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Ciclos en la historia, la economía y la sociedad

On-line version ISSN 1851-3735

Ciclos hist. econ. soc. vol.20 no.40 Buenos Aires July/Dec. 2012

 

DÉCADA DEL SESENTA: DESARROLLISMO Y GOLPES DE ESTADO. DEUDA EXTERNA Y FMI

Notas sobre el endeudamiento externo en Argentina y Brasil: neoliberalismo y crisis*

 

Ricardo Lazzari** y Mario Rapoport***

* Este trabajo se realizó en el marco del Proyecto PICT 2006-01664 "Las relaciones bilaterales entre Argentina y Brasil: pasado, presente y perspectivas". ** IDEHESI - CONICET/UBA. Becario Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica. *** Director del Instituto de Estudios Históricos, Económicos, Sociales e Internacionales (IDEHESI) - CONICET/UBA. Investigador Superior del Conicet. Profesor Titular Consulto de la UBA.

 


 RESUMEN

Los crecientes niveles de liquidez internacional que se acumularon en la segunda mitad de los años setenta sentaron las bases para una nueva fase en los ciclos de endeudamiento externo de los países de América Latina. Más allá de sus rasgos comunes, dichos procesos reconocen una trayectoria singular en cada una de las economías latinoamericanas, determinadas esencialmente por las estructuras productivas de cada uno de estos países, sus formas históricas particulares de acumulación de capital, las estrategias de sus clases dominantes, como también las alianzas que éstas establecieron con el capital financiero extranjero. El presente artículo realiza un análisis histórico comparado de los procesos de endeudamiento externo en Argentina y Brasil bajo el predominio de los modelos neoliberales, señalando el rol que la deuda externa tuvo en la dinámica de acumulación de capital de ese período, y cuáles han sido sus resultados.

ABSTRACT

The increasing levels of international liquidity accumulated in the second half of the 70s laid the foundations for a new phase in the external debt cycles of Latin-American countries. Beyond their common features, those processes recognize a singular trajectory in each of the Latin-American economies, essentially determined by the productive structures of these countries, their historical particular forms of capital accumulation, the strategies of their ruling classes, and also the alliances that they established with the foreign financial capital. The present article carries out a comparative historical analysis of the external indebtedness processes in Argentina and Brazil under the predominance of Neo-liberalism, indicating the place that foreign debt had in the dynamics of capital accumulation in this period, and which have been its results


 

Introducción

Problemática común a toda Latinoamérica, la deuda externa ha atravesado transversalmente la historia económica, política y social de nuestros países. La inclusión de la Argentina y el Brasil en la corriente de flujos financieros internacionales fue un correlato de la inserción periférica y dependiente de estas economías en la división internacional del trabajo liderada primero por Inglaterra y luego por los Estados Unidos. Por ello, los patrones de endeudamiento externo de estas naciones siempre han reflejado los ciclos de inversión de los centros financieros mundiales que buscaban en las economías latinoamericanas, y en el resto del mundo, tasas de ganancia más elevadas que en sus países de origen. Ante la debilidad de los aparatos productivos locales, muchas veces los capitales extranjeros no hacían más que originar las condiciones para que los desequilibrios estructurales de balanza de pagos persistieran y se agravaran, pero, peor aún, para que las economías domésticas dilapidaran grandes recursos en el repago de la deuda, disminuyendo así la disponibilidad de éstos para inversiones productivas. En este artículo se realizará un análisis comparado sobre el flujo de capitales externos hacia Argentina y Brasil desde los años setenta, bajo predominio de los modelos neoliberales. Evaluaremos, también, si las respuestas de uno y otro país ante las pautas de endeudamiento externo que se impusieron fueron similares o diferentes, y cuáles fueron los resultados de ello.

 

La estela fugaz de la deuda externa

Durante la segunda mitad de la década del setenta los mercados financieros contaron con un exceso de liquidez, producto del abultado saldo de cuenta corriente de los EE.UU. (en medio de una importante crisis, el dólar se había separado de su relación fija con el oro en 1971 y se había devaluado) y por los superávits comerciales de los países productores de petróleo (OPEP), luego de que el cártel decidiera la suba del precio del crudo. Por esta razón, el flujo de capitales que se destinaron a los países del tercer mundo en aquella época fue conocido como los "petrodólares", sumándose a ellos el mercado de "eurodólares", que se había creado en Europa como consecuencia del Plan Marshall, primero, y de las inversiones norteamericanas luego. La sobreoferta de recursos y la baja tasa de interés que otorgaban los bancos de occidente llevaron a inundar de capitales distintas regiones en desarrollo, en particular el Cono Sur en busca de mayores rentabilidades que las que podían lograr en sus propios países.1

Los países de América Latina, muchos de ellos al borde de crisis políticas, tomaron los créditos que se les ofrecían a un costo bajo en comparación al período de posguerra en el cual el capital escaseaba. Una parte importante se destinó a proyectos de industrialización, pero mucho fue malgastado por los gobiernos de turno para acrecentar el aparato político del Estado y su poder militar. Brasil, México y la Argentina fueron los destinos favoritos de estos capitales, que llegaron atraídos por una tasa de interés varios puntos superiores a la internacional. Mediante el endeudamiento público, los gobiernos cerraban el bache del equilibrio fiscal, y proveían las divisas necesarias para cubrir el desequilibrio en la balanza comercial.

Desde 1967 la economía brasileña había comenzado a experimentar una acelerada expansión, proceso popularizado por el régimen militar instaurado desde 1964 como "milagro económico", porque le permitió alcanzar tasas de crecimiento anuales de alrededor del 10 % y pudo sostenerlas durante un prolongado período.2 Los gobiernos anteriores habían creado la infraestructura necesaria y preparado el camino para tal expansión al consolidar una economía basada en tres sectores. En primer lugar, las empresas estatales se encargaron de la infraestructura, de la producción de energía y de la industria de bienes de capital; en segundo término, las empresas transnacionales produjeron los bienes de consumo durables; y en tercer lugar, el capital privado nacional se dedicó a la producción de insumos y bienes de consumo inmediato. Este trípode económico generó una división del trabajo en el mercado interno brasileño y amplió la obtención de la tasa de ganancia al complementarse mutuamente y aprovechar el riguroso ajuste salarial impuesto por la dictadura.

Sin embargo, esta tendencia sufrió alteraciones durante la administración de Ernesto Geisel (1974-1978) cuando el precio internacional del petróleo experimentó un notable aumento presionando la balanza comercial brasileña, de tal manera que el régimen se vio obligado a restringir las importaciones. Pero esta crisis petrolera no sólo alteró las cuentas externas del país, sino que afectó la propia esencia del proyecto "desarrollista" implementado por los militares en el poder. A pesar de su significativo crecimiento económico, Brasil mantenía problemas estructurales dado que empleaba energía importada, dependía del flujo de inversiones de capitales extranjeros y de la utilización de paquetes tecnológicos importados. Como el aumento del precio del petróleo produjo una fuerte recesión en los países industrializados, las importaciones se encarecieron, las inversiones externas disminuyeron y las exportaciones brasileñas tuvieron dificultades para ingresar en aquellas naciones. Esta situación afectó el mercado interno brasileño al reducir el consumo y colocar a la producción y a la actividad comercial en serias dificultades.3

Ante estas circunstancias, y lejos de adoptar una estrategia pro-cíclica ante la crisis, la dictadura brasileña redobló sus objetivos "desarrollistas" y en septiembre de 1974 lanzó el II Plan Nacional de Desarrollo. Su objetivo principal fue profundizar el proceso de industrialización por sustitución de importaciones, con la idea de transformar a Brasil en un país autosuficiente en insumos básicos y, sobre todo, en energía. En este sentido, una opción para diversificar las fuentes energéticas la constituyó el ambicioso programa de construcción de represas hidroeléctricas y centrales nucleares, como así también el incremento en la prospección de petróleo y en la producción de alcohol como combustible automotor (Proyecto Proalcohol). Además, se intensificó la capacitación tecnológica en áreas como la naciente informática y la petroquímica mediante el apoyo estatal. En esa dirección, el Estado brasileño se consolidó como el mayor agente productivo e hizo posible mantener un crecimiento económico que osciló entre el 5 % y el 10 % anual. No obstante, como las importaciones continuaron elevadas, se recurrió a un profundo recorte del gasto público, al congelamiento salarial -agravando las tensiones sociales-, y a los préstamos externos. El espectacular crecimiento de la deuda externa fue resultado de la política de largo plazo adoptada: una tasa de inversión superior al 25 % del PBI prácticamente en todos los años del periodo permitió al país crecer a un promedio de 6,8% anual desde 1974 a 1979 con caso omiso a las restricciones externas. Sin embargo, desde agosto de 1979 a octubre de 1980 quedó clara la fragilidad externa cuando la duplicación de los precios del petróleo y la elevación de las tasas internacionales tornaron más costoso y más prolongado el proceso de ajuste de la oferta doméstica iniciado en la segunda mitad de los setenta. Comenzaron entonces a sentirse los primeros síntomas de escasez de financiamiento externo y la dificultad de renovar los empréstitos por la decisión de los bancos privados internacionales de no seguir refinanciando el pago de los intereses de la deuda externa.

Por su parte, la Argentina atravesó, para esa época, un proceso de difícil articulación de intereses en el seno del Estado desde fines de los años sesenta y principios de los setenta, que se manifestaría en un clima de creciente agitación social e inestabilidad política. Los levantamientos obreros (tales como el cordobazo y el viborazo) así como la existencia de fuertes grupos radicalizados, incluso guerrilleros, en la escena política nacional entrañaban una seria dificultad para la persistencia de los modos de producción vigentes e iban a llevar al abandono, por parte de la clase dominante, del proceso de sustitución de importaciones, a la liberalización de la economía y a un nuevo tipo de inserción en la economía mundial.

En 1976 se produjo un verdadero punto de inflexión en la historia del país, que significó no sólo el terrorismo de Estado y la pérdida de varias futuras generaciones de líderes políticos o sociales, sino la convicción por parte de las elites tradicionales de que las proscripciones políticas ya no servían para eliminar las alianzas populistas y que, como éstas se asentaban sobre el aparato productivo industrial, era imprescindible modificar radicalmente la estructura económica. Ello suponía también la reformulación del papel del Estado, hasta allí involucrado en impulsar ese tipo de desarrollo.4

De esta manera la dictadura militar inauguró los casi treinta años de predominio del modelo neoliberal en el país. La Argentina había desarrollado hasta entonces un aparato industrial con problemas pero de dimensiones respetables, apalancado a través del crédito subsidiado por el Estado y amparado en niveles de protección moderados y controles de cambios. Las crisis recurrentes de la balanza de pagos y los procesos inflacionarios no fueron obstáculo para que la economía argentina tuviera tasas de crecimiento no muy altas pero sostenidas, especialmente entre 1964 y 1974. El giro copernicano iniciado con la dictadura militar promovió la desregulación financiera y la apertura indiscriminada de la economía, afectando el sector externo. Como consecuencia de ello se produjo un fuerte proceso de desindustrialización y reprimarización de la economía.

En particular, a principios de 1977 se implementó una reforma que ubicaría al sector financiero en una posición hegemónica en términos de absorción y asignación de recursos, mediante su liberalización, el alza de las tasas de interés y una mayor vinculación con los mercados internacionales; y desde fines de 1978 se quiso garantizar una devaluación pautada de la tasa de cambio (igualmente sobrevaluada) mediante un sistema denominado "la tablita cambiaria". Se facilitaba de este modo la especulación financiera: el diferencial de las tasas de interés sobre el peso y el dólar y luego la fuga de capitales pasaron a ser un factor fundamental de estas operaciones. Se hacían así negocios fáciles y altamente rentables.

Este programa de liberalización económica contó con el temprano aval del embajador estadounidense en el país, Robert Hill, que lo juzgó favorable a los intereses norteamericanos y propuso al Departamento de Estado, cerca de un mes después del golpe militar de 1976, que realizara gestiones para respaldar la reprogramación de la aun reducida deuda argentina y facilitara al Estado nacional un préstamo del Eximbank. En agosto de 1976 el FMI firmó un convenio con la Argentina que establecía el giro inmediato de 180 millones de dólares -el acuerdo más importante que se había celebrado con un país latinoamericano hasta ese momento- y además facultaba al país para tramitar un préstamo con un grupo de bancos estadounidenses, europeos y japoneses por 1.000 millones de dólares.

Pero desde fines de los años setenta y principios de los ochenta, se produjo otro ciclo recesivo mundial cuando la Reserva Federal, frente a los crecientes déficits fiscales en EE.UU., comenzó a elevar las tasas de interés, aumentadas aún más con la llegada al gobierno del presidente Reagan. Las tasas de interés se elevaron signifi cativamente, desde el 6 % al 14 %, volviendo a captar capitales del exterior para la potencia del norte y creando una década perdida para América Latina al expandir notablemente la carga que significaba el endeudamiento externo para los países de la región, que habían tomado préstamos en los años anteriores y ahora debían pagar intereses mucho mayores. Esta situación conllevó, en agosto de 1982, a la declaración de moratoria de México, uno de los principales deudores, desatando una crisis generalizada de la deuda en el subcontinente.

El endeudamiento argentino durante la dictadura militar reconoce dos etapas diferenciadas. La primera, que transcurrió entre 1976 y 1979, tuvo como principal protagonista al sector público tomando préstamos otorgados por la banca internacional. La segunda etapa, entre 1980 y 1981, estuvo vinculada a los resultados del nuevo paradigma económico, que se reflejó en diversos puntos del balance de pagos, tanto en la cuenta corriente como en la de capital. Durante estos años se aceleró también el endeudamiento de las empresas privadas, en muchos casos en forma ilegítima y ligado a la fuga de capitales.5 Además, la dictadura militar utilizó una proporción importante de la deuda para comprar material bélico.6

Sólo en la primera de estas etapas se verificó un incremento neto de reservas, mientras que en el segundo período el saldo negativo fue en ascenso. El mecanismo de deuda y fuga de capitales sería la dinámica imperante del último cuarto de siglo. Asimismo, se acentuó la dependencia a los vaivenes del mercado financiero internacional, y la supervivencia del sistema quedó atada a disponibilidad de recursos para ser tomados en calidad de deuda. El flujo de capitales que provenía por este mecanismo permitió mantener un tipo de cambio sobrevaluado, pero las dudas acerca de la inminente devaluación de mercado en cuanto el contexto internacional cambiara no tardaron en llegar. Se generó así un sistema explosivo, donde el endeudamiento iba causando una mayor necesidad de ingresos futuros para poder saldar los servicios de los préstamos, en tanto crecía la desconfianza en la moneda local y se aceleraba la fuga de capitales.

Cuadro 1

 

A partir de junio de 1981, con la idea de controlar las expectativas de inflación, el Banco Central impuso un seguro de cambio. Este constaba de una prima de 2% mensual y una fórmula de indexación que buscaba quitar riesgo a las operaciones crediticias. Sin embargo, el mecanismo fue utilizado por el sector privado, vinculado con empresas extranjeras, para realizar lo que se denominaron autopréstamos. Otro de los costosos fraudes que más adelante debió pagar el grueso de la sociedad.

 

La década perdida

El endeudamiento legado por la dictadura, cinco veces superior a las exportaciones anuales, obligaba a lograr elevados excedentes comerciales para cancelar intereses, incrementados por el alza de las tasas internacionales. Al momento de la asunción de Alfonsín, existían 20.000 millones de dólares de atrasos en los pagos. Pero el gobierno radical, a pesar de algunos esfuerzos iniciales por trazar un rumbo diferente, reconoció y sostuvo el endeudamiento anterior con más endeudamiento y a costos más altos, impidiendo que el país pudiera recuperarse económicamente. El gobierno radical naufragó entre distintas estrategias, entre ellas las que conformaron el Plan Austral y el Plan Primavera. El saldo del balance de pagos se fue deteriorando a partir de la caída en los términos de intercambio y del creciente peso de los servicios de la deuda. El intento de ganar competitividad con la devaluación no dio resultado y las contradicciones del modelo económico y las disputas entre las diferentes fracciones capitalistas desembocaron, en 1989, en un proceso hiperinflacionario.

En el caso brasileño, desde final de 1980 a mediados de 1984, las líneas generales de la política económica pasaron a ser dictadas por la disponibilidad de financiamiento externo. La acumulación de deuda externa condicionó la política económica brasileña en los años ochenta así como contribuyó a la destrucción de la capacidad financiera del sector público y de su papel estratégico para superar las restricciones al crecimiento.

La política económica fue redireccionada para reducir las necesidades de divisas, en el marco de términos de intercambio adversos, mediante la compresión de la absorción interna y el fomento de las ventas externas. Pero, por un lado, las exportaciones estaban limitadas por el achicamiento de los mercados externos en un contexto de recesión mundial y, por el otro, la reducción de la tasa de crecimiento local no afectó las importaciones ya que éstas se componían casi exclusivamente de insumos y bienes de capital.7 Existía un peligro en subordinar la política industrial a los problemas de balanza de pagos ya que los magros saldos de la balanza comercial, obtenidos a costa de estancamiento económico, serían insuficientes para saldar la enorme deuda externa brasileña.

El año 1983 fue el fondo de la mayor recesión experimentada por el sector industrial brasileño pero, ya en 1984, por primera vez desde 1979, la restricción externa de la economía brasileña se redujo y empezaba a recuperarse la actividad industrial. El PBI brasileño creció en términos reales al 5,7 %, interrumpiendo el proceso iniciado en 1981, y además redujo su coeficiente de importación en paralelo a un aumento de las exportaciones. El país parecía ser capaz de crecer a pesar de la crisis de la deuda, y las perspectivas de crecimiento modificaban sustancialmente el patrón de negociaciones con el FMI. Así, mientras Brasil pasaba por un periodo de relaciones relativamente tranquilas y estables con sus acreedores, Argentina permanecía sin llegar a un acuerdo cuando en marzo de 1984 el gobierno declaró una moratoria y dejó sin efecto el stand by firmado por los militares.

Dado que Brasil no requería de nuevos recursos para financiar la cuenta corriente, el gobierno pudo mantener independencia en relación a las recomendaciones del Fondo adoptando políticas monetarias y fiscales más acomodaticias que privilegiaron el crecimiento de la economía. En consecuencia, durante la segunda mitad de la década del ochenta la política económica se concentró en el combate de la inflación. Los planes de estabilización ortodoxos del periodo 1981-84 habían promovido el ajuste externo pero no lograron frenar el aumento de precios que incluso resistía las presiones deflacionarias de la recesión y el desempleo. Siguiendo el modelo argentino, se aplicaron planes heterodoxos de shock, tipo el Plan Austral, pero también sin mayor éxito. Los planes Cruzado, Bresser y Verano no produjeron más que un repliegue temporario de la inflación al no solucionar los conflictos distributivos de renta o atacar los desequilibrios estructurales de la economía que podrían ser focos de presión inflacionaria.8 Asimismo, no se pudieron reducir las transferencias de recursos reales al exterior y el desequilibrio de las cuentas del gobierno se agravó.

Los años ochenta, considerados en su conjunto, representaron para la economía brasileña un período de estancamiento cuando se lo compara con la tendencia histórica hasta ese momento. A pesar del deterioro persistente en los términos de intercambio del Brasil, éste pudo obtener superávits comerciales sistemáticamente a costa de la reducción de la demanda agregada, en particular de la demanda de inversión. Esto evidenciaría que existía una incompatibilidad estructural entre la generación de superávits comerciales y el crecimiento económico.9 Como se observa en el cuadro 2, la generación de superávit impuso, en el período 1981-83, una fuerte reducción de la inversión y del consumo, que se tradujo en caída del PIB, acompañado por una fuerte reducción de las importaciones. En cambio, en el período subsiguiente, donde el PIB se expandió considerablemente, la inversión creció junto al consumo y las importaciones. De esta manera, el crecimiento industrial brasileño conllevaba la necesidad de un incremento en las importaciones de insumos y bienes de capital, además del aumento de la absorción doméstica por los mejores salarios, ambos hechos eran antagónicos con la obtención de las divisas necesarias para afrontar los servicios de la deuda externa.10

A pesar del crecimiento en la segunda mitad de la década, la falta de éxito en el combate a la inflación, las idas y vueltas en las renegociaciones externas de la deuda y el agravamiento del desequilibrio fiscal generaron que en febrero de 1987 el Estado brasileño se declarara en moratoria, aparentemente inevitable frente a una deuda que ascendía a 121 mil millones de dólares y reservas que oscilaban en torno a los 7 mil millones. En 1988 se verificó una reducción del stock de deuda externa que se tendió a repetirse en los años posteriores y que, junto al acuerdo preliminar de junio con el FMI, selló el retorno de Brasil al formato convencional de renegociación.

En consecuencia, la relación deuda externa/PBI no sólo dejó de crecer sino que cayó en el segundo lustro de los años ochenta. Esto está explicado, en gran medida, por el crecimiento real del PBI y diferencia al Brasil de otros deudores de la época. Entre 1980 y 1984 la importancia de la deuda externa pública creció sostenidamente llegando al 37,8 % del PBI y esterilizando los recortes del gasto público;11 después de 1984 el proceso fue simétricamente opuesto y a fines de 1990 esa variable era tal como diez años antes.

Cuadro 2

 

En síntesis, durante la década de 1980 ambos países experimentaron los efectos de la crisis de la deuda y procesos inflacionarios, pero la industria brasileña continuó estando mejor posicionada que la argentina. Brasil profundizó su proceso de industrialización alcanzando un considerable nivel de desarrollo. De tal forma, las distancias en el ritmo de industrialización que ya venían ampliándose desde 1960 continuaron haciéndolo cuando Brasil, en 1985, retomó luego de varios años de recesión.

 

Profundización neoliberal y crisis

La convertibilidad argentina

La economía argentina de principios de los años noventa sufría de una crisis hiperinflacionaria con importantes costos sociales, políticos y económicos, como la quiebra del Estado Nacional, que reflejaban los límites del modelo de valorización financiera. El fracaso de las políticas implementadas hasta ese momento dio lugar a la penetración de un discurso de cuño neoliberal, denominado Consenso de Washington, que aglutinaba las posiciones ideológicas de las instituciones y líderes de opinión vinculados al capital mundial, tales como el FMI, el Banco Mundial, bancos de inversión y empresas multinacionales. Las ideas que articulaba este discurso en el plano económico recomendaban limitar la acción del Estado al establecimiento del marco legal que permitiese el libre juego de las fuerzas del mercado pues sólo éste podía asignar de la mejor manera posible los recursos productivos, las inversiones y el trabajo. En función de ello, las políticas económicas debían tener como eje central el control del gasto público y la disciplina fiscal, la liberalización del comercio y del sistema financiero, el fomento de la inversión extranjera, la privatización de las empresas públicas, y la desregulación y reforma del Estado.

Comenzaba allí la etapa más dura del neoliberalismo en la Argentina. En 1991 se desarrolló el Plan de Convertibilidad que fue estructurado de tal forma que las políticas de estabilización cambiaria y monetaria se confundían con las de reforma estructural dictadas por el Consenso de Washington, a los fines de legitimar estas últimas como parte de un paquete necesario de estabilización.12 En ese marco, la Argentina aceptó ciertas condicionalidades del FMI que apuntaban a dos cuestiones claves: la primera versaba en torno a la privatización de empresas públicas mediante la capitalización de títulos de la deuda con un descuento sobre su valor nominal, lo cual habría de permitir una disminución sustancial del stock adeudado; por otro lado, el gobierno se comprometía a la reducción de los aranceles a la importación, en un renovado ataque contra la industria argentina. Estas reformas estructurales impuestas por el FMI implicaban el punto de partida para que la Argentina se introdujera en un nuevo ciclo de endeudamiento externo.

Estas "recomendaciones" se adicionaban a un set de políticas que abarcaban la férrea disciplina fiscal, una reforma tributaria con recortes en los impuestos directos y subas en los indirectos, liberalización del mercado financiero, tratamiento igualitario para las inversiones extranjeras, desregulación y garantía de los derechos de propiedad. Además, una de las medidas más importantes fue la adopción de un régimen cambiario de caja de conversión con un tipo de cambio sobrevaluado, que maniataba al Banco Central, sin capacidad de influir sobre la cantidad de dinero en circulación y sobre la tasa de interés, y volvía a la política monetaria altamente procíclica, expandiéndose la oferta monetaria exógenamente con los influjos de divisas y retrayéndose en momentos de salida de capitales. De esta forma, las medidas fiscales, cambiarias y monetarias de estabilización se imponían a costa de las fuerzas productivas de la economía. No obstante, se conformaría una estructura productiva dual a partir de una configuración de precios relativos que favorecería a los servicios, en particular las empresas de servicios públicos privatizados, la banca privada y ciertos sectores productivos vinculados al comercio intra-Mercosur, relegando a un segundo plano a los sectores productores de bienes transables.13

La conjunción de la apertura comercial, la liberalización del movimiento de capitales, la desregulación de la economía nacional y un tipo de cambio fijo y crecientemente sobrevaluado durante toda la década del noventa, provocó importantes transformaciones en la estructura productiva argentina. Así, la profundización del proceso de desindustrialización, la acentuación del predominio del capital financiero y la creciente extranjerización de la producción interna se asociaron a una mayor dependencia de los capitales extranjeros. Los flujos foráneos de inversión directa destinados en gran parte a la adquisición de firmas locales ya existentes, y el endeudamiento con el exterior, financiaron los abultados déficits de la cuenta corriente, motorizados por el sesgo importador y por el pago de dividendos e intereses vinculados a esos mismos flujos. De este modo, los capitales extranjeros cumplieron el papel de proveedores de las divisas necesarias para sostener la convertibilidad y el esquema de precios relativos que se derivaba de ella, y no aquel de capital productivo que impulsara el crecimiento.

El desequilibrio externo emergía entonces como una característica estructural que acompañaría al modelo desde sus inicios. Por eso, cuando se revirtió el flujo de fondos, a partir de 1998, la recesión se tornó la única alternativa para cerrar esa brecha, a través de la contracción de las importaciones y el incremento de los saldos exportables, que fue mínimo.

Gráfico 1

 

Desde mediados de la década se aceleró la tendencia al endeudamiento público. El gobierno nacional tomó créditos en el exterior no sólo para financiar su propio desequilibrio financiero, sino para acumular reservas y compensar el déficit externo del sector privado. Esto permitía prolongar la vida del régimen, aunque a costa de levantar una pesada hipoteca hacia el futuro. El incremento sostenido del nivel de reservas era fundamental para el crecimiento de la economía, pues de él dependía el comportamiento de la oferta monetaria y del crédito, y por tanto la evolución de la demanda pública y privada. Este mecanismo implicaba que la actividad interna estuviera estrechamente ligada a la posición financiera exterior de la economía nacional.

El efecto de los shocks externos fue decisivo para desnudar la fragilidad del sistema. El impacto de la crisis mexicana en 1995 pudo ser superado, pero a partir de 1997 estallaron nuevas crisis financieras en los países emergentes que afectaron a la economía argentina con consecuencias más graves. Además, durante 1999 la economía local sufrió otra serie de shocks que repercutieron en su frente externo. La devaluación del real (en enero) y la apreciación del dólar (y del peso) frente al resto de las principales monedas mundiales agravaron el retraso cambiario y el déficit en el comercio exterior. Por otro lado, la retracción de capitales de los mercados emergentes -luego de las crisis mencionadas- empeoró las condiciones para financiar esa brecha y encareció el costo del endeudamiento.

El siglo culminaba con una demanda agregada deprimida, sobrevaluación cambiaria que inhibía el crecimiento de las exportaciones y elevados niveles de desempleo que limitaban la revitalización del consumo. Mientras tanto, la crisis de endeudamiento externo amenazaba al régimen de convertibilidad y subordinaba a la política económica, inhibiendo la inversión y las posibilidades de reactivación.

Una evaluación inadecuada de las características de la crisis, inspirada en los análisis y consejos de los organismos financieros internacionales y las teorías económicas dominantes, hizo que se sostuvieran políticas fiscales contractivas, que aceleraron un círculo vicioso de ajustes y mayores contracciones, deteriorando la situación macroeconómica. Se buscaba explícitamente consolidar un contexto deflacionario, considerado el único camino para reducir la sobrevaluación del peso, sin tener en cuenta sus graves efectos negativos.

La deflación se concretó, pero mucho más suavemente de lo planeado, por lo que no logró subsanar el déficit de competitividad. El enfoque monetarista de la balanza de pagos se mostraba nuevamente poco apropiado; el ajuste operaba por cantidades y no por una disminución de los precios capaz de restablecer el nivel del tipo de cambio que pudiese equilibrar el sector externo.

El resultado fue catastrófico. La caída del PBI, y de los demás índices macroeconómicos, importante en 2001, terminó siendo verdaderamente impactante en 2002. En ese año los índices son más que elocuentes: una drástica baja del PBI (10,9 %), de la inversión (36,1 %), del consumo (12,7 %), y de las importaciones (49,7 %). En sus comienzos, la crisis fue arrastrando a varios ministros de economía, incluso a los más confiables del establishment, lo que dejó al gobierno de la Alianza con poco oxígeno político. Mientras, el deterioro económico empezaba a encontrar un infranqueable límite social.

El paulatino drenaje de reservas, en el marco del régimen de convertibilidad, contraía la base monetaria. En consecuencia, evitar una agudización de la restricción monetaria dependía de que el gobierno proporcionara más divisas mediante el endeudamiento externo. Esa lógica se reproducía y agravaba porque los ingresos de divisas gestionados por el Estado eran rápidamente fugados por el sector privado, que redujo sus pasivos y aumentó sus activos en el exterior a costa de un aumento colosal de la deuda externa pública. La reducción de la liquidez elevaba las tasas de interés y, por esa vía, afectaba nuevamente los niveles de actividad económica. El achicamiento del consumo y, sobre todo, de la inversión, repercutía sobre el nivel de importaciones. Aún así, el superávit de la balanza comercial era insuficiente para contrarrestar el pago de intereses y el considerable incremento en la remisión de dividendos.

Aunque intentara controlarse la situación con dudosos artilugios, como la Ley de Déficit cero o el Megacanje de la deuda externa, día a día se confirmaba más claramente la inviabilidad del régimen de convertibilidad. Por su parte, el FMI engrosaba el "blindaje financiero" mes a mes, llegando en agosto de 2001 a los 21.570 millones de dólares. Pero ante la desaprobación de la revisión de las metas de política económica se suspendieron los desembolsos, desencadenando el fin del régimen. Según afirmaciones del entonces ministro de economía, Domingo Cavallo, en agosto de 2001 el Fondo condicionó su ayuda a que la Argentina sustituyera el peso por el dólar, en el caso de que las reservas descendieran más de determinado monto, condición que las autoridades argentinas no aceptaron.14

Efectivamente, las reservas internacionales caían bruscamente y con ellas los depósitos bancarios. Finalmente, la adopción del "corralito", un mecanismo de bancarización forzosa que impedía el retiro de dinero del sistema bancario, fue el reconocimiento de que la convertibilidad se había derrumbado por completo y la cadena de pagos estaba rota. Pero la crisis era mucho más profunda que el solo quiebre del régimen monetario, y dejaba secuelas de más largo plazo: el deterioro del capital físico, una crisis social sin precedentes, un endeudamiento externo asfi xiante y un derrumbe del sistema político, cuando a fines de 2001 se produjo por primera vez la caída de un gobierno democrático sin ninguna intervención militar.

La crisis social provenía de una drástica contracción de los ingresos, por la vía de las reducciones de salarios públicos y privados, pero sobre todo por el aumento dramático de los niveles de desocupación, conforme la depresión cobraba fuerzas, alcanzando un máximo del 24 %, pero si se incluye la subocupación, personas que trabajan sólo parcialmente, alcanzó a superar con holgura el tercio de la población activa.15

A esto se agregaba una notable regresión en la distribución del ingreso, cuando Argentina gozaba entre los años 40 y 70 de una situación considerada excepcionalmente buena para un país en vías de desarrollo. Entre 1974 y el 2000, la brecha de ingresos entre el 10 % de la población más rica y el 10% de menores ingresos había aumentado en un 233 %.16 El costo del equilibrio externo fue, así, una explosión de los niveles de miseria y pobreza. Promediando el año 2002 esos niveles llegaron a cifras inimaginables, con un 55 % de la población bajo el nivel de pobreza y el 25 % de la población en situación de indigencia.

 

El Plan Real brasileño

En Brasil, al igual que en la Argentina, los ingresos netos de capital a principios de los años noventa fueron superiores a los desequilibrios de cuenta corriente, dando lugar a la acumulación de reservas. El crecimiento de la IED fue una de las principales características de la década para América Latina, y Brasil fue el principal receptor. A diferencia de etapas anteriores, la adquisición de empresas ya instaladas, especialmente los servicios públicos que se privatizaban, fue el principal destino de estas inversiones.17

Los años noventa abren también una nueva etapa en las relaciones con el FMI y la comunidad financiera internacional en general que pone fin a las idas y vueltas y a los desentendimientos de los ochenta. Mientras que en otros países, como la Argentina, ya se había creado un consenso interno neoliberal y se produjo una conversión abrupta al nuevo paradigma, Brasil adoptó una posición más renuente. Sin embargo, las políticas neoliberales comenzarían a ponerse en práctica de manera sistemática en los 90, con la elección de Fernando Collor de Melo.

Ya a finales de la década del ochenta, el gobierno de Sarney había adoptado medidas que tendían a la apertura financiera y comercial, como un nuevo régimen de inversiones extranjeras -Resolución 1289/87 del Consejo Monetario Nacional- y otras que sentarían las bases para las reformas posteriores. A partir de 1990, el gobierno de Collor de Melo liberó el mercado de cambios y amplió las libertades de movilidad para los capitales en los mercados financieros locales. De esa manera, el gobierno pretendía volver al Brasil atractivo para las nuevas fuentes de liquidez que ahora abundaban en los mercados internacionales. A su vez, se encaró un proceso de apertura comercial mediante la eliminación de barreras no tarifarias, como regímenes especiales de importaciones o restricciones cuantitativas, acompañada por un cronograma de fuertes reducciones arancelarias que llevaría la tarifa media en Brasil de un 32,2 % en 1989 a 14,2 % en 1994.18

En el año 1991, frente a los crecientes niveles de inflación, el gobierno decidió aplicar medidas antiinflacionarias de cuño ortodoxo y, además, resolver los desequilibrios fiscales mediante una mayor liberalización de los mercados de capitales del Brasil. En un contexto de tasas de interés bajas a nivel internacional, el gobierno de Collor de Melo elevó sustancialmente las internas y mantuvo un tipo de cambio real fijo, facilitando el acceso al crédito internacional a las empresas nacionales y promoviendo las inversiones extranjeras. Las medidas tuvieron éxito y las entradas de capitales fueron abundantes. Ante ello, el Banco Central de Brasil debía emitir billetes para comprar los excesos de liquidez en el mercado de divisas y así evitar la apreciación real del tipo de cambio. Esto obligaba al Banco a esterilizar esas emisiones mediante la colocación de títulos públicos y así aumentaba el endeudamiento público en el marco de una fuerte entrada de capitales externos.

El discurso neoliberal planteaba que los problemas de desarrollo que Brasil atravesaba en la década del ochenta eran responsabilidad de las políticas desarrollistas propias del modelo de industrialización por sustitución de importaciones, que eran incapaces de mantener el ritmo de incorporación de progreso técnico y de aumentos de productividad de la economía. Esto se debía, básicamente, a los elevados niveles de protección que inhibían la competencia a nivel local y al exceso de regulaciones en el mercado de bienes o una fuerte presencia estatal. En este sentido, las políticas de apertura comercial y financiera llevadas a cabo desde los inicios de la década de 1990 apuntaban a aumentar la oferta de bienes en el mercado doméstico vía la suba de importaciones y además permitir la inserción de las empresas nacionales en las cadenas globales de valor permitiéndoles incorporar nuevos patrones de producción, aumentar su productividad y ser más competitivas a nivel internacional.

La entrada neta de recursos provenientes del exterior permitió mantener un saldo positivo en la balanza de pagos pero no pudo revertir la recesión en el período 1990- 1992 ni tampoco detener el proceso hiperinflacionario que se venía desarrollando, continuamente, en los últimos años. Por otra parte, estas reformas estructurales terminarían por alterar de forma significativa la estructura productiva de la economía brasileña. En primer lugar, se daría una apertura asimétrica de la economía: el coeficiente de importaciones pasaría de un 5,7% en 1990 a 20,3% en 1998, mientras que para las exportaciones sólo se incrementaría desde un 8% al 14,8%.19 Este rasgo se acentuaría para la industria de bienes de capital, que de importar el 20% de la producción en 1990 llegarían al 100% en 1998. Similar fue la situación de industrias de bienes durables, material de transporte e insumos.

De esta forma, el aparato industrial brasileño perdía densidad y veía disminuida su capacidad para reproducir la acumulación de capital a nivel interno, lo que se reflejaría en el aumento de los déficits comerciales de los sectores industriales intensivos en capital y tecnología, y en el pasaje de superávit a déficit en el resto de los sectores salvo el de bienes no durables que, por otra parte, vio caer su superávit comercial. En segundo término, la apertura financiera indujo al crecimiento de operaciones de fusión y adquisición de empresas o activos locales por parte de capitales extranjeros, sucediéndose una verdadera desnacionalización de la producción brasileña. Este proceso tuvo su baluarte en las privatizaciones de servicios públicos estatales y de gran parte del sistema financiero.

Sobre estos cimientos se asentó el Plan Real, respuesta que en 1994 implementó el gobierno de Itamar Franco, a través de su ministro de Hacienda, Fernando Henrique Cardoso, para controlar un proceso inflacionario hasta ese momento incontenible. El Plan Real tenía por objetivo la estabilización monetaria de una situación próxima a la hiperinflación mediante tres anclas principales: el ancla cambiaria, paridad más o menos rígida de una nueva moneda (el Real) al dólar; ancla monetaria, contención de la emisión y el crédito; ancla fiscal, basada en el equilibrio presupuestario. Teóricamente se creaba un mercado libre de cambios pero resultó estar sometido a un sistema de control dominado por el Banco Central.

A pesar de la crítica situación económica y financiera por la que atravesaba Brasil, las medidas adoptadas a partir del 1º de julio de ese año -creación de una nueva moneda (el Real), tipo de cambio sobrevaluado, altas tasas de interés, eliminación gradual de la indexación - posibilitaron la reducción de la inflación, que pasó del 929 % anual en 1994 al 22 % en 1995. En el corto plazo, el Plan Real tuvo éxito. El gobierno contaba con un elevado caudal de reservas que permitió amortiguar la pérdida de unos 10 mil millones de dólares durante los primeros ocho meses del Plan debido a la avalancha de importaciones que se desató como resultado de la apreciación de la nueva moneda.20

Con el gobierno de Cardoso, desde 1995, el Plan Real sería acompañado por un un programa de reformas estructurales de la economía brasileña enmascaradas tras medidas de estabilización atinentes a la lucha antiinflacionaria. Se instauraría un modelo acorde al ideario neoliberal donde la apertura y liberalización de la economía, la privatización de empresas estatales y la desregulación del mercado de trabajo serían sus principales fundamentos, desplazando las principales fuentes de valorización del capital desde la esfera productiva hacia la financiera y trastocando las relaciones entre el capital y el trabajo como también entre las diferentes fracciones capitalistas. La liberalización en las relaciones económicas internacionales tanto a nivel comercial como productivo, tecnológico y monetario-financiero, fue acompañada por una aguda reforma del Estado que configuraba la intervención estatal en la economía.21

La estabilidad, sin embargo, no indujo a la economía brasileña a un fuerte crecimiento, esencial para que las enormes necesidades sociales del país pudiesen ser satisfechas. Las razones de esta imposibilidad deben buscarse en los mismos mecanismos de estabilización. El efecto de la sobrevaluación cambiaria se manifestó rápidamente en el pasaje de un superávit comercial de 10.797 millones de dólares en 1994 a un déficit de aproximadamente 3.300 millones en 1995, que continuaría agravándose en los años subsiguientes. Por otro lado, las tasas de interés altísimas, que pasaron a ser el instrumento fundamental para atraer capitales que compensaran los crecientes déficits comerciales, provocaron una reducción de las inversiones productivas y una hipertrofia de las inversiones especulativas. Al mismo tiempo que la economía resignaba aumentos de la producción, facilitaba el endeudamiento externo de corto plazo mediante elevadas tasas de interés.

La liquidez que generaba la entrada de capitales requería de la esterilización de los billetes para resguardar el "ancla cambiaria". Esto conllevaba consigo un círculo vicioso, donde la colocación de títulos públicos (aumento de la deuda pública) para absorber emisiones pasadas presionaban al alza de la tasa de interés y esto, a su vez, atraía cada vez más divisas que luego debían ser esterilizadas. De esta manera, la deuda pública no aumentaba para cubrir el gasto público, cada vez más reducido, sino para evitar el crecimiento de la masa monetaria y mantener el ancla monetaria.

Los recursos así captados se transformaban en reservas internacionales que crecían súbitamente superando ya en 1997 los 50.000 millones de dólares pese a la crisis asiática. En contrapartida, la deuda pública interna federal pasaba de 62.000 millones de reales en diciembre de 1994 a 303.000 millones en agosto de 1998.

Se configuró así un mecanismo perverso. En tanto hubiera déficit comercial u otros déficits cambiarios (salidas de "royalties", fletes, etc.), el Estado brasileño debía atraer capitales del exterior. Al atraerlos era necesario esterilizarlos. Esto aumentaba la tasa de interés de la deuda interna y comprometía el equilibrio fiscal. Esta era la forma en la cual se articulaban las distintas "anclas" del Plan Real.

Hacia 1997 la crisis financiera originada en el Sudeste asiático, que provocó la caída de los valores de las bolsas y de las monedas en varios países, repercutió en Brasil. La Bolsa de Valores de San Pablo se vio afectada por esta situación y registró una caída del 22 % en las dos últimas semanas de octubre de aquel año. En paralelo, la especulación golpeaba al real provocando que el Banco Central de Brasil se desprendiese de 8.000 millones de dólares en reservas para protegerlo. A fines de 1997, la moneda brasileña ya había logrado resistir los ataques especulativos, aunque a un elevado costo, dado que las autoridades debieron impulsar el alza de las tasas de interés, que alcanzaron el 40 % anual, para evitar la fuga de capitales, aumentando los costos de financiamiento de la voluminosa deuda pública doméstica.

El sistema financiero brasileño se encontraba entonces al borde del colapso. Los capitales se tornaron escasos, se fugaron y las reservas cayeron dramáticamente. Fue fundamental el paquete de ayuda financiera que se logró en las reuniones de emergencia del FMI y el G7. Se abría una nueva modalidad de intervención de las instituciones internacionales, el Supplemental Reserve Facility, por el cual el Estado de Brasil recibió 9 mil millones de dólares del Banco Mundial y el BID, y 20 mil millones más del FMI y el BIS, a modo preventivo, de acuerdo con su nivel de reservas y el grado de implementación del ajuste fiscal, que consistía en el recorte de gastos en el área social, como las de educación, salud y vivienda.

La vulnerabilidad y dependencia externa de Brasil se volvió totalmente evidente. El déficit de cuenta corriente alcanzaba el 4,3 % del PBI, el 60 % de las exportaciones, y la consiguiente necesidad de recursos externos excedía los ingresos por inversiones extranjeras directas y privatizaciones. Por otra parte, cerca de 120 mil millones de dólares de la deuda estaban concentrados en el corto plazo, poniendo en duda la capacidad de repago de la economía brasileña.22

La obligada devaluación (9 %) de la moneda brasileña en enero de 1999 resultó un duro revés para los organismos financieros internacionales. Por ello, cuando el Banco Central de Brasil dispuso alterar la banda cambiaria y devaluar el real, la medida fue percibida de manera tal que generó una corrida brutal contra la moneda local. Las autoridades monetarias brasileñas se vieron obligadas a dejar flotar la paridad del real frente al dólar, provocando la pérdida de dos tercios de las reservas en divisas en el transcurso de pocos meses.23

Gráfico 2

 

Para los analistas de la época, el detonante de la devaluación brasileña fue la decisión del gobernador Itamar Franco al declarar la moratoria unilateral de la deuda pública de Minas Gerais. Con ese paso, Franco explicitó algo que era un secreto a voces en Brasil y en el mundo financiero internacional: la virtual cesación de pagos de los Estados brasileños y del propio gobierno nacional. De este modo, Itamar Franco, impulsor del Plan Real, cuatro años y medio después se convirtió en su impugnador. Por cierto, la moratoria mineira no fue una jugada solitaria, dado que las poderosas corporaciones empresariales habían comenzado a presionar al gobierno. Especialmente, los industriales agrupados en la Federación de Industrias del Estado de San Pablo (FIESP), y aquellos vinculados a la exportación, lo cuestionaban por las asfixiantes tasas de interés, al tiempo que sus voceros reclamaron una devaluación del real del 15%, el doble de lo que el Banco Central había pautado a lo largo de 1999. Esos reclamos eran una crítica a la política de la institución monetaria, para quien las tasas de interés debían ser lo suficientemente altas como para detener la fuga de capitales, aunque se debiera pagar al precio de recesión y desempleo. Ante esta rigidez de la autoridad monetaria, la crisis comenzó a derramarse sobre la economía real, manifestándose en la caída de la producción industrial.

La devaluación del real licuó una parte de la deuda interna en reales y potenció aquella contraída en moneda extranjera por el gobierno y las empresas. Debido a la mora y quiebras de muchas empresas junto a la caída en los niveles de demanda de consumo interno, la cadena de pagos local se rompió, entrando la economía en una fuerte recesión. Los sectores exportadores salieron beneficiados de esta situación al reducir sus costos salariales en dólares y elevar sus precios de venta. Sin embargo, estos sectores representaban tan solo el 6% del PBI, por lo que la recuperación motorizada por la salida exportadora fue lenta. Además, el frente fiscal continuó siendo deficitario y las medidas contractivas llevadas adelante por el gobierno no hicieron más que acentuar las tendencias recesivas.

Por otra parte, el descenso en los niveles de actividad y el encarecimiento de las importaciones disminuyeron la demanda brasileña en los mercados externos. En ese sentido, la Argentina fue el país que más sufrió las consecuencias de esta crítica situación. Argentina poseía una estrecha relación con Brasil dado que le vendía el 34% de sus exportaciones totales, y más del 60% de sus productos industriales exportados tenían como destino a ese país. En particular, algunos sectores, como el automotriz y el de maquinaria agrícola, tenían una estructura de compras y ventas externas prácticamente integrada al mercado brasileño. No es de extrañar, entonces, que las exportaciones argentinas al país vecino cayeran en el orden del 20% luego de la devaluación brasileña.

Puede decirse que el modelo neoliberal durante la gestión de Cardoso registró dos momentos diferenciados, estableciéndose el corte en la crisis cambiaria de 1999. Mientras que en su primera gestión se afianzó un bloque en el poder hegemonizado por el capital financiero, la crisis y devaluación de 1999 perturbó la hegemonía de éste dando espacio a fracciones relacionadas al negocio exportador en la disputa por el poder. El paso de Cardoso por la presidencia brasileña legó, entonces, no sólo un nuevo bloque en el poder sino también estructuras económicas bien afincadas que, por imposibilidad o conformismo, el gobierno de Lula no pudo revertir totalmente.

Cuadro 3

 

A modo de conclusión: cambios políticos y heterodoxia económica

La conjunción de la debacle económica con la fractura de la legitimidad neoliberal impuso la necesidad de articular en la Argentina una salida de la crisis del 2001 que respondiera en el plano material, y de manera urgente, a las acuciantes necesidades de los vastos estratos sociales caídos en el desempleo o sumergidos en la pobreza o la indigencia. El rechazo a lo acontecido durante los años noventa formó parte del núcleo central del planteo que el nuevo gobierno enarboló en aras de revertir la precaria legitimidad de origen que derivaba del magro porcentaje de votos con que había alcanzado el poder.

La inflexión en la coyuntura económica había sido impulsada, luego de una devaluación que produjo una fuerte transferencia de ingresos desde los trabajadores y los sectores productores de servicios hacia la industria y el agro, por el creciente superávit comercial y la incipiente sustitución de importaciones, procesos acompañados por varias medidas, como la intervención del Banco Central en el mercado cambiario para sostener un tipo de cambio comparativamente alto, la aplicación de las retenciones y la implementación de una política monetaria más activa, que procuraba absorber el dinero en circulación para aliviar la presión de la demanda de divisas.

La unión de estos factores condujo a la estabilización del valor del dólar y del nivel de precios. La cotización planchada estimulaba a su vez el direccionamiento de los excedentes hacia otros destinos con horizontes de mayor rentabilidad. A ello se agregó el acuerdo para el refinanciamiento de los pagos con los organismos internacionales, lo que moderaba sustancialmente la demanda de divisas por parte del gobierno y consolidaba expectativas de estabilidad sobre el valor del dólar.

La tendencia recesiva empezó, de esa forma, a suavizarse. La flexibilización y posterior eliminación del corralito, la progresiva liberación del corralón, los aumentos salariales para los trabajadores registrados del sector privado y la tenue caída del desempleo iniciaban la recuperación del consumo, propulsado además por los sectores beneficiados con la devaluación y por los nuevos programas sociales.

La industria manufacturera lideró la recuperación, mostrando ya en el último trimestre de 2002 el inicio de una curva ascendente. La reactivación era empujada por las ramas que sustituían importaciones y, en menor medida, por aquellas que tenían inserción exportadora. La incidencia de rubros intensivos en mano de obra, como los textiles o la construcción, contribuyó a la reducción de los niveles de desempleo.

En este contexto de estabilización de las principales variables macroeconómicas se produjo la asunción del gobierno de Néstor Kirchner, dando comienzo a un período de recuperación de la actividad productiva y a un cambio de signo de los principales indicadores económicos, que se acentuó posteriormente. El PBI creció un 8,8 % en 2003 y luego a tasas similares hasta la crisis de 2008, descendiendo significativamente en 2009, para recuperarse en 2010, lo que se acompañó con un significativo repunte del consumo, la inversión y el comercio exterior.

Todas estas características configuraron un modelo de acumulación de capital cuyo eje determinante se apartó de la valorización financiera, tal como venía sucediendo desde mediados de los años setenta. En esta nueva etapa, el crecimiento económico estuvo financiado, en gran parte, por el ahorro interno que orilló el 27% del PIB en el año 2008, cifra record en la historia económica argentina. Por otro lado, el crecimiento de la producción se basó, principalmente, en el buen desempeño de los sectores productores de bienes, donde la industria ligada al mercado interno y el complejo agrominero exportador fueron los principales protagonistas. La bonanza de este último, favorecido por un importante incremento en los precios de las materias primas, derivó en un perfil del comercio exterior de la economía ligado a la salida primario exportadora con un componente industrial fuertemente asociado a la producción de commodities. Las estadísticas de comercio exterior de los últimos años muestran que cerca de un 65 % de las exportaciones correspondía a productos primarios y agroindustriales y un 35 % a manufacturas de origen industrial, con mayores volúmenes que a principios de la década. Los elevados valores de las ventas al exterior permitieron, por un lado, obtener saldos comerciales positivos que permitieron engrosar las reservas internacionales, y por otro, aumentar la recaudación vía retenciones a las exportaciones que, junto a la mejora en la recaudación interna, generaron superávits gemelos (superávit fiscal primario y de cuenta corriente de la balanza de pagos) en lugar de los déficits gemelos de la época de la convertibilidad. De esta manera, se prescindió del financiamiento internacional y se atendió la deuda soberana con recursos domésticos. También el canje de la deuda del año 2005, en el que entró más del 75 % de los acreedores y el desendeudamiento que implicó el pago de la deuda con el FMI (9.530 millones de dólares) a principios de 2006, desalentaron la especulación financiera y aliviaron la situación externa.

La experiencia brasileña después de la crisis de 1999 señaló ribetes diferentes a los vividos por la Argentina luego del 2001. Pues a pesar de que en Brasil, desde el gobierno de Lula (2003-2011), el discurso oficial que se produjo también era de oposición a las políticas neoliberales de la década del noventa, las rupturas con la etapa anterior son mucho más sutiles, no pudiéndose afirmar que el contenido del modelo puesto en marcha años atrás haya sido profundamente alterado.

La inserción periférica del Brasil en los ciclos globales de acumulación de capital, rasgo que comparte con la Argentina, le provoca vulnerabilidad externa a la economía y fragilidad financiera al Estado. Esto tornó al patrón de acumulación brasileño inestable, incluso al registrarse elevados superávits comerciales. La competitividad internacional de Brasil se ha asentado, principalmente, en la exportación de productos primarios y commodities, intensivos en el uso de recursos naturales, manteniendo el patrón de especialización heredado como también demostrando el peso de los intereses de los sectores relacionados a este negocio.

En el año 2005, al igual que la Argentina, el gobierno de Brasil decidió cancelar anticipadamente vencimientos de deuda con el FMI correspondientes a los años 2006 y 2007 por 15 mil millones de dólares y redujo el peso de la deuda pública en más de 18 puntos del PIB. Sin embargo, la vulnerabilidad externa del Brasil sigue siendo un factor de relevancia por la fuerte dependencia del crecimiento del producto de la demanda externa. La expansión del comercio mundial y de los términos de intercambio brasileños en el período 2003-2007, permitieron, por un momento, olvidar esta limitación ya que el país generó colosales superávits comerciales que compensaron el histórico déficit estructural en la cuenta de servicios e incrementaron notablemente el nivel de reservas. Sin embargo, la irrupción de la actual crisis mundial redujo las exportaciones brasileñas en un 40% y desequilibró la cuenta corriente, poniendo nuevamente sobre el tapete la forma en que Brasil se interrelaciona económicamente con el mundo. Esta debilidad estructural de la economía brasileña se expresa en el mantenimiento de una política de elevados diferenciales de tasas de interés con el exterior que generan los saldos positivos de la cuenta capital, logrando desactivar cualquier descalabro en la cuenta corriente del balance de pagos, pero alimentando el carácter financiero del modelo.

La consiguiente apreciación cambiaria que devino de la entrada masiva de capitales determinó, junto a una política monetaria restrictiva y altísimos superávits fiscales, la contención en bajos niveles del fenómeno inflacionario, aunque a costa de resignar crecimiento económico. En este sentido, la administración petista también prosiguió en la utilización de instrumentos de política económica del segundo gobierno de Cardoso: el inflation targeting o metas de inflación y el tipo de cambio flotante.

El modelo de crecimiento de la administración Cardoso, iniciado con el Plan Real, se sustentaba en una moneda sobrevaluada en paralelo a una apertura comercial irrestricta que, con el objeto de frenar la hiperinflación, generaron, más allá de la baja en los precios, una situación de déficit comercial crónico. Por ello, el Estado brasileño salía a los mercados internacionales a colocar deuda, privatizaba empresas y servicios públicos, elevaba las tasas de interés internas para atraer capitales, con el objeto de financiar los servicios de la deuda, el déficit comercial y así reducir los niveles de desequilibrio fiscal.

Por el contrario, el gobierno de Lula -en especial su segundo mandato-, lejos de los principios del Consenso de Washington y en respuesta a la alta vulnerabilidad externa heredada, optó por elevar los niveles de demanda interna a través del aumento del salario mínimo y las transferencias hacia los sectores sociales más vulnerables; aumentar el gasto público -previa reforma fiscal- en 3 puntos del PIB; fomentar el crédito interno al consumo y la producción;24 y encarar políticas de empleo y disminución del empleo informal.

Estas medidas políticas, en su conjunto, mejoraron la situación de los sectores más castigados de la sociedad. El desempleo se redujo en más de 4 puntos porcentuales, pasando de un 11,3 % en enero de 2003 a un 7,2 % en el mismo mes de 2010. A su vez, el salario mínimo en términos reales se duplicó en ese mismo período. Estas mejoras en los niveles de empleo y salarios incrementaron la capacidad de absorción del mercado interno y permitieron la reducción de la pobreza y los niveles de inequidad. De acuerdo con los datos de la encuesta de hogares brasileña (PNAD), 21 millones de personas salieron de una situación de pobreza entre los años 2003 y 2008, mientras que la desigualdad de los ingresos se contrajo ya que el coeficiente de Gini cayó desde un valor de 0,55 en 2002 a 0,52 en 2007.

Por otra parte, el gobierno brasileño encaró el Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC) que contenía medidas orientadas a la expansión de la economía brasileña a través del aumento de la inversión pública y privada en infraestructura para el período 2007-2010. El monto de inversiones promedio por año del plan alcanzaba los 126 mil millones de reales, lo que significaba el 4,3 % del PIB. Al respecto ha sido importante, también, la decisión de la administración Lula por preservar la banca pública, fomentando el financiamiento de grandes proyectos de inversión privada y mixtos a través del BNDES (Banco Nacional de Desarrollo). Si bien los porcentajes de inversión sobre el producto no han sido altos, orillando el 17% en promedio para el período 2003-2010, ese nivel se ha incrementado en un 24% entre los años extremos.

En consecuencia, el crecimiento del Brasil en los últimos cuatro años se ha sostenido en base a políticas distintas a las instrumentadas en los años noventa y debido a eso la respuesta a la crisis mundial fue diametralmente opuesta a la que se tomó a fines del siglo pasado. En este sentido, las rupturas son manifiestas.

La administración de Lula recuperó sin duda para el Estado brasileño el poder de acción y transformación sobre la realidad económica que había perdido tras la hiperinflación de 1994, aunque conservó ciertos rasgos ortodoxos, como la política monetaria restrictiva, una moneda apreciada, bajos niveles de inversión pública y una estructura impositiva que no logró volverse progresiva a pesar de la reforma fiscal.

De todos modos, el proyecto político encarnado por Lula no debe entenderse como una simple continuidad de gestiones anteriores, sino como un intento de cambio de las políticas económicas neoliberales que dominaron en toda Latinoamérica y dejaron su impronta profundamente negativa. Las experiencias políticas y sociales de la última década en la región deberán necesariamente revertirla si pretenden consolidar los procesos de transición hacia nuevos modelosde acumulación anclados en las actividades productivas y con mayor inclusión social.

 

Nota

1. Rapoport y Brenta (2010), pp. 229-268.

2. Suzigan et al (1974), pp. 14-15 y 124.

3. Fagundes Visentini (2000), p. 348.

4. Rapoport (2010), p. 288.

5. Cf. Ferrer (1983).

6. Cf. Olmos (1995); Calcagno y Calcagno (2002).

7. Carneiro (2002), p. 145.

8. Al respecto véase Paiva Abreu (2004).

9. Carneiro (2002), pp.146-147.

10. Cf. Bresser Pereira (1989).

11. Cerqueira (1996).

12. Al respecto véase Basualdo (2003); Rapoport (2000).

13. Al respecto véase FIDE (2008), pp. 113-117.

14. Brenta (2008), p. 519.

15. Datos obtenidos a partir de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) - INDEC.

16. El coeficiente de Gini, en dicho período, empeoró notablemente, pasando de 0,36 a 0,51. Datos obtenidos a partir de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) - INDEC y Altimir et al (2002).

17. Existe un interesante trabajo de Sarti y Laplane (2003) sobre este tema.

18. Almeida Carneiro Enge (2005), p. 101.

19. Carneiro (2002), p. 315.

20. Baer (2008), pp. 129-135.

21. Véase Filgueiras y Goncalves (2007).

22. Esta situación se agravaba considerando que una parte importante de esa deuda de corto plazo denominada en moneda local estaba indexada por el tipo de cambio. Cf. Carneiro (2002), p. 396.

23. Brenta (2002), pp. 68-70; Baer (2008), pp. 143-148; Vitelli (2002), pp.104.

24. Salama (2010); Vernengo (2011).

 

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