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Quinto sol

versão On-line ISSN 1851-2879

Quinto sol vol.25 no.2 Santa Rosa jun. 2021

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.19137/qs.v25i2.5193 

Artículos

Los contornos federales de la soberanía popular. La reforma electoral de Sáenz Peña y los ciudadanos de los Territorios Nacionales

The Federal Outlines of Popular Sovereignty. Sáenz Peña’s Electoral Reform and the Citizens of the National Territories

Novas formas federais da soberania popular. A reforma eleitoral de Sáenz Peña e os cidadãos dos Territórios Nacionais

Lisandro Gallucci1  lisandrogallucci@gmail.com

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina

Resumen

Los ciudadanos radicados en los Territorios Nacionales no pudieron participar en las elecciones nacionales casi durante la entera historia de dichos espacios. Un enfoque convencional ha hecho de esa situación el signo de una privación de ciudadanía política que reflejaría el carácter restrictivo del orden político impuesto a los Territorios. Nada habría cambiado con la Ley Sáenz Peña, que habría mantenido a los pobladores de los Territorios excluidos de la ciudadanía. Sin embargo, la reforma electoral de Sáenz Peña de hecho incluyó a los Territorios y sus habitantes. Aun si continuaron sin posibilidad de votar en elecciones federales, no se debió a ninguna atribución de incapacidad política sino al estatus jurídico de aquellos espacios. Mediante el estudio de fuentes editadas e inéditas, este artículo no solo cuestiona aquella interpretación tradicional, sino que además busca mostrar el modo en que el principio de la soberanía popular estaba mediatizado por el marco federal del régimen representativo.

Palabras clave Historia política; Ciudadanía; Sufragio; Federalismo

Abstract

The citizens settled in the National Territories could not participate in national elections for almost the whole history of these spaces. A conventional approach has taken this situation as the sign of a deprivation of political citizenship that would reflect the restrictive nature of the political order imposed on the Territories. Nothing would have changed with the passing of the Sáenz Peña Law, which would have kept the settlers of the Territories excluded from citizenship. However, Sáenz Peña’s electoral reform did include the Territories and their inhabitants. Even if they remained without the possibility of voting in federal elections, it was not due to any attribution of political incapacity but to the legal status of such spaces. By studying published and unpublished documents, this paper not only questions that traditional interpretation but also aims to depict the way the principle of popular sovereignty was mediated by the federal frame of the representative regime.

Keywords Political history; Citizenship; Suffrage; Federalism

Resumo

Os cidadãos radicados nos Territórios Nacionais não puderam participar nas eleições nacionais durante a história desses espaços. Um enfoque convencional tem feito desta situação o signo da privação da cidadania política que reflete o caráter restritivo da ordem política imposta nos territórios. Nada teria mudado com a lei Sáenz Peña já que manteve aos povoadores dos Territórios excluídos da cidadania embora, essa reforma eleitoral de fato tenha incluído os Territórios e seus habitantes. Mesmo sem a possibilidade de voto nas eleições federais, isso não foi por causa de nenhuma atribuição de incapacidade política senão pelo status jurídico daqueles espaços. Através do estudo de fontes editadas e inéditas, este trabalho questiona não só a interpretação tradicional, mas também o modo em que o princípio de soberania popular estava matizado pelo contexto federal do regime representativo.

Palavras-chave História politica; Cidadania; Sufrágio; Federalismo

Introducción

A lo largo de su existencia constitucional, la República Argentina conoció innumerables reformas electorales. Algunas implicaron cambios drásticos en el sistema electoral, mientras que otras solo supusieron modificaciones puntuales que no por eso dejaron de tener profundos efectos en las instituciones representativas y en la vida política en general (Sabato, Ternavasio, De Privitellio y Persello, 2011). De todos esos experimentos, ninguno alcanzó la notoriedad de la reforma promovida por Roque Sáenz Peña, introducida en un régimen electoral que, al menos desde la organización constitucional en 1853, había sido más amplio que el de muchos otros sistemas representativos (Annino, 1995; Forner, 1997). Además de establecer la representación de la minoría, la reforma dio al sufragio carácter obligatorio y secreto, si bien, como ha señalado De Privitellio (2012), ambos aspectos eran menos novedosos de lo que sugiere una imagen muy arraigada en el imaginario político. Desde esa misma mirada, que no ha dejado de ser alimentada por buena parte de la historiografía contemporánea, la reforma ha llegado a ser vista como el momento inaugural de la democracia argentina.1

Sin discutir aquí la validez de ese retrato tradicional, que exagera la capacidad de las normas para moldear las prácticas y los imaginarios políticos, importa advertir que, como pocas, esa reforma ha constituido un dilecto objeto historiográfico. En las dos últimas décadas, diversas investigaciones se han ocupado de indagar distintos aspectos de ella. Como resultado de esto, en la actualidad se dispone de estudios sobre las concepciones de la representación política que subyacían a la reforma (Persello y De Privitellio, 2009; De Privitellio, 2012) y de otros que ofrecen cuadros detallados de las tramas y motivaciones políticas que le dieron impulso (Devoto, 1996; Castro, 2012). Algunos evalúan en qué medida las prácticas electorales fueron modificadas por la nueva normativa (Vidal, 1994; Bonaudo, 1996; Bragoni y Mellado, 2012), mientras que otros exploran los modos en que las dirigencias políticas se adaptaron a las nuevas normas electorales (Melón Pirro, 1994; Ferrari, 2012; Martínez Mazzola, 2015).

Pero si se observa esa bibliografía en conjunto, sin desconocer las diferentes lecturas sobre la reforma que ofrecen esas producciones, se advierte enseguida un rasgo en común. En efecto, se trata de miradas siempre circunscriptas al escenario comprendido por la Capital Federal y las catorce provincias entonces existentes. Tal limitación tiene pleno fundamento: esos distritos eran los únicos en los que tenían lugar elecciones nacionales, vale decir, aquellas celebradas para distribuir las bancas en el Congreso de la Nación y en el Colegio Electoral, de donde surgía el Poder Ejecutivo federal. Como es bien sabido, los Territorios Nacionales, espacios sujetos a la administración directa del gobierno federal, no tenían parte en esas elecciones y siguieron sin tenerla aún luego de la reforma electoral de Sáenz Peña. Esta situación ha llevado a postular, en base a aquella imagen clásica señalada más atrás, que si por un lado condujo a una ampliación de la participación electoral, por el otro mantuvo “sustanciales restricciones, por la exclusión de las mujeres, de los extranjeros e incluso de los argentinos residentes en los territorios nacionales” (Ansaldi, 1995, p. 29). De esta forma, si “en 1912, por medio de una reforma electoral, desde el Estado se decidió establecer la condición de ciudadano –antes inexistente–, mediante la participación obligatoria, el voto secreto y el sufragio de lista incompleta”, ello solo habría sido realidad para las catorce provincias y la Capital Federal (Favaro y Arias Bucciarelli, 1995, p. 9). Esto habría significado que “los habitantes de los territorios se encontraban en desigualdad jurídica con respecto a los de las provincias”, porque “carecieron de derechos políticos para participar en las elecciones nacionales para cargos ejecutivos y legislativos” (Leoni, 2002, p. 200). El hecho de que los habitantes de los Territorios no pudieran ejercer sus derechos políticos como en las provincias, revelaría que, a los primeros, “la ciudadanía, fundamento del régimen democrático en el capitalismo, les fue negada durante más de medio siglo” (Favaro, 2007, p. 27). Habría sido en los Territorios “donde las restricciones normativas al ejercicio de la ciudadanía política alcanzan su expresión más significativa y se sostienen mucho más allá de la sanción de la ley electoral de 1912” (Ruffini, 2007a, p. 84). Se ha concluido así que “resulta un hecho incontrastable que el peronismo, al otorgar los derechos políticos a las mujeres y los habitantes de los territorios nacionales, incluyó a los ‘excluidos’ de la ley Sáenz Peña” (Arias Bucciarelli, 2009, p. 40).

Las razones de esa aparente exclusión han sido atribuidas a la existencia de un juicio según el cual los habitantes de los Territorios carecían de la capacidad necesaria para ejercer derechos políticos, lo que habría justificado privarlos de estos últimos (Favaro, 1996, p. 87; Ruffini, 2007a, p. 97). El hecho de que esos pobladores no pudieran participar en elecciones nacionales hasta 1951 daría así cuenta de una verdadera “democracia restringida, vigente hasta mediados del siglo XX, que marginó de las decisiones electorales más relevantes a gran parte de la población argentina por casi setenta años” (Ruffini, 2007b, p. 99). De esta manera, la historiografía sobre los Territorios ha contemplado aquella reforma electoral como algo sin implicancias para esos espacios, lo que explica que no le haya prestado mayor atención. Si bien la reforma de 1912 es ocasionalmente mencionada en esas producciones, lo es solo como un dato de contexto general y para sostener que continuó excluyendo a los pobladores de los Territorios, pero sin analizarla nunca en forma específica. Al abonar la imagen de esos espacios como ajenos a la reforma de Sáenz Peña, la historiografía relativa a ellos ha impedido ampliar la mirada sobre tal reforma que, como fue señalado al inicio, se ha mantenido así circunscripta a los escenarios de la Capital Federal y las catorce provincias iniciales.

El propósito de este artículo radica entonces en llenar ese vacío historiográfico entre los estudios sobre dicha reforma y aquellos otros enfocados en la historia de los Territorios Nacionales. Esto permitirá, en primer lugar, advertir el equívoco que supone sostener que, como resultado de una presunta privación de ciudadanía, sus habitantes quedaron excluidos de la legislación electoral promovida por Sáenz Peña. Por el contrario, como se demostrará, si bien las leyes que compusieron la reforma apenas hacían mención a tales espacios, no dejaron de estar alcanzados por aquellas normas. En efecto, aun si no contaban como distritos en las elecciones federales, la pretensión del saenzpeñismo de crear el sufragante también se proyectó sobre esos espacios, considerados parte integral de la nación. Además de explicar el motivo por el cual los ciudadanos de los Territorios continuaron sin participar en las elecciones federales, se explorarán algunas de las formas en que esos habitantes reaccionaron ante la reforma, como asimismo las respuestas que desde las instituciones estatales se dieron a esas iniciativas. A partir de todas estas dimensiones, por último, se señala un aspecto poco advertido por la historiografía sobre la reforma, como es la relativa al modo en que la apelación del saenzpeñismo a la soberanía popular se mantuvo mediatizada por el carácter federal del sistema representativo.

La mirada del saenzpeñismo sobre los Territorios

Como ya fue mencionado, los Territorios constituyeron dependencias administrativas del Estado federal creadas para gobernar vastas extensiones consideradas pertenecientes a la nación argentina, pero que al mismo tiempo no se hallaban bajo el efectivo dominio de ninguna de las catorce provincias surgidas en la primera mitad del siglo XIX. Aun si algunas de estas reclamaban esas tierras como propias, lo cierto es que no ejercían autoridad positiva sobre ellas, que continuaron ocupadas en forma casi exclusiva por distintos grupos indígenas. Fuera de los antecedentes de la creación de las gobernaciones federales de Chaco (1872), Patagonia (1878) y Misiones (1881), fue recién en 1884, con la sanción de la Ley 1532, que los Territorios recibieron definitiva organización institucional. Creadas entonces nueve gobernaciones, vino a sumarse en 1900 la del Territorio de Los Andes. Pese a que, dado su carácter de unidades administrativas, no constituían entidades políticas autónomas –y por lo tanto no podían elegir a sus propios gobernadores ni participar en elecciones nacionales–, la normativa de 1884 estableció que debían dar lugar a nuevas provincias, con las mismas facultades que tenían las ya existentes. Así concebidos desde su origen como materia de futuras provincias, los Territorios expresaban menos un régimen unitario que un federalismo diferido. Por otra parte, el criterio establecido en dicha ley para la admisión de estos como nuevas provincias solo descansaba en una fórmula demográfica, que hacía de distintas cantidades de población los respectivos umbrales de un proceso de evolución institucional que debía coronarse con el reconocimiento del estatus provincial por parte del Congreso de la Nación, el poder facultado por la Constitución para ordenar la creación de nuevas provincias.

Para cuando Sáenz Peña asumió la presidencia de la nación, los Territorios estaban próximos a alcanzar tres décadas de existencia institucional y presentaban notorias diferencias entre ellos. Hacia 1912, La Pampa había superado en población a provincias como Jujuy y La Rioja –tenía casi noventa mil de los algo menos de trescientos mil habitantes que reunían las diez gobernaciones– y también se ubicaba por encima de aquellas en el volumen de su producción económica. La Pampa veía entonces surgir grupos que, sobre la base de aquellos factores, reclamaban la elevación del Territorio a provincia. En cambio, la remota y aislada Tierra del Fuego apenas contaba con su muy pequeña capital como único centro poblado relevante, mientras que zonas de Chaco y Formosa eran escenario de las últimas acciones militares contra grupos indígenas todavía no sometidos al Estado argentino. No se dispone de espacio para dar cuenta con suficiente detalle de todos los factores que explican esas disparidades.2 Basta advertir que esas manifiestas diferencias condujeron a que las críticas que apuntaban contra la ley de 1884 como un inadecuado instrumento de gobierno se volvieran más reiteradas y que, tanto a nivel de las propias gobernaciones como de las agencias del Estado federal, fuese ganando terreno la convicción de que se requería una reforma integral de dicha norma, una empresa en la que las presidencias de Julio Argentino Roca y de Manuel Quintana fracasaron en sendos intentos en 1900 y en 1905 (Gallucci, 2018).

El gobierno de Sáenz Peña no ignoró esos diagnósticos, como tampoco los ofrecidos por quienes encontraban que el principal problema de los Territorios radicaba en una todavía lábil integración a la nación argentina. No solo se trataba de que en algunos de ellos la proporción de extranjeros fuese muy elevada –más de la mitad de la población, en algunos casos– sino que las distancias y el aislamiento, junto con la opinión de quienes juzgaban escasa la presencia de las instituciones estatales, llevaban a que las autoridades nacionales fuesen acusadas, por los pobladores allí establecidos pero también por sus ocasionales visitantes, del estado de abandono que les atribuían a esas regiones.3 El propio Sáenz Peña tuvo ocasión de abonar esos juicios durante los viajes que realizó a distintos puntos de la Patagonia, siempre con la compañía de Ezequiel Ramos Mexía como ministro de Obras Públicas: en el primero, en marzo de 1910, acompañó al todavía presidente José Figueroa Alcorta para dar inicio a obras sobre el río Neuquén; en el segundo, en febrero de 1911 y ya como titular del Ejecutivo nacional, pasó por algunas localidades portuarias del sur argentino, para llegar hasta Tierra del Fuego y la Isla de los Estados. Al regresar de este último periplo, en ocasión de su primer mensaje al Congreso de la Nación, Sáenz Peña prometía una mayor atención del gobierno hacia esas “vastas soledades en que es necesario preparar la obra del porvenir”, y afirmaba que allí “donde el aislamiento y la distancia son el tenaz enemigo de la civilización, el ferrocarril asegura la posesión efectiva del enorme país futuro, colmado de bienes naturales”.4 En esa línea, al menos mientras Ramos Mexía permaneció como ministro, el nuevo gobierno dio continuidad al programa de obras públicas establecido en la Ley de Fomento de Territorios de 1908 (Bandieri, 2009).

No podría decirse que la idea de que esos enormes espacios permanecían sin estar plenamente integrados a la nación constituyese una enunciación novedosa, como tampoco lo era la imagen de esas regiones como reservas de riquezas inexplotadas, ni menos aún la representación utópica del ferrocarril como un agente de progreso (Navarro Floria, 2007). Pero tampoco pueden ser entendidas las expresiones de Sáenz Peña como una simple reproducción de viejos tópicos. En efecto, en el preciso contexto del Centenario, marcado no solo por la conmemoración patria sino también por las inquietudes generadas por el fenómeno inmigratorio, la cuestión nacional ocupó un lugar cardinal entre las preocupaciones de los actores políticos e intelectuales (Devoto, 2005). No obstante el tono en general optimista de las miradas ofrecidas sobre el primer siglo de vida independiente, la cuestión nacional constituía un asunto que disparaba prevenciones en no pocos observadores, atentos a los peligros que sospechaban en una presencia extranjera muy elevada, pero ante todo reticente a adoptar la nacionalidad argentina. El propio Sáenz Peña era uno de estos. “Es indudable que antes de cinco lustros”, decía al presentar su programa de gobierno en agosto de 1909, “si nuestra prosperidad sigue su vértigo, el elemento nativo va a quedar en minoría”, y, aunque se mostraba confiado en la capacidad del suelo argentino de absorber los contingentes foráneos, no dejaba de invitar a sus seguidores a que “vigilemos y auscultemos la intensidad del espíritu argentino” (Sáenz Peña, 1915, pp. 14-15). El sufragio obligatorio por el que abogaba Sáenz Peña no constituía solo una forma de hacer más transparente el juego electoral, sino también uno de los tres “preventivos” –además de la educación pública y el servicio militar– con los que aspiraba a proteger la nacionalidad frente a los peligros que atribuía al cosmopolitismo, del que era adversario desde los inicios de su actuación diplomática junto con exponentes iniciales del nacionalismo como Vicente G. Quesada (Bertoni, 2001, p. 175).

El propósito de revertir esa insuficiente integración de los Territorios a la nación se tradujo en una serie de iniciativas por parte del gobierno de Sáenz Peña. Además de la realización de un nuevo censo de población de esas gobernaciones en 1912, en el mismo año se creó dentro del Ministerio del Interior una Dirección General de Territorios Nacionales (DGTN), con la que se buscaba concentrar en una única agencia todo lo relativo a tales espacios y hacer así más eficaz su administración. En 1913, el ministro del Interior, Indalecio Gómez, encabezó una Conferencia de Gobernadores de Territorios Nacionales que tuvo lugar en la Capital Federal y que, más allá de recabar los diagnósticos de estos funcionarios sobre la realidad de sus respectivas gobernaciones –lo que de todos modos hacían en las memorias que debían enviar al ministerio– tuvo como finalidad recoger sus impresiones ante el proyecto de reforma de la Ley 1532 que el Poder Ejecutivo había encomendado elaborar a la DGTN. Dicho proyecto fue enviado recién al Congreso en septiembre de 1914, casi un mes después del fallecimiento de Sáenz Peña, quien ya había delegado la presidencia en Victorino de la Plaza en octubre del año anterior. La iniciativa no fue tratada por el Senado, donde había sido ingresada, situación que llevó a la expiración del proyecto. En septiembre de 1916, a semanas de la asunción de Hipólito Yrigoyen como nuevo presidente, el saliente De la Plaza volvió a enviar el proyecto, que recibió algunas modificaciones por la comisión del Senado encargada de dictaminar sobre él, aunque la cámara optó por aplazar el tratamiento ante el inminente cambio de autoridades. Aun cuando esta reforma no fue sancionada por el Congreso, cabe señalar algunos de sus principales rasgos para advertir la centralidad que la cuestión nacional tenía en la mirada del saenzpeñismo sobre los Territorios.

Más allá de la creación de tres nuevas gobernaciones patagónicas a partir de las ya existentes, la principal innovación del proyecto diseñado entre 1913 y 1914 estaba en la agrupación de los Territorios en tres categorías, a su vez definidas por la cantidad de ciudadanos argentinos radicados en cada uno.5 A la primera pertenecerían las gobernaciones con más de cuarenta mil argentinos, a la segunda las que tuviesen más de diez mil argentinos, y a la tercera, aquellas que no superasen esta última cifra. Según fue mencionado, la Ley 1532 no establecía ninguna clasificación de Territorios, como tampoco había sido prevista en anteriores intentos de reforma. La normativa diseñada a instancias de Sáenz Peña no solo era una respuesta a las críticas que acusaban a la ley vigente de ser un instrumento incapaz de dar cuenta de las crecientes diferencias que mostraban las gobernaciones, sino ante todo un modo de evaluar la intensidad de la pertenencia de cada Territorio a una nación concebida como una comunidad espiritual homogénea y armónica (De Privitellio, 2011, pp. 154-155). De este aspecto se hacía depender la evolución política de cada uno de ellos, en tanto se preveía que a cada categoría le correspondiesen ordenamientos institucionales de complejidad creciente. Así, mientras que no habría cambios significativos para las gobernaciones de tercera categoría, para las de segunda se contemplaba la formación de consejos territoriales de carácter electivo y con competencias legislativas en materias relativas al fomento de cada gobernación. Para las de primera categoría, en cambio, se preveía la institución de legislaturas, también electivas, pero con capacidad para dictar normas sobre un abanico más amplio de aspectos que incluía los servicios de educación común y de policía, entre otros. En todos los casos, el gobernador continuaría siendo designado por el Ejecutivo nacional, con acuerdo del Senado.

Las tres categorías correspondían a gradaciones por las que cada gobernación debía transitar para desarrollar las capacidades que le permitieran acceder al estatus provincial. A diferencia del simple criterio demográfico previsto en la ley de 1884, el proyecto sujetaba el futuro reconocimiento de los Territorios como provincias a la existencia de una población superior a cien mil habitantes y al funcionamiento efectivo de la legislatura territorial por un período no inferior a cinco años ininterrumpidos. Esto suponía que la posibilidad de alcanzar la condición provincial quedaba reservada a las gobernaciones de primera categoría, es decir, aquellas donde la mirada saenzpeñista imaginaba más intensa la presencia del “espíritu nacional”. Solo aquellas que cumpliesen estas condiciones podrían ser declaradas provincias por el Congreso, a cuya revisión serían sometidas las constituciones que dictasen las eventuales convenciones. La cuestión nacional constituía así la clave no solo de una integración más estrecha con el resto del país, sino también de la evolución política que debía conducir la transformación de los Territorios, meras divisiones administrativas que la reforma incluso proponía aumentar en número, en provincias con todas las atribuciones de las originarias. Concebidos como parte de la nación, los Territorios no escaparon a la aspiración, no poco presuntuosa, de crear el sufragante.

Los Territorios en la reforma electoral

Como ha recordado De Privitellio, la reforma electoral de Sáenz Peña no consistió en una sino en tres leyes. Las dos primeras fueron sancionadas en julio de 1911: se trató de las leyes número 8129, de Enrolamiento General, y 8130, de Padrón Electoral. Mientras que la primera reglamentaba el enrolamiento obligatorio de todos los ciudadanos nativos o naturalizados –cuyo incumplimiento era causal de pérdida de la ciudadanía argentina–, la segunda instruía los pasos para la formación del padrón con el propósito de impedir la injerencia de las redes partidarias en su elaboración. De esta manera, “la confección de los padrones dejaba de estar sometida a autoridades políticas para quedar en manos de un mecanismo burocrático –el Ejército y la Justicia federal– capaz de garantizar la neutralidad de una herramienta de importancia crucial” (De Privitellio, 2011, p. 150).

La última pieza jurídica de la reforma era la Ley 8871, una extensa norma que detallaba el universo de los sufragantes; fijaba los procedimientos a seguir en la conformación de las mesas electorales y en la designación de sus autoridades; establecía los criterios a seguir por las juntas escrutadoras, y definía las penas para los casos de infracciones a la ley electoral. Bien se sabe que esa ley estableció la obligatoriedad del sufragio, pero menos se ha querido admitir, como sí lo han hecho Persello y De Privitellio (2009, p. 105), que el efectivo alcance de esa obligación era bastante relativo si se advierte, primero, que la propia normativa eximía a los analfabetos de las penas impuestas a quienes no votaban y, segundo, que la proporción de analfabetismo alcanzaba al menos a las dos quintas partes de quienes integraban el padrón, medida notoriamente más elevada en algunas provincias del interior. Si bien no se cuestionaba la legitimidad del voto analfabeto –que contaba en el país con una trayectoria tan larga como la del propio sufragio–, la nueva normativa no se privaba de reconocer abiertamente que había ciudadanos mejor preparados que otros. De todas maneras, los promotores de la reforma confiaban en que los progresos de la sociedad argentina conducirían a la disminución de la proporción de analfabetos, con lo que su existencia era percibida como un dato circunstancial que no entrañaba ningún riesgo. Esto pone en evidencia que los grupos dirigentes no temían la participación electoral de las capas subalternas, que nunca habían dejado de participar en las elecciones. De las tres leyes señaladas, la única en la que había alguna referencia a los Territorios era la 8129, en cuyo artículo sexto se establecía que:

Las autoridades comunales de la capital federal, de las provincias y de los territorios nacionales y los jueces de paz dentro de sus respectivas jurisdicciones donde no los hubieran, deberán hacer saber en enero de cada año a sus comunas respectivas que los ciudadanos que cumplan diez y ocho años deben enrolarse, en qué oficinas y la pena en que incurran los que no lo hagan.6

Como se advierte, la nueva ley de enrolamiento obligatorio regía para todo el país. Cabe además observar que, para el caso de los infractores analfabetos, la norma no preveía penalidades diferentes a las dictadas para el resto de los ciudadanos, como sí ocurría en la Ley 8871. De cualquier manera, lo que importa remarcar es que tanto en esta última como en la relativa a la confección del padrón, no había ni una sola mención a los Territorios y sus pobladores. La razón de esta aparente omisión respondía a que las disposiciones constitucionales en las que se establecía la cantidad de miembros que debían integrar la Cámara de Diputados, la de Senadores y la junta de electores encargada de elegir al presidente y vicepresidente –artículos 37, 46 y 81 de la Constitución– definían a la Capital Federal y a las provincias como los únicos distritos electorales federales.

No obstante su claridad, esas disposiciones no estuvieron libres de controversia. Un estudioso de la historia constitucional de la nación, como Luis V. Varela, consideraba “una deficiencia notable en lo referente a la política, la situación que ocupan dentro del territorio de la Nación, los pobladores de los vastos territorios nacionales” (1896, p. XII). Según precisaba, “hay millares de argentinos que están privados del derecho de sufragio en todas las cuestiones nacionales”, y aun si admitía que la situación era la misma que la de quienes habitaban en los territorios federales de los Estados Unidos, se contentaba con señalar que “no debiéramos imitar lo malo de la nación que nos ha servido de modelo” (Varela, 1896, p. XII-XIII). Claro que la convicción de Varela de que las autoridades federales lo eran de toda la nación y que, al ser los Territorios parte de ella, correspondía admitirlos como distritos electorales, derivaba de otra relativa a la preexistencia de la nación sobre las provincias, desde la cual estas no eran vistas como las piezas fundamentales de la representación política federal. De todos modos, luego de la reforma constitucional de 1898, en la que volvió a aparecer el argumento de que los constituyentes de 1853 no podían haber querido privar de derechos políticos a los ciudadanos de espacios que entonces no existían, quedó claro que los Territorios no podían constituir distritos electorales de la nación, dada su naturaleza de artificios administrativos dependientes del gobierno federal (Gallucci, 2020 a). Así lo sugiere, por ejemplo, que los proyectos de reforma constitucional presentados entre 1898 y los años aquí analizados no incluyeron modificaciones en la condición electoral de los Territorios, con la sola excepción del formulado en 1909 por el joven abogado Alejandro Gancedo, a partir de un sistema que tenía toda probabilidad de ser desestimado por el Congreso, como en efecto ocurrió.7

Nada de esto impidió que algunos legisladores continuasen señalando como injusta la situación de los ciudadanos de los Territorios. Durante el debate de la nueva ley electoral, Julio López Mañán, diputado por Tucumán, rebatía a quienes veían el voto incompleto como una forma de limitación del sufragio, y les señalaba que si los votantes de Jujuy tendrían menos votos que los de Buenos Aires “no faltará algún argentino, tan argentino como yo, que a la pregunta de ¿cuántos votos tiene? conteste: ninguno, porque vivo en los territorios nacionales”.8 Aún más explícito era Federico Pinedo, diputado por la Capital Federal, quien ya luego de aprobada la reforma electoral advertía que “los ciudadanos de esos territorios están inscriptos en el padrón militar como los otros, y no es justo, no es democrático privarlos de los derechos políticos en absoluto”.9 Y aunque admitía saber bien que “la Constitución acuerda diputados únicamente a las provincias y a la Capital”, contrastaba el caso argentino con el de los Estados Unidos, cuyos territorios federales tenían la representación parlamentaria por la que Pinedo abogaba desde hacía casi tres décadas, siempre con nulo resultado.10 Más allá de estas alusiones puntuales, los Territorios no constituyeron materia específica de interés en los debates suscitados en el Congreso a propósito de la reforma electoral.

Pero que no fuesen mencionados en las nuevas leyes electorales no significa que hayan sido considerados como espacios que debían ser excluidos de la reforma. Por el contrario, quedaron comprendidos en su alcance casi desde su misma aprobación. El 4 de julio de 1912, el Ministerio del Interior a cargo de Indalecio Gómez emitió una serie de instrucciones por las que comunicaba a los gobernadores de los Territorios la forma en que debían dar aplicación a las leyes 8130 y 8871.11 En cuanto a la primera, se disponía que la confección de los padrones no recaería en los comisarios de padrón previstos en la norma, sino en una comisión de tres vecinos designados por el concejo municipal –por el gobernador, en caso de no haber autoridad municipal–, lo que en rigor ya estaba dispuesto en la Ley de Territorios de 1884. La novedad radicaba en que, en lo sucesivo, dicha comisión solo debía añadir, a la lista de ciudadanos enrolados enviada por la justicia federal, la de extranjeros mayores de dieciocho años de edad y domiciliados en la localidad. En lo que respecta a la Ley 8871, las instrucciones emitidas por Gómez mantenían para los Territorios los mismos motivos de exclusión del padrón que los previstos en dicha norma, las mismas garantías electorales y la misma obligación de votar, de la que solo quedaban exceptuados los extranjeros, quienes debían comprobar su identidad mediante un certificado de nacionalidad emitido por la autoridad consular respectiva. Por lo demás, las condiciones para integrar las comisiones receptoras de votos, los procedimientos a seguir para asegurar el secreto del sufragio, el número de votos posibles en proporción al número de cargos en disputa, y la modalidad del escrutinio –a cargo de los propios concejos municipales–, eran las mismas que las estipuladas en la Ley 8871.

Por supuesto, las nuevas normas electorales no comportaban una modificación del estatus institucional de los Territorios, que seguían siendo dependencias administrativas del Estado federal. Esto significaba que, para cuando esas leyes entraron en vigor, las únicas elecciones en las que sus pobladores podían participar eran las efectuadas para los concejos municipales y la justicia de paz.12 Claro que quienes estaban radicados en las provincias o en la Capital Federal disponían de más ámbitos en los que ejercer el sufragio, pero nada de esto permite sostener que los habitantes de los Territorios quedaron excluidos de la reforma electoral y que vieron así negada su ciudadanía. La cuestión no estribaba en los individuos que residían en el territorio de alguna de las gobernaciones, sino en la condición jurídica de estas, que determinaba que no constituyesen distritos en las elecciones nacionales. La propia Ley 8871 era clara en este sentido al establecer, en su artículo sexto, que “todo elector tiene el derecho de votar en cuantas elecciones nacionales fueren convocadas en su distrito”.13 Como se deduce de la norma, y como de hecho ocurría, si un ciudadano abandonaba la gobernación en la que vivía, para domiciliarse en alguna provincia o en la Capital Federal, podía participar en todas las elecciones que allí tuviesen lugar. Haber vivido en el territorio de alguno de los Territorios, o incluso haber nacido en uno de ellos, nunca implicó un obstáculo para ejercer el sufragio en cualquier otro punto del país.

Cabe preguntarse por qué, si dada su condición jurídica los Territorios no intervenían en la formación de los poderes federales, el gobierno de Sáenz Peña se ocupó de hacer extensiva la reforma a esos espacios. La razón principal reside en que una reforma que perseguía no solo la depuración de los procedimientos electorales, sino más esencialmente la elevación de la educación política de un pueblo que, de acuerdo con esa mirada, nunca había ejercido el sufragio en forma genuina, no podía dejar aquellos espacios al margen de la nueva normativa. En efecto, el gobierno de Sáenz Peña no excluyó a los Territorios del programa de “perfeccionamiento obligatorio” que preconizaba. Educarse en la escuela pública, cumplir el servicio militar y ejercer el voto en todas las elecciones celebradas en el distrito en el que estuviesen radicados, constituían obligaciones impuestas a todos los ciudadanos argentinos, tanto en las provincias como en las gobernaciones. Dicho de otro modo, elevar la educación política de los ciudadanos no era un objetivo limitado a los Territorios, sino extensivo al conjunto del país.

La dimensión particular que ese propósito general podía presentar en el caso de estos últimos reside en que el ejercicio del sufragio era al mismo tiempo concebido como un medio de desarrollo de la capacidad política que permitiría a las gobernaciones convertirse en provincias. El propio Sáenz Peña, en su mensaje al Congreso de 1912, explicaba a los legisladores que:

se ha dispuesto lo necesario para que, de acuerdo con lo proscripto por la Ley número 1.532, se apliquen las leyes números 8.130 y 8.871 a las elecciones de municipales y jueces de paz; de modo que en breve será también un hecho en todos los territorios, el ejercicio pleno de los derechos políticos. Este será un paso efectivo hacia el gobierno propio y permitirá estudiar hasta qué punto aquellas poblaciones se encuentran capacitadas para ensayar un principio de autonomía, que deberá desenvolverse gradual y prudentemente, a medida que el tiempo y los hechos demuestren la conveniencia de acrecentarlo.14

Según esa mirada, la celebración periódica de elecciones, al obligar al ciudadano a tomar distancia de su interés egoísta para ocuparse de los asuntos públicos, contribuiría al desarrollo de la capacidad provincial de lo que no era más que un artificio administrativo. En el informe que produjo al cabo de la gira de estudio que ese mismo año el ministro Gómez le ordenó realizar sobre las gobernaciones de La Pampa y las de la Patagonia, su secretario, el español Julio Navarro Monzó, señalaba los problemas planteados por la formación de municipios en localidades demasiado pequeñas, y sugería en cambio la constitución de comisiones departamentales que abarcasen los espacios más allá del reducido ejido local. En su opinión, extender la función electoral “hasta los ranchos más lejanos, [tendría] la inapreciable ventaja de no dejar, en estos territorios ya relativamente tan cercanos a la autonomía, un solo habitante sin participación en la vida cívica y sin aprendizaje en los entreveros partidarios”. Con el mismo fin de alentar la formación de lazos comunitarios en los aislados y poco poblados escenarios territoriales, donde además había una importante población extranjera “indiferente al bien general y ensimismada en sus egoísmos individuales”, Navarro Monzó proponía extender la obligatoriedad del voto a los extranjeros radicados en los Territorios: “medida prudentísima y todavía más generosa para llevar al desidioso o al ignorante a usufructuar del beneficio que se le otorga”.15

La medida de la convicción del saenzpeñismo respecto del poder pedagógico del sufragio se advierte mejor al contrastarla con la mirada de otros funcionarios más atentos a las realidades concretas. Al debatirse en la conferencia de gobernadores de 1913 el proyecto de reforma de la Ley de Territorios preparado por el Ministerio del Interior, el gobernador de Neuquén, Eduardo Elordi, objetaba el carácter electivo de los consejos territoriales previstos para las gobernaciones de segunda categoría. “La población está tan diseminada, son tan escasos los núcleos de población argentina que hay en aquellas regiones”, señalaba acerca de la gobernación a su cargo, que le parecía más viable designar a los consejeros a partir “de una lista de los vecinos caracterizados del Territorio, pero de ninguna manera en forma electiva”. En cambio, Isidoro Ruiz Moreno, titular de la DGTN y uno de los autores del proyecto, señalaba en defensa del carácter electivo de aquellos consejos que “la idea madre de esta disposición es multiplicar los actos cívicos en los Territorios”.16 Algo más preocupado por los aspectos prácticos de esa aspiración, Elordi insistía en advertir que:

Quizá no sería lo más conveniente. El padrón militar del Territorio comprende 2.300 ciudadanos diseminados en 110.000 kilómetros cuadrados. Si han de ser los ciudadanos los que van a votar, las dificultades van a ser enormes, allí donde para ir a la esquina a comprar yerba hay que galopar quince o veinte leguas.17

A estas objeciones Ruiz Moreno respondía como vocero del ministro Gómez, quien –sostenía el primero– “no se ha convencido de que las dificultades sean mayores que las ventajas”, con lo que el proyecto finalmente elevado al Congreso mantuvo el principio de ampliar todo lo posible las instancias de concurrencia electoral en los Territorios. Aun si, como se señaló más atrás, el proyecto nunca fue aprobado, sus perfiles dan cuenta de una convicción sobre el sufragio capaz de ignorar toda objeción sobre su factibilidad, como también muestra que los ciudadanos de esos espacios no eran vistos como incapaces de ejercer el voto.

Peticiones y precisiones

Durante la misma conferencia de 1913, algunos gobernadores no perdieron ocasión de volver sobre la cuestión de la desigualdad política que, a su entender, pesaba sobre los ciudadanos de los Territorios. El gobernador de Santa Cruz, Antonio Lamarque, expresaba que:

si argentinos son los pobladores del Territorio con todas las cargas del ciudadano, justo es que tengan también los derechos de tales. No hay razón para que cerca de cuatrocientos mil habitantes, que pueblan hoy los Territorios, estén excluidos del derecho de votar para elegir Presidente y Vicepresidente de la Nación y tener representación en la Cámara.18

También Carlos Gallardo, gobernador de Río Negro, decía que “no puede, dentro de los límites del Territorio de la República Argentina, subsistir esta situación de que un ciudadano tenga todos los derechos de tal en un sitio y no los tenga en otro”. Y si bien Ruiz Moreno señalaba en lo dispuesto por el artículo 37 de la Constitución la causa jurídica de tal situación, se hacía al mismo tiempo eco de esas críticas, y añadía “la agravación de que todos son ciudadanos para la carga militar”.19 Esas protestas, empero, no se tradujeron en ninguna modificación del proyecto diseñado por el ministerio a cargo de Gómez.

En los Territorios, las quejas por la imposibilidad de participar en las elecciones nacionales no eran una novedad, aunque no iban más allá de la prédica de la prensa local. Pero el escenario abierto por la reforma electoral les proporcionaba un nuevo contexto de sentido. Así parecieron entenderlo quienes vieron en esa coyuntura una oportunidad para reclamar por la situación electoral en la que se hallaban. El 8 de junio de 1914, Manuel Bonet, ex juez letrado de Neuquén, en representación de Carlos Bouquet Roldán, ex gobernador del mismo Territorio, elevó al Ministerio del Interior una petición para que se habilitara a su representado, radicado en la capital neuquina, a participar en las elecciones nacionales. Pocos días después, los diarios más importantes de la Capital Federal dieron a conocer la noticia al público.20 La solicitud insistía en los adelantos logrados por el Territorio, causa y consecuencia de la existencia de “factores de orden y progreso con plena conciencia de sus derechos y obligaciones”, de los que subrayaba “su capacidad para todos los actos políticos y de gobierno”, que decía probada en “el funcionamiento regular de sus gobiernos y municipalidades”. Pero el argumento principal insistía en denunciar una desigualdad que hacía que “sus habitantes continúen pagando impuestos y contribución de sangre, privados de todo derecho político, contraviniendo la ley suprema de la nación, que no reconoce esclavos ni parias en su territorio”.21 En esa línea, Bonet preguntaba a Gómez:

¿cómo aceptar, señor ministro, que los ciudadanos argentinos, por el mero hecho de residir en [un] territorio nacional deban o puedan quedar excluidos de los derechos políticos, cuya máxima libertad se pretende implantar con las leyes electorales últimamente sancionadas?

¿Si la negación del voto hecha en alguna provincia para los menores de 18 años ha podido conmover la opinión pública, cómo no concebir que se conmueva ante la prohibición de hecho, de votar a los ciudadanos de los territorios nacionales, donde sobre 400.000 habitantes pueden fácilmente quedar excluidos de ese derecho tal vez 80.000 votantes?22

No se privaba Bonet de citar artículos constitucionales en los que se declaraba que todos los habitantes son iguales ante la ley, ni de plantear que si los ciudadanos de los Territorios no podían votar en las elecciones nacionales no correspondería acaso “la supresión de los impuestos y cargas públicas para los mismos”, lo que sin embargo no suscribía porque “sería segregarlos de nuestro régimen político y abandonarlos a su propia acción”. Para respetar el principio de igualdad política, Bonet sugería considerar “a cada territorio una sección electoral del distrito de la capital”. 23 Si los pobladores del territorio de cada provincia votaban en forma conjunta con los que vivían en sus respectivas capitales, sostenía Bonet, era factible que los ciudadanos de los Territorios votasen junto con los de la Capital Federal, en tanto aquellos y esta se encontraban bajo jurisdicción federal.

A poco de llegada la petición al Ministerio del Interior, fue Ruiz Moreno, como titular de la DGTN, el encargado de dictaminar sobre la solicitud, lo que hizo en el mismo mes de junio. Además de señalar que la normativa vigente permitía la participación de los ciudadanos en las elecciones para concejos municipales, justicia de paz y las eventuales legislaturas territoriales, Ruiz Moreno especificaba los artículos constitucionales relativos a la formación de los poderes federales, para recordar que en ninguno de ellos se mencionaba a otros distritos que las provincias y la Capital Federal. La sugerencia de que los Territorios fuesen considerados secciones electorales de la Capital Federal era así desestimada, subrayando que conformaban “ante la Constitución, entidades perfectamente separadas, independientes los unos de la otra”, y recordando que, a diferencia de la ciudad de Buenos Aires, “esos Territorios serán, más tarde o temprano, diez o más provincias argentinas”.24 Pero además de insistir en que la Constitución era explícita en definir a la Capital Federal y las provincias como los únicos distritos competentes en elecciones federales, Ruiz Moreno traía a consideración el texto de la Ley 8871, para recalcar que:

en ninguna parte de dicha ley y de la 8.130 sobre formación del Padrón Electoral, puede encontrarse ni asomos de disposición alguna que autorice a extender el empadronamiento y el derecho de votar a los argentinos que habitan los Territorios Nacionales, con excepción, ya lo he dicho, del de la Capital.25

De todo ello concluía Ruiz Moreno, sin dejar de expresar que los habitantes de los Territorios “son dignos de toda la consideración del país y de los poderes públicos”, que la única forma de acceder a la petición radicaba en la reforma de la Constitución,26 juicio por otra parte coincidente con la posición ampliamente establecida en la doctrina de la época. En los comentarios a la Constitución que circulaban entonces, los artículos relativos a la formación de los poderes federales, que definían a las provincias y a la Capital Federal como los distritos intervinientes, eran descritos sin apuntar ninguna deficiencia en el hecho de que los Territorios no eran allí mencionados.27

Mientras la petición de Bouquet Roldán continuaba su trámite administrativo, el diario Neuquén, cuyo director propietario era el también concejal municipal Abel Chaneton, promovió la convocatoria a una asamblea de vecinos para adherir a la solicitud. La reunión tuvo lugar el 9 de julio en la municipalidad de Neuquén, donde el propio Bonet pronunció una conferencia en la que repasó la breve historia de los Territorios y tocó el tema de los derechos cívicos de sus ciudadanos. En ella concluyó, según La Nación, que:

todos los territorios del sur están capacitados, especialmente los del Río Negro y Neuquén, para gozar del derecho indiscutible de participar activamente [en] la vida cívica del país, a cuyo engrandecimiento contribuyen con pujanza y a cuyas rentas ingresan fuertes contribuciones, sin excluir a las de sangre.28

Además del discurso de Bonet, quien también objetó el trámite que las autoridades habían dado a la petición de Bouquet Roldán –juzgaba que no debía haber sido girada a la DGTN sino a la asesoría legal de la nación–, la reunión dio lugar a la creación de un “comité pro voto de los argentinos domiciliados en este territorio”, del que Chaneton fue designado presidente. El mitin finalizó con la decisión, unánime según los organizadores, de enviar un telegrama a De la Plaza, donde solicitaban que se les permitiese participar en las elecciones nacionales. Acompañado de las firmas de un centenar de vecinos de los apenas dos mil habitantes de la localidad, los autores del documento buscaban además reforzar la legitimidad del nuevo petitorio apelando a motivos caros al imaginario patrio:

En el cabildo abierto, excelentísimo señor, el pueblo de mayo decretó su deseo de ser libre; en cabildo abierto, en la casa municipal, ciento cuatro años después, desde un lejano territorio y bajo los pliegues del pabellón nacional que flamea hoy en el último confín del mundo, donde haya un argentino, saludamos al presidente de la nación y le pedimos lo que en nuestro sentir ha de modificar de inmediato nuestra vida de esfuerzos y sacrificios.29

La respuesta definitiva provino de Julio Botet, procurador general de la nación entre 1905 y 1917, a cuyo despacho la petición de Bouquet Roldán ingresó el 11 de julio. El día 24 del mismo mes, Botet elevaba su dictamen, en el que no solo recordaba al Poder Ejecutivo que este no tenía facultades para ir más allá de lo dispuesto en las leyes, sino que además indicaba que “la ley electoral vigente no alcanza a los territorios federales”, para concluir en que se trataba de un “pedido injustificado” al que no correspondía hacer lugar.30 El día 29, el petitorio de la asamblea de vecinos de Neuquén era girado a la DGTN, que solo siguió lo resuelto por el procurador ante la previa solicitud de Bouquet Roldán.31 Pasados ya varios meses del dictamen de Botet, los editores del Neuquén manifestaban su descontento hacia el procurador, a quien se referían como el que:

arrebató a los vilipendiados territorios el derecho de contribuir con su voto a la formación del gobierno institucional del país y a cuyo sostenimiento contribuye con sus actividades que serían incontenibles si se les prestara la atención que sus evidentes progresos reclaman de los poderes públicos.32

Una acusación sin duda ampulosa, que quería atribuir a Botet la desposesión de un derecho que en rigor nunca había sido posible ejercer en los Territorios, dada su particular naturaleza jurídica. Conviene además advertir que quien habría de sucederlo en el cargo de procurador general de la nación, José Nicolás Matienzo, no consideraba la imposibilidad de los ciudadanos radicados en los Territorios de participar en las elecciones nacionales como una cuestión que meritase contemplar en sus análisis sobre las instituciones electorales del país (Matienzo, 1910, 1916).

Pero aún más importante resulta señalar que las peticiones de los vecinos neuquinos no dieron lugar a un reclamo sostenido en el tiempo. El comité que formaron con el ánimo de emprender una campaña para lograr participar en las elecciones nacionales no parece haber sobrevivido a la respuesta que Botet dio al asunto, aunque eso no impidió, como se ha mostrado en la anterior cita, que la cuestión del sufragio continuase siendo esgrimida como una evidencia de desigualdad política. No menos revelador de la dimensión del problema es que, si bien las gestiones promovidas desde la pequeña Neuquén tuvieron repercusión en la prensa nacional y en la de distintos Territorios,33 nada de eso dio impulso al surgimiento de algún movimiento de tipo sufragista, que hiciese del ejercicio del voto en las elecciones nacionales el centro de su campaña y que extendiese su acción al conjunto de las gobernaciones. Mientras que en La Pampa la escena política giraba en torno a la obtención del estatus provincial, en los demás Territorios las expectativas estaban puestas en lograr alguna representación en el Congreso o bien en conseguir que el gobierno federal adoptase el criterio de designar como gobernadores a vecinos de dichos espacios.

Conclusión

Si Sáenz Peña podía imaginar el sufragio como el instrumento para una completa regeneración política de la república, los ciudadanos de los Territorios no parecieron abrigar un concepto tan entusiasta. Lejos de entender el voto como una llave maestra para la superación de un estatus político supuestamente inferior al de los ciudadanos radicados en la Capital Federal o en las provincias, quienes se hallaban en los Territorios no dieron demasiadas muestras de impaciencia por no poder tomar parte en las elecciones nacionales. Aun si la prensa territorial podía insistir en denunciar esa imposibilidad como manifestación de una ciudadanía disminuida, la actitud de la mayor parte de la población territorial pareció oscilar entre el desinterés por el sufragio –lo que invita a dudar de una generalizada ansiedad por ejercerlo– y la conciencia, derivada de su experiencia de haber podido votar en las provincias y de poder hacerlo nuevamente en cuanto se establecieran en ellas, de que el impedimento para votar en los Territorios obedecía al estatus jurídico de estos espacios y no a que fuesen considerados portadores de una condición de incapacidad política. La parsimonia con que la mayoría de los ciudadanos de los Territorios se quejó, cuando lo hizo, de no poder participar en las elecciones nacionales, no podría atribuirse a una falta de conciencia sobre la importancia del voto, ni tampoco a un desapego hacia este que expresaría un repudio moral ante un estado de corrupción política de la república. Más bien todo sugiere que simplemente entendían que la cuestión consistía en que en algunos distritos se celebraban elecciones nacionales y en otros no, y que participar en ellas solo dependía de una cosa (fuera de las consabidas condiciones de edad y sexo): en cuál de aquellos se hallaban enrolados. Corresponde entonces subrayar, como aquí se ha demostrado, que los ciudadanos de los Territorios no estuvieron excluidos de la reforma electoral promovida por Sáenz Peña, sino todo lo contrario: también rigieron para ellos las mismas normas electorales que en el resto del país. A partir de 1912, estuvieron obligados a participar en todas las elecciones celebradas en las secciones electorales comprendidas en los distritos en los que estuviesen enrolados, y debieron también hacerlo en la forma secreta prescrita en la normativa, aunque la eficacia de las previsiones en esa materia tendía a diluirse cuanto más reducido era el número de votantes.

No obstante esos cambios, quienes estaban domiciliados en los Territorios continuaron sin poder votar en las elecciones nacionales. Pero esa realidad permite advertir una dimensión que, acaso de tan evidente, ha sido apenas considerada por la historiografía sobre la reforma de Sáenz Peña. En efecto, lo que se pone en evidencia al observarla desde espacios solo en apariencia excluidos de ella, no es alguna privación de ciudadanía política, sino la mediatización federal del principio de la soberanía popular. Salvo por el excepcional caso de la Capital Federal, la representación política continuó siendo producida en un formato federal del que las provincias constituían las unidades primordiales. La idea de que estas tenían una personalidad política propia, de la que los Territorios carecían hasta que la adquirieran, sugiere un cimiento federal del sistema representativo que ha sido acaso opacado por los más sonoros testimonios de quienes denunciaban un gobierno elector de implacable voracidad centralista (Gallucci, 2020b). Claro que no faltaron voces que rechazaban el federalismo y hasta la entidad de las provincias –como la de Rodolfo Rivarola (1908)–, pero se trató de opiniones tan reputadas en el ámbito académico como descartadas en el campo político.

El hecho de que una reforma electoral que en tono descomedido proclamaba hacer votar al pueblo por primera vez no implicara, sin embargo, cambios en el estatus de los Territorios –vistos como parte de la nación–, invita a pensar que los fundamentos federales del sistema representativo eran quizá más resistentes de lo que quiere una imagen del período muy basada en los juicios de quienes, no sin cierta exageración, denunciaban la extinción del régimen federal, mas debieron testimoniar su continuidad. En ese sentido, que los Territorios continuaran sin calificar como distritos electorales no obedeció a meros razonamientos exegéticos con los que se habría querido privar del sufragio a un pequeño número de potenciales votantes, sino a la consistencia de esos fundamentos federales que hacían que la organización del sistema representativo descansase en un tipo específico de persona jurídica: la provincia. La propia experiencia de los ciudadanos de los Territorios se los confirmaba: aunque no podían participar allí en las elecciones nacionales, sí pasaban a poder hacerlo apenas se enrolaban dentro de los límites de una provincia. De esta manera, lo que una mirada impregnada de preconceptos democráticos, que toma a las formas políticas del presente como valor y medida de las del pasado, se conforma en señalar como restricción de un derecho –algo que no se ajusta al caso de los Territorios– aparece en cambio como un indicio de la consistencia de los fundamentos federales de ese orden representativo.

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Notas

1Véase, por ejemplo, López (2005).

2Para una descripción de cada Territorio, véase Ruiz Moreno (1916).

3Sobre las miradas de los corresponsales de la prensa porteña, véase Servelli (2017).

4Cámara de Senadores de la Nación. Diario de Sesiones (DS). 12 de mayo de 1911.Tomo I, p. 7.

5DS. 5 de septiembre de 1914, p. 295 y ss.

6DS. 4 de julio de 1911, p. 568.

7La propuesta de Gancedo, más tarde intendente de Santiago del Estero y luego diputado por la misma provincia, sustituía el Colegio Electoral por una elección que presentaba como “directa” y que consistía en otorgar a cada uno de los distritos intervinientes un único voto para la elección del presidente y los vicepresidentes primero y segundo. A la Capital Federal, a las catorce provincias y a las gobernaciones de La Pampa, Chaco, Misiones, Neuquén y Río Negro les correspondería un voto. En cambio, Formosa, Chubut, Santa Cruz, Los Andes y Tierra del Fuego conformarían en conjunto un único distrito, con un solo voto (Gancedo, 1909, p. 256). DS. 16 de septiembre de 1909, p. 240.

8DS. 10 de noviembre de 1911, p. 191.

9 DS. 31 de mayo de 1912, p. 21.

10En 1883, como secretario del Ministerio del Interior, Pinedo fue uno de los responsables de la elaboración del proyecto que sirvió de base a la Ley de Territorios de 1884. Pese a que la iniciativa original preveía su representación en la Cámara de Diputados –mediante delegados con voz, pero sin voto–, el punto no quedó incluido en la norma definitiva. En 1910 y 1913, ya como diputado nacional, Pinedo volvió a insistir, sin éxito, en esa representación de los Territorios en el Congreso.

11Las instrucciones ministeriales pueden consultarse en Reyna (1914, pp. 848-850).

12 Cabe añadir también las legislaturas territoriales, aunque en ningún caso llegaron a formarse.

13DS. 6 de noviembre de 1911, p. 103.

14DS. 7 de junio de 1912, p. 31.

15“Informe presentado por el Sr. Julio Navarro Monzó, secretario privado del Sr. Ministro del Interior, con motivo de su viaje a los Territorios de la Pampa, Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz en 1912”. Ministerio del Interior (1913, pp. 692, 694).

16PCGTN, p. 458

17 PCGTN, p. 458.

18PCGTN, p. 519.

19PCGTN, p. 522.

20 La Nación, 12 de junio de 1914; La Prensa, 12 de junio de 1914.

21Ministerio del Interior. Expedientes Generales (EG). 1914. Caja 33, 6531-B-1914, folio 2. Archivo General de la Nación. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

22EG. 1914. Caja 33, 6531-B-1914, folio 3.

23 EG. 1914. Caja 33, 6531-B-1914, folios 3, 4.

24 EG. 1914. Caja 33, 6531-B-1914, folio 5.

25EG. 1914. Caja 33, 6531-B-1914, folio 6.

26EG. 1914. Caja 33, 6531-B-1914, folio 6.

27Véase, entre otros, González (1897); De Vedia (1907).

28La Nación, 12 de julio de 1914.

29 EG. 1914. Caja 39, 8145-S-1914, folio 1.

30EG. 1914. Caja 33, 6531-B-1914, folio 7.

31EG. 1914. Caja 39, 8145-S-1914, folio 4.

32Neuquén, 15 de mayo de 1915.

33 A modo de ejemplo: La Capital (Santa Rosa), 14 de junio de 1914; Río Negro (General Roca), 20 de junio de 1914; Y Drafod (Trelew), 3 de julio de 1914.

Recibido: 20 de Julio de 2020; Aprobado: 03 de Febrero de 2021

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