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Revista Pilquen

versión On-line ISSN 1851-3123

Rev. Pilquen. secc. cienc. soc. vol.20 no.1 Viedma mar. 2017

 

ARTÍCULO

El espacio troceado. En el país del silencio de Jesús Urzagasti1

Broken space. En el país del silencio by Jesus Urzagasti

 

María José Daona
mariajdaona@yahoo.com.ar
INVELEC-CONICET; Universidad Nacional de Tucumán. Argentina

Recibido: 31|01|17
Aceptado: 31|03|17

 


Resumen
Jesús Urzagasti es un escritor nacido en el Gran Chaco boliviano que vivió en La Paz desde los veinte años hasta su muerte el 27 de abril de 2013, es aquí donde escribió sus primeros textos literarios. Su escritura fue estudiada –nunca en su totalidad– centrándose en la figura del caminante, del viajero o del nómade. Mi proyecto de investigación intenta dar un giro a esta mirada y pensar la relación existente entre el espacio y las subjetividades teniendo en cuenta la localización del sujeto que escribe. Entre la casa natal y la gran urbe se inscriben las palabras que siempre quedan en ese lugar intermedio que le impide al yo habitar el territorio plenamente. En este trabajo me propongo indagar de qué manera la partida implica una pérdida de orientación del hombre que comienza a crear infinidad de caminos que le permitan recuperar su punto de referencia, su centro del mundo dejado en el Chaco natal. Para esto analizaré la configuración del espacio en En el país del silencio (1987) en base a la hipótesis de que el sujeto que habla en la novela, desmembrado en tres voces, está imposibilitado para cumplir la función de “habitar”, frente a lo que intenta crear un nuevo lugar que lo cobije.

Palabras clave: Literatura boliviana; Jesús Urzagasti; Espacio; Habitar.

Abstract
Jesus Urzagasti is a Bolivarian writer born in the Chaco region, who lived in La Paz since he was a 20-year-old boy until his death in April 2013. It is there where he wrote his first literary texts. His writing was incompletely studied, taking into account the walker figure, the one of the traveler or the nomad. This research intends to provide a new point of view by paying attention to the relationship existent between space and the subjectivities taking into account the location of the subject who writes. Between the birth house and the big city, the words which remain in the intermediate space that prevents the ego to cover the territory completely are inscribed. This work proposes to inquire the way in which the departure implies disorientation in a man who starts to create multiple paths that allow him to finally find his reference point, his center of the world left behind in his native Chaco. With this aim in mind, space configurations will be analyzed within En el país del silencio, based on the hypothesis that the speaker in the novel, broken up into three voices, is unable to accomplish the “inhabiting” function, which encourages him to create a new space to find shelter.

Key words: Bolivarian literature, Jesus Urzagasti; Space; Inhabit.


 

Jesús Urzagasti nació en 1941 en Campo Pajoso, un pequeño poblado ubicado al sur del Gran Chaco boliviano. Su vida estuvo marcada por una serie de desplazamientos que tuvieron como finalidad acceder a la educación. Estos derroteros lo llevaron a Yacuiba, Tarija, Salta hasta llegar, durante los años sesenta, a la ciudad de La Paz. En la sede de gobierno ingresó a la universidad y estudió, durante un año, la carrera de geología a la que abandonó para dedicarse a la literatura y al periodismo. Autor de siete novelas y cuatro poemarios2 es hoy, uno de los escritores más reconocidos de las letras bolivianas3.

Una imagen fundante de su escritura es el episodio, narrado por el autor en varias oportunidades4, donde escribe poemas en un cuaderno, los introduce en una botella verde y la entierra a orillas de la Quebrada Quarisuty. Esta imagen se transforma en un gesto importante ya que en ella se condensa una relación indisociable entre escritura y tierra. La partida de su lugar natal genera la pérdida de orientación del escritor que comienza a crear infinidad de caminos que le permitan recuperar su punto de referencia, su centro del mundo dejado en el Chaco natal. Todas las novelas del autor pueden leerse desde esta perspectiva en la que el lenguaje se convierte en puente, en camino para unir esos mundos. El espacio cobra gran importancia y adquiere diferentes formas según desde dónde se mire.

En este trabajo propongo analizar En el país del silencio (1987)5 y la forma que asume el espacio en relación al/los sujeto/s de la enunciación como una “retórica de trozos” acentuando el carácter desmembrado6 del texto. En él se presenta un espacio quebrado y un tiempo convulsionado que se detiene y se acelera de acuerdo con las percepciones de los sujetos. De la misma manera que la narración se suspende, y, por momentos, desaparece y las voces se presentan como fragmentos de un mismo personaje7; el espacio se retacea y transforma la lectura en una búsqueda por unir esos fragmentos diseminados a lo largo de estas páginas.

La categoría de lo ch’ixi, propuesta por Silvia Rivera Cusicanqui y el colectivo Ch’ixi, permite indagar en la relación existente entre la construcción de subjetividades y el espacio. Esta palabra aymara es pensada por la socióloga como la “traducción más adecuada de la mezcla abigarrada que somos las y los llamados mestizas y mestizos” (2010: 69) y explica su sentido de la siguiente manera:

La palabra Ch’ixi tiene diversas connotaciones: es un color producto de la yuxtaposición, en pequeños puntos o manchas, de dos colores opuestos o contrastados: el blanco y el negro, el rojo y el verde, etc. Es ese gris jaspeado resultante de la mezcla imperceptible del blanco y el negro, que se funden para la percepción sin nunca mezclarse del todo. La noción ch’ixi, como muchas otras (…) obedece a la idea de algo que es y no es a la vez, es decir, a la lógica del tercero incluido. Un color gris ch’ixi es blanco y no es blanco a la vez, es blanco y también es negro, su contrario (Rivera Cusicanqui 2010: 69-70).

En el “Manifiesto Ch’ixi” se agrega a esta noción que “es así como nuestras ciudades se han ido deformando y formando en mixturas irreverentes, ya que intentan todo el tiempo liberarse de los esquemas de lo que quiere decir ser una ciudad, un país o una sociedad” (Rivera Cusicanqui 2011:99). En este manifiesto aparece también la idea de migración como un “fenómeno dependiente de limitaciones territoriales” (Ibídem) que se opone al “sentir migrante” definido por un sentimiento de ajenidad respecto de esos esquemas.

Esta definición resulta sugerente ya que posibilita mostrar, por un lado, de qué manera la construcción de las subjetividades se vincula con el espacio y, por otro, la posición intermedia que implica una serie de negaciones, afirmaciones, yuxtaposiciones, formaciones y deformaciones de sociedades que impactan en el hombre imprimiendo maneras de habitar el mundo.

El sujeto que habla en la En el país del silencio, en la voz de Jursafú, plantea casi al comienzo del texto, su posicionamiento intermedio cuando dice “me encuentro atravesado entre dos mundos” (20)8. Sobre la base de esta afirmación surgen una serie de cuestionamientos tales como de qué manera “habita” el presente, cuáles son los espacios que lo contienen y cómo se relacionan entre sí. Reconozco cuatro espacios localizables, que forman parte del presente de la enunciación9: la casa, el diario, la calle y el cuerpo.

Tanto Otto Friedrich Bollnow (1969) como Gaston Bachelard (1975) se centran en la imagen de la casa como sitio acogedor en donde se despliega una atmósfera de intimidad y, en torno a ésta, se construyen los sentidos del “habitar”. En el caso de Bachelard, la casa se erige como “centro de amparo” que le da orden y estabilidad a la vida del hombre y deja afuera el caos y lo disperso. Bollnow agrega que el hombre no puede ser pensado desde la individualidad y que, la casa, es el espacio donde se vive en el seno de la comunidad familiar aportando la necesidad de interacción que caracteriza a los sujetos. Para éste, “habitar” significa “tener un lugar fijo en el espacio, pertenecer a ese lugar y estar enraizado en él” (121). Ventanas, puertas, escaleras, habitaciones, cajones, etc. van rellenando y configurando este microcosmos que se equipara al universo en Bachelard y a la patria en Bollnow. Ahora bien, si la casa es el espacio de lo íntimo, el “rincón del mundo” del yo, el lugar de paz y seguridad, entre otras cosas, ¿qué sucede cuando lo que sobresale es la ausencia de la casa?, ¿cómo se posiciona y se construye un sujeto que no tiene dónde cobijarse?, ¿cómo incide en la subjetividad la imposibilidad de “habitar”?

En el país del silencio es una novela “sin techo”, no hay casas, ni paredes, ni puertas, ni nada que contenga al sujeto de la enunciación, solamente una reducida habitación aparece en el relato a la que accede El Otro después de muchos años de trajinar la ciudad en busca de un trabajo. Este espacio es descrito como una “reducida habitación que tiene las ventanas clausuradas (donde) cabe un catre, unos cuantos libros, cinco troncos de madera y los utensilios para los menesteres del mate en poro” (167). En esta breve descripción de los objetos que configuran la morada, tres universos se abren: el del recuerdo, el de la palabra y el del pasado rural. El catre, los libros, los troncos de madera y los utensilios para el mate en poro funcionan como puentes entre el presente y el pasado, entre un aquí y un allá.

El catre, el centro de la casa donde empieza y termina el día según Bollnow, no es el espacio de reposo del cuerpo sino que es allí donde se abre el universo del recuerdo que puebla a la habitación de fantasmas. El insomnio y la angustia no permiten el descanso del sujeto quien, bajo las colchas, se encomienda a “las sombras del recuerdo” (139). Dice Jursafú que “Por cerrar los ojos, El Otro abre las ventanas del alma. De modo que decide levantarse. Busca la pava, la pone a calentar y prepara el poro con yerba y azúcar. Lo han serenado los recuerdos que desfilaron durante la noche” (148). Los troncos de madera y el mate en poro recrean ese espacio dejado atrás y le permiten vincularse con él. El mate es una “bebida cordial, amigo confiado en la vida de antaño” (Ibídem) y en el gesto de saborearlo se hacen presentes voces incorpóreas del pasado que dialogan con El Otro. En cuanto a los libros, son una puerta de acceso a un mundo que no tiene que ver con el pasado sino con una forma de “estar en el presente”. Dice un profesor, en una conferencia narrada por El Muerto, que “el universo entero podía ser reconstruido con las palabras que el poeta escucha en la marea de la noche” (242) y, en páginas anteriores, Jursafú cuenta cómo fue el descubrimiento de la literatura: “Toqué la puerta con inocencia y entré sin mala fe a un universo desconocido: así quedé encerrado para siempre entre las palabras” (73).

Entre ese pasado contenido en los troncos y el poro, y el presente de angustia que imprime la ciudad en el sujeto, se inscribe un nuevo territorio que forma parte del mundo privado de este personaje. Las palabras se ubican en un lugar intermedio que permiten fundar una zona que contenga todos los tiempos y todos los espacios. De esta manera, se inscribe la literatura como posibilidad de crear, recrear y reconstruir universos derruidos, de construir “un mundo más vasto y lúcido, donde la inteligencia y el corazón borraran las sombras de su encono (por El Otro)” (357), dando paso a la propuesta escrituraria de novelas posteriores a En el país del silencio.

El “sentir migrante” al que se refiere el Colectivo Chixi se materializa en relación a estos espacios de la intimidad a partir de la sensación de ajenidad que domina al personaje. La ciudad se torna esquiva, lejana, expulsiva dejando al sujeto “atrapado en una ciudad que siempre me será extraña” (167). En este sentido, las ventanas10 funcionan como metáforas de mundos clausurados y dan cuenta de la imposibilidad de acercamiento entre estos dos universos: afuera está lo ajeno, adentro lo propio.

Una serie de elementos se destacan de la afirmación anterior: por un lado, la ventana pierde su función de “ojo de la casa” que conecta lo exterior con lo interior (Bollnow); por otro lado, el espacio creado en esa reducida habitación a través de los objetos dispuestos allí, colaboran en la configuración de estos universos divididos. El sujeto recrea en esa habitación un espacio ajeno a la gran urbe y traslada la función de “habitar” hacia ellos lo que genera la negación del aquí y el ahora.

Respecto del cuerpo, la novela oscila constantemente entre lo corpóreo y lo incorpóreo. Con la figura de El Muerto asistimos a la pérdida del cuerpo11, de manera violenta, al comienzo de la obra. La ciudad nocturna, espacio donde “murmuraban los muertos, pasaban sombras embriagadas por los recuerdos” (6), lo ve transitar “convertido en temblorosa imagen de la memoria colectiva” (Ibídem). Muertos, sombras e imágenes son las diferentes formas que asume esta voz a lo largo del texto, donde lo que prevalece es la desposesión de la carne. En oposición a esto, tanto en Jursafú como en El Otro, aparece una reafirmación del propio cuerpo como morada, como el espacio de lo propio en contraposición a la ajenidad del mundo.

Entre lo corpóreo y lo incorpóreo se construye una concepción del vínculo cuerpo-mundo. Dice David Le Breton (2002a) que “existir significa, en primer lugar, moverse en un espacio y en un tiempo. […] A través de la corporeidad, el hombre transforma el mundo en un tejido familiar y coherente disponible para su acción y permeable para su comprensión” (8). El Muerto, ajeno al movimiento y a la acción, posee la voz como única marca de su existencia. Sin embargo, si retomamos la idea de que las tres voces narradoras constituyen a un mismo sujeto, cabe preguntarse cuál es el límite donde estos sujetos están contenidos y cuál es el vínculo interno de las diferentes voces y miradas. Visto así, podría pensarse en la configuración de una persona en capas donde El Otro es la parte más externa, la que palpa el mundo en un vínculo directo entre lo externo y el propio cuerpo; Jursafú, en una capa intermedia, trata de conectar la relación hombre-universo a través de la intervención del pensamiento -de ahí su relación con las palabras- y, El Muerto, es la capa más interna, la capa profunda, es sólo una voz reflexiva que intenta comprender al mundo.

El cuerpo no puede ser concebido desde la mirada moderna y occidental como el lugar de los límites del sujeto, replegado sobre sí mismo, como posesión y marca del individualismo (Le Breton 2002b) ya que la voz excede esos límites, es decir, existe antes y después de la muerte física. Si el cuerpo es una marca de presencia del sujeto, lo que se pone en juego a través de esta voz es el arraigo del universo de los muertos, como algo que existe y que posee las verdades últimas y la sabiduría vedada a los vivos, en el interior del cuerpo vivo y presente.

En las figuras de Jursafú y El Otro el cuerpo aparece ligado a la identidad del sujeto. La temporalidad, y con ella la experiencia, ingresan al texto a través de la materialidad de la carne. Dice El Otro, al recordar su primera salida del pueblo natal, que “con mi cuerpo marcado por copiosos acontecimientos, ahora transito por el pasado y de algún modo me remito al futuro” (17). Pasado, presente y futuro están contenidos en el cuerpo y, justamente, es a través del recuerdo que se estructuran las secuencias narrativas en la novela.

En el cuarto cuaderno, cuando El Otro narra un asalto de militares en el diario donde trabaja, hay un diálogo entre Jursafú y una sombra12 que gira en torno a la relación cuerpo-muerte. Una de las primeras ideas que surgen antes de este diálogo es que el hombre existe antes y después de su presencia física, con lo cual se trama una relación de unidad entre el individuo y el universo. Sin embargo es el cuerpo el que da la conciencia de dicha existencia. Dice El Otro respecto de Jursafú que “No guardaba el mínimo recuerdo de lo que era antes de venir a la tierra; es decir, el universo sólo existía en la medida en que él lo sentía en su vida” (309). De esta manera se solidifica la pertenencia del sujeto a la naturaleza; él es parte y lo mismo y la rotura entre ambos está vinculada al límite que impone el cuerpo.

Para Ana Rebeca Prada (2002) existe una simultaneidad entre vivos y muertos y la lógica cíclica que funciona en la novela genera que estos convivan en un mismo espacio, donde los muertos “esperan su turno” para corporeizarse. En este sentido, los muertos no sólo forma parten parte de la vida interna del sujeto sino que también existen antes y después de él. La diferencia entre ambos radica en la presencia del cuerpo que se constituye en morada del yo, espacio donde habita el sujeto.

Lo interesante de este “habitar” es que pierde todo su sentido de propiedad. Tanto Jursafú como El Otro hablan de su “cuerpo desnudo” y, esta desnudez se define como “lo contrario de la posesión”, espacio donde se hacen presentes “sentimientos y pensamientos de alto vuelo […] donde emerge la verdadera entrega” (313). Si, como sostiene Le Breton, la “conciencia del arraigo corporal […] sólo la otorgan los períodos de tensión del individuo” (2002a: 93), la sensación de ajenidad y extrañeza en la ciudad y el clima político violento que allí se vive es lo que genera la reflexión y la percepción del propio cuerpo. De hecho, el tema de la desnudez surge, en el caso de Jursafú, frente a la posibilidad de que le arrebaten el cuerpo los hombres armados que tomaron el diario y, en el caso de El Otro, aparece mientras observa la ciudad sitiada.

El cuerpo se transforma en la morada del sujeto, es lo que determina un “estar” en el mundo y, es allí, donde se imprime el temor a la pérdida. Ahora bien, hay dos espacios en la novela que muestran diferentes maneras de percibirlo y de poner en jaque los sentidos de fijeza del “habitar”: El primero es el diario en donde trabaja Jursafú tras el asalto ocurrido en la tarde del 31 de diciembre donde se mostrará una percepción del cuerpo retaceado vinculada a la violencia. El segundo, está relacionado a la calle que, al comienzo de la novela, es el lugar de acción de los militares que tomaron al país y, al final, se erige como el espacio del encuentro donde se comienza a pensar en la existencia de un futuro. Este espacio, abierto y público, se erige en el último cuaderno como un lugar de encuentro aunque, previamente asistamos a la disolución de los cuerpos tanto de Jursafú como de El Otro.

El episodio del diario no sólo implica la irrupción de la historia política del país en la vida privada del personaje sino que también da inicio a la clausura de los espacios cerrados en oposición a la calle que irá adquiriendo nuevos sentidos al final de este fragmento. El edificio alberga en el segundo piso a los redactores del diario –entre los que se encuentra Jursafú–, en el primero están los talleres y, en la planta baja, el departamento de publicidad. En los pisos superiores hay oficinas de embajadas y de servicios de información del gobierno, afuera está la ciudad.

Los hombres que ingresan al diario son descritos como “sujetos inventados por el despotismo” (268) que existieron desde el principio de la vida, “siempre en calidad de seres adventicios” (Ibídem) en una clara alusión a la violencia que se repite a lo largo de la historia y a su despersonalización ya que actúan como una masa dominada por la ira y el odio. Tras la orden de abandonar el edificio la percepción de los cuerpos comienza a fragmentarse. Ya no hay individuos sino que aparecen trozos de sujetos impidiendo que estos seres corpóreos puedan ser vistos en su totalidad por el ojo de Jursafú. Esto acentúa el despedazamiento de las subjetividades en un contexto político concreto que utiliza la violencia para mantener el “orden” en un Estado de hecho.

Mientras que los militares actúan siempre conjuntamente, como un colectivo, los civiles oprimidos aparecen individualizados: cada uno recibe una orden o una golpiza que lo va separando del resto de sus compañeros. Además, lo que muestra el cuaderno son las sensaciones y reflexiones que despierta el episodio en un sujeto particular donde el cuerpo se convierte en el centro de la escena frente a la posibilidad de perderlo.

Después de la orden de abandonar el edificio Jursafú busca los rostros de sus colegas pero sólo puede ver sus manos y nucas. Las primeras siempre ubicadas detrás de la cabeza, levantadas o puestas contra la pared muestran el gesto de impotencia y subordinación de los hombres frente a los sucesos, mientras que las segundas dan cuenta de la imposibilidad de ver las caras de las víctimas. El rostro es definido como “el mapa de una persona” y los ojos son los que “revelan el alcance del alma” (269), es decir, representan, tanto interna como externamente, una totalidad a la que, en este caso, no se puede acceder. Miguel Tintaya, colega aymara ocupado de la circulación del diario, fue a parar por algún contratiempo a la oficina central desde donde comienza la expulsión del edificio. Nuevamente, Jursafú ve la nuca de su amigo quien, “a su vez mira las nucas de quienes fueron sacados a empellones del recinto” (281). Tintaya es comparado con Tupac Katari por su condición de aymara extraviado frente a los invasores, escena que se reproduce a lo largo de la historia boliviana. Dice el narrador que los restos de Katari “no están en ninguna parte porque están en todas” (282) acentuando el descuartizamiento de los hombres como víctimas de la violencia.

Es interesante observar también que la desocupación del edificio comienza desde el centro hacia afuera denotando el carácter de indefensión que da el espacio cerrado. En contraste con esto, recuerda Jursafú que, durante la masacre de noviembre de 197913, todos se resguardaron en la sala de redacción desde donde observaban a “un pueblo despierto en su impotencia” (301). Tras el ataque salieron a la calle colmada de ríos de sangre y “siluetas recortadas” (302) de mujeres que entierran a sus difuntos. Más de cuatrocientas personas fueron masacradas en aquella oportunidad. Ahora, los términos se invierten y el espacio que funcionó como “madriguera” pierde su sentido de guarida ya que la permanencia implica morir.

La narración reproduce la manera de percibir el tiempo de Jursafú. Si al comienzo del cuaderno “todo cobró velocidad” (266) vemos que después se aletarga hasta que, con el primer golpe en la espalda, “cae el reloj” (286) y el tiempo queda detenido. El mayor lapso temporal lo encuentra a Jursafú bajando las escaleras que funcionan como un espacio intermedio entre el adentro y el afuera, entre la vida y la muerte.

En cuanto a la calle se transforma, al final del texto, en el espacio propicio para el “habitar”. La ciudad es presentada desde el comienzo de la obra como un lugar despoblado debido a la situación por la que atraviesa el país y las calles, zona de tránsito de los habitantes de la urbe, se convierten en intransitables y se destaca la ausencia de los sujetos que transforman a la ciudad en un cementerio. El personaje se desplaza por estas calles convertido en fantasma y dominado por el “sentir migrante”.

Ahora bien, frente a la ausencia de casa y a la pérdida del diario como lugar protector, la calle se erige como un espacio de liberación. En esta transformación lo que sobresale es la presencia circular del tiempo. La calle puede ser, al final del libro, el espacio del encuentro por la noche en donde transcurren los sucesos: el fin de una época y el comienzo de otra. Dicha noche encuentra a “un oleaje de almas desconocidas (que) se apropió de las calles” (381). El proceso de apropiación se invierte y es ahora el pueblo el que las ocupa y no ya los militares.

Si bien esto está planteado como un paréntesis por los festejos de un nuevo año, es importante destacar que en esta colectividad no aparecen cuerpos sino almas. Dice El Muerto que ahora recorre “el rostro de la multitud” (387). Si el rostro era considerado “el mapa de una persona” lo que ve esta voz es una totalidad unida por un deseo común y, la posibilidad de observar los ojos de las personas, le permite contemplar lo más profundo del sujeto por lo que no se individualiza lo corpóreo. En las últimas dos secciones del anterior cuaderno asistimos a la desaparición de Jursafú y de El Otro que se produce cuando estos se hacen parte de esta multitud. Ambos “culminaron dolorosos períodos de búsquedas” (400) y le ceden la voz a El Muerto que habla de ellos como desaparecidos.

Retorna el juego entre lo corpóreo y lo incorpóreo. El sujeto que habla y que carecía de un pasado narrable ahora “olfatea el aire” (400), dice caminar, hablar con la gente, mira no ya desde la distancia sino desde la cercanía y se refiere a su cuerpo presente. Comparte las calles no sólo con los vivos sino también con las sombras de Arciles y de Adrián, muta y se transforma nuevamente en un fantasma. Este gesto de ser y no ser de alguna manera sintetiza la forma que asume el espacio a lo largo del libro. Estos se van modifican por las condiciones subjetivas que imprime el sujeto. Así, la habitación funciona como puente entre tiempos pasados y el presente; el cuerpo pasa de ser el reducto del ser a haber sido tragado por la tierra; el diario deja de ser un lugar familiar para convertirse en un sitio hostil donde es imposible sobrevivir y la calle, a pesar de las inscripciones de la violencia, se transforma en el espacio del encuentro.

Ninguno de los espacios es cerrado sino que oscilan entre diferentes posibilidades, es decir, se resisten a una representación única, totalizadora. Es por esto que propuse pensarlo desde la categoría de lo Ch’ixi, como eso que es y no es a la vez, como aquello que está en una constante construcción que implica formaciones y deformaciones en un gesto por dejar atrás las nociones que fijan y establecen “modos de ser”.

La aproximación al análisis espacial que planteé se relaciona con un gesto que implica un movimiento desde lo más interno hacia lo externo que podría leerse como un paso de lo individual hacia lo colectivo. Es en esta colectividad donde desaparece el sentimiento de extranjería y es también la que puede imprimir los sentidos del habitar no ya como la posesión de un lugar físico sino como la posibilidad de “estar arraigado”, es decir echar raíces, no en un sitio determinado del mapa, sino entre la gente, en el tiempo circular –opuesto al tiempo histórico– y el espacio propicio para el retorno del héroe anticolonial, Túpac Katari, multiplicado por miles de restos de sujetos que resisten la opresión.

Notas

1. Este trabajo forma parte de una investigación mayor en donde estudio “La escritura de Jesús Urzagasti (1941-2013)”. Una primera versión de estas páginas fue presentada en las JORNADAS ANDINAS DE LITERATURA LATINOAMERICANA (JALLA) realizadas entre el 8 y el 13 de agosto de 2016 en la ciudad de La Paz, Bolivia.

2. Algunas de las novelas publicadas por el autor son Tirinea (1969), De la ventana al parque (1992), El último domingo de un caminante (2003), Un hazmerreír en aprietos (2005). Entre sus poemarios destaco Yerubia (1978) y Frondas nocturnas (2008).

3. La obra de Urzagasti, fundamentalmente sus tres primeras novelas, fue objeto de diversos estudios. Para organizar toda esta bibliografía propongo reconocer tres trabajos que determinan las formas en que se leyó su escritura en los años setenta, ochenta y noventa. Si bien es Oscar Rivera Rodas en Nueva narrativa boliviana (1972) el primero que escribe sobre Urzagasti será el ensayo “Del nomadismo: Tirinea de Jesús Urzagasti” (escrito en 1977-78 y publicado en 1986) de Luia Antezana el que posiciona a esta novela, y con ella a su autor, como un imprescindible de la segunda mitad del siglo XX boliviano. Además, su lectura desde el nomadismo prefigura las direcciones de lectura que se realizarán en torno a ella. Durante los años ochenta Blanca Wietütchter en “A propósito de las contraliteraturas” (1983) evidencia las grietas y fisuras en el interior del sistema literario que genera Urzagasti, propuesta que se profundiza y enriquece en Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia (2005)escrito junto a Alba María Paz Soldán. En 1998 Ana Rebeca Prada culmina su tesis doctoral titulada Viaje y narración. La narrativa de Jesús Urzagasti que se publica en 2002. En ella analiza la noción de viaje en las cuatro primeras novelas del autor (las que se habían publicado hasta ese momento) en tres direcciones fundamentales: los procesos migratorios ocurridos durante la historia de Bolivia; la migración como “texturización” cultural y discursiva y el viaje cultural como un discurso artístico alternativo. Desde mi perspectiva, el estudio de Prada concluye el proceso de consagración de Urzagasti dentro de la academia literaria. Además de ellos hay una serie de destacados críticos que se aproximan a esta vasta obra de los que destaco a Juan Carlos Orihuela, Claudia Bowles, Omar Rocha Velasco, Norma Klahn, Guillermo Delgado, entre otros. En un trabajo que realizo en la actualidad, además de aproximarme a los trabajos en torno al escritor en cuestión, me pregunto por su ausencia en textos críticos fundamentales como ser Literatura contemporánea y grotesco social en Bolivia (1992) de Javier Sanjinés, La patria íntima (1998) de Leonardo García Pabón, Las tentaciones de San Ricardo. Siete ensayos para la interpretación de la narrativa boliviana del siglo XX (2011) de Marcelo Villena.

4. Este episodio no solo está narrado en algunas de sus novelas, las que tienen una fuerte carga autobiográfica, sino también en algunos textos dispersos como por ejemplo en “Jesús Urzagasti por él mismo (I): los orígenes” de Norma Klahn y Guillermo Delgado (2013) en la Revista Nueva Crónica y buen gobierno donde dice: “Empecé a escribir en un cuaderno y cuando tuve que volver dije ‘¿qué hago con esto, qué es esto?’. Me vino un sentimiento de culpa: me mandaron a estudiar tornería, a manejar la fresadora y resulta que yo anoté cosas en un cuaderno. Entonces, metí ese cuaderno en una botella verde y le puse, a falta de corcho, un marlo y la enterré en la orilla de la Quebrada Quarisuty. Esa fue mi iniciación, digamos, a la literatura, a través de un sueño”.

5. En el país del silencio fue escrita entre febrero de 1981 y diciembre de 1982 en un contexto de golpes de Estado, crisis social, política y económica. Fue publicada en 1987 por la editorial Hisbol. La novela está dividida en cinco cuadernos. En cada uno de ellos hablan Jursafú, El Otro y El Muerto y sus voces van construyendo el relato. Es un texto sumamente complejo, que se enmarca en la noche del 31 de diciembre de 1980 en la ciudad de La Paz. Las tres voces, que por momentos también son personajes, recuerdan sucesos del pasado y van construyendo este texto carente de narración. A su vez, estas tres voces constituyen diferentes facetas de un mismo sujeto. En “En el país del silencio. Novela desmembrada” (Daona 2016) analizo la estructura de este texto a partir de la noción de “desmembramiento”.

6. Recurro a la figura del desmembramiento para dar cuenta de que los diferentes elementos que la componen, (división en cuadernos, voces narradoras, construcción de personajes, etc.) están marcados por el trauma social –iniciado con la Conquista y colonización de América– que repercute en las subjetividades. Es una novela fragmentada, atravesada por la disolución y la búsqueda de verdades profundas que permitan explicar el presente del país. A su vez, la figura de Tupac Katari, resignificada durante las décadas del sesenta y setenta con el surgimiento de los movimientos indianistas y kataristas, se erige como símbolo de la rotura y de la heterogeneidad.

7. Norma Klahn (2005) concibe al narrador como un “sujeto-en-proceso” que busca las maneras de representar las realidades fronterizas a partir de una poética que “asume la política de un nacionalismo anti-colonial (42)”.

8. Urzagasti, Jesús. En el país del silencio. La Paz: Creativa. 2007. Todas las citas pertenecen a esta edición.

9. Dejo afuera, en este trabajo, los espacios vinculados al pasado que recuerda este sujeto.

10. En cuanto a la ventana, hay una zona de la novela en la que Jursafú habla de El Otro, en donde ésta no está clausurada sino que está abierta, con las luces siempre encendidas. Sin embargo, la mirada no está puesta en el exterior sino que el gesto de observar hacia afuera es un disparador de la memoria.

11. Al comienzo de la novela, en la voz de El Muerto, se narra la historia de un hombre –del cual no se dice el nombre– que, tras mantener relaciones sexuales con una mujer, sale a la calle y es asesinado por los militares que tienen tomada las calles de la ciudad. Este hombre puede ser equiparado a la figura de El Muerto quien no aparece como personaje a lo largo de la novela. Recién en el quinto cuaderno esta voz hablará sobre sí misma en primera persona.

12. Esta sombra encarna la figura de El Muerto poniendo al descubierto la relación existente entre las diferentes voces narradoras ya que también puede interpretarse como la propia sombra de Jursafú.

13. El 1 de noviembre de 1979, el militar Alberto Natusch Busch, en alianza con algunos parlamentarios del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y del Movimiento Nacionalista Revolucionario de Izquierda (MNRI), llevó adelante un Golpe de Estado que destituyó al gobierno de Walter Guevara Arze. El saldo fueron cientos de muertos y heridos. Este acontecimiento se conoce como la Masacre de Todos Santos.

REFERENCIAS

1. Bachelard, Gastón. La poética del espacio. México: FCE. 1975.         [ Links ]

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