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Documentos y aportes en administración pública y gestión estatal

versión On-line ISSN 1851-3727

Doc. aportes adm. pública gest. estatal  n.8 Santa Fe ene./jun. 2007

 

ARTÍCULOS

El estado para una globalización no excluyente (•)

Santos M. Ruesga
(Universidad Autónoma de Madrid)

Ciro Murayama
(Universidad Nacional Autónoma de México)

(•) Este ensayo se nutre en buena medida de las discusiones y aportaciones del II Seminario Internacional sobre Políticas Económicas ante la Globalización, convocado por la Universidad Autónoma de Madrid, la Universidad de La Coruña y el CEGADEMEX de la Facultad de Economía de la UNAM, que tuvo lugar en la Fundación Ortega y Gasset en Madrid, España, en abril de 2006 y cuyos trabajos se han reunido en el libro El Estado ante la globalización. Políticas macroeconómicas, migraciones y empleo (Marcial Pons, Madrid, 2007).

RESUMEN
El discurso teórico económico dominante en las últimas décadas ha venido enfatizando la primacía del mercado frente al Estado como instrumento de ordenación de la vida económica, en todas sus múltiples facetas. Tras este enfoque analítico, arropado de un instrumental matemático que le confiere una apariencia de ciencia exacta, se esconde un trasunto ideológico que, auspiciando una determinada forma de organización política y social, denosta cualquier forma de intervención pública a favor de objetivos colectivos tales como el logro de ciertas cotas de igualdad socioeconómica, a través de instrumentos que generen bienestar colectivo. En este artículo se asume, en sus reflexiones, cómo el discurso neoliberal ha impregnado en profundidad las actuaciones de la política económica que ha impulsado la actual fase de la globalización económica; fase caracterizada por un avance acelerado en la apertura comercial de las naciones y un desarrollo espectacular de los movimientos financieros en la escala mundial, con resultados excluyentes para numerosos grupos sociales. En ese contexto se aboga por la recuperación intelectual e ideológica de un Estado, cuya intervención en la esfera económica se entiende imprescindible en aras de unas relaciones internacionales más equilibradas y más cercanas a un devenir que incorpore el discurso de la ética, de los valores universales a las relaciones entre las naciones y entre los ciudadanos, en una perspectiva no excluyente.

PALABRAS CLAVE: Estado; Globalización; Neoliberalismo; Ética; Eclusión.

ABSTRACT
During the last decades, the economic mainstream discourse has been stressing on the preeminence of the market over the state as an instrument to organize economic life in its manifold aspects. Under this analytical perspective, wrapped by mathematical tools that give it the appearance of an exact science, there is an ideology that, by giving support to an specific way of social and political organization, underestimate any public intervention towards collective aims such as reach socioeconomic equality by tools that create collective welfare. This article think about how the neoliberal discourse has deeply impregnate the action of the political economy in the current phase of economic globalization; phase characterized by an acceleration of the commercial opening of nations and an extraordinary development of financial movements at global scale, but at the same time, with outputs that shows high level of exclusion among numerous social groups. In this context there is an advocacy for an intellectual and ideological recovery of a state whose intervention in the economic sphere is understood as essential for more balanced international relations and closer to a non-excluding future that incorporate both ethical discourse and universal values to relations among nations and citizens.

KEY WORDS: State; Globalization; Neoliberalism; Ethic; Exclusion.

1. A MODO DE PREÁMBULO

El inicio del siglo XXI se caracteriza, en las diversas regiones del orbe, por una creciente incertidumbre que, con frecuencia, es inseguridad individual y colectiva, en medio de la cual el bienestar social y la convivencia pacífica y civilizada, como grandes objetivos políticos de la humanidad, se desdibujan en el horizonte. Las expectativas de una era mundial de paz, que podrían haberse desprendido del fin de la tensión bipolar de la Guerra Fría, son sustituidas por la certeza de una nueva ola de conflictos surgidos tanto de diversas expresiones fundamentalistas –de corte religioso o nacionalista– como de la incapacidad global para generar condiciones adecuadas de vida para el grueso de la población mundial; el crecimiento económico, allí donde lo hay, a pesar de estar lejos del dinamismo que alcanzó en la época dorada de la segunda posguerra del siglo pasado, no deja de poner en riesgo la viabilidad ambiental del planeta, a grado tal que la agenda común tiene al tema del sobrecalentamiento global y sus efectos económicos en uno de sus primeros lugares; la globalización económica, que es factible gracias a los avances tecnológicos y a decisiones políticas que propician el aumento de la interdependencia de la actividad económica en la Tierra, es a la vez un acelerador de las consecuencias negativas del capitalismo y, a diferencia de lo que podría inferirse de los presupuestos de la teoría económica aún dominante, más mercado y más comercio no se han traducido en convergencia del bienestar en las naciones ni entre ellas. De ahí que la migración internacional esté generando tensiones crecientes para los países receptores, con un auge de los discursos y las políticas antimigrantes, como para los países expulsores de mano de obra, que se van convirtiendo en exportadores de capital humano y, en esa medida, en subvencionadores de las naciones más desarrolladas; la migración, a su vez, se conjuga con el tema de la seguridad de los países –sin duda uno de los asuntos más significativos de la era que inició tras los horrores del 11/S y del 11/M– pero también con el del respeto a los derechos humanos, pues las escenas de tráfico y comercio de hombres, mujeres y niños, nos recuerdan que incluso prácticas que podrían considerarse propiamente esclavistas siguen siendo una constante en nuestros días. No tendría caso seguir extendiendo la lista de los problemas y desafíos que encaran las sociedades de esta época, pero sirvan los ejemplos anteriores para hacer una pregunta central: ¿cuál de los grandes retos contemporáneos de la humanidad puede ser enfrentado sin un proyecto común, sin un amplio contrato social, es decir, prescindiendo del papel del Estado, entendido como punto de convergencia democrática de los intereses más amplios y comunes de los ciudadanos?

2. LA RECUPERACIÓN INTELECTUAL DEL ESTADO

El desafío, desde nuestra óptica, consiste en recuperar al Estado como un espacio común, público, –valga subrayar– no privado, a partir de cuya acción sea posible volver a colocar como metas generales de las naciones temas como el pleno empleo, el bienestar, la inclusión social, la universalización de derechos, el ejercicio de la ciudadanía en regímenes democráticos no sólo formales sino en sus contenidos, que los años de ajuste económico y de adelgazamiento del Estado hicieron aparecer como objetivos caducos o fuera de tiempo y lugar.

El mercado, lo sabían bien los economistas clásicos, permite asignar de manera eficiente los recursos escasos, genera incentivos para que los individuos maximicen sus beneficios y sus utilidades; pero el mercado, como también lo ha evidenciado el pensamiento económico de mayor alcance, no genera por sí mismo equidad, ni es capaz de romper las trampas del subdesarrollo y, en última instancia, necesita de regulación para asegurar su propio funcionamiento. Por ello sería iluso, a la par que irresponsable, pretender que sea sólo el libre funcionamiento del mercado el que pueda generar dinámicas de equiparación de rentas al interior de los países y entre ellos, el que pueda establecer marcos protectores del medio ambiente, o el que haga valer los derechos humanos por encima de las pretensiones estrictamente mercantiles de quienes hoy lucran con el tráfico de personas lo mismo desde América Latina o Asia hacia los Estados Unidos que de África a la Unión Europea.

A contracorriente de la visión política que sostiene que la presencia del Estado es, per se, una restricción para la libertad económica –que sería la opinión de un liberalismo a ultranza–, la discusión que debería rescatarse es aquella que se hace cargo que sin la presencia de un Estado que haga viables las garantías y libertades de todos los individuos, sólo terminan por ser ejercidas las libertades de unos cuantos, de los que tienen más poder –léanse holdings transnacionales, poderes fácticos, individuos con elevada riqueza– a cargo de lesionar las garantías individuales y los derechos de los más, tal como acontece en el panorama económico internacional en la actualidad.

Como señalamos en otro lugar: "si nunca fue verdad el hecho de que el mercado sea la libertad hoy es menos verdad que nunca. Los apóstoles del discurso neoclásico padecen una enfermedad frecuente en los creyentes de todas las clases, sean religiosos o laicos, es la ceguera del creyente, cuando alguien cree a pies juntillas en alguna cosa ya no puede ver de lo contrario a sus creencias" (Sampedro, 2002: 11). Ni siquiera mira, no le interesa, vive con arreglo a sus creencias. Esto es una cuestión importante a considerar en el terreno de las ciencias sociales. Porque en este campo académico con bastante frecuencia se suele considerar como cierto lo que los científicos sociales creen mayoritariamente que es cierto, aunque no lo puedan contrastar empíricamente al modo en que se hace en las ciencias naturales. Se está desarrollando, bajo el paradigma neoclásico, una 'economía autista' que al decir de Ronald Coase1, lo que analiza e interpreta poco tiene que ver con el mundo real." (Ruesga, 2006: 86-87).

Los excesos del paradigma neoliberal, sin embargo, cada vez son más evidentes y cobra aliento la recuperación del papel del Estado. Como ha señalado el economista Carlos Tello (2007), ya diez años antes en 1997, en plena globalización, el Banco Mundial afirmó, en su Informe sobre el desarrollo mundial. El Estado en un mundo en transformación que "...las enseñanzas de los grandes éxitos conseguidos (...) desde la industrialización de algunos países en el siglo XIX hasta el crecimiento 'milagroso' alcanzado en la posguerra por Asia Oriental (...) lejos de respaldar la teoría del Estado minimalista, demuestran que el desarrollo exige la existencia de un Estado eficaz (...) La historia ha demostrado una y otra vez que el buen gobierno es una necesidad vital, no un lujo. Sin un Estado eficaz, es imposible alcanzar un desarrollo sostenible, ni en el plano económico ni en el social" (Banco Mundial, 1997). Para 2002 la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) sostuvo que "Uno de los más serios errores hechos en el último cuarto del siglo XX fue el de promover una 'sola solución' (...) que se apoyaba en el principio de la liberalización plena del mercado. La tendencia a equiparar una integración exitosa al mundo globalizado con la liberación económica, no considera el hecho de que muchas estrategias exitosas no se han apoyado en una apertura total al mercado sino, más bien, en varios caminos para armar, articular un 'círculo virtuoso' entre el Estado y el mercado" (CEPAL, 2002: 102). De igual forma, en 2004 el programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) propone la necesidad de "un Estado capaz de conducir el rumbo general de la sociedad, procesar los conflictos conforme a reglas democráticas, garantizar eficazmente el funcionamiento del sistema legal, preservar la seguridad jurídica, regular los mercados, establecer equilibrios macroeconómicos, fortalecer sistemas de protección social basados en los principios de la universalidad y asumir la preeminencia de la democracia como principio de organización social. La reforma del Estado tendría que orientarse a resolver la pregunta sobre qué tipo de nación aspira a construir una determinada sociedad" (PNUD, 2004: 28).

Así, el debate que aquí se sugiere sobre el Estado es, por supuesto, de tipo económico, pero no sólo económico: también quiere contribuir a una reflexión política y ética sobre cómo encontrar respuestas satisfactorias, comunes e incluyentes, a los múltiples problemas que hoy encaran las sociedades iberoamericanas.

Es por lo anterior que el primer imperativo para conseguir una recuperación institucional del Estado y su papel, consiste en hacer una recuperación intelectual de la necesidad del Estado en las economías y en las sociedades contemporáneas después de varias décadas de desempeño económico y social mediocres, que coincidieron con una victoria de las ideas que hacían del Estado un obstáculo más que una herramienta y una condición para procurar e inducir bienestar colectivo.

Y, como apunta el profesor De Juan (2006: 48) "todo hubiera sido más fácil (y real) de haberse admitido la naturaleza ética del ser humano. Conscientes de que hay bienes públicos y asuntos de interés general se delega a los representantes políticos elegidos la capacidad para atenderlos de la mejor manera posible. Se confía en su capacidad para comportarse de forma ética, superando sus propios intereses particulares (en caso que entraran en conflicto). Se les delega incluso la facultad de que aprueben normas que vayan contra los intereses concretos del grupo que representan o el de toda la comunidad política, por defender ciertos valores éticos que los políticos y el electorado consideran prioritarios."

Si bien las realidades locales de las economías latinoamericanas y de la Unión Europa distan de parecerse, hay una historia común: menos Estado no se ha traducido en mejoría en el desempeño de la actividad, en un crecimiento más sostenido y equilibrado y en la consecución de objetivos sociales. En el caso latinoamericano, y mexicano en particular, el largo estancamiento de la economía nos coloca en una situación donde ya es evidente que el mercado, por sí mismo, no generará puntos de inflexión hacia un nuevo ciclo de crecimiento y ampliación de las economías: o es el Estado y los gobiernos los que apuestan por crecer, por generar inversión, empleo y redistribución o parecemos estar condenados a lo que el profesor Cordera ha bautizado como el "estancamiento estabilizador" (en contraste con el periodo de "desarrollo estabilizador" que permitió la modernización de la economía mexicana en las décadas centrales del siglo XX) (Cordera, 2007).

Y es que, en esta línea cabe apuntar que si bien "en la última década del pasado siglo las reformas estructurales emprendidas en diferentes países emergentes o en desarrollo han contribuido a dotarles de mayores dosis de estabilidad económica, reduciendo los riesgos de hiperinflación, de alta volatilidad del tipo de cambio, de déficit públicos crónicos, de crecimiento económico anémico, de crisis de Deuda externa, de pérdida de competitividad en los mercados exteriores o de graves crisis financieras, situaciones que les aquejaron con anterioridad a muchos de estos países, estas 'reformas' no han sido suficientes ni para mejorar las condiciones de vida de la población en general, ni para reducir la desigualdad, ni para aumentar la competitividad exterior de muchos de estos países" (Ruesga, Cordera, Murayama y Sánchez, 2007: 13)". Es más, "en muchos casos las reformas institucionales siguen siendo frágiles, como demuestran la persistencia de la corrupción, la ineficacia e ineficiencia en la prestación de servicios públicos esenciales (educación, servicios sociales, etc.), la baja calidad de las Administraciones públicas, en general, y el descontento de los votantes, el cual magnifica los cambios de línea de gobierno a la menor oportunidad, impidiendo, de esta forma, en muchos casos la continuidad y estabilidad en las políticas reformadoras emprendidas por gobiernos anteriores y su sostenibilidad." (Ibidem)

3. LA HACIENDA PÚBLICA EN LA GLOBALIZACIÓN

En Europa, cunden los desafíos que genera la cada vez mayor inseguridad económica de los individuos (empleo inestable, poblaciones en fase de envejecimiento que será más difícil mantener en el futuro por el incremento de los costos en la seguridad social mientras se estrecha la base de ingresos) justo después de una fase de contracción del Estado y, en particular, del Estado de bienestar.

Es precisamente ahora cuando se necesita más de esa red de protección estatal en Europa, y es también cuando se hace necesaria una respuesta institucional al no crecimiento que dejó tras de sí como legado la puesta en marcha implacable de las políticas surgidas del consenso de Washington en América Latina.En este sentido, no deja de ser un reto formidable la financiación del Estado, o de los Estados, en plural, en el contexto de deslocalización de la actividad económica que implica menores capacidades de control y de imposición fiscal para las haciendas tributarias nacionales. Lo anterior porque mientras que el tributo responde a una concepción nacional, vinculada al Estado moderno, la globalización provoca que alguno de los fundamentos de la soberanía tributaria del Estado entre en crisis.Por un lado, la competencia de la organización tributaria para imponer, recaudar y exaccionar, de manera coactiva (esencia de todo fenómeno impositivo) se encuentra limitada por la frontera al no ser competentes los funcionarios públicos más allá de las fronteras estatales; por otra parte, las bases tributarias más móviles, empezando por el capital financiero y llegando, ahora, hasta la mano de obra menos cualificada que, temporalmente, se desplaza a otros Estados para obtener ingresos, superan los obstáculos fronterizos y escapan a los instrumentos de control nacional clásicos, desafiando a los diferentes modelos de intervención administrativa en materia de control de cambios.Esta contradicción entre soberanía tributaria nacional y bases impositivas crecientemente internacionalizadas no es resuelta, además, por los fenómenos de integración económica, al constituirse el "poder tributario" como uno de los últimos baluartes del poder nacional, sin que los Estados cedan el mismo a las instituciones internacionales, tal y como ha demostrado la larga y complicada historia de la armonización fiscal en la Unión Europea.En un horizonte de amplio aliento sería factible superar esta contradicción conservando las competencias nacionales de las Haciendas Públicas aunque ello no está exento de dificultad. Existen propuestas que pretenden coordinar el sistema tributario con la realidad socio-económica, como sucede con las ideas para desarrollar gravámenes internacionalizados ("tasa Tobin") o el papel de la OMC respecto de ciertos regímenes tributarios privilegiados que distorsionan la competencia y los flujos de mercancías a nivel mundial.

A la luz de estos retos, como se ha sugerido en algún lugar, la hacienda pública del siglo XXI debe de entenderse y concebirse como internacional, a riesgo, caso contrario, de dejar de cumplir con el papel que históricamente se la ha conferido (Carbajo, 2007). El tema es de la mayor importancia, pues el Estado es viable y existe en tanto tiene capacidad tributaria; es decir, estamos hablando de un asunto sensible incluso para la misma supervivencia del Estado.

4. DERECHOS FUNDAMENTALES Y GLOBALIZACIÓN

La necesidad de atender los nuevos desafíos que enfrentan las diferentes economías también exige una revisión de la experiencia histórica y de los resultados, diversos, que han obtenido las naciones que también han desplegado estrategias particulares. En particular, en el grueso de América Latina ha quedado atrás la simbiosis de proteccionismo económico y autoritarismo político –aunque también existió liberalismo económico en gobiernos no sólo autoritarios sino dictatoriales–, pero es evidente que ello no es suficiente para abatir los rezagos, sobre todo en el ámbito social, que siguen lacerando al bienestar en el subcontinente. La mera fórmula mercado y democracia, como lo evidencian los informes del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, no basta para generar bienestar y, en el extremo, la persistencia de la pobreza y la desigualdad ponen en riesgo la sustentabilidad misma de los regímenes democráticos.

Puede asegurarse que ninguno de los problemas a los que se enfrenta la consolidación de la democracia en América Latina, tiene la densidad y la profundidad de la ausencia o no aplicación del derecho en varios capítulos que resultan fundamentales para la convivencia armónica de la sociedad. Persiste en niveles alarmantes la inseguridad, la corrupción, la impunidad: la autoridad vacila en aplicar la ley y los ciudadanos se resisten a cumplirla. En ese terreno tan delicado, se identifica cotidianamente una enorme falla que erosiona la convivencia democrática, que puede enunciarse en la carencia de un auténtico Estado de derecho que efectivamente brinde garantías accesibles para el conjunto de los ciudadanos y norme su conducta.

No se trata de las debilidades de un código o de las equivocaciones que puedan cometer los encargados de administrar la justicia, de la corrupción focalizada o de la impunidad, sino de subrayar la mala situación general de lo que algunos estudiosos llaman "el estado de legalidad".

Guillermo O'Donnell acuñó el término "ciudadanía de baja intensidad" para referirse a esa situación donde los ciudadanos son iguales al momento de votar, pero no así ante la policía o frente al sistema de justicia.

Un elemento que puede ayudar a comprender las diferencias que hay entre los habitantes del mismo país para ser iguales en la realidad en tanto ciudadanos, tiene que ver con la manera en que, históricamente, se fue accediendo al ejercicio de distintos derechos sociales. Como señala desde una perspectiva general Gerardo Pisarello "en un claro abandono de los principios de generalidad y abstracción que inspiran la noción de ley en el Estado de derecho clásico, las intervenciones del Estado social se muestran propicias a la multiplicación de espacios de legalidad atenuada y decisionismo administrativo. Tienen lugar, ciertamente, intervenciones a favor de sectores vulnerables hasta entonces privados de beneficios reales de la ciudadanía. Pero son sobre todo aquellos grupos organizados, capaces de presionar corporativamente en las instituciones estatales, los principales beneficiarios de las políticas sociales. (…) Con el capitalismo fordista como trasfondo, la protección legal de los derechos sociales se subordina en gran medida a la garantía de los derechos laborales y se concede, de manera selectiva" (Pisarello, 2003: 29), generando desprotección para aquellos que no consiguen acceder a la ciudadanía a través del mercado laboral formal.

En los años del desarrollo conducido por el Estado en América Latina, al ejercicio real de ciudadanía se accedía en buena medida a partir del ingreso al mercado laboral formal, entonces en expansión. Es ese el caso del acceso a la salud en México donde el sistema "desde sus orígenes (…) quedó dividido entre aquellos que tenían derechos en salud legalmente definidos, a los que se llamó 'derechohabientes', y aquellos que eran sujetos de la acción asistencial del Estado, con derechos poco precisos, que eventualmente se denominaron 'población abierta'". (Frenk, et al, 2004).

Así, si bien como principio general pudiera afirmarse que la extensión del Estado social contribuye a reforzar los elementos más progresistas de la democracia liberal, el esquema de arreglos corporativos sobre los que puede llegar a asentarse "expone a las principales organizaciones vinculadas a la reivindicación de los derechos sociales (partidos de masa y sindicatos) a severos procesos de oligarquización que acaban por separarlas de sus bases sociales, convirtiéndolas, en muchos casos, en una prolongación burocratizada de las instituciones estatales" (Pisarello, 2003: 30). De esta forma, a pesar del "impacto e términos igualitarios e incluyentes, la prestación de derechos sociales durante el Estado social tradicional no deja de desarrollarse en un entorno preñado de componentes paternalistas y clientelistas" (Ibid.).

Si la extensión de los derechos sociales y, por tanto, el acceso a la ciudadanía en el modelo corporativo generaba una dinámica de inclusión para determinados colectivos y exclusión para el resto, el proceso de retraimiento del Estado, que tuvo lugar como respuesta a la crisis de la deuda de inicio de los años ochenta, aumentó el grado de vulnerabilidad individual y dificultó aún más la conformación de una ciudadanía extendida.

Así, "en virtud del estrecho vínculo entre prestaciones laborales y prestaciones sociales, la 'flexibilización' de las primeras conduce a la negación de las segundas. (...) De este modo, la 'deslocalización' y la destemporalización' de las relaciones laborales ponen a descubierto los límites de inclusión del Estado social tradicional. El aumento de la precariedad y de la desocupación estructural desnuda la brecha existente entre los trabajadores relativamente protegidos de una minoría de trabajadores estables y los inexistentes o residuales derechos sociales reconocidos a una gran mayoría de excluidos o de precarios partícipes del mercado laboral formal, desde las mujeres hasta los inmigrantes pobres, pasando por toda una serie de colectivos (niños, campesinos, desempleados de larga duración, personas con discapacidades físicas o mentales) que pasan a engrosar una suerte de infraclase con escasas posibilidades de inserción" (Pisarello, 2003: 31).

En este sentido no deja de ser paradójico que mientras que en el tramo final del siglo XX en América Latina ocurría la "tercera ola" democratizadora, en la que se "formalizaba" la vida política, incorporando a la arena electoral a corrientes excluidas durante décadas de la vida institucional, se vivió un proceso de "informatización" del mundo del trabajo, del principal vehículo para el acceso a la ciudadanía. Así, se sentaban las bases objetivas para la igualdad política a partir del ejercicio del derecho al sufragio efectivo, pero se erosionaban las condiciones de seguridad material de los individuos y se fracturaba la senda ascendente en la movilidad social que había tenido lugar en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX.

Bien vistas las cosas, el proceso que por economía de lenguaje se ha denominado como "neoliberalismo" –o bien como las políticas económicas enmarcadas dentro del "consenso de Washington" o del "pensamiento único" en su versión latinoamericana–, ha tenido como uno de sus efectos colaterales el estrechamiento de los canales de acceso a la ciudadanía plena. Por un lado, porque al generar un aumento en la desigualdad social, reduce la autonomía individual y colectiva de muy amplias capas de la sociedad y, por otro, porque tampoco contribuye a crear políticas públicas de alcance universal, incluyentes, sino que éstas han sido reemplazadas por políticas focalizadas, asistenciales, más que como instrumentos para el desarrollo y de alcance universal. Lo que se tiene, así, con los programas de combate a la pobreza dirigidos a los grupos en situación de pobreza extrema, en un contexto de aplicación de políticas económicas que no generan crecimiento, es una política social de mínimos, residual, de baja intensidad.

De esta manera, mientras se privilegian estrategias para la estabilidad económica nominal, que se traducen en escaso crecimiento, en reducida generación de empleo y de atonía de la inversión productiva, la estabilidad y los indicadores macroeconómicos reales –empleo, pobreza y productividad– permanecen estancados (Murayama, C., 2006). La aplicación de estas políticas en los últimos lustros, como señala O'Donnell, no es neutro en lo que se refiere a la vigencia de los derechos: "La furia antiestatalista de los años pasados (facilitada por el disfuncional elefantismo que habían adquirido las burocracias estatales en no pocos países de la región) llevó a la indiscriminada eliminación de agencias estatales, o a su apresurada y desfinanciada 'descentralización', de maneras que han afectado gravemente el cumplimiento de funciones básicas del Estado, incluso en lo que respecta a la vigencia de elementales derechos civiles y sociales" (O'Donnell, 2004: 177).

La pérdida de ciudadanía, implica, a su vez, un proceso de debilitamiento del Estado mismo y, por consecuencia, la posibilidad de un mayor grado de multiplicación de la influencia de los poderes no formales en un escenario de globalización.

El fenómeno de la globalización, por otra parte, gravita sobre las capacidades de los Estados nacionales en general y, por ello, pone en juego a la pervivencia del Estado de derecho tal como se ha conocido hasta la fecha. Como señala Ferrajoli "todo el proceso de integración económica mundial que llamamos 'globalización' bien puede ser entendido como un vacío de derecho público producto de la ausencia de límites, reglas y controles frente a la fuerza, tanto de los Estados con mayor potencial militar como de los grandes poderes económicos privados. A falta de instituciones a la altura de las nuevas relaciones, el derecho de la globalización viene modelándose cada día más, antes que en las formas públicas, generales y abstractas de la ley, en las privadas de contrato, signo de una primacía incontrovertible de la economía sobre la política y del mercado sobre la esfera pública" (Ferrajoli, 2003: 22). Pero el reconocimiento de la globalización como fenómeno inevitable, y los desafíos que plantea al Estado, no implica asumir que la era del Estado nación ha quedado o debe quedar atrás, pues precisamente "en la medida que las desigualdades se han reducido (...) esto ha ocurrido en el interior de las naciones, como resultado de la capacidad del Estado de regular políticamente las fuerzas del mercado a nivel nacional" (Volger, 1986, citado por O'Donnell, 2004: 173).

Habría que reconocer que la identidad común, colectiva, en ese Estado deseable no es otra que la igualdad real en derechos, para que las libertades y las diferencias individuales puedan practicarse y potenciarse. "Una constitución no sirve para representar la voluntad común de un pueblo, sino para garantizar los derechos de todos, incluso frente a la voluntad popular. Su función no es expresar la existencia de un demos, es decir, de una homogeneidad cultural, identidad colectiva o cohesión social, sino, al contrario, la de garantizar, a través de aquellos derechos, la convivencia pacífica entre sujetos e intereses diversos y virtualmente en conflicto." (Ferrajoli, 2001; 28).

En esta perspectiva, para O'Donnell (2004: 182), el punto que podría fijar el norte de la discusión de qué Estado debería ser la búsqueda de "un Estado para una nación de ciudadanos(as); es decir, como interpelador y promotor de ciudadanía, no como invocador de una comunidad orgánicamente definida que, como bien sabemos en América Latina, puede ser eficazmente manipulada por diversos autoritarismos".

5. LA MONEDA Y LAS FINANZAS

"Una moneda simboliza nuestro libre albedrío" escribió Borges en El Zahir, pero sin duda globalización y volatilidad monetaria son términos aún indisociables. En el campo de las finanzas las decisiones privadas, por parte de tenedores del dinero en una plaza determinada, pueden acarrear efectos significativos sobre las reservas nacionales de distintos países, no sólo periféricos, y cambiar el ciclo económico y las posibilidades de un crecimiento sostenido. De nuevo, en el terreno de las finanzas es indispensable replantearse el papel del Estado, como se hizo en su momento cuando hubo un compromiso compartido, explícito, entre las distintas naciones, para asegurar una fase extensa de creación y difusión de riqueza global, es decir, con los acuerdos que construyeron la arquitectura financiera internacional de la segunda posguerra. Así, si bien hay que reconocer las limitaciones del Estado nación para hacer frente a las fuerzas de las finanzas, por ello mismo "hay que redefinir el concepto de soberanía nacional, en nuevas formas institucionales que, a escala supranacional, favorezcan la soberanía compartida. Solamente fortaleciendo el poder político se podrá recuperar la capacidad reglamentaria de las autoridades monetarias y, con ellas, la dimensión pública del dinero" (García de la Cruz, 2007).

No obstante, experiencias como la mexicana y, en algún grado, la que experimentó Argentina con su sistema bancario en la década de los noventa, evidencian que la internacionalización de la banca sin las políticas monetarias adecuadas y sin una efectiva regulación estatal (o supraestatal coordinada o mejor compartida) puede generar sectores financieros incapaces de contribuir al desarrollo de las naciones donde se despliegan. Sin banca privada y sin intermediación financiera que canalicen de manera eficiente el ahorro, no hay posibilidades de allegar recursos a la actividad productiva, pero un sector financiero privado con altos niveles de rentabilidad no implica, por sí mismo, que se estén generando condiciones virtuosas para el crecimiento ni para su sostenibilidad, por lo que son necesarias nuevas reformas institucionales que generen regulación más eficaz de los sistemas financieros que sea capaz de romper el círculo vicioso de ganancias privadas y pérdidas públicas que se ha vivido de manera reiterada en distintos países de América Latina en las últimas décadas y vincule, efectivamente, los distintos instrumentos financieros con el objetivo de la inversión privada y, por consiguiente, con el desarrollo mismo de las economías.

6 LA COHESIÓN SOCIAL

Un espacio multinacional que constituye el referente global más ambicioso para combinar eficiencia y bienestar económicos es la Unión Europea, donde la cohesión social es un objetivo explícito de las políticas económicas. En el espacio de la UE, si bien los países miembros ceden algunas atribuciones al ámbito comunitario, también es cierto que la dimensión pública y el papel del Estado –o, mejor, de los Estados– no se ha soslayado y, al contrario, las políticas públicas supranacionales, como las que se que hacen viables los objetivos de cohesión –a través de la redistribución de recursos públicos entre regiones según su grado de desarrollo, vienen jugando un papel indispensable en el devenir de este proceso de integración económica regional. No obstante, la UE continúa enfrentando problemas como la desigualdad en el nivel de vida, el déficit de trabajo–expresado por las tasas de empleo y las tasas de paro, el déficit de productividad que compromete –su capacidad de crecimiento sostenido y el déficit medioambiental, que se suman a nuevos obstáculos políticos para, por ejemplo, cristalizar un texto constitucional común. Una vez más no deja de ser relevante el hecho de que, para edificarse como una auténtica tarea y meta colectiva, la actualización de la vigencia de dicho modelo social precise, necesariamente, de la revisión de la actuación del conjunto de las instituciones públicas, que implica una mejor y mayor coordinación, y que pasa, finalmente, por un replanteamiento del tipo de política económica que el Estado ha de desplegar, pero en ningún momento por la declinación del empeño estatal para desplegar estrategias de desarrollo, como sí ha llegado a ocurrir con frecuencia en otras latitudes (González Laxe, 2007).

Uno de los fenómenos que cruzan a las sociedades contemporáneas de la mano de la etapa actual de la economía es la transformación del empleo y de la noción que de él se tenía hasta hace unas décadas. La senda ascendente del trabajador, vinculado al sector secundario, que trabajaría a lo largo de su ciclo vital productivo para un mismo empleador, acumulando experiencia y con ello también prestaciones y derechos, hasta alcanzar la jubilación, es una excepción en el panorama laboral actual. Ahora, una persona –por mayor cantidad de credenciales escolares que acumulesabe que trabajara en unos cuantos años para distintos patrones, en actividades muy distintas entre sí, que la edad se vuelve cada vez más un handicap en contra y que el desempleo acecha de manera permanente. Es decir, que el empleo "para toda la vida" ha sido sustituido por una vida de incertidumbre laboral en un tiempo en el que, a la vez, no deja de crecer la expectativa vital de los individuos, pero también su necesidad de recursos para afrontar los costes asociados a los servicios de cuidado y de salud de las personas de la tercera edad. En el mundo desarrollado pocas veces se había prefigurado un escenario de tanta exigencia para los sistemas de seguridad social –desempleo temporal frecuente, jubilación temprana o paro de larga duración para los mayores de 55 años– y, al mismo tiempo, en los países en vías de desarrollo, tampoco se había encarado un escenario, producto en buena medida de la transición demográfica, que arrojara una población con un alto componente de personas de la tercera edad sin que se haya edificado un sistema de protección social amplio. ¿Cómo hacer frente a esos desafíos? Se ha señalado (Martínez Noval, 2007) que no será a través de las respuestas que ofrece el mercado para afrontar el riesgo económico a gran escala, en boga hasta hace unos cuantos años, como los esquemas de privatización de los fondos de pensiones. Por el contrario, dado que el capitalismo es congénitamente inestable no se puede dar la espalda a la necesidad de crear mecanismos sociales de protección. Así, frente a la inseguridad económica el contrapunto no es otro que la seguridad social, que implica la protección frente al desempleo o el infortunio, la protección frente al riesgo cierto que supone la vejez.

Ahora bien, la experiencia de las últimas décadas demuestra que hay diferentes alternativas para encarar el crecimiento de la inseguridad económica que caracteriza al tipo de globalización que viven las economías contemporáneas. Así, el resultado de los procesos de inserción en la economía mundial de los países asiáticos dista mucho de los resultados poco alentadores que se obtienen en el grueso de las naciones de América Latina. En un contexto de liberalización financiera, de inestabilidad e incertidumbre, las estrategias estatales para impulsar el desarrollo y crear "colchones" internos de seguridad frente a los choques externos resultan determinantes del devenir del bienestar de las poblaciones (Moreira Cunha y Bichara, 2007).

Repensar y recuperar al Estado, es una de las pocas rutas de que disponemos al inicio del siglo XXI para contrarrestar la inseguridad global que se reproduce de manera fractal: afecta a las regiones, a los países, a las colectividades humanas pero también a los ciudadanos de las sociedades contemporáneas en lo individual, tanto las naciones pobres como de aquellas que se han vuelto receptoras de pobres.

Se trata, en definitiva, de que "asumiendo que en las sociedades organizadas bajo principios mercantiles, como es el caso, difícilmente los comportamientos éticos individuales afloran de forma 'espontánea o voluntaria' con carácter generalizado –aunque a veces ocurre de forma excepcional–, resulta preciso acudir a la institucionalización de acuerdos entre los diferentes agentes económicos, para, desde fuera del mercado, incorporar a la regulación de su funcionamiento reglas y normas que garanticen la practica de la ética en las relaciones socioeconómicas. Lo que significa que el Estado como garante de estos acuerdos establezca las instituciones pertinentes –de hecho y de derecho– a tales efectos. Se trata, en definitiva, de caminar a la búsqueda de un óptimo 'no mercantil', de la optimización de valores éticos. Y ello se ha de definir en la dimensión espacial precisa, en cada circunstancia y momento, de tal modo que no se alteren las posiciones relativas de competencia en los mercados por parte de las empresas, o de los territorios económicos en los que se asientan éstas" (Ruesga, 2007), redefiniendo, eso sí, pero no anulando, sino al contrario enalteciendo, el papel del Estado en la regulación de la actividad económica.

NOTAS

1 "La economía es un sistema teórico (entiéndase matemático) que flota en el aire y tiene poco que ver con lo que sucede en el mundo real" (tomado de Ruesga, 2006: 75).

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