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Ciclos en la historia, la economía y la sociedad

versão On-line ISSN 1851-3735

Ciclos hist. econ. soc. vol.33 no.58 Buenos Aires jun. 2022

 

Articulos

Malvinas: un conflicto colonial en el mundo bipolar

Malvinas: a colonial conflict in the bipolar world

 

Rubén Laufer

 

Resumen

La recuperación temporaria de las islas Malvinas por las fuerzas armadas argentinas el 2 de abril de 1982, y la posterior guerra colonialista desencadenada por Gran Bretaña, pusieron en primer plano la especificidad del conflicto Norte-Sur en las relaciones internacionales de la Argentina y de América latina. El intento de recuperación fue resultado de múltiples factores convergentes: la brutal disputa hegemonista de las dos superpotencias del mundo bipolar -EEUU y la URSS-; las contradicciones internas dentro de la dictadura terrorista instaurada en marzo de 1976, en la que facciones enfrentadas pretendían amalgamar los consejos cruzados de Washington y Moscú; las alternativas sociales y políticas de la Argentina dependiente; y las de la propia guerra de Malvinas como conflicto colonial de un país periférico frente a una gran potencia.

La guerra mostró, en su transcurso y en la derrota argentina, la incapacidad del Estado y de las clases y grupos sociales que habían instaurado y sostenido la dictadura para proveer a la defensa nacional y hacer valer el reclamo de soberanía nacional, ya que -como es característico en un país dependiente, y más aún en uno donde el régimen dictatorial había llevado ese rasgo al extremo-, esos sectores internos sociales y políticos con voz y poder de decisión sobre las políticas del Estado son básicamente socios de una u otra de las grandes potencias.

El heroísmo de los soldados y militares argentinos que combatieron al colonialismo inglés, solo en parte consistió en su valor y solidaridad en combate, y en la entereza con que debieron afrontar primero la superioridad militar británica y el tratamiento infame de los mandos argentinos habituados a la arbitrariedad y la tortura, y luego el destrato y el olvido de las dirigencias políticas y militares desmalvinizadoras de la dictadura y después. Su heroísmo radicó principalmente en haber enfrentado, sabiéndolo o no, las ambiciones estratégicas que sobre el Atlántico Sur americano esgrimían Gran Bretaña y las otras grandes potencias de la época, asociadas a sectores intemos de las clases dirigentes y de la propia dictadura que los mal-dirigió en la guerra.

Palabras clave: Malvinas, mundo bipolar, colonialismo, soberanía nacional.

 

Abstract

The temporary recovery of the Malvinas Islands by the Argentine armed forces on April 2, 1982, and the subsequent colonialist war unleashed by Great Britain, brought to the fore the specificity of the North-South conflict in the of Argentinean and Latin American international relations. The recovery attempt was the result of multiple converging factors: the brutal hegemonist dispute between the two superpowers of the bipolar world -the USA and the USSR; the internal contradictions within the terrorist dictatorship established in March 1976, in which opposing factions sought to amalgamate the crossed advices of Washington and Moscow; the social and political alternatives of dependent Argentina; and those of the Malvinas war itself as a colonial conflict between a peripheral country and a great power.

The war showed, in its course as well as in the Argentine defeat, the incapacity of the State and of the classes and social groups that had established and sustained the Dictatorship, to ensure the national defense and assert the claim of national sovereignty, since those internal social and political sectors with voice and decision-making power over State policies -as it is characteristic in a dependent country, and even more so in one where the dictatorial regime had taken this trait to the extreme, are basically partners of one or another of the great powers.

The heroism of the Argentine soldiers and military who fought against British colonialism, only partly consisted in their courage and solidarity in combat, and in the integrity with which they first had to face British military superiority and the infamous treatment of Argentine commanders accustomed to arbitrariness and torture, and then the mistreatment and neglect of the demalvinizing political and military leaders of the Dictatorship and later. His heroism was mainly rooted in having faced, knowingly or not, the strategic ambitions that Great Britain and the other great powers of the time wielded over the American South Atlantic, associated with internal sectors of the ruling classes and of the dictatorship itself that so badly led them in the war.

Key words: Malvinas, bipolar world, colonialism, national sovereignty.

 

Fecha de recepción: 6 de abril de 2022 Fecha de aceptación: 23 de mayo de 2022

 

 

Introducción

 

El 2 de abril de 1982 se produjo la recuperación temporaria de las islas Malvinas por las fuerzas armadas argentinas. Desde 1833 el archipiélago, capturado por los ingleses en un acto de piratería típico de esa potencia en la época, constituía un enclave colonial en territorio nacional. Su recuperación, y la guerra desencadenada por Gran Bretaña, cambiaron el escenario político global y nacional, y pusieron en primer plano la especificidad del conflicto Norte-Sur en las relaciones internacionales de la Argentina y de América latina (Rapoport y Spiguel, 2005).

En medios académicos y otros de la Argentina existe una interpretación casi canónica acerca de las causas y orígenes de esa acción política y militar de la Dictadura y de la guerra de abril-junio de 1982. Según esa versión, como consecuencia de la crisis económica la Dictadura terrorista instaurada en marzo de 1976 se encontraba desgastada, su programa de valorización financiera hacía agua y ello, sumado al desgaste político y las fisuras internas entre distintas facciones dictatoriales, habría impulsado la decisión de la cúpula de llevar a cabo la recuperación militar de las Malvinas, un golpe de efecto propagandístico que le permitiría recuperar consenso popular, estabilizar y en última instancia perpetuar su dominación.

Aunque respaldada en algunos rasgos reales de la situación interna, esta interpretación adolece al menos de una simplificación extrema de los rasgos centrales de la época que le dan sentido: la brutal disputa hegemonista de las dos superpotencias del mundo bipolar -EEUU y la URSS-; las contradicciones de una dictadura en la que facciones enfrentadas pretendían amalgamar los consejos cruzados de Washington y Moscú; las alternativas sociales y políticas de la Argentina dependiente; y las de la propia guerra de Malvinas como conflicto colonial de un país periférico frente a una gran potencia.

De los '70 a los '80: abruptos virajes en la Guerra Fría

Los años ’70 y ’80 del siglo XX señalaron dos grandes momentos de cambio en la relación de fuerzas entre las dos superpotencias en el marco de la “Guerra Fría”.

En los ’70 se acentuó al extremo la pugna entre las grandes potencias contendientes por la hegemonía mundial, Estados Unidos y la URSS; y llegaron también a un punto culminante las tensiones entre las potencias y los países del llamado Tercer mundo.

La “crisis del dólar” en Estados Unidos y el derrumbe en 1971 del sistema monetario originado en Bretton Woods reflejaron la profunda modificación de las relaciones de poder económico durante los 25 años transcurridos desde el fin de la segunda guerra mundial. En el mundo entonces llamado “occidental”, debido al creciente poderío productivo y financiero de Europa y Japón, los nuevos equilibrios monetarios y políticos ya no podrían derivar de imposiciones unilaterales de Washington sino sólo de negociaciones entre las grandes potencias. EEUU ingresó en un período de defensiva estratégica relativa frente a la superpotencia rival.

A la vez, los golpes asestados al poderío estadounidense por el creciente movimiento de los países oprimidos o “en desarrollo” por su independencia y contra el atraso económico; la perspectiva ya cercana de la derrota militar y política de EEUU en el sudeste asiático, la acrecentada competencia de Europa y Japón, y la pronunciada crisis social interna (movimiento contra la intervención en Vietnam; movilización por los derechos civiles; activismo de negros, latinos, estudiantes y marginales), facilitaron la equiparación del poderío militar y estratégico de Washington por parte de Moscú.

En la Unión Soviética las transformaciones económicas, políticas y sociales en curso desde fines de los ’50 ponían proa ya decididamente al capitalismo -aunque utilizando aún la máscara del socialismo y el progresismo en favor de sus estrategias de penetración y expansión-, con un altísimo grado de concentración y militarización, dando paso al mundo bipolar: la URSS, convertida desde comienzos de los ’60 en una nueva superpotencia, pasó a competir con Estados Unidos por esferas de influencia en todos los escenarios continentales y oceánicos y por la hegemonía global, en una carrera expansionista que moldeó las relaciones económicas y militares de Moscú con las demás potencias y con los países del Tercer mundo.

China, estaba a mediados de los ’70, en pleno crecimiento económico, pero aún era un país socialista y avanzaba entre las turbulencias de la Revolución Cultural y de una aguda lucha social y política interna: frente al núcleo maoísta partidario de profundizar el camino socialista, terminaría imponiéndose en 1978 la facción liderada por Deng Xiaoping proclive a restablecer las relaciones sociales y económicas del capitalismo y a insertar a China en el mercado capitalista mundial y en el nuevo escenario neoliberal en gestación (Laufer, 2016).

Aprovechando el relativo retroceso estratégico de EEUU, los países de la Comunidad Europea pusieron distancia respecto de lo que Washington llamaba la contribución europea a la “defensa” occidental y de las estrategias norteamericanas en varias áreas del globo -sudeste asiático, Oriente Medio, América latina-, y redoblaron sus esfuerzos autonomistas consolidando y ampliando el bloque europeísta con la incorporación de Gran Bretaña (1973) y, hacia fines de la década, con el inicio de las negociaciones que en el decenio siguiente darían paso a la incorporación de Grecia, España y Portugal.

Pero estas situaciones no determinaban aún el paso al mundo multipolar que en 1971 describía el presidente norteamericano Richard Nixon (Gaddis, 1989). El cuestionamiento creciente que la hegemonía norteamericana recibía de otras potencias en ascenso se inscribía aún claramente dentro del marco de la rivalidad bipolar determinante de la época entre las dos superpotencias, EEUU y la URSS.

Pese a sus dificultades y al relativo debilitamiento de su influencia mundial, Estados Unidos -en base a la supremacía económica y militar adquirida en la 2a Guerra mundial, la posesión de una moderna tecnología científica y nuclear, el montaje de una red de bloques militares bajo su control en varios continentes, y la vigencia de un sistema monetario mundial centrado en el dólar-, continuaba siendo comparativamente la economía más poderosa del planeta y era, sin duda, la potencia hegemónica en América latina (Laufer y Spiguel, 1998).

Así, los '70 marcaban un período de auge expansionista de la superpotencia soviética, a contramano de la estrategia de distensión promovida a comienzos de la década, con el respaldo de los países europeos, por la administración Nixon y su secretario de Estado Henry Kissinger.

Sin embargo, a fines del decenio la situación internacional volvió a conmocionarse con un nuevo vuelco. La reiteración en 1979 de la “crisis del petróleo” acentuó los efectos recesivos de la de 1973, aún más agravados por el acelerado endeudamiento hacia la banca privada y los organismos financieros internacionales que asoló a las regiones del Tercer mundo, sentando las bases de la crisis de la deuda externa latinoamericana que sacudiría a México, Brasil y Argentina en 1982.

En ese contexto, el arribo en 1981 de Ronald Reagan a la Casa Blanca significó un abrupto viraje. El nuevo gobierno republicano abandonó la política de distensión con la URSS y se dispuso a revertir el retroceso estratégico global de EEUU. Con Reagan, Washington desechó la política de "defensa de los derechos humanos" de su predecesor James Carter, intensificó la carrera belicista y armamentista con su estrategia de “guerra de las galaxias”, respaldó a gobiernos dictatoriales en América latina, y multiplicó las tácticas destinadas a forzar el cambio interno en la URSS y en sus áreas de influencia. En cuanto a su política europea, el nuevo gobierno estadounidense reconfiguró sus alianzas para revalidar la unidad de “Occidente” bajo su hegemonía: con esa finalidad, entre otras, respaldó la posición colonialista de Gran Bretaña en la guerra de 1982 por las islas Malvinas.

Argentina, el mundo bipolar y la voluntad europea de terciar

Las potencias de la Comunidad Europea, por su parte, buscaban reafirmar su individualidad política y defensiva tanto frente a Washington como frente a Moscú. Aunque todavía no había llegado la hora de reivindicar la autonomía militar, desde fines de los '70 y sobre el trasfondo omnipresente de la rivalidad hegemónica entre las dos superpotencias, los países de la CE dieron prioridad a la consolidación del proceso de integración, de la distensión mundial y de sus relaciones con el Tercer mundo, con el objetivo último de hacer de la Europa comunitaria una potencia capaz de terciar en la competencia mundial. Las aspiraciones a una mayor autonomía política y estratégica encontraban su principal respaldo en el enorme potencial económico acumulado en tres décadas de gradual integración productiva y comercial. Tras la incorporación de España y Portugal en 1985, la CE- 12 constituía el mayor bloque comercial del mundo; tomada de conjunto, las cifras de su Producto Nacional Bruto equiparaban a las de Estados Unidos.

Pese al aumento de su potencial económico relativo y de su margen de acción política frente a los Estados Unidos, Europa occidental seguía dependiendo de las garantías de seguridad norteamericanas, aún en contradicción con la fuerte presencia de intereses ligados a la URSS en las estructuras económicas y estatales, como se evidenció durante el cancillerato germano-occidental de Willy Brandt. Por ello mismo promovería intensamente las negociaciones de control armamentístico entre Washington y Moscú y la creación de una estructura de paz mundial.

Durante la primera mitad de los '80, en relación a América latina el interés de la CE se centraba en conservar a los países del área fuera del conflicto Este-Oeste y en una posición de no alineamiento. Sin embargo, la disyuntiva entre dos formas de “ver a Europa” -la del eje franco-alemán de un lado, y la de Gran Bretaña, baluarte del “euroescepticismo”, del otro-, contribuiría a reafirmar la rigidez de la posición comunitaria tanto en las negociaciones sobre la deuda latinoamericana como en el respaldo a los intereses colonialistas de Londres en las Malvinas (Laufer, 1994). Estallada la guerra, los países integrantes de la Comunidad Europea debieron definir su actitud teniendo en cuenta su compleja posición en el marco de la pugna hegemónica mundial, la larga trayectoria histórica y económica de sus vínculos coloniales y poscoloniales con las naciones del mundo periférico y con las latinoamericanas en particular; vínculos que podían ser de importancia decisiva como respaldo de las aspiraciones europeas a un rol de mayor autonomía en el mundo bipolar. También debían tener en cuenta dos hechos paradójicamente divergentes relativos a la propia Comunidad: Gran Bretaña era miembro de la CE y un pilar clave de la OTAN -organización que seguía atando la defensa europea al poderío estratégico y militar de EEUU-, y a la vez mantenía su posición colonialista de Gibraltar en España, aspirante a su vez a integrarse al nucleamiento europeísta[2].

La guerra por las Malvinas vendría a sumar el componente militar- estratégico a otros planos en que -desde comienzos de la década anterior- la posición externa de la Argentina estaba experimentando notables transformaciones, e implicó a su vez un cambio significativo en las relaciones internacionales del país. Las políticas antiindustrialistas del gobierno militar habían acentuado la dependencia argentina respecto de sus mercados exteriores, especialmente en la medida en que la abrupta elevación del endeudamiento externo que trajeron aparejadas aquellas políticas requería mayores excedentes comerciales para equilibrar las cuentas externas.

La afirmación por parte de la dictadura de un nuevo modelo agroexportador, y la creciente autosuficiencia de la Comunidad Económica Europea en materia alimentaria -con las consiguientes políticas discriminatorias hacia los productos primarios provenientes de países del Tercer mundo como la Argentina- contribuyeron a impulsar la reorientación del comercio exportador argentino hacia nuevos mercados, particularmente la Unión Soviética. Hacia mediados de la dé-cada de 1970 -durante los gobiernos de Cámpora, Perón e Isabel Perón- la URSS había alcanzado el primer lugar como destino de las exportaciones cerealeras argentinas. El gobierno militar consolidó y acentuó esa tendencia. Así, las relaciones económicas internacionales del país habían ido configurando un esquema triangular similar al conformado anteriormente en el período de entreguerras: la URSS alcanzó el rango de principal cliente que en aquella época ocupaba Gran Bretaña, mientras que Estados Unidos seguía siendo el origen fundamental de los abastecimientos de productos industriales y de tecnología, así como el principal acreedor de la Argentina (Rapoport, 1989).

De este modo, sobre el trasfondo de un mundo fuertemente bipolar y las ascendentes aspiraciones europeas, una parte sustancial de las relaciones económicas externas de la Argentina se hallaban concentradas en las dos superpotencias que se disputaban por entonces la hegemonía mundial, lo que contribuiría al violento desgarro político y social que se manifestó en la imposición de la dictadura militar.

La confrontación derivada del intento argentino de recuperación de las islas Malvinas probaría que una posición internacional tan conflictiva no podía limitar sus contradicciones al terreno puramente económico.

El Atlántico Sur y las grandes potencias

Independientemente de los objetivos internos y externos y de las especulaciones políticas que impulsaron la decisión del sector dictatorial de Galtieri, sin duda fue la creciente importancia estratégica del Atlántico Sur en el marco de la feroz disputa hegemónica global - particularmente entre las dos superpotencias- lo que hizo que el conflicto trascendiera largamente el alcance regional para alcanzar una enorme significación internacional.

A comienzos de los '80 el área sudatlántica constituía una de las zonas estratégicamente vitales para las grandes potencias, por su potencialidad como vía de transporte comercial o de fuerzas militares, como fuente de recursos, y como punto referencial para la proyección de poder militar sobre varias regiones del planeta.

Por el área circulaban anualmente unos 22.000 barcos. De los 20 millones de barriles de petróleo que se producen diariamente en Medio Oriente, unos 13 millones eran transportados vía Atlántico Sur después de bordear el continente africano, incluyendo más de la mitad de las importaciones petroleras de Europa Occidental. El advenimiento de gigantescos buques-tanque de hasta 300.000 toneladas había tornado inoperables a ese fin el canal de Suez y el de Panamá, y los estrechos de Beagle y Magallanes. En la época se estimaba, además, que la zona ubicada entre la Argentina continental y las islas Malvinas constituía un reservorio petrolífero del orden de los 64.000 millones de metros cúbicos, unas veinte veces el consumo mundial anual de entonces[3]. La región era la puerta natural para el acceso a recursos naturales como el krill, y a otros de importancia estratégica -cobalto, cromo, diamantes industriales- sitos casi exclusivamente en países africanos como Zaire y Sudáfrica, así como a las vastas reservas pesqueras de la Antártida.

Desde el punto de vista geoestratégico la zona era además, desde mediados de los ’60, ruta habitual de la Flota soviética de guerra, así como de numerosos buques pesqueros de la URSS y de varios países del Este europeo (Insulza, 1989).

Este cúmulo de condiciones agigantaba el valor estratégico que el Reino Unido y sus socios de la OTAN -particularmente la administración Reagan- asignaban a la posición británica en las Malvinas. Ello confería a Londres -y a Margaret Thatcher- un rol clave en la defensa del Atlántico Sur para los intereses de “Occidente”, similar al que le daban en el Mediterráneo las bases inglesas de Gibraltar y Malta y en el Oriente Medio las de Adén y Bab-El-Mandeb.

Aprovechando el relativo retroceso de EEUU, desde principios de los ’70 la URSS escalaba una sostenida ofensiva global, acrecentando su presencia económica, política y militar directa (e indirecta a través de Cuba) en la costa atlántica de África, así como en los estados del este europeo pertenecientes a su esfera de influencia -Checoslovaquia, Polonia-, en los movimientos revolucionarios de América Central, y en las naciones centroasiáticas culminando en la invasión a Afganistán en 1979. Había obtenido facilidades navales y aeronavales en Egipto, Somalía y Siria, así como en varios puertos de Angola tras la imposición del MPLA -con ayuda soviética- en 1976, en la lucha independentista contra la dominación portuguesa y por encima del frente que ese movimiento constituía junto con otras dos organizaciones anticolonialistas. Moscú había consolidado también posiciones “amigas” en las costas africanas sobre el Índico con el triunfo del Frente de Liberación de Mozambique (Frelimo) en 1975. Submarinos soviéticos navegaban el paso interoceánico entre el Índico y el Atlántico en el área del cabo de Buena Esperanza: con ello el poder naval de la URSS en la zona africana dejaba de vincularse únicamente con la “disuasión” para pasar a amenazar la principal Línea de Comunicación Marítima (LCM) de Occidente, especialmente tras el cierre del Canal de Suez en 1967, durante la “Guerra de los Siete Días” entre Israel y los países árabes.

Estas posiciones se tornaron aún más cruciales cuando en 1975 el distanciamiento británico del régimen racista de Sudáfrica y el apoyo soviético desde Angola a la guerrilla separatista en Namibia empujaron al gobierno sudafricano a desentenderse de su compromiso de “defensa” en las costas africanas del Atlántico Sur. En 1977 el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS) de Londres, estimaba que en cuanto a su interés estratégico África había dejado de ser una zona marginal, y que el Kremlin pretendía cambiar radicalmente el equilibrio mundial de poder asegurándose posiciones en los flancos de ese continente para desde allí interferir las LCM vitales para las economías occidentales. Se intensificaron entonces en la OTAN las posiciones militaristas basadas en argumentaciones sobre la “creciente debilidad militar de Occidente” en esas áreas, y en la existencia de un “vacío estratégico” frente a la consolidación de la URSS en ambos márgenes de ese inmenso espacio marítimo (Bartolomé, 1997:2 y ss.).

Moscú estaba también intensificando sus vínculos económicos y políticos con varias naciones latinoamericanas y en particular con la Argentina. Desde los tiempos de Alejandro Lanusse durante el anterior período dictatorial (1966-73), la URSS acrecentaba su rol como comprador de cereales argentinos hasta constituirse en 1975 -ya durante el tercer gobierno peronista- en el principal cliente de los exportadores agropecuarios del país (Laufer y Spiguel, 1998). Rapoport (1989) destaca que durante el período encabezado por los dictadores Jorge R. Videla y Eduardo Viola (1976-81), el notable acercamiento operado entre Argentina y la URSS se había reflejado ya en el intercambio de misiones militares de máximo nivel. Esto reflejaba los significativos cambios que se habían registrado en los altos círculos castrenses respecto a la posición internacional de la Argentina, y los vínculos de parte de las jerarquías militares y de las propias clases dirigentes argentinas con Moscú.

En este marco general, la relativa paridad militar alcanzada en los ’70 por la URSS con Estados Unidos actuaba, además, como impulsor del conflicto Este-Oeste hacia zonas geográficas cada vez más amplias, redefiniendo aún más marcadamente el papel del Atlántico Sur en la estrategia global de ambas superpotencias y en la de sus respectivos aliados[4].     El Alte. Thomas Hayward, quien comandó la Armada

estadounidense entre 1978 y 1982, definía sin tapujos los alcances planetarios de la estrategia marítima de Washington a fines de 1979: Virtualmente nos hallamos separados de todos nuestros aliados por agua. Nuestra vida económica depende cada vez más del acceso a mercados y productos de ultramar... Nuestros intereses estratégicos abarcan los continentes y los océanos que los interconectan (Bartolomé, 1997:6).

El mundo bipolar, las Malvinas, y la hipótesis de una "guerra fabricada"

La asunción de la presidencia estadounidense por Ronald Reagan en 1981 institucionalizó esos puntos de vista como estrategia oficial. Paralelamente la OTAN, en la reunión de ministros de Defensa de mayo de ese año, consideraba ya la posibilidad de enviar fuerzas al Atlántico Sur con el argumento de “desalentar una invasión o responder a pedidos de ayuda” (Bartolomé, 1997). Las Malvinas pasaron así a ser incluidas abiertamente en la política de “seguridad atlántica”, imponiendo un avasallamiento aún mayor a la soberanía política de la Argentina y del Cono Sur latinoamericano.

La contraofensiva estratégica de Reagan salía al cruce de los retrocesos que la hegemonía global estadounidense venía experimentando desde mediados de la década anterior a manos del expansionismo de Moscú, y que iban desde la mencionada consolidación de la influencia de ésta en África hasta su rol de auspiciante en la revolución sandinista de Nicaragua (1979). La revolución islámica encabezada en Irán -también en 1979- por el ayatolá Jomeini contra el gobierno pronorteamericano del Sha Reza Pahlevi, y la invasión de la URSS a Afganistán en diciembre del mismo año -primera intervención militar directa soviética fuera del ámbito del Pacto de Varsovia (aunque la invasión a Checoslovaquia en 1968 ya había revelado con claridad la naturaleza de las transformaciones operadas en la URSS)-, completaban el panorama general del relativo debilitamiento del poderío estadounidense a escala mundial.

Las dos superpotencias se disputaban palmo a palmo, en tierra y mar, influencias y posiciones geopolíticas en todo el mundo en el mapa de sus ambiciones globales. El recalentamiento de la disputa bipolar de la “guerra fría” por la hegemonía mundial se tradujo, del lado soviético, en la instalación en países del Pacto de Varsovia de vectores móviles SS-20 con cabezas múltiples apuntadas a Occidente, la incorporación de su tercer portaaviones clase Kíev y la acelerada construcción de su primer portaaviones nuclear. En 1980-81 Moscú había iniciado la construcción de bases navales en Cabo Verde y en Guinea Bissau, y en noviembre de 1981 expandió su fuerza naval en Luanda (Angola). Aunque a mediano plazo el grado de militarización de la superpotencia soviética devendría en una profunda crisis económica, lo cierto es que durante más de dos décadas había logrado construir un poderío militar de alcance mundial verdaderamente temible, incluso para Washington.

Coherentemente, Reagan inició el nuevo gobierno respondiendo a los SS-20 soviéticos con la instalación de más de 500 misiles Pershing y Tomahawk en Alemania Federal, Gran Bretaña, Italia, Bélgica y Holanda, y promoviendo o alentando en los países del Este europeo movimientos políticos y sociales contra la dominación rusa, como el sindicato Solidaridad en Polonia. El militarismo expansionista de la nueva administración republicana se manifestaría a lo largo de toda la década en abiertas intervenciones armadas y golpistas contra gobiernos afines a la URSS en Asia, África y América latina (Líbano, 1983; Granada, 1983; Libia, 1986; Panamá, 1989).

En 1981 el Gral. Alexander Haig, ex comandante supremo de la OTAN, designado por Reagan Secretario de Estado -en sí misma una expresión culminante de la política militarista de la nueva administración-, en referencia a la necesidad de profundizar la política de Washington de “contención” de la URSS y del “comunismo”, sostenía que

“nuestra capacidad y voluntad de intervención en el Tercer Mundo, fuera del marco formal de la OTAN es, de hecho, un trabajo que incumbe a la Alianza, porque incumbe a la seguridad de todos los países miembros”. Nudler, Julio: “La expansión de la OTAN”, Clarín, 15-05­1982 (Cit. en Bartolomé, 1997).

El Atlántico Sur constituía un capítulo particular de ese recalentamiento. El Informe Santa Fe I elaborado para Reagan por un grupo de analistas de política exterior, reflejó la gran preocupación de los estrategas norteamericanos y su interés ya desembozado por esta región. Según testimonios expuestos ante la Subcomisión de Asuntos Hemisféricos Occidentales del Senado de EEUU en diciembre de 1981: Los EEUU deben tomar la iniciativa o morir... La URSS, en base a su creciente superioridad militar, está estrangulando a los países industrializados en Occidente por la interdicción de sus recursos de petróleo y minerales. Nunca nuestro país se encontró en una situación tan arriesgada en relación a su flanco Sur. (Bartolomé, 1997:10).

Según Mariano Bartolomé, historiador del Centro Naval, el “Plan de Océanos Libres” (Free Oceans Plan) elaborado por los estrategas norteamericanos en enero de 1981 señalaba que la Gran Bretaña de Thatcher

.debe ser nuestra principal aliada en esa área, no sólo porque es nuestra amiga más confiable en el orden internacional sino porque todavía ocupa diversas islas en el Atlántico Sur que en caso de necesidad podrían convertirse en bases aeronavales, de acuerdo con el modelo de Diego García, o en puntos de apoyo logístico como la Isla Ascensión. Debemos alentar a Gran Bretaña a mantener aquellas islas bajo su soberanía ante cualquier circunstancia, incluso en los casos que la Argentina reclama para sí, como las Falklands, las Sandwich y las Georgias del Sur..

Consideraciones estratégicas una y otra vez confirmadas por numerosos testimonios posteriores sobre las recurrentes visitas y entrevistas con dirigentes políticos y de la dictadura militar que entre 1981 y comienzos de 1982 realizó a la Argentina el general estadounidense Vernon Walters, planteando la necesidad de establecer un dispositivo de defensa en el Atlántico Sur que incluyera instalaciones militares en las Islas Malvinas y procurando -en el período de Galtieri- obtener el apoyo argentino a la estrategia de contención a la URSS que en esos momentos articulaba Reagan (Declaraciones del ex presidente Arturo Frondizi y otras fuentes, cit. en Bartolomé, 1997:13).

Por eso era penetrante la visión del general peruano Edgardo Mercado Jarrín, ex ministro de Relaciones Exteriores durante el régimen militar nacionalista de Juan Velazco Alvarado, quien percibía el valor estratégico que el territorio sureño argentino asumía para las pretensiones hegemonistas de ambas superpotencias, al considerar a las Malvinas como el vértice de un arco de seguridad del Atlántico Sudoccidental que incluía los archipiélagos Georgias y Sandwich del Sur desde el cual podía controlarse el paso interoceánico entre la Antártida y las Islas Crozet en el Índico Sur.

La posibilidad de que la rivalidad “fría” entre las superpotencias se transformara en una confrontación “caliente” (es decir, directa) era muy real, y en el transcurso de la guerra por las Malvinas el gobierno norteamericano temió que el conflicto diera paso a esa circunstancia. Basada en documentos reservados del Departamento de Estado, la periodista María O'Donnell (2002) revela que en pleno curso de la guerra Lawrence Eagleburger, el segundo del Departamento de Estado, informaba con alarma a su jefe Haig que el conflicto podría cambiar de carácter y escalar a dimensiones mundiales en caso de que, con aval de sectores militares de la dictadura argentina, se produjera una intervención militar directa de Moscú:

No queremos dar ningún paso que pueda empujar a la Argentina hacia una dependencia aún mayor de la Unión Soviética. Como compradora del 80% de las exportaciones de granos argentinos, el rol y la influencia de la Unión Soviética en el comercio exterior argentino es sustancial... Dada la preocupación rusa por el abastecimiento de granos, es posible una presencia sustancial de la marina rusa en el escenario. Si las hostilidades entre la Argentina y el Reino Unido elevaran esa presencia a un nivel que requiera una compensación por parte de EEUU, la disuasión de la OTAN se vería aún más afectada, y como resultado podría producirse una confrontación directa entre el Este y el Oeste.

Esos mismos documentos revelaban, además, que el gobierno de Reagan se inquietaba también por la posibilidad de que una alianza abierta de Washington con Londres despertara una reacción anticolonialista en el continente americano con expresiones incluso dentro de la OEA, lo que podría deteriorar la campaña militar encubierta que EEUU libraba como parte de su cruzada anticomunista en América Central.

Estas son las razones profundas por las que existe, en sectores presuntamente nacionalistas de las fuerzas armadas argentinas, la hipótesis de que la de las Malvinas fue una guerra “fabricada” por el propio gobierno británico en connivencia con Washington y la OTAN en aras de la rivalidad estratégica entre los dos polos imperialistas de la época (Bartolomé, 1997); según esa interpretación, la estrategia de Londres para imponer el congelamiento del tema de la soberanía argentina no descartaba la ocurrencia o provocación de una guerra limitada contra la Argentina como paso previo a la militarización de las Islas Malvinas[5]. Aunque a veces se subraye el uso oportunista que Margaret Thatcher hizo de la guerra de Malvinas en pro de su propia perduración en el poder (de hecho se mantuvo al frente del gobierno de Londres hasta 1990), quizá son aún más remarcables los rasgos propios del imperialismo británico que lo ha llevado a mantener, en pleno siglo XXI, numerosas posiciones coloniales en todo el mundo, no sólo como reminiscencia de su antiguo poderío imperial del siglo XIX (Marcha, 2012).

 

Argentina: derechos y reclamaciones en un mundo con dueños

 

La nueva relación de fuerzas entre los países oprimidos y las grandes potencias en el contexto de revoluciones y descolonizaciones de las tres décadas posteriores a la segunda guerra mundial se reflejó en la legalidad internacional, con la afirmación del derecho de autodeterminación de los pueblos y la voluntad mayoritaria en la ONU de terminar con las situaciones coloniales. Los embates políticos y diplomáticos que en conjunto debilitaron relativamente al colonialismo y al imperialismo en ese período, dieron vuelo a la aprobación de las Resoluciones 1514 y 2065 (de 1960 y 1965 respectivamente); la segunda urgía explícitamente a Gran Bretaña a entablar negociaciones con la Argentina sobre las Malvinas incluyendo la cuestión de la soberanía y “respetando los intereses” de sus pobladores.

Ese auge de rebeldías populares y nacionales en el mundo se disipó hacia fines de los ’70, resquebrajado en buena medida por el nuevo rol antirrevolucionario y expansionista de la URSS; la posición internacional de las grandes potencias volvió a reforzarse y -en medio de la agudizada pugna hegemónica entre las dos superpotencias y su sistemática intervención en las situaciones políticas latinoamericanas-, se debilitaron las posibilidades argentinas de apelar al “derecho internacional”; un sistema que, por regla general, respalda los intereses de las potencias, o bien es impotente frente a las imposiciones de éstas.

Gran Bretaña ignoró y sigue ignorando sistemáticamente las resoluciones anticolonialistas de la ONU, y se negó y niega a tratar la soberanía sobre las Malvinas, alegando los intereses de los kelpers y limitándose a efectuar propuestas de explotación conjunta de las riquezas oceánicas argentinas en base al Informe Shackleton de 1976. Centrándose específicamente en la importancia estratégica que tenían para Londres las riquezas petrolíferas australes de la Argentina, en los umbrales mismos de la agresión británica observó el intelectual Adolfo Silenzi de Stagni:

“El Reino Unido, debido al conocimiento que tiene sobre la importancia de nuestra riqueza petrolífera en el mar argentino, nunca devolverá, por la vía de una negociación pacífica, las Islas Malvinas. Sólo sería posible una solución por la vía diplomática si estuviéramos dispuestos a aceptar un trueque: restitución nominal de la soberanía contra la coparticipación en la exploración y explotación del petróleo en la cuenca del Golfo de San Jorge, Marina Austral y de las Malvinas...” (Adolfo Silenzi de Stagni: Las Malvinas y el petróleo, Bs. As., 1982. En Jaitte, 2012).

Del lado argentino, las propuestas del estado inglés de avanzar en la “cooperación económica” encontrarían aval e impulso en sectores internos del gobierno militar y de las clases dirigentes locales asociados o intermediarios de intereses europeos[6]. La corporación inglesa Shell fue gran beneficiaría de la política petrolera de la dictadura, al recibir las concesiones Río Gallegos y Magallanes, y era también funcional a esos objetivos la acción interna de representantes directos del imperialismo británico dentro del Estado argentino: Eduardo Oxenford, vicepresidente de la estatal YPF hasta febrero de 1979, directivo del Consejo Empresario Argentino y ministro de Industria y Minería durante el turno dictatorial de Viola, era a la vez presidente de la inglesa Alpargatas y titular de Petrolar SA, socia de Shell en las concesiones mencionadas. Roberto Alemann, el ministro de economía de Galtieri, estaba estrechamente ligado a la banca europea; Manuel Solanet, secretario de Hacienda y segundo de Alemann, reconocería luego que en vísperas de la fugaz recuperación malvinense el estado argentino mantenía parte importante de sus reservas depositadas en Londres (Jaitte, 2012:8).

Se comprende entonces que la dictadura no adoptara durante el conflicto medidas políticas, económicas y financieras “de guerra” contra el agresor -p. ej. la expropiación de empresas y propiedades inglesas- que golpearan los intereses británicos en la Argentina: recién tardíamente, a comienzos de mayo, se prohibió a los bancos privados pagar deudas al exterior (más de u$s 13.000 millones), y aún así Alemann prometía continuar con el cumplimiento en tiempo y forma de las obligaciones argentinas. El 12 de mayo nuevamente Alemann aseguró que tras el final del conflicto Argentina pagaría sus deudas a Gran Bretaña y no trataría de reprogramar o diferir los pagos de la deuda externa (Jaitte, 2012:11). Es probable que los mencionados hayan sido parte de los sectores dictatoriales que durante el conflicto armado jugaron la carta del derrotismo, y del nuevo “golpe dentro del golpe” que en junio desplazó a Galtieri por Bignone reponiendo la hegemonía del grupo videlista.

Ciertamente la decisión de la Junta militar de Galtieri, Anaya y Lami Dozo de retomar las Malvinas tuvo que ver con el deterioro de la

Bretaña en particular. El político conservador inglés y ex vicecanciller del Reino Unido Alan Duncan publicó un libro de memorias en el que revela que el primer vicecanciller del macrismo, Carlos Foradori, quien en setiembre de 2016 había firmado en la embajada inglesa en Buenos Aires un acuerdo sobre diversos puntos de cooperación entre ambos países -entre ellos la autorización británica de más vuelos argentinos a las Islas Malvinas-, “estaba tan borracho que al día siguiente no podía recordar los detalles" del documento (La Arena, 27-04-2022).

situación económica del país y con las profundas fisuras entre facciones de la Dictadura. La asonada militar interna que en diciembre de 1981 quebró la continuidad faccional Videla-Viola e impuso a Galtieri se explica en parte por una crisis económica ya profunda, con cierre de grandes fábricas como La Cantábrica y Citroen, desempleo superior al 10%, y un salario mínimo equivalente a apenas el 21% de la canasta familiar (Jaitte, 2012:9); esto en medio de un ascenso notorio de la resistencia popular a partir del paro general de la CGT del 27 de abril de 1979 -con punto culminante en la movilización callejera del 30 de marzo de 1982- y del agravamiento de la interna militar.

Pero estos factores no explican por sí mismos el viraje “conceptual” que suponía el cambio de una hipótesis de guerra que con Videla-Viola hacía blanco en Chile y se preparaba y armaba para la guerra por las islas al sur del Canal de Beagle con el país vecino -un país del tercer mundo, latinoamericano, fronterizo, con antiguos lazos históricos con la Argentina y cuyo pueblo era martirizado por una dictadura similar a la argentina-, a otra hipótesis de guerra muy distinta que en nombre de una antigua reivindicación nacional embatía contra Gran Bretaña, una de las grandes potencias económicas y militares del planeta, ocupante colonialista desde hacía un siglo y medio de una porción de territorio argentino, miembro de la OTAN y de la Comunidad Europea.

Como vimos anteriormente, a Galtieri le hicieron creer -y creyó- que una recuperación transitoria e incruenta de las Malvinas abriría una instancia diplomática capaz de imponer el inicio de las negociaciones que Londres había rechazado durante décadas. Probablemente imaginó que a su historial de colaborador con la guerra contrarrevolucionaria en la Nicaragua sandinista le correspondería la neutralidad y quizá el apoyo de EEUU, temeroso de los avances de la superpotencia soviética en la región. Y soñó que la URSS, que desde inicios de los ’70 era el principal socio comercial de Argentina y tenía intereses y presencia activa en ambas márgenes del Atlántico Sur, interpondría en el Consejo de Seguridad de la ONU su derecho de veto a la resolución que condenaba la ocupación argentina -y no la británica- de las islas.

Pero los supuestos del imaginario febril de Galtieri y los otros “recuperacionistas” no resultaron como esperaban. En su pretendida “mediación” el secretario de Estado Alexander Haig advirtió a la cúpula militar que EEUU no respaldaría la recuperación permanente de las Malvinas. Washington desconoció las normas de defensa recíproca que esa misma superpotencia había impuesto -con objetivos anticomunistas- en el TIAR de 1947 contra toda intervención extracontinental.

La URSS proporcionó alguna información satelital a la Fuerza Aérea, pero no ejerció su veto e incluso extorsionó al gobierno de Buenos Aires suspendiendo sus compras de granos en el transcurso del conflicto (Rapoport, 2012), quizá priorizando los beneficios que obtendría de una derrota argentina que catalizara la caída de Galtieri y repusiera la hegemonía de la facción videlista, como efectivamente sucedió en junio a través del dictador Reinaldo Bignone. En la ONU tampoco interpuso su veto la China de Deng Xiaoping; abandonando la antigua línea maoísta de apoyo a los reclamos de los países oprimidos de Asia, África y América latina, la nueva dirigencia de Beijing prefirió calmar la ansiedad que podría despertar en las grandes potencias su apoyo a los derechos argentinos, que hubiera estimulado una solidaridad aún mayor de los países del Tercer mundo con el reclamo anticolonialista por las Malvinas e incluso fortalecido el reclamo chino de reintegro de su provincia de Taiwán. Sólo un número, pequeño pero significativo, de países latinoamericanos y de otros países tercermundistas expresó su solidaridad u ofreció ayuda material al reclamo anticolonialista de la Argentina (Guerrero, 2015; Hernández 2012), incluso afrontando el riesgo de represalias políticas o económicas por parte de las grandes potencias. El canciller Costa Méndez intentó granjearse la simpatía de los cancilleres de los Países No Alineados reunidos en La Habana comparando la lucha de la Argentina por Malvinas con las de Argelia, India, Cuba y Vietnam por su independencia; pero, dado el carácter de la Dictadura, esa improvisada vocación tercermundista no obtuvo ninguna credibilidad internacional (Rapoport, 2012).

 

En qué consistió el heroísmo de los soldados argentinos

 

Sin duda las fuerzas armadas del Estado argentino -y el bloque de clases dirigentes al que sirven- no estaban preparados para la defensa de la nación sino para reprimir al “enemigo intemo”, no fueron alistados para la victoria sino para la rendición, y no apuntaban a la malvinización de la política nacional sino a su des-malvinización, ya antes y también después de la rendición del 10 de junio. La incapacidad de ese Estado y esas clases para proveer a la defensa nacional y hacer valer el reclamo de soberanía es congénito ya que, si algo caracteriza la dependencia, es que esos sectores internos sociales y políticos con voz y poder de decisión sobre las políticas del Estado son básicamente socios de una u otra de las grandes potencias.

Más allá de los errores de percepción del régimen militar - especialmente sobre el viraje “asertivo” y belicista de la administración Reagan y sobre la respuesta de Moscú a ese viraje-, la decisión británica de reocupar militarmente las Malvinas y el desencadenamiento de una guerra entre una gran potencia y un país periférico y dependiente reavivó el conflicto Norte-Sur propio del sistema internacional aún vigente.

En la Argentina, el fuerte sentimiento antiimperialista largamente acumulado contra los estados inglés y norteamericano no conllevaba una legitimación popular de la dictadura. El apoyo social a los conscriptos movilizados conquistó espacios públicos que el régimen militar ya no podría volver a truncar fácilmente. El triunfalismo de políticos y periodistas afines al régimen, así como otros promotores del derrotismo pro-videlista, corrían a la par en el intento de contener y diluir cualquier intento de participación popular en ese y demás asuntos de interés nacional y social, cuya solución de fondo hubiera requerido desmontar todo el edificio institucional de la dictadura y abrir paso a una verdadera democracia.

El entusiasmo popular por la recuperación de las islas, y el valor y persistencia de los soldados y una parte de la oficialidad y suboficialidad -a contramano del trato infame o la desidia que muchos de ellos sufrieron de sus superiores- no puede considerarse resultado de mero engaño y manipulación dictatorial. Una parte del pueblo argentino entrevió el significado profundo de esa guerra anticolonialista; algunos percibían también la crisis en curso en el seno de la propia dictadura. Brumosamente todavía, en la sociedad argentina se entrelazaban dos horizontes: el logro de una antigua reivindicación nacional - contradictoria en su esencia con la naturaleza de la dictadura- y la extinción de ese régimen antinacional y genocida. En la movilización popular asomó la conciencia de un Estado penetrado por los intereses de las dos superpotencias hegemonistas -y de otras menores-, así como de que la victoria no podría alcanzarse bajo la dirección de esa tiranía; a la vez, estas convicciones aún incipientes facilitaron al gobierno británico y a ciertos intelectuales locales presentar la cruzada colonialista inglesa como la lucha de una democracia contra una dictadura (Sábato, 1982).

El heroísmo de los soldados y militares argentinos que efectivamente combatieron al colonialismo inglés, por eso, sólo en parte consistió en su valor y solidaridad en combate, y en la entereza con que debieron afrontar primero la superioridad militar británica y el tratamiento infame de los mandos argentinos habituados a la arbitrariedad y la tortura, y luego el destrato y el olvido de las dirigencias políticas y militares desmalvinizadoras de la Dictadura y después. Ese heroísmo radicó principalmente en haber enfrentado, sabiéndolo o no, las ambiciones estratégicas que sobre el Atlántico Sur americano esgrimían Gran Bretaña y las otras grandes potencias de la época, asociadas a sectores internos de las clases dirigentes y de la propia dictadura que los mal-dirigió en la guerra.

Los soldados protagonistas directos de esa gesta serían víctimas de esa colusión, al igual que la gran mayoría del pueblo y la propia integridad soberana de la Argentina.

 

Lista de referencias

 

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[1] Profesor de la Maestría en Historia Económica y de las Políticas Económicas, Facultad de Ciencias Económicas, Universidad de Buenos Aires.

[2] La Unión Europea ratificó su compromiso con las pretensiones colonialistas del Reino Unido y las suyas propias en el Tratado de Lisboa de 2007, cuyo texto considera a las Malvinas parte de los “Países y Territorios de Ultramar" de la UE.

[3]  Los países europeos dependían mucho más acentuadamente de las importaciones petroleras que Estados Unidos, que importaba en 1986 el 31,1% de sus hidrocarburos mientras que la RFA lo hacía en un 94,9% y Francia en un 96,1%. Sólo Gran Bretaña se autoabastecía gracias a sus yacimientos en el Mar del Norte. Un informe del Parlamento Europeo de 1981 subrayaba la vulnerabilidad europea a cualquier disrupción de sus rutas de aprovisionamiento, bajo el sugerente título de "La vigilancia y protección de las rutas de navegación de los suministros de energía y materiales estratégicos para los países de la Comunidad Europea" (Spence 1989).

[4] “Tanto la extensión como el contexto del conflicto Este-Oeste fueron modificados por la impresionante expansión de las potencialidades militares soviéticas que tuvo lugar en los '60 y durante el período de la ‘dátente’, y por el hecho de que hacia fines de los '70 la Unión Soviética había alcanzado una posición de paridad aproximada con los Estados Unidos respecto a las fuerzas nucleares estratégicas...” (Viñas 1986:4).

[5] En continuidad con aquella visión del mundo, en la actualidad ese territorio argentino es escenario de un gran despliegue belicista -especialmente en la base de Mount Pleasant-, incluyendo aviones de combate, helicópteros, buques de guerra, submarinos nucleares y equipo de vigilancia sofisticado. Ver Embajada argentina en el Reino Unido (2014:175); también ADN Río Negro (2018).

[6] Una información periodística publicada a fines de abril de 2022 -mientras este artículo estaba en prensa- ilustra el grado de servilismo de importantes sectores de las clases dirigentes argentinas hacia la dirigencia de las grandes potencias, y hacia la de Gran

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