viabilidad, aun en un contexto autoritario. Prefería ratificar la intervención estatal planteada y secuencial que se había expresado en el llamado Programa de Ordenamiento y Transformación, cuyos objetivos primordiales eran el orden, la autoridad, la responsabilidad, la disciplina, la comunidad espiritual, la racionalización integral y la solución de problemas urgentes, junto con la adopción de medidas para el desarrollo efectivo en otras etapas.8
Dentro de esta orientación básica, el CONADE se abocó a la realización de trabajos con vistas a una posterior planificación general de la economía, pero el Ministerio de Economía, en las gestiones de Salimei y Krieger Vasena9, prefirió postergar su lanzamiento para no limitar su margen de maniobra con objetivos predeterminados que dificultaran el manejo de la coyuntura.
De todas formas, por entonces hubo una activa política de obras públicas que estuvo orientada por un conjunto de previsiones y estudios técnicos realizados, al menos en parte, en el Consejo. Los informes del CONADE fueron fundamentales en el diseño de las obras públicas proyectadas y desarrolladas en el período, ya que las reparticiones respectivas encargadas de la ejecución directa de las tareas (Energía, Transporte, Vialidad) carecían del personal especializado. En lo relativo a la provisión de energía, el diseño proponía la declinación de la participación del petróleo. Esto llevaba a fortalecer la importancia relativa de la hidroelectricidad para permitir un máximo aprovechamiento de los recursos renovables y, a su vez, incrementar la producción de carbón “destinado a la siderurgia y a la producción de energía eléctrica en reemplazo del petróleo” (CONADE, 1966, p. 3). Esta sustitución se haría en un contexto de una duplicación de la oferta de energía, medida en toneladas de petróleo y sus equivalentes. En el transporte, los planes se centraban en el predominio creciente del sector automotor, pero también en la consideración del desgaste de la infraestructura. La fijación de los costos era un aspecto central del programa, lo que aparecía distorsionado en el sector cargas: los vehículos de peso superior a las cinco toneladas con motor diésel no cubrían el desgaste que le ocasionaban a la infraestructura vial, y terminaban siendo subsidiados por los otros usuarios de la red. Pero al mismo tiempo, se consideraba que el ferrocarril y el transporte fluvial de cabotaje tampoco pagaban el desgaste que ocasionaban. Esta situación determinaba que, en el futuro, el precio de los servicios tendría que confluir hacia sus costos agregados reales (CONADE, 1969, p. 10).
El sesgo tecnocrático que caracterizaba al régimen se manifestaba también en la política de ciencia y tecnología: el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) y la Secretaría del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (SECONACYT) debían articularse al interior del aparato estatal para asegurar el crecimiento de la investigación en esas áreas por medio de la planificación de largo plazo (Feld, 2010). Estos elementos debían integrarse en su conjunto en un Plan Nacional de Desarrollo y Seguridad que se aplicaría en 1968 y que contemplaba la inclusión de instrumentos y objetivos más económicos y técnicos que no estaban desvinculados con la meta de control social. La inflación era interpretada como el fruto de la lucha entre precios y salarios. Por esta razón la actitud hacia los sindicatos estuvo determinada por cierta ambigüedad, que pedía, por una parte, la despolitización y el pluralismo sindical, y por la otra, confiaba en la mentalidad nacional de los dirigentes peronistas y en la funcionalidad de las grandes organizaciones dentro del mito organicista. De igual forma, las organizaciones empresarias −por su baja representatividad y el afán de lucro de sus asociados− eran responsabilizadas por la conflictividad social. Para ellas también se establecía un decálogo de deberes y derechos que debían convergir en el objetivo común de impedir la obstrucción del proceso productivo y las prácticas contrarias al mejoramiento de la productividad (Onganía, 1966, pp. 44-51).
Esta concepción de la planificación retomaba, a partir de sus propias pautas, una tendencia latinoamericana que, con el envión inicial brindado por la CEPAL, había adquirido autonomía. Esta tendencia concebía al plan como un instrumento exclusivamente técnico, cualesquiera fuera el régimen político que gobernara. De acuerdo con Oscar Oszlak (1980, pp. 5-8), las relaciones que se proyectaban en esta planificación se ajustaban a procesos que sucedían al interior de una mente omnisciente. Se asignaban roles a los actores que debían seguir la ruta trazada por el planificador hacia aquel destino que mejor interpretara el interés colectivo. Toda desviación pasaba a ser considerada una anormalidad. Al igual que la mano invisible de la economía clásica, proporcionaba un mecanismo de control social, que permitía regular la asignación de valores en la sociedad, por medio de la neutralidad valorativa, la racionalidad sustantiva y la certidumbre programada, buscando mediante recursos mistificadores legitimar un orden social diferente al prescripto. Sus dificultades estribaban en un conocimiento limitado de la sociedad sobre la que se planificaba, pero también por lo escaso de su poder efectivo. Buscaba utilizar criterios técnicos en los que aparecían el conflicto, la negociación y el compromiso. Daba por sentada la funcionalidad de una burocracia que, alterada en su dinámica, podría ofrecer resistencias. El régimen entonces interpelaba al “planificador omnisciente” como respuesta a desafíos políticos y económicos para los que no había encontrado soluciones satisfactorias en el “tiempo económico”.
De todos modos, quedan abiertos algunos interrogantes: ¿fue la irrupción de la violencia popular la única causa de la salida del ministro Krieger Vasena?¿Se debió a las inconsistencias del programa que el Cordobazo vino a rematar? ¿Tal vez resultó la oportunidad por parte de los sectores paternalistas y nacionalistas del régimen de desplazar a un equipo económico demasiado permeable, según su entender, a intereses particulares y a la lógica del mercado? ¿No habría llegado el momento de adoptar un programa económico que quebrara las barreras del estancamiento y contuviera las demandas de una mayor participación en el ingreso de los asalariados? ¿No sería necesario abrir el juego a una mayor participación de los empresarios nacionales?
La Junta Militar, integrada por los comandantes del Ejército, Marina y Fuerza Aérea, desplazó a Onganía y ungió para la presidencia al poco conocido agregado militar en Washington: el general Marcelo Levingston. El clima de incertidumbre que existía y la discusión entre técnicos, funcionarios y jefes militares, tanto en relación con las políticas económicas y sociales como respecto de sus trascendentes connotaciones políticas, estuvo lejos de desaparecer. Este estado deliberativo, en buena medida, se trasladaba a la elite económica -que comenzaba a ver con preocupación al porvenir inmediato- y tuvo su correlato en los más altos niveles de decisión. Específicamente, en la convocatoria a una reunión de economistas y técnicos integrantes del Consejo de Asesores del gobierno, quienes concurrieron al encuentro que se realizó el 15 de junio de 1970 en el Comando en Jefe del Ejército, sede efectiva del poder. Allí, según se desprende del relato de Juan E. Guglialmelli (1971, pp. 15-55),10 predominaba la certeza de que los tiempos se estaban acelerando y que debería ponerse en vigencia un plan que enlazara la revolución con el país del futuro. La discusión pasaba esencialmente por la compatibilización de una estabilidad que ya no era el eje de la “normalización” prometida, con la política de ingresos necesaria para permitir la integración de los sectores asalariados.
Ese año –1970– sería el vía crucis para un régimen apremiado por circunstancias que comenzaban a quedar fuera de su control. Las inversiones empresarias empezaban a disminuir. En los medios ligados a sectores financieros, como Business Trends, Economic Survey, Análisis, Mercado, y también en el diario La Nación, se advertía un cambio de clima político. El gobierno buscaba retomar la iniciativa por medio de la política de obras públicas que mejoraran el cuadro social en el interior y del acercamiento a los sindicatos, para lo cual promulgó una nueva ley, la N° 18.610 de obras sociales, que le otorgaba al sindicalismo el control de la salud y que despertaba recelos en el sector empresario. En forma premonitoria, en la Conferencia de Gobernadores, Onganía sostuvo que, si estas correcciones no se efectuaban, los grupos revolucionarios podrían utilizar la violencia para modificar la situación social. El general, ingenuamente, reclamaba una administración de las firmas que incluyera una reducción de los márgenes de rentabilidad, que implicara sostener precios e incrementar salarios. Advertía sobre la llegada de tiempos de austeridad para las empresas, que debían manejar con cuidado sus costos y admitir la disminución de los beneficios para poder atender las demandas de los asalariados. Un escenario que, según la revista Business Trends, complicaba la vida empresaria, que sufría justamente una creciente inflación de costos.11 Algunas voces, como las del empresario electrónico y economista heterodoxo Marcelo Diamand (1973), demandaban una política de aliento a la exportación industrial ante el agotamiento sustitutivo.12
El estrangulamiento económico y el estado de crisis política resonaban con fuerza en las antípodas políticas de los gobernantes: el campo de la izquierda y del peronismo combativo. Allí existía, tras el Cordobazo, la convicción de que se abría en el país una vía revolucionaria al estilo cubano. Más allá de su verosimilitud, esta amenaza −imprecisa e incierta− operaba como un estímulo sobre los diversos componentes del régimen gobernante a remozar la política económica y buscar nuevos consensos. Se abría la puerta a una nueva etapa del desarrollo nacional capitalista, signada tanto por cambios en la estructura sectorial de la industria y del agro como por la reformulación de los equilibrios (o desequilibrios) regionales. Había llegado para ellos el momento de encarar un programa económico y social de envergadura que recogiera toda la herencia teórica de la “economía del desarrollo” y el cepalismo para ponerlo al servicio de un modelo nacional exitoso de industrialización y progreso. El ya mencionado estructuralismo otorgaba un fundamento teórico para intentar llegar a una estabilización con crecimiento, la única capaz de limitar la conflictividad social. Lo más significativo era entonces que la estabilización dejaba de ser, en sí misma, un objetivo prioritario.
La adopción de la estrategia política planificadora tuvo lugar en forma paralela a la “crisis de la planificación” a escala regional, que fuera claramente percibida en el ILPES y en la CEPAL. Esta crisis estaba conectada con el agotamiento del ciclo planificador iniciado a comienzos de la década de 1960 con la Alianza para el Progreso; a fines de la década, la planificación en la región solo se llevaba parcialmente a la práctica, razón por la que perdía el interés por parte de los políticos y la opinión pública. Las cuestiones más relevantes de la política económica eran definidas fuera del CONADE y las demás oficinas técnicas donde predominaba la sensación de entrar en el terreno de una utopía. Se imponía, pues, una reducción de la totalidad planificable a una “parcialidad aprehensible, y por lo tanto, más manejable y sujeta a control”. La interdependencia de los fenómenos económicos y sociales obligaba a una formulación necesariamente global que requería, por un lado, de la planificación sectorial, y por otro, de un instrumental de aproximaciones sucesivas de la política económica a los objetivos del plan (Martner y Máttar, 1968, p. 119).
Los técnicos del ILPES advirtieron un agotamiento del modelo de planificación que se había comenzado a esbozar a comienzos de la década de 1960 (Cibotti y Bardeci, 1972). Más adelante, Carlos de Mattos (1979, 1987) consideraría que con el paso del tiempo se había constituido una verdadera ortodoxia latinoamericana de planificación, cuyos rasgos más notables serían el voluntarismo utópico, el reduccionismo economicista y el formalismo. Adolfo Gurrieri (1987), por su parte, enfatizaba algunas deficiencias de la misma teoría cepalina de la planificación, en la que había una notable ausencia de una reflexión sobre el Estado. Se suponía que este constituía un actor unido, coherente, autónomo, con capacidad técnico-administrativa y con control de las relaciones económicas externas. La contundencia de los hechos desmintió sobradamente estos supuestos.

El PND 1970: un ensayo desarrollista

La nueva política económica buscaba, como hemos visto, promover el crecimiento con eje en las empresas nacionales, al comprobarse un amenazador avance de las trasnacionales. La demanda por un programa que se enfocara en la defensa de la empresa nacional creció cuando la estrella de Onganía comenzaba a apagarse, ya con Dagnino Pastore, exdirector del CONADE, en el Ministerio de Economía. En 1969, antes de la salida de Krieger Vasena, el CONADE había comenzado la redacción del Plan Nacional de Desarrollo bajo la dirección de Pastore, en el que tendrían participación decisiva dos destacados economistas: Adolfo Canitrot, quien ya revistaba en el organismo, y Héctor Diéguez que llegaría de la mano del propio Pastore. Cuando este último reemplazó a Krieger Vasena, Zalduendo pasó a encabezar el CONADE. El enroque permitió establecer una estrecha colaboración entre el órgano planificador y el ministerio económico en la fijación del plan de inversiones.13
El PND de 1970-1974 (en verdad, la idea original era quinquenal −1969- 1974− pero el retraso en su redacción lo convirtió en cuatrienal), constituye un arquetipo de un plan “desarrollista”, acorde con la formación académica y con la preocupación por la política pública de sus autores; para quienes la redacción y la difusión del plan no solo informaban sino que buscaban comprometer a los actores con sus objetivos y eran, por lo tanto, una parte esencial del mismo. Su intención quedaba expresada en los objetivos centrales explícitos de crecimiento económico, distribución del ingreso generado y afirmación de la autonomía nacional, que deberían asegurarse mediante la extensión del avance tecnológico desde las ramas más nuevas hacia los sectores tradicionales de la economía, con el objetivo de romper las barreras que aseguraban el dualismo intersectorial. Acotaba que la pretensión de asegurar estos objetivos por medios violentos o aislados era meramente ilusoria, un comentario destinado a las pretensiones de la izquierda que circulaban por la región. Dentro del paradigma desarrollista, cuestionaba la estrategia desbalanceada que había adoptado hasta entonces la industrialización; de este modo retomaba la concepción del crecimiento equilibrado impulsada por Paul Rosenstein-Rodan. La necesidad del equilibrio en el crecimiento se advertía en la sintonía entre producción y empleo que debía ser implementada por las políticas públicas coordinadas.
En el plan se expresaba también una visión crítica de la apertura externa de los años previos, tanto por la participación de las empresas de capital extranjero como por una relación demasiado cercana a los organismos multilaterales de crédito. De acuerdo con su análisis, en el período 1960-1969 se había incrementado la productividad tanto de la industria como del agro, aunque a costa de la participación de los trabajadores, en la distribución del ingreso, y de la empresa nacional, en la del producto. La depreciación del salario real estaba relacionada con la dinámica establecida entre la tasa de inflación y la tasa de devaluación de la moneda nacional. Las diferencias de productividad entre sectores fueron adjudicadas al dualismo estructural que se reproducía a nivel industrial, agrario (que se extendió a lo regional) y laboral. Justamente, proponía que la preocupación por los aumentos de productividad que había estado presente en todos los ensayos de planificación debía ser adaptada a las necesidades de empleo, ya que los aumentos de “productividad por hombre ocupado reducía [n] la absorción de mano de obra por unidad de producto” (PND, 1970, p. 57). De ahí que el crecimiento a que se aspiraba alcanzara el 5,6% del PBI, un valor que contrastaba ampliamente con el promedio 1950-1969, de un 3,3%. Ese indicador resultaba lógico para la dinámica económica del momento. Más allá de que, obviamente, una tasa de crecimiento no responde a la voluntad de los planificadores, esa cuantía proyectaba una posibilidad de crecimiento del ingreso compatible con las demandas sociales a las que se quería responder. Según los planificadores, una pauta menor implicaría la dificultad de absorber la mano de obra existente, es decir que un 4% anual de suba del producto era el valor mínimo esperable para mantener el nivel de desocupación vigente.

Cuadro 4: Distribución sectorial del incremento proyectado de ocupación de mano de obra según PND (1970).


Fuente: CONADE (1970, p. 140).

El empleo concentraba gran parte del esfuerzo requerido. Se aspiraba a que la desocupación −que estaba todavía en 5,6%− bajara a un 3,3%, nivel definido como “friccional”, el mínimo posible en esas circunstancias. La mengua del desempleo podía entrar en colisión con la política de aumentos salariales por ramas productivas ya que, en la práctica, significaba desconocer las diferencias de costos salariales entre las empresas nacionales −que eran las que más mano de obra podían absorber− y las extranjeras. También afectaba de manera negativa a las empresas radicadas en zonas periféricas.
Al crecimiento del producto y distribución del ingreso se sumaba, como objetivo general, el afianzamiento de la soberanía nacional en el campo económico, para configurar un margen significativo de autodeterminación para el capitalismo nacional. Para los redactores del plan, la insuficiencia de la inversión era una restricción obvia al crecimiento. Los requerimientos de ahorro e inversión señalados como metas eran consistentes con la tasa de inversión, que debía llegar al 22,5% del producto como promedio del quinquenio, con la participación creciente del sector privado nacional. Para incentivar el incremento de la capacidad instalada, se proponía financiar la inversión en forma adecuada a través de una derivación de recursos financieros a las firmas nacionales, que estas debían administrar con eficiencia. De acuerdo con la lógica desarrollista, el acceso al crédito permitiría aumentar los recursos destinados a inversiones y mejorar su competitividad con la baja de los ingresos salariales reales dentro de una estrategia basada en la inversión, el consumo y el control de precios. La reducción de los aranceles, pensada para ganar eficiencia, se haría gradualmente; mientras que el riesgo de un desequilibrio entre variables, por ejemplo, entre el producto y el salario, sería subsanado con un trade off multisectorial.
La principal responsabilidad del crecimiento esperado del producto recaía en el sector industrial, con una tasa del 7% anual, concentrado en las industrias básicas, de bienes de capital y exportadora (Cuadro 4). El sector externo –obviamente, la pieza clave para alcanzar un crecimiento sustentable- debía llevar al 6,8% el aumento anual de las exportaciones hacia el final del período, que implicaba a la vez un incremento del grado de apertura de la economía medida en términos de relación de las exportaciones con el PBI. Con dicho aumento de la exportación industrial, se proyectaba una meta global de 2.300 millones de dólares, algo que también implicaba un aumento de las importaciones de bienes de capital y de bienes intermedios. Si bien el programa del PND 1970-1974 no tuvo aplicación práctica, reflejaba ideas y propuestas que estaban en la mente de economistas y técnicos. Cabe agregar, como dato adicional, que la suba del producto en el período correspondiente al plan resultaría a la postre de un 4%, algo menor a lo proyectado en el plan, pero superior a la media histórica de las últimas décadas (CONADE, 1970).

Levingston: cambio de guardia y profundización de la heterodoxia

Como se sabe, el asesinato de Pedro Eugenio Aramburu condujo al fin de la presidencia de Onganía en junio de 1970. La Junta de Comandantes en Jefe designó para reemplazarlo a un desconocido general Levingston, que carecía completamente del prestigio y ascendente que había tenido su antecesor. Bajo su conducción, el régimen intentó ampliar su base política para prolongar su existencia. Dicha base pretendía debilitar el desafío peronista mediante la cooptación de neoperonistas, es decir, de aquellos que se consideraban parte del movimiento pero que no reconocían la conducción de Perón y cuyo apoyo se había buscado esporádicamente en el pasado. Una parte de ellos provenía de los “gobernadores naturales” de algunas provincias, como era el caso de Felipe Sapag en Neuquén. Pero también de políticos porteños, como Raúl Matera, y sindicalistas identificados con el asesinado Augusto Vandor. Esta actitud se vio reflejada en la designación de gobiernos provinciales de ese origen y en el nombramiento del sindicalista Juan A. Luco, un antiguo vandorista, en el Ministerio de Trabajo. Se trataba de ganar apoyo y, al mismo tiempo, de aislar a Perón de sus bases sociales.
Si bien el Ministerio de Economía recayó en un asesor de Krieger Vasena, Carlos Moyano Llerena, el gobierno procuraba extender la orientación heterodoxa a su política económica para estimular el nivel de actividad y favorecer la elevación de los salarios reales. Esta impronta quedó rápidamente identificada con la figura de Aldo Ferrer, quien representaba la nueva generación de economistas profesionales modernos y keynesianos a mediados de los años sesenta.
En un principio, Ferrer ocupó el Ministerio de Obras Públicas del gabinete de Levingston, donde implementó políticas de protección del mercado nacional, de intensificación del crecimiento y, al mismo tiempo, de contención de la inflación14. Pero dada la identificación de Moyano Llerena con la gestión de Krieger Vasena y la necesidad de traer nuevos aires a la economía, poco tiempo después fue designado Ferrer al frente del Palacio de Hacienda. Desde allí implementó el “Compre Nacional”, que ya había anticipado desde su posición de consultor del Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso. En su entorno figuraba también el físico Jorge Sábato, quien propugnaba una alianza de la comunidad científica, el Estado y el sector productivo (más allá del origen del capital), con fuerte énfasis en el uso y la innovación de tecnología. En algún sentido, Ferrer buscaba continuar la línea desarrollista de promoción de industrias de base, aunque sostenido en la gran empresa nacional dentro del modelo de economía industrial, integrada y abierta. No casualmente en su gestión se intensificaron los contactos con el empresariado nacional nucleado en la Confederación General Económica, y con su líder, José B. Gelbard, que por entonces comenzaba a adquirir una notable influencia política.15
Dentro del gobierno, Ferrer debió enfrentar la resistencia del secretario del CONADE, Guglialmelli, quien aspiraba a integrar el gabinete ministerial y había tenido encontronazos con Moyano. Aunque Ferrer y Guglialmelli tenían vínculos con el desarrollismo en general y con Frigerio en particular, el segundo tenía un discurso mucho más crítico hacia la política económica de Krieger Vasena, con argumentos que el primero podría aceptar, como la necesidad de aumentar el poder adquisitivo del salario y de incrementar el apoyo a la empresa nacional. El conflicto terminó con la renuncia del titular del CONADE, que, más que discutir en torno a la planificación de largo plazo, se había empeñado en poner en juego la política coyuntural. De todas formas, el episodio ponía en evidencia la relevancia que el órgano planificador había alcanzado. Ferrer proponía acercarse a los mismos objetivos de Guglialmelli, aunque de una forma gradual y moderada, con la esperanza de establecer un vínculo diferente con los sectores populares, en sintonía con el giro gubernamental hacia los sindicatos. Este giro coincidía con las simpatías de algunos altos oficiales por un “populismo” de base militar.16 Cualquiera fuera la línea, había que gestionar un cambio de orientación económica para conseguir una salida política en un plazo largo,17 y esto era imposible sin el apoyo de los sectores obreros.
Por fuera del CONADE, el nuevo elenco del Ministerio de Economía elaboró su propia propuesta de plan, esbozado por Diamand y Guido Di Tella, con eje en la promoción de las exportaciones industriales. La idea central consistía en reemplazar el draw back por un subsidio que duplicaba su valor para librar la batalla de los mercados vecinos.18 Cerca de esta propuesta de Diamand y Di Tella se hallaba el economista peronista Antonio Cafiero, que postulaba la necesidad de crear un Banco de Comercio Exterior para incentivar las exportaciones industriales; un proyecto que irritaba a los ortodoxos, que lo consideraban una recreación del Instituto Argentino de Promoción del Intercambio –IAPI–, considerado el peor ejemplo del intervencionismo económico peronista, aunque era una de las principales ideas de Ferrer.19 La salida de Guglialmelli del CONADE abrió la competencia entre una terna de posibles sucesores: el general Tomás J. Caballero, Alieto Guadagni –candidato de Ferrer y secretario de Recursos Hídricos– y Javier Villanueva,20 quien finalmente ocupó el cargo. El pleito muestra la fuerza que adquirieron los jóvenes economistas cercanos al Instituto Di Tella, que tenían el encargo de apurar el parto de un nuevo plan para el período 1971-1975. El desafío consistía en formular un proyecto creíble, que no reprodujera el de 1970, al que se lo descalificaba, tal vez superficialmente, por ineficaz.21
El nuevo PND 1971-1975 preparado por el CONADE fue dado a conocer en mayo de 1971. Su objetivo era esencialmente político y consistía en consolidar una base económica que permitiera afrontar una etapa de transición a una incierta institucionalidad. El proyecto redefinía las políticas nacionales en dirección a un nacionalismo estructuralista y dependentista, enfoques que dominaban buena parte de la producción económica y sociológica de la época (CONADE, 1971a, pp. 21-39).22 Además del sesgo ideológico, para su redacción se había implementado una metodología más participativa, por medio de la consulta a los diversos estamentos (empresarios y trabajadores) y organismos del Estado, tanto centralizados como descentralizados (CONADE, 1971a, p. 8). También fueron incorporados informes de las oficinas regionales de desarrollo, con el objetivo de apurar la integración regional. Además, se agregaron como partícipes -en un grado que no estamos en condiciones de ponderar con exactitud- representantes del empresariado, cuya inclusión estaba en sintonía con la ya señalada intención de apuntalar una coalición social más consistente. El sistema de consulta quedaba institucionalizado para el control de los resultados.
En su diagnóstico, el plan mantenía el estructuralismo dualista que había permeado los anteriores, y remarcaba el incremento de la concentración a manos de las empresas trasnacionales, así como el aumento de los desequilibrios interregionales. Para esto, se propiciaba una estrategia del crecimiento polarizado, esto es, concentrado en polos de desarrollo. Aunque el plan global debía tender hacia la convergencia de las distintas regiones en un nivel equivalente, aparecía como un obstáculo la existencia de sectores monopólicos u oligopólicos en los sectores dinámicos de la economía con acceso a la tecnología y al crédito externo y que tenían un uso intensivo del factor capital. De acuerdo con el diagnóstico del documento, estas empresas desplazaban a las medianas de capital nacional, por tener mayores niveles de rentabilidad y costos salariales más bajos. El plan ampliaba el abanico de objetivos respecto del anterior, al incluir la educación, el desarrollo regional y la integración latinoamericana. Se enfatizaba la defensa de la soberanía económica (que no había estado presente en los discursos iniciales del régimen) con base en el fomento de la empresa nacional, pero también de la distribución de la riqueza y de un incremento de las instituciones del Estado de Bienestar. Presentaba un modelo más agresivo y heterodoxo que el anterior. Ello se evidencia en una posición más crítica hacia las reglas del mercado por la que se consideraba su creciente tendencia hacia la concentración y a la ineficiencia. En línea con la propuesta del ministro Ferrer, el programa propugnaba una mayor presencia del Estado, aunque evitando un aumento significativo del gasto.
El motor del crecimiento se encontraría en el aumento de la inversión bruta a costa de un menor incremento del empleo público, cuya tasa debería mantenerse por debajo del crecimiento del producto. Otro eje del programa radicaba en el estímulo al desarrollo de la tecnología nacional con el fin de evitar el drenaje de divisas, pero también en la incorporación de técnicas correspondientes al medio local, y no solo aquellas pensadas para otros recursos y otras escalas. La tasa anual promedio de crecimiento del producto esperada rondaba el 7%, un valor evidentemente muy alto para el contexto económico mundial y para la situación político-social del país, justificado en la necesidad de conjugar los objetivos de eficiencia económica y de redistribución de ingresos. Los motores que impulsarían ese aumento serían la construcción de infraestructura económica (energía, comunicaciones, vialidad) y social (salud, educación, vivienda).

Cuadro 5: Distribución sectorial de los incrementos de mano de obra en los planes 1970 y 1971


Fuente: CONADE (1970a, p. 134; 1970b, s/n).

El incremento del salario real era uno de los aspectos claves del plan, respecto del cual se proyectaba un aumento superior al de la productividad. Se apuntaba al descenso de la desocupación, como se ve en el cuadro 5, que además nos permite comparar la mayor agresividad de este programa en cuanto a su objetivo de reducción del desempleo por medio del crecimiento industrial. En términos generales, se esperaba elevar la participación del salario en el producto, hacia el final del período, al 42,7%. Los incrementos de los ingresos de los trabajadores no afectarían la rentabilidad de las grandes empresas, ya que el aumento de costos sería compensado por la disminución de las tasas de interés, como consecuencia de la reestructuración del mercado de capitales. Los aumentos salariales deberían estar segmentados sectorial y regionalmente, pero un programa ad hoc se encargaría de la reducción progresiva de las diferencias. Las pequeñas y medianas empresas serían compensadas con incentivos tecnológicos y financieros, y en parte, serían estimuladas también a la concentración, para disminuir sus costos. Asimismo, ese sector del empresariado nacional estaría apoyado por un ente específicamente destinado a sostener y expandir la participación del capital nacional en la industria manufacturera. Además, estaba prevista la creación de un Banco Nacional de Desarrollo (BANADE)–que sería efectivamente fundado en 1971 como sucesor del Banco de Crédito Industrial- y de planes sectoriales de reconversión industrial, de inversión pública para el crecimiento de la infraestructura, de modernización agrícola y la mencionada creación de Polos Nacionales de Desarrollo.
A esa altura del desarrollo económico nacional, existía un amplio consenso en relación con la necesidad de recursos financieros que sostuvieran el esfuerzo industrializador. Con esta inquietud se incluía una reforma financiera destinada a la “nacionalización” de la banca (aunque en verdad, se trataba de la disminución de la participación de la banca extranjera en el total de depósitos y préstamos). Si por una parte se proponía la liberación de las tasas pasivas para captar el ahorro, por la otra se buscaría la forma de orientar el 50% del crédito a plazos mayores a los dos años, buscando derivar del consumo a la inversión. De esta forma, se conseguía quebrar la propensión del sistema a la creciente privatización y desnacionalización de la banca, que comprometía la capacidad del Banco Central de orientar el crédito en favor de la producción nacional.
En el sector externo –uno de los principales responsables de la volatilidad de la economía–, se esperaba con excesivo optimismo superar los 2.900 millones de dólares de exportaciones en 1975, a partir del incremento de las manufacturas de origen agropecuario e industrial. Dentro de este último rubro, encontramos en primer lugar la siderurgia, que empezaba a despuntar como sector clave de la economía argentina. También se planificaba un fuerte crecimiento de las exportaciones del rubro de imprenta y publicaciones, que desempeñaba un papel clave en la cultura de Iberoamérica. En relación con las importaciones, se planeaba una disminución de los bienes intermedios, que pasarían a ser fabricados localmente. La elevación de la capacidad sustitutiva se generaba a partir de la entrada en funcionamiento del complejo minero Hierro Patagónico (HIPASAM) de Sierra Grande en la provincia de Río Negro, de la puesta en marcha de la planta de aluminio en Puerto Madryn (ALUAR) y otra de carbonato de calcio cuya demanda interna sería satisfecha con producción nacional al final del período. Por su parte, se incrementaría la participación de las compras externas de bienes de capital para sostener el esfuerzo industrializador. Estas compras, no obstante, debían ser realizadas de acuerdo con las disposiciones de la Ley de “Compre Nacional”, que protegía a las empresas locales.
Ya hemos señalado que un aspecto central de esta programación estaba dado por su regionalización. El CONADE acumulaba una larga serie de estudios sobre las regiones desde mediados de la década. Acorde con una perspectiva que buscaba quebrar los desequilibrios del interior, el PND 1971-1975 anticipaba la creación de “regiones de desarrollo”, cuya coordinación interna estaría a cargo de una “oficina regional de desarrollo”.23 Quedaban, sin embargo, algunas dudas que el PND y los diversos documentos emanados del CONADE no terminaban de responder: ¿cuál debía ser el contenido específico de la política promocional? ¿En qué sectores productivos afincar las inversiones? ¿Cuáles serían los centros destinados a captar la inversión? Las respuestas a estos interrogantes estuvieron inspiradas en teoría de los Polos de Desarrollo, que fuera formulada por F. Perroux y que levantaba no pocas polémicas. La discusión se cifraba tanto en los posibles perjuicios derivados de su instalación como en ciertas vaguedades que presentaba, tanto en su definición como en los mecanismos de irradiación que presuponía la forma de tracción hacia el resto de la economía (Barrera, 1970, p. 7). Su concepción de industrias motrices suponía una priorización notable del sector industrial, aunque las dudas se concentraban en la posibilidad que tenían estos nuevos demandantes de insumos de impulsar encadenamientos hacia atrás en un hinterland sin tradiciones industriales. Si bien existieron varios ensayos de esta estrategia de crecimiento polarizado, sus dificultades de generar encadenamientos fueron corroborados en la realidad.

Algunas reflexiones finales

Hoy los planes económicos tienen una imagen negativa en el mundo académico y entre los responsables de la política económica. Esta percepción está indisolublemente asociada tanto a la escasa aplicación de los planes como a las inconsistencias que estos solían presentar respecto de la realidad planificada. También en este caso, los planes quedaron obviamente identificados con el autoritarismo, una experiencia que en Argentina tuvo resultados notablemente negativos desde casi todos los aspectos en que se pueda encarar el análisis de una época.
Pero más allá de que los planes de 1970 y 1971 no llegaran a aplicarse, una parte de ellos −nos referimos a los proyectos puntuales− se llevaron a la práctica (HIPASAM, ALUAR, BANADE). Tuvieron otro aspecto positivo en la constitución de instituciones estatales dotadas de recursos técnicos aptos para el diseño de proyectos de envergadura y complejidad crecientes. La reflexión sobre los más variados campos de la economía y la sociología constituye otro de los activos generados por la planificación, en la medida en que la explicación que se realizaba formaba parte del mismo plan.
Como se ha visto, la planificación del desarrollo, entendida como un método de asignación de recursos por parte del Estado, integraba el conjunto de convicciones que rodeaban a los integrantes del régimen militar de la “Revolución Argentina”. A pesar de la existencia de un sector liberal al interior del régimen, desde 1966, el abordaje esencialmente heterodoxo fue adoptado como parte de una cierta filosofía del autoritarismo. La planificación se presentó como una parte esencial del “tiempo económico” del régimen. Cuando las bases sociales en que este se había asentado comenzaron a resquebrajarse, la elite militar y sus aliados civiles consideraron imprescindible otorgar un horizonte de certidumbre a una transición que se presentían no muy lejana. Para ello, buscando quebrar la división de la política nacional, realizaron un intento de cooptación, tanto de sectores empresarios y sindicales como políticos.
El proyecto planificador aparecía como el requisito necesario de previsión de políticas económicas más favorables a la empresa nacional y que enfatizaran tanto en la distribución del ingreso como del producto geográfico. El apoyo teórico para estas formulaciones provino del arsenal del estructuralismo económico latinoamericano, que operaba como una concepción propicia para una intervención estatal con sentido de integración económica, social y política. De acuerdo con la lógica sustitutiva dominante, las soluciones propuestas se encaminaban a una industrialización que rompiera los diques de la restricción externa con una sustentabilidad en el tiempo que, aunque difícil, se presentaba como la única alternativa posible.
Además de guías de la política económica estatal en el largo plazo, existió en la planificación del régimen autoritario una tentativa de manipulación política que no podría considerarse original (ya había estado presente en los planes quinquenales del peronismo). No debemos soslayar que la planificación analizada se relacionaba con el clima de ideas que rodeaba a ese período desarrollista y que amplificaba la capacidad del Estado de encaminar el proceso económico y social. En cierto sentido, no se tomaba debida nota de las dificultades de coordinar la actividad estatal con la privada, de superar los conflictos de capital y trabajo y de resolver los recurrentes problemas de la balanza de pagos. Pero especialmente, los planes no consideraban ni podían considerar -aunque seguramente sus redactores la conocieran- la enorme incidencia de las cuestiones político-institucionales en el desenvolvimiento económico y social. Este hecho contribuyó no poco a que cayeran en desuso.

Notas

1 Universidad de Buenos Aires. Facultad de Ciencias Económicas. Centro de Estudios Económicos de la Empresa y el Desarrollo. Instituto Interdisciplinario de Economía Política. Argentina. Correo electrónico: jaureguianibal37@gmail. com.

2 El arraigo y la difusión del planeamiento no impidieron que fuera objeto de diversos cuestionamientos. Del lado del pensamiento académico ligado a la tradición ortodoxa que seguía en este punto a Fiedrich A. Hayek (1945), se la cuestionaba por el hecho de que planificar significaba restringir la libertad económica, un aspecto esencial de las economías de mercado, opuestas a los modelos nacionalsocialista y soviético. Dentro de esta corriente, el economista argentino Juan José Guaresti (h) sostenía que la planificación postulada por Raúl Prebisch solo podía llevarse a cabo en el marco de un régimen dictatorial que permitiera la suficiente contracción del consumo como para, en contrapartida, elevar la tasa de inversión en forma planificada. Para proceder a la restricción de los consumos de ricos y pobres, solo cabía la dictadura en función de forzar la capitalización (Guaresti, 1971, pp. 34-35). Como veremos más adelante, también hubo una crítica a la planificación efectivamente impulsada por los Estados que provino de economistas estructuralistas.

3 Solo entre 1955 y 1970 hubo siete presidentes, bajo diversos regímenes: el militar o la democracia, aunque limitada por la proscripción del peronismo. La inestabilidad afectó además a los regímenes militares, que también cambiaron su núcleo directivo.

4 A pesar de las dificultades existentes, el gobierno de Frondizi se propuso incrementar notablemente la inversión en las ramas más complejas del sector industrial, para lo que apeló al endeudamiento de corto plazo. Bajo su mandato, se realizó la reunión de Punta del Este, en 1961, de la que surgieron la Alianza para el Progreso y la recomendación de que los países a los que se suministraría ayuda externa debían adoptar planes de desarrollo.

5 Estas denominaciones solo señalan la prevalencia de cierto tópico ideológico dentro del patrón autoritario común de los actores internos del régimen.

6 Economic Survey era un semanario de información económica que se publicaba en Buenos Aires bajo la dirección del periodista Rodolfo Katz. Fue clausurado durante el peronismo y su publicación se reanudó a partir de 1955, con una orientación marcadamente ortodoxa, antiperonista y anticomunista.

7 Se necesita un cambio de actitud sobre los problemas económicos (5 de julio de 1966). Economic Survey, p. 558. Biblioteca Tornquist, Banco Central de la República Argentina. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

8 De acuerdo con Onganía, el desarrollo “no debe verse a través de una perspectiva unilateral que atienda solamente aspectos de orden técnico y económico y relegue a segundo plano los problemas sociales, culturales y de realización espiritual…El planeamiento será tan completo y detallado como sea preciso, pero nos aseguraremos que mantenga las condiciones de flexibilidad que permitan adecuarlo a los problemas” (1967, pp. 16-30).

9 El ministro Krieger Vasena (1963) ya se había pronunciado anteriormente por una planificación indicativa que incluyera a las grandes empresas.

10 Participaron del encuentro, entre otros, Roberto Alemann, Elvio Baldinelli, Tomás Anchorena, Luis García Martínez, José María Dagnino Pastore, Carlos Moyano Llerena –quien reemplazaría al anterior como ministro de Economía-, Juan Guglialmelli, Horacio García Belsunce y el brigadier Osvaldo Cacciatore (Guglialmelli, 1971).

11 Informe (6 de abril de 1970). Business Trends, última página. Informe (27 de abril de 1970). Business Trends, última página. Biblioteca Tornquist, Banco Central de la República Argentina. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

12 Ya en ese momento, M. Diamand (1973) -que tendría una destacada actuación posterior como empresario, líder corporativo e integrante de diversas comisiones asesoras- postulaba la necesidad de reconocer la importancia del efecto negativo que sobre la economía tenía el peso de las exportaciones primarias. Proponía como una medida esencial la incorporación de tipos de cambio múltiples, que reconocieran las diversas rentabilidades que operaban en el sector agrario e industrial para favorecer a este último.

13 Entrevista realizada por el autor a José María Dagnino Pastore el 26 de julio de 2014 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

14 Si bien este programa puede parecer excesivamente ambicioso para un ministro de Obras Públicas, el manejo de la inversión pública le otorgaba un importante protagonismo económico y político.

15 El periodismo gráfico, especializado o no, sensible a los cambios de humor político de la sociedad recibió al nuevo ministro de forma expectante, aunque no homogénea. Algunos órganos más cercanos al establishment económico, como La Prensa, Economic Survey, La Nación, Mercado, Panorama y El Economista, se mostraban reticentes a su figura; mientras que otros, como Análisis, Clarín, Correo de la Tarde y la misma Primera Plana, evidenciaron posiciones más afines.

16 Esta corriente no queda claramente definida. Es evidente que algunos oficiales, como el general Jorge Carcagno, miraban con simpatía al régimen peruano de Velazco Alvarado, mientras que otros admiraban la experiencia nasserista de Egipto.

17 Quién manda ahora (20 de octubre de 1970). Primera Plana, pp. 14-18. Biblioteca Nacional. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

18 Economía y Negocios: calentando el motor (3 de noviembre de 1970). Primera Plana, pp. 25-26.

19 El estudio se llamó: “Un sistema de cambios exportadores implícitos como mecanismo de promoción de exportación de bienes manufacturados”, y fue redactado por una comisión ad hoc, integrada por Alberto Fraguío, Diamand y Di Tella. En él se proponía en síntesis un sistema de cambios múltiples. La propuesta de exportación industrial llevó a la renuncia del secretario de comercio exterior Baldinelli.

20 Doctor por California, profesor en Minessota, Columbia y Buenos Aires, exdirector del Centro de Investigaciones Económicas del Instituto de Derecho y Tecnología, donde dirigía el área de “Políticas de desarrollo” bajo la gestión de Zalduendo.

21 Economía y negocios: los planes de nunca acabar (10 de noviembre de 1970). Primera Plana, p. 25.

22 En este plan, el concepto de seguridad quedaba subsumido al de desarrollo y pasaba a ser, de hecho, una de sus expresiones.

23 El PND 1970-1974 se lamentaba por el retraso en la organización de las Oficinas Regionales de Desarrollo, cuya ausencia lo vedaba de un insumo informativo y de un agente clave para la fiscalización de los programas. De esta forma, no contenía en sus previsiones un apartado específico en los que se resaltaran objetivos regionales y locales.

 

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Fecha de recepción de originales: 07/03/2017.
Fecha de aceptación para publicación: 26/10/2017.

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