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Quinto sol

versión On-line ISSN 1851-2879

Quinto sol vol.22 no.3 Santa Rosa oct. 2018

http://dx.doi.org/10.19137/qs.v22i3.2641 

DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v22i3.2641

ARTÍCULOS

 

La ley y el orden. La libertad de imprenta en Buenos Aires durante la década de 1850

The Freedom of the Press in Buenos Aires during the 1850s

 

Fabio Wasserman1

 

Resumen: El artículo analiza la conflictiva implementación de la libertad de imprenta en Buenos Aires tras la caída del régimen rosista. Para ello examina tanto la normativa vigente y los proyectos para modificarla, como lo sucedido en algunos juicios, el accionar del gobierno y los debates en la legislatura y en la prensa. El estudio pone en discusión la interpretación canónica que enfatiza que en esos años rigió una amplia libertad de expresión en la provincia. Asimismo, y en una mirada de más largo plazo, sostiene que las dificultades para implementar la libertad de imprenta durante el siglo XIX se vincularon a la tensión provocada por la consideración de la prensa como un pilar de las sociedades republicanas y civilizadas y, a la vez, como un agente corrosivo del orden.

Palabras clave: Libertad de imprenta; Prensa; Legislación; Buenos Aires.

Abstract: This paper analyzes the conflictive implementation of freedom of the press in Buenos Aires, after the fall of Rosas’ regime. It examines norms and the initiatives to reform them, some trials, government actions, and the debates within the legislature and the press. The study discusses the traditional interpretation according to which, in the province of Buenos Aires, those years were characterized by a wide freedom of expression. It also argues that the difficulties to implement freedom of the press in the 19th century are explained by the tension between the consideration of the press as a pillar of civilized, republican societies and, at the same time, as a corrosive agent of the social and political order.

Key words: Freedom of the press; Press; Legislation; Buenos Aires.

 

Introducción

En los últimos años se produjo una renovación de los estudios sobre la prensa hispanoamericana del siglo XIX, que se nutrió con aportes de la historia política, cultural e intelectual. Además de tratar temas y problemas tradicionales como los contenidos, formatos y autores, estos trabajos ponen el foco en sus condiciones de producción y en el impacto que tuvieron en la vida pública (Guerra y Lempérière, 1998; Jaksic, 2002; Alonso, 2004; Palti, 2008). Una lectura de conjunto permite advertir que la prensa tenía dos caras contradictorias, y que estas ya se habían hecho visibles desde el inicio del proceso revolucionario: si bien era valorada como emblema de una sociedad civilizada y sustento del régimen republicano en tanto debía expresar o formar a la opinión pública (Palti, 2007; Goldman, 2009; Molina, 2009), también se temía su capacidad para socavar los cimientos del orden sociopolítico. De ahí la importancia asignada a las leyes de imprenta que debían garantizar la libertad de expresión y, a la vez, impedir que fuera utilizada para injuriar a las personas o, peor aún, para cuestionar la religión, la moral o el orden social y político (Goldman, 2000; Wasserman, 2009; Cucchi, 2014; Ibarra Cifuentes, 2014; Loaiza Cano, 2016).
Este trabajo examina cómo se concibió e implementó la libertad de imprenta en Buenos Aires entre 1852 y 1859 a la luz de esta tensión entre la libertad y el orden.2 En esos años, la vida pública provincial se constituyó en abierto rechazo a las experiencias rosista y urquicista, que eran tildadas como tiránicas o despóticas. En contraposición, la dirigencia y los publicistas porteños destacaban el desarrollo de las instituciones republicanas, las prácticas asociativas y la defensa de las libertades individuales (Halperín Donghi, 1982; González Bernaldo, 2001; Lettieri, 2006; Sabato, 2012; Wasserman, 2015). Buena parte de la historiografía coincide en señalar que en esos años rigió una amplia libertad de imprenta. En un estudio reciente sobre el liberalismo argentino, Alonso y Ternavasio sostienen, por ejemplo, que esa

“experiencia republicana, con acento en las asociaciones y en la proliferación de la prensa, se asentaba ahora dentro de un marco liberal celoso de los derechos individuales para agruparse y manifestarse alrededor de diversas causas y de una libertad de prensa defendida a rajatabla” (2011, p. 303).

La defensa de la libertad de imprenta era, en efecto, uno de los puntales del orden posrosista, cuya mayor expresión fue la publicación de numerosos medios con distintas orientaciones políticas. Sin embargo, algunos estudios recientes sostienen que sobre estos hechos se construyó una interpretación sesgada que requiere ser revisada o, al menos, matizada (Lettieri, 2005; Wasserman, 2009, 2015). Por un lado, porque había límites claros para emitir opiniones cuya transgresión era motivo de duras sanciones. Por otro lado, porque los gobiernos liberales también empleaban estrategias legales y paralegales para controlar a la prensa.
Se desarrolla aquí un estudio empírico enmarcado dentro de esta línea crítica, en el que se examinan las normas sobre libertad de imprenta, su aplicación en algunos juicios y los debates en la legislatura y en la prensa.3 Este análisis permite distinguir la existencia de distintas concepciones sobre la libertad de imprenta, y da cuenta además de los conflictos que suscitaba su implementación. Asimismo, ilumina de un modo particular la tensión entre la libertad y el orden, ya que en esa coyuntura comenzó a plantearse que quizás fuera imposible crear leyes e instituciones capaces de congeniar con ambos principios.

Una vieja ley de imprenta para un nuevo orden político

Tras el triunfo de Caseros, Urquiza designó como gobernador provisorio de Buenos Aires a Vicente López y Planes, un letrado rosista que era respetado por los distintos actores políticos. El 11 de marzo, el gobierno restauró la “Ley sobre la Libertad de Imprenta”, que había sido sancionada en mayo de 1828, mientras gobernaba la provincia el federal Manuel Dorrego, y a la que Rosas había dejado sin efecto. La ley consideraba responsables de las publicaciones a los editores o, en su defecto, a los impresores. Estipulaba que serían abusivos los impresos que atentaran contra la religión, promovieran la sedición, el desorden público, la desobediencia a las leyes o a las autoridades, fueran obscenos, inmorales o atacaran la reputación de algún individuo. Asimismo, establecía que los que hicieran referencia al desempeño de los funcionarios no podían considerarse abusivos. Esta era una cuestión conflictiva, pues esa distinción entre lo público y lo privado no es algo fácil de establecer. En ese sentido, resultaba decisivo el mecanismo para establecer la existencia de delito: un jurado de cinco ciudadanos debía dar lugar a la acusación y otro debía dictar sentencia, mientras que el juez solo podía ilustrarlos y guardar el orden. Las penas eran multas entre $500 y $2.000 e inhabilitación para garantir impresos por cuatro meses, o confinación temporal en un pueblo de la campaña entre cuatro meses y un año (Zuviría, 1857, pp. 169-172).
La restauración de la ley tenía un fuerte valor simbólico, pues implicaba una toma de distancia frente al régimen rosista. Bajo su amparo se publicaron nuevos diarios y periódicos, mientras que los órganos rosistas cambiaron su nombre y renovaron su plantel.4 Si bien Urquiza fue apoyado inicialmente por la prensa, algunos medios comenzaron a ensayar una tibia crítica que evidenciaba una progresiva oposición a su liderazgo. Pero sobre todo, expresaba un rechazo a la posibilidad de que los intereses de Buenos Aires fueran afectados por la organización nacional, ya sea porque se nacionalizaran la aduana y el puerto, o porque se declarara a la ciudad como capital de la República. En la elección de legisladores realizada el 11 de abril triunfó una lista opositora a la auspiciada por Urquiza, quien, sin embargo, logró que López y Planes fuera electo gobernador. De ese modo se fue produciendo un distanciamiento entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo.
En ese conflictivo marco se puso en cuestión el proceder de algunos medios satíricos como el diario La Avispa y el periódico El Padre Castañeta. La crítica apuntaba al lenguaje utilizado, a las burlas hacia personas que, sin ser nombradas, eran fáciles de reconocer, y al anonimato de muchos escritos y remitidos. Esto suscitó un debate en el que, tal como sucedería durante los años siguientes, se recurrió a antecedentes que trascendían la coyuntura. En esas discusiones era usual, por ejemplo, que se invocaran tanto las normas sobre imprenta sancionadas desde 1811 como los abusos cometidos por la prensa desde entonces. Asimismo, solía apelarse a autores prestigiosos como Tocqueville o Royer Collard y a la legislación de otros países americanos y europeos.
El diario El Nacional, que era editado y redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield y Palemón Huergo, advertía que se estaba abusando de la libertad concedida por la ley, y recordaba lo sucedido entre fines de la década de 1820 y principios de la de 1830, cuando se había pasado de tolerar los abusos a soportar la censura rosista. También proponía que, hasta la sanción de una nueva ley, se debía dar derecho a réplica obligatorio a quienes se sintieran injuriados, para que la opinión pública pudiera juzgar.5 Bartolomé Mitre, que redactaba el diario Los Debates con el español Manuel Toro y Pareja, proponía que no se hicieran referencias a la vida privada y que los diarios rechazaran los escritos anónimos o sin garantir.6 Por su parte, El Progreso, el diario oficial editado por Diego de Alvear y Delfín Huergo que redactaba José Luis Bustamante, lamentaba que las discusiones degeneraran en temas personales e insultos ya que, si bien no había partidos, persistían rencores y diferencias políticas. Para contener los abusos, proponía hacer pública la autoría y dictar una regulación más estricta de la libertad de imprenta, cuidándose de aclarar que eso no implicaría suspenderla.7
Más allá del debate, el Ejecutivo decidió intervenir y el 12 de mayo instruyó al fiscal para que acusara a cuatro periódicos satíricos. También prohibió por diez días su publicación y la de todo impreso nuevo para evitar que volvieran a editarse con otro título, además de impedir los anónimos. Esta transgresión a la ley fue consentida por la legislatura y la prensa política, quizás porque las sanciones recaían en medios satíricos. Pero no podía dejar de preocupar a la dirigencia porteña, ya que no se sabía hasta dónde podía avanzar el Ejecutivo. Mitre publicó un artículo que procuraba mantener un delicado equilibrio al destacar que si no se habían producido protestas, a pesar de haberse afectado los derechos de propiedad y de expresión, era porque se había abusado de este último. Al respecto, señalaba que el abuso de la prensa producía males mayores, pues permitía que se cercenaran derechos sin que se generasen reacciones en contra, y esto podía llevar a que así fueran tratados quienes no lo merecieran.8 Asimismo, en su calidad de legislador, presentó un proyecto de casi cien artículos: “Sobre uso y abuso de la libertad de imprenta”. El proyecto consideraba abusivos a los “impresos que ofendan la moral pública, instiguen a la sedición, ataquen la vida privada e imputen hechos falsos a los particulares o a los funcionarios públicos”; precisaba además qué contenidos merecían esa calificación y cuáles no, y las penas que cabían en cada caso. También afirmaba que el jurado era el “único tribunal que puede entender en juicios de esta naturaleza”. Posición que, como veremos, modificaría radicalmente pocos años más tarde. Al fundamentar su presentación, Mitre alegó que “Soy de los que piensan que la licencia de la prensa sólo se cura con la libertad de la prensa”. En ese sentido, y apelando a un extendido lugar común, invocaba el ejemplo de Estados Unidos e Inglaterra, donde los excesos de la prensa no tienen “más tribunal que la opinión, ni más ley que la conciencia, ni más castigo que la reprobación de todos los hombres honrados”. Según advertía, todo lo contrario pasaba en los países donde se perseguía la libertad, cuyo paradigma era Francia, que había sancionado decenas de leyes sin haber podido impedir que, mediante la prensa, se tiraran abajo gobiernos. De todos modos, reconocía que la sociedad tenía derecho a reglamentar la libertad reprimiendo la licencia, que debía estar bien determinada en la ley. Mitre tenía en claro que el proyecto contradecía su convicción de que la “licencia sólo se cura con la libertad”, y alegaba por eso que había cedido “a circunstancias imperiosas, a necesidades urgentes, a exigencias vitales, porque en este lugar soy legislador y no filósofo”.9
Tanto el tratamiento del proyecto como el debate quedaron truncos, ya que la Sala y la prensa debieron atender cuestiones más urgentes. El 31 de mayo se firmó el Acuerdo de San Nicolás por el que los gobiernos provinciales le encargaban a Urquiza la dirección provisoria del Ejecutivo nacional y convocaban a un congreso constituyente en el que cada provincia tendría dos representantes. Esta decisión terminó de precipitar la ruptura con la dirigencia porteña. El 23 de junio, y tras un ríspido debate en la Sala, se produjo la renuncia de López a la gobernación. Urquiza intervino la provincia, mandó a sellar por unos días las puertas de las imprentas, prohibió la publicación de medios opositores y ordenó la prisión o el destierro de periodistas y legisladores como Mitre, Vélez Sársfield, Valentín Alsina y Toro y Pareja.
El 11 de septiembre de 1852, una revolución provocó la separación de Buenos Aires bajo la guía de un renovado grupo dirigente en el que confluyeron exrosistas como Lorenzo Torres y emigrados como Alsina, quien fue electo gobernador. El 1° de diciembre, y en oposición al intento de nacionalizar la revolución, se sublevaron las milicias de la campaña que sitiaron la ciudad bajo el liderazgo del general federal Hilario Lagos. Esto provocó la renuncia de Alsina, pero también abroqueló aún más a una dirigencia reacia a acordar con Urquiza, que semanas más tarde sumó su apoyo al sitio sin lograr que este triunfara.

Los límites a la libertad de imprenta: “todo lo que no es liberal es mazorquero”

El sitio se levantó en julio de 1853 y asumió como gobernador Pastor Obligado, un joven dirigente que había tenido lazos con el rosismo. Durante su mandato, la prensa volvió a ser objeto de sanciones y de debates sobre la necesidad de ponerle límites. Ya en el Mensaje a la Legislatura presentado el 30 de septiembre, y sin que hubiera ocurrido ningún episodio grave, el gobierno expresaba su preocupación por “el abuso perjudicial que se hace de la libertad de imprenta”, por lo que solicitaba la sanción de “una Ley que favoreciendo la ilustración, la moral pública y la libertad misma, evite la licencia que más de una vez ha traído a nuestra infortunada Patria una lamentable anarquía”.10 Esta propuesta fue recibida críticamente por El Nacional, cuyo redactor no creía que se estuviera haciendo un uso licencioso de la libertad de imprenta ni que fuera necesario restringirla. Planteaba entonces que la mejor solución sería sancionar leyes claras que describieran los posibles delitos y las penas, a la vez que proponía retomar el proyecto de Mitre, quien pocos días después se sumó a la redacción del diario.11
La aparición de algunos diarios satíricos como La Avispa y El Duende reavivó la discusión. La Tribuna, un diario nuevo que −bajo la dirección de los hermanos Héctor y Mariano Varela− había conseguido un valioso contrato para publicar los documentos oficiales, publicó un remitido firmado por “Unos amigos del orden y la paz” que se proclamaban defensores de la libertad de imprenta mas no de sus abusos. Dicho remitido solicitaba que el gobierno instruyera al fiscal para que acusara a esos “papeluchos” por inmorales y por desprestigiar a la autoridad, y advertía que, en caso contrario, “no sería extraño que los hombres patriotas y honrados que desean que la tranquilidad pública no sea turbada, escarmentarán a hombres tan perjudiciales”.12 El Duende era redactado por Toro y Pareja, quien respondió con dos artículos en Los Debates, que había vuelto a editar en solitario. Mientras que en el primero recurría a todos los lugares comunes sobre la libertad de imprenta, en el segundo ironizaba sobre el hecho de que la acusación anónima se asemejara al accionar de la mazorca rosista.13 Al día siguiente reprodujo “Con quien tenemos que habérnoslas”, un artículo de El Duende denunciado por el gobierno, y que era una sátira leve sobre algunas figuras públicas. En la nota editorial destacaba que no solo se había acusado al autor, sino también al arrendatario de la imprenta. Lamentaba además que en Buenos Aires la libertad de imprenta se midiera por pulgadas, en alusión a los periódicos satíricos, que solían tener un tamaño menor a los medios de opinión dedicados a temas políticos. Pero también advertía que, de ser oficialista, no tendría ningún problema, aludiendo así a La Tribuna, que en la sección hechos locales publicaba anónimos escandalosos.14 El jurado lo encontró culpable y fue sancionado con una multa de $2.000 y la prohibición de escribir durante cuatro meses, o bien un año de destierro. Tras pasar unos días en prisión, Toro y Pareja se marchó de Buenos Aires sin haber recibido el apoyo de sus colegas.
Distinta fue la suerte de otro periodista acusado por el Ejecutivo, José M. Gutiérrez, quien en noviembre de 1853 había comenzado a editar el diario satírico El Diablo. La acusación coincidió con el proyecto transitorio de ley de imprenta presentado el 7 de diciembre por Ireneo Portela, el nuevo ministro de Gobierno, que fue un blanco constante de las críticas de la prensa. El proyecto proponía abolir el anonimato y aumentar la responsabilidad de la imprenta y del editor, y establecía además la posibilidad de cerrar un medio con solo ser acusado por abuso. Su carácter restrictivo le valió un extendido repudio, con la solitaria excepción de El Pueblo, que aspiraba a convertirse en el diario oficial.15 El Nacional advertía que se estaba exagerando, ya que la prensa no se había excedido; además de precisar que periódicos como El Diablo existían en todo el mundo. Pero “el Gobierno ha preferido cortar el nudo en vez de desatarlo, porque siempre es más fácil reprimir que reglamentar la libertad, más fácil suprimir que crear, más fácil castigar que reformar”.16 El Diablo también criticó el proyecto, ya que si bien admitía la necesidad de reformar “la viciosa ley de imprenta que nos rige desde el año 28”, no debía hacerse al precio de quitarle al pueblo la libertad de pensar y de escribir. Gutiérrez disentía con la obligatoriedad de firmar los artículos, pero sobre todo con la posibilidad de cerrar una imprenta solo por ser acusada, ya que además de la libertad de expresión, de este modo se cercenaba el derecho de propiedad.17 La mayor dificultad para posicionarse la tuvo La Tribuna, que se oponía al proyecto pero a la vez publicaba los documentos oficiales, por lo que el gobierno esperaba recibir su apoyo. Por eso esperó que se pronunciaran los otros medios, y recién semanas más tarde publicó un artículo que criticaba a Portela por el proyecto y por haber acusado a El Diablo, y puntualizó que solo Rosas y Urquiza eran adalides de la censura.18 Esta protección de los medios permite entender por qué la suerte de Gutiérrez fue distinta a la de Toro y Pareja: si bien El Diablo dejó de publicarse, la acusación terminó siendo retirada por el fiscal y su redactor comenzó a colaborar en La Tribuna.
El proyecto de Portela, por su parte, no avanzó en la legislatura, concentrada en esos días en una cuestión mucho más importante: la sanción de una constitución que debía definir el estatus de la provincia y de sus ciudadanos (Aramburo, 2016). En ese marco fue acusado el diario La Ilustración, tildado como urquicista por mostrarse favorable a un acuerdo con las otras provincias. Mariano Varela publicó un artículo en La Tribuna, en el que planteaba un argumento que sería utilizado en varias ocasiones: en Buenos Aires había amplia libertad para debatir, salvo que se apoyara a Urquiza. En ese sentido sostenía que si alguien viniera del campo contrario proclamando la libertad, debería ser considerado como un hecho de armas, y por eso sería legítimo impedir su circulación.19 A fines de marzo, La Ilustración denunció un asalto a su imprenta y acusó a los agresores de actuar como mazorqueros y de haber apoyado a Rosas.20 La Tribuna repudió tibiamente el ataque, al que en cierto modo justificaba. Más grave le parecía el artículo que había denunciado el hecho, publicado en lo que calificaba como un “pasquín incendiario” que agraviaba al pueblo de Buenos Aires, por lo que solicitaba la intervención del gobierno a través del fiscal.21 Pero el Ejecutivo hizo algo más: el 3 de abril, tras haber agitado el temor provocado por algunos movimientos en la campaña, consiguió poderes de la Sala para clausurar a La Ilustración y para encarcelar y desterrar a varias personas vinculadas a su redacción.
La sanción de la constitución, en abril de 1854, terminó de sellar la posibilidad de objetar el rumbo político de la provincia constituida en Estado soberano. Toda voz crítica era considerada como un agente de Urquiza, cuyo nombre era tan repudiado como el de Rosas. Este estado de cosas llamó la atención del escritor chileno Benjamín Vicuña Mackenna, quien pasó unos meses en Buenos Aires a mediados de 1855 y se mostró fascinado por la animada vida social y, en particular, por la prensa, cuyas acaloradas polémicas alimentaban el debate público. Al respecto destacaba a los diarios La Tribuna, El Nacional, La Crónica y El Orden, que representaban, “en graduación sucesiva, los diferentes matices de la opinión liberal que hoy impera absoluta en Buenos Aires”, para de inmediato añadir que esa libertad tenía límites precisos: “Todo lo que no es liberal es mazorquero, y, por consiguiente, prohibido” (Vicuña Mackenna, 1936, pp. 49-50 −cursiva en el original−).

Las pesadillas del doctor Portela

Como advertía Vicuña Mackenna, la prensa tenía un marco político dentro del cual podía expresarse con bastante libertad. Esto generaba constantes choques con Portela, cuya administración se caracterizó por la escasa tolerancia a las críticas y por ensayar diversas estrategias de cooptación y represión para alinear a la prensa. Su mayor problema en tal sentido era la dificultad para enjuiciar a los medios que contaban con prestigio y vínculos poderosos, como sucedió con unos remitidos de la campaña y una nota editorial de El Nacional que a mediados de 1854 fueron acusados de sediciosos, ya que el jurado nunca logró constituirse, por lo que el fiscal debió retirar la demanda.22
El Ejecutivo insistió, por lo tanto, en la sanción de una ley que le brindara mayor control sobre los impresos. El 11 de agosto de 1854 envió una nota al Legislativo, ahora instituido en un cuerpo bicameral, en la que solicitaba que dictara una ley para regular la libertad de imprenta ya que su proyecto había sido rechazado el año anterior. En virtud de esa solicitud, la comisión de legislación elaboró un “Proyecto de ley reglamentario de la libertad de imprenta” que presentó el 4 de octubre. Este obligaba a colocar en todos los impresos el nombre del dueño o gerente, la imprenta y la fecha, y estipulaba además que los abusos se castigarían con multas de $5.000 a $20.000 y tres a seis meses de prisión, o seis a doce meses de destierro. Asimismo, incorporaba dos innovaciones importantes. Por un lado, establecía una multa de $2.000 para los jurados que no se presentaran. Por el otro permitía que, en el caso de injurias privadas, el afectado pudiera acusar ante un jurado o un juez del crimen.23 El proyecto fue rechazado el mismo día que se presentó. Al plantear las razones de su oposición, Vélez Sársfield arguyó que agravaba las penas sin precisar qué constituía un abuso. Pero no creía que este fuera tanto un problema del proyecto, sino de la imposibilidad de dictar una buena ley de imprenta: “en muchos años no la daremos, porque la represión de los abusos de libertad de la prensa, debe buscarse más en las costumbres y hábitos de los poderes que en los dictados el legislador”.24
El gobierno siguió recurriendo con diversa suerte a los juicios en el marco de la ley, pero también aprovechó circunstancias de tensión con el Estado federal para obtener poderes que le permitieran acudir a la policía, tal como lo hizo en noviembre de 1854 al clausurar en forma provisoria el diario La Crónica que redactaba el mendocino Juan Ramón Muñoz. A mediados de 1855 anuló el contrato que tenía La Tribuna para publicar los documentos oficiales y apeló a la policía para desalojar a su imprenta del local que pertenecía al Estado. Esto provocó un escándalo que aumentó el descrédito de Portela, quien transfirió el contrato a La Crónica, que, bajo la redacción de Carlos Tejedor, se hizo oficialista.
Estos episodios –evidencia de algunas de las estrategias utilizadas para controlar a la prensa- fueron acompañados por un nuevo proyecto de ley que presentó Miguel Esteves Seguí en junio de 1855. Este consideraba abusivos los escritos que faltasen el respeto a las autoridades, y penaba a sus autores y editores con multas de hasta $100.000 y cinco años de destierro. Asimismo, establecía que debía notificarse al jefe de policía antes de publicar algún medio nuevo, y que debían figurar los nombres de los redactores y editores que, en caso de no tener bienes, debían depositar $50.000 de fianza. Tanto El Nacional como La Tribuna criticaron el alto valor de las penas y la vaguedad en la tipificación de los escritos abusivos.25 El proyecto solo contó con el apoyo de El Orden, un nuevo diario cuyo director, el publicista católico Félix Frías, sostenía que los abusos debían sancionarse con leyes penales.26 Si bien la propuesta fue rechazada nuevamente, la comisión de legislación la retomó junto con la elaborada por Mitre en 1852, y el 2 de agosto de 1855 presentó un extenso “Proyecto de Ley sobre abuso de libertad de imprenta y sus penas” que además de los escritos también comprendía a los grabados y litografías.27 Consideraba como responsables al autor o traductor, al dueño de la imprenta, su regente o administrador, cuyos nombres debían figurar en todo impreso, al igual que la fecha. Calificaba como abusivos a los impresos que ofendieran a la religión del Estado; fueran contrarios a la moral y las buenas costumbres; provocaran a la sedición o a la desobediencia de las leyes y las autoridades; instigaran al delito o hicieran apología de uno cometido; imputaran crimen, exceso o acción que afectaran a un particular o a un funcionario como persona privada; atribuyeran actos indebidos a los empleados públicos si no los pudieran probar en caso de ser acusados; atacaran o ridiculizaran a las religiones cuyo culto era tolerado por la ley; atacaran u ofendieran a las autoridades extranjeras o a sus agentes ridiculizándolos o imputándoles hechos falsos; atribuyeran hechos o palabras falsas que menoscabaran la estimación de las cámaras, de cualquier corporación o de sus miembros en su carácter público; publicaran acusaciones o procesos judiciales antes de tener sentencia definitiva; o publicaran documentos privados que desmerecieran a su autor. Establecía además que no serían considerados abusivos los escritos que juzgaran los principios y la conducta oficial de los funcionarios públicos; criticaran una obra literaria o científica, o la capacidad de su autor, salvo que lo difamaran; cuestionaran los actos públicos de las autoridades extranjeras y sus agentes diplomáticos; no indicaran a la persona o corporación injuriada por su nombre o de forma tal que no dejara duda sobre su identidad. Según el abuso, podía acusar el fiscal o el particular afectado, incluyendo sus parientes hasta cuarto grado, y debía juzgar un jurado cuyos miembros serían multados en caso de no comparecer. Su decisión era inapelable, salvo en caso de irregularidades. Las penas iban de $2.000 a $8.000 y de uno a cuatro meses de prisión, que se duplicarían en caso de reincidencia.
Tras publicar el proyecto, La Tribuna advertía que, si bien era extensa la descripción de las acciones punibles, no lograba precisar con claridad qué era un escrito abusivo, pues:

“Definir claramente lo que es el uso y el abuso del derecho, es una tarea muy ardua, es el escollo en que van a fracasar los más poderosos esfuerzos y las intenciones más sanas. Y clasificado el abuso, vuelve a encontrarse otra dificultad en la elección propia de las palabras con que se le quiera designar”.28

El Nacional, por su parte −que desde fines de julio era redactado por Domingo F. Sarmiento−, celebró pocos días después la decisión del Legislativo de aplazar la votación, salvo en la designación de un tribunal de apelación, y advertía en relación con esto que “En materia de imprenta el que mucho abarca poco aprieta”.29
Es probable que el aplazamiento se haya debido al nuevo clima político producido por el reciente reemplazo de Portela por Alsina como ministro de Gobierno. Este proceso, que aún ha sido poco estudiado y en el que la prensa tuvo un rol destacado, provocó un realineamiento de las facciones y una agudización de las diferencias en el seno de la dirigencia que se expresó en las violentas elecciones legislativas de 1856, pero también en las más tranquilas de 1857 (Mignanego, 1938).

La ley de imprenta de 1857: “una píldora de arsénico envuelta en una pasa de uva”

El 3 de mayo de 1857, la legislatura designó a Alsina como gobernador. Esta decisión, que expresaba y a la vez consagraba la ruptura en el seno del grupo dirigente porteño, marginó a quienes empezaron a plantear la posibilidad de un acuerdo con el Estado federal. Alsina sabía que su apoyo no era suficientemente sólido, sobre todo en el área rural, por lo que procuró afirmar su posición en varios frentes: lograr un mayor control de la campaña con leyes sobre tierras, milicias y autoridades policiales, y dar golpes de efecto con otras iniciativas con un fuerte componente simbólico que remitían al pasado reciente, como el juicio a Rosas y la repatriación de los restos de Rivadavia (Eujanian, 2015).
Hasta ese momento habían fracasado todos los intentos para controlar a la prensa sin que quedara afectada la libertad de imprenta, que era un pilar del orden político provincial. Por ello, el oficialismo decidió encarar una nueva estrategia. El 1° de julio de 1857 ingresó a la Cámara de Diputados un proyecto cuyo único artículo habilitaba a los particulares afectados por injurias, calumnias o difamaciones a presentarse ante la justicia ordinaria. De ese modo, un juez fallaría y establecería la pena según las leyes civiles o criminales. Su sanción, según afirmó Mitre al presentar el proyecto, buscaba subsanar un vacío atribuible a un olvido al redactar las leyes o a su mala interpretación, por lo que el delito de injurias era considerado un fuero exclusivo del jurado, algo que no sucedía en ningún lugar del mundo (Cámara de Diputados, 1857, p. 1). Al día siguiente publicó un artículo en el que insistía en que el uso y abuso de la libertad de imprenta era una de las materias más difíciles de legislar, pues aparte de las imprecisiones inevitables, también cambiaba según las circunstancias, y por eso muchos países habían desistido de hacerlo. Sin embargo, advertía que había un punto en el que todos acordaban: “la inviolabilidad de la vida privada”. La reforma, argüía, apuntaba a poner las cosas en su lugar, al impedir que se confundiera el abuso de la libertad de imprenta con la injuria, calumnia o difamación cometidas por la prensa.30
A fines de 1856 había comenzado a publicarse el diario La Reforma Pacífica, que, redactado por Nicolás Calvo y editado por su cuñado Juan José Soto, se constituyó en el principal medio opositor. Calvo se hizo conocido por sus críticas a la dirigencia oficialista, a la que denominaba “el círculo”, pero sobre todo por sus publicaciones escandalosas entre las que se incluían ataques personales -acusó a Sarmiento de haber asesinado en Chile al exmarido de su esposa-, juicios por injurias, golpizas y retos a duelo. Calvo advirtió de inmediato las consecuencias que tendría la modificación de la ley: la prensa se cuidaría de criticar a los funcionarios y empleados, ya que estos podrían acusarlos ante jueces ordinarios pretextando injuria, calumnia o difamación. Por eso señalaba que la ley, en apariencia inocua, “Es una píldora de arsénico, envuelta en una pasa de uva”. Destacaba además la hipocresía de quienes la promovían, al recordar que habían sido editores, redactores o protectores de libelos, medios satíricos y artículos que utilizaban la difamación como un “arma política”. Más precisamente apuntaba a Mitre, quien hasta entonces se había mostrado como un campeón de la libertad de imprenta y había sostenido que sus excesos solo podían curarse con más libertad.31
El proyecto se trató en Diputados el 22 de julio y generó un breve pero acalorado debate antes de ser aprobado con 21 votos a favor y 5 en contra (Cámara de Diputados, 1857, pp. 1-7). Tejedor se opuso, ya que entendía que debía permitirse “censurar los actos de los empleados públicos, aunque la censura sea injusta y falsa”, riesgo que consideraba preferible a que no se revelaran sus faltas. Asimismo, advertía que se pondría a la prensa en la misma condición que los libelos que todavía se juzgaban por las leyes españolas, y precisaba que injuria es “todo escrito en deshonra de otro” y que todas las publicaciones podrían ser así consideradas. Por eso proponía una ley con penas más rigurosas pero manteniendo al jurado. Mitre arguyó que el proyecto era explícito en hacer referencia a los particulares, mientras que la respuesta jurídica la dio Rufino de Elizalde cuando sostuvo que se trataba de devolver el delito de injurias particulares a la jurisdicción que le correspondía. El Senado lo trató el 15 de septiembre, tras ser presentado por Sarmiento, quien admitía que no era la mejor ley, pero era el único medio que se había encontrado ante la dificultad para lograr que el jurado se reuniera. En un discurso cargado de contradicciones, sostenía que eran sus miembros quienes deberían dictaminar basándose en su conciencia, ya que “La injuria por la palabra impresa, no puede formar ni puede tener límites y, por tanto, no puede dictarse ley alguna que precise el crimen y lo defina”. También advertía que, en Buenos Aires, los potenciales miembros del jurado “ya son decididamente cómplices de algunos de los partidos políticos, que van a ser juzgados por la prensa”. Luego alegaba que la injuria y su grado “dependen generalmente de la educación política de los pueblos”, y que el delito es cometido por el que escribe pero también por los que leen sin reprobarlo. La solución estaba en la prensa misma que debería hacer perder fuerza a la injuria al repetirla, logrando así que los lectores se cansaran de los insultos. Por eso creía “que no debe dictarse entre nosotros ley ninguna que tenga por objeto refrenar los abusos de la prensa”. Confiaba en que la reforma traería ventajas aunque preveía inconvenientes, ya que dudaba que los jueces fueran imparciales. Insistía en defender la libertad para criticar y poner límites a los funcionarios, y concluía que “Conciliar, pues, esta necesidad absoluta de libertad sin límites de la prensa, con el reposo de los ciudadanos, es el problema hasta hoy día insoluble en todos los países” (Cámara de Senadores, 1858, pp. 348-349). Casi todos los senadores apoyaron la ley, acordaron que no era lo ideal sino lo posible, y dieron por hecho que era un problema político por más que se refiriera a las injurias personales. Uno de los que se opusieron fue Portela, quien además de reinterpretar su actuación como ministro en clave liberal, revindicó el papel de los jurados alegando que los jueces podían ser permeables al Ejecutivo. La crítica más dura fue la del general José María Pirán, que apuntaba a la hipocresía de quien en el llano defendía la “libertad de imprenta absoluta; hace de ella el uso que más le conviene, desvirtúa, ataca, desacredita, desnaturaliza a los funcionarios que quiere eliminar de la figura pública”, pero cuando está en el poder “no necesitado ya de imprenta, y no pudiendo cerrarla del todo y echar los tipos a la calle, tratan de coartarla por todos los medios posibles”. También advertía que, si el problema era el jurado, entonces debería haberse presentado un proyecto para reformarlo (Cámara de Senadores, 1858, pp. 354-5). La ley, aprobada en general con 13 votos a favor y 3 en contra, disponía que:

“Las acciones de los particulares por injurias, calumnias o difamaciones que se cometan por la prensa, como también las que, en su caso, corresponde intentar a los Fiscales del Estado, podrán ser deducidas ante los jueces ordinarios, los cuales las juzgarán por las leyes civiles o criminales”.

Al debatirse en particular, Portela evidenció sus inconsistencias, como el hecho de que el jurado juzgaría por una ley y la justicia ordinaria por otra. Sarmiento siguió defendiéndola, pero también manifestó su temor de que fuera utilizada políticamente:

“Estas dudas que se están presentando ahora son las mismas que hace medio siglo, desde que existe imprenta están devanando los sesos a los hombres más competentes, sin haber podido hasta ahora zanjar esta dificultad. La prensa en la cosa más bella y más horrible, como lo sienten todos en Buenos Aires, y también los que escriben” (Cámara de Senadores, 1858, p. 359).

La Tribuna celebró la sanción de la ley que pondría las cosas en su lugar al permitir a los injuriados concurrir a la justicia ordinaria. Asimismo, desechaba el peligro de que se afectara la libertad de imprenta al plantear que debía establecerse con precisión la diferencia “entre la injuria a la vida privada del hombre, y la censura más o menos severa dirigida al hombre público en su carácter de tal”. En este último caso, añadía, los jueces deberían rechazar la demanda.32 Pero, como advertían los opositores, no se trataba de una distinción natural ni evidente, con el agravante que los jueces eran permeables a las presiones del gobierno.
Calvo, por su parte, reafirmó su oposición, al advertir sobre las consecuencias que tendría esa “ley liberticida” que había sido hecha para que no pudieran denunciarse los negociados del gobierno y de sus allegados. Asimismo, insistía en plantear que había sido impulsada por un hipócrita como Sarmiento:

“el monarca de los libelistas, el prototipo de la licencia en la prensa, el ideal de la más impura y desenfrenada procacidad; el escritor más desvergonzado que ha existido y existirá por años mil en este inmenso gallinero (como él llama a Buenos Aires) que honra con su nombre, ilumina con sus luces y explota con su inteligencia!”.33

Al día siguiente la emprendió contra Mitre, burlándose de su estilo grandilocuente e insistiendo en la paradoja de que los mayores defensores de la libertad promovieran que se juzgara a las injurias en el fuero civil y penal. Los acusaba, en suma, de ser “demócratas para subir y aristócratas para conservar”; “Tribunos de ayer, gobernantes de hoy, tiranos del porvenir”.34
Sarmiento había planteado en el Senado su temor respecto de que la ley fuera utilizada políticamente. Sin embargo, un mes más tarde celebró esta posibilidad al afirmar que sería empleada contra La Reforma Pacífica, que ya tenía dos acusaciones criminales que antes de su sanción no hubieran prosperado “y que en adelante acabará ese singular derecho que el Hablador, la Constitución y la Reforma se habían creado para insultar impunemente al hombre que eligieran”. En ese sentido, añadía esperanzado que “Al paso pues que van las cosas, la Reforma Pacífica tendrá pronto diez procesos criminales, y seguramente sus redactores diez condenaciones que sufrir en la Cárcel pública o por penas pecuniarias.”35
Otro destinatario de las amenazas fue el diario La Prensa, que comenzó a editarse en agosto de 1857 bajo la dirección de Juan Francisco Monguillot y la redacción de Justo Maeso. Su posición era mucho más comprometida, ya que al mantener una línea afín a Urquiza había traspasado un claro límite de la vida política porteña.36 En enero de 1858 publicó un artículo en el que advertía sobre el peligro de que el gobierno se transformara en una tiranía y enumeraba las leyes que le otorgaban un control sobre la población y que podía aplicar cuando fuera necesario:

“Con la ley de imprenta, el Gobierno puede arrastrar ante los tribunales del crimen, el día que considere que es llegado el caso, al escritor que se atreva a descubrir sus malos manejos, o los de sus empleados, y hacer condenar a 100.000$ de multa, a una presión de cinco años, a un destierro perpetuo, a la muerte en el banquillo, al que le llame narigón o ñato, blanco o negro”.37

Las prevenciones resultaron acertadas, pues ambos diarios sufrieron juicios que provocarían su cierre, al igual que los redactores y editores de otros periódicos, como La Regeneración y Fray Supino Claridades. Sin embargo, no se apeló a la nueva ley en todos los casos, ya que en general fueron acusados por sedición más que por injurias. Esto puede atribuirse a la agudización de los conflictos con el Estado federal, que dejaba pocos resquicios para criticar al gobierno y a sus funcionarios, por lo que todo escrito en ese sentido podía considerarse como un delito contra las leyes y las instituciones.
El 12 de febrero de 1858 -e invocando una vez más a la mazorca- La Prensa publicó un artículo que alertaba sobre la existencia de una lista de opositores que serían asesinados con complicidad oficial.38 Además del consabido ataque a la imprenta, esto le valió un juicio por calumnias contra el pueblo y las instituciones de Buenos Aires que se sustanció el 22 de febrero. El jurado encontró culpables a Maeso y Monguillot, quienes fueron condenados a pagar una multa de $2.000 y quedaron inhabilitados para publicar durante cuatro meses o, en caso de incumplir, a ser desterrados durante un año.39 Días más tarde, Monguillot fue sentenciado por otros cuatro artículos; se le aplicó una multa de $8.000, la inhabilitación para garantir impresos por 16 meses y, en caso de no poder pagar, el destierro por cuatro años.40 El 6 de marzo se entabló un último juicio por seis artículos. Dado que Monguillot se había ido de la provincia, fue condenado el editor Carlos Davins a pagar $12.000, o a ser confinado seis años en un punto del Estado. Como no pudo pagar, fue arrestado y el diario cerró.41
A diferencia de La Prensa, Calvo contaba con mayores apoyos, y si bien fue acusado en varios juicios por difamación, La Reforma Pacífica siguió publicándose durante 1858. Pero la situación se hizo insostenible en 1859 por el inminente choque armado con el Estado federal. En ese marco, fue acusado por divulgar un artículo en el que instigaba al asesinato de Alsina. El 1º de abril se sustanció el juicio, y el juez le impuso una multa de $2.000. En una manifestación hecha en su apoyo, Torcuato de Alvear sostuvo que no era una acusación personal, sino política, y que los que simpatizaran con el diario debían pagar la multa para sostener la libertad de imprenta. Pocos días más tarde, con el argumento que se estaba preparando un movimiento subversivo, el gobierno comenzó a perseguir y a detener opositores. El 25 de abril −temiendo por su vida− Calvo escapó hacia Paraná. En las semanas siguientes, los redactores y editores que continuaron publicando La Reforma Pacífica recibieron abultadas multas y condenas a prisión, hasta que el 27 de junio la policía clausuró la imprenta (Pérez Calvo, 2000).

Consideraciones finales

En ese marco conflictivo que tuvo como desenlace provisorio la batalla de Cepeda en octubre de 1859, pueden parecer entendibles las restricciones y persecuciones a la prensa opositora. Pero los intentos por encontrar mecanismos que garantizaran y a la vez limitaran la libertad de imprenta, trascendían a esa u a otras circunstancias críticas. De hecho −como se pudo apreciar en el trabajo−, fue un problema central en las disputas políticas desarrolladas en Buenos Aires durante la década de 1850.
Quienes sancionaron las primeras leyes de imprenta en la década de 1810 concebían a la prensa como un medio de ilustración y de debate público. Su utilización como un arma política, particularmente en la década de 1820, planteó la necesidad de sancionar normas que limitaran estos abusos sin afectar su rol como formadora y expresión de la opinión pública. A mediados de la década de 1850, tras haberse superado la experiencia rosista, algunos políticos y publicistas comenzaron a advertir que estaban enfrentando un problema estructural e irresoluble. En ese sentido señalaban, con mayor o menor recelo, que estaban condenados a lidiar con una aspiración imposible de satisfacer: lograr un equilibrio entre la libertad y el orden. Es el caso de Sarmiento, quien en uno de sus primeros artículos publicados al regresar a Buenos Aires, en 1855, sostenía que todos acordarían en contar con una prensa “libre de las manchas que a veces empañan su lustre”, para preguntarse a continuación, y sabiendo que la respuesta era negativa, si “¿Es posible esto, sin embargo?”.42

Notas

1 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/ Universidad de Buenos Aires. Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”. Argentina. Correo electrónico: fwasserm@gmail.com.

2 Tras la batalla de Caseros, que el 3 de febrero de 1852 puso fin al régimen rosista, las provincias argentinas se agruparon bajo el liderazgo del vencedor, el entrerriano Justo José de Urquiza, y acordaron la formación de un Estado federal que se institucionalizó con la sanción de la Constitución de 1853 y la creación de autoridades nacionales. Buenos Aires se opuso a este proceso, y mantuvo su soberanía y su autonomía consagradas en la constitución que dictó en 1854. Las relaciones entre ambos Estados fueron tensas e incluyeron varios hechos de violencia. En octubre de 1859 se impusieron las fuerzas nacionales en la batalla de Cepeda, lo que dio paso a un proceso que culminaría con la conflictiva incorporación de Buenos Aires al Estado federal en las dos décadas siguientes. Véase James Scobie (1964); Tulio Halperín Donghi (1982); Beatriz Bragoni y Eduardo Míguez (2010); Hilda Sabato (2012); Fabio Wasserman (2013); Ana Laura Lanteri (2015).

3 Le agradezco a Mariano Aramburo por haber colaborado en la recolección de información.

4 No existe aún un estudio sistemático sobre la prensa porteña en esos años. Algunos aportes en Néstor Auzá (1978); Halperin Donghi (1985); Claudia Román (2003); Alberto Lettieri (2005); Wasserman (2015).

5 Libertad de Imprenta (7 de mayo de 1852). El Nacional. Biblioteca Nacional (BN), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

6 Declaración (11 de mayo de 1852). Los Debates. Museo Mitre (MM), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

7 La Prensa (11 de mayo de 1852). El Progreso. BN.

8 Principios comprometidos (17 de mayo de 1852). Los Debates.

9 Crónica Parlamentaria (18 y 19 de mayo de1852). Los Debates.

10 Mensaje del Gobierno Provisorio de la Provincia de Buenos Aires a la Legislatura (3 de octubre de 1853). El Nacional.

11 El mensaje del gobierno y la prensa (3 de octubre de 1853). El Nacional.

12 Situación actual de la prensa (4 de octubre de 1853). La Tribuna. MM.

13 Libertad de imprenta y Recuerdos del 42 y 43!!!! (5 de octubre de 1853). Los Debates.

14 Con quien tenemos que habérnoslas (6 de octubre de 1853). Los Debates.

15 La libertad de la prensa (23 de diciembre de 1853). El Pueblo. BN.

16 Libertad de imprenta (14 de diciembre de 1853). El Nacional.

17 El proyecto del ejecutivo (16 de diciembre de 1853). El Diablo. MM.

18 La libertad de la prensa. Juicio de imprenta (7 y 8 de enero de 1854). La Tribuna.

19 La Prensa (25 de febrero de 1854). La Tribuna.

20 Atropello (31 de marzo de 1854). La Ilustración. MM.

21 Insulto escandaloso (1° de abril de 1854). La Tribuna.

22 Las notas del gobierno y del fiscal en Documentos oficiales (15 de agosto de 1854). La Crónica. BN.

23 El proyecto de Ley de Imprenta (4 de octubre de 1854). La Tribuna.

24 Ley de Imprenta (6 de octubre de 1854). La Crónica.

25 La libertad de Imprenta en peligro de muerte (8 de junio de 1855). El Nacional. Adiós libertad de prensa (9 de junio de 1855) y Proyecto de ley de represión de prensa (10 de junio de 1855). La Tribuna.

26 La libertad de la prensa (18 de agosto de 1855). El Orden. Academia Nacional de Historia (ANH). Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

27 Proyecto de Ley sobre abuso de libertad de imprenta y sus penas (16 y 17 de agosto de 1855). La Tribuna.

28 AA [¿Adolfo Alsina?] (18 de agosto de 1855). Ley de Imprenta. La Tribuna.

29 Ley de Imprenta (21 de agosto de 1855). El Nacional.

30 Legislación de la prensa (2 de julio de 1857). Los Debates.

31 La represión de la prensa y la opresión del pueblo (4 de julio de 1857). La Reforma Pacífica. ANH.

32 Injurias por la prensa (17 de septiembre de 1857). La Tribuna.

33 La represión de la Prensa y el Sr. Sarmiento (17 de septiembre de 1857). La Reforma Pacífica [cursiva en el original].

34 La represión de la Prensa (18 de septiembre de 1857). La Reforma Pacífica.

35 Acusaciones contra la Reforma (16 de octubre de 1857). El Nacional.

36 El diario de Urquiza (2 de agosto de 1857). La Tribuna.

37 La verdad de la situación (18 de enero de 1858). La Prensa. BN.

38 Un día de sangre (12 de febrero de 1858). La Prensa.

39 Juicio de Imprenta (24 de febrero de 1858). El Orden.

40 Crónica Local. Juicio de Imprenta (11 de marzo de 1858). El Orden.

41 Crónica Local. Juicio de Imprenta (15 y 16 de marzo de 1858). El Orden.

42 Ley de Imprenta (18 de agosto de 1855). El Nacional.

 

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Fecha de recepción de originales: 15/12/2017.
Fecha de aceptación para publicación: 04/02/2018.

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