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Acta toxicológica argentina

versión On-line ISSN 1851-3743

Acta toxicol. argent. vol.30 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires abr. 2022

 

ARTÍCULO ESPECIAL

Horacio Quiroga y su relación con los venenos

Horacio Quiroga and his relationship with poisons

Damian Zopatti1 

Juan Bourbotte1 

Sergio Tejerina1 

Cecilia Cáceres1 

Antonio Werner2 

G Arcidiacono2 

Eduardo Scarlato2  * 

1 Dirección de Estadística, Internaciones y Archivo médico del Hospital de Clínicas “José de San Martín”.

2 Servicio de Toxicología del Hospital de Clínicas “José de San Martín”.

Resumen

La vida y obra del literato Horacio Quiroga ha estado signada por venenos en varias oportunidades. Profundo conocedor de la selva misionera, plasmó en sus personajes el conocimiento de ponzoñas y venenos que poseía su flora y su fauna. En cuanto a su vida personal y la de sus familiares, el veneno estuvo presente hasta sus últimos días. Se describen en este trabajo tanto los venenos detallados en su obra como también el desenlace de su suicidio con cianuro de potasio.

Palabras clave: Horacio Quiroga; Venenos; Cianuro de potasio

Abstract

The life and the work of the writer Horacio Quiroga has been marked by poisons and venoms on several occasions. Connoisseur of the flora and fauna of the Misiones jungle, he reflected in his characters the knowledge of poisons and venoms that he possessed. As for his personal life and that of his family, the poison was present until his last days. Both the poisons and venoms detailed in his work as well as the outcome of his suicide with potassium cyanide are detailed in this work.

Key words: Horacio Quiroga; Poisons; Potassium cyanide

Introducción

“¿No es lo suficientemente impresionante en sí el hecho de quitarse la vida para

que se anden buscando motivos?” Emil Cioran. “En las cimas de la desesperación”

Horacio Silvestre Quiroga Forteza (1878-1937) es apreciado como uno de los primeros y principales escritores que inició el espacio del relato en Latinoamérica, por lo que sus contemporáneos ya lo consideraron “el primer cuentista en lengua castellana”. Su obra se ubica entre el fin del modernismo y el comienzo de las vanguardias, en lo que se diera en llamar “la generación del novecientos”.

Nacido en Salto, Uruguay, trabajó en tareas tan variadas como ser docente en gramática castellana, fotógrafo de Leopoldo Lugones, Juez de Paz en San Ignacio, Misiones, y al final de sus días, diplomático. Sus obras publicadas incluyen poesías, prosas líricas y novelas breves (Figura 1).

Figura 1: Horacio Quiroga. Fuente: Wikipedia. (https://commons.wikimedia.org/wiki/ File:Horacio_Quiroga.jpg). 

Pero su genio se evidenció en los casi 240 cuentos que escribió, donde la estructura, la tensión narrativa, la consumación de la historia y el impacto del final estuvieron inspirados en sus autores preferidos: Edgar Allan Poe, Rud-yard Kipling, Guy de Maupassant y Antón Ché-jov. Muchos de sus cuentos describen animales ponzoñosos y ciertos venenos que hacen a la trama de la obra. En los trágicos cuentos inspirados en la selva misionera hizo alarde de envenenamientos por víboras, arañas, enjambre de abejas asesinas, rayas y otros animales ponzoñosos, como también realizó descripciones pormenorizadas acerca de los efectos de drogas psicoactivas.

En la antología “Suicidas” (2003), Quiro-ga aparece junto a otros tres autores (Ernest Hemingway, Silvia Plath y Cesare Pavese) en una selección prologada por el poeta español Benjamín Prado, quien subraya que el suicidio de un autor convierte el acto de lectura en una actividad policial que fuerza al crítico a buscar las huellas de un crimen (Mendoza 2018). Veamos la presencia y variedad de venenos que se encuentran en su obra.

A la deriva

Uno de los mejores relatos de “Cuentos de amor de locura y de muerte”, de 1917, es el titulado “A la deriva” (Quiroga 2003). El comienzo nos introduce súbitamente en la problemática toxicológica de la siguiente manera: “El hombre pisó algo blanduzco, y enseguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yarara-cusú que arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque...”. En este cuento, Quiroga establece una magistral descripción del proceso de envenenamiento que sufre un canoero por la mordedura de una yarará (Bothrops jararacus-su), sin omitir detalles clínicos desde el accidente hasta la muerte, poniendo en evidencia su experiencia en algún caso real.

Los cazadores de ratas

En 1904, Quiroga, recién llegado de un frustrante viaje a Paris, se radica en el Chaco, en una chacra que compra en el paraje El Saladito, a 7 kilómetros de Resistencia. Fue su primera experiencia con la dura vida en el monte, incluyendo el riesgo de la exposición a la fauna venenosa, que luego profundizaría en Misiones. En el cuento “Los cazadores de ratas”, narra las vicisitudes que padece una familia de colonos presuntamente alemanes radicados en el Chaco, que se apropian de un terreno que las “cascabeles” consideraban como propio. De a poco las serpientes se animan a ingresar en la vivienda, atraídas por la proliferación de ratas. Cuando el hombre las descubre, mata a un macho, provocando que la hembra, en venganza, muerda a Otto, el pequeño hijo que juega solo, bajo el sol de la siesta.

Un peón

Este cuento de 1924 relata un episodio en el cual Cirila, una joven empleada del relator, es mordida por una “yararacusú”. Quiroga hace una descripción de la patología inicial de esta afección y luego del tratamiento que se aplicó al no contar con el suero antiofídico: “En casa le habían ligado el tobillo, tratando en seguida de inyectarle permanganato. Pero no es fácil darse cuenta de la resistencia que a la entrada de la aguja ofrece un talón convertido en piedra por el edema. Examiné la mordedura, en la base del tendón de Aquiles. Yo esperaba ver muy juntos los dos clásicos puntitos de los colmillos. Los dos agujeros aquellos, de que aún fluían babeando dos hilos de sangre, estaban a cuatro centímetros uno de otro; dos dedos de separación. La víbora, pues, debía ser enorme. Cirila se llevaba las manos del pie a la cabeza, y decía sentirse muy mal. Hice cuanto podía hacer; ensanche de la herida, presión, gran lavaje con permanganato, y alcohol a fuertes dosis. Entonces no tenía suero; pero había intervenido en dos casos de mordedura de víbora con derroche de caña, y confiaba mucho en su eficacia. Acostamos a la muchacha, y Olivera se encargó del alcohol. A la media hora la pierna era ya una cosa deforme, y Cirila -quiero creer que no estaba descontenta del tratamiento- no cabía en sí de dolor y de borrachera... al día siguiente, a las cinco de la mañana, Cirila estaba fuera de peligro inmediato, aunque la hinchazón proseguía.”.

La serpiente de cascabel

En 1906, Quiroga publicó en la revista “Caras y Caretas” el relato “La serpiente de cascabel”, que no tiene la estructura literaria de un cuento sino el de la narración de sus primeras experiencias con estos ofidios en el monte chaque-ño. El autor hace una amplia descripción de la serpiente, de sus hábitos y de los mitos populares sobre la misma, para finalizar con el relato de su propia experiencia.

La cacería de la víbora de cascabel

Entre enero y abril de 1924, Quiroga publicó cuentos dirigidos al público infantil en la popular revista “Billiken”, a los que llamó “Cartas de un cazador’, que luego serían recopilados en un volumen, constituyendo una de las obras menos conocidas del prolífico cuentista. El autor consideraba que estaban dirigidos especialmente para niños de 6 a 10 años, aconsejando que un adulto acompañara al niño en su lectura, dado el carácter tenebroso habitual de sus relatos. En cada carta, el cazador, en primera persona, narra su última cacería a quienes llama siempre “Mis chiquitos”. En uno de los cuentos, que se llama “La cacería de la serpiente de cascabel”, Quiroga vuelve a demostrar sus amplios conocimientos sobre la anatomía y fisiología de estos reptiles, así como sus experiencias en los efectos locales y sisté-micos de la mordedura y del veneno: “Tienen dos glándulas de veneno que comunican con sus dos colmillos. Estos dientes son huecos, o, mejor dicho, poseen un fino canal por dentro, exactamente como las agujas para dar inyecciones. Y como esas mismas agujas, los dientes de la víbora de cascabel están cortados en chanfle o bisel, como los pitos de vigilante y los escoplos de carpintero.

Cuando las víboras hincan los dientes, aprietan al mismo tiempo las glándulas, y el veneno corre entonces por los canales y penetra en la carne. En dos palabras: dan una inyección de veneno”.

La miel silvestre

Así como el canoero de “A la deriva” conocía de sobra el riesgo al que se exponía al caminar por la selva, en otro cuento del mismo libro, “La miel silvestre”, el protagonista es Gabriel Benincasa, un joven contador urbano de visita en el obraje de su padrino, de quien desoye las advertencias sobre los peligros de la selva. Es así que ingiere miel de las celdas de un panal que encuentra en el monte, y apenas comienza a percibir sintomatología neurológica, toma conciencia que quedará paralizado y presa de hormigas carnívoras que lo devorarán.

“-Qué curioso mareo... -pensó el contador-. Y lo peor es...

Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban. -¡Es muy raro, muy raro, muy raro! -se repitió estúpidamente Benincasa, sin escudriñar sin embargo el motivo de esa rareza-.

Como si tuviera hormigas... La corrección -concluyó.

Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.

-¡Debe de ser la miel...! ¡Es venenosa...! ¡Estoy envenenado!

Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror: no había podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.

-¡Voy a morir ahora...! ¡De aquí a un rato voy a morir...! ¡Ya no puedo mover la mano...!

En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.

-¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar...!

Pero una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él,

dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se aceleraba... ”

En este caso el autor se toma una licencia literaria habida cuenta que no se encuentran registros toxinológicos acerca de un veneno neurotóxico proveniente de hormigas, abejas o avispas que pudiesen justificar el cuadro clínico descripto en un ser humano.

Anaconda

Un año después de la publicación de los cuentos de la selva para adultos, Quiroga emprende la edición de una serie similar pero esta vez dirigido al público infantil. En 1917, luego de la muerte de su mujer, Ana María, el escritor se muda a Buenos Aires con sus hijos Eglé y Darío. Como los pequeños extrañan la vida en el monte misionero, el padre crea para ambos un conjunto de cuentos animados por los animales que tan bien conocían y recordaban, compilados bajo el título de “Cuentos de la selva”, publicado en Buenos Aires en 1918. Pronto la obra trascendió el círculo familiar y progresivamente fue convirtiéndose en un clásico de la literatura rioplatense para niños.

El cuento más famoso del libro es “Anaconda”, que incluye un diálogo entre serpientes venenosas y no venenosas, en el que comentan la instalación de un instituto para la creación de suero antiofídico, como también la sistemática para la producción de sueros heterólogos.

“La Casa, motivo de preocupación de la selva, habíase convertido en establecimiento científico de la más grande importancia. Conocida ya desde tiempo atrás la particular riqueza en víboras de aquel rincón del territorio, el Gobierno de la Nación había decidido la creación de un Instituto de Seroterapia Ofídica, donde se prepararían sueros contra el veneno de las víboras. La abundancia de éstas es un punto capital, pues nadie ignora que la carencia de víboras de que extraer el veneno es el principal inconveniente para una vasta y segura preparación del suero. El nuevo establecimiento podía comenzar casi en seguida, porque contaba con dos animales -un caballo y una mula- ya en vías de completa inmunización. Habíase logrado organizar el laboratorio y el serpentario. Este último prometía enriquecerse de un modo asombroso, por más que el Instituto hubiera llevado consigo no pocas serpientes venenosas, las mismas que servían para inmunizar a los animales citados. Pero si se tiene en cuenta que un caballo, en su último grado de inmunización, necesita seis gramos de veneno en cada inyección (cantidad suficiente para matar doscientos cincuenta caballos), se comprenderá que deba ser muy grande el número de víboras en disponibilidad que requiere un Instituto del género.” Aquí el autor evidencia conocimiento del tema, aunque con algunas inexactitudes ya que la cantidad de veneno utilizado por aquella época para inmunizar, rondaba el gramo por caballo, siendo actualmente la cantidad que se usa por equino muchísimo menor, de entre veinte a cincuenta miligramos, por lo que con un gramo de veneno de Bothrops se puede inmunizar hasta cincuenta caballos. Asimismo, si bien es muy difícil decir con exactitud cuántos caballos podrían morir con seis gramos de veneno de Bothrops, teóricamente, dependiendo del tipo de veneno botrópico y la talla de los equinos, podría suponerse entre treinta y sesenta.

Las medias de los flamencos

Cuento que recoge leyendas populares que explicaban el color y el comportamiento de los flamencos a partir del contacto con las serpientes de coral (Micrurus sp) y las falsas corales. “Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido, eran venenosas.

Pero los flamencos no murieron, corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas”.

La tortuga gigante

Este relato describe la conservación y el traslado de las peligrosas serpientes venenosas. “Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de querosene”.

En la noche

También la picadura del aguijón caudal venenoso de la raya de agua dulce, muy común en el río Paraná, tiene su presencia en la obra de Horacio Quiroga. En el cuento “En la noche” (1921) el protagonista, que junto a su mujer viene navegando por el Paraná luchando contra las corrientes, al hacer un alto para descansar en la ribera pisa un ejemplar de raya. El dolor es lacerante, pero finalmente no pone en peligro la vida del accidentado. El tema principal es entonces el sobreesfuerzo de la mujer para llegar remando sola al destino en el cual espera encontrar el tratamiento que considera salvador: la aplicación del ají macho quemado.

Más allá

En 1935, Quiroga publica uno de sus últimos libros de cuentos, “Mas allá”, que mereció el Premio del Ministerio de Instrucción Pública del Uruguay de 1936. La obra recopiló once cuentos que ya habían sido publicados, con el común denominador de referirse a experiencias extremas de naturaleza psíquica, con su séquito de locura y muerte. El cuento “Más allá” (1925) relata la historia de amor de una pareja, prohibida por la oposición de la familia de la mujer. Sin poder superar esta situación, la pareja decide suicidarse ingiriendo un veneno mortal.

“A un tiempo tomamos el veneno. En el brevísimo espacio de tiempo que media entre recibir de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas mismas fuerzas de los abuelos que me precipitaban a morir se asomaron de golpe al borde de mi destino a contenerme... ¡tarde ya! Bruscamente, todos los ruidos de la calle, de la ciudad misma, cesaron. Retrocedieron vertigino-sámente ante mí, dejando en su hueco un sitio enorme, como si hasta ese instante el ámbito hubiera estado lleno de mil gritos conocidos. Permanecí dos segundos más inmóviles, con los ojos abiertos. Y de pronto me estreché convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad.

¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante!

El veneno era atroz, y Luis inició primero el paso que nos llevaba juntos abrazados a la tumba. -Perdóname- me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su cuello. Te amo tanto que te llevo conmigo".

-Y yo te amo-le respondí-, y muero contigo’’.

Pasado amor

Entre las pocas novelas escritas por Horacio Quiroga se encuentra “Pasado amofi’ (1929) que narra la historia conflictiva de un triángulo amoroso. En un momento de la relación, el autor mostró también conocimiento acerca de la resistencia de ciertos animales a determinadas ponzoñas.

“De las jaulas del zoo surgió Ekdal con un coatí bajo un brazo, y una víbora colgada por la cola, del otro.

-Cuando usted tenga tiempo para mí -dijo a Morán-, vamos a estudiar la resistencia del coatí al veneno de las víboras. He hecho morder a éste por la yarará que usted ve, hace una hora. Y está, yo creo, tan sano como usted y como yo”.

Historia de un amor turbio

Se trata de una de las primeras obras de Qui-roga, publicada en 1908 y con un evidente carácter autobiográfico, ya que por entonces se había enamorado de una de sus alumnas del colegio normal, Ana María Cires, a quien llevaba diez años de diferencia. En el libro, el autor utiliza también al veneno como un recurso literario, incorporándolo como metáfora de dichos y situaciones mal intencionadas.

“¿Por qué Eglé no le había dicho entonces que había tenido novio?

El veneno había entrado ya. Evocó en un segundo todas sus certidumbres de la honradez de su novia compradas tras días de martirio, y ni una siquiera resistió a esta pregunta....

-¡No, por favor!... -gimió Eglé, volviéndose al otro lado. Pero Rohán tenía tras él tres días de emponzoñada amargura, y cada noble evasiva de Eglé era una nueva inyección de veneno en la herida emponzoñada”.

El haschich

“El crimen del otro” es el segundo libro de Quiroga, publicado en 1904, integrado por doce cuentos, incluyendo el titulado “El haschich”, en el cual hace la descripción pormenorizada y en primera persona de los distintos estadios y las sensaciones percibidas tras el consumo de una importante dosis de drogas, que por aquella época eran de fácil adquisición. “En cierta ocasión de mi vida tomé una fuerte dosis de haschich que me puso a la muerte. Voy a contar lo que sentí: 1° para instrucción de los que no conocen prácticamente la droga; 2° para los apologistas de oídas del célebre narcótico.

La cuestión pasó en 1900. Diré de paso que para esa época yo había experimentado el opio en forma de una pipa de tabaco que, a pesar de la brutal cantidad de opio (1 gramo), no me hizo efecto alguno; habíame saturado -toda una tarde- de éter, con náuseas, cefalgia, etc.; sabía de memoria el cloroformo que durante un año me hizo dormir cuando no tenía sueño, cogiéndome éste a veces tan de improviso que no tenía tiempo de tapar el frasco; así es que más de una noche dormí ocho horas boca abajo, con 100 gramos de cloroformo volcado sobre la almohada. Al principio lo respiraba para alucinarme gratamente, lo que conseguí por un tiempo; después me idiotizaba, concluyendo por no usarlo sino en insomnios; lo dejé. Y un buen día llegué al haschich, que fue lo grave”. A continuación, Quiroga acude a la colaboración de Alberto Brignole, un amigo estudiante de medicina y compañero de cuarto, para que, cuaderno en mano, anotara detalladamente los efectos del tóxico durante las trece horas que duró el experimento. En las notas que cierran el cuento, Brignole discrimina los periodos de la intoxicación en horas y hasta en minutos. Quiroga transcurre por síntomas como la su-doración, las alteraciones del pulso, las visiones monstruosas, la fijación en los objetos y la estimulación de la lucidez.

De los veintitrés cuentos con temática suicida, solamente doce de ellos serían recopilados en colecciones publicadas en vida y dos de ellos - “Los ojos sombríos” (1911) y “El infierno artificial” (1913) fueron suprimidos a partir de la tercera edición de “Cuentos de amor de locura y de muerte”.

Los ojos sombríos

El tema del cuento es el amor ya que todos los personajes del mismo se encuentran enamorados de otro personaje, pero también es la muerte porque Vecerra se termina suicidando cuando se da cuenta que su novia María y su mejor amigo Zapiola se encuentran enamorados uno del otro y por su enfermedad (tisis).

El infierno artificial

Desde el inicio Quiroga deja en claro que su cuento tendrá como tema recurrente las adicciones, convirtiéndolo en leitmotiv y usándolo como medio para crear a los personajes. Un sepulturero adicto al cloroformo sufre la alucinación de estar conversando con un hombrecillo amarillo, situado en la base del cráneo de un cadáver. Este hombrecillo le relata cómo varios años de adicción primero a la morfina y luego a la cocaína terminaron llevándolo al suicidio. Sin embargo, su adicción lo acompañaría incluso más allá de su muerte.

Este cuento es, junto con “El haschich”, uno de los cuentos que más se centran en el consumo de drogas en su obra.

Seguramente sus peligrosas experiencias juveniles con el haschich y el cloroformo, puedan confirmar las palabras de Emir Rodríguez Monegal, cuando sobre el tema decía que “un suicida no se hace en un día: es un lento trabajo de años” (Rodriguez Monegal 1967).

Su trágica vida

Desde el nacimiento, su vida estuvo rodeada de un inverosímil número de muertes violentas. Suicidios, asesinatos y accidentes fatales fueron tragedias que estuvieron entre sus familiares y seres queridos, lo que impactó en la lectura de su vida y obra, motivando la indagación sobre los verdaderos motivos de su suicidio. La acumulación de macabros eventos en la vida de Horacio Quiroga lo han convertido en el paradigma del autor trágico dentro las letras latinoamericanas.

En el primero de estos eventos trágicos, su padre, Prudencio Quiroga, vicecónsul argentino afincado en Salto, se disparó accidentalmente un escopetazo durante un viaje de caza, por lo que quedó huérfano a los dos meses de vida. Su madre, Pastora Forteza se volvió a casar en 1891 con Mario Barcos, pero la imagen paterna volvería a desdibujarse cuando en 1896 quedó paralizado a raíz de un derrame cerebral. La tragedia en la familia volvió a ocurrir en 1899 en Salto, cuando Horacio, de 16 años de edad en ese momento, fue testigo del momento en que su padrastro quién, habiendo quedado paralítico, fue capaz de accionar el gatillo de la escopeta con el dedo del pie.

La escritura no fue su única pasión. Cultivó también el ciclismo, la fotografía y hasta la química, datos no menores que nos permitirán conjeturar más adelante. En 1901 vio el lanzamiento de su primera colección literaria “Los arrecifes de coral”, que se la dedicó a Leopoldo Lugones, a quien admiraba desde que leyó “Oda a la desnudez” del poeta cordobés. Pero el logro editorial fue eclipsado por la muerte de sus dos hermanos, Prudencio y Pastora, quienes sucumbieron a la fiebre tifoidea ese mismo año.

No había pasado un año de estas pérdidas cuando Quiroga disparó y mató accidentalmente a su amigo Federico Ferrando mientras auspiciaba de “padrino” y limpiaba la pistola con que éste se batiría a duelo con el periodista Germán Papini Zas. Luego de cuatro días de detención, Quiroga fue finalmente absuelto y liberado por parte de la policía por considerar el episodio como un accidente fatal. Sin embargo, el sentimiento de culpa que sentía fue tan grande que decidió abandonar Uruguay para radicarse en la Argentina, donde pasaría el resto de su vida.

Cuando Leopoldo Lugones proyectó un viaje de estudio a las misiones jesuíticas de San Ignacio, le propuso llevarlo como fotógrafo. Fue en este viaje que Quiroga se deslumbró con una tierra de la que quedaría prendado para siempre. En 1908 compró una chacra de 185 hectáreas sobre el Alto Paraná en San Ignacio, provincia de Misiones, y una vez-instalado en plena selva misionera, comenzó a publicar historias que permitieron adentrar al lector a la jungla junto con él.

Desempeñándose como maestro, en 1909, y a pesar de la oposición de los padres franceses, se casó con una de sus alumnas, Ana María Cires. Aunque tendrían dos hijos en los próximos años, la vida remota y peligrosa que llevó la familia, resultó demasiado para Ana, lo que la llevó a suicidarse a la edad de 25 años ingiriendo uno de los preparados que su marido usaba para el revelado fotográfico, falleciendo en diciembre de 1915 tras ocho días de tortuosa agonía.

La fotografía, que lo había anclado a Misiones, luego de esta tragedia, ahora lo alejaba de ese lugar. Quiroga regresó con sus hijos a Buenos Aires y trabajó en el consulado uruguayo mientras continuaba con su producción literaria. Entre 1919 y 1922 mantuvo una estrecha relación con la poetisa Alfonsina Storni, a quien le propuso irse juntos a Misiones. La poetisa, indecisa, le consultó a su amigo, el pintor Quin-quela Martín, quien le respondió “¿Con ese loco? ¡No!”.

Sin embargo, su espíritu enamoradizo hizo que tras esta negativa comenzara a prestar atención a una de sus alumnas, Ana María Palacio, de 17 años. En este caso, sus padres no sólo se opusieron a la relación, sino que la llevaron lejos del alcance del escritor. Finalmente, en 1927 se casó con María Elena Bravo, compañera de su hija Eglé. La joven y flamante esposa tenía solo 19 años y Quiroga le llevaba casi 30 años más. En 1928 tuvieron una hija, María Elena, “Pitoca”.

En 1932 la familia regresó a su chacra en Misiones, pero las dificultades que habían signado a Quiroga durante toda su vida, no lo abandonaron. En medio de una enfermedad persistente y que cada vez complicaba más su estado de salud, publicó su último trabajo en 1935, época en que su esposa lo dejó y regresó a Buenos Aires. Después de un par de años en solitario, Quiroga vuelve también a Buenos Aires por problemas de salud, supuestamente por lo que creía una infección urinaria. Horacio Quiroga fue asistido y diagnosticado en el Hospital de Clínicas “José de San Martín” con el diagnóstico de cáncer de próstata terminal, tras una internación que duró cinco meses. En su transcurso, los cirujanos le practicaron una talla vesical para aliviar su padecimiento. Según Rodríguez Monegal, para justificar la demora en encarar la operación que tanto esperaba el paciente, le comentaban que había que esperar el regreso del prestigioso cirujano José Arce. Aunque separado de hecho, fue cuidado diligentemente por su esposa durante ese tiempo.

Muchas historias se han escrito y se han repetido acerca de su trágica historia de vida. Uno de estos relatos refiere que, durante su prolongada internación en el hospital, Quiroga conoció a Vicente Batistessa, paciente afectado de una elefantiasis que por darle un aspecto de monstruo era mantenido oculto en el sótano, lejos de la vista del público. El escritor se indignó y exigió que fuera su compañero de cuarto. Parece ser que fue el propio Batistessa quien escuchó una conversación de los médicos tratantes de Quiroga en la que comentaban la situación ominosa de su compañero de cuarto. Batistessa se lo contó a su nuevo amigo, el cual exigió a los médicos que le dijeran la verdad. Ya en conocimiento de su pronóstico inexorable, Horacio Quiroga pidió dar un paseo. Regresó a la noche, con una cantidad de cianuro de potasio que nadie supo donde lo había comprado. Lo ingirió esa misma noche y murió al día siguiente. Era el 18 de febrero de 1937 (Yasmin Ali 2022).

Esta historia contiene mucha similitud con Jo-seph Carey Merrick, el llamado hombre elefante, que vivió sus últimos años en el Royal Lon-don Hospital. Sin embargo, no hay en la actualidad documentación en el Hospital de Clínicas que avale dicha internación y menos que existiesen pacientes internados en sótanos. Consultado el registro obrante en la Dirección de Estadística y Archivos Médicos del Hospital de Clínicas, a través de la búsqueda en los libros de guardia de todo el año 1936, no se encontró que el autor haya ingresado por guardia, aunque sí se pudieron constatar en ese período consultas por parte de cuatro pacientes con el apellido Quiroga (Dolores de 25 años de edad y domiciliada en Maipú 723, Antonio de 17 años domiciliado en Bermúdez 771, Dolores de 60 años domiciliada en Rodríguez Peña 1568 y Carlos de 3 años domiciliado en Talca-huano 451). No se encontró en estos pacientes relación filial ni de domicilio con el escritor. Dirigidos entonces al Departamento de Archivos del Registro Civil de la Ciudad de Bs As, se pudo acceder al certificado de defunción en donde consta que el cuerpo fue hallado en su casa de la calle Moreno 786. Este documento certifica que el escritor no se suicidó en el Hospital, sino en su domicilio (Figura 2).

Figura 2: Certificado del médico de policía donde consta la dirección donde fue hallado el occiso. (Archivo del Registro Civil). 

Natalio Botana, director del diario “Crítica” fue quien pagó los gastos del sepelio, ya que Quiroga murió en la pobreza. Fue velado en la Sociedad Argentina de Escritores, entidad que había fundado junto a Lugones. Su amiga

Alfonsina Storni se ocupó de despedirlo a la manera que mejor sabía hacerlo: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales, y así como en tus cuentos, no está mal; un rayo a tiempo y se acabó la feria... allá dirán” (Figura 3).

Figura 3: Acta y registro de defunción de Horacio Quiroga. (Archivo del Registro Civil). 

Su gran amigo, el médico y escritor Baldomero Fernández Moreno, quien se encargó de llevar las cenizas de Quiroga al cementerio de su Salto natal en una urna tallada de quebracho, escribió como homenaje y epitafio: “He aquí las cenizas, oh Salto, de tu hijo. De ti salió y es justo y es natural que vuelva. El corazón de un árbol ya es su eterno cobijo: el silencio, la sombra y el pavor de la selva” (Fernández Moreno 1957).

Leopoldo Lugones diría luego que su amigo Quiroga tuvo finalmente un “suicidio de mucama”. Tal vez como una cruel burla del destino, un año después se suicidaría él también con cianuro, en este caso rebajado con whisky, en una habitación del recreo del Delta del Paraná “El tropezón”, en el Tigre, el 19 de febrero de 1938. Quiroga y Lugones no solo compartieron la elección del veneno para poner fin a sus vidas, ambos debieron enfrentar seria oposición familiar al enamorarse de mujeres jóvenes. El cianuro era por entonces un veneno económico, que se conseguía en las farmacias y que llegó a ser el predilecto de los suicidas pobres pero decididos.

Otros escritores, como Emir Rodríguez Mone-gal, dirán que Quiroga se envenena con cianuro tras haber cumplido “su destino en la tierra”, o que prefirió el suicidio “para eludir para siempre la insistencia de una vida compleja y admirable” como sentenciara Juan Carlos Onetti. El 25 de octubre de 1938 se sumaría su amor imposible, Alfonsina Storni, en este caso, internándose en el mar en la ciudad de Mar del Plata.

La impronta autodestructiva que rodeó su vida no cesó con su muerte. Su hija Eglé se suicidó un año después de su padre en San Ignacio y su hijo Darío haría lo propio en 1952 en Buenos Aires luego de dar una conferencia sobre su padre. Su otra hija, María Elena, recorrería el mismo camino en enero de 1988 lanzándose desde un noveno piso de un hotel de Buenos Aires.

Conclusiones

Podemos repetir las palabras de Castillo en “Liminaí”, cuando dice que “No hay casi cuento de Quiíoga donde el protagonista no sea la muerte" (Castillo 2012), o que “las muertes, el miedo, el horror... que lo rodearon siempre... se erigen como el hilo conductor de gran parte de sus cuentos” (Costa Toscano). Nada se puede agregar a lo que tantos literatos e historiadores ya han escrito acerca de esta trágica vida. Solo queda agregar el análisis de la elección del veneno, la última decisión de todo suicida.

El cianuro de potasio (KCN) es una sal inorgánica, soluble en agua, cuya ingestión es sumamente peligrosa y que posee un característico olor a almendras amargas (aunque el 10% de la población posee una determinante genética que le impide percibir este olor). Se lo utiliza en actividades tan variadas como la joyería para dar brillo al oro, en minería para extraer metales de los minerales, la galvanoplastia o las cámaras de gas, método de ajusticiamiento legal utilizado en los Estados Unidos para la pena de muerte desde 1920 hasta 1990 (DPIC 2006). Pero el cianuro es utilizado también en fotografía en los baños fijadores de acción rápida a fin de eliminar el haluro de plata que no ha sido revelado. Quiroga, como fotógrafo, tenía estos productos en su cuarto oscuro para revelar sus fotografías. Su esposa se suicidó bebiendo estos, lo mismo que él hiciera en su domicilio. Y si bien la muerte de ambos no fue un pacto de amor, como lo plasmó en su obra “Más allá”, el cianuro de potasio terminaría igualando la muerte de la pareja.

Bibliografía

Castillo A. 2012. Cuentos completos. Argentina: Alfaguara. [ Links ]

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Recibido: 15 de Marzo de 2022; Aprobado: 29 de Abril de 2022

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