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Revista Pilquen

versión On-line ISSN 1851-3123

Rev. Pilquen  n.8 Viedma ene./dic. 2006

 

ARTÍCULOS

Una aproximación tangencial a la noción de ciudadanía. Algunos comentarios sobre la Argentina del bicentenario

Sebastián Barros
Universidad Nacional San Juan Bosco - CONICET

Resumen
Este trabajo repasa tangencialmente la crítica comunitarista a la racionalidad liberal procedimental, para luego examinar las limitaciones de la misma y proponer una noción de ciudadanía que ponga el acento en el disenso y el antagonismo como formas de generar participación y lealtad democrática. Esto se complementa con algunas notas desperdigadas sobre la Argentina del bicentenario.

Palabras clave: Ciudadanía; Conflicto; Racionalidad; Liberalismo; Argentina.

A tangential approach to the notion of citizenship. Notes on Argentina's bicentenary

Abstract
This paper tangentially reviews the communitarian critique to the liberal notion of citizenship and its limits. It remarks the need to politicize citizenship and its conflictive nature. It stresses the importance of thinking citizenship in terms of antagonism as a way to foster political participation and democratic loyalty. This is complemented with scattered notes on Argentina's bicentenary.

Key words: Citizenship; Conflict; Rationality; Liberalism; Argentina.

Recibido: 22/02/08
Aceptado: 08/06/08

En el examen de los males que más hondamente trabajaron el alma
de la Revolución argentina, a punto de ponerla no pocas veces en
riesgo de naufragar, hay un elemento morboso que obra en su seno
desde el primer instante, desde el corazón mismo de la Junta de Mayo,
que asume la dirección de la guerra, y cuya génesis debemos
buscar en los más remotos orígenes: es la discordia".

Joaquín V. González, El juicio del siglo o cien años de historia argentina, 1910.

A fines de 2005, José Nun compiló un libro sobre los debates de mayo y el bicentenario. Allí se encuentran dos textos que tratan sobre la noción de ciudadanía en el contexto de la globalización y los límites que impone al Estado-nación. Creo que esos dos textos remarcan la necesidad de una reformulación conceptual respecto de la noción de ciudadanía. En el primero de esos textos, de Maristella Svampa, se expone la necesidad de delinear una agenda posneoliberal que pueda reinventar el Estado a partir de una democracia participativa con nuevas bases solidarias. Esto resultaría en una nueva articulación entre Estado y sociedad civil que potenciaría "sus isomorfismos" (Svampa 2005: 289). La demanda planteada por Svampa se orienta hacia la búsqueda de una ciudadanía comprometida con ciertos valores igualitarios en el marco de una sociedad excluyente como la Argentina actual. En el caso del segundo texto, de Inés Pousadela, el contexto de exclusión es también percibido como un tema central para repensar el sentido de la ciudadanía. Para ella, esa centralidad va de la mano de una reconceptualización de la política. Pensar en un contexto excluyente implica problematizar el "trazado de los límites de la comunidad política" (Pousadela 2005: 306)

Ambas autoras aciertan cuando critican los modelos de ciudadanía que se desarrollaron en la década del noventa. Los modelos patrimonialista, del ciudadano-consumidor y asistencial-participativo, como bien lo pone Svampa, contribuían "a desdibujar la matriz conflictiva de lo social, ocultando y despolitizando los efectos excluyentes del régimen económico en curso." (Svampa 2005: 281) En ambos casos entonces, se plantea la posibilidad de ensanchar los límites de la política entendida como una práctica que da forma a la comunidad y se plantea la necesidad de pensar en los aspectos conflictivos de la ciudadanía.

La conclusión a la que se llega con este análisis de la ciudadanía en el bicentenario es que "los problemas que padecemos ya no pueden ser comprendidos con las mismas categorías explicativas que nos auxiliaban en el pasado." (Pousadela 2005: 306) Lo que pone en juego la noción de ciudadanía pensada en estos términos es la constitución de una identificación ciudadana que disloque los límites de la comunidad. Es decir, pensar la ciudadanía en un contexto de profunda exclusión llevaría a pensar en lógicas y prácticas políticas que irrumpan en lo que tiene de común la comunidad excluyente y la amplíen y reformulen.

Al detenernos en aquello que tienen en común esos tres modelos de ciudadanía articulados por el discurso neoliberal que analiza Svampa y retoma Pousadela, vemos que es una concepción de sujeto portador de una racionalidad específica que le permite presentarse como poseedor de una serie de capacidades. Capacidad racional para apropiarse en el caso del modelo patrimonialista y capacidad para racionalmente elegir en el caso del modelo de usuario-consumidor. En el tercer modelo, asistencial-participativo, el sujeto es presentado a partir de lo que carece. Es un modelo que está reservado para aquellos carentes de esta serie de capacidades racionales. Para ellos y ellas se aplica lo que Svampa llama no-ciudadanía, "una ciudadanía restringida de muy baja intensidad, bajo la mirada vigilante del Estado y el control constante de las agencias multilaterales de crédito" (Svampa 2005: 284). O como lo pone Pousadela, son sujetos que son asistidos "no por el hecho de ser miembros plenos de una comunidad sino precisamente por su incapacidad para serlo" (2005: 305)

De esta presupuesta racionalidad se desprende la idea de ciudadanía como una institución que debe ser garantizada por una serie de procedimientos. Dado que existen sujetos con ciertas capacidades que tiene su origen en una idea de racionalidad única (poder apropiarse y poder elegir) deben existir ciertos procedimientos que garanticen el desenvolvimiento de esas capacidades racionales en términos de estricta igualdad y libertad. Esas garantías ciudadanas serían centrales para evitar que la relación entre individuos libres e iguales degenere en conflictos que en última instancia desembocarían en opresión y desigualdad.

Como vemos, los presupuestos detrás de esos tres modelos articulados en la década del noventa, nos llevan a la versión liberal de la ciudadanía. Por lo tanto, la búsqueda de nuevas categorías explicativas debe comenzar precisamente con una crítica a dicha concepción liberal de procedimientos. Esta crítica no es novedosa en la teoría política contemporánea y tuvo su más acabada expresión en el debate entre liberales y comunitaristas en los años ochenta. Allí comenzará este trabajo entonces para repasar la crítica comunitarista a la racionalidad liberal procedimental, para luego examinar las limitaciones de la misma y proponer una noción de ciudadanía que ponga el acento en el disenso y el antagonismo como formas de generar participación y lealtad democrática.

La crítica a la racionalidad procedimental

En 1991, mientras terciaba en el debate liberal-comunitarista, Charles Taylor proponía como forma de conjugar ambas perspectivas sobre la política un patriotismo de la justicia. Dicho patriotismo iba a evitar que la política siguiera deformándose a partir de la generalización de los presupuestos de lo que el llamaba el liberalismo procedimental. Para él, el liberalismo de procedimientos piensa a la sociedad como una mera asociación de individuos, cada uno de los cuales tiene su concepción de la vida buena y su proyecto de vida. La sociedad sólo debería facilitar la realización de esos proyectos de vida siguiendo algún principio de igualdad. Lo importante para la visión liberal es que la sociedad no debe defender una concepción de la vida buena específica porque discriminaría a aquellos que no la comparten.

Ahora bien, para Taylor cuando analizamos ciertos presupuestos y ponemos en claro cuestiones ontológicas vemos los problemas que despierta esta versión del liberalismo, sobre todo si nos referimos a cuestiones de identidad y de vida en comunidad. Retomando la postura de Hannah Arendt en relación al consenso original sobre las reglas y la ley como "reflejo y baluarte" de nuestra dignidad como ciudadanos, Taylor muestra que para que una sociedad funcione no bastan los límites de un procedimiento liberal, sino que tiene que haber algo más: "una identificación voluntaria con la polis" y "una sensación de que las instituciones políticas son expresión de si mismos" (Taylor 1993: 183). Sin ese algo más, esa comunidad no es viable porque no podrá legitimar sus autoridades ni generar lealtad a los valores que la sostienen. De esa identificación es que Taylor desprende la idea de patriotismo como una identificación con otros a través de la participación en una entidad política común. Esto, obviamente, no se puede dar cuando pensamos a la sociedad como una mera suma de átomos y suponemos que "[e]l bien común está constituido por bienes individuales" (Taylor 1993: 184)

Ahora bien, el ejemplo que nos brinda Taylor para mostrarnos la importancia de la pertenencia a una comunidad es muy interesante. La pregunta que él se hace es cómo podemos explicar las respuestas indignadas de la ciudadanía ante las violaciones gubernamentales a las normas de autogobierno liberal. El liberalismo de procedimientos no puede alimentar esa capacidad de indignación porque las personas no responden indignadas porque calculan que hacerlo va a favorecer sus intereses a largo plazo. Tampoco lo hacen por sus compromisos éticos con los principios de la democracia liberal. El egoísmo y el altruismo no pueden explicar la indignación. Según Taylor lo que genera la indignación es "una especie de identificación patriótica". "Es este sentimiento de la identidad, y el orgullo y la adhesión que lo acompañan, los que son ultrajados por las deshonrosas acciones de un Watergate, y es esto lo que provoca la reacción irresistible." (Taylor 1993: 191) Esta identificación con la patria es entonces condición para que una democracia cuente con ciudadanos leales y comprometidos con la esfera de lo público. Como vemos, hay aquí una crítica sustancial a las visiones procedimentalistas de la política. Pero también hay un problema en la forma en que Taylor piensa el problema de la identificación ciudadana con ciertos valores y principios de la democracia.

Cuando repasamos la forma en que Taylor plantea la crítica al liberalismo procedimental se percibe que las formas de referencia a la conducta de los sujetos salen de los cánones presupuestos por el liberalismo. Las referencias constantes son dirigidas a la indignación, el orgullo, las reacciones irresistibles, etc. Esta forma de entender la manera en que los sujetos se enfrentan a ciertas situaciones fue precisamente algo que el liberalismo históricamente intentó erradicar. En Locke por ejemplo, la falta de un umpire que dirimiese los conflictos entre individuos, llevaba al riesgo fundamental del estado de naturaleza: la justicia por mano propia y el exceso en el castigo. Ante la existencia de sujetos que no respetaban la ley natural dictada por la razón se hacía necesario pensar en algún tipo de procedimiento que devolviera la racionalidad a la vida en sociedad. Esa instancia era provista por la presencia de un tercero neutral, en la forma de una autoridad, que devolvería la racionalidad perdida por culpa de aquellos que no respetaban la ley natural. Racionalidad que se oponía precisamente a la reacción indignada, al orgullo y a las pasiones que provocaban el exceso del castigo. Es decir, desde sus orígenes el liberalismo intentó despejar el camino de la pluralidad de perspectivas originada en que no todos respetábamos la racionalidad de la ley natural en grados iguales.

Con matices, esta lógica es la que sigue presente en teorías procedimentales contemporáneas como las de John Rawls y Jürgen Habermas. En ambos casos, los esfuerzos se dirigen a pensar en procedimientos racionales que pueden fundar la autoridad y generar adhesión a los principios liberales.

La justicia como equidad rawlsiana es un esfuerzo dirigido a evitar que la pluralidad de ideas de la vida buena, a menudo conflictivas entre si, se constituya en un obstáculo para la existencia duradera de "una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales". (Rawls 1993: 29) Esa pluralidad de doctrinas comprensivas, entre las cuales no hay acuerdo posible, debe ser dejada detrás del velo de ignorancia en una situación original que, dada la desparticularización que genera, legitimará los principios de justicia que regirán las instituciones básicas de la sociedad. Es decir, tanto la lealtad a la autoridad como la legitimidad del liberalismo se fundan en una noción de sujeto que es racionalmente capaz de presentarse como lo que Marx llamó en La cuestión judía, un hombre genérico. Pero esa misma racionalidad que le permite pensarse despojado de toda particularidad no es puesta en cuestión. Esto no es un dato menor porque la concepción rawlsiana del sujeto implica una racionalidad específica, pensada en términos atomistas y de un sujeto que siempre tiende instrumentalmente a hacer lo mejor posible para si mismo. Toda racionalidad que no se autoperciba en esos términos, sujetos que no se entienden como individuos o que actúen con lógicas no necesariamente mediadas por una función de utilidad, es descrita como una teoría comprensiva o como algo no razonable.1

Habermas es sensible a este tipo de argumentos y plantea que la coexistencia en igualdad de derechos de una pluralidad de "comunidades étnicas, grupos lingüísticos, confesiones y formas de vida" (Habermas 1999: 125), no debe obtenerse fragmentando una sociedad. Por el contrario, Habermas plantea que la cultura mayoritaria, que aquí podría representar la noción rawlsiana de sujeto atomista y utilitarista, "tiene que desprenderse de su fusión con la cultura política general (...) de lo contrario dicta de entrada los parámetros de los discursos de autoentendimiento" (Habermas 1999: 126). Sin embargo,Habermas no explica qué es lo que llevaría a la cultura mayoritaria a dejar de representar la cultura general. Aparentemente sería una cuestión altruista, normativamente esto sería erróneo y por eso no debería hacerse. Pero el argumento habermasiano no alcanza para entender la relación entre particularidad y generalidad en los procesos de constitución de un orden político. Habermas nos dice que "las fuerzas vinculadoras de la cultura política común que, cuanto más abstracta es, tantas más subculturas trae a un mismo denominador, tiene que seguir siendo suficientemente fuerte para no permitir el desmoronamiento de la nación de ciudadanos." (Habermas 1999: 126). La idea de una subcultura atrayendo a otras a través de su creciente abstracción es particularmente interesante, pero Habermas no explica cómo se da ese proceso de atracción a partir de una abstracción.2

El problema reside específicamente en la manera en que entendamos esa fuerza vinculadora. Habermas la entiende como la fuerza ilocucionaria de vínculo que supone una relación entre individuos orientados al entendimiento. Dicha fuerza estaría garantizada por la participación en procesos deliberativos abiertos a todos en condiciones de igualdad y libertad. Nuevamente, como en el caso de Rawls, vemos que la fuerza que fundamenta el orden político y crea lealtades a ciertos valores se basa en una racionalidad comunicativa cuyos presupuestos no pueden ponerse en juego sin que corramos el peligro de desintegración comunitaria. La fuerza integradora del procedimiento de la deliberación no puede despegarse de la racionalidad comunicativa y sus presupuestos. Toda racionalidad alternativa a la comunicativa, será percibida como un intento por regresar a nociones arcaicas de la vida comunitaria o como un intento por imponer intereses particulares no generalizables.

Como vemos entonces tanto Rawls como Habermas plantean la posibilidad de delinear una idea única de racionalidad válida para legitimar la autoridad y generar lealtad hacia un orden político democrático. En ambos casos, encontramos la idea de una racionalidad que funciona como un paraguas debajo del cual podrían cobijarse la pluralidad de valores e ideas de la vida buena. Pero el paraguas no puede cambiarse. El pluralismo se ve así negado en la esfera de lo público porque hay una racionalidad que no puede ponerse en discusión. Ahora bien, esa negación del pluralismo se hace a partir de teorías políticas que plantean como horizonte normativo el logro de consenso. Es decir, en ambos casos hay un vínculo muy fuerte entre una racionalidad determinada -individualista/utilitarista o comunicativa- y la posibilidad de obtener consenso. Dicho consenso, a su vez, sería alcanzado porque los resultados del ejercicio de la racionalidad son percibidos como equitativos o imparciales. Es decir, los resultados racionales tienen como característica su no-politicidad o, mejor dicho, su post-politicidad.

Esto tiene consecuencias muy importantes para pensar la posibilidad de una política democrática, su legitimidad y la generación de lealtades. Dado que existe consenso en la esfera de lo público, dado que todos aceptamos el paraguas debajo del cual nos cobijamos, las demandas de esa sociedad en ningún momento pondrán en duda el lugar de la autoridad. El único momento en el cual podrán existir conflictos es el momento en que choquen ciertos intereses particulares, cuya resolución pasará por la opinión técnica de expertos o el potencial poder de negociación de los grupos o individuos en cuestión. Serán esos expertos los que busquen soluciones imparciales debajo del paraguas de racionalidad. El problema es que, como vimos más arriba al discutir las nociones de racionalidad, en política no hay soluciones imparciales sino que hay pretensiones de imponer y generalizar un tipo de racionalidad específica.

Podemos ahora entonces retomar la forma en que Taylor describía las demandas que el liberalismo de procedimientos no podía incluir. La indignación, el orgullo, las reacciones irresistibles, la deshonra, son todas demandas que adquieren una forma que no puede ser pensada en términos de una racionalidad como la propuesta por las dos posiciones revisadas anteriormente. No pueden ser resueltas técnicamente ni apaciguadas por una negociación de intereses, porque en ambos casos dichas demandas serán percibidas como retrógradas o arcaicas. Si la política no hace lugar a este tipo de demandas en nombre de una racionalidad que las excluye, tendremos como consecuencia una creciente desmovilización y desinterés por la política. Los términos en que se planteó la campaña electoral para jefe de gobierno en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires es un fiel reflejo de estos procesos. Es decir que las pretensiones de legitimar la autoridad y generar lealtad hacia ciertos valores democráticos no se ven realizadas si pensamos en estos términos. La respuesta de Taylor a este problema es que se necesitan nuevas formas de identificación democrática en términos de un patriotismo de la justicia. Veremos ahora que esta propuesta no termina de evitar el problema por la forma en que esa identificación es pensada y que es necesario pensar en una politización de la noción de ciudadanía alrededor del disenso y el antagonismo.

La crítica a la identificación patriótica

En su intento por hacer lugar a ciertas reacciones que no entran en los carriles de una racionalidad procedimental, Taylor se refiere a "una especie de identificación patriótica" plasmada en "un sentimiento de identidad" (Taylor 1993: 191) Este patriotismo "es una fidelidad común a una comunidad histórica determinada. Estimarla y sostenerla tiene que ser una meta común" sancionada socialmente. (Taylor 1993: 193) Ahora bien, aquí hay dos cuestiones interactuando detrás de este argumento. Por un lado, la cuestión de cómo hacer lugar en las democracias contemporáneas a un tipo de conductas que se sale de los cánones que impone la racionalidad procedimental: las pasiones. Por el otro, la cuestión de cómo canalizar esas pasiones en una meta común sancionada socialmente que genere legitimidad y lealtad.

El primer problema nos muestra las limitaciones de pensar la política en torno a consensos racionalmente logrados. Al dejar de lado las pasiones en política se despolitiza y se desmoviliza a la ciudadanía, que cada vez más irá pensándose a si misma en términos de propietarios, consumidores o asistidos antes que de ciudadanos. Las pasiones aparecen ante situaciones conflictivas y si este tipo de disenso no es incorporado teóricamente las respuestas siempre serán incompletas. El segundo problema está relacionado con la forma en que suponemos se constituye una formación política y cómo se legitima y sustenta la misma. En este caso, Taylor acierta cuando supone procesos de identificación que constituyen a los sujetos en tanto sujetos miembros de una comunidad específica. Pero esa identificación no se construye a partir de la positividad de la pertenencia, sino a partir de lo que esa comunidad excluye como posible y esperable.

Como veíamos cuando repasábamos los textos que dispararon este trabajo, pensar la ciudadanía en la proximidad del bicentenario es un buen ejercicio para pensar esos dos problemas. Deberíamos plantear la necesidad de una repolitización de la noción de ciudadanía que tenga como efecto una fuerte identificación con los valores de la libertad y la igualdad para todos.

La noción de ciudadanía supone, por un lado, una serie de derechos escritos en una constitución que nos hace a todos libres e iguales. Estos derechos pueden ser descritos críticamente por su abstracción, pero eso no quita que son parte de un imaginario que, como ya lo decía Althusser, está caracterizado por su materialidad. Son parte de ciertas "configuraciones de lo dado" (Rancière 2004: 303) que disponen los lugares a ser ocupados y estipulan quienes pueden ocuparlos. Lo interesante de este imaginario de la libertad y la igualdad es que al mismo tiempo que afirma dichos valores demuestra que los mismos no están realizados en la práctica. Es el imaginario de libertad e igualdad lo que hace visible la desigualdad.

Por el otro lado y en este sentido, la ciudadanía también implica la existencia de ciudadanos y ciudadanas que hacen algo con ese efecto de demostración de la desigualdad. Los portadores de ciudadanía son también sujetos políticos que van más allá de la corroboración empírica de quienes pueden disfrutar de esos derechos escritos. La ciudadanía da visibilidad a aquellos que no son una parte contable, retomo nuevamente a Rancière aquí,de esa esfera que nos hace libres e iguales. Haciendo esto, la ciudadanía irrumpe políticamente en la configuración de lo dado que ella misma constituye institucionalmente. Es una dislocación de lo común de la comunidad, de lo que Gramsci llamaba el sentido común.

Tomemos el ejemplo de una comunidad originaria que reclama la propiedad de la tierra en términos comunitarios. En medio de una disputa legal sobre la propiedad de la tierra con una empresa multinacional, el vocero de la Comunidad Santa Rosa Leleque, Mauro Millán, exigía al Juez de Ejecución "que en esta disputa jurídica con el grupo empresarial Benetton, tenga en cuenta que somos una comunidad ya que hasta ahora hay una negación a reconocer que se trata de un grupo colectivo de personas que integran la comunidad mapuche Santa Rosa y nos exigen la personería jurídica, documentación que está en trámite pero que implica un proceso burocrático enorme". Además agregaba que "[l]a comunidad, al día de hoy, está trabajando la tierra pero con la incertidumbre de que esto no se ha resuelto y pedir la personería jurídica de la comunidad es una maniobra dilatoria que no entendemos. No puede ser que ya hace varios años que los derechos se han consagrado, pero todavía ningún juez en Chubut haya basado sus fallos en nuestros derechos constitucionales".3 Reclamar la propiedad de la tierra en términos comunitarios supone una lógica distinta de pensar la propiedad de los objetos: la tierra no les pertenece sino que ellos pertenecen a la tierra.4 Como vemos el reclamo está expresado en términos de una noción de ciudadanía encarnada constitucionalmente. Pero la demanda irrumpe de dos formas: como ciudadanos reclaman que están privados de los derechos constitucionales que poseen a la propiedad de la tierra, y a la vez, en el mismo movimiento demuestran que tienen derechos que se les niegan (a una propiedad de la tierra diferente a la propiedad privada individual de la tierra).5

Allí donde se muestra este tipo de disenso es que aparece la lógica de la política en su forma más radical. Este tipo de conflicto es un conflicto por la inclusión de una racionalidad que hasta el momento en que aparece la irrupción no era representable en el esquema de lo dado. La inclusión que reclama disloca lo común de la comunidad. Este tipo de "escenas específicas del disenso" (Rancière 2004: 305) muestra las posibilidades políticas de la noción de ciudadanía y que las demandas por inclusión ciudadana en contextos de radical exclusión deben ser analizadas no en términos de la búsqueda consensual del apaciguamiento de la discordia, sino en términos de las brechas conflictivas que se abren en el sentido común.

Una vez que esa brecha se abre, se dispara toda una serie de posibilidades de articulación política que tendrán un carácter bastante particular. En primer lugar, se rompe con ese sentido común que estructura la normalidad de la vida y la promesa de plenitud que ella encierra: no somos ni libres ni iguales. Segundo, la irrupción de una heterogeneidad social irrepresentada simbólicamente como parte, provoca la partición de la comunidad en dos campos antagónicos: un campo de aquellos que disfrutan de esa libertad e igualdad, otro de los desposeídos que los reclaman en nombre del daño que esa comunidad ejerce (Laclau 2005; Barros 2006)

Es a través de este tipo de "representación conflictiva del mundo" (Mouffe 2007: 31) que la ciudadanía podrá politizar ciertas relaciones y funcionar como dispositivo de movilización y lealtad. En otras palabras, las personas no necesitan solamente políticas públicas que satisfagan demandas. Si esto fuera así, la noción de ciudadanía no tendría sentido, seríamos meramente propietarios, clientes o incapaces asistidos. La ciudadanía es una de las formas que puede asumir esa heterogeneidad radical excluida de lo dado, ese exterior no representado simbólicamente como parte. La lógica política que se pone en juego cuando pensamos sólo en la satisfacción administrativa de demandas de individuos racionales y capaces de apropiarse y elegir, es una lógica que fragmenta, que sutura un orden dispersando la solidaridad de esas demandas. Nuevamente la campaña electoral en la Ciudad es un buen ejemplo. La lógica de la ciudadanía, cuando es pensada en términos de una irrupción que distorsiona conflictivamente lo común de la comunidad, aglutina de forma polar esas solidaridades vinculadas negativamente por la insatisfacción. Este tipo de identificación es bien distinta a la identificación patriótica que propone Taylor. Es una identificación que se genera a partir del conflicto y la existencia de un antagonismo. Sólo a partir de una representación a partir del disenso, que incluya la existencia de polos antagónicos con los cuales los sujetos puedan identificarse, es que la gente comenzará a movilizarse. Es por esto que las pasiones que describía Taylor deben jugar un rol importante en la generación de legitimidad y lealtad democráticas.

Palabras finales

En momentos de cumplirse el primer centenario, Joaquín V. González planteaba que el problema de esos primeros cien años había sido precisamente la existencia de conflictos, la discordia, proponiendo la posibilidad de una reforma política acorde con una república que había madurado. La salida de la inmadurez era descrita, primero, en términos de progreso económico, segundo, en base a la eliminación de los elementos retrógrados representados por negros e indios y, tercero, por la posibilidad de que las instituciones jurídico-políticas pudieran domesticar lo que llamaba el problema social de la Argentina, las movilizaciones obreras.6

Es decir, el progreso era posible a partir de las garantías institucionales que era posible ofrecer a sujetos racionales capaces de apropiarse y de elegir, separados de aquellos y aquellas incapaces e inmaduras. Hace cien años entonces, la imposición de una determinada racionalidad naturalizaba un orden de exclusión y marginación. Durante estos cien años fueron tres los momentos en que precisamente la articulación especial de la noción de ciudadanía se politizó a partir del conflicto por el voto con el yrigoyenismo, por los derechos sociales con el peronismo y por los derechos humanos con el alfonsinismo. En estos tres escenarios de disenso se puso en jaque el sentido común de la república posible. Los esfuerzos actuales desde el discurso dominante no parecen ir en esta dirección.

Una repolitización de la noción de ciudadanía no se logra a partir de una mera defensa de las instituciones en tanto instituciones, como muestra el pedido de personería jurídica a una comunidad originaria. La ciudadanía no puede ser solamente pensada como una serie de derechos garantizados por la letra constitucional. La ciudadanía, para ser efectiva, debe ser politizada a partir de una multiplicación de escenas específicas de disensos que van dislocando y erosionando un sentido común que oculta el origen de relaciones de marginalidad y opresión. Sólo a través de esa erosión la ciudadanía podrá tener como resultado la emergencia de otras formas de representar la comunidad. Aquellos que creemos que existen representaciones alternativas más justas, aquellos que pensamos y creemos, como Marx, que debemos "echar por tierra todas las relaciones en que el hombre sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable" (Marx 1986: 10) debemos perentoriamente buscar e imaginar esas alternativas.

Notas

1. El ejemplo del reclamo de la propiedad comunitaria de la tierra que daré más adelante es un buen ejemplo de lo que intento decir.

2. Este proceso llamativamente remite a la lógica hegemónica gramsciana, que reclamaba al proletariado turinés que dejara de lado demandas corporativas para así ir incorporando las del campesinado del Mezzogiorno. En una visión contemporánea, la forma en que Habermas piensa que una subcultura puede representar la cultura política común a partir de cierta abstracción de sus significados, remite a la noción de hegemonía de Ernesto Laclau.

3. El Patagónico, Comodoro Rivadavia, 4 de Octubre de 2007, "Indígenas en conflicto con Benetton reclaman a la Justicia ser reconocidos como comunidad".

4. Para una discusión de esta cosmovisión puede verse Karina Bidaseca y equipo (2007)

5. Los conflictos en torno a la noción de propiedad son importantes porque ponen en duda la capacidad para apropiarse en términos individuales, central en el discurso neoliberal. Los reclamos por las fábricas recuperadas son otro buen ejemplo de este tipo de escenas de conflicto.

6. Joaquín V. González, El juicio del siglo o cien años de historia argentina, citado en Natalio Botana y Ezequiel Gallo (1997) De la República posible a la República verdadera (1880-1910), Buenos Aires, Ariel, pp. 585-590.

Bibliografía

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