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Revista Pilquen

versión On-line ISSN 1851-3123

Rev. Pilquen  n.11 Viedma ene./dic. 2009

 

COLABORACIONES

Marchas y contramarchas del capitalismo contemporáneo a propósito de la crisis mundial

Graciela Landriscini
Facultad de Economía y Administración - Universidad Nacional del Comahue

Recibido: 02/09/09

Estas líneas pretenden reflexionar a partir de la gravedad de la hora en la economía mundial, la que desafía el pensamiento y la acción en materia de políticas, al tiempo que cuestiona aquellas pseudo certezas del credo neoliberal.

El capitalismo constituye una forma de organización de la producción, distribución, cambio, consumo, cuya historia da cuenta de una sucesión de contradictorias transformaciones. El factor inicial de cambio no ha sido siempre el mismo. Así la innovación tecnológica, los conflictos sociales, las guerras, etc., se han alternado como elementos dinámicos de la organización capitalista. Sin embargo, cualquiera que haya sido el elemento activador, progresivamente el cambio afectó al conjunto de la organización capitalista, promoviendo reajustes complejos e interdependientes en crecientes escalas.

Puede decirse que las crisis económicas generales han sido la expresión de la perturbación de la acumulación, la generalización de la sobreacumulación, y posterior desvalorización y destrucción de capitales. En la crisis, la especulación se impone a la producción, se desenvuelve el proceso de concentración económica y los cambios en la propiedad, se expande el desempleo y se abarata el trabajo humano. Cuando se hace visible la quiebra del orden tradicional, surgen nuevas fuerzas y nuevas necesidades, que se abren paso dando lugar a sucesivas reestructuraciones, con lo que la crisis aparece como reajuste. A la salida de ella, la ganancia vuelve a ser el mecanismo impulsor de la economía y la sociedad; la acumulación reinicia su ciclo, pero la sociedad ya no es la misma, ni lo son los capitales, los empleos, las empresas, los asalariados, ni las formas del trabajo.

El capitalismo contemporáneo y sus crisis recientes han mostrado la quiebra de las seguridades y rutinas en el campo de los hechos y la teoría, y han abierto el camino para una reestructuración que ha transformado la economía y la sociedad en un capitalismo global, de la mano de los cambios tecnológicos y políticos, la reorganización del trabajo y su división espacial y social, y las nuevas percepciones y valores en la humanidad. Tales cambios se han explicitado como estancamiento con inflación, crecimiento con desempleo, políticas monetarias conviviendo con déficit, discursos librecambistas y con proteccionismo, cambio tecnológico y aumentos de productividad junto con salarios decrecientes y condiciones precarias de trabajo, jornadas más cortas y tiempo de trabajo compartido junto con la desregulación horaria y la eliminación de la seguridad social, ganancias extraordinarias en el mundo de la especulación financiera y caída en el nivel de vida de millones de trabajadores.

En el capitalismo contemporáneo resaltan, entonces, algunas tensiones y, desde el cambio tecnológico y la organización sociopolítica, se imponen reestructuraciones que reavivan su fuerza destructiva y constructiva a la vez. Entre tales tensiones cabe destacar la transformación de las estructuras productivas, el mercado de trabajo, y el Estado. En el primer aspecto, puede señalarse la pérdida del papel de la industria como eje de la acumulación, como factor organizador del "mundo del trabajo", y de homogeneización de la sociedad. Dicha transformación ha impactado en la organización del Estado, de las fuerzas sociales, y por ende de la política. En la misma dirección, en el campo de las ideas, significó la pérdida de certezas, y un gran reto a las seguridades trasmitidas desde diversos cuerpos teóricos. Quebrada la comprensión teórica apareció como vulnerable la linealidad y el automatismo en la formulación de políticas y más aún la expectativa en los logros de acciones y programas, forzando el diseño de nuevos instrumentos analíticos para la atención y comprensión de los nuevos procesos.

A partir de ello, pensar políticas y programas de desarrollo social en la crisis exige revisar las transformaciones operadas en las estructuras productivas, en el espacio mercantil del trabajo y en el Estado.

a- Las estructuras productivas del capitalismo contemporáneo muestran

• La pérdida de peso del sector productor de bienes: el estancamiento relativo de las actividades agrícolas; el retroceso de las actividades manufactureras (industria), que fueran consideradas la materialización del espíritu del capitalismo, y de otras actividades generadoras de bienes respecto del sector servicios en la economía.

• El desarrollo de un tejido de densidad creciente de relaciones sociales, productivas, culturales y políticas en las sociedades capitalistas (redes de conexiones e intercambios de servicios, de información, y de I&D)

• El reajuste tecnológico de la industria junto con el debilitamiento del papel central del aparato industrial mismo.

• La transferencia en algunos países de recursos del sector "productivo" de la economía al sector estatal de servicios, a partir de lo cual la economía perdió el dinamismo que le imprime la porción de producción comercializada, restringiendo recursos disponibles para desarrollar actividades productivas.

En este marco, la explicación y solución liberal que se impuso como hegemónica en los últimos treinta años, promovió la retracción del Estado y sus actividades (desregulación, liberalización, privatización), privilegiando la acción de los mecanismos de mercado en aquellas actividades productivas que pudieran reactivar la capacidad dinámica, al recuperar el accionar de la ganancia como factor impulsor vital de la economía capitalista. En paralelo, la expansión de las actividades estatales significó el aumento de la carga impositiva sobre empresas y familias, de las tasas de interés, y del gasto público generador de deficits fiscales e inflación.

En la Argentina, la "desindustrialización" se asoció con la apertura y la crisis consiguiente del modelo de sustitución de importaciones, la nueva división internacional e interregional del trabajo y la especialización, el papel y la trayectoria del capital concentrado, y las reformas institucionales (desregulación, liberalización y privatizaciones) que cambiaron las condiciones de competencia e impulsaron la expansión del capital privado. Se fue imponiendo una nueva interacción global/local en lo financiero, en la circulación de la información, y los servicios. Se expandieron las tareas de coordinación, administración y control, investigación y desarrollo, educación, recalificación profesional, atención de la salud y la tercera edad, servicios para el tiempo libre, servicios personales y a empresas.

La reconversión en la industria en el mundo capitalista (reajuste industrial, y tendencia a la modificación del papel de la industria) significó cambios tecnológicos y en la composición por ramas, desaparición o regresión de actividades en industria siderúrgica, textil, y química primaria, y la expansión de secciones dinámicas o actividades de punta, como la electrónica, las telecomunicaciones, la biotecnología, los nuevos materiales y la robótica. Ellas han activado amplios procesos de transformación en los sistemas de necesidades individuales y colectivas, y de esta forma, han constituido la punta de lanza de un cambio social de gran envergadura. Han impuesto profundos cambios en la organización sociotécnica de la reproducción social (pérdida de empleos, demanda de nuevas calificaciones, nuevas relaciones técnicas en la producción, y la reconfiguración del mercado de trabajo, cada vez más heterogéneo y fragmentado)

Las políticas empresarias, por su parte, se han orientado a la modernización y automatización de los procesos productivos, a crear productos más específicos correspondientes a segmentos de demanda más dinámicos; a reducir los recursos invertidos en ramas que se consideran destinadas a un largo o definitivo estancamiento; a diversificarse en ramas cuyo desarrollo parece destinado a mantenerse por un largo período; a concentrarse en actividades cuyas economías de escala permitan la realización de altos rendimientos futuros; a realizar esfuerzos sistemáticos para reducir los costos del trabajo, a extender la cooperación entre las firmas, y a proteger los segmentos más débiles de la producción o menos dirigidos al cambio.

Por lo general, el mundo desarrollado muestra el crecimiento en importancia económica de las producciones de alto contenido tecnológico.1 Con ello las pequeñas y medianas empresas, y los países menos desarrollados quedan supeditados a estos desarrollos, perdiendo sus márgenes de autonomía, en manos de las redes que administran la base tecnológica.

En este marco, las políticas para la reconversión se han inclinado, en muchos países occidentales durante los últimos treinta años, en el sentido de respetar el funcionamiento "espontáneo" del mercado, procurando no fijar restricciones o rumbos rigurosos, sino eliminar al máximo reglas y normas administrativas que estorbaran el funcionamiento espontáneo del mercado, recortar los impuestos sobre las ganancias de las empresas, reducir el peso de la seguridad social, y mantener bajos los salarios y el nivel de intromisión sindical en las empresas, suponiendo a todas éstas como condiciones para aumentar las inversiones.

En tal sentido, se llevaron adelante programas en los EEUU, en Gran Bretaña, y otros países que reemplazaron al Estado como activador y coordinador centralizado de políticas por una pretendida "ausencia del Estado", o diseminación en centros de poder, o agencias e instancias periféricas de escasa coordinación entre sí. En EEUU se impuso la solución de reducir la carga fiscal sobre las empresas apuntando a recuperar los montos a través de supuestos ingresos fiscales crecientes derivados de supuestas crecientes inversiones. Tal opción, que se instaló en el campo ideológico, tuvo un impacto relativo en el campo de la inversión y lo real, frente a estructuras oligopólicas en países avanzados y mercados incompletos e imperfectos en los menos desarrollados.

No obstante, sí cabe destacar impacto absoluto y el costo social que la reestructuración impuso en términos de desempleo, tendencia cada vez más regresiva en la distribución de la riqueza, limitación a los derechos sindicales, deterioro de las estructuras urbanas y gasto social, como también la significación de políticas de protección selectiva a determinadas actividades estratégicas o grupos, al tiempo que se expandió el criterio del libre mercado como pauta general y con ello el poder de determinadas corporaciones y países.

b- Los mercados de trabajo se han reestructurado en los países capitalistas contemporáneos mostrando un aumento del peso relativo del componente femenino dentro de la población económicamente activa, como así también el desplazamiento de grandes masas de trabajo de las actividades manufactureras a las de servicios, debilitando progresivamente la centralidad obrero-industrial, y ha impuesto el mayor peso de modalidades de trabajo de tiempo parcial que introducen precariedad y provisionalidad en las relaciones de trabajo. En este marco, el gran aumento del desempleo, y su presencia social relativamente independiente de los ciclos, es la expresión de un profundo proceso de transformación técnica y social de las economías. En el desempleo masivo se expresa todo el malestar y las contradicciones de la actual etapa de transformación técnico-social de las economías capitalistas.

Se hace visible la crisis de los sectores industriales tradicionales que parecen entrar en una etapa de decaimiento de largo plazo y con ellos de las zonas y poblaciones en las que estaban asentados; la automatización; la pérdida de empleos tradicionales que han dejado de ser aprovechables dentro de las nuevas líneas de innovaciones de los procesos productivos (profesiones en crisis), el estancamiento de inversiones asociado con inseguridades acerca de las perspectivas económicas generales, de sectores específicos, burbujas financieras, y el uso del desempleo como instrumento para disciplinar sindicatos y trabajadores.

De lo anterior se deriva el desempleo de las franjas menos protegidas del mercado de trabajo: el creciente peso del desempleo juvenil, los jóvenes en busca del su primer empleo, los adultos con escasa capacitación, los miembros de minorías raciales y/o trabajadores inmigrantes, y a ello se agrega el carácter de desempleo de larga duración, y sus efectos psicosociales. El desempleo ha producido un debilitamiento considerable en la posición del trabajo en el mercado y en su capacidad de negociación, convirtiéndose en una variable decisiva en la dinámica de los salarios.

La reestructuración de las economías capitalistas no impone únicamente la aceleración en la modernización de procesos productivos y una mayor capacidad innovadora en el área de los productos, sino también un mayor nivel de disciplina laboral y salarios reales elásticos hacia la baja. De este modo, el control de los salarios se convierte en un objetivo esencial en períodos de cambio tecnológico acentuado, en los cuales se acrecientan los riesgos asociados a la competencia internacional y a los ritmos de las innovaciones, amenazando los niveles de rentabilidad que son necesarios para seguir financiando la racionalización, la investigación y la automatización.

Los altos niveles de desempleo se convierten así en el mecanismo de control de los salarios, particularmente en los países de menor organización sindical.

La actual reestructuración económica no da señales de una nueva y dinámica demanda de trabajo que sea masiva, menos aún en la industria, y sí las da en cuanto a profesiones destinadas a desaparecer. El trabajo manual, particularmente el trabajo manual manufacturero, ha entrado en un período de largo plazo de progresiva pérdida de peso, reemplazado por los robots, y sistemas manufactureros flexibles en los cuales ciclos enteros de trabajo son realizados sin la presencia activa de trabajadores. Desaparece progresivamente el obrero de producción, que con sus habilidades y conocimientos, va desapareciendo empujado por las "máquinas inteligentes" que su mismo trabajo ha contribuido a crear.

Se impone el control electrónico de procesos, desaparecen las profesiones que suponen procesos mentales simples por parte del operador, o expresan una profesionalidad que se ha vuelto obsoleta frente al desarrollo de nuevas técnicas y nuevos procesos productivos. La figura profesional que queda en el horizonte es un obrero muy escasamente calificado que desempeña funciones de vigilancia-control de sistemas integrados de máquinas o de flujos productivos enteros: un individuo que sólo interviene en adaptaciones menores o en la mediación de información que la máquina produce y debe ser procesada en un nivel jerárquico superior. Esto marca el rumbo de una creciente polarización en la demanda de trabajo: por un lado, personal escasamente especializado que puede ser adaptado a su trabajo específico con poco entrenamiento, y por otro, personal altamente especializado que es requerido, sin embargo, en números relativamente pequeños, considerando el nivel creciente de automatización que se vislumbra. No obstante, en situaciones de niveles de calificación altos, y alto desempleo, el salario bajo puede jugar como freno a la innovación y reconversión de procesos. Así, el mercado de trabajo se va convirtiendo en un mercado dual, con división entre sectores de altos salarios y sectores de bajos salarios, con reducida movilidad entre ellos; diferencia entre situaciones de trabajo con cierta movilidad ascendente y situaciones cerradas a toda posibilidad de ascenso, y diferenciación entre sectores de altos salarios con trabajos más o menos estables, y otros de bajos salarios e inestables.

Se ensancha entonces la brecha entre un mercado oficial en el que operan trabajadores de edad intermedia con ciertos niveles de especialización, y un mercado "marginal" que reúne a estudiantes - trabajadores, jubilados que trabajan a medio tiempo, trabajadores a domicilio, inmigrantes y temporeros, con salarios bajos, falta de prestaciones sociales, y ausencia de actividad sindical. En ese contexto, la pequeña empresa presenta las condiciones de trabajo más duras, con trabajos más inseguros y menores remuneraciones.

Paralelamente, aparece la subcontratación, tercerización y externalización de tareas, por cuanto en una etapa de crisis y transformación de los procesos productivos e innovación de productos, las empresas necesitan reconvertir el trabajo en un componente líquido y disponible para poder dedicar sus máximos esfuerzos a las tareas de innovación. Así, el trabajo de "segunda clase" es el resultado de la mayor fuerza relativa de las empresas en una etapa de altos niveles estructurales de desempleo, y de la propia innovación tecnológica, que hace necesario un uso sin vínculos del trabajo. El trabajo "part time" involuntario es también un componente esencial del mercado desinstitucionalizado del trabajo.

El mundo capitalista contemporáneo está amenazado entonces por la desindustrialización y una reindustrialización con eje en empleos mal pagos, precarios, y con calificaciones puntuales; conviven en este mundo el atraso social en las relaciones laborales, los bajos salarios y la alta tecnología. Al mismo tiempo, los procesos técnicos-económicos tienden a fortalecer el polo del trabajo en los servicios y a reducir el número absoluto de los obreros manufactureros.

Para Alain Touraine la masa creciente de trabajo precario y no calificado rodea a un núcleo de obreros y profesionales más o menos estables, cada vez más reducido y constituye un "nuevo proletariado" poco interesado en el trabajo en sí y que sólo circunstancialmente, dada su precariedad, alcanza a considerarse a sí mismo como grupo homogéneo. Este dualismo no sólo se refiere a la diferencia entre dos mundos de trabajo distintos, sino también a dos mundos culturales e ideológicos tendencialmente opuestos: uno que se orienta hacia el interior de los procesos productivos y considera las relaciones de producción como su terreno específico de existencia y de presión, y el otro, que se orienta directamente hacia la sociedad y el Estado, a través de diversas formas de expresión y de reclamo ciudadano, y presenta más demandas de consumo y menos "valores" industriales.

El resultado de conjunto es una fragmentación del cuerpo social de los trabajadores en decenas y centenares de situaciones específicas entre las cuales cada vez es más difícil la activación espontánea de procesos de solidaridad. Esta fragmentación conduce al cambio en las formas de producir y en las formas de vida colectiva, y a la segmentación del cuerpo social del trabajo asalariado, particularmente el núcleo más organizado de la industria manufacturera. En este panorama, la justicia social es sacrificada en nombre del progreso, la injusticia social se presenta, entonces, como el vínculo objetivo que necesita ser rebasado para alcanzar mayores niveles de productividad y eficiencia. Se impone la informalidad y en ella se mezcla el intento por desestructurar sistemáticamente la fuerza cohesiva de los sectores obreros clásicos y la búsqueda de formas de subsistencia que permitan descubrir otros valores que cruzan la libertad, la autoproducción y el autoabastecimiento.

Un conjunto de factores ponen en crisis las organizaciones sindicales y entre ellos se cuentan: el desempleo, el aumento del empleo en el sector de los servicios, la precarización el trabajo obrero, la automatización de los procesos productivos, la movilidad y volatilidad del capital, y la recuperación de la iniciativa empresarial en cuanto a la innovación técnico-organizacional, y en la negociación. Se impone la fragmentación de las relaciones industriales, y la búsqueda del consenso fuera del canal sindical. Aumenta el peso relativo de los trabajadores de cuellos blancos (secretarias, ingenieros, técnicos, jefes intermedios, laboratoristas, operadores de PC, auditores, etc.), y ello afecta la conciencia del conjunto como "colectivo". Se va perdiendo la identidad colectiva y con ello el sentido u orientación hacia esfuerzos colectivos.

Expresa Touraine que el mismo progreso técnico produce un problema de identidad. Se pasa de una dominación centrada sobre el trabajo a otra más general en la cual los problemas del trabajo ya no conducen a un movimiento social sino que conducen a un sistema de producción que integra fabricación, información, formación y consumo de una manera más estrecha que antes. Frente a la reestructuración múltiple que ha impuesto la interrupción del ciclo expansionista del capitalismo de posguerra se ha puesto en marcha el reajuste de las estructuras productivas, el cambio en las formas de funcionamiento del mercado de trabajo, y la liberalización, inseguridad y accidentalidad en las normas y prácticas del comercio y las finanzas internacionales. Junto con ello, uno de los aspectos decisivos del cambio en la organización del mundo capitalista es el que se refiere al Estado.

c- Los cambios en el Estado en el nuevo escenario

Las últimas décadas han instalado un discursoagresivo en contra de la sociedad de bienestar y a favor de una progresiva retirada de la presencia socioeconómica del Estado. Los fundamentos se buscaron en la inflación, la crisis fiscal, la deuda pública, la ineficiencia administrativa, el crecimiento de áreas socioeconómicas ineficientes, haciendo al Estado responsable de la crisis del modelo de acumulación, y a las políticas keynesianas y los sindicatos de ser los artífices del estancamiento. Ello constituyó el fondo del ataque conservador hacia el Estado desde mediados de los años setenta. El Estado social cayó en el centro de la crítica.

Es sabido que desde fines del siglo XIX, y como resultado de un amplio espectro de circunstancias, ha sido cada vez menos posible concebir los aparatos económicos como espacios autónomos circunscritos por una capacidad decisional orientada por la maximización de las ganancias. Desde esos tiempos, y más aún desde la crisis mundial de los años treinta, ha sido menos posible pensar en la economía como autorregulada y regida por "leyes" abstractas de eficiencia y racionalidad, creciendo progresivamente la presencia del Estado con una clara orientación unitaria frente al sistema en su conjunto.

Ello marcó el reencuentro de economía y Estado, resultando tan estrecho que fue haciéndose cada vez más difícil referirse a la economía buscando en su interior las específicas "leyes de movimiento" de cuya expresión los economistas clásicos hacían depender el bienestar el desarrollo de toda la sociedad. La presencia estatal se hizo cada vez más determinante en el terreno de las políticas de desarrollo productivo, industrial, laboral, de comercio exterior, de gasto público y en leyes fiscales orientadas a estimular o desestimular ciertas conductas de los sujetos económicos. En síntesis, el Estado ha llenado los vacíos funcionales del mercado, y con ello la sociedad y la economía han resultado moldeadas y orientadas por una "razón política" de estabilidad y de poder que se ha entremezclado cada vez más estrechamente con las necesidades de valorización del capital.

Las tendencias al crecimiento del Estado como regulador del proceso económico, la ampliación de sus funciones sociales y el fortalecimiento de su peso específico, la transformación de los canales del proceso decisional, el conjunto de normas y reglas de convivencia social, han convertido al Estado de derecho del pensamiento liberal en un Estado social, con división de poderes, con expansión del aparato burocrático, y con mecanismos de representación cada vez más controlados por el propio Estado.

Los años cincuenta posteriores a la segunda guerra mundial presenciaron el desarrollo de un Estado social con características de neocorporativismo, Estado de bienestar, y Estado administrador. Las corporaciones patronales, sindicales y los representantes del gobierno intentaron compatibilizar sus diversos intereses en materia de salarios, políticas de inversiones, empleo, impuestos, entre otros. Adquirieron capacidad decisional acerca de temas de relevancia nacional y se impusieron de este modo mecanismos de negociación en la resolución de las relaciones entre el Estado y los intereses organizados, y se constituyeron redes de concesiones recíprocas entre ellos. Quedarían fuera de los acuerdos los trabajadores informales, los cuentapropistas, las pequeñas empresas, y el pequeño comercio, con pocas posibilidades de ver expresados sus intereses y preocupaciones en las negociaciones. El Estado de Bienestar se convirtió entonces en una pieza decisiva de la organización social del capitalismo avanzado. Crecieron en importancia los sistemas de jubilación, de educación pública, y de asistencia sanitaria, y se hizo visible la diferencia entre los intereses de los empresarios individuales y el interés general del capital y de la acumulación en su conjunto.

Para garantizar la estabilidad social en un mundo caracterizado por la presencia permanente de grandes organizaciones sindicales y el casi pleno empleo de los años cincuenta en el mundo capitalista se fue imponiendo una política de redistribución social del ingreso, favorecida por el comienzo del largo ciclo expansivo del capitalismo de los años cincuenta, sesenta y parte de los setenta. De este modo, el Estado amplió sus soportes sociales.

Finalmente, el Estado social desarrolló crecientes funciones de regulación e intervención directa en la economía, llegando incluso a la función productiva directa. Frente a un compromiso estatal cada vez más amplio del Estado en la economía se extendieron normas y reglamentos cada vez más precisos para la acción de las empresas, y para la compatibilización de su desenvolvimiento con la preocupación del equilibrio social de conjunto y las necesidades de la acumulación. A la vez, ese mayor compromiso del Estado se expresó en una tendencia creciente al desequilibrio estructural en las cuentas públicas, proveniente del aumento de los gastos sociales y de los gastos de apoyo al desarrollo. Este Estado social, neocorporativo, promotor del bienestar, e interventor, es el que la crisis de los años setenta fue puesta en cuestionamiento. Las organizaciones empresariales pasaron a cuestionar la fortaleza sindical en la defensa de la estabilidad del trabajo, el aumento de los costos empresariales, y el crecimiento de los gastos sociales del Estado para satisfacer las demandas de los sectores populares, desenvuelto a costa del crecimiento de tributos y aportes patronales. En el mismo sentido, el pensamiento neoliberal fue imponiendo la crítica al avance de la democracia como factor de riesgo de la gobernabilidad. Y a partir de ello fue expandiendo la demanda de disciplinamiento social y la eliminación del involucramiento popular en la "policy making", transformando la acción del Estado en un principio de autoridad basado en pura coerción. También se hizo visible la creciente crítica hacia la expansión burocrática del Estado social, y se transformó en el eje de las políticas neoliberales.

En síntesis, a partir del momento en que la economía pasó de una etapa de desarrollo acelerado a una etapa de crecimiento contenido e irregular en los años setenta y los ochenta, la crítica liberal se asentaría en las rigideces asociadas con las garantías del Estado social, las dificultades en el control exclusivo en las decisiones, la politización de la economía como consecuencia del mayor peso relativo del Estado, y las contradicciones internas de los grandes aparatos administrativos. Todo ello se tradujo en una acumulación de fuerzas ideológicas y políticas para enfrentar estas cuestiones e intentar reorientar el rumbo de la economía y la sociedad. En la cultura política se difundió cada vez más una visión para la cual los objetivos del bienestar se convirtieron en una traba para el desarrollo de los aparatos productivos, y en una carga restrictiva del dinamismo y las capacidades innovadoras de los sistemas económicos.

A partir de allí la necesaria renovación y revitalización del sistema capitalista impondría la reestructuración de los aparatos productivos, y con ello elevados costos sociales en términos de desempleo, reducción de la protección social, y mayor desigualdad en la distribución del ingreso. Impondrían entonces el retroceso del carácter social del Estado. Así, progreso económico y desigualdad social se convirtieron desde fines de los años setenta en dos caras de una misma moneda.

El debate sobre el Estado de bienestar, y sobre su carga económica se traduciría en un bloqueo de inversiones, y en el intento de imponer el retroceso de los acuerdos neocorporativos, y el desmantelamiento del poder sindical. El desempleo hará entonces lo suyo fragmentando y debilitando el frente negociador sindical, y con ello el mundo salarial. Desempleo y segmentación del mercado de trabajo actuarán como un sustituto "natural" de los acuerdos sindicales neocorporativos. A la vez, el retroceso económico fue dificultando los acuerdos, y la pérdida de representatividad de las organizaciones sindicales y empresarias frente a un mundo fragmentado del trabajo y la empresa liberó el accionar individual de empresas y trabajadores empujados a la negociación atomizada.

En la crítica al estado regulador/ administrador se expresó, en realidad, la búsqueda del retroceso de las presiones sociales sobre el mismo y la reducción de los espacios de democracia que se abrieron en la década del sesenta gracias al fortalecimiento de los trabajadores en una coyuntura económica favorable. Se fue imponiendo la exigencia del retroceso del Estado en el gasto social, y no en referencia a las grandes empresas, o al apoyo a las exportaciones, la investigación científica, o a los negocios en general.

En los noventa, en una economía globalizada, se agregó el gasto estatal en el "reequilibrio" de los sistemas financieros, en el salvataje de empresas y bancos. Hoy ello vuelve a ocupar el centro de la escena y se hace a costa de millones de empleos y de las condiciones de vida en países desarrollados y en desarrollo.

El discurso liberal y la presión de los sectores del capital pretenden imponer al Estado la reducción de sus funciones de redistribuidor de la riqueza social y buscan aprovechar la debilidad del sector del trabajo consiguiente a la crisis y a la profunda reestructuración de los aparatos productivos, para obtener una drástica reducción de las expectativas sociales y para convertir nuevamente al mercado en el instrumento exclusivo y "natural" para el avance de los individuos desde el punto de vista de su status social.

El objetivo es limitar la masa de demandas sociales que se dirigen al Estado, y reorientarlas al mercado, eliminándolas como expresión de demandas políticas. Ante el reclamo de los sectores del trabajo por empleos e ingresos reaparecen nuevamente las visiones productivistas y eficientistas, procurando enterrar la visión del crecimiento económico en sus efectos en términos de bienestar. Se pretende reorientar las necesidades sociales hacia la baja como condición de equilibrio de largo plazo; eliminar el salario social o indirecto planteando el ajuste en el gasto social universal; fragmentar el mercado de trabajo, convertir al trabajo en precario e inestable; convertir determinados gastos del Estado en selectivos y elitistas; e imponer criterios de jerarquía y disciplinamiento social. Con ello se quiere forzar que el Estado retorne a su núcleo de fuerza coercitiva organizada como aparato de control social, y a la vez como garante de nuevos y profundos procesos de modernización, de reestructuración de los aparatos productivos, de apertura y división internacional del trabajo globalizado. Se justifica que el recrudecimiento de la competencia internacional impone eficiencia, elasticidad, dinamismo y gran capacidad innovadora. De este modo, la polémica por el desenvolvimiento del Estado busca reinstalar el modelo neoconservador que retrotrae sus fronteras frente a las tareas de bienestar y a las funciones de organizador del consenso, y las extiende en los terrenos de la investigación científica, el apoyo a las empresas estratégicas, el incentivo a las actividades del nuevo patrón tecnológico, al equilibrio de las cuentas externas, y a la inserción internacional. Dichos sectores no dispuestos a la redistribución de la riqueza y los ingresos por la vía del Estado buscan imponer el retroceso del Estado en materia de preocupaciones por los costos sociales. Con el justificativo de la crisis se trata de instalar por parte de los organismos internacionales y sectores adherentes de la economía liberal que el Estado en su componente de Estado de Bienestar pareciera haber llegado en el mundo occidental al punto máximo de expansión, y a partir de ello se intentan imponer bajas significativas en el gasto público en los rubros relativos a la educación, la salud y las transferencias a las familias.

Frente a ello, la crisis del empleo debilita el movimiento obrero tanto en su existencia social como en sus organizaciones sindicales y partidarias, pero las nuevas condiciones hacen crecer nuevos movimientos sociales, de desempleados, de mujeres, de ecologistas, barriales y regionales, como expresión de la reorganización de las prácticas sociales y de las formas de organización de los sindicatos, nuevas fuerzas y nuevos movimientos en el conflicto entre trabajo y capital.

CONSIDERACIONES SOBRE LA CRISIS, Y LA REESTRUCTURACIÓN Y LAS POSIBILIDADES Y RESTRICCIONES DE PROGRAMAS DE DESARROLLO SOCIAL

En el país y el continente la transformación a partir de la crisis y el agotamiento del crecimiento endógeno en las últimas décadas del siglo XX (sustitución de importaciones y crecimiento orientado al mercado interno) ha sido traumática, y los programas de ajuste lejos de reencauzar el sistema económico en un sentido progresivo, potenciaron los problemas del subdesarrollo, creando nuevas y mayores restricciones al crecimiento, ampliando las condiciones de inestabilidad económica, destruyendo procesos madurativos en el sistema productivo y definiendo un mayor contenido regresivo en la distribución de las cargas.

Diversos autores han hablado de la "modernización excluyente", un proceso de transformación destructiva y regresiva que fue erosionando sostenidamente las bases sobre las que se asentó la construcción de las instituciones del Estado de Bienestar. En este contexto la crisis del Estado de Bienestar latinoamericano se manifestó como una incompatibilidad entre las pretensiones del principio de organización de sus instituciones y su efectivo funcionamiento. Como resultado, los Estados y sus instituciones no sólo se volvieron ineficaces para administrar los conflictos propios de la "cuestión social" sino que, en gran medida, potenciaron las contradicciones sociales donde estos emergen.

En Argentina, el sistema institucional del Estado de Bienestar se desarrolló como un híbrido donde convivían un discurso universalista, y prácticas particularistas. En el proceso de construcción y maduración del Estado de Bienestar argentino, predominó la visión de que la economía funcionaría permanentemente en niveles cercanos al pleno empleo, con crecimiento de los salarios y de la productividad. Predominó la idea de una conexión virtuosa entre el sistema económico y el de las políticas sociales, y favoreció la expansión de este último sobre la base de la sumatoria de cuerpos autónomos de seguros sociales. En ese modelo, a partir de los años setenta cuando la economía comenzó a mostrar límites a su expansión ello se extendió a las instituciones del Estado de Bienestar. Pero fue recién hacia finales de la década del ochenta cuando la sociedad tomó conciencia de que los problemas de autogobierno de sus instituciones no podían ser resueltos dentro del campo de posibilidades de los principios de organización vigentes.

Los sucesivos programas de ajuste recesivos y regresivos profundizaron las condiciones socialmente traumáticas de la crisis, y extendieron el nuevo modelo neoliberal, pretendiendo retrotraer la situación de amplios sectores de la población a estadios sociales previos. Ello provocó rupturas en la integración social, expresada a través de la desintegración de las instituciones sociales, amenazando la sociedad como sociedad democrática, toda vez que ha expresado la contradicción entre la distribución simétrica de derechos políticos y la distribución asimétrica de la riqueza.

Ello constituye el retroceso que había mostrado el avance del Estado de Derecho, con funciones predominantemente protectoras y represoras, al Estado de Bienestar con funciones de promoción y desarrollo. Y un retroceso en cuanto a la progresividad de los arreglos institucionales y de la incorporación de actores sociales.

Las transformaciones impuestas en el sistema económico definieron la destrucción y expulsión del mercado de las fuerzas productivas, y acotaron los límites dentro de los cuales los sujetos podían aspirar a ser integrantes plenos de la sociedad, tanto por el retroceso de los derechos sociales adquiridos, como por el vacío creado como resultado del desmantelamiento de las instituciones del Estado de Bienestar y la degradación de la capacidad laboral de gran parte de la ciudadanía. Ambos aspectos definieron el sentido regresivo y excluyente del supuesto proceso de "modernización social" de los años noventa en nuestras sociedades. A la vez, la serie sucesiva de planes de ajuste en lugar de ampliar el campo de maniobra de las políticas públicas, redujeron más el poder de las políticas fiscal y monetaria, a favor de los grandes grupos económicos, y los acreedores externos, a la vez que achicaron la integración económica del conjunto de las fuerzas productivas creando enclaves de apropiación y acumulación de rentas y ganancias en desmedro del resto del sistema, que retornó al dualismo clásico del subdesarrollo.

El mercado de trabajo se desintegró junto a la desintegración del sistema económico, mostró la caída de la tasa de asalarización, el aumento de la informalidad y el cuentapropismo; y el crédito no cumplió en el sistema su función de impulsor de los procesos productivos, sino que se volvió un instrumento más de la especulación financiera y la transferencia y concentración de la riqueza.

El proceso de transformación y de desintegración económica desnudaron las irracionalidades del sistema de políticas sociales en su conexión con los procesos de producción y distribución de riqueza, como en las prestaciones, el deterioro de las coberturas y la calidad de las mismas, de la infraestructura y recursos humanos, irracionalidad en los gastos e inversiones, etc., la crisis económica mostró que el poder del autogobierno de las políticas sociales es muy débil y que su potencialidad se ve amenazada cuando la sociedad más lo necesita en medio de una recesión, cuando se profundiza la caída y la regresividad de la distribución del ingreso global.

Hoy con la nueva crisis económica queda reflejado que los rendimientos del sistema de políticas sociales son fuertemente dependientes de las modalidades de inserción laboral y de los niveles de ingresos de los beneficiarios. Con ello quienes más necesitan los beneficios o cuando más los necesitan, encuentran con frecuencia grandes restricciones para acceder a los mismos. Aparecen restricciones sistémicas para un eficaz funcionamiento de políticas sociales que puedan retrotraer la situación general y garantizar el bienestar, frente a las señales perversas que ofrecen los mercados para la reconversión y la modernización del conjunto social. De este modo, los programas que pretendan recuperar el bienestar exceden el terreno estricto de las políticas sociales, para exigir la profundización de los cambios que el nuevo régimen económico postdevaluación ha implicado en materia de políticas económicas, y de orientación del gasto público. Se exige actuar con decisión para enfrentar los efectos de la crisis global. Las restricciones de las políticas sociales aparecen en el terreno del mercado de trabajo, parcialmente en materia de recursos fiscales, y vinculadas a la inestabilidad financiera, que afecta el crédito, las posibilidades de la pequeña y mediana empresa, y con ello el empleo, el consumo, y los propios aportes tributarios. Pero esas restricciones también aparecen ligadas a la lógica de funcionamiento de los aparatos estatales, a su autonomía operativa, a su tradicional distancia de la sociedad, sólo reducida por los crecientes procesos de descentralización, municipalización, y las prácticas de organización y reclamo social. En este marco se siguen haciendo presentes las fracturas sociales producto de la crisis que atomizan, y crean y recrean pujas por la apropiación de oportunidades y recursos, también entre los beneficiarios de las políticas, y en la decisión de la asignación de los recursos.

En una economía con un crecimiento inestable, las restricciones en las políticas públicas de desarrollo social emanan del terreno económico, de la inestabilidad mundial, de la baja competitividad y el retraso tecnológico de los procesos productivos, del carácter imperfecto de los mercados, de la concentración de la riqueza, de la heterogeneidad de grupos económicos, pero también de la propia institucionalidad de los mercados de trabajo, de la participación limitada de la ciudadanía, y de la limitación de recursos del Estado. Numerosas cuestiones estructurales a enfrentar y una multiplicidad de asignaturas pendientes que necesariamente forman parte de la realidad y el debate de ideas.

Notas

1. Por ejemplo el chip como núcleo de la revolución electrónica, el software, como medio de realización de operaciones y aplicaciones específicas, programas, y sistemas de control, donde reside actualmente el esfuerzo de investigación más delicado y sofisticado de la electrónica.

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