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Revista Pilquen

versión On-line ISSN 1851-3123

Rev. Pilquen  no.12 Viedma ene./jun. 2010

 

ARTÍCULO

Leer, actuar: política y cultura en México 1910-1920

Gabriela Luque
gluque@uarg.unpa.edu.ar
Universidad Nacional de la Patagonia Austral

Resumen
En este trabajo, leemos en algunos textos de Pedro Henríquez Ureña y de José Vasconcelos reflexiones acerca del lugar del libro y de la lectura en el marco de un proceso de transformación social, que abarca el período del Ateneo de la Juventud, en la emergencia de la Revolución Mexicana, hasta los años en que uno de esos jóvenes del Ateneo, Vasconcelos, pasa a ocupar uno de los espacios de poder, el de la Secretaría de Educación Pública, y lleva consigo a varios de sus compañeros de ruta, entre ellos, Henríquez Ureña. Esas reflexiones se enriquecen cuando recuperamos varias de las acciones fundamentales que deciden llevar a cabo en el ámbito educativo.

Palabras clave: Intelectual; México; Educación; Cultura; Lectura.

Read, operate: politics and culture in Mexico 1910-1920

Abstract
In this work, we read in some texts of Pedro Henríquez Ureña and Jose Vasconcelos reflections about the place of the book and the reading of a process of social transformation, that includes the period of the Athenian of Youth, in the emergency of the Mexican Revolution, until the years in which one of those young people of the Athenian, Vasconcelos, occupies one of the most important spaces, the one of the Secretariat of Public Education, and takes with himself several of its companions of route, among them, Henríquez Ureña. Those reflections become rich when we recovered several of the fundamental actions that they decide to carry out in the educative scope.

Key words: Intellectual; Mexico; Education; Culture; Reading.

Recibido: 14/07/10
Aceptado:
26/07/10

"Por la literatura penetraba en el mundo,
pero tomando los libros a saco,
buscando en ellos el material de mis tareas futuras"
José Vasconcelos

Leer y actuar, dos caras de la misma moneda si tomamos la figura del intelectual latinoamericano de comienzos del siglo XX. Leer y actuar, entonces, como imperativos, ese "tomar los libros a saco" de Vasconcelos, saquear los estantesde las bibliotecas, devorar los libros, "sentado o de a pie", dirá el mismo Vasconcelos, rasgo latinoamericano por excelencia. Leer, sí, para darle forma a un proyecto educativo-cultural de magnitud, en el que el libro ocupa un lugar central. Pero leer para hacer, con el imperativo ético de la acción, bajo la luz del papel de guías que los jóvenes congregados alrededor de Pedro Henríquez Ureña en la primera década del Siglo XX se habían adjudicado. Es imprescindible recuperar esa faz, para poder darle forma a aquello que está disperso en tantos textos. En este trabajo hemos pensado en el concepto de "política de lectura", en tanto modos de incidir en el contexto de una población con una altísima tasa de analfabetismo. Y esta política se encuadra en el rol que el Estado se asigna a sí mismo en cuanto a las posibilidades concretas de garantizarle al ciudadano educación. Una política de lectura en el centro de una política de cultura. En su libro La dorada garra de la lectura, Susana Zanetti advierte que "las peculiaridades que pautan la imaginería y las prácticas del acto de leer se han vinculado y se vinculan con el acceso concreto al libro" (2002: 15) Para Pedro Henríquez Ureña y sus compañeros del Ateneo, el libro y la lectura eran objeto de preocupación, puesto que eran conscientes de que tanto la dimensión material como la social de la lectura estaban vedadas para la amplia mayoría de los mexicanos. En este artículo nos centramos en el grupo del Ateneo de la Juventud y, en particular, en el período en que parte de esos intelectuales asumen una función pública, esto es entre los años 1921-1924, cuando José Vasconcelos fue nombrado al frente de la SEP, Secretaría de Educación Pública. Es en ese momento en que los ex-integrantes del Ateneo se ven enfrentados a llevar adelante un proyecto que los incluye, y que pondrá a prueba su capacidad de entender un proceso social. Es ese, entonces, el momento en que las líneas confluyen en la posibilidad cierta de implementar, desde el Estado, algunas acciones definitorias en cuanto a la lectura y el libro.

En su ensayo "La revolución y la cultura en México", publicado en 1925 en Buenos Aires, en la Revista de Filosofía, dirigida por José Ingenieros, el dominicano Pedro Henríquez Ureña describe un mural de Diego Rivera, "La maestra rural":

Tal vez el mejor símbolo del México actual es el vigoroso fresco de Diego Rivera en donde, mientras el revolucionario armado detiene su cabalgadura para descansar, la maestra rural aparece rodeada de niños y adultos pobremente vestidos como ella, pero animados con la visión de futuro. (2000:261)

Allí están presentes los principales actores de la nueva sociedad mexicana después de la revolución: el campesino que ara la tierra al fondo de la escena, el soldado armado con su fusil y su caballo, que observa desde la izquierda, y, en primer plano, la maestra, que enseña a leer, rodeada de un grupo de ocho niños y jóvenes, entre los que se distinguen dos mujeres. En el regazo de la maestra hay un libro abierto: maestra y libro congregan a los vecinos. Todos mestizos, todos pobres: el pueblo. Es una escena militante, imbuida de mística y de apuesta al porvenir. Profundamente militante, sin duda, ya que son sujetos atravesados por la experiencia revolucionaria. Y algo más: son jóvenes y -hasta nos parece percibir el entusiasmo- creen en lo que están haciendo. El acto de enseñanza ocupa el espacio central de este relato y en ese centro mismo está la maestra. Es tal su importancia, que el artista -y luego el crítico, devenido protagonista también de ese proceso, tan joven y militante como los sujetos representados- le atribuyen al soldado el deber de velar para que ese México recién nacido pueda proyectarse hacia el futuro. Si observamos el mural a través de los ojos del escritor de "La revolución y la cultura en México", nos damos cuenta de que el artista y el intelectual no sólo están conmovidos. No es únicamente la emoción estética lo que surge, es algo más: ante los ojos del joven pintor y del joven crítico está tomando forma la nueva función que se les asigna -y que ellos mismos se asignan- en esa América Latina de comienzos del siglo XX. La práctica intelectual reconoce la responsabilidad de la intervención política.

Misión, sacrificio, guía, heroísmo: términos que se repiten una y otra vez en el discurso: si hay que construir el país, será sobre las bases de un proyecto que resignificará las conductas previas y determinará las posteriores. Hay una certeza que no se observaba claramente en las páginas de las producciones del Ateneo: se está siendo parte de la historia. Pero esta historia con mayúsculas no los exime de la automitologización: "No hago historia; intento crear un mito", -dirá Vasconcelos, y se habrá de referir a una de las acciones nodales de su proyecto político, la Campaña de Alfabetización, como un plan de salvación para el país.

Es sumamente productivo confrontar los textos de la primera década del siglo con los de la segunda. Los discursos de los intelectuales se convierten en fundamentales para analizar su propio papel frente a procesos tan complejos y tan costosos como las revoluciones, más en el caso de la mexicana, que adquirió una fuerte impronta, no sólo en la historia latinoamericana, sino también en el plano mundial.

El impacto de la revolución rusa estimuló a revisar el pasado y la historia, e impulsó proyectos políticos. Así, Patricia Funes1 señala incluso que la revolución mexicana comenzó a ser vista seriamente como revolución después de 1917, atravesada por el impacto mismo de lo sucedido en Rusia. Es que en los años veinte, en México, se iniciaba la reconstrucción del estado y la redefinición de lo nacional. La revolución sumergió a México en sí mismo, de allí la explosión de la búsqueda del rasgo propio que contuviese la matriz de la "mexicanidad". El orden post-revolucionario fue definiéndose, en sus mismas contradicciones, a lo largo de la época. La precaria institucionalización del poder y el intento de incorporación de los distintos grupos sociales precisaban la elaboración de un discurso nacionalista alternativo de reivindicación del indígena-campesino, que sintetizó en sus ideas José Vasconcelos. México asistía al nuevo despertar intelectual de toda América Latina. Este proyecto cultural, absolutamente ambicioso, dio lugar a una abundante producción intelectual y convirtió al país en una meta para la juventud y la intelectualidad latinoamericanas. A la vez, puede verse en ese México el escenario privilegiado en la relación entre intelectual y poder. Los caudillos militares revolucionarios necesitaron a los intelectuales para reconstruir y legitimar el nuevo estado. En México es donde Á. Rama destaca la pervivencia del modelo de la ciudad letrada en su forma contemporánea. Así, "se conjugaron dos fuerzas que se buscaban: el ansia de los letrados por incorporarse a la ciudad letrada que rodeaba el poder central, y el ansia de éste por atraerlos a su servicio" (1984:93)

Si los años veinte tuvieron un carácter contestatario, y la nueva generación levantó la bandera de la intervención social, al dirigirse a la clase obrera, las masas y los indígenas en nombre de la nación, de la revolución o de ambas, es en México donde estas características pueden constatarse en la misma práctica. En estos hombres del pensamiento es posible ver un rechazo explícito a formar parte del elenco de la vieja política. La cultura, la sociedad, la polémica y la crítica social, inherentes a la figura del intelectual moderno, que se estaba constituyendo, aparecieron como temas, motivos y proyectos centrales.

En el plan trazado por Vasconcelos pueden observarse las huellas de ese otro plan cultural llevado a cabo en la Unión Soviética por Anatoli Lunacharsky, Comisario del Pueblo para la Instrucción Pública, en el primer momento de la revolución, bajo el mandato de Lenin. El lema de unir el esfuerzo y la idea se plasma en el llamado que el mismo Vasconcelos lanza a los intelectuales en innumerables discursos. Del ímpetu vasconceliano a la calma de Henríquez Ureña, en ambos se halla presente una idéntica apuesta, una misma certeza: el mundo va a ser cambiado.

Después del período de la lucha armada -época de repliegues y de descreimientos para varios de los ateneístas- llegó la nueva etapa, y algunos sintieron que había que ir más allá. Estos jóvenes estaban "dispuestos a arriesgarlo todo", lema propio de las vanguardias literarias que en ese momento histórico comenzaban a multiplicarse. La consigna, propia de la estridencia y de la voluntad de ruptura, parece hacer hincapié más en aquello que realmente se descarta que en aquello que comienza a construirse. Y, sin embargo, es imposible no observar la dialéctica de este proceso de transformación irreversible. Los jóvenes veían que sólo esas actitudes, fuertemente revulsivas -la del vanguardista, la del revolucionario- podían asegurar la concreción de esos sueños utópicos, transformándolos en proyectos.

"lector voraz, pero certero, sin errores de elección"
Pedro Henríquez Ureña

En los tempranos textos de Henríquez Ureña, la lectura es ya una experiencia central, ligada indudablemente a su formación en una familia de intelectuales finiseculares. En sus Memorias y en su Diario2 encontramos numerosas citas en las que la referencia a sus contemporáneos y a sí mismo, en tanto lectores, organizan el hilo del discurso. Lo mismo ocurre en la correspondencia temprana mantenida con Alfonso Reyes.3 Aquí, nos limitaremos a algunos pasajes que dan cuenta de esta experiencia a partir de su llegada a Veracruz, en 1906. Henríquez Ureña traza en esas líneas un modelo de política de lectura, que tiende a la creación de un público lector. Su primera intervención es la edición de la Revista crítica, una idea de su amigo cubano Arturo de Carricarte: "La idea tenía mucho de fantástica, en una ciudad como Veracruz y para un público tan poco crítico como el hispano-americano" (Henríquez Ureña 1989: 121) La observación sobre el lectorado es importante, ya que está presente la necesidad de formarlo de acuerdo a los nuevos paradigmas de la modernidad. Lo interesante aquí es ver cómo despliega ya esa red, tan propia del campo cultural latinoamericano, al enviar ejemplares de este número modesto a personalidades de América y de Europa, como Rafael Altamira y Enrique Varona. Llega incluso a enviársela a Th. Roosevelt y al mismo Porfirio Díaz. En ese momento, Henríquez Ureña acababa de publicar Ensayos críticos, su primer libro, y esa red de potenciales lectores se puebla de comentarios elogiosos, desde los de José Enrique Rodó a los de Ricardo Palma. Evidentemente, en 1906, el objeto de lectura era su propia obra y el público, los críticos. No había en el horizonte otras preocupaciones, más que las correspondientes al propio campo de pertenencia.

Cinco meses después se hallaba ya en México y en contacto con los jóvenes de la Revista Savia Moderna. Allí dieron comienzo las reuniones del núcleo que conformaría en 1909 el grupo ateneísta. Se sucede la enumeración de libros y autores -esa obsesión tan marcada por las listas y tablas- que los jóvenes compartían. Una vez más destacamos el trazado de esas redes intelectuales, que religan -principalmente a través de la correspondencia- a los pensadores latinoamericanos, a través de temas compartidos y de una solidaridad esencial.

La preocupación por la exactitud del dato bibliográfico, la corrección de la cita, la necesidad de formar ese espíritu crítico aún ausente de las letras del continente lo hacen lamentarse una y otra vez en sus cartas. Así lo leemos, por ejemplo, en la correspondiente al 2 de febrero de 1909, en la que se queja de las enormes dificultades de acceso a los libros, complicaciones surgidas de la misma realidad cotidiana de la sociedad mexicana:

Es una desgracia tener que trabajar en cosas serias en este país. Necesito de las bibliotecas, y la Nacional está cerrada por reparaciones, la de Jurisprudencia se cierra a las 12 y a las 6, y la de Preparatoria tiene algunos libros [...] que están en un estante con la puerta atascada, y no hay modo de sacar los libros, porque desde hace dos semanas no se les ocurre llamar al carpintero. (Alfonso Reyes y Henríquez Ureña 2004:134)

En la entrada correspondiente al 28 de octubre de 1909, un día después de la creación del Ateneo, leemos que en el Diario consigna el acontecimiento como algo más, sin darle demasiada trascendencia. La acción principal, sin embargo, era definitoria: "Se discutió hora y media" (Henríquez Ureña 1989: 181). Al intelectual como tal le interesaba poder debatir, presentar nuevas posturas y argumentar a favor y en contra de las ya existentes. Por eso es que la práctica fundamentalmente estuvo ceñida a estos debates, un verdadero combate de ideas en el que los contrincantes exponían sus lecturas. Cumplían así con una de las tareas que definen al intelectual moderno: hacer uso público de la palabra legitimada por la acumulación misma del capital simbólico. Los jóvenes del Ateneo le añaden -siguiendo a Rodó- el concepto de "regeneración moral", esa tarea heroica que los hombres de letras debían acometer.

Este sello místico vuelve a hacerse evidente cuando la revolución triunfa. México se habrá de salvar por medio de la cultura. Esa "utopía educativa", como la denomina Carlos Monsiváis4, basada en la improvisación ante un contexto de pobreza y devastación, y llevada delante de manera obstinada por todos aquellos que, arrastrados por Vasconcelos, querían fundar la nación.

"Haced de la educación una cruzada y un misticismo"
José Vasconcelos

La revolución tendió a corregir los vicios de la época porfiriana, al iniciar una vasta y bien organizada educación popular. A la educación científica del porfirismo se sobrepuso el principio de justicia social que traía en lo más profundo de su seno la Revolución Mexicana. Esta tendencia trastornó todo el sistema de enseñanza: de la ciencia se pasó a la historia, del desarrollo de la personalidad individual al desarrollo equitativo y equilibrado de la colectividad; del interés individual al interés colectivo. Si la Revolución Mexicana propugnaba el ideal de la justicia social, su concepción de la educación debía poseer esta característica y contribuir a formar a las nuevas generaciones dentro de esa filosofía; por consiguiente, el contenido educativo y su organización debían coincidir con los propósitos de la revolución: una revolución popular, una educación popular que debería estar al servicio de las mayorías y constituirse en un instrumento de lucha contra el estancamiento económico, político, cultural y social. Para valorar esta obra educativa, es importante destacar que a fines del Porfiriato había en el país un 78,5% de analfabetos, cifra que aumentó durante el período de la lucha armada. Era imperioso acometer contra las enormes desigualdades: tal el caso de los indígenas, que en gran parte habían sido despojados de sus propiedades y de su derecho a la educación; el de los campesinos, a quienes se debía entregarles la tierra y utilizar la escuela como medio para mejorar sus condiciones de vida; y el de los habitantes de las ciudades, porque las escuelas existentes eran insuficientes y se encontraban fuertemente deterioradas.

La desaparición de la Secretaría de Instrucción Pública y de Bellas Artes en 1917, llevada a cabo por Venustiano Carranza, tuvo su origen en el rechazo a todas aquellas instituciones que recordasen a la dictadura porfiriana. De este modo que tal dependencia quedó reducida a una mera Dirección Universitaria, cuya principal tarea era atender la educación superior. Esta posición fue modificada por la llegada de José Vasconcelos, antiguo ateneísta, quien, en 1920, fue nombrado rector de la Universidad Nacional de México por el presidente Adolfo de la Huerta, cuyo discurso inaugural dio una clara señal de la política a implementar:

yo soy en estos instantes, mas que un nuevo rector que sucede a los anteriores, un delegado de la Revolución que no viene a buscar refugio para meditar en el ambiente tranquilo de las aulas, sino a invitaros a que salgáis con él a la lucha, a que compartáis con nosotros las responsabilidades y los esfuerzos[...] En estos momentos yo no vengo a trabajar por la Universidad, sino a pedir a la Universidad que trabaje por el pueblo. El pueblo ha estado sosteniendo a la Universidad y ahora ha menester de ella, y por mi conducto llega a pedirle consejo" (1992:43)

Vasconcelos, luego de una serie de reformas, logró que el 8 de julio de 1921 surgiera nuevamente la Secretaría de Educación Pública. Así, se iniciaría la federalización de la enseñanza. Toda esta labor de la SEP se manifestó en el estudio de programas de enseñanza primaria tanto en el campo como en la ciudad, en la difusión y el cultivo de las bellas artes, en el impulso de la educación media y a los centros de docencia preescolar, en la proliferación de bibliotecas, en la edición de libros de texto gratuitos y en el reparto de desayunos escolares para una población infantil subalimentada. La idea fundamental de la ley de Vasconcelos se sintetizó en la organización de la Secretaría en tres departamentos. Por una parte, la función básica sen realizaría a través del Departamento Escolar, subdividido en diferentes secciones encargadas de los distintos niveles educativos, desde el jardín de niños hasta la Universidad. El Departamento de Bibliotecas se encargaría de garantizar el material de lectura para fortalecer la educación, y el Departamento de Bellas Artes coordinaría las actividades artísticas complementarias a la educación, y también otras dos de carácter especial, la alfabetización y la educación indígena.

José Vasconcelos tenía una idea clara de la misión que debía desempeñar la Secretaría a su cargo. Para él, el proceso educativo era algo totalmente articulado, de manera que la actividad es ese sentido estuviese dirigida a todos los sectores de la sociedad y en cada uno de ellos se realizase un fin. Este era un nacionalismo que integrase las herencias indígena e hispana, fundidas en un solo concepto que sirviese como símbolo de la identidad. Dicho nacionalismo, por extensión, era común a toda América Latina. El concepto de misión es el gran eje organizador de la tarea: Vasconcelos concebía la tarea del educador de manera similar a la del misionero. Por eso se propuso organizar una verdadera cruzada contra la ignorancia, y realizó un llamado a todos los intelectuales latinoamericanos para que se sumaran a la acción. Así, se lee en el ya citado Discurso en la Universidad: "en nombre de ese pueblo que me envía os pido a vosotros, y junto con vosotros a todos los intelectuales de México, que salgáis de vuestras torres de marfil para sellar pacto de alianza con la revolución" (1992:44)

La Secretaría de Educación pública consiguió que el presidente Álvaro Obregón permitiera que los Talleres Gráficos de la Nación pasaran a dicha repartición. De esta manera Vasconcelos pudo emprender una acción editorial que consistió en dotar de libros a las bibliotecas para poder utilizarse como material educativo y que tuviera un fin práctico, donde hubiera libros de información y aprendizaje. Y como pensaba que la lectura no sólo se realizaba en establecimientos públicos. El plan vasconcelista de ediciones consistía en publicar cien obras fundamentales de la cultura universal, y al mismo tiempo, libros de índole técnica que sirviesen de auxiliares docentes y elementos de autoaprendizaje. En suma, libros fundamentales en ediciones de gran tiraje, para que llegasen a todos lados y sirviesen de basamento espiritual en la formación de una nueva cultura mexicana.

El fervor revolucionario se trasladó de los campos de combate al campo de la educación, y el paisaje cultural de México se pobló de nuevos espacios, ya que la escuela rural se convirtió en el eje vertebral del sistema educativo nacional. Esto fue posible con la acción de los maestros viajeros o ambulantes, y la magnífica dirección de educadores relevantes, quienes orientaron y condujeron la educación desde abajo y desde arriba. El concepto de "misión" se entrelaza con el de "cultura" y se formaliza en la presencia de las "misiones culturales", verdaderas vanguardias que partían hacia las regiones más alejadas del país en plan de enseñanza. En febrero de 1922 dio forma a uno de los aspectos más revolucionarios de su campaña: el Ejército Infantil, formado por niños de 4º, 5º y 6º grados que se dedicaban a alfabetizar a los adultos y que eran reconocidos por esa tarea con un diploma de honor. Los misioneros eran maestros, inspectores, administradores, investigadores y filósofos al mismo tiempo. Las misiones culturales estaban formadas por un grupo de expertos que recorrían el país reuniendo en determinados pueblos a los maestros de la región, para poder brindar capacitación profesional de los maestros en servicio y, a la vez, contribuir al desarrollo de la comunidad de la que éstos eran parte.

Esas misiones culturales eran complementadas por los denominados "cursos de invierno", dictados por los intelectuales de la Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional. Así, la universidad respondía al llamado popular y latinoamericanista, sintetizado en la invitación del mismo Vasconcelos a grandes maestros y a dirigentes estudiantiles, como la chilena Gabriela Mistral o como el peruano Víctor Haya de la Torre, modelos de esa nueva educación que la revolución hacía posible. Se comprende mejor, entonces, el papel que le cabe a la universidad en la nueva etapa: seguía siendo el territorio de la investigación y del conocimiento, pero debía ocuparse de la difusión y aplicación de ese conocimiento. La cultura como efecto del trabajo, esa "cultura social" de las palabras de Henríquez Ureña: de la contemplación y del discurrir ameno de las conferencias del Ateneo a la respuesta activa, ése es el camino que vemos trazado a lo largo de esos trece años que median entre 1909 y 1924, año en que Vasconcelos renunciara a la SEP.

Volvamos al mural de Diego Rivera. Dejemos el texto de Pedro Henríquez Ureña y acerquémonos a la pintura. En ese primer plano se destaca, como ya señaláramos, la joven maestra mestiza, vestida sencillamente. Detengámonos en su figura: está sentada en el suelo, y su gesto es elocuente. En su regazo hay un libro, la blancura del papel se distingue por sobre los tonos ocres predominantes. El libro está abierto y ella lo sostiene con la mano izquierda; la derecha, con la palma extendida, señala algo a sus oyentes, acompaña la lectura, expresa, dramatiza. La apuesta está en la sociedad nueva que nace de ese acto de enseñanza, que es también acto de lectura y se continúa en los proyectos febriles de colecciones, en las revistas, en la correspondencia. Detrás de la maestra y de la vigilancia revolucionaria, hay una ética de la lectura. ¿Cuál será ese libro? Seguramente, alguno de los publicados por la SEP entre los años 1921 y 1923.

En esa escena están condensadas algunas las tensiones y los problemas propios del mundo intelectual: la transmisión del conocimiento, la incorporación de las masas populares a ese proceso, los riesgos de asumir el compromiso, la necesidad de recurrir a todas las armas, el trabajo de todos como sostén de una tarea que se entiende de matriz comunitaria. La política cultural de Vasconcelos -acompañado, entre otros, por antiguos ateneístas como Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña y Daniel Cosío Villegas- puede leerse, entonces, como el pasaje del campo de batalla de las ideas al de la realidad.

Notas

1. Patricia Funes en su libro Salvar la nación: intelectuales, cultura y política en los años veinte latinoamericanos, analiza el impacto que tuvo la Revolución Mexicana en los jóvenes estudiantes, artistas y revolucionarios latinoamericanos y lo relaciona con el desarrollo de las vanguardias en la década de 1920.

2. Las Memorias comenzaron a ser escritas por el joven Henríquez Ureña alrededor de sus 25 años, en 1909, ya instalado en México, y contienen escenas de su infancia en Santo Domingo, y de los exilios familiares en Cuba y Estados Unidos; se continúan en su Diario, que se interrumpe en 1911. Ambos textos constituyen un valioso testimonio de la vida intelectual latinoamericana en el pasaje del siglo XIX al XX.

3. Nos referimos a la correspondencia entablada entre ambos amigos, quienes se conocieron en 1906. Pedro Henríquez Ureña era apenas 5 años mayor que Alfonso Reyes, pero ninguno de ellos superaba los 24 años. Este primer tomo consultado abarca el período 1907-1914 y completa lo ya señalado en la nota anterior con respecto al testimonio de época. Además, como señala el mismo editor, es posible seguir en esas cartas un verdadero "programa de lectura" que PHU organizara para su amigo y discípulo.

4. Así la denomina Carlos Monsiváis en su artículo "Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX". Allí señala cómo Vasconcelos y sus hombres imaginaron una sociedad justa y cómo estas imágenes aparecen representadas en las obras de los muralistas.

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