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Quinto sol

versión On-line ISSN 1851-2879

Quinto sol vol.23 no.1 Santa Rosa ene. 2019

http://dx.doi.org/10.19137/qs.v23i1.1694 

DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v23i1.1694

 

ARTÍCULOS

 

De compañeros de armas a “suizos vendidos”. Las alternativas de la emigración político-militar argentina en el Estado Oriental del Uruguay (1838-1846)

From comrades-in-arms to “Swiss mercenaries.” The features of Argentine political-military emigration in the Estado Oriental del Uruguay (1838-1846)

De “companheiros de armas” a “Suíços vendidos”. As alternativas da emigração político-militar argentina no Estado Oriental do Uruguai (1838-1846)

 

Mario Etchechury Barrera
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Universidad Nacional de Rosario. Investigaciones Socio-históricas Regionales
Argentina Correo electrónico: mario.etchechury@gmail.com

 

Resumen: El presente artículo analiza las vías de inserción de la denominada “emigración argentina” opositora a Juan Manuel de Rosas en fuerzas de guerra y agrupaciones políticas de Montevideo y su hinterland rural entre 1838 y 1846, y el modo en que ese proceso, pleno de tensiones, impactó en la reconfiguración de los imaginarios culturales y “partidos” locales. A partir de un análisis cuantitativo sobre el número de militares emigrados, el trabajo postula que la construcción de dos oficialidades rioplatenses segmentadas, una “argentina” y otra “oriental”, fue en realidad un proceso lento y conflictivo que a mediados del siglo XIX todavía distaba de completarse.

Palabras clave: Guerra; Emigración; Historia regional; Río de la Plata

Abstract: The article examines the incorporation process of the so-called “argentine emigration”, in war forces and political circles of Montevideo and its rural hinterland between 1838 and 1846. This phenomenon, full of tensions, had a strong impact on the reconfiguration of local identities and “parties”. Starting from a quantitative analysis about the volume of the military “emigration” this paper postulates that the construction of two officers’ groups in the Río de la Plata region – “Argentine” and “Oriental”- was in fact a slow and conflictive process and was still far from complete in the middle of the nineteenth century.

Keywords: War; Emigration; Regional history; Río de la Plata

Resumo: O presente artigo analisa os caminhos de inserção da denominada “emigração argentina”, opositora a Juan Manuel de Rosas, em forças de guerra e agrupações políticas de Montevideo e seu hinterland rural entre 1838 e 1846 e o modo em que esse processo, carregado de tensões, impactou na reconfiguração dos imaginários culturais e “partidos” locais. A partir de um estudo quantitativo sobre o número de militares emigrados, o trabalho afirma que a construção de duas oficialidades rio-platenses segmentadas, uma “argentina” e outra “oriental” foi em realidade um processo lento e conflitivo que na metade do século XIX ainda estava longe de completar-se.

Palavras-chave: Guerra; Emigração; História regional; Rio de la Plata

 

De compañeros de armas a “suizos vendidos”. Las alternativas de la emigración político-militar argentina en el Estado Oriental del Uruguay (1838-1846)

Introducción1

En enero de 1846, durante su tránsito por Montevideo, procedente de Chile y en viaje a Europa, Domingo F. Sarmiento se detuvo a describir, en una extensa carta a su amigo Vicente F. López, las peculiaridades sociales y políticas que había encontrado observado en la ciudad asediada desde hacía tres años. Entre otros pormenores, señalaba el modo en que el exilio de numerosos opositores a Juan Manuel de Rosas −provocado a lo largo de una extensa contienda regional− había vuelto a unificar las dos orillas del Plata, al punto “de hacer sospechar que su independencia respectiva es una creacion bastarda i contraria a la naturaleza de las cosas”. Apenas desembarcado el escritor sanjuanino –que ya gozaba de prestigio en el medio local− se vio rodeado de un:

numeroso círculo de arjentinos asilados en Montevideo, comerciantes, empleados, soldados letrados, periodistas i literatos; porque todo allí no presenta hoi otra fisonomia que la que presentó en los tiempos en que ámbos paises solo formaron un estado, con un foro, una universidad i un ejército común. (Sarmiento, 1849, p. 28).

Sin embargo, el 1º de abril siguiente, apenas dos meses después de escritas esas líneas, estalló dentro de los muros de la ciudad un violento motín protagonizado por soldados libertos y milicianos vascos y franceses partidarios del general Fructuoso Rivera, que en ese momento intentaba desembarcar, procedente de Río de Janeiro. Entre las consignas voceadas por los amotinados en las calles resonaron en particular los “mueras” dirigidos a los argentinos y porteños. Apenas cinco días después, con los insubordinados ya triunfantes y Rivera dueño de la situación, un numeroso contingente civil-militar de emigrados se embarcaba con destino a la provincia de Corrientes.
¿Qué factores provocaron que esa coalición política integrada por antirrosistas de ambas orillas del Río de la Plata −forjada al menos desde 1836− terminara abruptamente diez años después, en medio de un violento motín? En el presente artículo proponemos realizar un primer abordaje sobre los problemas logísticos y políticos que abrió la inserción de la denominada “emigración argentina” dentro del ejército y gobierno de Montevideo y su área de influencia entre 1838 y 1846, y el modo en que ese proceso, plagado de conflictos, propició una permanente retroalimentación entre las identidades colectivas y la política de “partidos”. El término “emigración argentina” –ampliamente utilizado tanto por quienes se consideraban parte de ese grupo como por otros actores del espacio público− designaba a los intelectuales, políticos y militares procedentes de la Confederación Argentina que, voluntaria o compulsivamente, se habían radicado en el Estado Oriental durante la década de 1830 debido a su oposición al gobierno de Juan Manuel de Rosas y sus aliados.2 Esta comunidad, profusa y deseosa de rehacer en el exilio sus bases de poder, representó un considerable desafío para las autoridades orientales. Estas, según el contexto, buscaron canalizar la emigración para sus fines, neutralizarla o directamente erradicarla del escenario político, forjando en cada una de esas instancias discursos e imágenes diversas –y a veces opuestas− sobre los argentinos y/o porteños, ya sea considerándolos como hermanos de armas y miembros de una misma entidad rioplatense o, por el contrario, rotulándolos como conspiradores y extranjeros sin derecho a intervenir en los asuntos del país.
En el primer segmento del artículo aportaremos algunos datos básicos sobre el volumen de la emigración militar, explorando sus principales vías de inserción en las fuerzas de guerra orientales, aspecto escasamente analizado hasta el momento.3 Para ello presentaremos un panorama sobre las altas de jefes y oficiales efectuadas entre 1839 y 1845, principal período de incorporación de militares argentinos en la escena local. Seguidamente estudiaremos dos modalidades de enrolamiento colectivo, expresadas en la creación de “cuerpos nacionales” argentinos en Montevideo y su hinterland rural. La primera de ellas se ejemplificó en el frustrado intento para crear una división argentina al mando de Juan Lavalle (enero-julio de 1839) que, en principio, debía integrarse al ejército de operaciones comandado por Fructuoso Rivera, con el rango de fuerza autónoma pero, a la postre, se transformó en el núcleo de una empresa militar totalmente independiente, la llamada “Legión libertadora”. La segunda experiencia se concretó en la creación de una legión argentina, milicia cívica radicada en la capital uruguaya, que revistó episódicamente entre 1839 y 1846. Finalmente, analizaremos la conformación de un “partido” político-militar “argentino” dentro de Montevideo, fenómeno que fue percibido por otras agrupaciones locales como un intento por apoderarse de las estructuras de gobierno y determinar la dirección de la guerra contra Rosas. El estudio de la “revolución” de abril de 1846, que repasaremos en la última parte del artículo, en buena medida fue una consecuencia de ese proceso, y por lo mismo constituye un mirador privilegiado para examinar cómo la emigración antirrosista fue convertida en uno de los principales objetivos de la lucha “facciosa” local. Cabe señalar que, en ambos casos, nos centraremos en las oficialidades y no en el conjunto de las fuerzas de guerra del período, cuyas dinámicas político-sociales deberán ser indagadas en otras investigaciones.

Los “emigrados de armas llevar”. Una primera aproximación cuantitativa

La historiografía ha abordado con detenimiento el impacto de la experiencia del exilio en la reformulación de las identidades políticas de la numerosa emigración regional antirrosista, focalizándose sobre todo en la denominada “generación del 37”. También contamos con un conjunto de trabajos sobre las logias y redes semiclandestinas opositoras a Rosas extendidas por el litoral del río Uruguay durante la década de 1830; entramados que incidieron fuertemente en la política local, sobre todo en apoyo al general Fructuoso Rivera, caudillo de larga trayectoria y presidente del Estado Oriental en dos oportunidades (1830-1834 y 1839-1843) (Puntes, 1958; Wasserman, 1997, Myers, 2005; Zubizarreta, 2009 y 2012; Blumenthal, 2013). En la misma línea, Edward Blumenthal (2013) ha analizado en detalle el papel central de la Comisión Argentina creada en Montevideo a fines de 1838, un auténtico gobierno en el exilio con importantes ramificaciones en Chile y Bolivia. En cambio, es muy poco lo que sabemos sobre la inserción de los emigrados en la política de “partidos” y “círculos” en los primeros años del prolongado sitio de Montevideo (1843-1851), cuando su influencia como colectivo fue mayor. Si los debates en la prensa y los escritos de intelectuales exiliados han estimulado sólidas investigaciones, no disponemos de mayor información acerca de las alianzas entre emigrados y agrupaciones locales, ni sobre el modo en que fueron percibidos los argentinos por los demás actores del espectro político. De igual forma, la historia de los “emigrados de armas llevar” −como los definió Manuel A. Pueyrredón (1929, p. 249)− es mucho menos conocida, y ello vale para las principales bases regionales de la oposición antirrosista.4 Respecto del Estado Oriental, la mayor parte de los datos sobre este segmento militar aparece diluida en biografías de oficiales connotados, como Manuel de Olazábal o Juan Lavalle, o bien ha sido abordada como un apéndice de la emigración política en general, sin detenerse en su especificidad como red autónoma. ¿Cuál fue la dimensión social de esta corriente de exiliados militares? ¿Cuáles fueron sus formas de inserción en las fuerzas de guerra locales? ¿Qué nos dicen esas trayectorias sobre el proceso de formación de las oficialidades rioplatenses posrevolucionarias? Normalmente se ha tendido a destacar el apoyo que muchos de ellos prestaron a Rivera entre 1836 y 1838 en sus levantamientos contra el presidente Manuel Oribe (1835-1838), cuando se sumaron a “partidas” y ejércitos improvisados. El listado nominal que Juan Manuel de Rosas pasó al Gobierno de San Juan, en enero de 1837, destacaba la participación de unos 80 emigrados en la insurrección que Rivera había encaminado contra el presidente Oribe el año anterior, muchos de los cuales eran militares de reconocida trayectoria, como Juan Lavalle, Gervasio Espinosa, Prudencio Torres, Anacleto Medina, Martín Olazábal, Ignacio Álvarez, Francisco Pico, Tomás Iriarte, Martín Rodríguez y José Joaquín Baltar.5 No obstante, estos apoyos representaron solo una primera etapa informal de un proceso que, a partir de fines de 1838, tomó un cariz mucho más institucionalizado: apenas desplazado Oribe, luego del triunfo riverista, las oficialidades del ejército oriental atravesaron por una paulatina “argentinización”, particularmente visible entre 1839 y 1844. Un indicador primario lo constituyen las altas de jefes, oficiales y suboficiales de línea rotulados como argentinos o como pertenecientes a fuerzas de la República Argentina. Para ello hemos realizado una compulsa parcial, que brinda una idea aproximada de un fenómeno difícil de medir en toda su magnitud, teniendo en cuenta que no siempre quedó adecuadamente documentado.6 Tomando como base principal las órdenes diarias emitidas por las autoridades militares orientales entre agosto de 1839 e igual mes de 1845, se contabilizan 60 altas, sistematizadas en el cuadro 1 del anexo.
En el cuadro 2 del anexo agregamos a esta cifra provisoria otras 24 altas de jefes, oficiales y soldados que formaron parte de un registro específico abierto por el gobierno en noviembre de 1840, dirigido a aquellos militares argentinos que desearan revistar en el ejército que Rivera organizaba en el departamento de Durazno, con el objeto de llevar la guerra a la Confederación (De León, 1889, pp. 205-206).
En ellas no constan otros soldados y oficiales, como el coronel Jacinto Estivao, de extensa trayectoria previa junto con Rivera, ni otras incorporaciones más episódicas e informales, como las del general Gregorio Aráoz de La Madrid, el exgobernador Juan Pablo López o los coroneles José Valentín Olavarría y Manuel Isidoro Suárez. Estas altas no necesariamente permiten hablar de un proceso acumulativo −dado que muchos se desvincularon del servicio pasado un tiempo−; antes bien, ellas parecen reflejar el papel que cumplió Montevideo como base de operaciones y espacio de permanente circulación de combatientes entre varios frentes antirrositas regionales, incluyendo el “retiro” a Río Grande do Sul, adonde muchos recurrían en busca de trabajo.
La duración y relevancia de los servicios de esta emigración varió mucho de una situación a otra, desde enganches esporádicos a otros que podían prolongarse por meses, e incluso años. Por una parte, se encontraban veteranos que se limitaron a culminar sus carreras casi enteramente realizadas en otros escenarios, como José María Paz, Rodríguez, Eustoquio Díaz Vélez, Olazábal o Iriarte. Otros, en cambio, como José María Pirán, Estivao o Martiniano Chilavert, realizaron campañas completas en territorio oriental, desde los primeros levantamientos de Fructuoso Rivera contra Manuel Oribe. Incluso algunos llegaron a ocupar cargos de primer orden, empezando por el general Paz, comandante del Ejército de Reserva de Montevideo y jefe de Armas de la ciudad; Iriarte, jefe de la línea –y luego de la Artillería− de Fortificación; Francisco Pico, auditor de Guerra; o Santiago Albarracín, que ejerció de comisario general de la guarnición. También se encuentran quienes aceptaron puestos efímeros y circunstanciales, tal fue el caso de los hermanos correntinos Benjamín y José Antonio Virasoro, reconocidos en calidad de secretarios del general José María Luna en 1839; o el ya citado Aráoz de La Madrid que en 1846 acompañó a Rivera en su campaña por el litoral del Uruguay, casi como si se tratara de un mero subordinado (Aráoz de La Madrid, 1895: pp. 358-386). Por otro lado, varios oficiales dados de alta luego de 1840 eran sobrevivientes que habían partido de Montevideo con Lavalle o de otros ejércitos antirrosistas derrotados en la región. En todo caso, como se observa en los cuadros 1 y 2, la invasión de Pascual Echagüe (julio-diciembre de 1839), la preparación del ejército de operaciones de Rivera para actuar en Entre Ríos (1841) y el período en que el general Paz se desempeñó como jefe del Ejército de Reserva (diciembre de 1842-abril de 1844), marcaron los momentos de mayor alistamiento de militares clasificados como argentinos. Esta política de incorporación conoció incluso una formulación legal muy específica, establecida mediante una orden general del ministro de Guerra y Marina de abril de 1844, en la que se estipulaba:

que los Jefes y Oficiales argentinos cuyos despachos no emanen del tirano de Buenos Aires, cuentan su antigüedad en el Ejército como si siempre le hubieran pertenecido, porque la comunidad de intereses y de gloria de ambas Repúblicas, no permite qué los Jefes y Oficiales argentinos sean considerados extranjeros en el Pueblo Oriental.7

De más está decir que esa “hermandad política” tejida entre las dos orillas del Plata no excluyó la existencia de imaginarios castrenses y representaciones culturales forjadas en la década revolucionaria, que solían oponer a orientales y porteños, ni la irrupción de fuertes localismos, que alcanzarían su mayor violencia en el motín de abril de 1846.

“Embutidos” o segregados: las legiones argentinas y el desafío de los “cuerpos nacionales”

Con independencia de esta integración a fuerzas orientales, que tendía a difuminar la presencia argentina dentro de los ejércitos de línea, desde principios de la década de 1830 se estaban reconstruyendo en el territorio oriental cuadros enteros de jefes y oficiales emigrados que, al momento de producirse proyectos expedicionarios contra Rosas, pretendían operar como cuerpos autónomos. Esta lógica de enrolamiento por procedencias étnico-territoriales ya había sido puesta en práctica en la década de 1810 por varios ejércitos patriotas, basta recordar el caso de los chilenos al interior de las fuerzas de las Provincias Unidas y los debates a que dieron lugar (Rabinovich, 2013; Ossa, 2014). En el caso que nos interesa señalar aquí, muchos de los “emigrados” argentinos habían realizado campañas en los ejércitos de José de San Martín o Juan Lavalle, por lo cual ya reconocían cadenas de mando “naturales”, como ha puntualizado Zubizarreta en su sólido análisis prosopográfico (2012, pp. 243-248).
En suma, se trataba de una fraternidad que coadyuvó a reforzar una idea, aunque fuera vaga, de “pertenencia nacional”. Por ello, Lavalle y varios de sus camaradas de armas en el exilio, como Martiniano Chilavert y Francisco Pico, se mostraron reacios a revistar bajo cualquier jefatura extranjera, entendiendo que la expedición contra Rosas debía ser realizada “bajo el pabellón Argentino, y formando la emigracion Argentina una masa con sus xefes correspondientes”.8 Como señaló en varias oportunidades Chilavert, la perspectiva de llevar una guerra contra Rosas sometiéndose a contingentes de otros Estados difícilmente calzaba con el título de “regeneradores de la patria”9 que ellos mismos se dieron en el exilio. Sobre todo, una alianza con Francia era considerada un “proyecto ultrajante”, que condenaba a los emigrados a “marchar unidos con estrangeros á hostilizar nuestra cara patria”.10 No obstante, la llegada a Montevideo de Juan B. Alberdi operó un cambio fundamental en la estrategia militar antirrosista. Su activa campaña política llevada adelante entre noviembre de 1838 y abril de 1839 desde las páginas de El Nacional, sumada a las reuniones que mantuvo con Raymond Baradère y Buchet de Martigny, fueron fundamentales para convencer al grupo unitario lavallista de la imprescindible colaboración de los agentes de Francia en la empresa militar que se estaba gestando (Mayer, 1963, pp. 185-205; Pasquali, 1998, pp. 264-267). De manera simultánea, una combinación de factores políticos, celos profesionales y divergencias respecto de la estrategia a seguir en la lucha contra Rosas hicieron que la colaboración entre Lavalle y Rivera terminara casi completamente frustrada y requiriera de negociaciones a varias bandas para que se generara, a principios de 1839, una mínima y transitoria entente. El origen más inmediato del enfrentamiento, como se ha sugerido, radicó en la decisión del caudillo oriental de eludir los compromisos contraídos con los emigrados que habían combatido en sus filas para llegar a arreglos con Rosas y reducir los alcances de una guerra que, solo debido a la presión, había declarado al gobernador porteño en marzo de 1839 (Pasquali, 1998, pp. 262-263). Asimismo, la “representatividad” política era una cuestión medular a la hora de decidir cómo debían revistar los militares proscriptos. Valentín Alsina buscó convencer a Lavalle de que era posible concurrir a la expedición contra Rosas aunque la emigración “vaya embutida en las filas orientales”, para, una vez en la Confederación, escindirse del ejército riverista y comandar las operaciones.11 Para ese entonces ya se había establecido en Montevideo una comisión argentina que reunía a las voces más prestigiosas del antirrosismo, órgano fundamental para desarrollar una delicada vía intermedia, que posibilitara a los emigrados concurrir como “cuerpo nacional” junto con el ejército de Rivera. A mediados de enero de 1839, la comisión transmitió a Lavalle la tarea −encomendada por Rivera− de reunir a “todo Gefe, oficial, soldado, hombre Arjentino”12 que deseara incorporarse a su ejército y formar una división, para lo cual designó reclutadores sobre el litoral uruguayo, donde se concentraba el grueso de la emigración. Hacia mediados de enero de 1839, los miembros de la comisión lograron a su vez que se aceptara incorporar a un grupo de emigrados dentro del ejército de operaciones de Rivera, con el propósito de “entenderse con los pueblos, y con los Gobiernos Arjentinos, desde que pisemos nuestro territorio”.13 Sin embargo, aunque Lavalle solicitó al gobierno de Montevideo documentos oficiales para sus reclutadores, la que debía ser una división argentina dentro del ejército oriental terminó convirtiéndose cada vez más en un proyecto de cuerpo completamente autónomo, sobre todo desde que se hizo evidente que Rivera no pensaba acelerar sus preparativos militares. Como intuyó Iriarte −que en enero de 1839 concurrió a ese departamento con otros 40 oficiales emigrados−, el caudillo oriental buscaba neutralizarlos manteniéndolos a su lado, para generar una idea de amenaza constante sobre Rosas y, al mismo tiempo, disuadirlos de encabezar iniciativas propias que escaparan a su control, “porque perdía un poder con que se proponia hacer gran juego. Y esta es la razón porque el presidente Rivera se negó, pues, a formar una división armada de todos los argentinos” (Iriarte, 1947, pp. 282-283). En mayo de 1839 el propio Lavalle confirmó al vicepresidente Gabriel Pereira la idea de encabezar una expedición autónoma.14 Aunque Rivera se mostró extremadamente cauteloso con el nuevo proyecto, el círculo lavallista se valió de sus contactos leales en la administración central –entre los que destacaba el jefe político y de policía de Montevideo, Luis Lamas, y su hijo Andrés−. De hecho, apenas se confirmó el rumor sobre la inminente partida de la expedición, Rivera dio órdenes expresas para suspenderla, detener a los oficiales implicados, embargar las armas e impedir nuevos enganches clandestinos (Pueyrredón, 1929, p. 265; Pasquali, 1998, p. 278). Pese a ello, el 2 julio de 1839, un contingente inicial zarpó de Montevideo con el apoyo de la armada francesa, y se dirigió a la isla Martín García, que serviría de base de operaciones en los meses siguientes, antes de desembarcar en Entre Ríos.15
Mientras tanto, cuando se produjo la invasión de Pascual Echagüe desde Entre Ríos, en julio de 1839, las autoridades redoblaron los esfuerzos para la defensa de Montevideo, ante un posible ataque. En ese contexto, el brigadier general Martín Rodríguez ofreció al gobierno formar una legión de argentinos, que serían elegidos por votación; lo que en los hechos constituyó −junto con los voluntarios franceses creados en la misma instancia− una de las primeras experiencias colectivas de enrolamiento extranjero en la capital uruguaya.16 De acuerdo a las firmas de la solicitud inicial, esta milicia parece haber estado directamente vinculada a la Comisión Argentina y, de alguna manera, representó un complemento cívico para aquellos que no habían participado en la “legión libertadora” de Lavalle. Luego de haber sido desmovilizada, tras la derrota de Echagüe, esta milicia fue nuevamente convocada en enero de 1841, momento en el que las autoridades decidieron volver a “reunir en un Cuerpo a todos los Argentinos existentes en la capital”, colocándolos bajo el mando del general Rodríguez. Un nuevo decreto de noviembre de ese año aceleró su reorganización, y estableció la obligatoriedad del enrolamiento con base en la normativa de la Guardia Nacional aprobada en 1835, con las excepciones que la misma ley contemplaba (De León, 1889, pp. 211-212 y 226-227). Tras la renuncia de Rodríguez al mando por motivos de salud, sucesivamente se hicieron cargo del cuerpo Eustoquio Díaz Vélez, José María Albariño y Juan Andrés Gelly y Obes, último comandante al mando de esa legión, cuando se embarcó con destino a Corrientes, en abril de 1846.
A partir del primer enrolamiento de septiembre de 1839 –que reunió a unos 200 efectivos−, las compañías aumentaron en los sucesivos ciclos de movilización, y rondaron los 500 combatientes a comienzos de 1843, en el pico máximo de militarización.17 Teniendo en cuenta la demografía de la ciudad, es probable que el grueso de la tropa de esta legión fuese porteña, aunque el padrón levantado en octubre de 1843 solo indica la existencia genérica de 2553 argentinos.18 Más allá de estas consideraciones, las listas de revista de dos compañías de la legión −comandadas respectivamente por Braulio Costa y Agustín Almeida en septiembre de 1839− permiten confirmar el carácter de “élite” que esta tuvo en sus inicios: allí encontramos a la flor y nata del exilio antirrosista, entre quienes se encontraban numerosos literatos, publicistas, profesionales liberales y comerciantes.19 Por eso mismo, la legión parece haber funcionado en su inicio como un vehículo de algunos “notables” de la comunidad antirrosista para “politizar” al conjunto de los residentes, entre quienes obviamente no todos eran exiliados ni estaban dispuestos a combatir, como se desprende de las listas de “reluctantes” al servicio que pasaron los comandantes del cuerpo en varias oportunidades.20 Aunque es probable que la tropa del cuerpo haya adquirido posteriormente un tono más “plebeyo”, la idea de que se trataba de una milicia de estatus social “privilegiado” se volvió recurrente entre los actores del período. Como recordaba el coronel César Díaz (1968) en el comienzo del sitio de Montevideo, la legión era “una tropa compuesta casi en su totalidad de personas distinguidas por su nacimiento y educación, y enteramente extraños a las escenas de la guerra” (p. 90), imagen que corroboraba en sus memorias el general Ventura Rodríguez (1919): “allí todos eran hijos de doctores, gente muy considerada” que, debido a esto, a menudo eran nombrados como oficiales de otros cuerpos, lo que no dejó de causar animadversión (p. 46).

El “partido argentino” y la revolución de abril de 1846

La doble afluencia de una emigración militar y letrada en Montevideo fue percibida por algunos contemporáneos como una especie de “colonización” de la administración y las fuerzas de guerra. Si Chile antes que Montevideo había constituido el escenario privilegiado en la construcción de representaciones asociadas a una “nación argentina”, en oposición a otras adscripciones e identidades regionales –por lo menos para los letrados de la generación romántica, como sugirió Jorge Myers (2005, p. 412)−, en todo caso, ello no debe atribuirse a la supuesta naturaleza “amortiguadora” de la sociedad local, como lo prueba claramente el episodio antiargentino/porteño de abril de 1846, que marcó una auténtica cesura por su grado de violencia.21 Por el contrario, la preponderancia de los extranjeros armados dentro de la guarnición montevideana tendió a reforzar los patriotismos, y generó una conflictividad permanente, de suerte que la ciudad parecía estar “sobre un volcán”, como afirmaba hacia 1844 Tomás de Iriarte (1953, p. 17). En buena medida se trataba de reacciones localistas ante un fenómeno que también se percibió en Bolivia durante el mandato del general José Ballivián. Bajo el patronazgo de este último, numerosos civiles y militares del contingente lavallista derrotado en el norte de la Confederación –y también algunos emigrados previos− fueron dados de alta en el ejército o bien ocuparon puestos como auxiliares en ministerios, impresores del gobierno, profesores y directores de colegios, protección que había ocasionado críticas al primer mandatario.22 En términos comparativos, la situación montevideana parece haber alcanzado extremos, y ello probablemente tenga que ver con lo que ya señaló Myers: mientras el escenario chileno era más “institucionalizado” y estable, la ciudad-puerto oriental, en cambio, presentaba todo tipo de “brechas” y vías para integrarse en los entramados político-partidarios (Myers, 2005, p. 407). A la vista de las cifras consignadas arriba, no era extraño que el general Ventura Rodríguez (1919) señalara que el ejército de la defensa montevideana “estaba minado de porteños, quienes formaban la mayoría de los emigrados argentinos. Por todas partes se veían jefes y oficiales de esa nacionalidad; por todas partes aparecían los nombres, la influencia y hasta la historia de los argentinos” (p. 46, cursivas en el original). Francisco Solano Antuña, que a mediados de 1843 se retiró al campamento sitiador de Oribe, afirmaba que “nuestra suerte depende enteramente de la voluntad de la emigracion arg.na”, al tiempo que aludía a un virtual acaparamiento de cargos públicos por parte de los proscriptos antirrosistas, que habían complicado la solución del conflicto regional, dado que “a estos nada les importa qe se prolongue la grra pr años, qe se destruya el País” (Antuña, 1974, p. 493).
Incluso, en una carta de noviembre de 1844, el presidente Joaquín Suárez había sido duramente cuestionado por Rivera, quien lo acusó de no integrar a su administración a suficientes orientales, y señaló además la existencia de un plan para quitarle toda influencia, llevado a cabo por “porteños” y “orientales locos aporteñados”.23 Décadas después, Sarmiento, al describir el contexto precedente a la expulsión de buena parte de los emigrados, recordaba la actuación de grupos de orientales que “animados por ideas mezquinas de localidad y ambicion, empezaron á propagar la idea que los argentinos eran suizos vendidos, que dominaban el pais” (Sarmiento, 1869, p. 23). ¿Hasta qué punto estos juicios, que subrayaban la “injerencia” extranjera −y argentina en particular− reflejaban una realidad concreta y hasta dónde constituían una representación desarrollada con fines políticos? En el ámbito político-diplomático, neurálgico para establecer los objetivos y alianzas de la guerra, el consejo de los “proscriptos” era evidente. Florencio Varela, uno de los más notorios publicistas y políticos radicados en Montevideo, subrayó en sus apuntes autobiográficos el influjo que él mismo pudo lograr en las decisiones del gobierno, aun sin ocupar ningún cargo oficial, para evitar resquemores debido a su condición de “extranjero”. De acuerdo con su testimonio, desde los primeros momentos del sitio, el secretario de Estado Santiago Vázquez “puso, de hecho, a mi cargo y bajo mi exclusiva dirección, todos los negocios del Ministerio de Relaciones Exteriores”, incluyendo una misión diplomática a Londres. Lejos de representar un caso puntual, su situación era extensible al resto de la administración pública, donde los “argentinos de diversas clases y profesiones ocupan una gran parte de los empleos en la República, por falta realmente de nacionales capaces” (Weinberg, 1974, pp. 261, 264; cursivas en el original). Como anotó Iriarte, debido a esta política, Vázquez era “sindicado de porteñismo” por sus oponentes para desprestigiarlo, “tal es el odio que los habitantes de este país abrigan contra los argentinos, y muy singularmente contra los porteños” (1969, p. 247). Es que, más allá de su participación en órganos como la Comisión Argentina, en la prensa y en redes de correspondencia regionales con otros exiliados, los emigrados ingresaron rápidamente al juego de “facciones” montevideanas, un ámbito cruzado por sórdidos enfrentamientos y alianzas cambiantes. Por más que los vínculos entre emigrados argentinos y círculos políticos locales se habían estrechado desde 1839, fue sobre todo entre 1843 y 1846 cuando adquirieron rasgos de “partido”. Para ese entonces, Rivera −alejado de Montevideo− perdió influencia, al tiempo que se consagraban figuras en ascenso, como Melchor Pacheco y Obes y Andrés Lamas, que actuaron junto con el veterano Vázquez. Una de las consecuencias de esa dinámica fue el resquebrajamiento del frente antirrosista local en varios segmentos que competían fuertemente entre sí. Para comienzos de 1846, los informes diplomáticos franceses, ingleses y españoles, con diversos rótulos y matices, remarcaron la existencia de tres “partidos” de bases heterogéneas y con diverso nivel de organización, que en ese momento se disputaban acerbamente el poder. El primero de ellos –una suerte de agrupación oficial− se había consolidado alrededor de Vázquez, ministro de Relaciones Exteriores, y Pacheco y Obes, exministro de Guerra y Marina, designado en 1845 comandante de la 1º División del Ejército. Según el cónsul inglés Adolphus Turner, allí confluían los “Refugiados Argentinos en este estado, cuya inteligencia y capacidad para los asuntos le dan gran apoyo”, lo que rubricaba el papel de Vázquez como “protector” de la emigración. A esta tendencia se contraponía un “Partido Oriental” compuesto por “los más ricos propietarios del estado”, a quienes consideraba además como los “mas independientes y bien intencionados”. Pese a rechazar la alianza entre Oribe y Rosas, sus integrantes estaban dispuestos a llegar a acuerdos moderados con los sitiadores pero, al no contar con liderazgos propios, habían sido incapaces hasta ese momento de enfrentar a Vázquez y Pacheco y Obes y sus apoyos argentinos. En consecuencia −y más allá de sus múltiples diferencias ideológicas−, a comienzos de 1846 sus integrantes comenzaron a actuar “temporalmente unidos” con la tercera agrupación, formada por los “partisanos del general Rivera”, sucintamente descriptos por Turner como “activos e inescrupulosos”.24 El enviado español Carlos Creus, en un extenso racconto de marzo de 1846, identificó con otros nombres a estas mismas tres comunidades. Según su interpretación, si bien el círculo de Rivera todavía poseía cierta “devoción” en la ciudad, era desafiado por un “partido joven y robusto” formado a instancias de Pacheco y Obes, “que ha creado una clientela de oficiales jóvenes que se titulan partidarios de la Guerra regular, en oposición a la Montonéra [sic]”. En este sector coincidía un grupo de “escritores jóvenes” que editaban el periódico La Nueva Era, encabezado por Andrés Lamas y Bartolomé Mitre. A estos se sumaba un tercer “partido”, al que, en lugar de “Oriental”, él rotulaba como “anti-Européo” [sic], por ser opuesto a la intervención franco-inglesa, “a cuyas naciones atribuye miras ulteriores de interés ilegítimo”. Allí se ubicaban Miguel Barreiro, Gabriel A. Pereira, Lorenzo J. Pérez y el coronel Venancio Flores, uno de los jefes más influyentes del momento entre las tropas orientales.25 Por último, el barón Deffaudis, quien desde 1845 se desempeñaba como ministro plenipotenciario de Francia, detalló el mismo escenario, y llegó a catalogar a la agrupación liderada por Vázquez y Pacheco y Obes directamente como “el partido llamado argentino”. Su rasgo más notorio era la intransigencia en la guerra contra Rosas, cuya caída era considerada la única forma de lograr la paz en el Río de la Plata y consolidar la independencia oriental. En la línea opuesta se encontraban el “anárquico” círculo riverista y el grupo “que se intitula a sí mismo Oriental puro….poco numeroso y poco capaz, pero compuesto de ricos propietarios, y como consecuencia de esta última circunstancia, más deseoso que cualquier otro en ver la paz poner un término a la lucha”.26
Dejando de lado los nombres de estos “partidos” –y de esa presencia argentina, que se consideraba expandida, pero de la que nunca captamos su verdadera dimensión− lo que se jugaba allí era, en primer lugar, la dirección que los diversos grupos deseaban imprimir a la guerra en curso. Desembarazarse de esos fantasmagóricos “argentinos” equivalía a despejar el camino para una negociación independiente con Oribe, sin importar que Rosas prosiguiera al frente de la Confederación. Por añadidura, apuntar contra los emigrados implicaba también oponerse a Vázquez y Pacheco y Obes, que aún mantenían una línea diplomático-militar de perspectivas regionales.
La confirmación, a principios de 1846, de que Rivera se aprestaba a salir de Río de Janeiro27 con dirección a Montevideo aceleró los preparativos del “partido” de Vázquez y Pacheco y Obes dentro de la capital, con el fin de rechazar cualquier intento de desembarco. Entre otras disposiciones, se creó una “Sociedad Nacional” integrada por los principales miembros y adherentes del gobierno, entre los cuales se encontraban emigrados como Bartolomé Mitre y Juan A. Gelly y Obes, jefe de la Legión Argentina. Durante su breve vida, la nueva organización –a la que Mitre definió como una “logia”− deliberó largamente sobre las medidas a tomar ante el arribo del caudillo colorado, y sugirió la designación del porteño Jacinto Estivao al mando de la Capitanía del Puerto y la prisión de varios opositores, además de editar el citado periódico “doctrinario” La Nueva Era (Pivel Devoto, 1942, pp. 163-167; Levene, 1944, p. 157). En los últimos días de marzo, varios cuerpos de la guarnición habían sido objeto de las “seducciones” de agentes riveristas, que al mismo tiempo realizaban febriles gestiones para posibilitar el desembarco del caudillo, retenido en el muelle desde mediados del mismo mes. Durante las jornadas previas al motín se hallaron pasquines en la Plaza Constitución que amenazaban de muerte a varios miembros de la administración y auguraban la pronta liberación de la influencia porteña (Pivel Devoto, 1942, p. 196). Con el fin de reforzar la seguridad, las autoridades apostaron al batallón de infantería de línea Nº 4 junto al edificio del Cabildo, compuesto de tropas libertas al mando de César Díaz, por entender que era uno de los cuerpos más adictos al gobierno. Sin embargo, fue en sus filas donde estalló el motín, en el correr de la noche del mismo 1º de abril, cuando el cuerpo hacía guardia en los altos del edificio.28 En un principio, según la mayor parte de las fuentes, el movimiento fue articulado y dirigido por sargentos “morenos” –entre los que destacaron Justo Ramírez y los hermanos Ignacio y Floro Madriaga− que dieron la señal para el inicio de la rebelión “a los gritos de ¡mueran los porteños¡ y ¡viva el general Rivera¡” (Barbará-Valenzuela, 1896, p. 11). Varios de los jefes que en ese momento se encontraban conferenciando en el mismo Cabildo, entre ellos Melchor Pacheco y Obes y César Díaz, logaron escapar y se dirigieron a buscar refuerzos, mientras Enrique de Vedia, segundo al mando del batallón, fue ejecutado tras intentar contener a los amotinados (Barbará-Valenzuela, 1896, pp. 28-29). Mientras tanto, otros cuerpos de línea y parte de la Legión Francesa y del Regimiento de los Cazadores vascos –que habían tenido una acción protagónica en los días previos− se plegaron al motín. Tras varios días de revueltas, en los que la seguridad de la plaza peligró, los amotinados, acaudillados en última instancia por Venancio Flores, lograron imponerse, por lo que debieron renunciar Vázquez, Pacheco y Obes y el séquito militar entero que los apoyaba. Los relatos recogidos en el campo sitiador –donde los eventos de la ciudad suscitaron gran expectación− son ilustrativos de la manera en que el motín hizo estallar tensiones en diferentes niveles, formuladas vivas y mueras que podían aludir al unísono a personas, partidos y nacionalidades. De acuerdo con el testimonio de Francisco Solano Antuña, el 4 de abril de 1846, en pleno desarrollo del motín:

Viose a los que llamamos de Pacheco, perseguir a los Riveristas hasta el mercado, volver a la trinchera, poner las banderas oriental e inglesa y salir afuera dos batallones gritando: Viva Rivera! Se acabaron los porteños; vengan a buscar a Pacheco y corran.

Según las versiones de algunos desertores procedentes de Montevideo, los rótulos políticos que hasta ese momento solían oponer a asediados y sitiadores comenzaron a ser utilizados como insultos entre los mismos integrantes de la guarnición montevideana: “los de Pacheco llaman blanquillos a los riveristas, y estos a ellos salvajes”. Una vez acabada la revolución dentro de la capital, Antuña apuntaba que “Los de la plaza gritan: ‘Ya renunció Pacheco, ya no somos más que puros orientales; vénganse los de allá con Oribe pero sin porteños’”, en alusión a los efectivos argentinos que también componían buena parte del ejército sitiador.29
Es probable que la presencia de mandos argentinos en los batallones de línea sublevados en abril de 1846 haya coadyuvado a movilizar a los suboficiales y soldados libertos en su contra. Según los informes de Turner, varios de ellos fueron retenidos por la tropa, pero fueron puestos en libertad luego de los sucesos.30 No casualmente la Legión Argentina, el “brazo armado” más visible de los emigrados y uno de los pocos apoyos activos del gobierno, se convirtió en objetivo de los amotinados que, infructuosamente, trataron de desarmarla. Tras abrirse paso hasta el cuartel de Dragones y de allí a la Aduana, los legionarios permanecieron reunidos y armados a la espera del desenlace del conflicto (Iriarte, 1969, pp. 301-308). Apenas acabada la insurrección, sus jefes y oficiales solicitaron pasaporte para trasladarse a Corrientes e incorporarse al Ejército Aliado Pacificador del general Paz, un proyecto que en realidad ya estaba en camino al momento de estallar la rebelión. En la exposición que dirigieron a José Costa −nuevo ministro de Guerra designado por Rivera−, estos argumentaban que, tras haber combatido en defensa de la ciudad por más de tres años “hemos oido resonar por sus calles el grito de mueran los Porteños inspirado por una faccion á quien nos ha hecho odiosa nuestra ciega obediencia á las disposiciones del Gobierno”.31 Si atendemos a las comunicaciones de Creus, Rivera estableció la inmediata expulsión de numerosos militares y funcionarios argentinos luego del triunfo del motín, atribuyéndole “á esa emigración, todos los males de este Pays, por haberle hecho entrar en guerra con Rosas, por cuestiones y diferencias que le eran extrañas”.32 En efecto, junto con los 130 milicianos que por entonces reunía la legión, también se embarcó un grupo de 70 u 80 militares de línea, expulsados del ejército de la capital, además de un contingente de familias que temían represalias o bien la caída de la plaza en poder de Oribe (Iriarte, 1969, pp. 312-314).33
El trayecto de los emigrados a Corrientes se transformó en un largo itinerario de ida y vuelta: después de ser informados en pleno viaje de la derrota del general Paz en aquella provincia, parte del convoy debió retornar a Montevideo a principios de junio del mismo año. Una vez en el puerto, el gobierno permitió descender a tierra a varios integrantes de la malograda expedición,34 aunque la animosidad contra el colectivo aún se mantenía entre los soldados libertos y legionarios franceses, o al menos fue nuevamente atizada por partidarios riveristas (Iriarte, 1969, pp. 316-373). En los meses siguientes, el estatus de los exiliados en la capital fue ambiguo, y las autoridades diplomáticas de Francia debieron intervenir como protectoras improvisadas de esa comunidad (Iriarte, 1971, pp. 302-308). Tras algunas reuniones entre el cónsul francés Antoine Devoize, y Manuel Herrera y Obes, se decidió exonerarlos de toda gabela militar mediante un acuerdo del Ministerio de Relaciones Exteriores fechado en octubre del mismo año. Considerando el cambio operado en la posición política que los emigrados pasaron a tener dentro de la República a partir del “motín de abril de 1846”, la medida establecía que “los Argentinos sean considerados como extrangeros para el servicio de las armas y cualquier empleo á sueldo la nación”, y se ordenó asimismo la entrega de “papeletas de Nacionalidad qe les ponga a cubierto de las persecuciones y requisiciones que demande el aumento del Ejército”.35

A modo de conclusión

La organización política y militar de la denominada “emigración argentina” en el territorio del Estado Oriental del Uruguay a lo largo de las décadas de 1830 y 1840 constituyó un dilema permanente para las autoridades montevideanas. Si bien la incorporación de numerosos jefes y oficiales de la Confederación Argentina a fuerzas locales fue un proceso relativamente pacífico, el reclutamiento de legiones autónomas, compuestas exclusivamente por emigrados, revistió en cambio rasgos mucho más conflictivos. La formación e itinerario de la “Legión libertadora” de Juan Lavalle representó uno de los casos más extremos de retroalimentación entre corporativismo militar y política. Después de todo, se trataba de un cuerpo de exiliados que no dependía de ningún gobierno ni poder constituido y que se arrogaba un papel de representante armado de la soberanía argentina frente a Rosas. Por otro lado, la construcción de una imagen “espectral” de la emigración argentina por parte de algunas agrupaciones políticas montevideanas, que la presentaban como la encarnación del enemigo interno –los “suizos vendidos” a los que aludía el biógrafo de Albarracín− no fue un aspecto menor, teniendo en cuenta que su uso en determinadas coyunturas críticas fue capaz de movilizar a sectores populares a priori ajenos al mundo de la “alta política”, como ocurrió en abril de 1846. Las consignas –y la notoria persecución que sufrió en esa coyuntura el colectivo argentino− se basaron en la premisa de una completa dominación de los emigrados sobre la política y el ejército. Detrás de ellas es posible percibir el rumor de “partidos” e intereses cruzados entre sectores social y políticamente muy heterogéneos, que imposibilitan presentar el problema como si se tratara de un enfrentamiento entre grupos “nacionales”. Al mismo tiempo, más allá del interés que pueda tener este episodio concreto, las “entrelíneas” del conflicto también dan cuenta del tránsito, lento y trabajoso, entre el universo de las oficialidades de los ejércitos rioplatenses regionales de “españoles americanos” de las décadas revolucionarias y el de unas corporaciones militares “orientales” y “argentinas” relativamente autónomas, proceso que aún no estaba del todo completo a mediados del siglo XIX.

 

Anexo

Cuadro 1: Altas de jefes, oficiales y suboficiales argentinos en el Ejército Oriental (1839-1845)


Fuente: elaboración propia con base en las órdenes diarias editadas cronológicamente por el Boletín Histórico (BH) del Estado Mayor del Ejército uruguayo. En cada caso se indica el número del Boletín y la página de donde se extrajo la información.

 

Cuadro 2: Altas de jefes, oficiales y soldados argentinos en el Ejército oriental (enero de 1841)

Fuente: Relacion de los SS Gefes y Oficiales Argentinos qe se han presentado á marchar á Campaña; y qe pasa el Sor Coron.l D. Jabier Gomenzoro. 13 de enero de 1841. Caja 1312. MGM, AGNU. En este registro figuran 34 inscriptos, todos militares excepto seis, quienes aparecen como ciudadanos, a los que no hemos considerado en el número final. A su vez, también restamos cuatro oficiales que ya constan en el cuadro anterior.

Notas

1 La investigación que da origen a los resultados presentados en esta publicación recibió fondos de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación, Uruguay, bajo el código PD_2014_1_101938.

2 Aunque el término argentino solía intercambiarse con el de porteño, en ocasiones servía para designar a los habitantes genéricos de la Confederación y no solo a los de Buenos Aires, al menos desde la perspectiva de los actores políticos del Estado Oriental del Uruguay de mediados del siglo XIX. En el texto lo emplearemos a sabiendas de que podía designar identidades y/o procedencias territoriales diversas, y no como sinónimo de una “nacionalidad” homogénea.

3 Por oriental nos referimos al gentilicio que designaba a los individuos nacidos en la Banda/Provincia Oriental del Río de la Plata y, a partir de 1828/1830, en la República o Estado Oriental del Uruguay.

4 Para Chile, véase Blumenthal (2015).

5 De J. M. Rosas al Capitán General de San Juan. 18 de enero de 1837. Citado en Benavídez (2007, pp. 333-338.).

6 Hemos tomado aquellas altas en las que se indica que los interesados son militares “argentinos” o “de la República Argentina”, algo que no siempre se consignaba. Lo que otorgaba la calidad de argentino a un militar, a los ojos de la administración, era en primer lugar el servicio de armas en ejércitos dependientes de Buenos Aires, las Provincias Unidas o la Confederación, aunque ellos hubiesen nacido en la Banda/Estado Oriental, como ocurrió con Enrique Martínez, Nicolás de Vedia, Manuel Correa, Manuel Pacheco y Obes, Anacleto Medina o César Díaz.

7 Orden general del 10 de abril de 1844. Historia del Ejército Nacional (continuación). Años 1843-1844. Estado Mayor General del Ejército, Boletín Histórico, marzo-abril de 1952, 53, p. 14.

8 De Martiniano Chilavert a Juan Lavalle y de Francisco Pico a Juan Lavalle. 22 de enero de 1838. Citado en Barba (1944, pp. 3, 5). Es probable que exista un error de datación y las cartas correspondan a 1839, dado que hasta octubre de 1838 Oribe presidió el Estado Oriental.

9 De Martiniano Chilavert a Juan Lavalle. 28 de enero de 1838. Citado en Barba (1944, p. 7).

10 De Martiniano Chilavert a Juan Lavalle. 20 de diciembre de 1838. Citado en Barba (1944, p.17).

11 De Valentín Alsina a Juan Lavalle. 14 de enero de 1839. Citado en Barba (1944, p. 19). Cursiva en el original.

12 De Fructuoso Rivera a la Comisión Argentina. 16 de enero de 1839. Citado en Barba (1944, p. 21).

13 De Florencio Varela a Juan Lavalle. 23 de enero de 1839. Citado en Barba (1944, pp. 27-28).

14 De Juan Lavalle a Gabriel Pereira. 29 de mayo de 1839 (Pereira, 1894, pp. 163-164).

15 La lista brindada por Lacasa (1858, pp. 115-116) consta de 160 efectivos de todas las clases, mientras que la de Pueyrredón (1929, pp. 295-297) refiere 137 individuos. Sobre la campaña lavallista en la Confederación, véase Gelman (2009).

16 El Nacional. 7 de septiembre de 1839. Biblioteca Nacional, Hemeroteca, Montevideo, República Oriental del Uruguay.

17 El Nacional. 10 de septiembre de 1839. Los residentes argentinos en Montevideo se encontraban en la misma situación que los demás extranjeros sin cónsul. Considerados como ciudadanos legales, podían ser reclutados para servir en la Guardia Nacional.

18 Padrón de Montevideo levantado en octubre de 1843 (Arredondo, 1928, p. 28).

19 Listas de revista. 8 y 9 de septiembre de 1839. Caja 1294. Ministerio de Guerra y Marina (MGM), Archivo General de la Nación-Uruguay (AGNU).

20 De Eustoquio Díaz Vélez a Enrique Martínez, Ministro de Guerra y Marina. 12 de mayo de 1842; de José María Albariño a Juan Zufriategui, Ministro de Guerra y Marina. 4 de junio de 1842. Relación nominal de los Argentinos residentes en esta Capital que aun no se han enrolado en dicho cuerpo. 22 de junio de 1842. Caja 1329. MGM, AGNU.

21 En este pasaje Myers sostiene que “En Montevideo, el permanente roce entre los ‘porteños’ y los orientales había tomado estado público en numerosas ocasiones, aunque por las particulares condiciones imperantes allí, síntoma temprano quizás de la gran capacidad ‘amortiguadora’ de la sociedad uruguaya, nunca llegó a mayores. Durante su residencia en Chile, en cambio, la repetición del fenómeno daría lugar a un profundo fortalecimiento reactivo de una identidad argentina sentida como específica, como propia, en la medida en que se diferenciaba de la chilena, y que además obraría oscura y continuadamente contra las divisiones de provincia, hasta hacer que el sentimiento de ‘argentinidad’ reemplazara –al menos en ciertos registros muy acotados− al hasta entonces igualmente importante de cuyanos, cordobeses, porteños o correntinos.”

22 De Félix Frías a Miguel Piñero. 7 de enero de 1843. Revista de la Biblioteca Nacional, IX (28), pp. 301-303, cuarto trimestre de 1943. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

23 Carta de F. Rivera al Presidente Joaquín Suárez. 6 de septiembre de 1844. Transcripta en Iriarte (1953, p. 21).

24 De Turner a Aberdeen. 31 de enero de 1846 y 1° de abril de 1846. Public Record Office/Foreign Office, 51-40.

25 De Carlos Creus al Primer Secretario del Despacho de Estado. 10 de marzo de 1846. Citado en Creus (1967, pp. 270-271).

26 De Deffaudis a Guizot, Despacho Nº 47. ¿febrero? de 1846 [transcripción manuscrita del original]. Caja 18, carpeta 55. Archivo Particular de Juan Pivel Devoto, AGNU. La traducción es nuestra.

27 Luego de su derrota en la batalla de India Muerta, el 27 de marzo de 1845, Rivera había sido “internado” por las autoridades brasileñas en Río de Janeiro. El gobierno montevideano había hecho varias gestiones para apartarlo del escenario político, pero no pudo evitar que, finalmente, el caudillo obtuviera permiso del gobierno imperial para retornar a Montevideo.

28 Sobre la participación de las tropas libertas, ver Borucki (2015, pp. 142-144).

29 Véase la entrada correspondiente al 4 de abril de 1846 en Antuña (1850).

30 De Turner a Aberdeen. 16 de abril de 1846. Public Record Office/Foreign Office, 51-40.

31 Legajo. 2648. Archivo y Colección Andrés Lamas, Archivo General de la Nación. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Subrayado en el original. La nota está sin fechar pero, posiblemente, fue escrita el mismo 6 de abril.

32 De Carlos Creus al Primer Secretario del Despacho de Estado. 20 de abril de 1846. Citado en Creus (1967, p. 330.).

33 Yaben (1938, p. 780) afirma que en total se embarcaron 477 personas.

34 Nota del 14 de julio de 1846. Caja 1385. MGM, AGNU.

35 Acuerdo del 2 de octubre de 1847. Ministerio de Relaciones Exteriores (1990, p. 212); Nota de la Comisión ad hoc al Ministerio de Relaciones Exteriores. 18 de octubre de 1847. Caja 1397. Ministerio de Gobierno, AGNU.

 

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Recepción del original: 29 de junio de 2017.
Aceptado para publicar: 19 de abril de 2018.

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