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Memoria americana

versão On-line ISSN 1851-3751

Mem. am.  no.22-1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2014

 

ARTÍCULO

Elecciones capitulares y remate de oficios. Un análisis comparativo para abordar el lugar del ritual en la legitimación del poder

 

Silvina Smietniansky*

* Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico/Universidade de Brasilia (CNPq/UnB); Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad de Quilmes (CONICET/UNQ). Argentina. E-mail: silvismiet@gmail.com

Cabildo’s elections and sales of political posts. A comparative approach for stuyding the significance of ritual in legitimating power


Resumen

Este trabajo propone un abordaje comparativo sobre los dos mecanismos que regían el acceso al cuerpo capitular en la segunda mitad del siglo XVII en la gobernación del Tucumán. A partir del análisis de las elecciones anuales del cabildo y el remate de oficios concejiles examinamos los símbolos y rituales que, en cada uno de dichos procedimientos, conducían la expresión y la constitución de lo que era considerado el poder legítimo local. El acervo sagrado y político que revestían las elecciones, y el carácter pragmático del remate, permiten explorar la significación y las implicaciones que el ritual asumía en la trama institucional del gobierno colonial y en la legitimación del poder.

Palabras clave: elecciones capitulares; remate de oficios concejiles; ritual; poder

Abstract

This paper proposes a comparative approach to two procedures for access to local government posts in Tucumán during the second half of the 17th century. By analyzing the cabildo’s annual elections and the sale of local political posts we examine the symbols and rituals which, in each of these procedures, allow for the expression and constitution of what was considered local legitimate power. The sacred and political aspects which characterized the elections, and the pragmatic side of the sale allow us to explore the significance and implications of the ritual dimension in the colonial government institutional structure and in the legitimating of power.

Key words: cabildo’s elections; sale of local official posts; ritual; power


 

Rituales y poder en el gobierno local: una propuesta de análisis

El ejercicio de comparar es un procedimiento constitutivo del enfoque etnográfico. De forma más o menos sistemática, más o menos consciente, siempre estamos comparando la alteridad a la cual queremos aproximarnos con las realidades, los presupuestos y las categorías teóricas desde donde partimos. A lo largo del desarrollo de la antropología, diferentes autores han situado en la comparación nociones y alcances heterogéneos. Ésta puede ser pensada como un modo de elaborar el problema de investigación, formular hipótesis, establecer dimensiones de análisis y dar sentido a las notas de campo permitiendo agudizar las descripciones e interpretaciones del analista (Barth 2000). No conduce necesariamente a una explicación de carácter “científico”, ni habilita el descubrimiento de leyes generales pero tiene valor como instancia generadora de ideas (Leach 1968, 1961 1972).

Bajo esas consideraciones, el presente trabajo recurre a la comparación como una vía para pensar el lugar, los sentidos y las implicaciones que el ritual asumía en el ordenamiento político e institucional de Hispanoamérica colonial. El enfoque comparativo sobre los dos modos a través de los cuales los individuos podían acceder a un cargo en el gobierno local -por vía electoral o por compra- permite advertir las diferencias y las particularidades que en cada caso revestía la puesta en escena -o no- de símbolos y rituales encargados de expresar y constituir un poder legítimo. Para ello exploramos un conjunto de fuentes documentales que reconstruyen los precisos momentos en que un particular asumía el estatus de alcalde, regidor, alguacil, escribano, etc., y se incorporaba como miembro del cabildo, institución encargada de administrar los asuntos de la ciudad y su jurisdicción1. Veremos que el proceso electoral celebrado anualmente en las casas del cabildo incluía, entre otros aspectos, la presencia de insignias de justicia, la sustanciación del juramento de buen uso del oficio, la invocación al fundamento regio del poder y la proclamación -una suerte de recordatorio- de los valores que el cuerpo y sus integrantes debían perseguir en el ejercicio de su jurisdicción. De manera inversa, advertimos que estos mismos elementos resultaban omitidos cuando en la plaza pública de una ciudad se daba curso al remate de un oficio de gobierno: lo que estaba en venta era una cuota de poder; sin embargo, los símbolos asociados a su ejercicio resultaban opacados ante el carácter pragmático que asumía el remate.

El registro y la comparación de estas diferencias nos invita a reflexionar sobre las siguientes preguntas: ¿qué sentidos o implicaciones tenían las diversas maneras en que se conducían estos dos tipos de procedimientos?, ¿qué relaciones pueden establecerse entre tales prácticas y la noción de poder involucrada en la administración de las instituciones de gobierno? y, ¿qué nos pueden informar acerca de la forma de ejercer y construir poder en la sociedad colonial?

En estos dominios coloniales los rituales fueron eficaces dispositivos en el proceso de conquista de las poblaciones y los territorios descubiertos, y en la creación de un nuevo orden social modelado bajo la imposición de instituciones hispanas (Boixadós 1994, Seed 1998, Day 2006). Asimismo, también se inscribieron como piezas centrales en la forma que adoptó el ejercicio del poder y la legitimación de la autoridad política durante todo el período posterior, cuando se asentaron las instituciones de gobierno y se configuró la sociedad colonial. Los fastuosos y onerosos festejos cívicos y religiosos, así como las formas ritualizadas que adoptaban las interacciones cotidianas entre las autoridades coloniales, no eran una simple representación de la jerarquía social sino que tenían la capacidad de construirla, asignar prestigio, desautorizar o legitimar posiciones de poder (Ortemberg 2000 y 2006, Cañeque 2004, Curcio-Nagy 2004, Bridikhina 2007, Osorio 2008). La relevancia del ritual se explica en relación con la existencia de una determinada manera de ejercer y concebir el poder que demandaba una constante práctica de hacer visible y manifiesta su posesión, y en el contexto de un ordenamiento político donde el rey -fuente de poder y legislación- se hallaba físicamente ausente.

La investigación en la que se inscribe el presente trabajo recupera el problema en torno al vínculo entre ritual y poder en la configuración del orden y el gobierno colonial en Hispanoamérica, pero lo instala en otro contexto institucional y territorial poco analizado hasta el momento. Nuestro interés se centra en indagar de qué manera los símbolos y los rituales operaban en la trama institucional del gobierno en la gobernación del Tucumán durante los siglos XVII y XVIII. Esto implica avanzar sobre el estudio de instituciones que, en general, no han sido abordadas en su dimensión ritual y trasladarnos desde los centros del poder político -como, por ejemplo, las capitales virreinales- hacia una región más bien periférica en el mapa político y económico del mundo colonial. En esta ocasión, el recorte institucional para explorar dicha problemática son los cabildos.

Diversos abordajes han dado cuenta de la complejidad y las múltiples aristas del gobierno local. Los cabildos fueron estudiados en sus aspectos más formales e institucionales, se ha delineado, entre otras dimensiones, la estructura interna del cuerpo y las normas que lo rigen, su origen y su inserción dentro del ordenamiento político imperial (Bayle 1952, Zorraquín Becú 1956 y 1981). Estos trabajos constituyen un insumo de gran importancia para quienes, como es nuestro caso, buscan problematizar el aspecto formal del funcionamiento de las instituciones. Otra clase de abordaje ha dado cuenta de la imbricación entre la estructura institucional del gobierno colonial y las redes de poder local, para cuyos integrantes el cabildo constituía un locus privilegiado en el acceso al poder político, la manipulación de recursos económicos y el reconocimiento social. El acceso al cuerpo capitular -en particular, en regiones periféricas de los centros virreinales como era el caso de la gobernación del Tucumán- revestía un carácter substancial para integrar las filas de la élite colonial; la composición de los cabildos reflejaba la cooptación de los oficios públicos que habían logrado las redes locales de parentesco (Saguier 1992, Boixadós 1997 y 2004, Bascary 1997, Paz 1997, Marchionni 2000, Areces 2000, Mata de López 2001, De La Orden Peracca 2001, López de Albornoz 2003). Trabajos más recientes, enfocados sobre el plano de las prácticas y las categorías con que los actores se representaban y construían el mundo que habitaban, dan cuenta de los modos particulares de organizar y gestionar el poder, develan la importancia política de las ciudades y del cabildo aún frente al avance de poder real, y desmienten las realidades que se construyen sólo a partir del estudio de la normativa regia (Aguero 1995, 2007). En consonancia con esa mirada hermenéutica, el cabildo ha sido abordado como un dispositivo regio trasladado a América a efectos poblar y consagrar el dominio sobre estos territorios pero que al mismo tiempo fue reapropiado por los agentes locales -contextuados en coyunturales locales-, convirtiéndose en un campo y una herramienta en la lucha por los recursos materiales y simbólicos (Barriera 2003a, 2006a, 2006b).

Así al trasladar el problema de los rituales y el poder al estudio de las instituciones del gobierno colonial, el abordaje que proponemos no se construye en oposición a esos otros enfoques delineados en el parágrafo anterior sino que se articula con los mismos y puede contribuir a iluminar otros aspectos relativos al ordenamiento político e institucional del mundo social que nos ocupa. Además, el proceso de indagar en otros recortes empíricos aporta a la problematización y expansión del conocimiento sobre las implicaciones del ritual en el ejercicio del poder.

El análisis propuesto supone, como primera medida, registrar y describir la secuencia de fases, las conductas y los pronunciamientos verbales típicos, los protagonistas, los símbolos, los espacios y los tiempos, entre otros aspectos, que definían a las elecciones capitulares y al remate de oficios. A tal fin, presentaremos dos casos que sirven para ejemplificar y examinar dichas prácticas. En primer lugar, el análisis de las elecciones se desarrolla a través de las contiendas electorales que se llevaron a cabo a fines de 1656 y comienzos de 1657 en el cabildo de la ciudad de Córdoba. Cabe señalar que el inicio de cada nuevo año era el marco temporal en que se producía el recambio de alcaldes. En segundo lugar, para el examen del remate tomamos como caso central el remate del oficio de alcalde provincial de la Santa Hermandad (de aquí en más APSH) para el cabildo de La Rioja, realizado en dicha ciudad y en Buenos Aires entre los años 1671 y 1672. Con respecto al tipo de fuentes, el remate fue registrado en el expediente de un pleito seguido ante la Audiencia de Charcas2; mientras que las elecciones quedaron asentadas en las actas que el cabildo de Córdoba elaboraba en el marco de sus sesiones -y que se encuentran editadas (Actas Capitulares de Córdoba 1952a y 1952b, en adelante ACC)3.

La selección de estos casos para establecer una comparación responde, por un lado, al hecho de que cada uno de ellos se acomodaba a los estilos respectivos acostumbrados y; por otro, a que ambos tuvieron lugar dentro de un mismo contexto histórico y espacial. La gobernación del Tucumán era parte del Virreinato del Perú y respondía también a la órbita judicial y administrativa de la Audiencia de Charcas. Se componía de siete ciudades, cada una gobernada por su propio ayuntamiento; mientras la residencia del gobernador y la sede del episcopado fueron establecidas en Santiago del Estero pero hacia principios del siglo XVIII se trasladan a Salta y Córdoba, respectivamente. La imposición de la estructura política e institucional que traía consigo la colonización hispana de los territorios americanos no fue homogénea; los nuevos dominios coloniales eran de por sí heterogéneos en su geografía, su gente, su configuración política, sus costumbres y sus lenguas. Las instituciones fueron impuestas bajo el amparo de la monarquía pero cobraron tesitura en contextos locales con el accionar de quienes habitaron y construyeron estos espacios australes del imperio (Barriera 2006c).

En el caso de la gobernación del Tucumán, como contrapartida de los esfuerzos puestos en la exploración y colonización de las tierras que habrían de componer esa región, los feudatarios de estos incipientes conglomerados pudieron desenvolverse con un mayor grado de autonomía al negociar la adquisición de encomiendas de indios y mercedes de tierras (Presta 2000). Con el tiempo, las fusiones de estas familias con los nuevos inmigrantes españoles que sucesivamente arribaban a las ciudades del Tucumán se fijaron en alianzas de carácter comercial, político y marital lo que fue dando cauce a la configuración de una élite local cuya trama monopolizó el poder económico y político (Boixadós 1997, Ferreiro 1997, Areces 2000). El ascenso social se lograba no sólo a través de la acumulación de poder económico pues el reconocimiento social, la pertenencia a determinadas familias y el consecuente porte de apellidos destacados eran aspectos de gran importancia. El capital simbólico asumía un rol fundamental dado el férreo contenido nobiliario de los criterios que organizaban la jerarquía interna de estas comunidades locales (Moutoukias 2000). La obtención del estatus de vecino -que implicaba una distinción particular dentro del sector hispano-criollo- requería la posesión de una casa poblada en la ciudad, la jefatura de la familia y el consentimiento de sus pares vecinos; además de ser necesario el casamiento con una mujer española, o criolla, en caso de ser extranjero4.

En ese proceso de colonización de los territorios del Tucumán y de configuración del orden colonial, los cabildos se fueron delineando en un locus privilegiado de poder para operar en la dinámica social y política de las sociedades locales. Sólo los vecinos podían formar parte del cabildo, dejando fuera la participación del resto de la población urbana, los indios y las castas. Integrar el cabildo otorgaba un mejor acceso al poder político y a la manipulación de los recursos económicos; al mismo tiempo, el ejercicio de un oficio concejil beneficiaba a su portador con una importante cuota de reconocimiento social5. Las elecciones de alcaldes y el remate de oficios públicos constituían las dos vías formales a través de las cuales se conducía el ingreso al gobierno local. Sin embargo, como señala Tamar Herzog, si por un lado las primeras actuaban confirmando un reconocimiento o estatus que había sido alcanzado previamente; por otro, “la compra del oficio era la verdadera puerta de entrada al mundo de los símbolos de autoridad y poder” (1995: 70). Al respecto, cabe notar que el cargo de APSH constituye un exponente de las implicaciones que revestía la venalidad de los oficios públicos. Éste fue introducido en el Tucumán (1631) en el marco de la política regia que impulsó la comercialización de cargos públicos para subsanar las mermadas arcas imperiales, y supuso una nueva plaza para ascender socialmente. Sin embargo, no estuvo exento de conflictos puesto que las competencias del APSH se superponían con las funciones de los alcaldes de la Santa Hermandad (oficio capitular preexistente). Enmarcados en esos procesos, el remate que analizaremos tuvo como objeto de venta el oficio de APSH, mientras que en las elecciones capitulares seleccionadas quedó expuesto el carácter conflictivo que asumió su implementación en el Tucumán.

Las elecciones

Al comenzar cada año, los miembros del cabildo llevaban a cabo la elección de alcaldes ordinarios y de alcaldes de la Santa Hermandad. Los alcaldes ordinarios de primero y segundo voto constituían la cabeza del cuerpo capitular -el cabildo no podía reunirse sin, al menos, uno de ellos- y administraban la justicia en primera instancia, mientras que los dos últimos tenían voz pero no voto en el cabildo y cumplían tareas de policía y justicia en la campaña correspondiente a la ciudad. Estaba estipulado que las elecciones debían realizarse en las casas capitulares y la normativa regia advertía que los gobernadores y sus tenientes no debían intervenir en la libre elección de los funcionarios6. El proceso electoral quedaba asentado en los libros del cabildo, donde se consignaba los votos enunciados oralmente por cada miembro7. Sólo los vecinos podían participar del cabildo, y así en el día de la elección constituirse en postulantes. Los electores no podían votar para los oficios concejiles a aquéllos que tuvieran deudas con el fisco, fueran extranjeros o mantuvieran parentesco con el gobernador o con los propios cabildantes -aunque este último criterio fue sistemáticamente vulnerado- y tampoco podían ser electos los religiosos, los militares o los funcionarios reales. Además, los alcaldes salientes, los regidores y los funcionarios con voz y voto tenían facultad para participar en la votación.

Las elecciones eran un fértil terreno donde las facciones locales se enfrentaban motivadas por el interés de acceder o conservar los puestos de poder. Por ello en muchas ciudades se establecieron reuniones anticipadas en vistas a evitar las discordias. Concluida la elección, y a fin de controlar el cumplimiento de las normas, la idoneidad de los electos y el proceso mismo, el gobernador -o su teniente- debía confirmarla; también tenía competencia para desempatar en caso necesario. En ocasiones, cuando los cabildos estaban lejos de la residencia del gobernador, las elecciones se adelantaban casi una semana con el objetivo de que se substanciasen todas las diligencias a tiempo y que los electos asumieran sus cargos el primer día del año entrante como correspondía8.

El 30 de diciembre de 1656, congregado el cabildo cordobés, las palabras que el teniente general de la gobernación profirió a sus miembros marcaron la apertura del inminente proceso electoral. Actuando como intermediario del gobernador, advirtió que las elecciones se desarrollasen “con toda paz y quietud” y que los electos sean “personas capaces de bua coniencia y que descarguen la de su magd y administren jua con ygualdad a las partes” (ACC 1952b: 556). En las elecciones de 1647, el gobernador, por ejemplo, señalaba el compromiso que asumían los nuevos integrantes del cabildo, esto es, “que miren por el bien de la rrepublica y que la mantengan en pas y en Just.a” (ACC 1952a: 452). Con algunas variaciones en las fórmulas, se advierte en este contexto una suerte de recordatorio de los valores que debían guiar el obrar del cuerpo. A ello se agrega que la idoneidad que se esperaba por parte de los electos se veía en estos casos ligada al servicio que debían prestar a dios y al rey -“ambas majestades” (ACC 1952a: 452)-, lo que se inscribía en un contexto histórico donde la religión era un principio regulador de la vida social y donde política y religión no definían campos autónomos de acción (Tau Anzoátegui 1999, Di Stefano y Zanatta 2000). En las elecciones de 1656 también se incorporó la lectura de “las ordenanzas del fundador y se leyeron todas las tocantes a Eleciones y en la forma que se an de hacer” (ACC 1952b: 556)

Estas elecciones activaron un conflicto que al menos podemos rastrear 10 años atrás, cuyo protagonista era el APSH llamado Joan de Santillán y que tenía cómo motivo de disputa la elección de alcaldes de la Santa Hermandad. Como comentamos más arriba, las competencias del recientemente introducido oficio de APSH se superponían con las de los alcaldes de la Santa Hermandad; oficio este último de poco reconocimiento social. La deliberación al interior del cabildo se organizaba en torno al obedecimiento y cumplimiento de dos provisiones, una de la Audiencia de Charcas y otra del Rey, que conllevaban órdenes contrarias. En la primera se fundaba la postura de Santillán: se trataba de una provisión de la Audiencia que había sido sancionada para un pleito seguido por otro APSH, Jerónimo De La Rosa, y en ella se establecía que no debían elegirse alcaldes de la Santa Hermandad en la ciudad de San Miguel de Tucumán. La segunda orden, la real cédula del rey, había sido motivada por un caso similar pero para el cabildo de Potosí. En ella se dictaminaba que sí debían de ser electos tales funcionarios. Sin llegar a acuerdo alguno, la documentación fue remitida al gobernador para que éste se manifestara sobre la controversia.

El entonces gobernador Alonso de Mercado y Villacorta no ofreció ninguna resolución. Se limitó a “bendecir” el rito anual del cabildo, declarando que las elecciones se hicieran en paz y de acuerdo a las cédulas del rey, las provisiones de la Real Audiencia de la Plata y las ordenanzas de fundación de la ciudad. Corría el 31 de diciembre de 1656 y los capitulares volvieron a deliberar, resolviendo finalmente la suspensión de la elección de los alcaldes de la Santa Hermandad hasta que el gobernador se pronunciara al respecto y tomara una postura.

Ahora sí, probablemente destocados y de pie, era tiempo de reencaminar la secuencia electoral. Inaugurando la sesión con un solmene carácter religioso -“Alabado sea el san.mo sacram.to y la limpia concepción de nuestra señora concebida sin pecado original amen” se registra en las actas- se dio curso al rito ‘cívico’ (ACC 1952b: 563). El único ausente fue Santillán, quien alegó estar enfermo en su casa -excusa bastante recurrente en las faltas de asistencia capitulares. A ella acudieron el alférez real y el escribano para certificar su dolencia, recibir sus votos “serrados y sellados” y luego llevarlos al cabildo (ACC 1952b: 564).

De acuerdo con la estructura jerárquica del cabildo, el alcalde de primer voto inició la elección declarando oralmente que daba sus votos para alcaldes de primero y segundo voto al capitán don Antonio Suarez de Cabrera y al capitán Pedro de Castañeda, respectivamente. Los capitulares restantes repitieron esa misma designación. Si bien Santillán estaba ausente, sus votos fueron proferidos por el escribano luego de que votaran los dos alcaldes y el alférez real, “por ser El lugar que toca en que a de botar don Joan santillan” (ACC 1952b: 566). El escribano confirmó que la decisión que Santillán había declarado oralmente en su casa, ante él y el alférez real, era la misma contenida en papel cerrado y sellado. El orden mismo de la votación actuaba reafirmando la jerarquía interna del cuerpo y la posición asignada a cada capitular dentro de ella. Incluso la forma que adoptó la acción de proferir los votos de Santillán fue también ocasión para explicitar cuál era su lugar en el cabildo, y el hecho de que eso haya sido registrado en el acta da cuenta de lo significativo que resultaba para los actores.

Concluida la votación, se le remitieron los autos al gobernador. Éste admitía el proceso celebrado en el cabildo y señalaba los pasos siguientes. Concluía en la misma tonalidad de quietud y paz con que en un principio había dado comienzo a las elecciones: “les da las gracias de la conformidad y acierto de estas Elecciones y de que haciendolos libremente como se ha hecho en esta ocasión se aya conseguido El mor servo de su magd y bien de la republica” (ACC 1952b: 567). A continuación, los electos hicieron entrega del derecho de media anata al tesorero y prosiguieron con el juramento acostumbrado. En esta ocasión no se hizo referencia a qué integrante particular del cabildo se ocupó de tomarles la jura y entregarles la vara; probablemente -y como era costumbre- haya sido el teniente general el encargado de otorgar la insignia de justicia. Transcribimos a continuación el contenido del “juramento de buen uso de sus oficios”:

juraron a dios y a la cruz en forma de dero de que usaran bien y fielmte de los dichos ofios y cargos de tales aldes ordinos a todo su leal saber y entender haran jua ygualmte a las ptes miraran por el bien de la repuca guardaran las leyes cedulas provissones y ordenanzas de su mag.d procuraran por los pobres, biudas guerfanos y naturales y si asi lo hicieren les ayude dios y al contrario se lo demde. (ACC 1952b: 567)

En las primeras y en las últimas palabras del juramento volvemos a registrar la presencia de la autoridad religiosa, sobre lo cual interesa destacar dos cuestiones. Por un lado, esa apertura y cierre invocando a Dios recreaba un marco sagrado en cuyo seno se pronunciaba el objeto mismo del juramento: el correcto ejercicio de los oficios persiguiendo el bien de la república y de acuerdo a las normas regias. La jura operaba como un acto de reafirmación o recordatorio de las funciones que competían a los alcaldes ordinarios; de forma análoga al mensaje que profería el gobernador en el inicio del proceso electoral, y a la decisión del cabildo de dar lectura a las ordenanzas de fundación de la ciudad. Parecería que el carácter sagrado que revestía el deber a Dios, y la solemnidad con que se manifestaba, se estuviese transfiriendo a los deberes políticos que debían guiar las conductas de los funcionarios de gobierno. Al mismo tiempo, la apelación a la fe cristiana contribuía a legitimar estos actos sustanciados en el seno de un cuerpo político. Por otro lado, recuperando las ideas de Stanley Tambiah (1985) sobre cómo los rituales vehiculizan aquellos contenidos que deben aparecer ante los hombres como incuestionables y sagrados, puede decirse que el juramento hecho a dios ante una cruz en un acto destinado a incorporar nuevos integrantes a un cuerpo de gobierno exponía -y reafirmaba- la concepción de que lo político, lo secular y lo religioso no configuraban espacios separados. Esta imbricación conceptual entre el orden monárquico y el orden divino descansaba igualmente en la imbricación entre las estructuras institucionales de la iglesia y la monarquía (Di Stefano y Zanatta 2000).

Además, más allá de la especificidad que reviste el vínculo entre política y religión en la monarquía hispana, siguiendo el análisis de Giorgio Agamben (2010) el juramento constituye en sí mismo una institución jurídica y religiosa -sin que quepa trazar una ligazón cronológica entre ambos aspectos ni pensarlos como dos esferas separadas- que hunde sus raíces en la tradición judeocristiana y convoca a una cierta relación entre las palabras y las cosas. Las palabras se corresponden con las cosas en el sentido de que el juramento se hace realidad a través de las palabras enunciadas -promete y garantiza el compromiso que declama-; y allí se devela el carácter performativo del lenguaje de este acto ya que lo acerca al lenguaje divino que tiene la fuerza de crear al decir. De hecho, una vez consumado el juramento se les entregaba a los individuos elegidos la correspondiente insignia de la justicia. Y a los pocos días, el recientemente constituido cabildo designaba los ocupantes a diversos cargos menores -como procurador general, juez de difuntos, juez de menores, etc.-, quienes legitimaban su nuevo estatus bajo el mismo modelo de jura.

Si en la instancia de votación pareciera haber primado el recurso a la palabra, el juramento incorpora también la manipulación de un objeto que constituye un símbolo. La vara en tanto insignia de jurisdicción -y con ello también indicador de prestigio- confería autoridad a quienes la ostentaban y se convertía en un medio a través del cual los funcionarios eran reconocidos públicamente en calidad de jueces9. El uso de esta insignia de origen castellano condensaba toda una concepción de la justicia en la cual el monarca se reconocía como el titular supremo y originario de la jurisdicción, que era delegada en los magistrados quienes administraban justicia en nombre del rey (Bravo Lira 1983, Barriera 2003b). “Varas y alcaldes anduvieron siempre juntos”, dice Bayle (1952: 260). Incluso en el uso del término y a modo metonímico, la vara designaba al oficio de su portador -a veces, también se tomaba por el propio alcalde-, y así el decir quitar la vara o asumir la vara implicaba, respectivamente, ser destituido del oficio o incorporarse en el ejercicio del mismo. Las había de distintos tamaños, altas como de un metro y cuarenta para los funcionarios de justicia, y cortas destinadas a ministros de rango inferior. Las varas estaban terminadas en una cruz, o la tenían grabada en el casquillo, sobre la cual se realizaban los juramentos del buen uso del oficio -del tipo que analizamos- y los testigos juraban decir la verdad (Bayle 1952, Bridikhina 2007).

Las elecciones anuales eran el rito central en que el cabildo como cuerpo se reconstituía, se recibían nuevos integrantes y otros salían, pero el cabildo permanecía -remitiéndose incluso al momento primero en que se instituyó. En realidad, del conjunto de sus integrantes los únicos que perduraban a pesar del recambio electoral eran los regidores que habían comprado a perpetuidad sus cargos. Las elecciones eran una instancia de deliberación y de potencial conflicto, pero también un momento de reafirmación del orden político y de la jurisdicción capitular. Edmund Leach (1954 1976: 37-38) señala que para mantener el orden social y evitar una situación anárquica, es necesario que los individuos que integran la sociedad recuerden “de vez en cuando, por lo menos en forma de símbolo, el orden subyacente que se supone que guía sus actividades sociales”; y en ese sentido los rituales hacen explícito lo que en otras ocasiones constituye una ficción. Este auto-recordatorio nada dice con respecto a los efectos futuros del mismo, no asegura el cumplimiento a posteriori del compromiso asumido. Lo que el acto electoral -a modo de ritual- reafirmaba eran los valores que se suponía guiaban la conducta del cabildo y sus miembros en la administración del poder local10. La formalidad y el carácter tradicional de sus discursos y acciones marcaban una continuidad en el tiempo y el espacio, lo cual puede decirse que contribuía a imprimir esos mismos atributos en el contenido que era transmitido (Tambiah 1985). Esto resulta aún más significativo al considerar que era ésta una sociedad donde la legitimidad de la dominación estaba dada, en gran medida, por la creencia en las tradiciones y costumbres que se entendía habían organizado desde tiempo inmemorial la vida social y el orden político11.

El remate

El acceso al cabildo también podía lograrse a través de la compra del cargo. A fines del siglo XVI, en el contexto de una Corona que enfrentaba serias dificultades en sus finanzas se abrió la compra y venta de cargos, fenómeno que se generalizó en la siguiente centuria. Los oficios vendibles fueron aquéllos cuyo ejercicio revestía un carácter honorífico o redituaba una utilidad pecuniaria pero los cargos de justicia y regimiento, en principio, quedaron exceptuados de este comercio (Bayle 1952). Sin embargo, posteriormente la situación financiera de la Corona marcó la necesidad de poner en venta nuevos cargos, algo que llegó hasta los más altos puestos de las audiencias, incluso al de virrey. Estos últimos casos no se entendían como oficios vendibles y renunciables sino que el contrato operaba a modo de una transacción individual en que se cedía el nombramiento pero no el puesto, de manera que impedía su enajenación o renunciación futura (Burkholder y Chandler 1984, Sanz Tapia 2003). La venalidad de los oficios públicos, tanto en América como en España, constituía un verdadero mecanismo de promoción social que redituaba honor y prestigio a los compradores12. En ese sentido, y aun cuando no aseguraba un aumento en el capital económico -necesario para adquirir el puesto- era ésta una vía para acceder “al mundo de los símbolos de autoridad y poder” (Herzog 1995: 70).

La introducción del oficio vendible de APSH y los conflictos suscitados al respecto -como el caso de Santillán en Córdoba- constituyen un exponente de ese proceso. En lo que respecta a la instancia específica de la venta de un puesto en la administración local, ese procedimiento demandaba una secuencia de pasos que incluían la publicidad del remate, la puja, el pago, la adjudicación del oficio y luego su reconocimiento y aceptación en el cuerpo político en que el nuevo propietario se integraba. Cuando el cargo resultaba vacante era puesto a la venta y se ordenaba su remate. En 1667 en La Rioja el capitán Melchor de Avila Barrionuevo declaró que hacía “postura”, en nombre de su hijo, al cargo de APSH que se encontraba vacante desde la muerte del Capitán Juan de Medina. Ofreció 500 pesos que serían pagados el mismo día del remate, y solicitaba ejercer dicho oficio en persona hasta que su hijo cumpliera los veinticinco años. También requería que se hicieran los acostumbrados pregones y demás diligencias a fin de proceder con el remate.

Como todo auto oficial, en este documento quedaron plasmados aquellos factores que definían la validez y legitimidad del proceso de remate. En ese sentido, no sólo nos permite reconstruir el escenario sino los elementos que eran significativos en este acontecimiento. Del expediente examinado surge que el Tesorero de la Real Hacienda residente en La Rioja, el capitán Don Laurencio Luis de Cabrera, ordenó realizar los pregones correspondientes en respuesta al pedido formulado por Avila Barrionuevo. El auto del remate está labrado en su nombre y su presencia durante la almoneda, en tanto autoridad competente, operaba legitimándola. Ha quedado consignado especialmente el carácter público del proceso: podemos imaginar la “plaza pública” de la ciudad colmada con la asistencia y mirada atenta de todo el vecindario -“en concurso de mucha gente”-, entre quienes se destaca la figura de las máximas autoridades locales, los dos alcaldes ordinarios13.

Otro elemento que recupera la fuente es la voz y las palabras textuales que proclamó el pregonero. Al caracterizarlas con la tradicional fórmula de “altas e inteligibles voces” refuerza la importancia de hacer de público conocimiento lo que estaba siendo dicho en el pregón. El pregonero anunciaba el precio que ofrecían por la vara en remate y describía la jurisdicción y los derechos que suponían el cargo: “quinientos pesos dan por el oficio de APSH” que cuenta “con voz y voto en cabildo y con las mismas preeminencias” que gozaron los anteriores propietarios en La Rioja y los que actualmente lo ejercen en el resto de la provincia. Pero no se contentaba con comunicar las características del objeto puesto a la venta sino que esa información era repetida varias veces, y el mismo pregonero instaba a los presentes para que pujasen con más dinero en vistas a obtener el cargo: “e a caballeros, hay quién puje, hay quien dé más, que se ha de rematar en el más ponedor”14.

Como no hubo otro ponedor en esa primera proclama, el juez oficial real dio por concluido el pregón y certificó lo acontecido por dos testigos. Otros ocho pregones similares, siguiendo la misma estructura, se dieron en el correr de los días. Sólo se registra la variación del mensajero: “Julián mestizo ladino de mi servicio” ofició de pregonero el primer día y luego le siguieron “Joseph mulato de mi servicio”, “Miguel negro del servicio del Sargento Mayor Don Juan Gregorio Bazán de Pedraza”, “Juan mulato del servicio del Capitán Don Pedro Carranza”, entre otros15. A medida que se avanza en la lectura del expediente se advierte la supresión de cierta información; por ejemplo, al relatar el segundo pregón ya no se menciona la petición de Barrionuevo ni la presencia de los alcaldes. Lo que sí persiste en todos los casos es la transcripción literal de lo dicho por el pregonero; es decir, el mensaje, y una preocupación por caracterizar quién era el mensajero en cuestión.

Recién en el quinto pregón la interrupción de una nueva postura, superior a los 500 pesos de Avila Barrionuevo, agregó una variación a la fórmula:

“ídem pregones anteriores e a, caballeros hay quién puje, hay quien dé más, que se ha de rematar en el mayor ponedor y a este tiempo salió el teniente Joseph Sanchez de Loria y dijo, que daba setecientos y cincuenta pesos con que volví a proseguir con los pregones por voz del dicho pregonero diciendo setecientos y cincuenta pesos dan por el oficio de alcalde provincial propietario de esta ciudad con voz y voto en el cabildo y con las mismas preeminencias que los demás propietarios de esta provincia, e a caballeros hay quien puje, hay quien dé más que se ha de rematar en el mayor ponedor y aunque esta voz se repitió muchas veces, no hubo quien diese más de ello doy fe y lo firmé con el susodicho y testigos a falta de escribano público y real”16.

La puja iba en aumento aunque esa modificación sólo podía realizarse en un momento preciso del remate, cuando el pregonero preguntaba e interpelaba a los presentes si estaban dispuestos a dar más de los 500 pesos con que había comenzado la almoneda. Podría decirse que éste era un intento por estimular, insistir o provocar. Sólo en esa ocasión podía un individuo interrumpir y ofrecer un precio mayor. La acción de este sujeto, en este caso Sanchez de Loria, era en parte inesperada dado que de ese concurso de mucha gente cualquiera podía salir a pujar por más; es decir, no se sabía -al menos oficial o formalmente- quien habría de enfrentarse por ese oficio y, en parte, era una acción previsible, por cuanto estaba contemplada por la misma forma del remate. Esto último supone que la celebración del pregón de manera pública creaba las condiciones para que los individuos pujaran por el oficio en venta, de manera que la emergencia en términos espontáneos de un individuo y la modificación que eso introducía era parte del proceso de remate y, en particular, de la función del pregón. Los siguientes pregones adoptaron así el nuevo precio de la puja. Sin nuevos ponedores, el 26 de noviembre se dio finalmente el noveno y último pregón, al cual fueron citados y se presentaron el capitán Melchor de vila Barrionuevo y el teniente Joseph Sanchez Loria. Pronunciadas las clásicas palabras y sin haber otras posturas, “a la una, a las dos, a las tres, que buena pro le haga con que por lo que a mi toca se hizo el dicho remate en el dicho teniente Joseph Sanchez Loria” por 750 pesos17. La venta de este oficio devino en un largo proceso, Sanchez Loria debía participar del remate de treinta pregones que se darían en Buenos Aires y allí abonar el dinero pero finalmente no se presentó.

Efectuada la nueva secuencia de pregones la postura mayor, de 800 pesos, resultó la de Juan Galiano Chacón de Arze, quien fue representado en todo el proceso por su fiador. Los oficiales de la Real Hacienda evaluaron el precio logrado por el oficio y consideraron que era justo. Luego la Audiencia mandó a dar otros nueve pregones en La Rioja, citando a todos aquellos que fueron hasta el momento ponedores. Un año después, en 1672, Juan Galiano Chacón de Arze reclamaba que a pesar de haberse seguido el remate y demás diligencias todavía no le había sido adjudicado el cargo. Incluso éste subió su postura a 900 pesos y la Audiencia ordenó que fuera sacado nuevamente a pregón y remate. Finalmente el oficio fue dado en su favor, registrándose en el acta algunas de las competencias de dicho oficio y los compromisos del remate. En el plazo de seis años debía concurrir al Real Consejo para obtener la confirmación del título y del remate. Ante la Audiencia y con la presencia de los oficiales de Real Hacienda, el nuevo apoderado de Galiano aceptó el remate sustanciado y se comprometió a entregar el dinero estipulado, so pena de que el oficio se sacaría nuevamente a pregón.

Ahora bien, una vez comprado el cargo el propietario debía concurrir al cabildo para ser finalmente recibido en dicho oficio. Aunque esta última etapa no consta en el caso descrito, la lectura y el análisis de otras fuentes nos muestran que el ingreso al cabildo y la habilitación para ejercer el oficio demandaba siempre la sustanciación de ese rito de pasaje que tenía como acto central la pronunciación del juramento a través del cual el nuevo integrante se comprometía a ejercer “bien y fielmente” su oficio y la entrega de la vara18. Sin esta aceptación por parte del cabildo, y por más que hubiera comprado legamente el oficio por vía del remate, el individuo no podía ejercer el cargo.

Pasajes rituales en la legitimación del poder

Hacia mediados del siglo XVII vecinos del entorno tucumano daban cuerpo a las prácticas del remate y las elecciones concejiles para hacerse de un espacio legítimo en el gobierno local. Una ampliación de ese espectro temporal y la incorporación de otras jurisdicciones en este estudio podrían sumar nuevos elementos para extender o relativizar los alcances del análisis aquí propuesto. Por el momento cabe apuntar algunas reflexiones e interpretaciones surgidas en esta instancia de la investigación.

Vimos que la celebración del remate permitía encauzar de manera singular, indirecta y codificada, el enfrentamiento entre dos o más individuos que se disputaban un oficio. A diferencia de las elecciones anuales, los remates no tenían una ocasión o tiempo específico para desarrollarse más que cuando se abriera una nueva plaza o alguna quedara vacante. También puede decirse que mientras se esperaba que las elecciones fueran conducidas en paz, quietud y concordia y en lo privado del cabildo, la puja era el centro de la almoneda sustanciada precisamente en la plaza pública. Otro aspecto a destacar es que a lo largo del proceso de remate, y aunque se mencionaban las funciones y competencias del oficio, no se hacía alusión a los valores o deberes que debían guiar la conducta de los postulantes al cargo -definidos como ponedores- como inminentes integrantes del cuerpo del cabildo. Si las elecciones funcionaban como una instancia de legitimación de la jurisdicción capitular y de reafirmación de los valores sociales que el ayuntamiento y los nuevos integrantes debían preservar, con miras al bien del rey y la república, el carácter pragmático del remate y el despojamiento de cualquier semblante de sacralidad casi nos pueden hacer olvidar que aquello que estaba siendo disputado y vendido era en última instancia la misma jurisdicción real19. En ese sentido, la forma que adoptaba el remate evitaba hablar de la naturaleza del poder; es decir, del hecho que éste se entendía emanado del propio rey y delegado a sus funcionarios. En relación con ello, resulta notorio que la compra del cargo que se daba en el remate era -como dice Herzog- la “puerta de entrada al mundo de los símbolos de autoridad y poder” (1995:70), pero esos mismos símbolos se hallaban en gran medida suprimidos durante la almoneda. En términos de Pierre Bourdieu (1980 1991: 206) podría decirse que allí se producía una “reconversión del capital económico en capital simbólico”, y que en esa “alquimia social” la forma que adoptaba el remate provocaba incluso evitar hablar de ese proceso en el cual se legitimaba lo arbitrario. Con esto queremos decir que el pragmatismo o lo desacralizado del remate actuaba ocultando aquello mismo que era puesto a la venta, los símbolos de poder.

Ese hecho vuelve a destacarse cuando observamos la escena en la cual, ya vendido y adjudicado el oficio, su propietario debía concurrir al cabildo para ser reconocido en el ejercicio del mismo. Nuevamente aquí se registra esa dimensión de lo sagrado que caracterizaba el acatamiento a las órdenes emanadas de una instancia superior de gobierno y el juramento del buen uso del oficio que debían realizar los nuevos integrantes del cuerpo capitular.

La comparación entre las elecciones y el remate da cuenta de que desde la perspectiva nativa o en la misma práctica se diferenciaban dos formas de acceder a los símbolos del poder, intrínsecamente ligadas al ejercicio de la jurisdicción: las elecciones y el remate. En las elecciones, imbuidas de solemnidad y el simbolismo de lo sagrado, la dimensión ritual aparece configurando los pasos del proceso; el remate era una suerte de entrada ‘profana’ en tanto estaba despojada de esos símbolos y rituales que representaban el mundo de poder y prestigio al que se estaba accediendo. Siendo ambas constitutivas de ese poder, lo que parece suceder es que la operatoria que cada una realizaba terminaba por iluminar un solo aspecto del mismo. Ahora bien, ¿cómo pensar conjuntamente ambas dimensiones del poder? Entendemos que una vía posible es analizándolo en términos de los pasajes que pudimos observar al examinar el derrotero que iba desde el acceso a un cargo por medio del remate hasta su plena toma de posesión en el marco del cabildo.

La noción de “rito de pasaje”, formulada por Victor Turner (1967 1999), puede funcionar como un instrumento teórico que orienta la mirada hacia los elementos que operaron en ese acto de reconversión. En primer lugar, al igual que acontece en ese tipo de rituales, el individuo que compró el oficio público y luego proclamó el juramento se vio transformado, modificó su estatus: de particular a miembro del cabildo. En segundo lugar, se produjo un pasaje en términos del espacio en que se desarrollaron los actos: de la plaza pública a lo privado del cabildo. En tercer lugar, el cuerpo capitular se vio modificado con la incorporación de un nuevo integrante. Éste se recibía en el cargo pero quien otorgaba ese recibimiento -y con ello aceptaba y confirmaba la incorporación- era el propio cabildo. Por último, este proceso que iba del remate a la incorporación en el cabildo conducía a consagrar las diferencias existentes de hecho -algunos tenían capital económico para comprar un oficio y otros no- como “distinciones oficialmente reconocidas” (Bourdieu 1980: 1991: 210). Y entonces sí se producía el “reconocimiento”, pero haciendo “irreconocible” o negando la fuente de ese poder. Esa producción de reconocimiento nos permite identificar un pasaje que transitaba desde una dimensión del poder -referida al capital económico- a otra dimensión del poder -vinculada al capital simbólico-, operando ésta última como medio de legitimación.

Esta misma idea de pasaje que nos ayuda a ubicar y analizar la dimensión ritual en el ejercicio del poder se adecúa, de manera inversa, en lo que respecta a las elecciones: es sabido que para integrar y ejercer el poder desde cualquiera de las instituciones del gobierno colonial el individuo debía estar inserto en las redes familiares y personales locales. De hecho, las elecciones de alcaldes ponían en escena las disputas entre las facciones de poder que jugaban en el terreno municipal. Con esto queremos decir que la consagración de los alcaldes también puede ser leída como un pasaje donde juegan y se hacen visibles -bajo nuestra mirada analítica- esos dos aspectos del poder.

Con esta clase de análisis e interrogaciones buscamos aproximarnos al estudio de la dimensión ritual del poder atendiendo al carácter específico del ritual pero contextualizándolo, al mismo tiempo, con otros aspectos involucrados en el ejercicio y la construcción del poder. Un análisis de los usos y significados de la vara como categoría y como objeto podría también arrojar pistas en este sentido, previniéndonos de una mirada lineal o estática: la vara es el objeto ante el cual se jura y simboliza el poder delegado del rey, pero la vara como sinónimo de oficio es también algo que se compra, que se vende y por lo cual se puja. Entendemos que el estudio del ritual requiere, en una primera instancia, distinguir analíticamente esa dimensión de otros aspectos del poder pero sólo para luego volver a restituirla en esa singular dinámica en que el poder se construía, se ejercía y se disputaba.

Fuentes inéditas

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AHN, Madrid. 1753-1792. Residencia de Juan Martínez de Tineo, gobernador de Tucumán. Consejos 20374, exp. 1, y Consejos 20375, exp. 1.

Archivo y Biblioteca Nacional de Bolivia (ABNB), Sucre. Expedientes Coloniales (EC) 1672-15. Expediente seguido por el señor fiscal sobre que se saque a un nuevo remate el oficio de Alcalde Provincial de la Ciudad de la Rioja en el Partido de Buenos Aires, por haber desamparo el que hizo Don Joseph Sanchez de Loria; y a posesión hecha por éste.

ABNB, Sucre, EC 1688-45. Autos seguidos por el Capitán don Juan Coronel y don Juan de Villagra, sobre que se les reciba y posesione al uso y ejercicio de Regidores de Salta, que remataron ambos.

Notas

1. Zorraquín Becú (1956, 1981) distingue, en principio, tres clases de funcionarios que constituían los cabildos: 1) los dos alcaldes ordinarios elegidos anualmente, presidían el cabildo y administraban la justicia criminal y civil en primera instancia; 2) los regidores, con voz y voto, su número fue variable -en general no superó los seis- y se convirtió en oficio vendible en el siglo XVII y 3) otros oficios -como oficial real de hacienda, el alférez real, el alcalde provincial de la Santa Hermandad, el alguacil mayor, el depositario general, el fiel ejecutor y el receptor de penas de cámara- también estaban en remate público para el período que nos ocupa. A estos se agregan, los alcaldes de la Santa Hermandad, elegidos junto con los alcaldes ordinarios con voz pero sin voto, y el cargo de teniente de gobernador. Éste último queda por fuera de nuestro universo pues era designado por el gobernador, obraba en su nombre y actuaba como intermediario con el cabildo. Así lo veremos actuar en las elecciones capitulares. En la gobernación del Tucumán los cabildos, en general, no contaron con todos los funcionarios.

2. Archivo y Biblioteca Nacional de Bolivia (en adelante ABNB), Sucre, Expedientes Coloniales (en adelante EC) 1672-15. Expediente seguido por el señor fiscal sobre que se saque a un nuevo remate el oficio de Alcalde Provincial de la Ciudad de la Rioja en el Partido de Buenos Aires, por haber desamparo el que hizo Don Joseph Sanchez de Loria; y a posesión hecha por este.

3. En cuanto al criterio de transcripción de los documentos cabe señalar que en el caso de las fuentes editadas mantenemos la escritura y la ortografía dispuesta por el editor, quien en general recupera las formas originales de la época histórica, en tanto al citar fuentes inéditas -esto es, manuscritos- optamos por actualizar la escritura y la ortografía para facilitar su comprensión.

4. Para la noción de vecindad y sus enfoques consultar Herzog (2000).

5. Véanse los estudios de Saguier (1992), Bascary (1997), Paz (1997), Marchionni (2000), De La Orden De Peracca (2001), Mata De López (2001) y Boixadós (2004), entre otros.

6. Véase libro IV, título IX de la Recopilación de Leyes de los Reynos de Indias (1681).

7. En España y bajo el auspicio de los Reyes Católicos se difundió, primero en Aragón y luego en Castilla, un mecanismo denominado insaculación para elegir oficios concejiles. De acuerdo con Polo Martín (1999), en términos generales, se componía de tres etapas: 1) se designaban unos electores, que podían ser los funcionarios salientes u otras personas. Ésta últimas eran elegidas por los oficiales salientes -designados por azar- o por sorteo entre los vecinos; 2) los electores designaban a un conjunto de candidatos que consideraban idóneos para los oficios municipales y sus nombres se escribían en unos papeles que luego se introducían en un recipiente cerrado; 3) por último, "una mano inocente, generalmente un niño" retiraba dichos papeles, asignando a los primeros nombres en salir los cargos disponibles y luego se quemaban las papeletas de los candidatos no elegidos (1999: 40). En este sistema el azar asumía un rol importante aunque un tanto cercenado por los condicionamientos previos -por por ejemplo, el asunto de quiénes eran los electores- y posteriores -como la confirmación real de los elegidos. Al respecto véase también Burgos Esteban (1994).

8. En esta descripción sobre la normativa y los modos tradicionales en que se desarrollaba el proceso electoral, nos remitimos a los trabajos clásicos de Bayle (1952) y Zorraquín Becú (1956 y 1981) ya citados.

9. En la Recopilación, libro IV, título II, ley XI, puede leerse "Mandamos a los Gobernadores, Corregidores, Alcaldes mayores, y sus Tenientes, que traigan en su mano la vara de nuestra Real Justicia, y no salgan en público sin ella, pues es la insignia por la cual son conocidos los Jueces".

10. En el examen de los juicios de residencia sustanciados a dos gobernadores del Tucumán, Tineo y Campero, en la segunda mitad de siglo XVIII varios de los magistrados que participaron labraron autos donde explicitaban las funciones de los capitulares -en especial, aquéllas que no cumplían- y ordenaban que éstas fueran leídas en las elecciones concejiles y también cuando los nuevos ocupantes tomaban posesión del oficio. Residencia de Juan Martínez de Tineo, gobernador de Tucumán, 1753-1792.Archivo Histórico Nacional de Madrid (en adelante AHN), Consejos 20374, exp. 1, y 20375, exp. 1. Residencia de Juan Manuel Campero, Gobernador de Tucumán, 1775-1777. AHN, Consejos 20371, exp. 1; y 20374, exp. 1. Boixadós (2004) registró un caso similar para el cabildo de La Rioja.

11. Recuperando las ideas de Weber (1922) 1992) sobre los tipos de dominación, en este caso particular destacamos algunos caracteres que lo acercan a la legitimidad de tipo tradicional. Sobre la categoría de tiempo inmemorial, véase O'Phelan Godoy (1993) y Smietniansky (2010).

12. Para un estado de la cuestión sobre la venalidad de los oficios públicos, véase Jiménez Estrella (2012).

13. ABNB, EC 1672-15, f. 3r.

14. ABNB, EC 1672-15, f. 3r.

15. ABNB, EC 1672-15, f. 3r.

16. ABNB, EC 1672-15, f. 4r.

17. ABNB, EC 1672-15, f. 4v-5r.

18. Por ejemplo, en 1687, luego de la adquisición por vía de remate público culminó la toma de posesión de dos regidurías en el cabildo de Salta: "este ayuntamiento unánimes y conformes decimos que sean recibidos por dicho don Juan de Villagra y Juan Coronel al uso de los dichos oficios para que voten el día de año nuevo de ochenta y ocho en las elecciones de alcaldes ordinarios y demás ministros y se les dará hizo sic el juramento acostumbrado la posesión". ABNB, EC 1688-45. Autos seguidos por el Capitán don Juan Coronel y don Juan de Villagra, sobre que se les reciba y posesione al uso y ejercicio de Regidores de Salta, que remataron ambos ff. 39v-40r.

19. En ocasión de la disputa que aconteció en Córdoba, brevemente reseñada, el APSH Joan de Santillán refiere entre sus dichos explícitamente "yo compré a su magd el dho offo" (ACC 1952a: 586).

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Fecha de recepción: 18 de julio de 2013.
Fecha de aceptación: 15 de octubre de 2013.

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