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Quinto sol

versión On-line ISSN 1851-2879

Quinto sol vol.22 no.2 Santa Rosa mayo 2018

http://dx.doi.org/10.19137/qs.v22i2.1334 

DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v22i2.1334

ARTÍCULOS

 

“Esta sangre es inmensamente fecunda”. Un análisis de los funerales de los militares “caídos” en la llamada “lucha contra la subversión” (1973-1974)1

“This blood is immensely fertile.” An analysis of the funerals of the military “fallen” in the so-called “struggle against subversion” (1973-1974)

 

Santiago Garaño2

Esteban Pontoriero3

 

Resumen: Este trabajo realiza una primera aproximación a los funerales de los soldados, los suboficiales y oficiales “caídos” en la llamada “lucha contra la subversión” entre los años 1973 y 1976 y, de manera más general, explora cómo en estos rituales se construyó la figura de aquellos que habían “sacrificado” sus vidas. Partimos del supuesto de que el proceso de producción de estas muertes se realizó apelando a una tarea de fuerte“acción psicológica” al interior de las filas militares, y que se basó en la figura paradigmática del soldado, suboficial y oficial “caído” por la “subversión”. Nos focalizaremos en el análisis de los discursos, las prácticas y los rituales que distintos actores (parientes, autoridades de las Fuerzas Armadas, “compañeros de armas” o de promoción, líderes políticos, religiosos) desplegaron en el marco de esos velatorios y entierros. Nos parece que este estudio es fundamental a la hora de explicar cómo se fue construyendo un clima social de riesgos y peligros, pero también de odio, venganza y de sacrificio, que puede ser una clave para comprender el compromiso corporativo que asumieron las Fuerzas Armadas en la ejecución de las medidas represivas, institucionalizadas después del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.

Palabras clave: Represión política; Rituales; Funerales; Fuerzas Armadas; Violencia política.

Abstract: This work constitutes a first approach to the funerals of “fallen” soldiers, non-commissioned officers and officers in the so-called “struggle against subversion” between 1973 and 1976 and, more generally, it explores how in these rituals the figure of those who had “sacrificed” their lives was constructed. We start from the assumption that the production process of these deaths was made through the task of strong “psychological action” within the military ranks and that it was based on the paradigmatic figure of the soldier, non-commissioned and officer “fallen” by the “subversion”. We will focus on the analysis of the speeches, practices and rituals that different actors (relatives, authorities of the Armed Forces, “comrades of arms” or promotion, political leaders, religious) deployed within the framework of these events. It seems to us that such study is fundamental in explaining how a social climate of risks, dangers, but also of hatred, vengeance, and sacrifice was built, which can be a key to understanding the corporate commitment of the Armed Forces in the execution of repressive measures, which was institutionalized after the coup d’état of March 24th, 1976.

Keywords: Political repression; Rituals; Funerals; Armed Forces; Political violence.

 

“Esta sangre es inmensamente fecunda”. Un análisis de los funerales de los militares “caídos” en la llamada “lucha contra la subversión” (1973-1974)

Introducción para una historia emocional del terrorismo de Estado

Desde el retorno de la democracia se han desarrollado una serie de líneas de investigación que tratan de explicar el surgimiento y la implementación de un sistema de represión política de carácter ilegal y clandestino durante la última dictadura militar argentina (1976-1983). En primer lugar, un conjunto de trabajos ha mostrado las condiciones burocrático-administrativas del terrorismo de Estado, y afirman que éste se basó en la aniquilación física de los opositores así como la desarticulación de la sociedad civil y política (Duhalde, 1999). Según elaboraciones posteriores, los campos de concentración jugaron un rol central como una “maquinaria desaparecedora” de los seres molestos, disfuncionales y conflictivos cuya eficacia se basó en la circulación del terror por todo el tejido social (Calveiro, 1998). De acuerdo con esta perspectiva, también se pueden agrupar aquellos abordajes académicos que han mostrado cómo entre 1973 y 1976 la superposición de distintas prácticas, medidas y legislaciones estatales de emergencia configuraron progresivamente un estado de excepción, al fundar una lógica político-represiva centrada en la eliminación del “enemigo interno” (Franco, 2012), basadas en una serie de experiencias de represión política y en la producción de reglamentos de “lucha antisubversiva” (Pontoriero, 2016a, 2016b).
Un segundo grupo de estudios han explicado el surgimiento del terrorismo de Estado como el resultado de la formación ideológica de los militares argentinos entre 1955 y 1976. En este sentido, para autores como Prudencio García (1995), Hugo Vezzetti (2002) y Mario Ranalletti (2009), la doctrina de “guerra antisubversiva” en Argentina excedía ampliamente los modelos francés y norteamericano, y así dio lugar a una amalgama original (Pontoriero, 2016a). Por ejemplo, para Vezzetti (2002, pp. 154-155), se trató de una empresa que requería de una adhesión y una moral de combate acordes con las tareas contrainsurgentes; es decir, un “sistema de creencias” que debieron ser previamente formadas en la mentalidad de los represores, a partir de la construcción ideológica de un “enemigo irrecuperable, un ser humano sin derecho a la vida y contra el cual todo estaba permitido”.
En tercer lugar, se destaca una línea que, de manera incipiente, ha intentado explicar las condiciones de posibilidad de la represión política, y que da cuenta de los mecanismos por los que se construyó un consenso y una disposición colectiva al “sacrificio” a partir de emociones, sentimientos y deudas con los “compañeros” de armas “caídos” al interior de las Fuerzas Armadas (FFAA). En este grupo, se destaca el trabajo pionero de Antonius Robben (2008), quien sostiene que el poder militar estaba convencido de que libraba una “guerra justa” que se debía proseguir incluso en las mentes y corazones de sus enemigos políticos mediante la tortura, la desaparición, el cautiverio, el asesinato o la reeducación. En segundo lugar, Valentina Salvi (2012) analizó los modos narrativos de naturalización de la violencia que los oficiales retirados ponen en funcionamiento cuando rememoran en términos autobiográficos el ejercicio de la represión política en el pasado reciente. Santiago Garaño (2012), por su parte, ha mostrado cómo a partir de febrero de 1975, con el inicio del “Operativo Independencia” en Tucumán, las FFAA construyeron al “monte tucumano” como aquel “teatro de operaciones” en el que se habían realizado “sacrificios” de la vida que se volvieron fundacionales en la llamada “lucha contra la subversión”. El autor planteó que luego del golpe de Estado de 1976, estas acciones funcionaron obligando a otros oficiales, suboficiales y soldados a estar dispuestos a comprometerse activamente en el entramado represivo. Por otra parte, se demostró cómo las memorias de los cuadros y de las tropas que participaron en el “Operativo”, basadas en una serie de rumores sobre la peligrosidad de las organizaciones armadas, iluminaron la construcción del enemigo, al producir fuertes emociones y sentimientos −miedo, terror, odio y bronca− que los volvieron capaces de cometer delitos de lesa humanidad (Salvi y Garaño, 2014).
Incluso, en relación con los estudios sobre la militancia y la represión durante los años setenta, la deuda con los “compañeros de caídos” fue abordada para comprender el comportamiento de los integrantes de las organizaciones armadas, mientras que se descuidó el estudio de ese aspecto en el personal y las autoridades de las FFAA. Pilar Calveiro (1998) sostuvo que la fidelidad a los principios de los movimientos revolucionarios solo explica en parte por qué un gran número de sus integrantes continuaron comprometidos a pesar del brutal accionar represivo. Para la autora, los militantes estaban atrapados entre una sensación de deuda moral o culpa con sus propios compañeros muertos, una construcción alentada por las propias organizaciones armadas. Siguiendo estos planteos, Ana Longoni (2005, p. 215) señaló que en esos casos imperó un mandato de sacrificio de la propia vida en tanto “prevalecía la concepción de que era mejor la muerte que la traición e incluso el riesgo de traicionar involuntariamente”.
Nos interesa reflexionar aquí sobre la manera en la que las FFAA en general, y el Ejército en particular, construyeron las muertes de sus camaradas y sus parientes a manos de las organizaciones político-militares. En relación con lo expresado, nos posicionamos dentro del campo abonado por la historia sociocultural de la guerra, cuyos referentes incluyen a autores como Peter Paret (1997), Stéphane Audoin-Rouzeau y Annette Becker (2003) y Thomas Kühne y Benjamin Ziemann (2007), entre otros. Esta disciplina se orienta a estudiar los conflictos bélicos como fenómeno histórico-político, aunque incorpora a sus ejes de observación la esfera de la experiencia vivida. Esto implica analizar las representaciones del enfrentamiento expresadas por los actores en pugna, del bando propio y del enemigo. En relación con el caso argentino, en forma reciente, Federico Lorenz (2015, p. 25) llamó la atención sobre la necesidad de estudiar los hechos armados de los años setenta desde esta perspectiva, e indicó la vacancia que existe al respecto en el espacio de la historia reciente.
Es importante aclarar que no compartimos la caracterización presente en algunos trabajos académicos que señalan al período como el de una guerra (Marín, 2003; Balvé y Balvé, 2005; Izaguirre, 2009). Lo que sí sostenemos, por el contrario, es la constatación de la extendida creencia presente en el ámbito castrense −también visible en vastos sectores de la sociedad civil− acerca de que el país se encontraba inmerso en una “guerra revolucionaria” (Vezzetti, 2002, pp. 55-108). Esta idea se constituyó en un poderoso elemento de un imaginario bélico en clave antisubversiva que operó sobre los análisis, las decisiones y las acciones emprendidas por los actores históricos, por lo que se la debe tomar en consideración. Fundamentalmente, pensamos que el análisis de estas representaciones como parte de una “cultura de guerra” podría coadyuvar a reconstruir el proceso por el que ciertos tópicos como el “sacrificio de la vida”, el “compañerismo”, la “deuda” y el “heroísmo” se constituyeron en un soporte central de la moral de combate del arma terrestre.4
La elección del período 1973-1976 es una vía para comprender el proceso de traspaso de la represión policial a la represión militar. En este sentido, estudios recientes han demostrado un cambio en el rol de las FFAA tendiente a asumir una función central en la planificación, el comando y la ejecución de medidas de represión política (con un claro desplazamiento de la justicia ordinaria y de las fuerzas de seguridad). Al mismo tiempo, como planteó Marina Franco (2012), se fue configurando un estado de excepcionalidad jurídica como producto de la descomposición del estado de derecho, lo que dio lugar a una de las condiciones de posibilidad para la represión clandestina e ilegal. Nuestra hipótesis de trabajo sostiene que, entre 1973 y 1976, las autoridades castrenses construyeron un enemigo, además de autoconstruirse como la solución y el adversario de aquel. Consideramos también que las muertes de militares a manos de las organizaciones armadas contribuyeron a catalizar un consenso interno en el Ejército, al instituir hacia el exterior una legitimidad respecto de la primacía del actor castrense en la “lucha antisubversiva”. Delimitaremos los casos analizados a aquellos de mayor resonancia ocurridos entre el retorno de la democracia en mayo de 1973 y el inicio del “Operativo Independencia” en febrero de 1975, en el que el arma terrestre empezó a ejecutar la represión de manera directa (Garaño, 2012). Para finalizar, cabe aclarar que tomaremos una de las tres fuerzas, el Ejército, debido a que tuvo a su cargo el peso mayor en la conducción e implementación de las acciones, además de ser la que comandó la operación desplegada en el sur tucumano.

El fortalecimiento de los lazos de camaradería militar a través del duelo

Hacia principios de 1969, luego de casi tres años de dictadura militar, en varias ciudades del país estallaron un conjunto de insurrecciones urbanas contra el gobierno de facto del general Juan Carlos Onganía (1966-1970), entre las que se destacaron las ocurridas en Córdoba y Rosario. Estas protestas colectivas estuvieron motivadas por una serie de demandas económicas insatisfechas hacía los trabajadores, quienes habían visto empeorar su situación como resultado de la ejecución del plan económico del ministro de Economía Adalbert Krieger Vasena. A partir de ese momento y para la primera mitad de 1970, las principales organizaciones político-militares ya se encontraban operando en todo el país (Gordillo, 2003, pp. 353-373). El Ejército, por su parte, comenzó a definir la situación como la de una guerra interna (Pontoriero, 2016b).
La irrupción de las organizaciones armadas a fines de los años sesenta y comienzos de la década siguiente estuvo marcada desde el inicio por su enfrentamiento con las fuerzas militares y de seguridad. En efecto, la posibilidad de padecer una muerte violenta se volvió una preocupación muy concreta para el actor castrense, ya que comenzaron a sucederse los asesinatos de varios oficiales. Como señala Alain Rouquié (1998, p. 286), el secuestro en la ciudad de Buenos Aires del general retirado y expresidente de facto Pedro E. Aramburu el 29 de mayo de 1970, y su posterior asesinato por parte de la naciente organización Montoneros, generó una profunda conmoción en el mundo militar. Este hecho pareció confirmarle al actor castrense la peligrosidad de la amenaza que se cernía sobre los hombres de armas.
Entre aquellos años y el 25 de mayo de 1973, fecha de la asunción presidencial de Héctor Cámpora (que se prolongó hasta julio de 1973), los casos de algunos militares que fueron alcanzados por la muerte a manos de las organizaciones político-militares se volvieron paradigmáticos para la corporación militar (Círculo Militar, 1998, pp. 67-78, 84-88). Al respecto, cabe destacar el del general Juan Carlos Sánchez, jefe del Segundo Cuerpo de Ejército con sede en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe. Este alto oficial murió junto con su esposa el 11 de abril de 1972 en una acción conjunta del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Otro caso notable fue el del almirante Hermes Quijada, muerto por el comando del ERP “22 de agosto”. De esta forma, los militares, y en particular los oficiales del arma terrestre, se convirtieron en el blanco de los ataques, una tendencia que se profundizaría en los años venideros. Con base en ello, se reforzaría un imaginario bélico compartido tanto por los militares como por los miembros de las organizaciones revolucionarias, sostenido en el carácter de una guerra sin cuartel ni posibilidad de tomar prisioneros (Vezzetti, 2002).
El 25 de mayo de 1973, con la llegada de Cámpora a la presidencia, los militares interpretaron que la llamada “amenaza subversiva” había resurgido, con lo cual se mantenía el peligro sobre sus vidas. Cabe señalar que el nuevo gobierno buscó anular mucho de lo actuado en materia represiva por la denominada “Revolución Argentina” (1966-1973). Además, la aparición de miembros de organizaciones de la izquierda peronista, quienes tomaban posesión de una serie de cargos públicos nacionales y provinciales de importancia, junto con la continuación de la acción de las organizaciones político-militares, dieron forma a un sombrío análisis castrense de la coyuntura que estaban viviendo (Fraga, 1988).
Hacia mediados de ese año, el gobierno entró en una crisis que desembocaría en la renuncia del presidente. El conflicto entre los sectores juveniles que, desde una identificación con el peronismo, sostenían una posición contestataria y reclamaban reformas estructurales, y los grupos conservadores vinculados al aparato partidario y a los sindicatos, condujo a los hechos de violencia de la llamada “Masacre de Ezeiza” el 20 de junio, fecha en la que el expresidente Juan Domingo Perón retornó definitivamente al país luego de dieciocho años en el exilio. Con el líder del movimiento instalado en Argentina, como producto en gran parte de la presión de su propio partido, Cámpora y su vicepresidente −el conservador Vicente Solano Lima− presentaron la renuncia a sus cargos. Su lugar fue ocupado por Raúl Lastiri, yerno del ministro de Bienestar Social, José López Rega, hasta el 12 de octubre, cuando Perón asumió la jefatura máxima luego de su triunfo en las elecciones generales celebradas en septiembre (De Riz, 2007, pp. 127-189).
En relación con las actividades armadas de los grupos revolucionarios, uno de los hechos más destacados de 1973 fue el ataque ocurrido el 6 de septiembre al Comando de Sanidad del Ejército, ubicado en la ciudad de Buenos Aires, en el que murió el teniente coronel Raúl Duarte Ardoy. Durante la madrugada, un grupo de militantes armados del ERP irrumpió en el establecimiento aprovechando la complicidad de un soldado dragoneante. El objetivo era hacerse de un botín constituido por fusiles, ametralladoras y proyectiles, junto con medicamentos y material quirúrgico. Sin embargo, debido al aviso oportuno de dos conscriptos, el Comando fue rodeado por efectivos de la Policía Federal y soldados movilizados desde el Regimiento 1 de Infantería Patricios, con asiento en Palermo. Luego de una tregua que duró toda la madrugada, a las 7:30 horas las fuerzas militares irrumpieron en el edificio y se inició un intenso tiroteo que terminó con la rendición de los miembros del ERP. El saldo del ataque no registró muertos del lado de los atacantes, aunque un nutrido grupo de activistas fue detenido y encarcelado (Garaño y Pertot, 2007). Sin embargo, entre los castrense, las balas alcanzaron al segundo jefe del Regimiento 1 de Infantería Patricios, teniente coronel Duarte Ardoy, quien murió en el enfrentamiento ocurrido durante la mañana.5 A los pocos días, el 24 de septiembre, el gobierno ilegalizó por decreto al ERP (Fraga, 1988, p. 68).
Como señala Rosendo Fraga (1988, p. 67), tanto en el velorio como en el entierro del oficial muerto se condensó el malestar castrense respecto del gobierno y su actitud frente a las organizaciones armadas, calificada de pasiva, cuando no directamente de cómplice. Al velatorio, realizado el 7 de septiembre en el regimiento mencionado, asistieron el presidente Lastiri, el ministro de Defensa Ángel Robledo y el ministro del Interior Benito Llambí. Entre las autoridades militares se encontraban el jefe de la Armada almirante Carlos Álvarez y el jefe del Ejército general Enrique Anaya. Al día siguiente, en un marco multitudinario de personas, se llevó a cabo el sepelio en el Panteón Militar del cementerio de la Chacarita. En esta oportunidad, sin la presencia del presidente pero con la de varios ministros y altos oficiales de las FFAA, que expresaron su solidaridad con el arma terrestre, tomó la palabra el ministro Robledo y no dudó en calificar el hecho como un “crimen de lesa patria contra la unidad del país”, además de señalar que la muerte de Duarte Ardoy “no sólo hirió a la institución Ejército, sino a las FFAA y a la ciudadanía”.6 Por su parte, el general Anaya manifestó que el del militar “caído” constituía un nombre más en una larga lista de muertos derivada de la “lucha antisubversiva”. A su vez, enfatizó, “si a solas lloramos nuestros muertos, sus ataques [los de las organizaciones político-militares] no nos debilitan, sino que aumentan nuestra cohesión”.7
Siguiendo a Judith Butler (2004), el duelo compartido constituye el medio por el que una vida se convierte en −o bien deja de ser− algo para recordar con dolor. De esta forma también se reúne y recrea a la comunidad política, en tanto revela los lazos que nos ligan a otros, que nos constituyen como sujetos.8 Como se puede observar, lejos de ser meramente negativa, la exaltación de la muerte de Duarte Ardoy presentaba un elemento productivo, que cimentaba y potenciaba los lazos de lealtad y camaradería entre militares: consideramos que, al construir una continuidad con la serie de “caídos” en la “lucha contra la subversión”, se fortalecía el “espíritu de cuerpo” y se cohesionaba a la tropa.
De hecho, no es casual que un momento especial en la seguidilla de discursos haya estado marcado por las palabras que, como representante de los compañeros de promoción, pronunció el teniente coronel Lilo Rodríguez. Respecto a su camarada muerto, en el discurso este oficial manifestó que “su holocausto −respuesta de desinterés y de sacrificio− ha de fortalecer aún más nuestra vocación de servicio, nuestra decisión inquebrantable de ser fieles custodios de nuestras más caras tradiciones”. Más adelante, se afirmaba que “quien muere al frente de sus soldados, arrastrándolos con su ejemplo y su valor, nace para la Patria”. Asimismo, se manifestaba que “se detiene una energía en marcha, pero se proyecta una nueva luz en el firmamento de los hombres capaces de enfrentar a un enemigo emboscado y artero, sin patria y sin bandera”. En el final de su discurso, el excompañero de promoción de Duarte Ardoy expresaba que “el tributo de su vida −cobrado por los inadaptados que han hecho religión del odio y sistema de la violencia− será ejemplo perdurable que fortalecerá nuestras convicciones…Ha caído un Patricio…La Patria está de duelo”.9
Como puede verse, no solo se buscaba constituir estas muertes en símbolos sino también en ejemplos moralizantes para el resto de los compañeros, con el objetivo de incitar a la acción a los soldados. Para ello, además se apelaba a lazos muy potentes en el mundo militar −los de compañerismo y camaradería−, para escenificar y poner en el centro del ritual funerario la voz de un “compañero de promoción” en el Colegio Militar que, a su vez, condensaba sentimientos y emociones muy profundas. Quizás por poner en juego ese tipo de vínculos centrales para la institución y las formas de sociabilidad militar, la muerte de Duarte Ardoy tuvo un impacto profundo entre los hombres de armas. El Ejército canalizó en parte aquel golpe mediante un homenaje muy particular. Entre fines de octubre y principio de noviembre de 1973, la Escuela Superior de Guerra realizó un curso de comando para oficiales en la provincia de Santa Fe, en pos de lograr que los participantes pudieran aplicar en el terreno una serie de tácticas represivas en clave contrainsurgente. Sobre la base de un juego de guerra que imitaba un “ambiente subversivo”, se trataba que los asistentes aprendieran las claves de la conducción e hicieran propias las claves doctrinarias desarrolladas en los reglamentos. Simbólicamente, el ejercicio tomó el nombre de “Cnel. Duarte Ardoy”.10
Asimismo, la figura de este coronel fallecido mereció un lugar destacado en una publicación institucional del Círculo Militar, editada a mediados de 1976, dedicada a honrar la memoria de algunos oficiales muertos en la lucha contra las organizaciones armadas. En sus páginas iniciales, el texto expresaba que “tras 100 años de paz, reverdecen las adormecidas virtudes guerras del EJÉRCITO ARGENTINO,11 que hoy rinde emocionado homenaje a este puñado de héroes y a otros que permanecerán anónimos hasta el final de la lucha” (p. 7). Como parte de las tareas de “acción psicológica” cuyo destinatario era la propia tropa, el objetivo de esta publicación era transmitir a los oficiales y suboficiales encargados de la formación de los soldados una serie de historias heroicas que sirvieran de “ejemplos con los cuales motivar espiritualmente a sus subordinados”. Así, entre los relatos de vida de militares muertos por las organizaciones político-militares, a continuación del caso del general Aramburu se encontraba la historia de Duarte Ardoy bajo el título de “Un jefe que honró al Regimiento de Patricios”. En aquellas páginas, luego de relatar los acontecimientos, que incluían una serie de frases supuestamente pronunciadas por el oficial muerto, se exaltaba su figura como la del prototipo de jefe que, al mando de sus hombres, en una acción de combate había asumido los máximos riesgos y responsabilidades (Círculo Militar, 1976, pp. 18, 23-27).
De esta forma, las autoridades castrenses pretendían exaltar la ejemplaridad de estas muertes ocurridas en un pasado muy reciente. Es decir, gracias a esa memoria oficial, buscaban convertirlas en un principio de acción para el presente y no en un mero hecho de museo. En este sentido, se apelaba a una memoria que recuperara la figura de esos oficiales “caídos” con el fin de alentar el compromiso y la disposición al sacrificio de la vida en la tropa.
No obstante, como señala Fraga (1988, pp. 68-69), a pesar del fuerte impacto que tuvo la muerte de Duarte Ardoy, sumada a las de otros militares y civiles, para 1973 la opinión mayoritaria dentro del Ejército –y compartida también por el propio Perón− era la de priorizar el abordaje policial de la lucha contra las organizaciones armadas. En este sentido, entre los mandos superiores se consideraba que el arma terrestre debía evitar tomar parte en acciones represivas −tal como lo había hecho entre 1971 y 1973 en la dictadura del general Alejandro Agustín Lanusse−, y concentrarse en desarrollar su preparación sobre la base de las hipótesis de conflicto convencional contra los enemigos externos.12 Sin embargo, entre algunos grupos de oficiales y suboficiales de segunda línea, existía una posición contraria que consideraba que la “subversión” era el enemigo y que el Ejército debía profundizar su formación represiva en clave contrainsurgente. De todas maneras, la opinión mayoritaria comenzaría a revertirse a partir del año siguiente, y en ello tuvo un papel central la experiencia de perder compañeros de armas en manos de las organizaciones revolucionarias.

El “sacrificio de los caídos”: la creación de un compromiso para la “guerra antisubversiva”

Para caracterizar la coyuntura abierta por las insurrecciones populares de 1969, el Ejército partía de la definición de “guerra revolucionaria”, de larga tradición entre los militares argentinos desde la incorporación de la “Doctrina de la Guerra Revolucionaria” a fines de los años cincuenta. Elaborada por la oficialidad francesa sobre la base de su experiencia de combate en las guerras coloniales en Indochina (1946-1954) y Argelia (1954-1962), este enfoque contrainsurgente señalaba que la “guerra revolucionaria” era la forma por la que el “comunismo” buscaba imponerse en los países capitalistas del mundo occidental y en otras regiones del mundo. Esta nueva forma de contienda armada se desarrollaba sin la necesidad de una declaración de guerra, que excedía la arena de lo estrictamente militar y se llevaba adelante en diversas esferas, como por ejemplo, la política, la militar, la económica o la psicológica. Según los especialistas franceses, mediante la “guerra revolucionaria” se intentaba derrocar al poder político legítimo para establecer una dictadura comunista aliada con la Unión Soviética (Kelly, 1965, pp. 107-125).
De manera paralela a esta formación, se iba configurando en las filas de los hombres de armas una experiencia de guerra, vivida y sentida de modo concreto y directo, en la que la muerte de un compañero oficial afectaba −de modo metonímico− a todo el personal castrense. En este contexto, se empezaba a construir un enemigo concreto y un consenso sobre la necesidad de exterminarlo; y en esa misma instancia, se daba pie a estandarizar mandatos de sacrificio de la vida. Estos mandatos estaban organizados a partir de una serie de valores morales alentados por las FFAA, pero cuya fuerza emocional y moral se fundaba en situaciones concretas, en las que las pérdidas eran sentidas en carne propia o protagonizadas por compañeros de armas; personas conocidas cara a cara (Garaño, 2012).
En los meses que duró la presidencia de Perón −iniciada en octubre de 1973− las organizaciones armadas produjeron una serie de ataques a cuarteles, guarniciones militares y realizaron secuestros, entre los que se destacan los hechos ocurridos en Azul a comienzos de 1974. La noche del 19 de enero de ese año, un grupo de aproximadamente cincuenta militantes del ERP asaltaron el Regimiento de Caballería Blindada 10 “Húsares de Pueyrredón”, ubicado en esa localidad bonaerense. Si bien el operativo fracasó, el jefe del regimiento, coronel Camilo Gay, y su esposa Hilda Casaux perdieron la vida bajo las balas de los atacantes. Asimismo, junto con los heridos de gravedad, pereció el soldado conscripto Daniel González. Otra consecuencia de ese hecho fue que, luego de la intervención de fuerzas de la Marina y de la Fuerza Aérea movilizadas desde bases cercanas, en su fuga los atacantes se llevaron como rehén al teniente coronel Jorge Ibarzábal (Fraga, 1988, pp. 125-126).
La conmoción que generó el ataque desencadenó una serie de reacciones en diferentes ámbitos, más allá del exclusivamente vinculado al sector castrense. Perón condenó el asalto al regimiento en términos durísimos y llamó a “aniquilar” al “terrorismo criminal” de las organizaciones armadas, que de acuerdo con el “viejo caudillo” –que prometía tomar las medidas pertinentes− actuaban siguiendo “directivas foráneas”. Algunos días después, el gobierno logró que el Congreso aprobara una reforma del Código Penal que aumentaba las sanciones para los delitos vinculados a la acción de las organizaciones armadas y a la realización de huelgas ilegales (Franco, 2012, pp. 70-73). Asimismo, diferentes sindicatos, corporaciones empresarias, políticos y autoridades políticas provinciales expresaron su condena a los hechos de Azul.13
Los restos del coronel Gay y su esposa llegaron por la noche del domingo a Capital Federal en un avión del Ministerio de Bienestar Social, y el velatorio de ambos cuerpos se realizó en el Regimiento de Granaderos a Caballo “General San Martín”. Cerca de las 23:00 horas arribaron a la ceremonia fúnebre el general Perón, su esposa y vicepresidenta María Estela Martínez de Perón, y el ministro de Bienestar Social López Rega. Además del general Anaya, entre los asistentes se encontraban los ministros de Interior, de Relaciones Exteriores y Culto, de Economía y de Defensa Nacional.
El funeral se llevó a cabo al mediodía del lunes 21 de enero en el cementerio de la Chacarita, y se convirtió en otra oportunidad muy propicia para hacer una puesta en escena del poder militar frente a la sociedad. Dentro del ritual se buscó depositar el protagonismo en los uniformados, desplazando a las autoridades civiles. Se encontraban presentes los familiares de las víctimas, ministros y funcionarios del gobierno nacional, jefes, oficiales y suboficiales militares de las tres armas en actividad y retirados, autoridades policiales y de la Gendarmería Nacional, representantes de los partidos políticos y una gran cantidad de público. En el momento de los discursos, quien primero tomó la palabra en representación de los “compañeros de promoción” fue el coronel Jorge Sosa Molina, jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo “General San Martín”, quien respecto de Gay manifestó que “hemos de recordar en todo momento el instante supremo del holocausto en el cual, consciente, asume su destino para morir combatiendo al frente de sus soldados, gloriosa muerte que honra no sólo una vida, sino una eternidad”. A continuación, el general Anaya expresó en su discurso que “las víctimas que hoy lamentamos son el resultado de una de las manifestaciones más aberrantes que haya sido capaz de producir la alienación que campea en las mentes de la subversión”.14 En el final de su alocución, el jefe del Ejército lamentó la “inmolación” del coronel Gay.
Las figuras del oficial muerto y su esposa también empezaron a formar parte de la recopilación de historias de militares y civiles muertos por las organizaciones revolucionarias elaborado por el Círculo Militar en 1976 (pp. 33-38), que dio lugar a la creación de una especie de nuevo panteón castrense, ya en plena dictadura, y seguramente como parte de las estrategias del poder militar para alentar el sacrificio de la vida de sus compañeros. En relación con esto y respecto de Gay, el texto de homenaje afirmaba que “cayó combatiendo, jugándose osadamente con sus húsares. Cayó valientemente sin rendirse, consagrado de pleno a su deber. Digna y hermosa muerte para un jefe de Regimiento”. Luego, se dedicaba un párrafo a la esposa, descripta como el prototipo de la mujer comprometida del militar y abnegada madre de familia, un lugar central en el imaginario castrense de la llamada “familia militar”. El texto expresaba: “supremo sacrificio de esta mujer que en vida alentara y acompañara a su esposo y que, finalmente, lo siguiera en la muerte. Sublimada por su holocausto, representa a todas las esposas de la gran familia militar” (p. 35). Como se muestra, al recordar la muerte del matrimonio se destacaba que, en la “guerra revolucionaria”, las organizaciones armadas no solo atacaban a los uniformados, sino que el blanco también lo constituían sus parientes, integrantes de la llamada “familia militar”. Por lo tanto, la amenaza de muerte se cernía además sobre los seres más queridos del personal castrense. Este tópico no solo creaba un clima de terror sobre los hombres de armas, sino que también se extendía a sus seres queridos, lo cual promovía de forma activa un miedo omnipresente que afectaba al núcleo más sentido de las FFAA: la familia nuclear.
Después de la muerte de Perón, ocurrida en julio de 1974, la segunda mitad del año se caracterizó por el incremento de la violencia política. En efecto, en los meses que siguieron a la asunción presidencial de Martínez de Perón, proliferaron las acciones clandestinas de los grupos paraestatales ligados al peronismo ortodoxo que buscaban “depurar” al movimiento de los miembros contestatarios (Merele, 2017). A su vez, las fuerzas de seguridad no podían desbaratar a las organizaciones político-militares, que continuaban con sus operaciones de “guerrilla urbana”. En paralelo, las acciones guerrilleras mostraban que las organizaciones armadas actuaban de manera cada vez más abierta y desafiante. Derivado de este aumento de la violencia política, el 6 de noviembre el gobierno nacional declaró el estado de sitio por tiempo indeterminado en todo el territorio nacional. Para este momento, el imaginario de la guerra estaba ampliamente extendido, y era compartido por los militares, los militantes de las organizaciones armadas, los integrantes de las bandas paraestatales y los dirigentes políticos, especialmente los que formaban parte del oficialismo (Fraga, 1988; Franco, 2012).
En aquel contexto, el 19 de noviembre fue muerto el teniente coronel Ibarzábal, quien había permanecido en cautiverio desde enero, luego de ser secuestrado en el intento de copamiento del regimiento de Azul. En relación con esto, el Departamento de Relaciones Públicas del Comando General del Ejército emitió el siguiente comunicado: “El teniente coronel Ibarzábal suma su nombre a la extensa lista de mártires inmolados en aras de la definitiva unión de todos los argentinos”. Su muerte se produjo cuando la camioneta en la que era trasladado por sus captores fue interceptada por fuerzas policiales. Cuando los uniformados abrieron la puerta posterior del vehículo, hallaron en su interior el cuerpo sin vida de un hombre que, posteriormente, fue identificado como el teniente coronel secuestrado en el ataque de Azul. Al margen de la información oficial, la prensa comercial señaló que el cuerpo se hallaba encerrado en una estrecha caja metálica y presentaba tres impactos de bala en el pecho, que habían sido efectuados minutos antes del descubrimiento.15
El velatorio del oficial se realizó el 20 de noviembre en la capilla de San Martín de Tours, emplazada en los cuarteles del Regimiento de Infantería Patricios. La ceremonia contó con la presencia del general Anaya, la viuda y los hijos de Ibarzábal y numerosos jefes y oficiales, en su mayoría pertenecientes al arma de Artillería. De este modo, nuevamente se desplazaba del centro de la escena a las autoridades políticas. En este caso, la crónica del funeral no da cuenta de la presencia de dirigente partidario ni funcionario de gobierno alguno entre quienes llegaron para darle el pésame a la familia del oficial “caído”.16 Como podemos ver, progresivamente las FFAA se ubicaron en el centro del ritual, al construirse a sí mismas en protagonistas y afectadas directas de la experiencia de “guerra contra la subversión”.
El sepelio se efectuó en el cementerio de la Chacarita, al que asistieron el comandante general del Ejército, el teniente general Anaya, el jefe del Estado Mayor Conjunto, el general de división Luis Betti y el comandante del Primer Cuerpo de Ejército, el general de brigada Alberto Numa Laplane. Asimismo, estuvieron en la ceremonia un grupo de oficiales superiores de la Fuerza Aérea y otro de la Armada. Frente a este público, la esposa y los tres hijos del militar muerto caminaron junto al cortejo fúnebre que conducía el féretro hasta el Panteón Militar.
Al momento de los discursos, en primer lugar, tomó la palabra el representante de los compañeros de promoción, que en esta oportunidad fue el teniente coronel Juan Luis Coelho. Este oficial enlazó su sentimiento de pérdida de un “compañero de armas” con la posibilidad de que las autoridades gubernamentales volvieran a requerir de los servicios de los militares para encarar acciones represivas: “pienso que no está lejos el día que la Patria nos reclame para acudir en su defensa”. Se enfatizaba además que su muerte se había producido “luego [de que] sufri[era] el largo cautiverio en condiciones infrahumanas”. En línea con esto, Coelho trazaba el vínculo entre él, el camarada “caído” y sus compañeros de armas a partir del compromiso que les imponía el sacrificio de su vida:

“Por eso tu sacrificio, como el de otros que te precedieron, compromete nuestra serenidad y decisión seguros de que así con la protección de Dios y con el esfuerzo conjunto del pueblo y sus instituciones, la victoria será nuestra, de los que todavía sentimos el verdadero amor por este bendito suelo, por sus símbolos y la veneración de nuestros antepasados gloriosos que nos legaron la libertad”.

A continuación, en representación del Comando General del Ejército, tomó la palabra el general Osvaldo René Azpitarte, quien valoró a Ibarzábal como “ejemplo de consagración total al deber militar, esa norma austera que exige del soldado permanentes sacrificios en una constante entrega vocacional y que sólo los espíritus superiores alcanzan en plenitud”. En una alocución que resaltaba los lazos de unión entre los miembros de la fuerza y la voluntad de sacar coraje ante la muerte de un compañero, Azpitarte manifestó:

“por eso es que hoy, sus camaradas, sus amigos, estamos frente al coronel Ibarzábal, con el pecho ahogado de dolor y de indignación ya no hay llanto en nuestros ojos. Sí, un ánimo dispuesto, una decisión irrefrenable, una seguridad total en nuestras propias fuerzas, para luchar por los ideales de nuestros muertos, por el futuro de nuestros hijos”.

Para terminar, el general Azpitarte se preocupó por destacar la forma en que las muertes de los camaradas a manos de las organizaciones revolucionarias debían servir para fortalecer la moral de combate de los soldados:

“Esta larga heredad de sangre que el Ejército está dejando en el camino de la Patria, nos duele, y nos duele mucho. Pero es la misma que nos hace cerrar filas con altivez, con, coraje y la que nos hará empuñar las armas de la República, para defenderla hasta la victoria final, con fe en Dios y el apoyo del pueblo argentino”.17

Este caso también se hallaba incluido en la publicación elaborada por el Círculo Militar en 1976. Allí se expresaban opiniones respecto del camarada “caído” que asociaban las condiciones de su cautiverio con el martirio: “el Teniente Coronel IBARZABAL, cautivo en la trampa armada por quienes serían más tarde sus asesinos, emprendería el largo y penoso calvario de su martirio”. Luego, se manifestaba que durante los diez meses en los que el oficial muerto permaneció secuestrado por el ERP, “comenzó a templarse el acero de un Ejército cada vez más fuerte ante la adversidad. Diez largos meses para probar su alistamiento anímico y su disposición para la lucha” (Círculo Militar, 1976, pp. 35-37).
Aunque los casos mencionados impactaron de manera profunda entre las filas militares, desde la perspectiva castrense, las muertes del capitán Humberto Viola y su hija de tres años, ocurridas a principios de diciembre de 1974, marcaron un salto cualitativo respecto del accionar de las organizaciones armadas y sus potenciales víctimas. El hecho tuvo lugar el 1° de diciembre en San Miguel de Tucumán, cuando el oficial, su esposa y sus dos hijas se encontraban estacionando su automóvil en la puerta de la casa de sus padres. En ese momento, desde otro vehículo, un grupo de militantes del ERP lanzó varios disparos, que hirieron a las hijas del oficial. Por su parte, Viola bajó para buscar ayuda, pero fue atacado a tiros por otro grupo de activistas que viajaban en un auto de apoyo, lo que dejó un saldo que incluyó las muertes del oficial y su hija menor María Cristina.18
Al igual que en todos los casos analizados en este trabajo, en representación de los compañeros de promoción del Colegio Militar en el sepelio, primero tomó la palabra el capitán Juan Carlos Jones. Este oficial expresó su dolor ante una nueva muerte de un compañero de armas y comprometió a los presentes para que el “sacrificio” de la vida de Viola y su hija no haya sido en vano. En este sentido, pidió que aquellas muertes constituyeran una guía para el servicio de los intereses de la Patria y cerró su alocución con el anuncio de que el Ejército encontraría en aquellas “bajas” la fuerza para defender “los símbolos de la nacionalidad”.19
El discurso principal estuvo a cargo del general Luciano Benjamín Menéndez en su calidad de jefe de la Guarnición de Ejército en Tucumán, dependiente del Tercer Cuerpo de Ejército. El jerarca castrense expresó que todo militar debía encontrarse preparado para aceptar la muerte como una posibilidad muy concreta, y que el temor era un sentimiento absolutamente entendible. Sin embargo, también manifestó la imposibilidad de comprender la racionalidad del accionar de las organizaciones revolucionarias cuando se producía una muerte como la de la hija de Viola:

“Cuando cae un camarada, enjugamos las lágrimas, apretamos los puños y adelante; a vencer tocan ahora. Pero cuando muere una criatura de 3 años, bella esperanza truncada, el ánimo se deshace. La razón se pierde buscando una explicación a tamaña injusticia”.

Junto con esto, una vez más se expresó la figura del sacrificio de la vida: “ante ese ángel que ha ido al cielo, vamos a tomar esto como un holocausto. Ha muerto un valiente y hábil soldado y con él su pequeña hijita”. El discurso de Menéndez conectaba a los “caídos” con los camaradas que deben continuar el combate hasta alcanzar la victoria y, enfatizando la figura de la hija del oficial muerto, buscaba crear una potente relación entre el mandato de sacrificio de la vida y la deuda con los muertos junto a otros sentimientos y emociones fuertes. Sostuvo que:

“el camino de la victoria está siempre jalonado por los cuerpos de los valientes que caen para facilitar la marcha a los que seguimos. Vamos a usar este dolor y esta rabia que nos ahogan para vencer. Porque venceremos, mayor Viola y María Cristina”.

En un poderoso juego de oposiciones morales entre un “nosotros” y los “otros”, las palabras de Menéndez dedicaban algunos pasajes al enemigo denominado como la “subversión”. En este sentido, se lo asociaba con la traición, el ataque a la sociedad argentina y la búsqueda de la destrucción de los llamados valores tradicionales de Argentina:

“Venceremos, porque estos enemigos que hoy enfrentan a la Patria, deben sus mezquinos éxitos exclusivamente a su acción traicionera y solapada. A ese asesinar y esconderse…. En este caso violencia ataca y abate, no sólo al hombre sino a la familia, cuya preservación como elemento substancial de la Nación es fundamental. Ello define un designio en los ejecutores, que supera cualquier excusa ideológica y pone de relieve lo inexplicable e imposible propósito de desintegrar la comunidad”.

Por último, Menéndez concluía con un augurio de guerra en un futuro inmediato, una guerra contra la “subversión” que para fines de 1974 se avizoraba como inevitable: “pero ahora, detectados [“los subversivos”] gracias a la repulsa unánime del pueblo, apremiados por una ofensiva generalizada, serán destruidos inexorablemente. Y este Ejército, victorioso en todas las guerras que libró, aniquilará a estos delincuentes”.20 En este caso, el general estaba siendo muy preciso con los conceptos utilizados para definir la acción futura. En efecto, la noción de “aniquilamiento” integraba el vocabulario técnico castrense que, de acuerdo con el reglamento RV-136-1. Terminología castrense de uso en las fuerzas terrestres significaba el “efecto de destrucción física y/o moral que se busca sobre el enemigo, generalmente por medio de acciones de combate” (Ejército Argentino, 1968, p. 23). Por consiguiente, en la perspectiva de este alto oficial, la intervención del arma terrestre en acciones represivas consideradas como operaciones de “guerra contrainsurgente” se realizaría bajo el signo de un conflicto bélico y con el “aniquilamiento” de la “subversión” como eje articulador.

Consideraciones finales

Los funerales estudiados en este artículo fueron rituales particularmente propicios para que el Ejército pudiera dramatizar valores fundamentales para las FFAA, conectados también con la acción represiva que estaba por empezar a desarrollar de manera sistemática a mediados de la década del setenta. Con este fin, nos parece fértil explorar la propuesta del antropólogo brasileño Roberto Da Matta (2002, p. 94),21 quien invita a pensar los rituales como instrumentos que permiten expresar los mensajes sociales con mayor claridad que en la vida cotidiana y rutinaria. Al aplicar esta consideración al caso aquí analizado, puede decirse que, si bien en la vida cotidiana de las FFAA se hablaba permanentemente de “sacrificio” de la vida, “lealtad”, “compañerismo”, los rituales funerarios ponían en foco estos valores y relaciones (fundantes del mundo militar) de una forma diferente. En efecto, esos tópicos se expresaban con más fuerza, con más vehemencia, coherencia y conciencia y, sobre todo, se los dotaba de un poder emocional y moral que los ataba al deber estrictamente profesional.
En este sentido, podemos descifrar una serie de mensajes que se pusieron en escena al momento de velar y sepultar a los militares “caídos”. Para comenzar, la principal audiencia receptora de esos discursos era la propia tropa, sobre la que se hacía una gran puesta en escena de una experiencia de guerra (y de victimización, en el caso de los parientes muertos) que afectaba directamente a los integrantes de las FFAA y a sus familiares, buscando cimentar lazos de lealtad entre camaradas. Al construir un clima de terror, riesgo e incertidumbre, se creaba un espacio solemne basado en el respeto y la dramatización de las jerarquías que ordenaban el mundo castrense. Sin embargo, estos elementos se unían de un modo bien potente con la experiencia concreta de pérdida, vivida por sujetos conocidos de manera directa, cara a cara: los “compañeros” de armas y sus parientes. Al complementar esta doble faceta del Ejército (la institucional y la de las relaciones personales), se colocaba en el centro de la escena a las víctimas sacrificiales: aquellos hombres de armas −fundamentalmente oficiales− y sus allegados muertos, quienes eran honrados por sus camaradas, sus familiares y por la institución militar. Así se creaba una nítida separación entre la sociedad −como público, al igual que los políticos y autoridades gubernamentales, todos en segundo plano− y las FFAA −ubicadas en el centro y convertidas en afectadas directas–.
Con este tipo de mensajes se pretendía cimentar la lealtad al interior de las FFAA, creando sentimientos de solidaridad y fraternidad entre los participantes: la disposición al sacrificio de la vida, que suponía tanto la posibilidad de matar y de morir como la voluntad de comprometerse activamente con la lucha. En este sentido, consideramos que los funerales que se sucedieron entre 1973 y 1974 fueron rituales fundacionales para producir activamente un consenso central en función de llevar adelante la represión política que se desplegaría a partir de febrero de 1975. Pensamos pues que este entramado de prácticas y símbolos estaban orientados a darle legitimidad emocional y moral a un mandato bélico: que era necesario derrotar militarmente a ese peligroso enemigo que no solo estaba diezmando las filas castrenses sino que también ponía en peligro a sus familiares.
En todos los casos analizados, al exaltar estas muertes se buscaba crear una comunión y una alianza indisoluble entre compañeros de armas, por lo que no es casual el orden de los discursos. En relación con esto, se partía de las relaciones personales −los compañeros de promoción, vínculos fundantes de la sociabilidad castrense− para cerrar con el representante de la institución. Este último era el encargado de plantear los mandados institucionales, las normas y el discurso oficial, ya vigorizados por el peso de las emociones y de los sentimientos desplegados en el ritual, centrados en el universo de las relaciones personales.
En un trabajo anterior escrito por uno de los autores del presente artículo, habíamos concluido que los sacrificios realizados en el “teatro de operaciones” del “Operativo Independencia” habían sido fundacionales en la lucha contra la “subversión”, dado que crearon fuertes lazos de lealtad que obligaron a sus compañeros de armas a comprometerse activamente en el sistema represivo que se desplegó después del golpe de Estado de 1976 (Garaño, 2012). Sin embargo, a partir del análisis de los funerales a los “caídos” en la “lucha contra la subversión” realizado en este artículo, hemos visto que ese fenómeno fue previo. Por lo tanto, nuestra hipótesis, sobre la que seguiremos investigando, es que estos actos de sacrificio de la vida −pulidos, estandarizados y puestos en escena en rituales con una poderosa carga emotiva y moralizante− operaron de manera ejemplar para crear un consenso en torno a que el Ejército debía ser quien liderara la lucha para derrotar a las organizaciones revolucionarias.

Notas

1 La referencia a la fecundidad de la sangre de los militares muertos por las organizaciones armadas se halla en el “Mensaje Final” de monseñor Adolfo Tortolo (1976, pp. 137-139). Aprovechamos este espacio para agradecer a los evaluadores anónimos de la revista, cuyos comentarios y sugerencias han enriquecido y mejorado enormemente este artículo, así como también a Hernán Merele por su inestimable ayuda en el proceso de investigación.

2 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad Nacional de Tres de Febrero. Argentina. Correo electrónico: sgarano@hotmail.com

3 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad Nacional de Tres de Febrero. Argentina. Correo electrónico: estebanpontoriero@hotmail.com

4 Desarrollada principalmente por los historiadores Audoin-Rouzeau y Becker (2003, p. 102). En sus investigaciones sobre la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la cultura de guerra es definida como “un conjunto de representaciones del conflicto que cristalizaron en un sistema de pensamiento que le dio a la guerra su significación profunda”.

5 Es importante aclarar que, de acuerdo con declaraciones de exmilitantes del ERP, el teniente coronel Duarte Ardoy habría sido muerto por las balas de sus propios camaradas en medio del tiroteo final previo a la rendición incondicional de los insurgentes. Asimismo, el historiador Pablo Pozzi (2004) sostiene esta misma versión. Por último, la causa judicial que se abrió para investigar los hechos de Sanidad fue cerrada en 1979 sin que se pudiera identificar al atacante de Duarte Ardoy.

6 Efectuóse el sepelio del Tte. Cnel. Duarte Ardoy (8 de septiembre de 1973). La Nación, p. 20. Biblioteca del Congreso de la Nación, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

7 Efectuóse el sepelio del Tte. Cnel. Duarte Ardoy (8 de septiembre de 1973). La Nación, p. 20.

8 En este sentido, para Butler (2004, p. 59), los actos públicos, como los rituales funerarios, establecen y producen la norma que regula qué muertes valen la pena rememorar y también fijan los límites sobre el tipo de pérdidas que podemos reconocer como tales.

9 Efectuóse el sepelio del Tte. Cnel. Duarte Ardoy (8 de septiembre de 1973). La Nación, p. 20.

10 Ejercicio “Cnel. Duarte Ardoy”, Juego de Guerra en ambiente operacional subversivo. 1973. Caja nº 4, documento 0-1, 0-2, pp. 1, 2. Colección: Institutos de Formación y Perfeccionamiento. Servicio Histórico del Ejército Argentino, Buenos Aires.

11 Mayúsculas en el texto original.

12 Para más desarrollo sobre este tópico, véase los trabajos de Fraga (1988) y Franco (2012).

13 Se realizó el sepelio del general Gay y su esposa (22 de enero de 1974). La Nación, p. 1.

14 Se realizó el sepelio del general Gay y su esposa (22 de enero de 1974). La Nación, pp. 1, 9.

15 El sepelio de Ibarzábal (21 de noviembre de 1974). La Nación, p. 1.

16 El sepelio de Ibarzábal (21 de noviembre de 1974). La Nación, p. 1.

17 El sepelio de Ibarzábal (22 de noviembre de 1974). La Nación, pp. 1, 4.

18 Atentado en Tucumán (2 de diciembre de 1974). La Nación, p. 14.

19 Sepelio del Cap. Viola (3 de diciembre de 1974). La Nación, p. 10.

20 Sepelio del Cap. Viola (3 de diciembre de 1974). La Nación, pp. 11, 12.

21 En su trabajo sobre los tres modos básicos de ritualizar en el mundo brasileño (el carnaval, el desfile militar y la procesión religiosa), Da Matta (2002) plantea que los rituales son los mecanismos fundamentales utilizados para dramatizar el mundo, es decir, son discursos sobre la realidad en los que se destacan ciertos aspectos de ésta.

 

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Fecha de recepción de originales: 08/03/2016.
Fecha de aceptación para publicación: 29/06/2017.

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