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Memoria americana

versão On-line ISSN 1851-3751

Mem. am.  no.20-1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jul. 2012

 

COMENTARIOS

Trabajo de campo en el tiempo: los lugares etnográficos de la antropología de la historia.

 

Pablo Wright *

* Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad de Buenos Aires. E-mail: taanqui@yahoo.com

 

En América Latina la etnohistoria se ha configurado como un campo de interdisciplina nutrido por la antropología social y la etnología, por un lado, y la historia, por el otro, cuyo horizonte temporal se remonta al estudio de las sociedades coloniales e independientes y el rol e interacción de pueblos indígenas y la sociedad hispano-criolla. En otras regiones del planeta, como los EEUU y Europa, existe una creciente especialización en el estudio de la historia de los llamados pueblos sin historia, es decir las poblaciones pre-europeas y/o nativas pero también otros grupos, bajo la denominación de antropología de la historia. En términos de inclusión disciplinar, ésta sería más abarcativa que la etnohistoria, conteniéndola, aunque, por otra parte, esta última parece tener en su constitución epistemológica y metodológica una fuerte influencia de la historia como disciplina. La antropología de la historia sería una actividad donde se utilizan más específicamente las categorías y conceptos de la antropología social y la etnología, no centrándose -necesaria o exclusivamente- en la dimensión étnica que caracterizaría a la etnohistoria. Sea como fuere, se trata de un campo disciplinar convergente en donde quizás no sea necesaria una resolución terminológica sino un reconocimiento de trayectorias académicas y tradiciones disciplinares regionales con valor propio.

Aquí analizaré algunas características de lo que sería el componente etnográfico tanto de la etnohistoria como de la antropología histórica. Es decir, sin profundizar en una preferencia por uno u otro término para denotar esta empresa de investigación, aunque afectivamente esté más relacionado con el primero, me dedicaré a reflexionar desde una crítica etnográfica contemporánea sobre el costado antropológico de esta mirada hacia el pasado. Dicho esto, es posible definirla entonces como una verdadera etnografía del tiempo, pero no de un tiempo indefinido y abstracto sino de éste transformado ontológicamente por la acción social en historia. Dentro de esta perspectiva, ya desarrollada con cierta profundidad en otro lado (cfr., Wright 1994, 1997, 2005, 2008), el análisis del trabajo de campo sobre el pasado está influido por las ideas de Michel de Certeau (1984) y de Edward Soja (1989) acerca de las relaciones entre espacio y lugar. Para ellos el espacio es una dimensión abstracta que es transformada por la práctica social en lugar; de este modo, yendo a la etnografía como actividad podemos considerar que los espacios en donde ésta se desarrolla se transforman en lugares etnográficos por la práctica. En la etnografía de sociedades vivientes, los lugares etnográficos aparecen como instancias emergentes de la acción de las tradiciones académicas que han privilegiado determinadas regiones y/o temáticas, junto con los investigadores convergiendo existencialmente con sus interlocutores, en una dimensión intersubjetiva que es a posteriori y no a priori -no es dada, es producida.

Los lugares etnográficos tienen perímetros variables que dependen de la interacción que establecen investigadores con el bagaje humano y/o documental que los contiene. Es más, los lugares son producto de esa interacción, su naturaleza es relacional. Por eso, la idea, por ejemplo de "estudios de área" o las famosas "áreas culturales" de los manuales etnográficos clásicos, aparece en este contexto como una reificación institucional que condiciona la práctica concreta, es decir la interacción dialógica y dialéctica de la etnografía. Incluso, estas áreas -como el Chaco, Amazonia, Praderas de EE UU, o Tierras Altas- en muchos casos perpetúan fantasmas culturales que no existen en ningún sitio concreto, alimentados por narraciones previas -e instituciones- que les brindan una legitimidad incuestionable.

Después de sucesivos movimientos de crítica académica y política, llevada adelante principalmente por la antropología crítica (Scholte 1974; Fabian 1983; Hymes 1974), la crítica postcolonial (Quijano 1988; Mignolo 2000; Scott 1989), y la economía política (Comaroff & Comaroff 1992; Rigby 1985; Diamond 1974) la naturaleza relacional e históricamente situada de la etnografía quedó instaurada en el canon académico de la producción antropológica.

En este contexto la ampliación de los horizontes espaciales y temporales de la etnografía como práctica central de investigación antropológica ha abierto hoy día amplios campos de discusión, desde la crítica a la escritura etnográfica, con el reciente turno literario o posmoderno, pasando por las contradicciones de la etnografía indígena y urbana -o de lo "tradicional" y lo "moderno"- a las preocupaciones por su extensión al pasado, ya sea en la etnoarqueología o en la etnohistoria. De este modo, se ha observado un elevado grado de autoconciencia acerca de los alcances y límites de la investigación antropológica contemporánea pudiéndose definir ahora a la etnografía, superando las limitaciones de su tradición clásica, como el estudio de las culturas no occidentales o de áreas etnográficas discretas y cerradas, como un verdadero caminar por el campo del mundo, informado por la teoría antropológica (Wright 1997: 188-189). Un caminar que supone una mirada, una escucha y una escritura integradas dentro de una epistemología dialéctica y políticamente sensible (Bartolomé 2004; Cardoso de Oliveira 2004).

O sea, todo el mundo es el campo. Pero ¿de qué clase de mundo estamos hablando aquí? Pues bien, se puede pensar que si todo el mundo puede ser el campo, el field, el lugar clásico de nuestra mirada y práctica serían todos los mundos sociales posibles existentes etnografiables, tanto en el presente como en el pasado. De este modo, yendo al tópico central del trabajo de Ana María Lorandi que encabeza este volumen, una etnografía del pasado supondría que en lugar del espacio como locus clave transformado en lugar o sitio etnográfico por la práctica de investigación, lo sería el tiempo, transformado en historia lato sensu por la práctica de investigación y por la agencia de los actores sociales del pasado. Entonces, este campo del tiempo sería el lugar etnográfico de una antropología que produciría una intersubjetividad entre el investigador y sus interlocutores remotos, a través de objetos culturales que son las diferentes clases de evidencias documentales disponibles -sea en la forma tanto de evidencia escrita como de imágenes, objetos y restos materiales de diverso tipo. Aquí se define un lugar de campo de ese mundo del pasado que se transforma en objeto de investigación, un sitio del tiempo circunscripto como un lugar etnográfico histórico, donde el concepto de cultura y su sucedáneo parcial de imaginario son clave para entender el marco más amplio en donde las prácticas de los interlocutores del pasado hallan sentido. Allí radicaría uno de los aportes esenciales de la perspectiva antropológica frente a la historia como disciplina: la cultura como un sistema de símbolos, sentidos y prácticas integrados de modos a veces fragmentarios y desordenados que permea las acciones de los actores sociales e instituciones, de los procesos más micro o más macro que se abordan de acuerdo con las elecciones temáticas de cada investigador. Pero no se trata de una cultura omnipresente y abstracta sino de modelos de y para que orientan estratégicamente la acción social.

También es relevante la noción de que toda acción social es una acción simbólica (Ricoeur [1986] 1994: 50-53) que tiene su inteligibilidad en mundos de sentido no siempre claros y distintos, pero decididamente colectivos, sociales y, por ello, productos del devenir histórico de una sociedad o de un grupo. Así, la etnografía de estos sitios etnográficos históricos debe bucear en las prácticas e imaginarios sociales no como signos, supuestamente literales y/o transparentes, sino como símbolos; es decir, como fenómenos plurisémicos que nunca lo dicen todo directamente, o que agotan su sentido en la literalidad de sus manifestaciones, sean éstas linguísticas -palabras, escritos, relatos- como acciones -prácticas, rituales, rebeliones, guerras, etc. Esta etnografía debe también generar una voluntad hermenéutica simultáneamente de escucha de los materiales y acciones del pasado como de sospecha de sus aparentes sentidos primeros o literales (Ricoeur [1965] 1990: 29-35). La escucha y sospecha de los sentidos del pasado de estos lugares etnográficos sin gente viviente directamente, pero presente a través de esas evidencias particulares, posee por ello limitaciones importantes que obligan al etnógrafo a trabajar con esfuerzo sobre los modelos conceptuales que habilitan esa escucha y esa sospecha, estableciendo un rapport existencial muy sensible con los documentos de trabajo. Convergen allí lo que Ricoeur (1994) denomina el mundo del texto, que es el encuentro entre el mundo de la vida del investigador y el texto que lee e interpreta en un momento histórico dado. Los etnógrafos de sociedades actuales, por otra parte, pueden tener acceso a la voz directa de sus interlocutores y esa evidencia viva y dinámica, si bien parece ser una ventaja por la amplitud de la evidencia documental disponible, igualmente descansa en la teoría que define lo evidente para ser interpretado. No siempre más voces o más al alcance del estudioso redundan en un mejor trabajo de análisis; la abundancia de voces puede a veces saturar la escucha antropológica. Aquí entonces, la aparente carencia de voces oídas y de eventual información importante podría aguzar los dispositivos metodológicos y de interpretación de los etnógrafos del pasado.

Dentro de los conceptos también parecen ser importantes los de habitus, ethos y cosmovisión, en la medida que ayudan a comprender patrones de prácticas y representaciones sociales que se repiten -siempre en forma desprolija, entrecortada y conflictiva por supuesto- y que modelan sistemas de valores sociales, códigos de honor, formas de reciprocidad, políticas rituales y sagradas, y la circulación, acumulación y disputa de capitales sociales y simbólicos tal como los definieran Clifford Geertz (1973), Victor Turner ([1967] 1980) y Pierre Bourdieu (1977), entre otros.

En relación con las nociones de cultura y de imaginarios, es útil para el etnógrafo de la historia la noción de matrices de alteridad (Briones 1988; Segato 2002) que vinculan categorías de percepción socialmente construidas con relaciones de poder que estabilizan símbolos culturales como signos, como algo que ya se percibe como "natural" dentro de un sistema que determina los límites de la mismidad y la alteridad sociales. Esto permite construir analíticamente lo que pueden haber sido, por ejemplo, las matrices coloniales de alteridad o bien del período independiente, siempre teniendo en cuenta la máxima durkheimiana de esa relación interdependiente entre percepción y clasificaciones sociales como artefactos históricos. De esta forma, en la labor etnográfica se construyen los imaginarios y las matrices de alteridad desde las evidencias documentales y materiales, y dentro de ellas se pueden proponer modos de intersubjetividad basados en hipótesis sobre relaciones de poder posibles en esos mundos sociales del pasado.

La etnografía del pasado, a través de la construcción teórica y metodológica, construye un lugar etnográfico histórico que presentifica esos lugares de campo, proponiendo modos y lógicas de relaciones sociales en donde se prueban hipótesis y modelos de análisis. Influida por la práctica disciplinar de la historia construye y clasifica estos lugares etnográficos, asociando tópicos particulares con un signo de temporalidad, necesarios para legitimar el trabajo y garantizar la comunicabilidad de los resultados. Así se nos presentan temas junto con períodos de tiempo en décadas o centurias, de modo similar al énfasis espacial de la etnografía de las sociedades actuales. En ambos casos parece necesario, y es parte de la etiqueta disciplinar, aclarar la dimensión temporal del análisis -siglos o fechas discretas- o la espacial -tal estudio entre tal población, sociedad o grupo. Ambas delimitan el alcance del campo específico, aunque en la etnografía de la historia se haga mucho más evidente, y eso contribuye muy eficazmente a identificar y conocer que la cultura y los imaginarios tienen una textura temporal siempre cambiante, en donde la estabilidad semántica es frágil. Es decir, los trabajos antropológicos tienen que explicitar en qué lugar del campo etnográfico se ubican; unos anclados en una sustancia temporal mientras que los otros enfatizan principalmente lo espacial.

Los lugares etnográficos de la etnohistoria se relacionan con procesos sociales en donde los actores, especialmente indígenas pero siempre en relación con otros estamentos de las sociedades coloniales y/o independientes, son protagonistas, hecho que contesta la construcción de las historias de los estados nacionales producidas por elites. En este sentido, esto representa una muy importante crítica cultural histórica junto con la visibilización de la agencia de sujetos históricos negados por aquellos relatos hegemónicos. Así, dentro de los tópicos más relevantes de estos lugares de campo encontramos estudios sobre las fronteras virreinales, nacionales y/o regionales como espacios densos de interacción social, y no como entidades cerradas. Temas como la identidad, los liderazgos, los linajes, las lógicas culturales y políticas de rebeliones indígenas, y toda una gama amplia de fenómenos socio-políticos de articulaciones interétnicas configuran los principales agendas temáticas que apuntan básicamente a una rica conexión entre la antropología política y la economía política del pasado, teniendo en cuenta los marcos amplios de sentido de la cultura y los imaginarios como sistemas simbólicos.

Para el etnógrafo de la historia es relevante el aporte estructural-simbolista de Marshall Sahlins ([1985]: 1997: 14-15) para comprender las relaciones entre los hechos sociales que se reconstruyen en el análisis documental y su interpretación por parte de los actores. De esta forma considera que cualquier hecho o suceso empírico adquiere significación social siempre que se lo coloque dentro de una estructura de sentido informada por la cultura, lo que lo transforma en un acontecimiento. Un acontecimiento es nada más ni menos que un hecho interpretado, puesto en estructura, de algún modo abstraído de su empiricidad y colocado en un nivel más amplio de las representaciones colectivas dentro de las cuales pueden primar estructuras de interpretación más históricas o más míticas, o bien ambas, siguiendo aquí los análisis desarrollados por Jonathan Hill (1988: 5-15). Aquí lo histórico refiere al énfasis en narraciones sobre hechos del pasado que ponderan la agencia de los actores sociales dentro de una temporalidad similar a la del presente; en tanto lo mítico alude a agencias extrahumanas que intervienen en la vida social y que se dieron en tiempos diferentes al actual. Desde un punto de vista conceptual, esta distinción es útil especialmente para salir del atolladero de las viejas discusiones sobre mito y mentalidad primitiva en la antropología clásica, pudiéndose aplicar esta distinción a cualquier tiempo y sociedad, con utilidad analítica.

Es importante, en la etnografía de la historia poder distinguir con claridad lo que son los acontecimientos para los actores sociales y lo que significan para el investigador, quien los construye por medio de su enfoque teórico. Un objetivo necesario es poder llegar a dialogar con esos acontecimientos del pasado, descubriendo su importancia para la gente, sus lógicas culturales y el contexto socio-histórico en el que vieron la luz. Esta tarea contribuirá a visibilizar valores, acciones y estrategias socio-políticas de sujetos de la historia que la historia occidental ha ignorado en su capacidad de agencia transformadora de la realidad. En este punto la etnografía de la historia en todas sus variantes, sea como etnohistoria o como antropología de la historia, tiene una misión importante tanto académica como política: conocer y difundir las voces de colectividades y sujetos callados por la hegemonía de los poderes coloniales y nacionales, y ampliar el caudal y dimensiones de los procesos históricos que conformaron los estados nacionales surgidos del cruce con poblaciones nativas. Su alcance es largo, ya que hace etnografía del y en el tiempo histórico y sus objetivos emancipatorios -recuperando experiencias históricas de sentido, lucha, negociación y utopías.

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