Los estudios antropológicos en Chile: factores locales en la dinámica de un estilo débil de institucionalización científica (1875-1930)
1. Introducción
A partir de las últimas décadas del siglo XX, se levantaron una serie de propuestas que buscaron caracterizar las particularidades de las antropologías desarrolladas en América Latina (Cardoso de Oliveira, 1999; Restrepo y Escobar, 2004). Estas presentaron un punto de vista crítico o una renuncia a continuar reproduciendo la historia de las antropologías mundiales en base a cuatro narrativas nacionales –francesa, alemana, inglesa y norteamericana–, con lo cual marcaron un distanciamiento con los modelos difusionistas que definen la circulación de las ideas de manera unidireccional, siempre desde Europa o Estados Unidos hacia Latinoamérica (Basalla, 1967). Ello ha traído consigo la incorporación de perspectivas de análisis más complejas e integrales, que otorgaron importancia a las condiciones materiales, políticas e institucionales que operan en la producción de las ciencias a escala local (Ben-David, 1971; Kreimer, 1999; Vessuri, 2007; Vinck, 2015).
Sin embargo, por más que reconozcamos que esto permitió problematizar las formas y/o mecanismos a partir de los cuales ciertos enclaves intelectuales se fueron convirtiendo en hegemónicos –los del norte, los centrales, los noratlánticos– y posibilitaron poner en evidencia “la pluralidad de la disciplina y… hacer visible a la antropología generada desde enfoques y lugares diferentes a los hegemónicos” (Reygadas, 2019, p. 91), dicho abordaje no ha estado exento de cuestionamientos.
La tendencia a homogeneizar las antropologías latinoamericanas a partir de la asignación de ciertas condiciones periféricas, del sur, segundas, ciudadanas o subalternas (Cardoso de Oliveira, 1996; Krotz, 1996; Restrepo y Escobar, 2004; Jimeno, 2005) corre el riesgo de oscurecer la diversidad asociada a los procesos de formación y desarrollo de los distintos enclaves disciplinarios en el continente. La misma tendencia puede observarse cuando se hace referencia a sus orígenes, al afirmar su condición de dispositivo de políticas colonialistas republicanas, comprometida con la dominación de las poblaciones indígenas (Pavez, 2015). Podríamos aventurar que las dinámicas que han dado lugar a la consolidación de las antropologías en América Latina han sido bastante heterogéneas, tanto en lo que respecta a sus condiciones materiales e institucionales, como en lo relativo al peso y/o papel que estas adquirieron en tanto máquinas de representación vinculadas al predominio o consolidación del lado oscuro de la modernidad (Podgorny y Lopes, 2013).
Por ello, para aproximarnos a su comprensión en Chile, hemos optado por recuperar la categoría de “estilo”, que consideramos, resulta menos prescriptiva y permite una mayor apertura en la interpretación del material empírico. Desde el punto de vista analítico, es clave el concepto de estilo de institucionalización, cuyo foco son las tendencias que expresa la estructuración de un campo de conocimientos conforme las condiciones sociales, ideológicas y materiales que operan en su emergencia y organización, frente a aquellas que refieren a la reproducción o adecuación de corrientes de pensamiento o se enfocan en las luchas internas en torno ideas, innovaciones y ortodoxias intelectuales (Barth, 2012).
Dicho proceso puede exhibir diversos grados de robustez en su inserción en el sistema social y científico a escala nacional (Ben-David, 1971), de acuerdo con los modelos y parámetros organizativos que operan y circulan en una época y que orientan a los intelectuales comprometidos en su desarrollo (Krotz, 1996; Vessuri, 1996). A la emergencia de una comunidad intelectual que genera lazos e intercambios en torno a una materia de interés, se suma el grado de autonomía que estas prácticas pueden alcanzar. Respecto de su operación y reproducción, resulta clave la disposición de recursos materiales y humanos, cuestión que depende del nivel de recepción que estos saberes adquieren conforme los intereses político-sociales. A ello se suman las posibilidades de organización del trabajo científico y profesionalización, aspectos que se manifiestan en la creación de instituciones de investigación y formación, y sus consiguientes garantías de estabilidad y proyección (Ben-David, 1971). Al respecto, consideramos central interrogarnos por el peso que las elites gobernantes otorgan a un determinado conocimiento. De esto depende el impulso que tendrán las políticas de institucionalización. En este sentido, América Latina exhibe claras diferencias entre países, pues en cada uno de ellos es distinta la valoración e interés que esos saberes, prácticas y actores adquieren en el espacio social nacional (Ben-David, 1971). Lo que podemos denominar jerarquía de los objetos de conocimiento supone la producción de desigualdades y disputas por la legitimidad de ciertos saberes, la que opera y se reproduce en distintos niveles y escalas, y que implica el flujo de recursos pensados como capitales materiales, sociales y simbólicos (Bourdieu, 1999).
De este modo, pesquisar los matices que adquiere la institucionalización de las ciencias antropológicas en Chile entre 1875 y 1930, pensamos, contribuye al debate general sobre la caracterización de las antropologías en América Latina y aporta insumos para la puesta en escena de trabajos de tipo comparativo. Es un período de interés, dado que en él tienen lugar las primeras articulaciones que dan origen a la fundación de instituciones como museos y sociedades científicas, momento instituyente en que distintos actores pugnan por contar –y ser contados– como nombre/lugar/posición en el espacio social y científico.
2. Surge un nuevo saber: inscripción pública, articulación y demanda por la institucionalización (1875-1910)
Desde la última mitad del siglo XIX se editaron en Chile las primeras revistas que situaron como lugar de enunciación el saber erudito. Algunas de ellas fueron los Anales de la Universidad de Chile (1843), la Revista de Santiago (1848-1855) y la Revista Chilena (1875-1880). Al mismo tiempo, se crearon organizaciones que agruparon a diversos intelectuales interesados en promover el pensamiento crítico desde las ciencias y humanidades –entre las que se destacó la Academia de Bellas Letras (1873-1881)–, esas entidades animaron la difusión de ideas liberales y de perspectivas positivistas en el país (Subercaseaux, 2011). Estas instancias resultaron expresiones de formas de sociabilidad que se articularon en torno al círculo intelectual santiaguino y se constituyeron en espacios destinados a impulsar el desarrollo de la ciencia nacional.
En este contexto, invocando el “alto americanismo” y con base en el humanismo ilustrado, dilucidar el pasado prehispánico e hispánico colonial fue expresión de la búsqueda por lo propio, lo cual permitió abrir una entrada al conocimiento de los grupos “aborígenes” y con ello a la tarea de dar respuesta a los interrogantes acerca del origen, la singularidad y el grado de relación entre las poblaciones nativas que habitaban Chile y el Cono Sur de América. De este modo, las antigüedades americanas (la descripción de objetos materiales) y trabajos de tipo etnológico y antropológico (antropométrica/craneométrica/osteológica) comienzan a adquirir figuración por medio de los distintos canales de circulación intelectual.1
Uno de los primeros esfuerzos que buscaron inscribir este saber en el espacio público resultó la Exposición Internacional de Chile (1875), marcada por alocuciones interpelantes en pro de la creación de una institucionalidad para las ciencias del hombre. Fue organizada por la Sociedad Nacional de Agricultura (Pinto, 2017) como producto de la alianza entre agentes estatales y privados, formó parte de una serie de eventos que tenían como objeto mostrar el progreso de las naciones a partir de la exhibición de los principales adelantos en materia industrial y científica. En ella se incorporó una sección que incluyó las denominadas antigüedades americanas,2 las que entonces agrupaba la cultura material de los pueblos del continente con anterioridad a la llegada de Cristóbal Colón (Bachiller y Morales, 1845). Como jurados de esta sección participaron destacados intelectuales chilenos: Rodulfo A. Philippi (director del Museo Nacional entre 1853 y 1897),3 José Victorino Lastarria, Francisco Vidal Gormaz, Luis Montt y Diego Barros Arana. Como se observa en el cuadro de la página siguiente.
En el marco de esta sección, el gobierno de Ecuador envió una muestra que fue presentada por fray Benjamín Rencoret (1875), sacerdote mercedario chileno y visitador apostólico residente en ese país, la que incorporó un informe introductorio con el detalle de cada una de las piezas. Lo interesante de este documento es que incluyó un emplazamiento público respecto de la necesidad de fundar en Chile –país que a su juicio marchaba a la “vanguardia Sud-Americana”– una academia de arqueología americana, tarea que deberían asumir “chilenos entusiastas por América e historiógrafos” (p. 14). Y agregó el religioso:
Vergüenza debería causar á la América del Sur su indolencia por su historia antigua, cuando la del Norte y la Central ya casi la completan. Mégico y Guatemala á pesar de la perpetua anarquía en que se encuentran sumergidos hacen excavaciones, descifran jeroglíficos, determinan la escritura de los pueblos antiguos, dando así inmensos materiales á las sociedades científicas de Europa y á la historia del género humano. (pp. 10-11)
Rodulfo A. Philippi (1875) escribió una nota referida a las antigüedades ecuatorianas en el “Correo de la exposición”, en la que indicó que “Los sabios de Europa i Norte América se ocupan desde algun tiempo, con mucho empeño, del estudio de los tiempos prehistóricos”; señaló que estos estudios permitieron establecer el estado de las civilizaciones en época anteriores a la historia y “resolver cuestiones interesantísimas, a saber si una nación ha nacido en el país que puebla en la actualidad, o si ha venido de otros países lejanos, ocupando una parte despoblada de la tierra o subyugando una raza indíjena menos enérjica” (p. 22).
Tanto Rencoret como Philippi demostraron interés en estos estudios, de los cuales destacaron su problemática u objeto, la actualidad de este tipo de investigaciones en Europa y otros países de América en tanto indicador de modernidad, así como la necesidad de crear una institución que se ocupara del cultivo de esta ciencia. La importancia de este evento no tuvo que ver tanto con los objetos o colecciones, como con los lazos sociales que permitió tejer. Tres años más tarde, y con la sola excepción de José Victorino Lastarria –se incorpora su hijo, Marcial Lastarria–, se fundó el 28 de junio de 1878 en la ciudad de Santiago de Chile la primera sociedad científica del país: la Sociedad Arqueológica de Chile (1878-1880). Esta institución contó con un total de 26 socios de número y 17 socios correspondientes, entre los que se encontraba fray Benjamín Rencoret –entonces en Roma– y otros miembros de países como Perú, Argentina, Bolivia y México4 en su mayoría intelectuales con un claro vínculo con las humanidades, las ciencias y la política (en su mayoría de cuño liberal), como se muestra en el Cuadro.
Fuentes: Museo y Sociedad Arqueológica de La Serena (1953, pp. 22-23) y Archivo Biográfico de políticos chilenos, Biblioteca del Congreso Nacional de Chile.5
Aun cuando se denominó Sociedad de Arqueología, el campo de estudio fue definido con la mayor amplitud a tono con la idea de ciencia integral de la época (Stocking, 2002). Figuraban entre sus objetivos: estudiar la etnografía americana en todos sus períodos, las lenguas americanas como elementos etnográficos y arqueológicos, las antigüedades americanas en sus diversas fases y ramos; y promover la publicación de obras, una revista y hacer adquisiciones y canjes de objetos para la formación de un museo y una biblioteca. Como señaló Luis Montt, su secretario:
Hasta el presente, tal vez con excepción de México, casi todos los trabajos sobre tan interesante ramo publicados en el presente siglo se deben a viajeros europeos no siempre bien informados. Los americanos que nos encontramos en presencia de los restos de las antiguas razas, hasta cierto punto herederos, podemos estudiar mejor que los superficiales observadores extraños los problemas etnográficos, filológicos y demás presentes en el mundo americano; sin pretender por esto excluir de las tareas de tan ardua labor a quienes se sientan con fuerza para ello. Los trabajos de nuestra Sociedad han de ser forzosamente modestos al principio, limitados cuando más a reunir, salvándolos de una destrucción casi segura, multitud de objetos que la ignorancia cada día condena a perecer. (Museo y Sociedad Arqueológica de La Serena 1953, p. 22)
Si bien la sociedad logró publicar solo un número de su revista y se mantuvo vigente por tres años, fue indicativa del impulso que se buscó brindar al saber especializado bajo la modalidad de sociedades científicas o eruditas, tal y como había ocurrido en Europa (Ben-David, 1971; Atkinson, 1999; Salomon, 2008; Agulhon, 2009). Sin embargo, los argumentos que legitimaron la creación de esta sociedad se fundaron, más que en una réplica o reproducción pasiva del conocimiento europeo, en la valoración de las potencialidades locales para el desarrollo de esta ciencia, a lo cual se sumó la preocupación por la conservación del patrimonio material de la nación, para protegerlo del deterioro, venta a particulares y fuga hacia el extranjero. En esta dirección, cobró importancia la práctica del coleccionismo de “objetos”, asociado al exotismo imperante. Varios de los articuladores de los estudios antropológicos fueron políticos e intelectuales relevantes en su época, y al mismo tiempo reconocidos coleccionistas de objetos de la prehistoria y la historia colonial, como también de monedas y papel moneda (numismática) y sellos postales (filatelia).6 De los 28 socios nacionales o residentes en Chile, 14 poseían colecciones de “objetos” indígenas.7
Con posterioridad a la disolución de la Sociedad de Arqueología, se crearon otras dos orientadas desde las ciencias naturales, las que contribuyeron a difundir el trabajo antropológico: la Sociedad Científica de Chile (1891-1938) y la Sociedad Científica Alemana (1895-1936).8 A estas se sumaron en la primera década del siglo XX dos sociedades ancladas en las humanidades: la del Folklore Chileno (1909-1913)9 y la Chilena de Historia y Geografía (1911); esta última incluyó una sección de Folklore y otra de Arqueología, Antropología y Etnografía. Ambas, ancladas en las humanidades, se mantuvieron activas hasta 1923. Instituciones como las mencionadas –gestionadas con los recursos de sus socios y con una escasa subvención del Estado– canalizaron prácticamente la totalidad de la producción intelectual que se generó en Chile hasta las primeras décadas del siglo XX (Fuenzalida, 1964; Mora, 2016).
3. Un giro hacia la especialización: museos, sociedades científicas y saber antropológico (1911-1939)
Si bien hacia fines del siglo XIX varios políticos y funcionarios de gobierno figuraban como productores de conocimiento antropológico, este saber no logró articularse en una política estatal. El connotado entomólogo Carlos Porter (1909) vuelve sobre este requerimiento, e indica que “sería mui conveniente que el Supremo Gobierno estimulara el estudio i propaganda de la Antropología, como se ha hecho en todos los países cultos” (p. 122), esta petición se realizó en el marco de la publicación de su catastro comentado de la bibliografía antropológica chilena desde la segunda mitad del siglo XIX.
Este tema fue retomado por la delegación chilena que participó en el XVII Congreso de Americanistas celebrado en la ciudad de Buenos Aires (mayo de 1910), nombrada por el otrora integrante de la extinta Sociedad Arqueológica de Santiago y al momento presidente de la República, Pedro Montt (1906-1910). Dicha delegación10 elaboró un informe sobre la situación de la antropología en Argentina, en particular en lo relativo a las cátedras e instalaciones existentes (Mora, 2017), lo que proporcionó antecedentes para indicar:
al señor presidente de la República, al Rector de la Universidad i al director del Museo Nacional, la necesidad que hai en Chile de organizar un Museo etnográfico, independiente de las otras secciones, aunque no en la dirección general, y rejentando por un especialista europeo, particularmente por un antropólogo que sepa reunir, preparar y clasificar un material abundante. (Delegación Chilena, 1910, p. 904)
El informe recuerda el compromiso adquirido por el presidente Montt, quien consintió la contratación del sabio italiano Doctor Aldobrandino Mòchi de Florencia –participante en el Congreso Americanista de Argentina– y encargó al decano de la Facultad de Humanidades, Domingo Amunátegui, “que arreglara un proyecto de organización de este servicio científico, descuidado por completo entre nosotros” (Delegación Chilena, 1910, p. 904).
Tras el fallecimiento de Montt (agosto de 1910), y bajo el gobierno de Ramón Barros Luco (1910-1915) se decretó la fundación del primer y único museo especializado creado con fondos estatales durante prácticamente toda la primera mitad del siglo XX, el Museo de Etnología y Antropología (MEA), que inició su organización en 1912 y fue abierto al público en 1917. Pensando en su implementación y dirección, finalmente en 1911 fue contratado el especialista alemán Friedrich Maximilian Uhle –representante de Perú en el mencionado Congreso–, quien inauguró una etapa de gran actividad intelectual (Orellana, 1996) y el de mayor producción hasta 1954 (Mora, 2016; 2017) (ver Gráfico).
La creación del MEA resulta indicativa de un giro hacia la especialización. Para el período, la participación de políticos es prácticamente inexistente, entraron en escena actores con formaciones profesionales diversas vinculados a la educación, la administración pública y, en menor medida, a las actividades empresariales. Por ello, no fue fortuita la contratación de Uhle, un experto formado en materias antropológicas y de amplia experiencia a la fecha (fue su primer director entre 1912 y 1916), secundado por Martín Gusinde, quien recibió formación etnológica en la congregación Verbo Divino –que formaba parte de la orientación misiológica brindada por Wilhelm Schmidt– (Brandewie, 1990), y por Aureliano Oyarzún, con estudios de antropología y etnología en Berlín (Orellana, 1996; Vásquez, Mora y Fernández, 2019).
Sin embargo, en un período calificado como de “una riqueza notable” (Orellana, 1996, p.18), en el cual coincidieron intelectuales de renombre nacional e internacional, aparecieron numerosas trabas que impidieron potenciar su desarrollo y alcanzar su consolidación. En sus 12 años de funcionamiento y declarando ajustes presupuestarios de la nación, el Museo Etnológico y Antropológico vio continuamente interrumpidos los fondos destinados a la investigación y publicación de su revista. Estos ajustes llevaron al despido de Max Uhle en 1916 y el mismo destino corrió Martín Gusinde en 1926; 11 estas medidas fueron la antesala del cierre de la institución (1928) y su fusión con el Histórico, que dio lugar al Museo Histórico Nacional en 1929.12
El problema económico se hizo presente en las memorias administrativas elaboradas a partir de 1916 por su director ad honorem Oyarzún (1919) y dirigidas al Ministro de Instrucción Pública,13 en las que señalaba que sin un aumento en el presupuesto:
este Museo será un organismo sin vida y sin relaciones nacionales ni extranjeras, aparte que, en último término, aquellas prestigian al país… con el último ajuste presupuestario (de los $111.200 para la planta de empleados se redujo a $39.600) fue… duramente castigada la sección de prehistoria… hasta el punto de privarla de su jefe que, precisamente, era el mismo director del Museo… la sección de prehistoria sigue acéfala, como ya he tenido la honra de comunicar a Ud. (p.2)
El Museo Nacional de Historia Natural (MNHN) –creado en 1830– que albergó colecciones de cultura material desde su origen y contó con una sección especializada en arqueología y antropología a partir de 1914, atravesó por problemas similares (Mora, 2016). En una de las memorias de la dirección, Eduardo Moore (1916), gestor de la creación de la sección de arqueología y antropología, señalaba que “espediciones de estudio i recolección han sido verificadas por los señores Fuentes, Porter, Machado i Silva, sin costos para la Nación”, a lo que agrega “ruego al señor ministro tener presente que los empleados inferiores de este museo apenas pueden comer con sus exiguos honorarios” (p.141). Con este tipo de problemas también lidió Ricardo Latcham, destacado arqueólogo y etnólogo, quien en 1928 asumió la dirección del MNHN. En 1929, este advierte que:
el personal científico, compuesto de especialistas, que había pasado sus mejores años en investigaciones y en labor técnica intensa, estaba desilusionado por los míseros sueldos que ganaba, inferiores a los de muchos artesanos, y desganado con el abandono a que estaban relegados durante tantos años. 14
En 1930 manifiesta que los recursos asignados no permiten costear la conservación, fomentar las colecciones, adquirir literatura moderna ni financiar las expediciones de investigación (Latcham, 1930, p. 1).15
En estas condiciones, son las sociedades científicas –que mayoritariamente funcionaban con los recursos de sus asociados– las que adquirieron mayor relevancia en el cultivo de las ciencias naturales, sociales y humanas. Como advirtió Humberto Fuenzalida (1964), estas resultaron clave en la organización y producción especializada, y adquirieron mayor importancia que las universidades. En ellas se leían y discutían los trabajos elaborados por sus miembros o editados en otros países –vía canje o compra directa–, así como también se publicaban y difundían artículos en sus revistas. Allí fue posible afianzar los lazos entre sus participantes y constituirse en un espacio de reflexión científica, incluso de formación en materias de índole folklórica, arqueológica, lingüística, antropológica y etnológica, lo que queda patente en las actas de reuniones e informes.
Además, habría que destacar que estas ciencias se desarrollaron al alero de instituciones que mayoritariamente declaran su campo de acción en lo que podríamos denominar ciencias naturales o áreas afines. De las siete sociedades en las cuales se presentaron y publicaron trabajos de orientación antropológica, destacó la Sociedad Chilena de Historia y Geografía (creada en 1911)16 que integró entre 1911-1923 una sección de Antropología, Arqueología y Etnografía, y otra de Folclore (Mora, 2016); en ese marco contribuyó a la publicación de más de 500 artículos (Mora, 2017). Como se mencionó, lo anterior se explica debido a la inexistencia –que se prolongó hasta mediados del siglo XX– de instancias académicas o de investigación y difusión estrictamente antropológicas.
4. El problema de la profesionalización en la institucionalización de las ciencias antropológicas en Chile
Las primeras expresiones indicativas de la emergencia de la antropología científica en América las podemos encontrar hacia fines del siglo XIX,17 con la publicación de libros y artículos, más la creación de sociedades científicas e instituciones abocadas a la investigación y la formación académica. Sin embargo, el ritmo que adquirió el proceso de institucionalización de este saber es bastante disímil. Los factores fueron múltiples; uno de los más gravitantes es el económico, si consideramos las crisis globales que impactaron las distintas economías y que motivaron recortes en el gasto fiscal (Vessuri, 2007). También resulta relevante la particularidad que asumieron los sistemas de ciencia y tecnología y de educación superior en los distintos países.
En Chile la promoción de las ciencias fue marginal, dado que hasta mediados de los años sesenta del siglo XX la universidad docente se centró en la formación profesional en áreas con utilidad práctica o aplicación técnica a la industria (Mellafe, Rebolledo y Cárdenas, 1992; Serrano, 1994; Salinas, 2012). Esta particularidad permite entender el estancamiento de varias ciencias, entre ellas las antropológicas, cuya consolidación se retardó pese a los esfuerzos llevados a cabo por distintos actores desde fines del siglo XIX (Orellana, 1996; Mora 2016, 2017). A ello se sumó la escasa relevancia y legitimidad que parece haber adquirido este saber y su objeto en la sociedad, particularmente entre las elites políticas. La hegemonía de un imaginario social con “escaso espesor cultural de base étnica” (Subercaseaux, 2011, p. 214) tendió a anular o invisibilizar el valor de la diversidad cultural, así como la implementación de una política indigenista y de una disciplina abocada al conocimiento de estas poblaciones, cuestión que caracterizó a varios gobiernos en el marco de la vida republicana del país (Gundermann y González, 2009; Bengoa, 2014, 2019).18
En esta dirección, Joseph Ben-David (1971) identificó tres condiciones que desde nuestro punto de vista resultan indicativas de la robustez institucional alcanzada por una disciplina: a) la inserción en el sistema social conforme los valores e intereses que motivan su respaldo, crédito o dedicación por parte de la población; b) la autonomía como campo especializado de conocimiento y su consiguiente profesionalización, aspecto que se traduce en la organización del trabajo científico y la puesta en escena de productos de investigación; c) la estructuración y organización de la actividad científica en diversos campos o asociaciones en el marco de una comunidad científica.
Como advierte Dominique Vinck (2015), la variabilidad en las formas institucionales y organizacionales en lo relativo al equilibrio entre investigación y enseñanza o formación de alto nivel y especialización ilustra la disparidad en el impulso de la ciencia en las distintas regiones. En este sentido, las diferencias en el desarrollo de las ramas del saber o disciplinas en países en “vías de desarrollo” no se debería a que “la profesionalización comenzó antes de la institucionalización, de modo que se produjeron investigadores (formados en las universidades de los países industrializados) sin disponer de instituciones científicas adecuadas” (Salomon, 2008, p. 67). Nos parece más convincente pensar que la fragilidad institucional y financiera sería expresión de la valoración, jerarquización y priorización de ciertas áreas de conocimiento conforme el proyecto de nación y sociedad que se define desde ciertos grupos de poder (Barth, 2012).19 Aspectos vinculados al “sesgo metafísico” (Vessuri, 1996), entendido como tradición intelectual o imaginario hegemónico, modularon tanto el desarrollo de especialidades como las estructuras institucionales, lo cual pareció ser determinante para el caso de Chile.
Como señalan los actores del período, los obstáculos para el desarrollo de actividades de investigación traslucieron el poco interés gubernamental por impulsar estudios referidos a la población indígena. Esta se comprendía, en el mejor de los casos, como una ciencia que trataba sobre culturas ya extintas, cuyo foco consistía en conservar y exponer los objetos de la prehistoria del país. A propósito de la apertura del Museo de Etnología y Antropología de Santiago, parece esclarecedor el planteo realizado por Martín Gusinde (1916):
Acaso haya quienes nos objeten: ¡para que un Museo Etnológico y Antropológico! ¿Con qué objeto se gasta dinero en trastos viejos que no tienen valor práctico? ¿No se dice tal vez que debemos interesarnos únicamente por el futuro y dejar atrás el pasado, ya vencido por los inmensos progresos de la ciencia moderna? (pp. 36-37)
Por otro lado, como indicaba Guillermo Feliú (1969) “todavía el Estado no propendía a la protección del hombre de ciencia en aquella medida de ayuda segura a las investigaciones, ya se trata de la permanencia o transitoriedad de ellas” (p. 3). El caso más notable en este sentido es Ricardo Latcham, quien a pesar de una destacada labor antropológica iniciada en 1903, a la edad de 34 años “no puede dedicar todas sus energías a la exploración del pasado chileno: hasta 1928 él tuvo que ganarse la vida por sus actividades no científicas, y cualquier dinero que podía ahorrar lo ingresaba a sus estudios y excavaciones” (Mostny, 1947, p. 150).20 Otro antecedente lo aporta Rodolfo Lenz (1924) al señalar que:
para los del gremio no es nada nuevo que trabajos científicos no se paguen. Las ciencias puras, que no tienen aplicación industrial (como la tienen p. ej. la química, la física, la geología, etc.) no se pagan sino cuando se aplican a la enseñanza universitaria, pues entonces se recompensa la tarea didáctica; pero las investigaciones privadas, que son las que hace adelantar las ciencias, sólo se pagan en los países ricos y muy adelantados donde se han fundado instituciones de investigación científicas. (pp. 158-159)
Lo dicho hasta aquí deja en evidencia que a lo largo del período analizado las labores institucionales y contratos asociados a materias antropológicas eran realizados “ad honorem”, las actividades de investigación quedaron sujetas a serias restricciones presupuestarias y de tiempo. En la mayoría de los casos se efectuaban al margen o de manera paralela a las actividades remuneradas propias del oficio o empleo que desempeñaban estos actores. Rodolfo Lenz (1863-1938), contratado como profesor de idiomas y gramática en el Instituto Pedagógico, desarrolló al mismo tiempo investigaciones en folklore y lengua indígena y popular, además de participar como miembro de la Sociedad Chilena del Folklore, la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, de ser socio correspondiente de la American Anthropology Association, y de formar parte del equipo editorial de la revista American Anthropology (1903-1914). Si bien afirmaba en correspondencia a su colega y amigo Robert Lehmann-Nitsche (1872-1938) que la plaza de profesor le aseguraba el pago permanente del salario, le era muy difícil dedicar tiempo a sus investigaciones. Al respecto, expresaba que:
Desafortunadamente, todavía tengo muchos planes y tan poco tiempo. Todas las semanas tengo que trabajar 20 horas para mi puesto; cada mañana 3 a 4 horas. Solamente después puedo hacer algo por mí, de las 3 a las 6, a no ser que haya que hacer algo especial como caminar al centro, etc. Además, corregir ensayos en francés, traducciones, etc. 21
La profesionalización de un área de estudios resulta un factor clave.22 La creación de programas de formación profesional en antropología en América Latina se registra en el siglo XX en distintos años según los países, como se observa en la siguiente figura. 23
La debilidad institucional y la dependencia internacional para la formación profesional –dos de los indicadores que se proponen para diagnosticar la situación de las antropologías y su carácter periférico (Cardoso de Oliveira, 1999)–, se expresan con claridad en Chile. Sin espacios para tales objetivos, tanto la producción sistemática de conocimientos como la renovación de actores y el mantenimiento de las líneas de investigación y el desarrollo de perspectivas teóricas se ven seriamente comprometidas. En estas condiciones, la proyección de una disciplina se vuelve dependiente de sujetos concretos, es decir, de sus posibilidades vitales y materiales, aspectos que brindan indicios de la debilidad en la institucionalización.
Esto se advierte, por ejemplo, al analizar la distribución de los artículos publicados en revistas de circulación nacional en Chile (ver Gráfico). El lapso que se ha denominado período de institucionalización científica (1860-1954) da cuenta de tres fluctuaciones que pueden ser entendidas a la luz de: a) las dinámicas socioinstitucionales que experimentan la ciencias antropológicas, vinculadas a los recortes presupuestarios que generan el cierre del MEA, la supresión de cargos y la disminución de recursos para gestión, conservación de colecciones y publicación; b) la productividad de quienes pueden ser considerados los articuladores del campo (Guevara, Lenz, Latcham y Oyarzún), en una etapa en la cual la investigación estaba fuertemente vinculada a actores y su permanencia en la actividad intelectual. En este sentido, tanto el aumento como el declive en la producción se encuentran asociados a la vigencia intelectual de dichos actores.24
Pese a las solicitudes enviadas al gobierno en 1910, en las que se requería la implementación de una cátedra de Antropología en la Universidad de Chile, 25 y al impulso llevado a cabo en 1913 por la dirección de la Sociedad de Historia y Geografía (1911) para la creación de un curso de idioma, arqueología, historia y etnografía araucana en la Universidad de Chile o en el Instituto Pedagógico, esto no se concretó. Como advertía Leotardo Matus (1915), jefe de la Sección de Antropología y Etnología del Museo Nacional de Historia Natural:
En Chile no contamos todavía con la cátedra de antropología en ninguna de las secciones Universitarias; i aunque tenemos un buen laboratorio para el estudio de la Psicología Esperimental, no hemos hecho nada por conocer el estado de desarrollo físico que es el pedestal en que se basan todos los otros estudios humanos. (p. 22)
Solo encontramos algunas conferencias públicas dictadas en el espacio universitario por Max Uhle y una cátedra de “Historia del arte indígena” que Ricardo Latcham impartió en 1928 en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile, institución de la cual fue decano antes de asumir como director del MNHN (Mora y Vásquez, 2018).
Hacia fines de los años veinte del siglo pasado, y junto con el cierre del MEA, desaparecieron también las secciones de Folclore y de Antropología, Arqueología y Etnografía presentes en la Sociedad de Historia y Geografía, situación que repercutió en la reducción de las publicaciones en estas materias. Lo que podemos denominar un quiebre en el proceso de institucionalización coincide con la especialización disciplinaria y la reorganización del espacio científico, marcado por el giro editorial de las revistas y el cierre de ciertas secciones en estas sociedades. La actividad científica continúa en el Museo Nacional de Historia Natural, con énfasis en prehistoria y arqueología, aunque en condiciones precarias. Para el caso de estudios de carácter físico, etnográfico, etnológico, lingüístico y folclórico, estos tienden a disminuir y, en algunos casos, a desaparecer (Mora, 2016).
5. Conclusiones
El proceso de institucionalización de la ciencia en América Latina puede ser entendido a partir del traslado de modelos institucionales desde las naciones más avanzadas hacia aquellas en vías de desarrollo (Vessuri, 2007), y constituyó un indicador de modernidad y progreso para estos países.
Si bien sus componentes socio-organizativos y cognoscitivos parecen ser replicados o exhibir cierto grado de comunalidad en distintas regiones (museos, sociedades científicas, revistas especializadas, programas de formación, especialistas, regulaciones disciplinarias de tipo teórico-metodológico, entre otros), las dinámicas que acompañaron la emergencia y consolidación de estos procesos pueden diferir en función. Por ejemplo, del tipo de articulaciones sociopolíticas y temporalidades conforme las situaciones locales que operaron al momento de su institución y definir las orientaciones temáticas de la producción y los canales de circulación de conocimientos (Vessuri, 2007; Salomón Tarquini, 2019).
En el caso de Chile, los encuentros y desencuentros entre condiciones institucionales y recursos materiales resultaron gravitantes para la proyección de las ciencias antropológicas. Pese a los vaivenes económicos que experimentó el país hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX (Matus, 2011), parece más convincente pensar que las dificultades comprendidas en su consolidación son atribuibles a la escasa legitimidad que estas alcanzaron frente a las elites políticas. Los estudios antropológicos parecen haber ocupado una posición marginal dentro de la jerarquía de los objetos, en el entendido de que la generación de conocimiento sobre las poblaciones indígenas, así como la promoción de instituciones de la cultura no resultaron centrales en el trazado del proyecto de nación, factores que permiten entender la debilidad y fluctuaciones que experimentó en su proceso de conformación (Mora, 2016).
En esta dirección, la noción de estilo de institucionalización implica reconocer una serie de alteraciones que devienen de procesos sociohistóricos, como también de las dinámicas propias de los campos de estudio. Los avances y retrocesos o los momentos de estructuración o desestructuración que grafican el período analizado nos interrogan respecto de los imaginarios hegemónicos y la posición que asignan a los “otros culturales”. Por otro lado, en términos más amplios, posibilitan exponer los límites que ciertas categorías ofrecen para caracterizar las antropologías en el continente, sobre todas aquellas que suponen un lugar común. Desde luego, podemos indicar que existen aspectos compartidos, pero también procesos o dinámicas locales que permiten advertir claras diferencias.
Algunos posibles caminos que se derivan de este artículo tienen que ver con discutir aquellas afirmaciones que recalcan el compromiso de las ciencias antropológicas con la formación del Estado nación (Troncoso, Salazar y Jackson, 2008; Castro, 2014), así como la tesis que plantea que el desarrollo de aquellas fue posible “en el marco de las oportunidades que ofrecía el colonialismo republicano para el despliegue de las lógicas disciplinarias de las ciencias humanas dedicadas al estudio de las poblaciones colonizadas” (Pavez, 2015, p. 59). Si bien el Estado ofreció ciertas condiciones de posibilidad para el cultivo de este saber, estas no se tradujeron en una política estatal constante que garantizara la autonomía del campo, un desarrollo estable de las instituciones de investigación y su profesionalización. Por otro lado, aportamos antecedentes para refrendar trabajos que afirman que las ciencias sociales en Chile inician su desarrollo a partir de la década de los cincuenta del siglo XX (Garretón, 2015).
Tal como hemos señalado, las dinámicas de institucionalización forman parte de un proceso en el que intervienen factores nacionales e internacionales, cuyos antecedentes pueden ser rastreados a partir de hitos o marcas indicativas de acciones colectivas orientadas a promover y/o convencer a grupos de poder o de toma de decisiones referidas a la importancia y utilidad de cierta temática. En tal sentido, recién después de casi 90 años –si tomamos como hito instituyente la fundación de la Sociedad de Arqueología (1878)– se implementó un primer programa de formación profesional en la Universidad de Concepción (1966), ello en el marco del impulso internacional que recibieron las ciencias sociales en América Latina y particularmente en Chile (Beigel, 2011). Un antecedente no menor, dada la importancia que esta variable tiene, como hemos argumentado, para la consolidación de una disciplina.
Podemos concluir que la institucionalización de las ciencias antropológicas en Chile resultó en un proceso débil y fragmentado, reflejo del escaso peso o importancia que este saber adquiere en el circuito nacional (Bengoa, 2019) y de una política científica y académica orientada a la aplicación práctica y a una labor fundamentalmente docente (Mellafe et al., 1992; Serrano, 1994; Salinas, 2012). Pese a los esfuerzos de articulación y gestión de condiciones institucionales promovidas por diversos intelectuales, estas no lograron su consolidación plena, aspecto que se expresó en la disolución de algunas de las organizaciones, así como de las secciones creadas en las diferentes sociedades científicas. A ello se suma la imposibilidad de incorporar un factor clave (Ben-David, 1971; Vinck, 2015): la formación sistemática a través de la creación de cátedras especializadas, cuestión que aconteció en varios países de América Latina hacia inicio de los años cuarenta (Mora, 2016).