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Memoria americana

versão On-line ISSN 1851-3751

Mem. am.  n.16-2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jul./dez. 2008

 

ARTÍCULOS

La etnización política: ¿Necesaria para la construcción de la nueva nación mexicana?

Political ethnization:  A necessity for building the new mexican nation?

Leticia Reina

Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Ciudad de México, D.F.

Resumen

A fines del  siglo XX el ascenso de la etnicidad y las movilizaciones étnico-políticas fueron significativas en diferentes regiones de Latinoamérica, y sus manifestaciones de rebeldía cuestionaron a varios Estados nacionales. Esta situación permitió a los indígenas negociar una nueva relación con el Estado e incluso modificar algunas constituciones nacionales. La presencia política de las etnias y la crítica a los modelos de nación nos dice no solo que el indio no desapareció sino que cada día se hace más visible e impone con fuerza la transformación de los Estados, los conceptos y las herramientas analíticas de la antropología, así como a las naciones mismas. El trabajo tiene por objeto analizar en primer lugar la relación metodológica que existe entre el concepto de indio y nación, así como su transformación dialéctica. En segundo lugar, abordaremos la manera en que estos elementos han sido estudiados en México por las ciencias sociales en la segunda mitad del siglo XX. Al final, intentaremos analizar la situación actual.

Palabras claves: Indio; Nación; México; Siglo XX.

Abstract

At the end of the 20th century, it was significant the raise of ethnicity and the ethnic- political mobilizations in different regions of Latin America whose manifestations of rebelliousness bother several national States. The Indian people achieved negotiate a new relation with the State, even though favoring the modification of some national constitutions. The political presence of the ethnics and the critic to the "models" of nation, says that what is related to Indian had not  just  disappeared, but each day became more visible and  impose with strength, transforming the States, the concepts and the analytical anthropological tools and the nations their selves. The paper has the purpose of analyze in first place, the methodological relation between the concept of Indian and Nation, as well as its dialectic transformation. In second place we will tackle the way how these elements had been studied in México by social sciences in the second half of the 20th century. At the end, we will try to analyze the current situation.

Key words: Indian; Nation; México; 20th century.

Introducción

Desde el siglo XIX los diferentes gobiernos nacionales mexicanos y latinoamericanos se esforzaron por construir una nación moderna a imagen de las sociedades occidentales. Sin embargo, todos los esmeros terminaron por derribarse en el último cuarto del siglo XX mediante el ascenso de la etnicidad y las movilizaciones étnico-políticas. La paradoja tanto del proyecto liberal como del neoliberal ha sido la "indianización" de la sociedad. Esta etnización política de la sociedad cuestionó fuertemente a la nación y con ello se evidenció que se trataba de un modelo ideal. En consecuencia, el Estado rectificó rumbos y modificó la política indigenista que pretendía "mexicanizar" al indio. Por ello, deseamos reflexionar sobre el devenir del indio y la nación como binomio indisoluble, tanto histórica como historiográficamente. Conceptos y realidades deben analizarse para explicar la dinámica de la etnización política en tanto factor determinante para construir la nueva nación mexicana.

En los últimos treinta años el ascenso de la etnicidad y las movilizaciones étnico-políticos en diferentes regiones de América Latina, han logrado negociar una nueva relación entre sociedad y Estado e incluso han llegado a modificar algunas constituciones nacionales, como en Ecuador y Colombia.

Las manifestaciones de rebeldía de la población indígena han puesto en jaque a algunos Estados nacionales y poniendo en entredicho la construcción de las naciones modernas (Reina 2005). Este fue el caso del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que se levantó en diciembre de 1994 en Chiapas, México. El dinamismo y presencia política de lo étnico y la crítica a los modelos de nación nos indican que el componente indígena no solo no desapareció en el siglo XX, sino que cada día se hace más visible y se impone con más fuerza, exigiendo el cambio de rumbo en algunas políticas estatales, redefiniendo los proyectos de naciones hacia la inclusión de la diversidad y reelaborando los conceptos de las ciencias sociales.

Cabe entonces la pregunta: ¿por qué ante los ojos de las elites y grupos de poder el indio se volvió visible como actor político al final del siglo XX? ¿el ascenso de la etnicidad fue un  producto de la reflexión antropológica iniciada hacia la década de los sesenta o una necesidad política de las naciones latinoamericanas -como Ecuador, Colombia y  México- para modernizarse ante el cuestionamiento de las formas inacabadas del Estado que la población indígena hizo al finalizar el siglo pasado?

En este trabajo analizaremos en primer lugar la relación metodológica que existe entre los conceptos de indio y nación: ¿de qué manera se correlacionaron históricamente y cómo se separaron en el camino?. En segundo lugar abordaremos la manera en que estos conceptos han sido estudiados por las ciencias sociales en México y en particular en los últimos treinta años. Esta revisión historiográfica constituye el punto más relevante del trabajo, en tanto no existen recuentos históricos sobre el binomio indio-nación a lo largo del siglo XX mexicano1. Esto se debe en parte a  que los historiadores, al menos en México,  no suelen ocuparse de la historia "reciente". Por último, dados los acontecimientos en boga, como reformulación de códigos Constitucionales, proliferación de organizaciones indígenas y el apoyo de las ONG a estas organizaciones, intentaremos plantear algunas cuestiones para repensar al indio como nuevo sujeto político en la construcción de las nuevas naciones del siglo XXI.

Historia de los conceptos

En la Grecia y Roma clásicas se hacía referencia indistintamente a los conceptos de nación, etnia y pueblo. Tenían la misma etimología, por lo tanto la misma acepción y significaban lo mismo. Por lo tanto durante muchos siglos a las etnias fueron denominadas  naciones.  Aún todavía en el siglo XIII y hasta el nacimiento de la acción moderna de los Estados, los intelectuales contemporáneos siguieron llamando nación a lo que hoy nosotros llamamos etnia.

El nuevo concepto de nación apareció en Inglaterra alrededor de 1250, pero el problema historiográfico y la separación de significados entre estos dos conceptos tuvieron lugar a partir de la modernidad de occidente. El conflicto comenzó con  la Ilustración, pues los conceptos de soberanía y nación se desarrollaron en Europa en su forma completa en el terreno del Estado patrimonial y absolutista. Es decir, el Estado se definía como propiedad del monarca. (Hardt y Negri 2002). Esta noción se fijó y continuó a lo largo de los siglos XIX y XX, aunque fuera un nominativo inexacto y ahistórico, en tanto no se sabía con certeza quienes integran la nación y porque la soberanía era usada a veces hacia el interior y otras hacia el exterior de estas mismas naciones.

Los conceptos de nación, etnia y pueblo han tenido una historia particular de acuerdo a cada región y a circunstancias específicas. Sin embargo vamos a señalar las acepciones más aceptadas y que dominaron el discurso durante la formación de las naciones modernas; con ello podremos ubicar mejor el problema.

En relación con la idea de nación, existe un consenso acerca de que se trata de:

una forma particular de unidad política, definida por la soberanía; que tiene como efecto, en el interior, integrar a las poblaciones que incluye, y en el exterior, afirmarse en cuanto sujeto histórico en un orden  mundial basado en la existencia y las relaciones entre naciones-unidades políticas. Pero su especificidad consiste en que integra a las poblaciones en una comunidad de ciudadanos cuya existencia legitima la acción interior y exterior del Estado (Guerra 2003: 9).

En este sentido, el concepto de nación se adecuó al advenimiento de la modernidad, aceptándose con ello que se trataba de una unidad creada por voluntad política.

Por otra parte y desde el punto de vista de la antropología, las etnias son los grupos humanos que se consideran herederos de una comunidad histórica y de una especificidad cultural, a menudo formulada en términos de ascendencia común y que comparten la voluntad de mantenerla (Barth 1969). Sin embargo, aunque la etnia sea un conjunto de individuos que comparten fundamentalmente una lengua y una cultura, no por ello son más naturales que las naciones. La identidad étnica no es necesariamente más fundamental, sólida o duradera que la realidad y sentimientos nacionales. Las etnias no son esencias sino el producto de una situación política en el sentido amplio del término, a pesar de que sus integrantes lo vivan como algo natural.

Por lo tanto, si bien las etnias al igual que las naciones son construcciones históricas, las etnias se distinguen de la nación moderna o política porque no disponen de una organización política autónoma, independiente y soberana, al tiempo que en los países coloniales forman parte de otro conglomerado mayor llamado Estado Nacional. Así pues, no es el nombre u otras características objetivas lo que opone la etnia a la nación, sino la naturaleza del vínculo que une a los hombres. Para la primera, lo fundamental es lo social-cultural y para la segunda es lo político.

Igualmente sucedió con el concepto de pueblo. En la antigüedad se le consideraba como la base originaria de la nación, pero su acepción moderna es en realidad producto del Estado nación y con ello adquirió también el rango de sinónimo de éste, el cual tampoco tiene nada de natural. En los discursos de la Organización de Naciones Unidas (ONU), por ejemplo en el Artículo 169 del Convenio de la OIT elaborado en 1989, se asume que el concepto incluye las siguientes características: tiene una identidad propia, tiende a la homogeneidad interna y genera una única voluntad y una sola acción, independientes de las diversas voluntades y acciones de la multitud. Estas líneas expresan el buen deseo de los integrantes de la ONU, pero no reflejan la realidad.

La identidad de este "nuevo pueblo" en Europa se construyó en el siglo XIX con la creación de los Estados-nación, sobre un plano imaginario que trató de ocultar y eliminar las diferencias en aras de una identidad nacional. En cambio en las repúblicas independientes surgidas de los territorios colonizados, los grupos que deseaban construir las naciones recurrieron a prácticas de subordinación racial y  exclusión social (Schnnaper 2001).

Por otra parte, la confusión  y separación semántica de los conceptos se generó a partir de la Revolución Francesa, cuando "la nación se autoproclamó el nuevo actor de la historia" (Hardt y Negri 2002: 106). De esta manera, por un lado se rompió con los vínculos sociales al legitimar los derechos políticos. Por el otro, se heredó todo el trabajo de centralización política y de elaboración de un Estado central que sustituyó la actividad desarrollada durante siglos por la monarquía. Así cada ciudadano quedó investido de una parcela de legitimidad, pensándose este mecanismo como el más perfecto para restablecer el orden y el mando.

Para las naciones latinoamericanas, el problema de fondo se complica aún más porque refiere a la separación de lo "étnico" o lo "indio" con respecto a la nación, ya que a partir de la conquista y colonización española, los indios no formaron parte de la elite gobernante que conformó el proyecto de nación, del que quedaba excluida mayoritariamente la población indígena. Este problema, como dice Annino,  provoca

un desfase entre el referente historiográfico y el referente histórico, [ya que en Europa occidental] la transición a la nación moderna se dio en el marco de una continuidad territorial entre los antiguos y los nuevos regímenes o con una unificación, como en Alemania e Italia (Annino 2003: 685).

En América, en cambio, las naciones se formaron en una discontinuidad entre el territorio prenacional (antes de las independencias políticas) y el territorio nacional, ante la fractura de los imperios a los cuales pertenecían.

El surgimiento de estas naciones latinoamericanas fue muy precoz, casi simultáneo del proceso Europeo, pero la diferencia -como señala Guerra-  es que en el primer caso el paso no estuvo precedido de un movimiento nacionalista, sino que fue el producto de la desintegración de dos construcciones políticas originales -la Monarquía hispánica y el Imperio luso-brasileño- y esto

revela con una particular acuidad la distancia que separa la nación como comunidad política soberana, de la nación como una asociación de individuos-ciudadanos y de la nación como identidad colectiva, con un imaginario común compartido por todos sus habitantes. De ahí que la nación sea en los países latinoamericanos a la vez un punto de partida y un proyecto todavía en parte inacabado (Guerra 2003: 9).

Estas diferencias históricas plantearon una disyuntiva conflictiva que a la larga se convirtió en una contradicción del sistema. Los gobernantes decimonónicos de las naciones americanas tuvieron que optar entre construir naciones entendidas como una "comunidad de comunidades" o edificarlas con la idea de nación mono-identitaria, "centralizada" y/o "unitaria". Es obvio que se optó por ésta última debido a la reiterada obsesión por homogeneizar a la sociedad (Annino 2003: 685). Esta preocupación se expresó en las políticas de colonización para blanquear a la población o en la educación integracionista para eliminar los rasgos culturales de raigambre indígena, entre otras.

En los estados poscoloniales de Asia, África y América Latina se reprodujo el modelo Europeo sin adaptaciones, sin tener en cuenta la diferente historicidad de las distintas sociedades que pretendían integrar y en las cuales se implantaba la idea de nación. De ahí el problema para construir verdaderas naciones en América. Ideológicamente no se podía, ni se tuvo la voluntad política de incluir las diferencias étnicas; origen tanto del conflicto entre los pueblos autóctonos y el nuevo Estado nacional surgido de la Independencia con España, como del fracaso de la instrumentalización de diferentes planes de desarrollo a lo largo de su historia contemporánea, especialmente en el siglo XX (Stavenhagen 2001). Este Estado y sobre todo los gobiernos surgidos después de la Revolución de 1910 hicieron a veces referencia a los pueblos originarios -los prehispánicos- en el discurso, pero sólo como parte de la construcción ideológica del nacionalismo.

Por lo tanto, hay un problema de arranque en la construcción de la nación mexicana y esto involucra tanto aspectos históricos como historiográficos. Los conceptos de etnia, pueblo y nación no sólo están diferenciados semánticamente entre sí, sino que desde el momento en que los pueblos originarios quedaron negados o excluidos del proyecto nacional, los significados de estos cobraron distintas acepciones en boca de los grupos sociales que levantaron banderas en su nombre, tanto a nivel regional como en las diferentes naciones latinoamericanas.

Historiografía

Existe una amplia historiografía y una intensa polémica sobre el nacionalismo y la formación del Estado mexicano sobre el siglo XVIII y principios del XIX, encabezada fundamentalmente por académicos europeos como David Brading (1979), Francisco-Xavier Guerra y Antonio Annino (2003). En los últimos quince años, con el ascenso de las movilizaciones indígenas, la derrota del Partido de la Revolución Institucional (PRI) en las elecciones del año 2000 y la liquidación del Instituto Nacional Indigenista, esta producción y reflexión ha empezado a incrementarse, girando ya no sólo en torno a la construcción del Estado, sino también sobre la participación de la población indígena en la formación de la Nación. En esta temática destacan los trabajos de historiadores norteamericanos y algunos europeos, pero también de la comunidad de historiadores mexicanos, como Escobar (1993), Mallón (1995), Guardino (1996), Florescano (1997), Escobar y Falcón (2002), Falcón (2002) y Reina (1993, 2000).

En cambio, para analizar el siglo XX, si bien existe una amplia bibliografía sobre casos concretos estos conocimientos aún se encuentran atomizados y dispersos. Asimismo son escasos y fragmentados los balances globales que nos permiten conocer los momentos de quiebre en la historia de estos dos elementos: Indios y Nación, pero actuando dialécticamente en el devenir del siglo XXI. Además, todavía falta elaborarse una historiografía que exponga las diferentes corrientes del pensamiento que inspiraron los distintos análisis.

Trataremos ahora de brindar un panorama de conjunto para dar cuenta de las principales corrientes teóricas y metodológicas que influyeron en diferentes momentos en torno a la participación del indio en la construcción o deconstrucción de la nación mexicana en el siglo pasado. Sin pretender hacer un recuento exhaustivo de los trabajos que abordan el tema, queremos al menos señalar las líneas de análisis más sobresalientes basándonos en algunos de los trabajos más representativos de la temática.

El primer problema que se nos plantea es la carencia de trabajos que utilicen el método histórico. Esto se debe a que los científicos sociales que tienen el oficio del historiador no suelen hacer "historia reciente", o lo que en algunos ámbitos se ha llamado "historia inmediata". Por ello hemos recurrido a los trabajos elaborados con los métodos y técnicas de la ciencia política o la sociología y en especial a los producidos desde la perspectiva antropológica.

El primer punto que llama la atención al hacer un recuento sobre los trabajos que abordan el tema de la cuestión indígena es que el indio, como sujeto de estudio, se desdibujó o se volvió invisible durante las primeras siete décadas del siglo XX. La mayoría de los trabajos y discusiones de los intelectuales posrevolucionarios en torno a la población indígena, la abordan como un problema a resolver o como una cuestión necesaria de integrar o mexicanizar, pero no en diálogo y como parte del proyecto de nación en construcción después de la Revolución de 1910.  Y no ha sido sino hasta el último cuarto del siglo pasado cuando apareció un interés colectivo por poner estos dos asuntos unidos y en diálogo.

Sin embargo no podemos ignorar que hubo ciertos acercamientos al problema desde varios frentes. En la cuarta década del siglo XX, ya casi controladas las fuerzas campesinas que habían participado en la Revolución de 1910 y en el marco de la creación de instituciones como el Instituto Nacional Indigenista (en 1944, por decreto del Presidente Miguel Alemán), se comenzó a reflexionar en torno a la construcción de políticas que intentaban incorporar al indio a la nación. En otros casos, el indio era mencionado y recuperado como elemento de identidad nacional pero en su forma clásica, como un pasado prehispánico glorioso, más no en su contemporaneidad, como el sujeto rural, trabajador del campo y empobrecido. Estas dos grandes vertientes estuvieron presentes hasta la década de 1990, cuando el análisis tomó otros caminos.

Dentro de la primera vertiente, la gran mayoría de los trabajos, cercanos o emparentados con nuestra temática de interés, los podemos vincular de manera rápida y esquemática con tres grupos de intelectuales que reflexionaron sobre la misma problemática rural pero desde diferentes ópticas: a) los dedicados a la "cuestión indígena", b) los denominados "campesinistas", y c) los creadores de "arquetipos rurales".

El primero es el de los estudios sobre "la cuestión indígena", fundamentalmente en manos de intelectuales que a su vez fueron hombres de acción, en el sentido de que fueron los que hicieron y sostuvieron las instituciones en momentos en que todavía estaban en lucha las diferentes facciones revolucionarias, amén de los grupos de agraristas rebeldes pidiendo que se hiciera efectiva la Reforma Agraria por todo el país. Uno de los primeros fue José Vasconcelos [1923] (1981) quien reconoció al indio para reivindicar el pasado prehispánico, pero postulando que el indio se tenía que asimilar e hispanizar para formar parte del conjunto nacional. Poco tiempo después vendría el "invento" del campesino, como sujeto social.

El segundo grupo, el de los "campesinistas",surgió en los años treinta en el México posrevolucionario, cuando el presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) insistía que al indio se le tenía que "mexicanizar". Fueron los intelectuales insertos en el Estado quienes crearon al campesino como nuevo actor social y como símbolo de la nueva identidad nacional (Palacios 1999). Este naciente sujeto social, producto de los gobiernos emanados de la revolución y portador de la nueva mitología fundadora del régimen, sirvió para pacificar y controlar las masas agraristas. También en aras de la Reforma Agraria el discurso campesinista sirvió para legitimar y reproducir a la emergente clase gobernante y  para construir la base social o alianzas que finalmente permitirían la construcción del Estado posrevolucionario.

Así, el campesino se convirtió en el receptor de todas las nuevas políticas públicas, como bien titularía Arturo Warman uno de sus libros clásicos: Los campesinos, hijos predilectos del régimen (1974). El campesino se convirtió en el eje de estudio y de reflexión, lo cual se prolongó por varias décadas y atravesó diferentes corrientes teóricas. Incluso el concepto de campesino se remodeló e incorporó en los estudios marxistas de las décadas de 1970 y 1980 (Hewitt de Alcántara 1988), época en la que, producto de la crisis agrícola y agraria que atravesó el país durante estas décadas, los campesinos volvieron a levantarse en armas, demandando la restitución de sus tierras.

En el tercer grupo encontramos la creación, expresión y recopilación de los "arquetipos rurales" que se fueron gestando después de la Segunda Guerra Mundial, cuando México entró en una era de modernidad industrial y urbana, denominada el "milagro mexicano". Estos prototipos, expresión de los regionalismos, también fueron fomentados por el Estado a través del arte; primero el muralismo, el ballet folklórico y después el cine, entre otras áreas. Estas representaciones de lo mexicano no sólo fueron para el consumo interno y para crear símbolos de identidad mexicana, sino también y sobre todo para de-marcarla frente al exterior: reforzando por un lado el nacionalismo, pero vendiendo por otro una imagen particular y única para ser consumida por el turismo (Pérez Montfort 2000).

Los estudios anteriores pueden agruparse en dos grandes bloques: los que sirvieron para orientar y apoyar las políticas del Estado -concentradas sobre todo en las políticas indigenistas- y aquellos que tuvieron una posición crítica y sirvieron de oposición a las posturas oficiales. Así lo señalan Pérez Ruiz (2003),  De La Peña (1995) y Hernández Díaz y Parra Mora et al. (1993).  En el primer grupo podríamos incluir el trabajo de los antropólogos y constructores de instituciones: Manuel Gamio, Alfonso Caso, Julio de la Fuente, Gonzalo Aguirre Beltrán y Salomón Nahmad entre otros, quienes fueron pilares en la construcción ideológica y operativa de las políticas incorporacionistas e integracionistas del Estado destinadas a los indígenas. Muchos años más tarde, en la última década del siglo XX, también se incorporaría el académico Arturo Warman como director del Instituto Nacional Indigenista 1989-1992, proponiendo el indigenismo de participación y de transferencia de funciones a los indígenas (Pérez Ruiz 2003).

El otro bloque, el de las posturas críticas frente a las políticas indigenistas, está representado por los etnopopulistas y los etnomarxistas, los cuales se confrontaron desde la década de 1970 en el contexto de la crisis agraria, el auge del movimiento campesino y las Declaraciones de Barbados de 1971 (firmada por antropólogos) y la de 1977 (firmada por líderes indígenas). Propusieron alternativas a las políticas indigenistas y reavivaron la discusión en torno a los movimientos autonomistas a fines de la década de 1980 y principios de la de 1990. Los investigadores marxistas se autodenominaron etnomarxistas y estos a su vez llamaron etnopopulistas a la corriente de los antropólogos críticos. Esta denominación se dio por la crítica que hacían al carácter populista  de sus posturas.  Según Pérez Ruiz (2003) las críticas iban dirigidas sobre todo a las concepciones románticas  del pueblo y a sus posiciones  revisionistas y pequeñoburguesas.

 Los llamados en un principio antropólogos críticos, expusieron sus posiciones en contra del indigenismo oficial en el libro De eso que se llama antropología mexicana (Bonfil et al. 1970), el cual en breve se convirtió en un clásico y referente de la oposición que en su momento representaron sus autores: Guillermo Bonfil, Enrique Valencia, Margarita Nolasco, Mercedes Olivera y Arturo Warman.

Posteriormente y ya en plena época de la globalización, de los encuentros internacionales de organizaciones indígenas y en franco cuestionamiento al Estado y las políticas indigenistas, proliferó la gama de investigadores que siguieron esta postura crítica. Podemos destacar los trabajos de Stefano Varese (1989 y 1996), Miguel Bartolomé y Stefano Varese (1990) Miguel Bartolomé (1997), Guillermo Bonfil (1970, 1987a y b) y Rodolfo Stavenhagen (2001), quienes además desarrollaron  propuestas teóricas  para explicar la dinámica del cambio cultural y la persistencia de las etnias. Los dos  últimos tuvieron mucha influencia en la antropología mexicana.

Por otra parte, para los etnomarxistas lo importante era dilucidar cual era el papel de los pueblos indígenas en el proyecto democratizador de la sociedad  y en la construcción del socialismo; planteaban además el origen clasista de las etnias. Díaz Polanco (1995), López y Rivas (1995a y b)  y Burguete (1999) representan a algunos de los principales exponentes de esta posición.

También habría que señalar que la década de los setentas fue un punto  importante de cambio en los estudios sobre el indio. El Movimiento Estudiantil de 1968, la proliferación del marxismo en los centros universitarios y las tomas de tierras al inicio de esta década borraron las fronteras analíticas entre aquello que se estudiaba como campesino y lo que se consideraba indígena. ¿La realidad había cambiado? ¿O los puntos de vista y los enfoques conceptuales se habían transfigurado? Es en este momento cuando aparecen las dos corrientes mencionadas: la etnopopulista y la etnomarxista con postulados y trayectorias diferentes.

En este nuevo contexto, además, se pusieron de moda los estudios sobre el Estado como un elemento primordial de diálogo y de análisis. En este sentido, se elaboraron trabajos desde diferentes disciplinas: historia, antropología, sociología, economía y ciencia política. La producción fue vasta y se mantuvo como eje importante de análisis durante las últimas tres décadas. Entre ellos destacan los estudios antropológicos denominados antipluralistas, los cuales consideran a las culturas autóctonas como vestigios de estados superados. Preferiríamos llamarlos economicistas, no solo porque se centraron en las relaciones y la lucha de clases, sino porque durante la década de 1970 y sobre todo en la de 1980 muchos de los antropólogos mexicanos dejaron de lado el análisis de lo étnico; se desdibujó lo étnico y la cultura como objeto de estudio de la antropología y se enfocaron en las organizaciones y reivindicaciones campesinas con carácter económico.

Paradójicamente, en este rápido recorrido historiográfico no aparece un diálogo o reflexión franca y explícita sobre lo que el binomio indio y nación significan, tanto para el quehacer científico como para las políticas públicas. Es un hecho que durante estos años hubo una preferencia por estudiar las permanencias sobre los cambios entre los grupos indígenas; al tiempo que prevalecieron los estudios etnográficos de caso por sobre aquellos comparativos o de análisis nacionales.

Historiografía del indio como nuevo sujeto político

La reconfiguración mundial de las dos últimas décadas del siglo XX, con la caída del muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética, la descolonización en Africa y las "limpiezas de sangre" en Medio Oriente, pusieron en entredicho a los Estados nacionales y por ende, el tema del Estado-nación se convirtió en un punto de interés para las ciencias sociales. En un principio fueron los politólogos y sociólogos quienes llamaron la atención sobre este tema y centraron su análisis en el nacionalismo exacerbado, debido a que fue la fuente de numerosos y sangrientos conflictos. Ahora, desde la historia y la antropología se van afinando las herramientas de análisis (conceptos y apreciaciones más complejas de la realidad) para explicar las motivaciones más profundas de  las acciones de grupos y naciones étnicas, que se encuentran culturalmente diferenciadas.

Es precisamente en este terreno en el que se encuentra la segunda gran vertiente que habíamos mencionado antes: el indio recuperado como elemento de identidad nacional pero en su forma clásica, como pasado prehispánico glorioso. Abramos un paréntesis para explicar el punto sobre el cuál se construye la identidad nacional: la inescindible pero conflictiva relación que se da entre Estado y nación.

En el caso de México, el problema surge cuando, para construir la nación del México decimonónico, los gobernantes recurrieron al mito fundador de reivindicación del pasado indígena. Pero en realidad el Estado nacional, desde que se fundó en la época Independiente hasta hace unos veinte años, tuvo políticas indígenas de negación, exclusión o asimilación de lo indio. Por ello, esta unión indisoluble entre indio y nación es de igual forma el punto donde nace el conflicto, debido a que si bien se complementan,  también son su propia amenaza.

En Europa la burguesía revolucionaria luchó por mantener la idea de unidad, en cambio en Latinoamérica el discurso de los políticos en el poder se centró en mantener la idea de legitimidad. No obstante, en ambos casos los conflictos se han dado en el ámbito de esa fisura originaria de la relación entre Estado y nación. Además se trata de una relación ambivalente y que puede generar vacíos de poder. Por ello, lejos de conducir a la desaparición de las Estados nacionales, es esta misma ambivalencia la que ha permitido su persistencia, debido a que presenta una esencia incompleta o una fisura, que justamente es la que posibilita que constantemente se pueda renegociar el pacto nacional (Palti 2000).

En el contexto de la crisis del Estado mexicano y del cuestionamiento de la nación de las dos últimas décadas, los mitos están cambiando y la genealogía quizá se ajuste. Paradójicamente, bajo la presidencia de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) quien trataba de resolver los problemas fundamentalmente desde el ámbito económico, diferentes organizaciones dieron lugar a cambios importantes para la población indígena. A raíz del quinto centenario del encuentro entre dos mundos en 1992, de la declaración de México como un país multiétnico y pluricultural y de las movilizaciones de diferentes grupos étnicos en diferentes regiones de México, entre otras cosas, se produjo un giro interesante, tanto en las discusiones políticas como en la producción histórica y antropológica en torno al binomio indio y nación. El análisis dejó de centrarse en el estudio de las condiciones económicas y políticas de los pueblos indígenas, para interesarse por el resurgimiento de la etnicidad.

Desde la década de 1970 hubo un ascenso de la etnicidad en distintas partes del mundo, tanto de grupos subalternos como de elites pertenecientes o identificadas con un grupo étnico. Sin embargo no fue sino hasta los años ochenta cuando la identidad colectiva se empezó a concebir no como "la consecuencia lógica de una especie de esencia grupal sino como una propiedad emergente de relaciones históricamente condicionadas" (De la Peña 1995: 90). No obstante, en la explicación del resurgimiento de las identidades indígenas en América Latina encontramos dos tendencias: la explicación a través de las transformaciones estructurales y la explicación por la conducta intencional de los actores. Ambas corrientes están sobre-politizadas y relacionadas con las posturas de los intelectuales frente al resurgimiento de las etnicidades.

Un aspecto reiterado en estos trabajos, enmaracados en la polémica surgida de diversas posiciones frente al levantamiento indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, es la fuerte crítica a las políticas indígenistas. Por ejemplo, desde la postura etnomarxistaDíaz Polanco (1995) hace clara referencia a conceptos marxistas como la lucha de clases y además señala que las movilizaciones étnicas fragmentan la unidad de clase. En cambio Medina (1990) sostiene que el análisis de lo étnico complementa el estudio de las clases sociales en el campo. Y aquí también habría que agregar a López y Rivas (1995a y b) quien lleva lo étnico y los "procesos nacionalitarios" como él los llama, al contexto del capitalismo neoliberal. También hay otros antropólogos como Del Val Blanco (1990), quien ha reflexionado explícitamente  sobre el indio y su relación en la construcción de la nación desde la perspectiva del etnopopulismo. Asímismo propone un esquema para el análisis de las identidades, donde  incluye lo nacional y lo étnico al mismo tiempo (Del Val Blanco 2004).

Un nuevo periodo se inició en los primeros años de la década de 1990, antes del levantamiento neozapatista, cuando comenzó a abordarse la participación de los pueblos en la construcción de la nación desde dos perspectivas: a través de las movilizaciones étnicas independientes y como fuente de símbolos para la identidad nacional. En la primera perspectiva los trabajos tuvieron como principal fundamento teórico al marxismo, aunque faltaron explicaciones generales sobre el resurgimiento de las identidades indias, al tiempo que los estudios estaban altamente politizados. Por lo tanto se trata, en su mayoría de estudios de caso que señalan el grado de satisfacción de las demandas de estos movimientos, el carácter que tienen o el tipo de identidad que poseen. En estas investigaciones la movilización étnica es tomada como la forma primordial para la vinculación de los pueblos indios con la nación, pues se considera que la movilización lograda por las organizaciones oficiales hasta los años setenta no es representativa de los pueblos indios. Plantean como "parteaguas" el momento en que las organizaciones indígenas se confrontaron con el Estado y se independizaron (Paré 1991).

En esta última corriente también están aquellos trabajos calificados como "instrumentalistas" porque plantean que el proceso de configuración de las identidades surge en el proceso mismo de la movilización social, la cual puede ser manipulada tanto por el Estado como por los mismos individuos. Durante este período podemos observar que las organizaciones indígenas buscan su autonomía política, ideológica y organizativa frente a las centrales oficialistas y los partidos políticos. Así mismo plantean una apropiación global del proceso productivo, incluyendo los procesos de comercialización y de abasto. Finalmente, buscan defender el sector social de la economía campesina frente a la privatización y liquidación de las estructuras ejidales y comunales (Paré 1991; Canabal 1996 y Valladares de la Cruz 1998).

En relación al estudio del conflicto étnico, el resurgimiento de las movilizaciones indígenas en América Latina y las causas de la movilización han seguido distintas tradiciones epistemológicas y metodológicas. En la literatura teórica, las grandes divisiones se dan entre estudios macroestructurales y análisis microestratégicos, al tiempo que también hay estudios cuantitativos de muestras grandes y estudios cualitativos de muestras pequeñas. Pero las explicaciones específicas sobre los movimientos sociales, denominados la "cuarta ola" por parte de los latinoamericanistas, dan preeminencia a las variables estructurales, dejando de lado el análisis micro. No obstante, la gran mayoría de las investigaciones corresponden a estudios monográficos o de caso (Trejo 2000).

Dentro de las explicaciones macroestructurales se encuentran tanto el marxismo como la teoría de la modernización. Las dos posiciones coinciden en que la modernización económica disolverá las identidades premodernas, como en el caso de los indígenas; el ideal sería llegar a tener dos bloques: clase media o proletariado, porque presuponen que ambos tendrían una identidad nacional. Los marxistas de los años setenta, recién pasado el Movimiento Estudiantil de 1968 y siendo presidentes de México Luis Echeverría Álvarez (1970-1976) y José López Portillo (1976-1982), consideraban la indianidad como un problema de falsa conciencia, en cambio los modernistas suponían que lo indio era un obstáculo para superar el atraso sociopolítico del país.

La otra gran corriente, la simbolista, analiza la realidad desde la perspectiva de lo indígena como fuente de símbolos para la identidad nacional, y se mueve entre dos posturas. Una es "la modernista" propuesta por Gellner (1983) y tiene como eje central de oposición la tradición/ modernidad y lo rural/urbano. La otra es la corriente que postula que la modernización llevaría al fortalecimiento de las identidades étnicas en la sociedad y a la competencia interétnica por obtener los beneficios de la modernización (Gros 2000). Por su parte, Lomnitz (1999a y b) plantea que el nacionalismo es como un instrumento de mediación, pero Zárate Vidal (2000: 30) contrapone el argumento de que "la nación es un filtro ideológico que sirve principalmente para mediar la modernidad, para aplicarla selectiva y mañosamente o para defenderse selectivamente de ella." Por lo tanto, demuestra que esta es la razón por la que México ha entrado en la  "desmodernidad" en las últimas dos décadas.

Para el caso mexicano, hay una tendencia hacia la posición antimodernista pues se considera que los grupos étnicos han quedado excluidos de los procesos de modernización, al tiempo que son la causa de la movilización indígena (Reina 2000 y 2005). Por el contrario, Gros (2000) plantea que  en esta era hay que ser indio para ser moderno y que los indios han sabido aprovechar y beneficiarse de los proceso de modernización y de globalización.

En el año 2000, perdió las elecciones el partido en el poder (PRI) y ganó el Partido de Acción Nacional (PAN), abriéndose la alternancia política en el país y una posibilidad de democratización de la vida ciudadana. En este contexto configurado en los últimos años los estudios sobre el indio y la nación han proliferado, diversificado y han estado fuertemente influidos por autores como Anthony Smith (1986) y Guillermo de la Peña (2005). Es de hacer notar el impacto de la obra de Smith en los estudios que sostienen una postura histórico-culturalista, enfocando en el componente cultural y simbólico de la nación y proponiendo además una continuidad entre la noción de etnia y de nación. En este caso la continuidad esta basada en el poder de una memoria compartida que permite la reproducción colectiva. Desde nuestro punto de vista esta posición no se encuentra en el otro extremo sino que se complementa, ya que en el caso de México, etnia y nación tienen orígenes diferentes: las etnias son los pueblos originarios y la nación es una comunidad inventada por el nacionalismo decimonónico, por lo tanto no hay una continuidad entre la noción de etnia y de nación. Es necesario señalar que los pueblos indios han tenido su propia historia, que en la última década han sacado a la luz pública con fines políticos. No obstante, la población indígena también ha llegado a abanderar la otra historia, la nacional, cuando quieren expresar políticamente que son ciudadanos mexicanos.

Otra corriente importante de nombrar es la de Benedict Anderson (1983), quien influyó sobre los investigadores adscriptos a una formación estructural-funcionalista. Con ello se creó toda una corriente de constructivistas discursivos que plantean que las identidades son socialmente construidas. Se trata de las "comunidades imaginadas", que pueden ser construidas con base en la retórica o el discurso, ya sea fomentado por las guerras religiosas, la educación bilingüe estatal o la literatura y propaganda de los movimientos sociales.

Para los constructivistas de la elección racional, "las identidades son patrones de comportamiento colectivo socialmente construidos a través de la interacción estratégica" (Trejo 2000: 213). Entonces, la formación de identidades colectivas se entiende como un ejercicio de coordinación, es decir llegar a pactos o acuerdos. Esta situación se presenta cuando ciertos individuos con identidades múltiples deciden actuar en conjunto y deben decidir qué identidad van a adoptar, llegando a una resolución por medio del conflicto, por la interacción estratégica o por la influencia de los empresarios políticos.

Bajo esta óptica se plantea que el resurgimiento de las identidades indígenas en América Latina es el resultado del colapso de las políticas neoliberales, lo cual provocó la penetración de agentes externos al mundo indígena (Estado e Iglesias). Al parecer es Anderson quien más ha influido en los trabajos de Bastos y Camus (1995), Berteley Busquets (2000), Gutiérrez Chong (2001) y Ochiai (1997), quienes siguen en cierta forma sus formulaciones, aunque no todos los casos se ajustan a lo que Trejo (2000: 211-213) llama "constructivismo discursivo". Sólo Ochiai (1997) aplica esta idea de la creación de la identidad nacional a través de los recursos discursivos, en este caso los museos y el arte en general.

Probablemente Pérez Montfort (2000) podría caer en esta caracterización en cuanto a la formulación de estereotipos culturales, aunque él los considera de entrada como manipulaciones que crean identidades falsas con las que siempre habrá descontento por parte de los sectores afectados. Plantea que cuando se trata de identidad nacional o de la construcción de la nación, el indio se vuelve ente pasivo porque es el Estado es el que está hablando por él y representándolo.

Es muy diferente cuando se analiza al indio en los momentos de movilización, como actor de la historia. En estos casos, el indio se separa de la nación porque lo que está evidenciando es lo inconcluso, lo inacabado o la falsedad de axiomas con los que fue construida la nación mexicana. Es su no inclusión en el proyecto lo que justamente los lleva a movilizarse, y en los últimos años, a manifestarse como actores políticos que demandan una nueva relación con el Estado para ser incluidos en el proyecto de Nación (Berteley Busquets 2000; Gutiérrez Chong 2001; Bastos y Camus 1995; Ochiai 1997).

La mayor parte de las investigaciones señalan la necesidad de reconocer la diversidad cultural de la nación mexicana y desde esta perspectiva, los temas que más han llamado la atención son: el de la intelectualidad india, desarrollado por Gutiérrez Chong (2001), Greaves Laine (1998), De la Peña (2005), Zárate Vidal (2000) y Berteley Busquets (2000); el aspecto legal de las demandas indígenas por Franco Mendoza (1999) y Díaz-Polanco (1995); el tema de las politicas educativas, por Greaves Laine (1998), Gutiérrez Chong (2001) y Berteley Busquets (2000); el de la ciudadanía por De la Peña (2005) y Hernández Díaz y Parra Mora et al. (1993); así como también los temas del etnodesarrollo estudiado por Hernández Hernández (1990) y el de las nacionalidades emergentes de los movimientos étnicos investigado por Bastos y Camus (1995).

Por lo pronto, me voy a  referirme solamente al trabajo de De la Peña (2005) porque desde mi punto de vista nos remite a la polémica última y a una de las posiciones más novedosas con respecto al lugar de los indios en la conformación de una posible nueva nación mexicana. Examina críticamente la corriente liberal y la excepcionalista -como él las denomina- y sostiene que ambas plantean que la etnicidad debe de quedar excluida del ámbito de lo político. Frente a estas posturas, sustenta que los axiomas de los que parten ambas orientaciones son falsos y lo demuestra con los resultados de una investigación colectiva en donde se estudian  las diferentes formas de politización y los discursos de los actores indígenas. Como resultado del análisis presenta cinco modelos identitarios  que se han ido construyendo a partir de estos procesos.

Estos modelos identitarios muestran que las etnicidades sólo pueden ser comprendidas como un proceso que los actores van construyendo a partir de su posición dentro del espacio social, por lo que no hay una relación isomórfica entre cultura e identidad.  En este sentido, De la Peña (2005: 384) expone cómo "existen de facto formas colectivas de representación política que apuntan hacia la constitución de una ciudadanía étnica", la cual  implicaría una lucha por que las políticas multiculturales no se conviertan en políticas de control.

Las experiencias históricas concretas de diferentes regiones de México permiten a De la Peña introducir el concepto de interculturalidad, a partir del cual se puede concebir una sociedad justa y equitativa. En ella se espera la coexistencia pacífica y el diálogo en condiciones simétricas entre grupos de culturas diferentes. Lo más importante de esta  novedosa propuesta es que se trataría de  "un modelo de sociedad donde se reconozca el derecho a la diferencia pero también el derecho a la participación en las decisiones que conciernen no sólo al grupo cultural al que se pertenezca sino al Estado multicultural en su conjunto" (De la Peña 2005: 384). Este es un planteo significativo porque propone una alternativa para construir la ciudadanía del futuro en sociedades multiétnicas como la mexicana, en las que se tendrá que ir más allá de la tolerancia.

El indio en la construcción de la nueva nación mexicana

Los conceptos de nación, indio y pueblo han sido muy versátiles y han variado según quién los usara. Por ejemplo, si escuchamos "El pueblo pide justicia" en boca de los habitantes de una localidad indígena, el sentido de la noción pueblo es muy diferente a la siguiente mención: "El pueblo de México protesta o está en contra de las políticas o declaraciones de EEUU". Igualmente es diferente la oración: "La nación tiene sed de justicia" en manos de grupos subalternos o de grupos revolucionarios, que la declaración: "La nación mexicana protesta contra las políticas migratorias de EEUU".

Dadas estas diferencias sustantivas, quisiera recordar que en la obra de Emmanuel-Joseph Sieyès ¿Qué es el Tercer Estado? [1789] (1973) pueden verse enumerados de manera sumaria los elementos fundamentales de esta veloz reconfiguración del concepto de nación que lo convirtió en un arma política real. En su trabajo vinculó el concepto de nación al de Estado llano -es decir, la burguesía- y trató de remitir el concepto de soberanía a sus orígenes humanistas, procurando redescubrir sus posibilidades revolucionarias. Traemos a colación este autor francés del siglo XVIII porque se trata de una acepción o una fase del concepto que más tarde nos permitirá vincularlo con las posibles utopías indias del siglo XXI. Pero lo más importante para nuestro propósito es que el profundo compromiso de Sièyes con la actividad revolucionaria le permitió interpretar el concepto de nación como un concepto político constructivo, es decir, un mecanismo constitucional.

Podríamos suponer que en todas aquellas ocasiones en las que el concepto de nación se presentó como popular y revolucionario, como ocurrió durante la Revolución Francesa, la nación escapó del moderno concepto de soberanía y de su aparato de sometimiento y dominación y se volcó, en cambio, a una noción democrática de comunidad. El vínculo entre el concepto de nación y el concepto de pueblo fue, en verdad, una potente innovación y constituyó el centro tanto de la sensibilidad jacobina como de la de otros grupos revolucionarios.

Por ello, tal vez sería posible rescatar la idea  humanística, revolucionaria del concepto de nación e interpretarlo como un concepto político constructivo, como un mecanismo constitucional. Señalado esto, no nos debería sorprender el hecho de que bajo la crisis de la modernidad y la globalización se cuestionen a los Estados-nación, ya que se trata de una etapa en la que la nación vuelve a cobrar fuerza en su parte revolucionaria y constructivista.

Hoy se están viviendo momentos de cambio y renegociación, en donde los pueblos indígenas se han convertido en actores políticos y cuyos proyectos alternativos de nación  no sólo revelan la parte dinámica y revolucionaria del concepto de nación, sino que esas mismas propuestas se empiezan a delinear como nuevos paradigmas y utopías para la construcción de las naciones del siglo XXI. He ahí la relación dialéctica entre los conceptos y la realidad; entre el quehacer de los antropólogos y los movimientos sociales.

Luego entonces, podemos afirmar que la etnización política en ascenso al declinar el siglo XX ha sido un factor determinante en los cambios que instrumentó el Estado y en el nuevo rostro, que por lo menos al exterior, ha mostrado la moderna nación mexicana. El indio como actor político, se volvió visible para los grupos en el poder, para el gobierno y para el Estado, al grado de hacer que este último tuviera que reconocer constitucionalmente que México es un país pluriétnico y multicultural. Por lo tanto, la etnización política si fue y seguirá siendo necesaria para la construcción de la nueva nación mexicana.

Notas

1. Este artículo deriva de un trabajo mayor de nuestra autoría: Indio, campesino y nación en el siglo XX mexicano. Historia e historiografía sobre los movimientos rurales, México, Siglo XXI Editores  (en prensa). En este libro se rinde cuenta de los contextos sociales, económicos y políticos en los cuales se fueron desarrollando las diferentes corrientes teóricas y que no se pudieron relatar en este trabajo por las dimensiones del mismo.

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Fecha de recepción: 20 de diciembre de 2007.
Fecha de aceptación: 8 de abril de 2008.

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