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Memoria americana

On-line version ISSN 1851-3751

Mem. am.  no.20-1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires July 2012

 

COMENTARIOS

Representaciones, prácticas, acontecimientos.
Apuntes sobre la historia política andina

 

Sergio Serulnikov *

* Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Universidad de San Andrés. E-mail: sserulnikov@udesa.edu.ar

 

Si se piensa en algunos de los más influyentes libros sobre el siglo XVIII en los Andes aparecidos en la década de 1980 surge de inmediato la clase de inquietudes históricas y sesgo teórico que los inspiraban. En mi lista -y hay muchas otras posibles- figuran Colonialism and Agrarian Transformation in Bolivia. Cochabamba, 1550-1900 de Brooke Larson; Estructura agraria y vida rural en una región andina: Ollantaytambo entre los siglos XVI y XIX de Luis Miguel Glave y María Isabel Remy; Un siglo de rebeliones anticoloniales. Perú y Bolivia 1700-1778 de Scarlett O'Phelan Godoy; Coacción y mercado. La minería de la plata en el Potosí colonial, 1692-1826 de Enrique Tandeter; Buscando a un Inca: identidad y utopía en los Andes de Alberto Flores Galindo y La utopía tupamarista de Jan Szemin´ski. Bastará revisar los índices de estas obras para advertir hasta qué punto las agendas de investigación estaban signadas por un marcado interés en las estructuras sociales, el largo plazo, la historia económica cuantitativa y los grandes sistemas de creencias culturales. Lo mismo ocurre si incluyéramos en el inventario importantes volúmenes colectivos, tales como La participación indígena en los mercados surandinos. Estrategias y reproducción social. Siglos XVI a XX (Olivia Harris, Brooke Larson y Enrique Tandeter); Resistance, Rebellion, and Consciousness in the Andean Peasant World, 18th to 20th Centuries (Steve Stern); Hacienda, comercio, fiscalidad y luchas sociales (Perú Colonial) (Javier Tord Nicolini y Carlos Lazo); o Essays on the Price History of Eighteenth-Century Latin America (Lyman Johnson y Enrique Tandeter).

El estimulante texto de Ana María Lorandi viene a recordarnos cuánto han cambiado las cosas desde entonces. Partiendo de la relación entre historia y antropología, recorre un abanico de temas y problemas metodológicos que han ido ganando cada vez mayor preponderancia en la producción historiográfica reciente. Es el caso de la política, el acontecimiento, la narración y la vinculación entre lo local y lo global, entre la corta y larga duración. Se compartirá o no lo que sobre cada uno de estas cuestiones se dice pero difícilmente se pueda negar su relevancia para comprender el estado actual de los estudios andinos. Lorandi ha puesto el dedo la llaga -en varias de ellas en verdad.

En este breve ensayo, me propongo retomar y ampliar algunas de las problemáticas planteadas, tomado como hilo conductor la historia política tardocolonial. Para los fines de este trabajo, dejaré de lado la voluminosa bibliografía sobre el período de la independencia y me centraré exclusivamente en el Alto y Bajo Perú. Sin pretensión alguna de representatividad, y a riesgo de parecer autorreferencial, haré especial hincapié en aquellos campos en los que se ha desenvuelto mi propia experiencia de investigación y, por lo tanto, conozco en mayor profundidad.

La sociedad colonial hispanoamericana era una sociedad intensamente politizada. A diferencia de lo ocurrido en otras zonas del mundo bajo control europeo, o en muchas sociedades europeas de Antiguo Régimen, las relaciones personales de dependencia ocuparon un lugar secundario en México y los Andes centrales, las áreas nucleares del imperio español en América. La temprana derrota militar de los conquistadores y los encomenderos abortó para siempre el incipiente proceso de fragmentación señorial de la soberanía y conformación de una nobleza feudal americana. Las relaciones sociales, las exacciones económicas y las formas de ejercicio del poder pasaron a estar regidas o reguladas por la Corona. El orden jurídico resultante fue tradicional y pluralista. Tradicional porque reconocía a la tradición como derecho, en contraposición con órdenes jurídicos legales que identifican el derecho con la ley; y pluralista pues estaba integrado por múltiples conjuntos normativos propios de los cuerpos políticos que componían la monarquía (Garriga 2010: 62-63). Por cierto, desde la óptica de la historia política interesa menos el orden jurídico mismo que la hermenéutica social a la que dio lugar. Pues tanto la interpretación de la tradición como el alcance de los privilegios corporativos fueron un objeto de constante tensión y litigio. Para formularlo de otro modo, las aspiraciones de los grupos sociales tendían a encontrar en el derecho una inagotable fuente de legitimación. Y nunca faltaba quien los representase antes los tribunales: un variopinto grupo de abogados, escribas, defensores de naturales y pobres, letrados varios, estaban siempre dispuestos a ofrecer sus servicios puesto que se ganaban la vida con ello. El atributo primordial del gobierno era arbitrar entre estos reclamos. El ejercicio de la justicia conmutativa, dar a cada uno lo suyo, constituía el fundamento mismo del poder. Como es sabido, no había distinción entre las funciones judiciales y las funciones legislativas o administrativas. Todos los que ocupaban posiciones de mando eran por definición "jueces". El Rey, en tanto máximo dispensador de justicia, era el juez supremo, árbitro y garante último del sistema.

La estructura institucional que se correspondía con este orden jurídico no era menos conducente a la conflictividad política. Una compleja y extensa red de magistraturas y autoridades estaba a cargo de velar por los derechos de los particulares y los intereses de la Corona. Sus jurisdicciones con frecuencia se superponían y, en cualquier caso, todas las decisiones eran apelables ante el Consejo de Indias y el Rey. Además, las funciones gubernativas estaban repartidas en dos tipos muy diferentes de entidades: la administración regia -los virreyes, las audiencias, los corregidores, los oficiales de la real hacienda- y los organismos de autogobierno de las corporaciones -los ayuntamientos municipales, las comunidades indígenas, las universidades, los gremios, los consulados de comercio. La multiplicidad, superposición, amplitud de funciones y distinta naturaleza representativa de las instituciones condujo a que las mismas sirvieran tanto como mecanismo de resolución de los conflictos sociales como blanco mismo del descontento (Guerra 1998). De hecho, cuando no eran el eje primario de las disputas, casi siempre lo terminaban siendo en algún punto de las mismas. En suma, la relación entre miembros de un mismo grupo social, entre distintos grupos sociales, entre grupos sociales e instituciones de gobierno, o entre estas últimas entre sí, todo remitía a un conjunto de deberes y derechos que llamaríamos, genérica y algo anacrónicamente, de orden público. En el imaginario político de la época, toda percibida afrenta a las prerrogativas de los individuos y las corporaciones constituía una afrenta a la santidad de la tradición y a la potestad del monarca pues era de éstos que aquellas prerrogativas en última instancia emanaban. Los conflictos sociales eran por necesidad asuntos de estado. Las disputas sociales, horizontales y verticales, tendían a transmutarse en luchas políticas; y las luchas políticas a traducirse en un flujo ascendente y descendente de apelaciones a la justicia regia. La política corría por el cuerpo social como la sangre corre por las venas. La sociedad colonial era una sociedad hiperpolitizada.

¿Qué significaba hacer política en esta sociedad?, ¿cómo se ejercía en la práctica el poder?, ¿de qué manera evolucionaron las concepciones de autoridad y los modos de acción colectiva?, ¿cómo era la política de las elites y cómo la de los grupos subalternos? y ¿cuándo y en qué medida la intervención de los distintos sectores sociales en la vida pública contribuyó a reproducir o a socavar las jerarquías estamentarias? Preguntas de este tipo han concitado la creciente atención de los historiadores. No es casual que, como bien sugiere Lorandi, el concepto de cultura política se haya ido constituyendo en una de las principales herramientas interpretativas. Pero con independencia de que consideremos este enfoque productivo o fútil, original o redundante, -véase por ejemplo el debate entre Alan Knight (2007) y Nils Jacobsen que abre el citado volumen Cultura Política en los Andes (1750-1950), de Aljovín de Losada y Jacobsen (2007)- lo menos que puede decirse es que el análisis de los procesos políticos ha proclamado su autonomía relativa frente a la tradicional historia institucional y la más moderna historia socioeconómica1. La política ha dejado de pertenecer al terreno de lo efímero y lo derivativo. La reconstrucción de prolongados procesos de negociación y conflicto en torno al ejercicio y/o los fundamentos del poder, en ámbitos regionales específicos entre sujetos políticos reales, ha recobrado su predicamento como objeto legítimo de estudio. Las consecuencias de esta reorientación son vastas y sus resultados pueden ser observados en múltiples áreas de la indagación histórica.

El simbolismo político y las formas de representación es una de estas áreas. Los estudios sobre la administración americana y las políticas imperiales habían tendido a centrarse en los aspectos formales e instrumentales de la dominación colonial y el ejercicio del gobierno. Contábamos, por lo demás, con una ilustre tradición historiográfica sobre el pensamiento político hispano -una historia de las ideas que obras como las de Anthony Pagden (1990), David Brading (1991) o Francois-Xavier Guerra (1992) han contribuido mucho a revitalizar y renovar. Sin embargo, en los últimos años el foco de atención ha ido virando de los tratados filosóficos, los textos jurídicos o las estructuras institucionales a las prácticas representativas a través de las cuales las relaciones de poder político y social se despliegan y hacen visibles. Las dramatizaciones públicas de la majestad del Rey y de las preeminencias de los magistrados civiles, los ayuntamientos, el clero y la gente de honor nos ayudan a apreciar la puesta en escena de determinados imaginarios sociales y políticos. También nos permite historizarlos. Sabemos hoy que las representaciones del monarca o el lugar de los cabildos en el ceremonial cambiaron conforme se transformaron las concepciones del poder monárquico y del estatus de las posesiones de ultramar entre los Habsburgo y los Borbones.

Así pues, los trabajos de David Cahill (1996), Carolyn Dean (1999), Esther Aillón Soria (2007), Eugenia Bridhikina (2007), Alejandra Osorio (2008), Sergio Serulnikov (2008a) y Charles Walker (2008) han indagado, para los casos de Chuquisaca, Potosí, Lima y Cuzco, las estructuras de significado de eventos tales como las celebraciones de entrada de los virreyes, los funerales regios, las funciones religiosas, las fiestas populares, Corpus Christi y otras ceremonias públicas. La retórica visual -las pinturas, los arcos triunfales, los escudos de armas, la vestimenta- y los rituales colectivos -las procesiones, las misas, las corridas de toros, las reuniones callejeras de los miembros de los gremios y el bajo pueblo- comunicaban ideas respecto a la civilización americana de un orden y eficacia muy diferente al de los tratados jurídicos y las doctrinas filosóficas. Expresaban, en modos que eran por todos reconocibles y en las que todos tomaban parte, la distancia que separaba al monarca de sus vasallos, a los gobernantes de los gobernados, a las elites españolas de las castas, a las ciudades capitales de las ciudades subordinadas. El antropólogo Claudio Lomnitz (1995) en un ensayo sobre México, ha resumido bien el sitio del ritual en este tipo de sociedades:

ritual is a critical arena for the construction of pragmatic political accommodations where no open, dialogic, forms of communication and decision-making exist. In other words, there is an inverse correlation between the social importance of political ritual and that of the public sphere. Moreover, one could add a culturalist argument to this sociological one: once the Spaniards abandoned all serious attempts to truly convince and assimilate Indians to their society, certain aesthetic forms were developed (the "baroque sensibility"), and these became values that permeated the society deeply, affecting family relations, forms of etiquette, and other social forms in all social strata. Thus Mexican ritual and ritualism would have deep sociological and cultural roots (Lomnitz 1995: 32-33).

Por otro lado, la centralidad que en la sociedad colonial adquirió la ostentación pública del estatus, los códigos de honor, las reglas de etiqueta o el protocolo ceremonial indujo a examinar las urbes indianas como manifestaciones miméticas e idiosincrásicas de las sociedades cortesanas europeas2. Sin desestimar la influencia de la antropología política -pensemos por ejemplo en la recepción de Negara: The Theatre State in 19th Century Bali de Clifford Geertz (1980) u otros autores mencionados por Lorandi-, el examen del simbolismo y el ritual político se ha construido principalmente en diálogo con modelos históricos de análisis cultural como los de ángel Rama (1995) para las ciudades americanas, los de Antonio Maravall (2002) para la España del barroco, los de Edward Muir (1981) para la Italia renacentista o los de Norbert Elías (1982) o Peter Burke (1995) para la Francia moderna.

No sólo las representaciones simbólicas sino también los conflictos políticos han concitado considerable atención. Se han realizado, por ejemplo, numerosas investigaciones sobre revueltas urbanas que van más allá de las presiones fiscales y las tensiones económicas detrás de los tumultos para adentrarse en la morfología de las acciones colectivas, las particulares historias locales de confrontación y la construcción de identidades sociales. ¿Prefiguran estos movimientos la crisis del orden establecido o sirvieron como mecanismos de expresión de demandas puntuales que acabaron siendo funcionales al régimen colonial? Para responder a estos interrogantes no basta con mirar a las muy estudiadas repercusiones de las luchas por el control de los recursos económicos y el ejercicio del poder entre la administración borbónica y la sociedad americana. Igual atención amerita, por ejemplo, la naturaleza de los vínculos del patriciado urbano con los sectores plebeyos. Ambos sectores, en variados grados y modalidades, estuvieron involucrados en los estallidos de violencia; en la mayoría de los casos, aunque no en todos, la solidaridad se quebró con el paso de los días. Trabajos recientes sobre Arequipa, Quito, Chuquisaca o La Paz procuran discernir en qué medida las protestas callejeras, por episódicas que fueran, contribuyeron a reforzar o desestabilizar las tradicionales jerarquías estamentarias (Cahill 1990; Chambers 1999; McFarlane 1990; Serulnikov 2009a y 2009b; Barragán 1995). ¿Son eventos típicos de sociedades de Antiguo Régimen o generan experiencias de movilización política plebeya, y de articulación de la política plebeya con la política en general, que a comienzos del siglo XIX, en un excepcional contexto de crisis -como fue el de la abdicación de los monarcas españoles tras la invasión napoleónica a la península- adquirirían inesperadas resonancias? En la misma dirección apunta el proceso de resignificación de antiguas categorías identitarias tales como peninsulares, criollos, vecinos o patricios; el posicionamiento de los ayuntamientos como canales de representación de los intereses de la sociedad local, no sólo organismos de administración municipal; o la reivindicación pública de la memoria histórica y las prerrogativas de las ciudades americanas en ostensible oposición a los esfuerzos de uniformización y centralización del poder en curso.

Tal vez el campo que ha concentrado mayor número de investigaciones sea el de la historia política de los pueblos indígenas. Aunque gran parte del impulso, como es previsible, provino del intenso interés en los masivos levantamientos de 1780-1782, los estudios sobre las prácticas políticas indígenas anteriores y posteriores a la revolución tupamarista han probado ser no menos iluminadores. Sabíamos, gracias fundamentalmente a los esfuerzos de Scarlett O'Phelan Godoy (1988), que el siglo XVIII se había caracterizado por la proliferación de revueltas y motines rurales. El pormenorizado examen de estos y otros tipos de conflictos que no necesariamente incluyeron el uso de la violencia nos ha enseñado mucho acerca de la cultura política de los Andes coloniales; pues los estallidos estuvieron lejos de ser expresiones aisladas y espontáneas de protesta y siguieron definidos repertorios de acción colectiva. En primer lugar, las comunidades indígenas tendían a pensar sus demandas en términos de derechos generales puesto que los habituales motivos de descontento no obedecían a abusos particulares sino a políticas estatales y tendencias socioeconómicas globales. Los percibían, y así lo era con frecuencia, como agravios comunes a todos. Por su parte, incluso los procesos de confrontación más acotados tendían a instigar su politización debido a que éstos los empujaban a interactuar con diversos organismos de gobierno -los corregidores, las audiencias, los ministros de la real hacienda, la Iglesia, los virreyes-, a contrastar las divergencias entre normas formales y poder real y a poner a prueba sus relaciones de fuerza con las elites rurales. Dicho de otro modo: no hubo revuelta comunal que no estuviera precedida de apelaciones legales y pocas apelaciones legales que no derivaran en el uso, abierto o solapado, de la violencia. Existieron, por último, un conjunto de mecanismos de sociabilidad -movimientos migratorios entre valles y tierras altas, la mita potosina, las reuniones colectivas en los pueblos rurales con motivo de la celebración de las fiestas católicas, la participación en los mercados urbanos y circuitos comerciales regionales, los frecuentes traslados a las ciudades con el fin de litigar a los grupos locales de poder- que favorecieron las vías de comunicación y, por ende, la propagación de las protestas de una comunidad a otra. Así pues, en los Andes el propio sistema colonial inhibió la conformación de una cosmovisión que fuera definida, para el caso de México y otras áreas hispanoamericanas, como campanillismo: "la tendencia de los campesinos a ver los horizontes sociales y políticos como algo que se extendía únicamente hasta donde podía observarse desde el campanario de la Iglesia" (Van Young 2006: 847). Para transformar las condiciones de vida en sus aldeas, los pueblos andinos estaban inexorablemente forzados a tratar con el mundo que los rodeaba. Lo nuevo que ocurrió en 1780 es que creyeron que había llegado el momento de transformar el mundo que los rodeaba3.

La recuperación de las historias locales condujo a una profundización del diálogo entre historia y antropología, un punto que Lorandi analiza bien en su ensayo. Así pues los estudios de mediana y larga duración de las comunidades indígenas del altiplano paceño, el norte de Potosí o las provincias de Paria y Porco, han revelado la inextricable asociación entre los cambios en los sistemas andinos de autoridad y los cambios en las estructuras étnicas. Mientras la proliferación de protestas contra los caciques a lo largo del Alto Perú había tendido a ser atribuida a la sustitución de los caciques de sangre por caciques intrusos designados discrecionalmente por los corregidores, hoy aparece con claridad que este fenómeno resultó de mutaciones estructurales más profundas: procesos de fragmentación de grandes agrupaciones políticas indígenas, emergencia de novedosas formas de pertenencia étnica en torno a los pueblos de reducción y consolidación de nociones de legitimidad cacical que procuraron cerrar las brechas -más ostensibles conforme se fueron acentuado los procesos internos de diferenciación social- entre la racionalidad económica y la racionalidad política de los sistemas comunales de gobierno. Estas mutaciones nos ayudan a explicar por qué los caciques hereditarios, los descendientes de antiguas familias de señores andinos, terminaron convirtiéndose, antes y durante los levantamientos tupamaristas, en un blanco primordial de la violencia colectiva, tanto o más que los caciques impuestos por los funcionarios españoles. Lo cual remite a su vez a un fenómeno de gran significación en la posterior evolución de las organizaciones indígenas: los principios nobiliarios, hereditarios, de poder tendieron a ser sustituidos por otras concepciones de legitimidad4. La historia política de los pueblos andinos -en este caso particular su relación con los jefes comunales y a través de ellos con la sociedad colonial en su conjunto- es inescindible del análisis de las formas de organización étnica, los modos de ocupación del espacio, las medios de acceso a los recursos económicos, los derechos de tenencia de la tierra, la relaciones de parentesco y otras problemáticas que han estado en el corazón de las preocupaciones de la antropología, así como de la disciplina que examina el pasado de estas sociedades con sensibilidad etnográfica, la etnohistoria.

También 1780 ha comenzado a ser mirado desde otra perspectiva. Esto obedece, en parte, a un cambio general de perspectiva que Lorandi ha identificado muy bien: el acontecimiento, en tanto tal, ha recobrado una extraordinaria prominencia como categoría histórica. Las ciencias sociales han abandonado aquella actitud epistémica que el filósofo francés Alain Badiou (2003) resumió como la proclividad a arrojar el acontecimiento al reino de la "pura empiria de lo que adviene" y reservar las construcciones conceptuales al examen de las estructuras. Se trata de reconocer, por un lado, que las "coyunturas" poseen una "estructura", parafraseando la expresión de Marshall Sahlins (1988) citada por Lorandi; pero también que la coyuntura, ciertas coyunturas, pueden engendrar por sí mismas realidades nuevas. En un sugerente ensayo sobre la toma de la Bastilla titulado Historical events as transformations of structures, William H. Sewell (1996) escribe que:

While the events are sometimes the culmination of processes long underway, events typically do more than carry out a rearrangement of practices made necessary by gradual and cumulative social change. Historical events tend to transform social relations in ways that could not be fully predicted from the gradual changes that may have made them possible (Sewell 1996: 843).

En otras palabras, lo que distingue un acontecimiento de otro tipo de eventos no es sólo su escala y sus repercusiones sino el estar en exceso de las condiciones que lo producen.

Este es el caso de la sublevación general andina. Las insurrecciones lideradas por los amarus y los kataris pusieron en juego las premisas simbólicas del colonialismo occidental en modos que no podían ser deducidos de las causas socioeconómicas del descontento o las concepciones ideológicas de sus protagonistas. Mientras, por ejemplo, criollos e indígenas podían compartir su desazón por la voracidad fiscal de la Corona -las numerosas protestas urbanas de la época o la "revolución de los comuneros" en Nueva Granada hablan por sí mismas- la solidaridad entre ambos sectores se hizo insostenible apenas se rompieron las formas de deferencia y sujeción social que por siglos habían regido la interacción cotidiana entre personas de origen hispánico y nativo. Basta leer las elocuentes páginas del estudio de Fernando Cajías de la Vega (2004-2005) sobre la suerte de la coalición entre grupos hispánicos e indígenas en Oruro, el único escenario insurreccional donde los criollos como grupo se pusieron al frente del levantamiento tupamarista, para advertir los alcances del cataclismo cultural que representó la irrupción de un movimiento de cientos de comunidades andinas encabezadas por un autoproclamado Inca rey. Los insurgentes a lo largo de los Andes pudieron legitimar el alzamiento predicando su lealtad a la Corona, exigiendo que se reconociesen sus tradicionales derechos corporativos, reafirmando sus creencias cristianas, elevando sus reclamos ante los tribunales coloniales o buscando asociar su causa con la causa de las elites criollas. Sin embargo, al desafiar de facto su lugar subordinado en el orden natural de las cosas terminaron por conmover las relaciones coloniales de poder sobre lo que todo ello se asentaba: el empleo de la diferencia cultural como significante de inferioridad racial y el de inferioridad racial como fundamento del derecho de dominación política. Nada de esto puede ser inferido de los motivos económicos o políticos del conflicto, ni de las proclamas y declaraciones de principios de sus actores. El acontecimiento expande los límites de lo pensable, se construye en los silencios de la representación, es contingente y proteico.

Para concluir, acaso valga la pena apuntar que la construcción de esta nueva agenda de investigación no fue un hecho aislado ni el corolario natural de la evolución del conocimiento. Respondió, como en otras mutaciones de este tipo, a transformaciones más vastas en el clima de ideas de la época y en el propio campo historiográfico. Respecto a lo primero, recordemos solamente que hacia comienzos de la década de 1990 la combinación de la trágica experiencia de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru en el Perú y la crisis general de los movimientos socialistas que siguió a la debacle de la Unión Soviética y los países del este europeo, acabó por alertar contra toda forma, cubierta o encubierta, de esencialismo étnico-cultural, por un lado, y de reduccionismo economicista, por otro. Tanto los estudios asociados a la llamada "utopía andina" y al pensamiento mesiánico y milenarista, como la historia económica cuantitativa, comenzaron a perder impulso. En muchos casos, hay que decirlo, no sin sensible perjuicio para la expansión de nuestras posibilidades analíticas.

Desde un punto de vista historiográfico, el florecimiento de la historia política -entendida en el sentido más abarcador del término- sirvió para canalizar influencias originadas en distintos puntos del arco de las ciencias sociales. Por un lado, para esta época se multiplicaron los estudios sobre la "economía moral" y los usos populares de la ley, los repertorios de acción colectiva y las formas cotidianas y subrepticias de resistencia a la autoridad de los grupos subalternos, los cuales se nutrieron, entre otros, de los muy consultados ensayos de E. P. Thompson (1975, 1979, 1991) sobre los sectores populares precapitalistas, la sociología histórica de Charles Tilly (1978, 1986) o los análisis de las comunidades campesinas contemporáneas de James C. Scott (1985, 1990). También las investigaciones de Ranahit Guha (1983, 1988), Sahid Amin (1995) y otros miembros de la escuela hindú de los Estudios Subalternos mostraron las posibilidades heurísticas y hermenéuticas del examen semiótico de las protestas urbanas y rurales y del análisis textual de los diversos tipos de representaciones de elite construidas para dotarlas de sentido5.

Asimismo, la evolución y funcionamiento de los sistemas políticos comenzó a aparecer íntimamente imbricada a complejos procesos de cambio sociocultural. Hacia el bicentenario de la Revolución Francesa, la profusa producción sobre la progresiva crisis de la cultura política del Antiguo Régimen, la emergencia de novedosas esferas públicas burguesas y plebeyas o los aspectos rituales y festivos del republicanismo contribuyó a que este campo recobrara el antiguo esplendor que había perdido hacía tiempo a manos de la historia estructural6. Puesto que, como bien recuerda Lorandi, la historia política de cualquier inspiración propende a hacer foco en los acontecimientos, y el examen de los acontecimientos a alguna clase de relato, uno de los efectos de este viraje temático y metodológico fue la creciente preferencia por modalidades narrativas de escritura histórica. A ello ya se había referido el historiador británico Lawrence Stone (1979) en un temprano artículo titulado, The Revival of Narrative: Reflections on a New Old History. Los latinoamericanistas que hacia la década de 1990 eligieron emprender este camino contaban por cierto con una insigne tradición de la que abrevar: The Black Jacobins: Toussaint L'Ouverture and the San Domingo Revolution de C. L. R. James (1963); Zapata and the Mexican Revolution de John Womack (1969); Revolución y Guerra. Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla de Tulio Halperín Donghi (1972), son algunos ejemplos que vienen a la mente.

Otra de las tendencias en la historiografía andina reciente -el paso de los enfoques macro-regionales a los estudios locales- se vio estimulada por el auge de la microhistoria que siguió a la publicación de El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI de Carlo Ginzburg (1981) o La herencia inmaterial. La historia de un exorcista piamontés del siglo XVIII de Giovanni Levi (1990), con su énfasis en la reducción de la escala de observación, las estrategias de los actores por sobre los determinantes estructurales, el análisis cualitativo más bien que cuantitativo y su acercamiento a una concepción semiótica de la cultura que requería, según la célebre formulación de Clifford Geertz (1992: 20), "no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones". En el caso de los Andes, este cambio de foco pudo anclarse sobre bases firmes gracias a la riqueza de las investigaciones etnohistóricas monográficas que, como las de Thierry Saignes (1987, 1991), Silvia Rivera Cusicanqui (1992), Karen Spalding (1984), Tristan Platt (1982), Thomas Abercrombie (1998) o Luís Miguel Glave (1989), se distinguieron por su escala, uso de los archivos y sensibilidad a la contextualización histórica de los previos estudios sobre las estructuras económicas o mentales andinas.

Hay que señalar, por último, que las llamadas teorías postcoloniales -provinieran de la historia, la filosofía, la crítica literaria o los estudios culturales- incitaron a ir más allá de los aspectos político-institucionales y socioeconómicos de la dominación y la resistencia. Estos fenómenos empezaron a ser situados en el contexto más amplio de los procesos de construcción de la alteridad y de los modos de conocimiento y representación consustanciales al colonialismo europeo. La intensa atención prestada a las maneras cómo los pueblos nativos se reapropiaron del significado de las instituciones políticas, económicas, culturales o religiosas vigentes condujo también a cuestionar imágenes binarias y reificadas del proceso de conformación de las identidades sociales7. Así concebida, la política no es un acto de identidad, la exhibición de los valores específicos a un grupo, sino un acto de subjetivación: la reafirmación de su derecho de participar plenamente en la civilización a la que pertenecían (Rancière 1992).

En conjunto el impacto desigual y combinado de la historia política, los estudios subalternos, la microhistoria y las teorías postcoloniales, dio lugar a un notable florecimiento de la literatura sobre los temas evocados en este ensayo. En la historiografía anglosajona, mucho menos en la latinoamericana, este cambio de paradigma suscitó acalorados debates respecto a los beneficios y limitaciones de lo que se denominó, algo genéricamente, "nueva historia cultural"8.

No quisiera finalizar este ensayo sin expresar mi agradecimiento por la invitación a participar de este Debate a los editores de Memoria Americana, publicación que tanto ha tenido que ver con el desarrollo y la sostenida vitalidad de los estudios etnohistóricos en la Argentina. Vaya un agradecimiento especial a Ana María Lorandi por compartir sus reflexiones sobre un conjunto de cuestiones que tocan tan de cerca la evolución de nuestras disciplinas y, más importante aún, nuestros intereses intelectuales.

Notas

1. Para una discusión teórico-metodológica sobre la relación entre historia política e historia socioeconómica en el contexto colonial tardío, véase por ejemplo Van Young (2006: 23-94).

2. Sobre México, véase Curcio-Nagy (2004) y Cañeque (2004). Una reconstrucción de la nobleza de Quito en la época colonial tardía en Büschges (2007).

3. Sobre prácticas políticas indígenas en el siglo XVIII véase, entre otros, Salomón (1987); Salas i Vila (1996); Stavig (1999); Walker (1999); Thomson (2002); Choque Canqui (2003); Garrett (2005); Serulnikov (2006 y 2008b); Robins (2007); Salgado Gómez (2011).

4. Platt (1987); Rasnake (1988); Wachtel (1992 y 2001); Abercrombie (1998); Thomson (2002); Serulnikov (2006); Adrián (2010).

5. Sobre la recepción de estos estudios en América Latina, véase por ejemplo Mallon (1994); Rivera Cusicanqui-Barragán (1997); Sandoval (2009).

6. Para algunos ejemplos de esta línea de investigación, véase Hunt (1984); Baker (1990); Ozouf (1991); Chartier (1991); Farge (1992).

7. Algunos estudios en esta línea incluyen, Clendinnen (1987); Todorov (1992); Greenblatt (1993); Gruzinski (1993); Mignolo (1997); Estensoro Fuchs (2003); Lamana (2008).

8. Véase los ensayos reunidos en, Hispanic American Historical Review, Special Issue: Mexico's New Cultural History: ¿Una Lucha Libre?, Vol. 79 (2), May 1999. Véase asimismo, Joseph (2001) y Knight (2002).

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