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Revista Pilquen

On-line version ISSN 1851-3123

Rev. Pilquen. secc. cienc. soc. vol.22 no.4 Viedma Dec. 2019

 

ARTÍCULO

¿Qué son las Prohibiciones fundamentales? Un abordaje postestructuralista de la cuestión criminal

What are fundamental prohibitions? A poststructuralist approach to the criminal question

 

Sergio Tonkonoff
tonkonoff@gmail.com

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas; Universidad de Buenos Aires. Argentina

Recibido: 26|03|19
Aceptado: 17|10|19

 


Resumen
El presente trabajo se propone elaborar una perspectiva general de la cuestión criminal entendida como una cuestión relativa a los procesos de producción y re-producción de prohibiciones fundamentales y al castigo penal de sus transgresiones. Se trata, ante todo, de proponer un concepto renovado de prohibición fundamental en un marco posestructuralista y en diálogo crítico con la sociología clásica, el psicoanálisis y la antropología estructural. En nuestra hipótesis una prohibición fundamental es un mandato mítico de exclusión que, instituyéndose de modo histórico y contingente, produce las fronteras finales de un conjunto societal al interior de un campo social plural e indefinido. Fronteras que para alcanzar su eficacia deben materializarse mediante el castigo penal de algunas de sus transgresiones y la producción de alteridades radicales. En ese sentido puede afirmarse que las prohibiciones fundamentales son medios de producción de la sociedad.

Palabras clave: Prohibiciones fundamentales; Transgresiones criminales; Castigos penales; Campo social; Multitud; Orden socio; Simbólico. 

Abstract
The present work intends to elaborate a general perspective of the criminal question understood as a question related to the processes of production and re-production of fundamental prohibitions and to the criminal punishment of their transgressions. Above all, we will propose a renewed concept of fundamental prohibition in a poststructuralist framework and in a critical dialogue with classical sociology, psychoanalysis and structural anthropology. In our hypothesis a fundamental prohibition is a mythical mandate of exclusion that, instituted in a historical and contingent way, produces the final borders of a societal group within a plural and indefinite social field. To achieve their effectiveness, that borders must be materialized through the criminal punishment some of their transgressions and the production of radical alterities. In this sense, it can be stated that the fundamental prohibitions are means of production of society.

Key words: Fundamental prohibition; Criminal transgression; Criminal punishment; Social field; Multitude; Socio-symbolic order.


 

INTRODUCCIÓN

En las ciencias sociales y las humanidades contemporáneas, las prohibiciones no parecen ser un tema relevante. A veces incluso se las ve como piezas arqueológicas. Sobre todo, cuando se trata de aquellas prohibiciones calificadas como fundamentales. La conciencia de que lo que cada cultura ha considerado como fundamentalmente prohibido es variable, sumada acierto tipo de reflexión filosófica respecto de esta historicidad, parecen haber alimentado un relativismo difuso. Como si el problema de los universales antropológicos estuviera saldado y la ausencia de fundamento natural en los asuntos humanos condujera necesariamente a la presunción de que no existen -ni sociológica ni éticamente- reglas fundamentales. A esto se suma que algunas robustas teorías de la modernidad entienden al despliegue del capitalismo como idéntico a la des-sacralización absoluta de las relaciones societales. Allí donde todo es pasible de ser comercializado, se dice, sería imposible que algo permanezca firmemente prohibido -esto es, excluido de los intercambios profanos por una barrera moral que lo protege. Por su parte, los saberes que sirven a la auto- descripción de esas relaciones capitalistas -el derecho y la economía política, ante todo- participan de tales presunciones, y las tienen como principios. Informado por estas (y otras) fuentes, el sentido común parece convencido de que el mundo actual carece de moral o sufre una crisis moral severa. Y como prueba remite a distintos discursos institucionales: los mass-mediáticos en primer lugar. Discursos que anotician, sin interrupción, de las más variadas transgresiones a normas de conducta que desde siempre, se cree, fueron sagradas. Puede consignarse, por último, cierto clima de animadversión generalizada a las prohibiciones en tanto tales. Rechazo que constituye un rasgo fuerte de la cultura contemporánea. La modernidad primero, y la pos o tardo-modernidad después, se presentaron como movimientos de liberación globales respecto de las interdicciones que tradicionalmente pesaban sobre los individuos - y lo fueron, en gran medida. En el discurso político y estético de la modernidad, la libertad individual se exhibe como el valor más alto (sagrado!) y como lo opuesto a cualquier prohibición. Así, la actividad de prohibir tiende a aparecer como a priori reaccionaria, aun cuando se reconozca que ciertas acciones, relaciones y prácticas no pueden ser permitidas bajo ninguna circunstancia.

Ahora bien, afirmar que algo no debe permitirse en ningún caso, ¿no es decir que debe estar terminantemente prohibido? ¿Y no es considerar fundamental, en algún sentido, su prohibición? Esto, aunque no se sepa bien en qué basar esa interdicción, aunque se entienda que no hay fundamentos naturales para sostenerla, y que la lógica capitalista impide o desconoce su consolidación -e incluso su eficacia relativa.

Sirva el esbozo de esta inconsistencia para llevarnos a abordar de un modo alternativo la cuestión de las prohibiciones fundamentales. Cuestión que, afirmamos, no es otra que la cuestión criminal si se la entiende como relativa a los procesos de producción y re-producción socio-histórica de los límites de un conjunto societal y al castigo penal de la violación de estos límites. En lo que sigue nos ocuparemos, ante todo, de elaborar el marco conceptual donde esta perspectiva pueda sostenerse. Un marco que en términos generales puede calificarse como postestructuralista y que, en la articulación de un concepto renovado de prohibición fundamental, retoma (selectivamente) y reformula la herencia de la sociología clásica, el psicoanálisis y el estructuralismo. En diálogo crítico con estas tradiciones y en la veta abierta por las lecturas contemporáneas de Lacan, postularemos e intentaremos sostener la siguiente hipótesis: las prohibiciones fundamentales son sistemas semióticos que, instituidos políticamente y materializados penalmente, obran como deberes de no-hacer en un campo social instituyendo sus límites y produciendo sus definiciones, orientaciones y posiciones más elementales. Es decir que las prohibiciones fundamentales son sistemas de sentido y comunicación que rigen como mandatos de exclusión en un campo social determinándolo, transformándolo en un orden socio-simbólico. O todavía, en otros términos: son medios de producción de la sociedad.

La producción de la sociedad así entendida es política porque implica un trabajo incesante de estructuración de sentidos comunes (con la consecuente instauración de posiciones de sujeto), y es penal porque implica la institución de esos sentidos por la vía de rituales de exclusión que encarnan en determinados grupos e individuos los anti- valores producidos por las prohibiciones. Veamos.

PSICOANÁLISIS Y ANTROPOLOGÍA

El psicoanálisis clásico puede caracterizarse como un pensamiento de la prohibición. Se trata, en realidad, de un pensamiento de la prohibición, la transgresión y el castigo como instancias estructurantes de la vida psíquica. Esto no ha impedido -antes bien, ha requerido- que la investigación psicoanalítica se pregunte, además, por la relación entre individuo y sociedad, así como por la estructuración de la sociedad misma. Ese decurso que parte del cuerpo pulsional y se dirige a la organización societal tiene a las prohibiciones como un eje central de su recorrido, puesto que aquí las interdicciones del incesto y el asesinato fundan y organizan la subjetividad individual en la encrucijada del complejo de Edipo. Lo que equivale a decir que, para el psicoanálisis, no hay subjetividad posible sin esas prohibiciones que, por lo mismo, son fundamentales. Ellas estructuran la psique de cada individuo mediante la llamada represión primaria, al tiempo que la sujetan al orden de la cultura. Pero esto implica que existe un lazo indeleble entre prohibición y subjetividad, tanto como entre prohibición y sociedad. En el Malestar en la Cultura, Freud (1996) deja claro que, en su opinión, las prohibiciones constituyen el bastión de la cultura. Y es en Totem y Tabú (1985) donde propone un "mito científico" como modelo de comprensión del origen de las prohibiciones del incesto y el parricidio - en tanto interdicciones que marcan el pasaje de la naturaleza a la cultura para la especie humana. Allí da cuenta, precisamente, del doble carácter de estas prohibiciones: tajantemente excluyentes y "negativas" (faceta tabú) y a la vez idealizantes y "positivas" (faceta tótem). Decir esto es afirmar que se trata de interdicciones sagradas, prohibiciones trascendentes que tanto proscriben algunos deseos como prescriben otros.

Cada uno a su manera, Bataille, Lévi-Strauss y Lacan retoman, desarrollan y resinifican estos postulados centrales del psicoanálisis clásico. Como Freud, Bataille (1974, 1976) entiende que las prohibiciones fundamentales cumplen en fundar el núcleo duradero de la vida social, al tiempo que estructuran la subjetividad humana. Específicamente, las define como "actos imperativos de exclusión" de la violencia que siempre involucran los deseos reprimidos (Bataille 1976: 155). En su caso, esto implica el postulado de una negatividad constitutiva del deseo humano, considerado como invariablemente excesivo y destructivo respecto del orden cultural. Bataille (1974, 1976) tiene por fundamentales las prohibiciones relativas a la sexualidad y la muerte, y afirma que ellas separan a la especie humana de la naturaleza y hacen posible el mundo del trabajo, la razón y el individuo. Rechazando la negatividad del deseo humano -o, más bien, maldiciéndola-, estas interdicciones inauguran la dialéctica prohibición-transgresión-castigo que caracteriza a la economía de los afectos y las pasiones tanto individuales como colectivas. Pero todo ello sucede, agrega Bataille, porque estas prohibiciones no son reglas instrumentales. Se trata, antes bien, de imperativos míticos. Es decir, leyes que se presentan como sustraídas de la interacción social profana, escapando así a la explicación racional y al uso reflexivo de quienes están subjetivados por sus mandatos.

Por su parte Lévi-Strauss, tomando elementos básicos del psicoanálisis y elaborándolos con las herramientas de la lingüística estructural, también ha postulado una íntima relación entre prohibición, sujeto y sociedad. Pero lo ha hecho desechando la dimensión "energética" (libidinal, afectiva, o batailleana si se quiere) de esta relación, y ha retenido su dimensión "lógica" (cognitiva, clasificatoria, estructuralista). Ejemplar en esto es su obra Las Estructuras Elementales de Parentesco. Allí afirma que estas estructuras son condición sine qua non de la organización social (y subjetiva), ante todo porque son estructuras simbólicas o de sentido. Todo sistema de parentesco nos dice, se encuentra articulado a partir de una regla fundamental: la prohibición del incesto. Ella tiene tanto un valor lógico como sociológico en la medida en que define posiciones diferenciales en el grupo familiar (padres-hijos-tíos-primos), tanto como obliga al intercambio con otras familias. Esta regla comporta la exclusión de ciertos comportamientos al tiempo que dispone otros: la obligación de rechazar determinadas uniones intra-familiares es, a la vez, la prescripción de procurar determinadas alianzas matrimoniales. Tal es, en realidad, la forma de cualquier regla estructurante del intercambio societal, por ello Lévi-Strauss (1977) entiende estas reglas como sistemas semióticos. Pero, además, la prohibición del incesto posee a sus ojos un carácter antropológico decisivo puesto que, en ella y por ella, se produce el paso de la naturaleza a la cultura (Lévi-Strauss, 2009: 58-59).

Por su parte Lacan, ubicándose en la encrucijada que él mismo articula entre Freud, Bataille y Lévi-Strauss, también considera a las prohibiciones como condiciones estructurantes de la sociedad y los sujetos. Entiende, al modo estructuralista, que tanto los sujetos como las relaciones intersubjetivas sólo pueden tener lugar a través de estructuras simbólicas que las hagan posibles (Lacan, 2005). Estos sistemas simbólicos están articulados por significantes amos -significantes cuya faceta proscriptiva permite que funcionen precisamente como prohibiciones. Son ellas las que, radicándose en el cuerpo, producen a los sujetos humanos como "sujetos del significante". En términos más específicos, Lacan sostiene que la estructura simbólica de la sociedad es soportada subjetivamente por el Nombre-del-Padre. El rol de este significante singular, que instituye el orden simbólico para el sujeto, es tanto prohibitivo como productivo. Por un lado, exige el sacrificio del goce (de la violencia, dirá Bataille) a un cuerpo pulsional que siempre se resiste a su completa simbolización. Pero por otro, hace posible la emergencia del sujeto como sujeto de la cultura - aunque no sin residuos que siempre retornan como síntomas, lapsus, sueños, alucinaciones, pasajes al acto. Así, Lacan pone de relieve la función lógica de las prohibiciones fundamentales (al modo de Levi-Strauss), tanto como revela sus funciones productoras y reguladoras de la economía del deseo y sus restos insimbolizables (al modo de Bataille). Pero en Lacan, además de lo simbólico y lo real, hay todavía otra dimensión o registro que entra en juego en la constitución y dinámica de los sujetos tanto como de los sistemas sociales. Se trata del registro imaginario que se enlaza con los otros dos tomando la forma de nudo borromeo. El imaginario es el registro propio de la agresividad humana puesto que en él se producen "tensiones relacionales" a las que indefectiblemente conducen las identificaciones especulares que le son propias, y que sólo el orden simbólico es capaz de pacificar (Lacan 2005). Podemos decir entonces que, en Lacan, la prohibición implica para el sujeto del deseo tanto el sacrificio del goce como la subordinación del registro imaginario al registro simbólico. Es este "barrado" el que funda al sujeto humano y lo deja, desde entonces y para siempre, a la búsqueda de lo prohibido.

SOCIOLOGÍA E HISTORIA

Ahora bien, si se acepta el valor subjetivante de prohibiciones que, por lo mismo, serían fundamentales ¿es preciso reservar ese calificativo sólo a interdicciones que serían universales por haber estado vigentes, desde el comienzo de lo humano, en todo tiempo y lugar? Freud (1985), Bataille (1976), Levi-Strauss (1993) y, a veces, Lacan (2005), responden afirmativamente a esta pregunta1. Como vimos, en las líneas centrales de reflexión de estos autores, las prohibiciones fundamentales tienen un carácter antropológico en el sentido estricto (o tradicional) del término: son los operadores universales del paso de la naturaleza a la cultura. Y ese sería el caso de las prohibiciones del incesto y el parricidio (Bataille agrega el canibalismo). Ante ellas, todas las demás prohibiciones pueden llamarse secundarias.

Para el abordaje que intentamos elaborar aquí es posible hacer un uso crítico de este legado monumental, sin sumergirnos en el imposible problema del paso del cero al uno en la producción de lo humano como diferente del resto de la naturaleza. Más que procurar responder cómo tuvo lugar, in illo tempore, la humanidad diferenciada de su entorno natural se trata para nosotros de articular una sintaxis teórica y un vocabulario conceptual que permita dar cuenta del modo en que las agrupaciones humanas se producen cada vez como ordenes simbólicos. Y lo hacen a través de la institución de distintas prohibiciones definidas cada vez como fundamentales -prohibiciones que, ya lo veremos, son re-producidas cada vez mediante el castigo penal a sus transgresiones. Ello significa aceptar que cualquier origen o comienzo de este tipo es permanente, y que estos cada vez implican siempre, entre otras cosas, una (re)definición de lo que será naturaleza y lo que será cultura-tanto como de la alteridad radical, o exterior constitutivo de ambas.

Obrado de esta manera, el legado del psicoanálisis y de la antropología estructuralista, puede ser puesto en relación con algunas líneas mayores de la sociología clásica: aquellas que subrayan la diversidad de las conductas que, a lo largo del tiempo y de las distintas culturas, fueron tenidas por criminales. Es decir, conductas prohibidas por interdicciones consideradas, con o sin razón antropológica, como fundamentales. En esto Tarde y Durkheim coinciden. Ambos insisten en desestimar la pertinencia del concepto de "crímenes naturales" -entendidos como acciones que, en siempre y en todas partes violan proscripciones igualmente universales. Sobre todo, porque la idea de un crimen natural es, para ambos, una contradicción en sus términos. Y, por lo mismo, la idea de una prohibición que pueda ser fundamental por a-histórica, también lo es.

Tarde (2019) sostiene que sólo el asesinato y el robo han sido universalmente rechazados como criminales, pero aclara enseguida que se trata de interdicciones protegen únicamente a los miembros del grupo de referencia, con lo cual, no pueden ser llamadas universales en el sentido de valer para todos. Durkheim (1989) por su parte, afirma que cualquiera sea el caso, cualquiera sea el inventario de acciones que en todo tiempo y lugar estuvieron prohibidas, ésta es mínima y resulta insuficiente para elaborar una definición sociológica de crimen. Ambos rechazan la posición del positivismo criminológico de Lombroso, Garófalo y Ferri, cuando afirma la existencia de "delitos naturales" entendidos como aquellas acciones que ofenden sentimientos invariable y universalmente propios de la especie humana. Esos sentimientos, sostuvo Garófalo (1898), serían la piedad (aversión a la crueldad) y la probidad (respeto de la propiedad privada) tal como se expresan en el término medio de los individuos de una sociedad. Las acciones que ofenden estos sentimientos serían, entonces, criminales según las leyes de la naturaleza. Habría también, como postulaba Lombroso (1943), un tipo natural de delincuentes: aquellos que habrían nacido sin los sentimientos en cuestión.

Tanto Tarde como Durkheim retienen la idea de que un crimen es una acción que ofende sentimientos comunes al término medio de un conjunto societal determinado. Pero, en ambos, la definición de crimen es sociológica en lugar de antropológica, y es relativista en lugar de esencialista. Sociológica porque, de acuerdo con ellos, lo que el crimen hiere no son los sentimientos eternos que caracterizarían a los humanos en tanto especie, sino los sentimientos colectivos que configuran los núcleos valorativos más intensos de cada sociedad. Esos sentimientos comunes (esos valores) lejos de ser únicos, universales e inmutables, cambian a lo largo del tiempo en cada sociedad y varían de una sociedad a otra. Lo que sea considerado piadoso o probo, resulta pues variable de acuerdo con lo que cada conjunto societal considera al respecto. Asimismo, pueden concebirse sociedades donde los atentados a estos sentimientos, cualquiera sea su definición, no resulten criminales. De modo que, tanto para Durkheim como para Tarde, una acción no es criminal por su contenido intrínseco, sino porque es rechazada moralmente por un conjunto social determinado. Pero cada conjunto determina su propia moral: he allí el relativismo. Según esto, si determinada sociedad condena como criminal la hechicería y no los asesinatos -como parece haber sido el caso de las sociedades feudales europeas- no habría nada de moralmente equivocado en ello. Ninguna sociedad erra respecto de lo que define como inmoral para sí misma, porque no hay nada criminal fuera de esa definición. El crimen no tendría pues esencia: ni la maldad de los moralistas y religiosos, o el egoísmo ilimitado de los utilitaristas, tampoco la falta de piedad y probidad positivista. Y a esto puede, sin duda, agregarse las pulsiones sexuales y destructivas del psicoanálisis.

La sociología clásica -al menos en Tarde y Durkheim- rechaza toda definición sustancialista y ahistórica de prohibición y de crimen. Entiende, además que, tratándose de fenómenos sociales, no pueden ser explicados por causas individuales, y que, por lo mismo, será equivocado querer dar cuenta de su existencia y desarrollo en términos de patologías individuales. La cuestión criminal remite aquí, en general, al problema de los fundamentos valorativos y de la reproducción regulada del orden societal; y, en particular, a la relación entre las prohibiciones que una sociedad tiene por sagradas y el castigo de sus transgresiones2. Dado que el contenido de esas prohibiciones y los tipos de castigo a su violación varían en el tiempo y el espacio, la sociología no puede más que afirmar el carácter netamente histórico y social del crimen. En esta veta, Sutherland ha elaborado el listado que algunas conductas que a lo largo de la historia de Estados Unidos fueron prohibidas como criminales: "imprimir un libro, profesar la doctrina médica de la circulación de la sangre, conducir con redes, vender moneda a extranjeros, guardar oro en casa, comprar mercaderías en camino para el mercado, o comprarlas en el mercado y venderlas a un precio superior, emitir cheques por menos de un dólar" (Sutherland, 1939:27). Sirva esta enumeración, y la extrañeza que produce frente a lo que hoy en esa misma sociedad se considera criminal, para ilustrar la variabilidad socio-histórica de lo prohibido.

UNA HIPÓTESIS

Es posible afirmar, como lo hace el psicoanálisis, que cada individuo participa de la reproducción del orden cultural en tanto es sujeto de prohibiciones fundamentales. Es posible aceptar, también, que en el cuerpo de ese individuo vive, al mismo tiempo, una negatividad residual que es hostil a los interdictos del orden en cuestión. Ahora bien, esta aceptación no supone entender al cuerpo pulsional como la única alteridad radical con la que debe lidiar una cultura. Tampoco supone acordarle un estatuto a-histórico a las prohibiciones que, sin embargo, pueden considerarse fundamentales. Cuando las interpretaciones psicoanalíticas encuentran en la inadecuación entre el cuerpo deseante y el orden societal la clave única de los malestares subjetivos y sociales, permanecen prisioneras del binomio individuo/sociedad -binomio esencialista, al menos en lo que a la noción de sociedad respecta. Y esto porque allí donde se ha rechazado la concepción del individuo como una entidad auto-centrada y transparente en favor de un sujeto descentrado por el deseo inconsciente, permanece todavía presente una visión de la sociedad como totalidad estructurada por un núcleo de prohibiciones invariables en forma y contenido.

Ante ello, es posible elaborar una concepción descentrada del espacio social: un abordaje que debe conducirnos a una comprensión renovada de los malestares de la cultura, y sobre todo de la cuestión criminal y sus dinámicas. Es preciso que esta concepción evite, ante todo, reponer el tema mítico de naturaleza (ahora entendida como pulsión) versus cultura (desde siempre entendida como orden fundamentado en determinaciones a-históricas). Para ello es necesario, proponemos, desarrollar el concepto de campo social en su diferencia con el de ensamble o conjunto societal. Es preciso, asimismo, reformular el concepto tradicional de multitud y otorgarle una renovada extensión y relevancia. Ambas operaciones, -la incorporación de la diferencia social/societal y la revalorización de los dinamismos multitudinarios-, nos conducirán a transformar la imagen habitual de lo que llamamos sociedad (o cultura), tanto como de lo que entendemos por individuo. Nos llevarán, asimismo, a resignificar los resultados de la crítica sociológica a la naturalización de las regulaciones societales. Nos proveerán, finalmente, del espacio para la conceptualización de unas prohibiciones que resulten tan fundamentales como históricas, contingentes y cabalmente políticas.

Los resultados centrales de esta articulación conceptual pueden sintetizarse como sigue: una prohibición fundamental es un mandato de exclusión mítico que, instituyéndose de modo histórico y contingente, produce las fronteras finales de un conjunto societal al interior de un campo social plural e indefinido. Se trata de proscripciones que, producidas políticamente como trascendentes y sancionadas penalmente, funcionan a la manera de fundamentos últimos para un conjunto heterogéneo de individuos y grupos que, por ellas, se reconocen como perteneciendo a una cultura. Lo que hace a una prohibición fundamental o primaria, diferenciándola de otras que resultan secundarias, no es la cualidad de lo que rechaza (ni de lo que afirma, por contraste), sino la posición estructurante que ocupa, así como el grado de codificación mitológica, de investimiento afectivo y de ritualización penal que la sostienen. Esa posición es, entonces, la de límite final de un orden socio-simbólico. Límite que instituyendo los valores más altos de un conjunto y rechazando su ataque o desconocimiento, funciona de modo tal que donde había (donde siempre hay) una infinidad de creencias, deseos, acciones y relaciones sin contornos precisos ni sentidos comunes habrá (aunque nunca termina de haber totalmente) un interior diferencialmente articulado y ritualmente separado de un exterior radical. Es decir, una sociedad, sus sujetos, sus objetos y sus alteridades extremas. O puesto todavía, en otros términos, un nosotros y sus exterioridades inmanentes.

Esto implica, si se quiere, asumir al modo postestructuralista (lacaniano), que todo ordenamiento societal es un ordenamiento simbólico producido a través de un conjunto de estructuras significantes. Y que esos sistemas de sentido requieren de un "cierre" (siempre parcial y en última instancia imposible) obtenido a través del establecimiento de lo que Laclau (2005) llamó puntos nodales de investimento radical, o de lo que Zizek (1989) denomina puntos de acolchado y Butler (2003) tiene por significantes políticos. Significantes que permiten la sistematicidad del sistema societal instaurando sus límites antagónicos, y que lejos de ser meramente represivos producen valores hegemónicos e identidades colectivas.

Tal cosa es, en definitiva, lo que aquí llamamos prohibiciones fundamentales -y es por ello que calificamos a nuestra elaboración conceptual de la cuestión criminal como post- estructuralista3. Si hablamos de prohibiciones fundamentales en lugar de significantes hegemónicos, si preferimos este abordaje por la "negativa" a los procesos de constitución de los conjuntos societales, es porque él nos permite poner de manifiesto que, como veremos, los límites constituyentes de un orden socio-simbólico carecerían de eficacia: a) si no designaran míticamente lo que rechazan, produciendo sus exterioridades radicales como repulsivas o nefastas (es decir, produciendo lo prohibido y sus figuras mitológicas), b) si no fueran transgredidos por acciones, relaciones y prácticas sociales que les otorgan visibilidad y consistencia societal (la violencia criminal), y c) si su transgresión no fuera castigada por rituales execrantes y colectivos (las penas).

Nos es dado afirmar, entonces, que la institución de puntos nodales o significantes hegemónicos resulta una condición necesaria pero no suficiente para la constitución y reproducción de la sociedad. Los significantes políticos que producen inteligibilidad e identidad societal no serían vinculantes si no lograran enlazar las prohibiciones, que necesariamente comportan, con las transgresiones criminales que los contradicen, y con los castigos penales que los ratifican y los especifican. Dicho en otros términos, todo conjunto societal, para ser tal, debe instituir límites antagónicos o puntos de exclusión que prohíben determinadas acciones, relaciones, deseos y creencias (cualesquiera sean estas). Pero también debe tratar sus retornos como violencias y volverlos a rechazar a través de mecanismos de re-inscripción y materialización de aquellos límites (rechazo penal que transforma la violencia en crimen). Es mediante esa serie más o menos articulada de procesos (criminales o penales) como un conjunto alcanza las condiciones para su cohesión, a la vez que vuelve inteligible el campo social en el que se funda y produce subjetivaciones.

Por eso, nuestra hipótesis se completa afirmando que prohibición fundamental, transgresión violenta y castigo penal son las instancias claves un mismo mecanismo. Mecanismo hecho de prácticas sociales cuya función central (y en última instancia imposible) es la de producir al campo social como orden simbólico. Es decir, como sociedad o cultura.

LAS PROHIBICIONES FUNDAMENTALES COMO MEDIOS DE PRODUCCIÓN DE LA SOCIEDAD

Llamemos campo social al espacio-tiempo heterogéneo, asimétrico, y cambiante que traman las acciones, relaciones y prácticas de cooperación tanto como de conflicto y coerción. Y agreguemos que en dicha multiplicidad coexisten, además, formas de socialidad no cooperativas ni concurrentes. A modo de ejemplos: la educación, la competencia económica y el erotismo, respectivamente. Digamos, entonces, qué es esta una multiplicidad hecha de relaciones de fuerza, de seducción y de significación. Establezcamos, además, qué semejante campo múltiple, polimorfo y moviente carece en primera y en última instancia de articulación global (de allí que sea un campo y no un conjunto). Pero agreguemos que el pluriverso social así entendido puede ser articulado en conjuntos globales. Reservemos el nombre de ensamble societal u orden socio-simbólico al producto de dicha articulación, y explicitemos que es esta una forma de resignificar aquello a lo que la antropología denomina habitualmente cultura y la sociología, sociedad.

Lo social sería pues un magma superabundante de corrientes, de creencias y pasiones colectivas, tanto una espesa red de relaciones de poderes y coerciones igualmente diversas y abundantes. Pero para que existan sociedades, grupos e individuos, ese magma y esas redes deben ser estabilizadas, organizadas y jerarquizadas mediante sistemas de significación más o menos congruentes entre sí. Sistemas semióticos capaces de proveer definiciones comunes y direccionar deseos y creencias suministrándoles continente, puntos de investimiento, vías de expresión y representación. Puesto en otros términos, toda cultura se compone dando lugar a determinadas economías afectivas y configuraciones representacionales, tanto individuales como colectivas, que permiten su reproducción. Sólo así la plétora social se transforma en orden societal y el tumulto del cuerpo pulsional deviene sujeto -aunque, en ambos casos, ello nunca sucede de manera total, permanente, y sin residuos.

Todo esto equivale a afirmar que diversos sistemas semióticos "hacen sociedad" en la medida en que logran instaurarse como gramáticas estructurantes de una realidad común. Es decir, en la medida en que proveen marcos de intelección, afectación e interacción compartidos, y asignan a cada partícipe de su sintaxis un rol y un rango. De este modo, instauran un mundo de sentidos compartidos, promueven las subjetivaciones que les corresponden, y permiten el intercambio regular y regulado entre individuos y grupos. Pero ello implica, y este paso es clave, que algunos de estos sistemas cumplen una función de sutura, erigiendo el contorno imaginario del conjunto al que de ese modo instituyen - puesto que lo delimitan.

He aquí entonces un postulado cardinal: un conjunto societal sólo podrá tener lugar en el campo centrífugo de lo social en tanto algunos sistemas de significación sean capaces de establecer las fronteras "finales" de ese conjunto. Es decir, límites más allá de los cuales no pueda seguir hablándose de un nosotros (y por lo tanto del yo que le es correlativo). De modo que toda sociedad se produce como tal a través de la instauración de sus últimos confines (o de sus comienzos). Esto es, de los imperativos de exclusión que señalan sus límites puesto que establecen tanto lo que será más propio y más sagrado (lo justo, lo atractivo, lo verdadero) como sus anversos (lo violento, lo repulsivo, lo falso). Esto equivale a decir que una sociedad se articula, precisamente, en torno a sistemas compuestos tanto de reglas prescriptivas (respeto a la vida, a la propiedad, la familia, por ejemplo) como de su contraparte proscriptiva (no matarás, no robarás, no cometerás incesto). Son estas proscripciones de clausura las que bien merecen el nombre de prohibiciones primarias o fundamentales. Prohibiciones cuya transgresión constituye un acto de violencia criminal. Es decir, conmociona y pone en estado de comunicación fusional (o de multitud) a los sujetos de sus interdicciones. Semejante reacción corresponde a que esas prohibiciones, para ser eficaces, debieron radicarse en el cuerpo de quienes piensan, sienten, valoran y se identifican a través de ellas.

Ahora bien, si tanto el cuerpo pulsional como el campo social son, en principio, polimorfos, pluri-valorativos y "acéfalos", estamos obligados a concluir que no hay nada que sea intrínseca ni fundamentalmente criminal y que, por esa razón, estaría interdicto. Antes bien, lo contrario es cierto: son ciertas prohibiciones las que, en cada tiempo y lugar, definen qué deberá ser taxativamente rechazado. Aquello que las hace fundamentales o primarias, diferenciándolas de otras que no lo serían, no remite a la cualidad de lo que condenan sino a la posición estructurante que ocupan. Su función, cabalmente "extra-ordinaria" reside, como queda dicho, en designar el borde último (o primero) de la sociedad, es decir, de lo social simbolizado. Subrayemos ahora que si consiguen esa posición es porque poseen un carácter mítico y porque su ritualización es penal. Se trata de máximas de conducta que se presentan como auto-evidentes e ineludibles. Mandatos que, repetidos por innumerables voces institucionalizadas, se subjetivan con tal intensidad afectiva que logran sustraerse tanto al escrutinio racional como al relativismo ético. Por ello conmueve su transgresión y, por ello, provoca la convocatoria a la restitución de su soberanía absoluta mediante un castigo penal. Es decir, colectivo, ritualizado y ejemplar.

Estos procesos penales apuntan no solo re-establecimiento sino también a la materialización de las fronteras postuladas por las prohibiciones. O mejor: su función reside en (re)producir de manera encarnada el "más allá" de los límites de la sociedad. Esto es, el exterior radical de la cultura postulado por las prohibiciones como salvajismo, caos, barbarie o mal. "Más allá" mítico que los procesos penales encarnan y hacen visibles para todos, mediante la persecución y estigmatización selectiva de algunos individuos y grupos que serán los encargados de portar esas categorías fabulosamente negativas. Puede decirse entonces que tales procesos transforman la transgresión en crimen y a los transgresores en criminales. Es decir, en individuos que aparecen como radicalmente diferentes, completamente otros, respecto del conjunto que los sanciona penalmente. La re-codificación mitológica, la puesta en escena dramática y la comunicación fusional, son pues tres procedimientos mayores de producción de crimen y criminalidad. Sucede que, para alcanzar su eficacia, la pena debe trabajar, por así decirlo, en el mismo nivel de realidad que las prohibiciones fundamentales. El castigo penal habla en el lenguaje de los afectos imperiosos y los sentidos fundantes, y su teatralidad tiene el sentido de convocatoria a una violencia colectiva - aun cuando dicha violencia deba ejercerse por medio de uno o varios sistemas administrativos estatales. De este modo, donde había un campo social heterogéneo y conflictivo, la pena da lugar a colectivos fusionales comunicados en la afirmación de valores que, por lo mismo, se vuelven trascendentes. Por ello, el proceso de penalización nunca se limita a la acción de las agencias estatales (fuero jurídico, policía, sistema penitenciario). Antes bien, es un dispositivo social complejo, caracterizado no tanto por sus componentes como por la función que acabamos de describir: "hacer comunidad" de un modo colectivo, ritualizado, ejemplar y excluyente.

Todo esto significa, entre otras cosas, que cualquier interdicción puede convertirse en prohibición fundamental, y que su institución es política. Significa, además, que también su penalización tiene un carácter político. Pero donde política quiere decir, en todos los casos, lucha por la institución, reproducción y transformación de la forma simbólica de la sociedad. Esto es, por establecimiento de los sentidos dominantes en un campo social dado y por su encantamiento o sacralización.

TABÚES SOCIO-HISTÓRICOS (UN EXTERIOR RADICAL Y CONTINGENTE)

Lo anterior puede resumirse afirmando que la cuestión criminal es la cuestión de la producción y reproducción de los límites de la cultura. O, más específicamente, de la transformación del campo social en orden socio-simbólico por la vía de la institución mítica de sus prohibiciones primarias, el castigo ritual de sus transgresiones y la producción multitudinarizante de sus alteridades radicales.

Por esto, si bien resulta imprescindible dar cuenta de la estructura psíquica de los individuos para comprender la violencia (entre otros malestares de la cultura), también es preciso sostener que las sociedades no se configuran a imagen y semejanza de sus individuos. En tal dirección, puede sugerirse que la cuestión criminal no remite en primer lugar a pulsiones que por ser esencialmente destructivas estarían prohibidas, como a veces pretende el psicoanálisis clásico -Freud (1996), Reik (1965), Alexander y Staubb (1961)- y también Bataille (1972). Si lo anterior es correcto, son las prohibiciones que logran instituirse como primarias las que producen lo criminal en una cultura determinada. O mejor, las que producen lo criminal determinando esa cultura. Luego, los sujetos de esas determinaciones llevarán en su cuerpo el deseo de transgredir sus mandamientos, al tiempo que se conmoverán ante sus transgresiones.

Desde el punto de vista de la cultura, la amenaza real no estriba en los deseos (conscientes o inconscientes) en cuanto tales, tanto como la descomposición del sentido y el desborde afectivo que produce la violación a los sistemas que articulan sus significados primarios y sus medidas más elementales. En esto, la realización de deseos sexuales o agresivos reprimidos resulta equivalente a la actuación desmedida de deseos conscientes y prestigiosos: el altruismo y la devoción pueden ser perfectamente criminales llegado el caso, sólo es preciso llevarlos más allá de sus límites societales en vigor.

Según esta hipótesis, es el carácter mimético (social, multitudinarizante) del deseo, más que su supuesta naturaleza íntima, solipsista y destructiva, lo que amenaza al orden societal. Tal como lo establece Tarde (1893) y lo reafirma Girard (1986), todo deseo tiene su causa en un modelo social, y lo que llamamos individuo es una entidad múltiple, compuesta de identificaciones diversas. Toda subjetividad es entonces una solución de compromiso, siempre inestable e inacabada producida por relaciones sociales heterogéneas que nunca dejan de tensionarla. De allí que en cualquier momento pueda ser descompuesta por el tumulto social que la transita, dando lugar a acciones y prácticas no previstas y/o prohibidas por el funcionamiento societal. Acciones y prácticas que, a su vez, pueden diseminarse por el campo social, convertirse en flujos de identificaciones para- y/o anti- societales, minando la consistencia de los artefactos culturales dominantes, anunciando su derrumbe.

Como pudo adivinarse en los usos que hemos hecho hasta aquí, proponemos dar el nombre de multitud a ese tipo de lazo social que establece una comunicación indiferenciante -imaginaria, en el registro de Lacan (2005)- entre individuos. Comunicación que, llegado el caso, puede tanto liberar a los deseos lícitos de sus sujeciones y medidas habituales, promoviendo acciones criminales, tanto como poner en acto deseos societalmente prohibidos. Es precisamente esa capacidad de indiferenciación lo que otorga a la multitud su verdadera potencia social - tanto transgresora como creativa, tanto transformadora como reaccionaria. El cuerpo pulsional puede ser todo lo excesivo que se quiera, pero se revela como "un pobre tesoro" frente a lo desmesurado de los deseos (y las creencias) sociales que, intensificándose, tanto contradicen como fugan de sus formas societales. La multitud es, entonces, el verdadero abismo de la sociedad.

De modo que, como quería Tarde (1952), toda acción criminal comporta la presencia en sus actores de corrientes cabalmente sociales que les serían exteriores de una manera paradójica, éxtima, dirá Lacan (1993). Criminal es quien, puesto fuera de sí por la fuerza de las corrientes sociales que lo atraviesan y lo constituyen, transgrede una prohibición del grupo al que pertenece. Toda violencia, entonces, más que señalar la (imposible) ausencia de socialización en sus actores, indica la emergencia de afectos, imágenes y (sin)sentidos sociales expulsados por la configuración societal para instituirse. Excrecencias de la socialización societal, que la transgresión criminal hace presente tanto en el sujeto de esa violencia como en el conjunto al que ella disloca.

De acuerdo con lo anterior, cabe explicitar que no habría algunas acciones que estarían fundamentalmente prohibidas por poseer en sí mismas un valor criminal - sobre todo porque si todo conjunto societal es un orden simbólico nada tendría un valor en sí mismo. Ni siquiera el ejercicio violencia física constituye la diferencia específica que define a lo prohibido. En nuestras sociedades matar es una obligación moral en tiempos de guerra, y rehusarse a hacerlo es criminal en ese mismo contexto; quitarle la vida a alguien en defensa propia no es homicidio; un golpe seguido de quebradura en un encuentro deportivo (formal o informal) no conlleva sanciones penales de ningún tipo, mientras que el apoderare ilegítimamente de una cosa mueble total o parcialmente ajena es penado con severidad. Las motivaciones (conscientes e inconscientes) para matar, lesionar y/o robar son de las más variadas, y, como queda dicho, nunca muy "personales".

Lo que sea criminal (lo fundamentalmente prohibido) carece pues de sustancia intrínseca, y es siempre relativo a los sistemas de deseos y creencias que dominan y articulan un campo social instituyendo sus interdicciones primarias. Estas determinaciones varían de una cultura a otra, y en el tiempo de una misma cultura. Así, mientras que entre los siglos XV y XVII europeos, teocéntricos y feudales, la hechicería y el parricidio eran castigadas con la muerte, el homicidio admitía composición mediante multas en provecho de la autoridad real (Tarde, 1952). A partir del siglo XVIII, en cambio, con la consolidación de la fe científica y el individualismo propietario, la magia pasa a ser una afición pintoresca, el robo adquiere el estatuto de crimen mayor, y el homicidio ocupa el primer lugar en la jerarquía de gravedad, cualquiera que sea la condición de la víctima.

En este punto la objeción referida al tabú del incesto se impone, por cuanto se presenta como "el más universal". Sin embargo, no es menos cierto que con el despliegue de la modernidad occidental su valor societal estructurante parece haber sufrido una notable contracción - al tiempo que la prohibición del asesinato ha visto crecer su comprensión. Esta constatación permitiría comenzar a pensar ambas interdicciones en términos de lo que Laclau (2003) entiende por "universales hegemónicos". Y tan cierta como la transformación en el valor estructurante de estos dos tabúes, es que muchas otras interdicciones han desempeñado, a lo largo de la historia y de las sociedades, la misma función fundamental con las mismas consecuencias instituyentes. A saber, también ellas cumplen en producir una identidad colectiva penetrada por su exterior constitutivo. Esto es, una identidad que tiene en el corazón un antagonismo al que requiere para conformarse como estructura cognitiva y valorativa capaz de subjetivaciones.

A MODO DE CONCLUSIONES

En cierto modo, lo dicho hasta aquí puede leerse como un comentario del dictum "con la ley y el crimen comienza el hombre", pronunciado por Lacan (2005: 117) en ocasión de referirse a Totem y Tabú de Freud. Pero ello es así sólo a condición de interpretar la "ley" como el conjunto no muy sistemático de prohibiciones tenidas como fundamentales por los grupos humanos a los que constituyen como culturas; de entender al "hombre" como el individuo producido por la radicación corporal de tales prohibiciones; y de ver al crimen como la transgresión no ritual de alguna de ellas. A condición, además, de asumir al castigo penal como parte estructural de esa máquina tanto antropo como socio-genética. Todo esto hace que ese "comienzo", esa antropogénesis que no es distinta de la (re)producción de un orden societal, no remita a un acontecimiento originario y único que una vez dio lugar a lo humano, sino a la operación de institución de "leyes" o prohibiciones socio-históricamente variables en sus contenidos y universales en su función. Función que es, como queda dicho, la de instituir los límites últimos -es decir, míticos- de una cultura y sus sujetos. Pero si esto es correcto, esa función universal solo puede tener lugar a través de contenidos particulares, es decir, de modo socio-históricamente datado y variable. Se trata entonces de un universal que no puede ser invariable sino "cuasi-trascendental"4. Esta operación instituyente se produce al interior de una multiplicidad que es siempre ya social, y por ella se establece, entre otras, la diferencia fundante entre naturaleza y cultura. Operación ritual que es preciso re-producir en cada tiempo y lugar para que los conjuntos sociales, los hombres y las mujeres, tengan lugar y duración. La (re)producción de estas prohibiciones debe entonces llamarse política, por cuanto (re)instituye el mundo de valores y anti- valores que orientan la vida social, y lo hace al interior de un campo (social) poblado de disputas por los sentidos fundamentales del conjunto.

Estas prohibiciones establecen un orden tripartito. Por un lado, instituyen un valor como sagrado en su pureza, intocable en su altísima dignidad, y lo diferencian radicalmente del resto de los valores que quedan designados, de este modo, como profanos (o secundarios). Pero, al mismo tiempo, establecen el ámbito de lo prohibido, lo violento o lo criminal. Es decir, el ámbito de lo que debe permanecer radicalmente separado del conjunto societal por su impureza - ámbito intocable también, pero esta vez por su bajísima indignidad. De donde se desprende que lo prohibido no es simplemente lo opuesto de lo permitido, como en cualquier otro sistema semiótico con vigencia secundaria, sino que resulta completamente otro, absolutamente rechazado, maldito. Tal es la mito-lógica que establecen las prohibiciones cuando son primarias, la gramática profunda que su funcionamiento inscribe en el campo social para producir sus fronteras, formular sus sentidos últimos y sus identidades comunes.

Notas

1. Afirmar esto no impide reconocer la ambigüedad y las dudas que pueden verificarse a este respecto sobre todo en Freud y Bataille en esas mismas obras. Dudas que se manifiestan en Freud (1985) mediante la presentación que hace de su propio argumento cuando lo presenta como un "mito-científico", y que parecen despejarse en la teoría de la religión de Bataille (1984) cuando reconoce que el adquiera es un mito. Para un comentario sinóptico de estos aspectos de las obras de Freud y de Bataille me permito remitir a Tonkonoff (2009) y Tonkonoff (2015) respectivamente. En cuanto a Lacan, tanto su obra tardía como sus lecturas contemporáneas por parte de autores como Laclau, Zizek y Butler, habilitan una salida de este enfoque antropológico esencialista.

2. Dicho esto, es imprescindible recordar las insalvables diferencias que existen entre las sociologías generales de Tarde y Durkheim, tanto como entre sus sociologías criminales. Ver el artículo de Tarde (2019) "Crimen y salud social" y la respuesta de Durkheim (2019) que lleva el mismo título. Para un comentario de las diferencias sustantivas entre ambas criminologías sociológicas me permito remitir a Tonkonoff (2018), y a Tonkonoff (2008) para un estudio exhaustivo de la sociología criminal de Tarde.

3. Esta elaboración se encuentra informada por lo que hemos llamado "paradigma de la falta constitutiva" (Tonkonoff, 2009) y supone a la obra de Lacan como una referencia principal, y al trabajo que sobre ella han realizado autores como Laclau, Butler y Zizek. Por eso el post-estructuralismo en cuestión es fundamentalmente "discursivista". Sobre esto puede verse Stavrakakis (2010).

4. Acerca de la noción de cuasi-trascendental ver Laclau (1993). Trasladado al problema de las prohibiciones el punto central de esta concepción de la universalidad como operación hegemónica en condiciones cuasi-trascendentales puede resumirse del siguiente modo: mientras que no hay conjunto societal que pueda constituirse sin prohibiciones fundamentales - y en ese sentido serían universales y "eternas" - , no hay prohibiciones en abstracto y siempre existen con diversos contenidos socio-históricos que se disputan políticamente - en ese sentido son "particulares", históricas y contingentes.

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