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Memoria americana

versão On-line ISSN 1851-3751

Mem. am.  no.24-2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dez. 2016

 

ARTÍCULOS

Robos, juegos y borracheras de indios. Sociedad indígena y representaciones españolas tempranas en Chile central, 1540-1560

 

Hugo Contreras Cruces*

* Escuela de Historia, Universidad Academia de Humanismo Cristiano, Chile. E-mail: hucontrerasc@yahoo.com

 


Resumen

Este artículo estudia las representaciones que los colonizadores españoles de Chile, especialmente los miembros del Cabildo de Santiago y los encomenderos, construyeron sobre los indígenas que habitaban la región central del reino durante los primeros veinte años de poblamiento europeo. Tales representaciones, referidas a la carencia de voluntad indígena de recibir el cristianismo optando por persistir en sus antiguos ritos, a su supuesta pobreza e incapacidad para producir excedentariamente y a la violencia que se incubaba en ellos -traducida en el porte de armas blancas, la huida de sus asentamientos y el robo de minerales- no se quedaron solo en la generación de una o más imágenes negativas sino que llevaron a que tanto el Cabildo como los gobernadores tomaran decisiones que influyeron directamente en la conformación de la sociedad colonial chilena, cruzada por la pretensión castellana de construir un orden social estamental y cristiano.

Palabras clave: Representaciones sociales; Indios de Chile central; Encomienda; Borracheras

Indian robberies, games and drunkenness. Indigenous society and early Spanish representations in central Chile, 1540-1560

Abstract

This article studies the representations that Spanish colonizers of Chile, specifically Cabildo de Santiago members and encomenderos, built on indigenous from the central region of the kingdom during the first twenty years of European setlement. Such representations, regarding indigenous peoples lack of willingness to accept Christianity opting to persist in their ancient rites, the alleged Indian poverty and incapability to produce surplus and their inherent violence, translated in the carrying of cold weapons, fed from their reductions and theft of mineral wealth, did not remain only in the generation of negative imagery; in fact they led both the Cabildo and the governors to make decisions that directly infuenced the creation of the Chilean colonial society, crossed by Castilian claims of building a structured, Christian social order.

Key words: Social representations; Indians; Central Chile; Drunkness


 

Introducción

A fnes de 1543 la llegada de refuerzos a las alicaídas fuerzas del capitán Pedro de Valdivia permitió asestar el golpe final a la resistencia militar de los grupos étnicos de Chile central. A estos no les quedaron más opciones que huir a las tierras aun libres situadas al sur del río Maule o aceptar la dominación. A partir de allí los españoles a través del Cabildo de Santiago, en general formado por feudatarios y antiguos capitanes de hueste, pugnaron y lograron que la encomienda fuera de servicio personal1. Esto se debía no solo al relativo aislamiento jurídico-institucional de Chile en los primeros años de su colonización, como lo planteó Mario Góngora (Góngora 1951), sino fundamentalmente a la presencia de ricas vetas de oro en los valles aledaños a Santiago y La Serena, las cuales necesitaban de una abundante mano de obra para que su explotación rindiera los frutos que los castellanos pretendían; es decir, hacerse ricos. Para ello no solo expusieron ante la corona la riqueza de la tierra sino que intentaron convencerla, y quizás se autoconvencieron, de que dado el nivel de pobreza, carencia de organización política y desorden social que atribuían a los linajes originarios, la única forma en que ellos podían tributar era en servicio personal (Contreras 2010: 49-79). Esto, además, permitía que los encomenderos y los funcionarios de la corona pudieran regular la vida indígena volviéndolos -como algunos dijeron- al "ser de hombres"; es decir, reintroduciéndolos a través de la reducción a pueblos, el nombramiento de nuevos lonkos o caciques y la entrega de ropa y semillas a una vida política y ordenada (León 1991: 35-50).
Estos vertiginosos cambios, producidos más que por la propia entrada de los castellanos a Chile por la forma en que estos implementaron su dominio, llevaron a que los indígenas del valle central tuvieran que adaptarse a formas laborales que hasta ahí les eran desconocidas, a la mudanza de sus asentamientos y a la introducción, aunque frágil y lenta, de una nueva religión. A partir de ella, pero también de los intereses económicos generales hispanos, se dictaron las normas morales y las pautas de conducta que estos debían adoptar tanto en su vida personal y familiar como en su ejercicio laboral. Pero asimismo, las consideraciones respecto de su incapacidad para tributar si no era con trabajo directo fueron extendidas a los demás aspectos de su vida, por lo cual debían ser fuertemente vigilados, a la vez que sus acciones controladas pues la carencia de inteligencia y templanza que se les asignaba los llevaría a cometer actos moralmente reprobables, incluso delictivos y, peor aun, atentatorios contra el orden social que los conquistadores trataban de construir (Contreras 2010: 58-63).
Prontamente se dictaron disposiciones que prohibían el consumo desmedido de alcohol, el porte y la venta de cuchillos, la transacción de oro en polvo y el desplazamiento nocturno por los caminos rurales, las minas y las calles de Santiago. Asimismo, en los campos se inició la persecución de quienes eran sindicados como envenenadores y hechicero; para ello se mandaron jueces de comisión, quienes debían castigarlos sumariamente. Estas conductas y los delitos
derivados de las mismas fueron una preocupación constante de las autoridades y funcionarios de la corona, quienes desplegaban ingentes esfuerzos para construir un orden social estamental. Éste, entre otros elementos, debía estar caracterizado por la obediencia indígena en el trabajo, su disposición para recibir el cristianismo y la adopción de costumbres y conductas orientadas por los dictados de la Iglesia, que durante veinte años y probablemente por la debilidad de su presencia e institucionalidad en el reino, dejó en manos de las autoridades civiles estas materias, incluyendo aquellas que afectaban directamente a la evangelización.
De tal modo, en este artículo pretendemos reconstituir las disposiciones legales locales de las primeras décadas de la colonización española en Chile central así como las acciones que se implementaron para construir este orden disciplinado y cristiano; todo ello definido desde las representaciones sociales que los españoles construyeron respecto de los indios, pues estas no solo portaban una carga ideológica o transmitían una imagen sino que posibilitaban o negaban la toma de decisiones que afectaban a parte importante de ellos2. Por lo tanto, en esta oportunidad no serán de nuestra preocupación las acciones mismas de los indígenas ni las motivaciones que los conducían a actuar de ciertas maneras, no porque aquello carezca de importancia sino porque lo que analizaremos son los discursos y representaciones que desde los españoles se hicieron respecto de ellos en estas materias3.

Delitos y violencia indígena; sospechas y reglamentación española

En Chile la encomienda fue organizada como un sistema productivo que tendía a la autosustentación y, por lo tanto, dependía de la pluralidad de las funciones que los indios tributarios debían cumplir para llevar adelante dicho esquema económico. Gran parte de ellos vivía y trabajaba en sus asentamientos, reocupados en 1544 luego de terminada la guerra de resistencia en la región central, en los cuales junto a sus habitaciones estaban sus tierras de cultivo. Otros debían desplazarse desde allí hasta los lugares de laboreo minero y, eventualmente, hasta las propiedades rurales hispanas, en especial a las chacras que rodeaban la ciudad de Santiago. Algunos, asimismo, eran empleados como cargadores; con lo que su tránsito por los caminos del reino, tanto en grupo como de forma individual, se convirtió en un hecho cotidiano. En el caso de los peones mineros, su meta era llegar a los lavaderos donde permanecían por ocho meses del año y en cuyas cercanías se formaron grandes asentamientos destinados a servirles de alojamiento (Contreras 2016).
Así, en una fecha tan temprana como 1549 el Cabildo de Santiago mencionaba la existencia de dos calles grandes en el principal de ellos, Marga-Marga, que seguramente estaban cruzadas por numerosas bocacalles en las cuales pernoctaban los peones (Cabildo de Santiago, Actas 1861 [1541-1553]: 168). Junto a ellos se encontraban algunas mujeres que servían como cocineras aunque estas estaban lejos de ser las únicas que habitaban dichos asentamientos, pues como consigna la Relación de la Visita del licenciado Hernando de Santillán realizada en 1557, eran muchas las jóvenes indígenas, las mallen, que a contrapelo de cualquier legislación local o imperial servían como lavadoras. Lo mismo sucedía con los muchachos menores de dieciocho años y, por lo tanto, exentos de tributar (Santillán 2004 [1558]). No obstante en la medida que el Cabildo de Santiago estaba formado por encomenderos, como lo eran los principales capitanes y el propio gobernador, tal situación no tenía esperanzas
de solución pues aun cuando prontamente se nombraron alcaldes de minas, estos se destinaron más bien a mantener el orden y evitar el robo de metales que a aplicar la legislación protectora que la monarquía había dictado para los indios.
Estos espacios residenciales y de trabajo, particularmente las minas, se constituían como un problema para los feudatarios y los oficiales de la monarquía en la medida que allí la concentración demográfica indígena y su consiguiente carencia de evangelización, junto con los problemas derivados de la desconfianza respecto de sus capacidades morales, implicaban el seguro surgimiento o la actualización de conductas consideradas delictivas, inmorales, rebeldes o derechamente paganas. Si en 1544 las comunidades originarias se habían reconstituido con nuevos caciques y en terrenos planos y de fácil control, lo que había derivados en su vuelta "al ser de hombres" y su alejamiento de la bestialidad, significada por su ocultamiento en los montes que abundan en el valle central chileno; con la inauguración de la minería aurífera se había vuelto necesario no solo concentrar muchos peones en un mismo lugar sino que éste se caracterizaba por su relieve montañoso y abundante vegetación arbórea. No obstante, los lavaderos de Marga-Marga serían solo los primeros pues en pocos años se comenzó la explotación de nuevas vetas situadas en sus cercanías, como las de Curauma, el Álamo y el Alamito, u otras ubicadas a varios cientos de kilómetros al norte de Santiago, entre las que se contaban las de Chualoco y Andacollo.
En ellos junto con los peones mineros se encontraban negros y yanaconas cuzqueños, quienes generalmente cumplían funciones de capataces como los mineros españoles que estaban a cargo de tan variopinto grupo de trabajadores4. Todo este conglomerado humano debía vivir junto gran parte del año, por lo tanto no solo se compartía el mismo trabajo sino también aquellas situaciones que se gestaban fuera de los espacios de laboreo. En tal sentido ya en 1548 el Cabildo de Santiago, que en los hechos se había convertido en una institución colegisladora, tomó algunos acuerdos referentes al comienzo de la demora minera y a otros aspectos atingentes al funcionamiento de los lavaderos, entre los que se contó la prohibición de que mineros, yanaconas y negros jugaran naipes, bolas, dados o cualquier otro juego de azar5. Ello era castigado con una multa en oro para los españoles y en azotes para yanaconas y negros, además de quedar atados un día entero en la picota que, como los regidores se preocuparon de puntualizar, estaba instalada en las minas (Cabildo de Santiago, Actas 1861 [1541-1553]: 161).
Estas disposiciones complementaban las Ordenanzas de Minas dictadas en 1546, las cuales tenían un carácter eminentemente técnico. Dos años más tarde los problemas que debían atenderse no solo eran los de la protección de la propiedad de las estaca-minas o las formas en que debía manejarse su explotación sino aquellos derivados de la convivencia al interior de los asentamientos de los peones y sus jefes, pues en Marga-Marga el oro era abundante pero no pertenecía a ninguno de los que lo extraían de sus ricas arenas. Era de la corona y de los encomenderos. De ahí entonces que el Cabildo santiaguino se mostró altamente preocupado de que el metal jugado por mineros y capataces no pasara directamente desde las bateas a las manos de los señores de indios. Dos años más tarde al problema del juego se había sumado el del robo de metales, lo que se expresaba incluso de manera preventiva pues sin haber comenzado la explotación de minerales argentíferos en las "Ordenanzas para las minas de plata" que el Cabildo aprobó en su sesión del 9 de agosto de 1550 se establecía el castigo de la siguiente manera para los negros, yanaconas e indios que fueran
sorprendidos hurtando metal: la primera vez con azotes, el corte de orejas la segunda y la muerte si se volvía a repetir (Jara y Pinto 1983: 1, 15). Como se verá en esta oportunidad ya se incluían los indios en la posible comisión de delitos, a la vez que se excluían los mineros españoles de los mismos; por lo tanto eran los directamente involucrados en la extracción del metal los que potencialmente se convertirían en sus hurtadores.
Por el momento ello solo era una proyección de lo que podría pasar pero, al mismo tiempo, se constituía en un signo claro de la desconfianza que se sentía frente a los indios y los negros, sobre todo en el caso de la plata; el simple robo del material sacado de las minas no era suficiente para poder trocarlo por bienes o acumularlo pues se necesitaba de un proceso complejo para convertirlo en metal. No obstante, menos de un mes después los regidores de Santiago dejaron de lado sus temores para consignar, según el acta del 1º de septiembre de 1550, la ocurrencia de hechos concretos. Apuntando tanto a la sustracción de elementos personales como a la venta clandestina de oro argumentaron:

[...] que en las minas de Marga-Marga pasan muchos robos entre indios, yanaconas y negros, indias e otras personas de españoles, rescatando con los indios que sacan oro de las cuadrillas de los vecinos, yendo contra las ordenanzas y pregones que sobre ello está mandado [...] (Cabildo de Santiago, Actas 1861 [1541-1553]: 258).

Lo planteado ya no eran solo sospechas de autoridades desconfiadas sino una realidad, al menos desde su punto de vista. El oro, si alguna vez había tenido algún valor ritual para los indígenas, en el nuevo contexto de la minería española parecía tenerlo nada más que como moneda de cambio y conforme a esa condición era transado de manera clandestina en los lavaderos y fuera de ellos. En tal sentido, las palabras usadas por los regidores habían sido elegidas con precisión pues "rescatar", según el Tesoro de la Lengua Castellana, significa, precisamente, recuperar mediante un precio lo que el enemigo ha robado, lo que en algún sentido hacía relación a la transacción ilegítima que en esta ocasión se producía (Covarrubias 1611: 1222).
Sin embargo, cabe preguntarse cuál era el alcance real de sus palabras pues si bien es cierto que en un acta municipal no es posible consignar con nombres y apellidos a los acusados o los sospechosos, también lo es que los sujetos que se encontraban allí lo estaban por mandato directo de los encomenderos. En principio no debería ser tan complejo identificar a los autores de tales ilícitos a menos que un manto de silencio se cerniera sobre aquellos hechos; ya que si bien cual más cual menos tenía una ligazón contractual o personal con los encomenderos y sus criados lo que en estricto rigor el Cabildo denunciaba no eran robos entre los peones o los cuadrilleros sino el comercio clandestino de algunos bienes por el oro extraído de los lavaderos. Ello abre el problema a otros sujetos que, al menos en esta oportunidad, no fueron identificados pero que por las características propias de lo transado parecieran ser hombres que contaban con ciertos bienes que interesaban a mineros, negros, yanaconas e indios de encomienda por igual. ¿Comida?, ¿ropa?, ¿vino?, ¿qué era lo que el oro de Marga-Marga les proporcionaba clandestinamente?
Eso era lo que el Cabildo se proponía saber a través del envío de un juez de comisión, quien debía encargarse tanto de averiguar las modalidades de las transacciones como los implicados en ellas. El encargado de tal misión fue el alguacil mayor de la ciudad, el capitán Juan Gómez de Almagro, por cierto
un encomendero. Gómez fue revestido con poderes extraordinarios que le permitían indagar los hechos, perseguir a los sospechosos y encarcelar a los implicados -quienes posteriormente debían ser presentados ante el Cabildo a objeto de ser juzgados-. No se conoce específicamente el resultado de su misión pero al menos se sabe que en los meses posteriores los regidores santiaguinos siguieron tratando el problema. Esta vez, sin embargo, se refirieron a las modalidades de compraventa ilegal del oro y aunque nuevamente solo hicieron una mención general de los supuestos involucrados, ella permite comprender los mecanismos y las finalidades de los hechos denunciados. En la sesión del 24 de enero de 1551, casi cinco meses después de haber tratado por primera vez el problema y a solo días de comenzada una nueva demora, los regidores afirmaron que tenían noticias de que muchos yanaconas e indios de encomienda concurrían a las casas de los mercaderes con oro en polvo, el que era transado por ropa. Esta, a su vez, les era vendida a precios más altos de los normales, razón por lo cual acordaron reiterar la prohibición de este tipo de comercio (Cabildo de Santiago, Actas 1861 [1541-1553]: 263).
Lo anterior preocupaba porque con ello se burlaban las disposiciones sobre la reventa de bienes sin autorización del Cabildo y porque se dañaba a los indios vendiéndoles productos a un precio mucho más alto del real, pero fundamentalmente porque la transacción de oro en polvo por otro bien constituía un delito flagrante que atentaba, como antes habían afirmado, contra los legítimos poseedores de esa riqueza. El tenor de la denuncia tiene ribetes interesantes de analizar pues si algunos meses antes los sospechosos de estas y otras prácticas ilegales eran virtualmente todos los que trabajaban en las minas, ahora se radicaba solo en los indios la comisión de estos delitos -así fueran cuzqueños o naturales de Chile-. Más aun, se afirmaba que eran muchos los que estaban implicados en ello. Esto ponía en jaque los sistemas de control que debían de operar en los lavaderos, tanto porque los indios podían ocultar sin mayor dificultad parte del oro que extraían como porque eran capaces de escapar de las minas para concurrir a Santiago a vender el metal. Lo anterior contaría con la muy probable connivencia de los capataces cuzqueños y negros, quienes si por una parte permitían que los peones salieran de los asentamientos por la otra seguramente se quedaban con parte de lo sacado para comercializarlo por sí mismos.
Al tiempo que los regidores denunciaban estos hechos y tomaban medidas para solucionar el problema que aquello significaba, cabe interrogarse no solo por dichas situaciones sino por la pertinencia diagnóstica de estas fuentes. Si bien su redacción da por sentado la ocurrencia de tales hechos, identificando sospechosos y describiendo mecanismos y formas, al mismo tiempo no es posible confrontar con otros documentos el efectivo acaecimiento de lo denunciado o, en su defecto, que esto haya sucedido tal cual los ediles santiaguinos lo consignaron. Tales dudas tienen relación con la necesidad de reconocer que la información emanada de los conquistadores y sus instituciones, entre ellas los cabildos, generaban ejercicios que aunque en principio pueden significarse como descriptivos, dicha descripción se hacía desde los parámetros legales, morales y religiosos de los emisores; en este caso, los regidores de la ciudad de Santiago de Chile6. Tales descripciones entonces, más aun si tenían características diagnósticas, estaban cargadas de sentidos que iban más allá de la narración concreta muchas veces constituyéndose, de modo explícito, en afirmaciones tanto sobre las conductas de los indios y otros sujetos no españoles como en definiciones, en alguna medida arquetípicas, que pretendieron tipificar dichas conductas explicándolas por la naturaleza de los supuestamente descritos. Ésta era dominada por la bestialidad; es decir, por su poca sapiencia y carencia de
entendimiento de su rol en la nueva sociedad7. Más allá de los hechos mismos, tanto los regidores como el propio gobernador habían desarrollado una representación de los indígenas en cuya base combinaban viejos conceptos sobre las diferencias en el género humano, favorable para algunos y menoscabante para otros. En ella la explicación última se contenía en la visión del indio como un sujeto al que no solo era necesario bajar de los montes para civilizarlo sino que debía estar constantemente vigilado para evitar sus malas acciones, así como para introducir nociones morales y religiosas que le permitirían encausar sus vidas, aunque en ningún caso autónomamente8.
Ahora bien, aunque era entre los indios donde residían las acciones delictivas estos no estaban solos en esta cadena de hechos pues los mercaderes formaban un importante eslabón, y aunque era complejo imaginar cómo ellos harían circular el oro que les llegaba subrepticiamente eran los únicos que contarían con los bienes que interesaban a los vendedores. Esta práctica no nacía solo de la capacidad de algunos de sacar provecho de su posición en el proceso productivo y de la falla de los controles sino de una necesidad real, el que para esta época el trabajo de los peones mineros no contaba con ninguna remuneración establecida. Por lo tanto, las comunidades en general y los peones en particular dependían, en un grado sumamente importante, de lo que les entregaban sus encomenderos -por ejemplo, la ropa-. Lo anterior implicaba que los indios debían buscar, aunque fuera ilegal para los españoles, la manera de conseguir de lo que les hacía falta. Sin embargo, el carácter de la documentación impide saber si se estaba en presencia de una situación nacida de las posiciones particulares de los individuos o ante un esfuerzo colectivo destinado a suplir sus carencias, aunque esto último no deja de ser plausible en la medida que se necesitaba de un extendido manto de silencio para que pudieran ir a Santiago y volver a Marga-Marga sin ser denunciados o detectados por los mineros y los alcaldes de minas.
Según el concepto del Cabildo los problemas parecían ser circulares pues a principios de 1551, y solo dos semanas después de comenzada la temporada extractiva, el juego y las apuestas volvieron a aparecer entre sus preocupaciones. El 29 de enero de dicho año, a menos de una semana de la sesión en que se trató el robo de metales, se consignó que en Marga-Marga el juego continuaba con el oro en polvo que de allí se extraía aunque ahora nuevamente eran excluidos los españoles de tal práctica para solo ser culpados los yanaconas del Perú y los negros (Cabildo de Santiago, Actas 1861 [1541-1553]: 268). Aquí se constituía una nueva fuga de metales, que iba a parar a manos de los mercaderes y otros sujetos que sacaban partido de esta serie de actividades reñidas con los conceptos de propiedad y trabajo servil.
Complementario a lo anterior era la presencia de hombres embozados, y quizás armados, circulando de noche por Santiago. En tal sentido la imposición del toque de queda luego de la hora de las oraciones, anunciado al son de las campanas, afectaba principalmente a negros e indios, sujetos que en general eran vistos con desconfianza. En este contexto se veían rodeados de un halo de peligro que se acrecentaba pues muchos de ellos hablaban poco y mal el castellano, aparecían al ponerse el sol y se escondían de ojos indiscretos tapados por sus gruesas mantas, en parte por el frío de la noche pero también para pasar desapercibidos frente al alguacil mayor y sus hombres como de los encomenderos y soldados que circulaban por las calles. En esta oportunidad también hubo algunos españoles, según establece el acta del Cabildo de 31 de julio de 1551 realizado pocas semanas antes que la demora de ese año tocara a su fin, entre los sindicados, junto con negros e indios,
como quienes hacían males y daños a la población, lo que se traducía concretamente en robos pero que podían derivar en asesinatos y otros delitos (Cabildo de Santiago, Actas 1861 [1541-1553]: 272). Estos hechos descontextualizados podrían aparecer como un caso de delincuencia urbana temprana; sin embargo, estaban íntimamente relacionados con aquello a lo que se ha hecho referencia más arriba9.
No es posible negar que algunos de los que protagonizaron estos hechos fueran habitantes de la ciudad o de los parajes cercanos a ella, pero la propia disposición de imponer un toque de queda que limitaba el desplazamiento de las personas durante la noche también buscaba impedir que los indios y los negros que se movilizaban a vender oro en polvo desde los lavaderos a Santiago pudieran entrar en los límites urbanos y acercarse a las casas de los mercaderes. Nuevamente no se encuentran acusaciones a personas en particular o causas judiciales que den cuenta de estos hechos de modo más específico, y tampoco es claro si esto sucede por un problema de conservación documental o bien por la precaria persecución del alguacil mayor y las otras justicias que tenían jurisdicción sobre la ciudad y sus márgenes.
No obstante, el propio carácter de las disposiciones del Cabildo vuelve a indicar que si de una parte sus regidores pretendían alcanzar el orden tanto en las minas como en la ciudad, de otra la sociedad indígena se estaba enfrentando a uno de sus más grandes desafíos, cual era superar la crisis que la organización del trabajo hecha por los encomenderos y sus múltiples posibilidades de explotación laboral les imponía. Sistema que incluso cuando parecía permitir ciertas distorsiones que jugaban en favor de los indios, estas los afectaban aun más pues no solo se generaban y socializaban una serie de argumentos que iban en desmedro tanto de la imagen colectiva de la sociedad indígena, como a favor de dictar una legislación basada en la desconfianza y en arquetipos negativos. Según Klor de Alva, en general los discursos de los españoles se caracterizaban por su absolutismo moral que les permitía atacar a cualquier hecho o persona susceptible de ser definido como desviado; una determinación de excluir al otro, partiendo de la pretensión de su integridad cultural se fundaba la negación de las demás culturas y su creencia en que ocupaban una posición social y política dominante que los colocaba en una situación ventajosa respecto de los indígenas. Dichos parámetros sin duda son posibles de aplicar a los planteamientos de los conquistadores en Chile y se traducían en numerosas frases que resaltaban la incapacidad y la pobreza indígena (Klor de Alva 1992: 341-342).
Un año después, el robo de oro y con mucha seguridad los juegos de azar y el consumo de alcohol se habían constituido en problemas persistentes y la persecución de los implicados por el alguacil mayor parecía haber fracasado definitivamente. El oro que los indios sacaban escondido seguía circulando por Santiago y ante la imposibilidad de reprimir esta práctica se buscaban otras soluciones para recuperarlo. Según algunos españoles ni siquiera era importante que los peones transaran el oro ni que se les vendiera la ropa a precios alzados, lo primordial era que el metal precioso retornara a manos de la corona y de los encomenderos. Esto se colige de lo planteado a principios de 1552 por el procurador de la ciudad, quien en las peticiones que presentó al Cabildo en su primera sesión del año pidió la creación de un mercado indígena en el centro de la pequeña capital. Según él los beneficios de un tiánguez, denominación náhuatl con que eran significados estos mercados en la América española, eran evidentes y los más importantes se resumían en:

[...] que todo el oro que a los indios, como tengo dicho, sacan para sí, vendrá a poder de los vecinos, y habrá el rey su quinto de ello; y de otra manera andará en poder de los indios sin que lo uno ni otro se haya. Y también es pro de la ciudad y cosa honrosa, que haya plaza pública de tiánguez, que se descubran los secretos y riquezas que en la tierra hay [...] (Cabildo de Santiago, Actas 1861 [1541-1553]: 287).

Esta proposición, si bien inducía a amparar el delito y en tal sentido parece extraña -más aun al ser presentada por quien debía proteger los intereses de la ciudad- al mismo tiempo revelaba el fin mismo de la economía colonial temprana. Era el oro, como elemento de acumulación pero también como dispensador de prestigio y poder para los españoles, lo importante a considerar en esta seguidilla de situaciones. En la medida en que dicho metal retornara a quienes se consideraban sus legítimos dueños se anulaban las situaciones que rodeaban su salida ilegal desde Marga-Marga y los demás lavaderos. Para ello la creación de un mercado indígena concebido como un espacio de intercambio de bienes económicos, pero también de noticias con cierto grado de verosimilitud en la medida que se intercambiarían en la cotidianeidad de una conversación informal, sería el mecanismo adecuado para que se recuperara el oro perdido y se tuvieran noticias de nuevas vetas y de otras riquezas que los indios, como conocedores de la tierra, supuestamente entregarían a sus congéneres en el tiánguez.
En esta petición y las que continuaron no se especificaban cuáles serían los modos concretos para lograr recuperar este oro, así como tampoco de qué forma se impediría que otros españoles pudieran hacerse de dicha riqueza. Es probable que el procurador haya exagerado la importancia del mercado con el objetivo de sacar adelante un proyecto del cual se sentía gestor e impulsor, aunque éste parecía marchar al fracaso. Más aun en una economía como esta, la cual se caracterizaba, de una parte, por su autosustentabilidad en el caso de la encomienda, y de otra por el cultivo y la cría de numerosos bienes primarios, entre ellos productos agrícolas y ganaderos de las chacras y estancias que rodeaban la ciudad, de los que solo una parte de estos se transaba a través de pulperías y tiendas mientras que la mayoría se destinaba al autoconsumo (Contreras 2016).
La relación entre el robo del oro y la concurrencia de los indios a la ciudad, tanto a transar en el proyectado tiánguez como a las casas de los mercaderes, se enmarcaban en una discusión todavía más amplia. Esta tenía relación con la transformación de la sociedad indígena y la adquisición, muchas veces forzada, de modos de relacionarse con el mundo hispano -incluso más allá de la institución de la encomienda-. Pero dicho proceso acelerado de cambios en los grupos étnicos sobrevivientes de la guerra de Chile central traía aparejada su propia crisis, la cual se había generado no solo a partir de tal proceso de mutación sino fundamentalmente por la rapidez y violencia con que éste se había producido. Difícilmente una sociedad sometida a tan grandes tensiones podía salir indemne de tal situación, de la cual el robo de oro y el desplazamiento encubierto de los peones a Santiago eran las muestras más evidentes pero no las únicas y quizás ni siquiera las más dramáticas. El tiánguez, asimismo, se suponía que debía convertirse en una instancia legítima de socialización dentro de un espacio controlado, como era la plaza mayor, adonde llegarían indios de todas las comunidades o pueblos cercanos a Santiago. Más allá de que tal iniciativa nunca se concretó, los indios siguieron concurriendo a la ciudad como es posible verificar en las actas de las visitas que hizo Santillán en 1557, en las cuales se consigna tanto la presencia de sirvientes domésticos en las casa
de los encomenderos, quienes residían temporalmente en la ciudad, como de indios tributarios e indias que llegaban a entregar pescado, conducir ganado menor o emplearse como albañiles para volver a sus asentamientos luego de algunos días o semanas (Santillán 2004 [1558]).

Borracheras, hechicería y representaciones negativas de los indios

La gran masa indígena vivía largos meses en las minas o residía permanentemente en los pueblos de la jurisdicción santiaguina en los cuales el control de sus conductas, fuera por la vía de encomenderos, mayordomos y capataces o de la concurrencia de doctrineros que comenzaran a introducir tanto el cristianismo como nuevas costumbres, se volvía difícil. Lo anterior tanto por la amplitud de los espacios rurales chilenos como por la pequeña presencia hispana, por lo que parte importante de los primeros intentos evangelizadores tuvieron que llevarse adelante con laicos (Guarda 2011: 39). De hecho, la misma acta del Cabildo del 31 de julio de 1551 que prohibía la circulación nocturna por Santiago volvió a penar el juego entre los peones -actividad que, al parecer, era frecuente en las minas-; esto extendió tanto al consumo de alcohol como la ejecución de takies; es decir, de fiestas con bailes y alcohol -en este caso, chicha-10. El Cabildo ordenó que las justicias quebraran los cántaros que contenían dicho brebaje y que los indios hallados en el lugar fueran azotados públicamente en el rollo de la ciudad (Cabildo de Santiago, Actas 1861 [1541-1553]: 272).
Lo anterior implicaba que tales actos se concebían como posibles de ser realizados tanto por los indios de la ciudad como por quienes vivían en sus pueblos; sin embargo, en estos últimos el control era mucho más difícil. Esto abría posibilidades ciertas de que tales actividades fueran mucho más cotidianas de lo que los regidores eran capaces de detectar y que, aun más, todavía formaran parte de los ciclos rituales indígenas y no se constituyeran solo como simples celebraciones. Así parece indicar lo que pocos años atrás sucedía en Talagante en donde, entre 1544 y 1546 aproximadamente, el cacique del mismo nombre y sus subordinados: "...tenian sus cassas de adobes e senbravan en ellas quieta y paçificamente y regaban con la dicha açequia e moraban alli y alli hazian sus borracheras..."11. Alusión directa no solo a sus tierras sino a lugares destinados especialmente para el desarrollo de estos eventos rituales, los que más tarde fueron significados con el apelativo genérico de borracheras, aunque aquellas eran bastante más complejas y diversas que el simple consumo destemplado de chicha o más tarde de vino12. Según Isabel Castro el término borrachera es la designación común aplicada a todas las formas de ingesta de bebidas alcohólicas en América colonial. La mayoría de las veces ésta era extremadamente negativa y se identificaba como un hábito desarreglado, excesivo, descontrolado y, al asociarse a elementos de la religiosidad prehispánica, idolátrico y demoniaco (Castro 2002: 190).
Pero en este contexto y en la medida que pasaba el tiempo solo en algunas ocasiones estas festividades eran asociadas con prácticas rituales vernáculas. Más bien se planteaba que eran otra expresión de los vicios de los indios, quienes no se contentaban solo con emborracharse sino que llegaban a cometer de crímenes, como el asesinato mediante la administración de pócimas venenosas13. De tal modo, en 1552 el procurador de la ciudad pidió que se adoptaran medidas urgentes para evitar la actividad de quienes elaboraban y vendían dichas pócimas, a quienes llamó hambicamayos (Cabildo de Santiago,
Actas 1861 [1541-1553]: 287); concepto en el que nuevamente se usó un término derivado del quechua para definir a estos supuestos especialistas en la maldad, pero que según el diccionario de Diego González Holguín solo significa médico o cirujano mientras que el término hamppi se refiere a un medicamento en general, dotándolo implícitamente de un significado positivo (González Holguín 1608: 138).
Ello no es menor desde el punto de vista conceptual, pues como en parte se estudió en otro trabajo y en esta oportunidad se ha venido argumentando, desde temprano se construyó -por encomenderos, funcionarios y españoles en general- una imagen del indio de Chile central que se caracterizó, entre otras cosas, por el extendido uso de epítetos negativos o de otros que, sin compartir necesariamente esa condición, fueron dotados de aquella cualidad (Contreras 2010: 60). Algunas de las actividades indígenas, sobre todo en la época temprana en la cual parte importante de los conquistadores había pasado antes por el Perú donde aprendieron ciertos términos del quechua, fueron significadas en este idioma probablemente porque describía mejor que los conceptos castellanos las situaciones que estaban viendo o que les eran descritas por otros. Indudablemente ello marcaba dichos términos con una carga cultural y descriptiva particular, pues junto a tal o cual concepto generalmente seguía una definición del mismo. Ella no solo variaba su significado original sino que lo cargaba de nociones negativas al tiempo que le creaba un nuevo contexto lingüístico, por lo cual el término hampi, por ejemplo, ya no solo era una medicina cuyo uso podía ser beneficioso sino que ahora era simplemente veneno y quienes se especializaban en su fabricación envenenadores.
Para los españoles las borracheras, el robo de metales y el desplazamiento nocturno de los indios fueron configurando una imagen de estos como sujetos que persistían en vivir sumidos en el desorden y el vicio, más aun si para esa misma fecha la dependencia que debían tener de sus encomenderos aparecía distorsionada. Para 1551, a cinco años de haberse establecido el mapa defnitivo de los repartimientos de Chile central, todos los esfuerzos de éstos no solo para bajar a los indios de los montes y reducirlos sino a pueblos de indios dotados de calles e iglesia, al menos a asentamientos relativamente nucleados en torno a sus tierras de cultivo, mostraban un avance cuestionable. La dificultad desde el punto de vista hispano no radicaba en fijarles un lugar de residencia sino en determinar quiénes pertenecían a qué unidad social; es decir, a qué caciques obedecían y, por lo tanto, a qué encomienda correspondían. Esto debía aclararse para que el sistema funcionara, tanto desde las necesidades económicas de los encomenderos como de las propias estructuras indígenas. Estas estaban basadas en un sistema de parentesco patrilineal en el cual los hijos varones primogénitos se constituían en los jefes de familias y linajes y que aunque pasaba por un periodo crítico para su desenvolvimiento, más aun cuando la poligamia era una institución declarada ilegal por los españoles, todavía permitía determinar tanto a quién se debía obediencia, tratándose de los lonkos, como con quien podía un hombre unirse matrimonialmente y en donde debía residir aquella pareja (Silva 1984: 89-115; 1985: 7-24).
Esta situación también fue detectada por el Cabildo de Santiago, el que en enero de 1551 representó una sociedad india marcada por el descarriamiento de la sujeción y servidumbre de sus caciques, lo que abarcaba a hombres, mujeres y lonkos menores, sumando un elemento más a las nociones negativas que se habían asentado entre los conquistadores. Para solucionar este inconveniente el gobernador en conjunto con los regidores capitalinos decidieron nombrar al capitán Juan Jufré como visitador de la encomiendas de la jurisdicción de
Santiago, la que abarcaba desde el río Choapa hasta el río Maule (Cabildo de Santiago, Actas 1861 [1541-1553]: 267). Éste era uno de los hombres que más se había destacado en la guerra de conquista, así como uno de los encomenderos con un mayor número de tributarios en el reino. Su mandato consistía fundamentalmente en entregar a cada feudatario los indios que le correspondían en virtud de los derechos que los repartimientos les concedían.
No obstante, aunque en las cédulas de encomienda se contemplaban lonkos disgregados del cacicazgo principal ello no quiere decir, en propiedad, que los indios desafectados se hubieran mudado de sus tierras, como sucedió en aquellos asentamientos que hubieron de dar cabida a la ciudad y a las chacras que la circundaban14. Por ello era altamente posible que indios que pertenecían a distintas encomiendas, pero que habían sido parte de una sola comunidad, habitaran en asentamientos relativamente cercanos unos a otros y que se siguieran relacionando social y parentalmente (Contreras 2010: 69-70).
Lo anterior indica que la situación de desorden que visualizaban las autoridades hispanas en términos estrictos no era necesariamente tal, más aun si se considera que los indios seguían manteniendo relaciones parentales y se continuaban produciendo uniones matrimoniales entre miembros de distintos linajes de lo que alguna vez fue un cacicazgo o una comunidad. Por lo tanto, que algunas mujeres se hubieran ido a vivir al asentamiento de sus cónyuges o que existieran hombres que prefirieran habitar junto a la familia de su esposa eran situaciones que bien podían estar ocurriendo entre los indios de Chile central. Ellas permiten discutir hasta qué punto se estaba frente a una situación de desorden o, en contraste, ante -al menos- un intento de recuperación de los patrones de la sociedad indígena, en la medida que la recomposición de los parentescos étnicos seguía lógicas distintas a las de los encomenderos en particular y a las de la cultura hispana en general.
Pero nada de ello podría haber sido un argumento válido para el Cabildo capitalino, al que solo le interesaba poner en orden la indiada según lo que cada cédula de encomienda contenía. Para ellos estaba suficientemente claro que los caciques nombrados en dichos documentos, junto con los principales asociados a los primeros, estaban a cargo de un grupo de indios los que, a su vez, también debían tener claridad respecto de quién era su superior. Por lo anterior, la única forma de llevar adelante la misión de Jufré era hacer volver a estos a la sujeción de quienes los españoles consideraban sus legítimos caciques y, por ende, a sus encomenderos (León 1991: 47-48). Nuevamente el volver a los indios al "ser de hombres" parecía ser un concepto que se desplegaba junto con la comisión dada al capitán hispano; sin embargo, en esos momentos la situación era muy distinta a la que encontró Valdivia entre 1541 y 1544. Ahora los indios estaban derrotados y su infraestructura militar había sido desarticulada o, en su defecto, había sido utilizada en pos de los objetivos de los conquistadores.
Casi dos años después, en noviembre de 1552, fue el propio gobernador quien volvió a nombrar a Jufré como visitador de encomiendas pues a pesar de que había cumplido con lo encargado anteriormente aquello solo había proporcionado un alivio coyuntural a los encomenderos pues los indios; según Valdivia, "...perseveran siempre en su bestialidad huyéndose de sus pueblos y metiéndose unos entre otros en pueblos ajenos..."15. Esto redundaba en que sus amos no recibían el servicio que les correspondía por lo cual debían ser retornarnados a sus asentamientos y en caso de negarse debían ser castigados. Dicho castigo tenía que ser moderado pues según el gobernador él amaba
mucho a los indios y reconocía que debían ser tratados con amor y sin rigor, aunque dichas palabras no dejan de sonar contradictorias con la autorización dada a Jufré para proceder sumariamente.
Solo una semana más tarde el mismo el gobernador sumó al nombramiento de su capitán el título de juez de comisión para perseguir a los hechiceros que supuestamente había entre los encomendados, quienes mataban con yerbas, hechizos y también con hambi -el mismo concepto usado anteriormente por los regidores capitalinos al denunciar el trabajo de los envenenadores-16. En esta oportunidad, según Valdivia, el Cabildo iba a nombrar un juez para entender directamente del problema, pero en caso de no hacerlo y aprovechando la visita de Jufré le ordenó que se hiciera cargo de la persecución de estos sujetos. Ahora sí las penas no transaban con el rigor pues junto con el proceso sumario Jufré fue autorizado a dar palos, ahorcar, quemar o mutilar a quienes encontrara culpables, aunque nuevamente no se sabe el resultado de sus acciones e, incluso, si llegó a encontrar a algún hechicero17.
En esta ocasión el gobernador volvió a insistir en la bestialidad de los indios, sobre todo de aquellos que residían en los amplios sectores rurales que a pesar de ser sitios planos, de acceso relativamente fácil, y sujetos a las iniciativas de evangelización que los encomenderos y el propio Valdivia debían implementar no eran capaces de comprender el beneficio de las acciones emprendidas por los españoles18. Esto sumaba un nuevo ítem a la situación de desorden que se les atribuía, aunque indudablemente este era uno de los más graves en cuanto implicaba la posibilidad cierta de provocar la muerte a otros, en principio indígenas y alejados de las ciudades pero en este contexto de rumores e impresiones nada garantizaba que los hambicamayos no operaran en el espacio urbano. Más aun, al sumar el conjunto de las denuncias de los regidores con su diagnóstico de la situación de descontrol de los indios en las minas, los campos y la ciudad, marcada por el consumo desmedido de alcohol, el uso de armas blancas, el robo de oro y el actuar de hechiceros y envenenadores, es que se hacía urgente ir más allá de las órdenes generales y eso fue precisamente lo mandado a Jufré. Pero además era necesario que los propios encomenderos tomaran medidas para aumentar el control sobre sus encomendados19.
Así lo entendieron algunos, quienes realizaron diversas acciones para aumentar los niveles de vigilancia como de cristianización de sus indios. Uno fue el encomendero de Talagante, quien decidió sacar a sus tributarios de los distintos asentamientos que habitaban para reducirlos a aquel donde estaba la cabecera del cacicazgo, como testificó muchos años después Andrés Care, quien afirmó que aproximadamente en 1557: "...en tienpo de Santillan y del padre frai Xripstoval de Rabaneda Bartolome Flores primer amo deste declarante rredujo a todos sus yndios a Talagante para que deprendiesen la dotrina cristiana..."20. Esta acción no solo los concentró en un lugar, dejando vacías las tierras cercanas que habitaban, sino que también significó el abandono de los antiguos sitios rituales a los que más atrás se hizo relación. Otro, como Diego García de Cáceres, se esforzó por levantar al menos una capilla en los pueblos de sus indios ubicados en el valle de Mapocho, así como en pagar un sacerdote que los doctrinara21. En ese contexto, la mayoría de los feudatarios optaron por adoptar políticas paternalistas, desplegadas principalmente en hechos como proporcionarles semillas, animales, e incluso labradores para que les cultivaran la tierra pues consideraban que ni siquiera tenían la capacidad sufciente para alimentarse a sí mismos. Tales cuestiones fueron destacadas en las probanzas de méritos y servicios que se enviaban a Castilla para ampliar
o conseguir nuevas prebendas de la monarquía; el propio García de Cáceres lo hizo, manifestando que en sus pueblos de indios debía:

[...] tener criados españoles, como los tiene, que a su propia costa los hagan sementar, ayudándoles para ello con sus bueyes de arada que tiene é dándoles de vestir é dotrina, porque son gente tan pobre que aún esto no tienen [...] (Probanza 1899 [1563]: 112, las cursivas son nuestras).

Argumentos y descripciones que se repetían en otros feudatarios con notable frecuencia y palabras similares. Estas representaciones llegaron a alcanzar al bachiller Rodrigo González Marmolejo, futuro obispo de Santiago, quien en 1556 fuera acusado en Lima de estar amancebado con una india y de perseguir a otras para abusar de ellas. Entendiendo que esta era una situación que iba más allá de los hechos denunciados, pues en definitiva se trataba de una disputa entre el bachiller y la orden franciscana por el liderazgo del proceso evangelizador, las acusaciones necesariamente debían hacerse sobre una base de plausibilidad que hiciera sentido tanto a los testigos como a los jueces que decidirían en la causa. De tal modo, en la probanza presentada contra González, junto con las acusaciones ya mencionadas, al menos dos testigos declararon que éste se comportaba como cualquier otro encomendero, aunque los indios que tenía solo estaban provisionalmente a su cargo, haciéndolos trabajar incluso en días de festa, llamándolos perros y enemigos de los cristianos y negándose a darles doctrina o a pagarle a alguien que los cristianizara (Información 1901 [1556]: 67). Mientras tanto los franciscanos con fray Martín Robleda a la cabeza pugnaban por fundar doctrinas y reducir los indios a pueblos (Schwaller 2005: 11-19).
Por otra parte en 1554, en medio de la crisis provocada por la muerte de Valdivia y el desgobierno del reino, y solo unos meses antes de que el toki Lautaro se alzara contra el dominio colonial atravesando el río Maule junto a sus guerreros, los regidores santiaguinos mandaron a Lima una propuesta de ordenanzas de buen gobierno para la ciudad. Si bien recién fueron aprobadas quince años más tarde por la Real Audiencia de la Ciudad de Los Reyes, casi sin cambiar una coma, resumían las discusiones que por años estos habían sostenido así como las sanciones que a partir de la dictación de órdenes específicas se habían decretado.
En ellas se reafirmaban tanto las visiones de los indios como sujetos pobres, ignorantes, viciosos y sospechosos, como la necesidad de fundar un mercado indígena para conseguir información y rescatar el oro mal habido, así como de penar el desplazamiento nocturno, el consumo de alcohol y el porte de armas blancas por parte de estos y de los negros esclavos. Parecía ser éste un resumen apretado de las representaciones que la naciente elite encomendera, aunque probablemente eran compartidas por muchos de los españoles residentes en Chile, tenía sobre los indios22. Ello constituía una imagen implementada desde una institución que junto con representar a los vecinos reunía dentro de sí a los mayores y casi únicos depositarios de la mano de obra indígena del reino; también los más interesados en aumentar la producción de sus indios, lo que en gran medida pasaba por elevar sus niveles de disciplinamiento y minimizar los costos de ello pues eso significaba un mayor marco de ganancia económica.
Lo anterior implicaba que en un contexto en el cual los encomenderos copaban casi todos los cargos y funciones públicas, incluida la gobernación, el costo que significaba la evangelización de los neófitos indígenas, a pesar de que probablemente era el camino más adecuado para introducirlos en las costumbres y
valores morales cristianos, era si no rechazado por estos, al menos retrasado. Si a ello se le suma que el futuro obispo parecía más preocupado por el rendimiento laboral de sus indios que por su evangelización, que la corona y sus funcionarios actuaban con una lógica parecida a la de los encomenderos y que la propia iglesia tenía una expresión mínima en Chile, pues junto con algunos clérigos seculares solo había dos pequeños grupos de frailes mercedarios y franciscanos que no alcanzaban a cubrir las necesidades evangelizadoras en minas, pueblos y en la propia Santiago, el resultado es que los indios no solo estaban en una situación de indefensión jurídica y social sino que todas estas acciones y representaciones fueron asentándose hasta constituirse como una realidad, al menos desde el punto de vista de la percepción castellana (Olivares 1961: 39 y ss.).

Consideraciones finales

En los años siguientes, las menciones a borracheras, uso de hechizos, robo de oro, desorden y la falta de sapiencia se volverán a manifestar tanto en las sesiones del Cabildo de Santiago como en otros documentos que pretendieron dar cuenta del estado de la sociedad indígena de Chile central, aunque en realidad lo hicieran desde las representaciones hispanas sobre ella. En esos momentos, terminando la década de 1550 y comenzando la siguiente, la percepción negativa de los indios va a sumar nuevos elementos que la arraigarán aun más entre los españoles. Ellos fueron, por un lado la posibilidad concreta de un alzamiento general que alcanzara tanto a Santiago como a los asentamientos mineros cercanos a la ciudad, de lo cual dio cuenta cierta el cruce de Lautaro y sus guerreros desde la costa de Arauco a las tierras maulinas y su supuesto deseo de invadir la capital chilena, detenido solo por una fuerte reacción militar castellana que logró derrotarlo. Por el otro, la llegada de los primeros mapuches capturados en la guerra, e ilegalmente sujetos a cautiverio o a servicio personal forzoso, quienes no solo portaban su idioma sino también sus costumbres y religión, las cuales bien podrían seguir practicando clandestinamente y, peor aún, podrían infuenciar a los indios de Chile central quienes, a pesar de que habían pasado casi veinte años de presencia castellana en el reino, estaban pobremente cristianizados, hablaban poco la lengua de sus dominadores y comenzaban a compartir el trabajo minero y agrícola así como la cotidianeidad de sus asentamientos con quienes habían sido trasladados forzosamente.
De este modo, la construcción de representaciones sobre la sociedad indígena de Chile daba sus primeros pasos en el proceso que se ha analizado más atrás, pero no se detenía en ello y, más aun, sumaba nuevos actores tanto del lado de los representados como de quienes iban alimentando con sus percepciones la imagen que se tenía de los indios. Entre estos últimos se contaban los doctrineros, tanto seculares como regulares, y los oidores de la Real Audiencia que se fundará en Concepción en 1565. Ellos junto a los regidores del Cabildo capitalino, los gobernadores y los encomenderos jugarán un rol central en el destino de los indios que habitaban Chile, pues no solo aplicaban las órdenes llegadas de España o del Perú respecto de ellos sino que eran los autores de los memoriales, misivas e informes con los que el Consejo de Indias o el virrey del Perú tomaban sus decisiones. Además, en la medida que era necesario resolver problemas como las borracheras, actuaban como verdaderos colegisladores pues aunque estos se presentaban como hechos puntuales su repetición parecía estar garantizada y junto con ello la serie de inconvenientes que el consumo excesivo de alcohol traía aparejados. Lo anterior se justificaba por la naturaleza de los indios aunque en realidad era por la representación negativa que de
éstos se fue asentando mayoritariamente en Chile entre la elite funcionaria, eclesiástica y socio-económica, de la que formaban parte quienes produjeron la inmensa mayoría de las fuentes que permiten reconstituir estos procesos.

Agradecimientos.

Este artículo es resultado del proyecto Fondecyt de Iniciación en Investigación Nº 11110480. Agradezco los comentarios y sugerencias de Carolina Odone y Jaime Valenzuela a estas líneas.

Notas

1. Feudatario se utiliza como sinónimo de encomendero, uso ampliamente difundido en la historiografía.

2. Para el periodo posterior al analizado aquí véase, León 1998: 66-79.

3. Aun considerando lo complejo del concepto, entendemos las representaciones sociales como un conocimiento socialmente elaborado y compartido que intenta comprender y explicar tanto el entorno como a otros sujetos sociales. Dicho conocimiento se constituiría a partir de los valores, las experiencias, la información y los modelos de pensamiento recibidos a través de la tradición, la educación y la comunicación. Para una discusión más amplia ver Araya 2002.

4. Se entiende como yanaconas a aquellos indígenas del Perú y más tarde locales que habían adquirido una dependencia personal y directa con un español, muchas veces ocupando posiciones de confianza, y que ya no estaban adscritos a una comunidad originaria. sobre los indios cuzcos en Chile consultar, Valenzuela 2010: 749-778.

5. Se denominaba demora a la temporada anual de extracción de oro que realizaban los indios de encomienda en los lavaderos. Esta duraba ocho meses continuos según lo reguló el Cabildo de santiago y luego la Tasa de Santillán en 1558, aunque cuatro años después fue reducida a seis meses por el gobernador Francisco de Villagra (Contreras 2016).

6. Jiménez afirma que la imagen individual o colectiva se construye a partir de los conceptos y circunstancias de la sociedad que elabora dichas imágenes y, en tal sentido, el indio no es una realidad objetiva sino una construcción mental de los europeos (Jiménez 1990: 78-80).

7. "Bestia, llamamos al hombre que sabe poco, y tiene pensamientos baxos, semejante en su modo de vivir a los brutos…" Es la primera acepción para esta voz en el Tesoro de la Lengua Castellana (Covarrubias 1611: 1611).

8. Las representaciones respecto de los indígenas americanos como un "otro" han generado una abundante producción historiográfica y antropológica, además algunos autores han avanzado en preguntarse sobre la visión que las sociedades originarias tenían respecto de los españoles. Entre una muy abundante bibliografía ver Todorov 1987; VV. AA 1990; León-Portilla et al 1992; Del Pino y Lázaro 1995 y Weber 2007.

9. Era común la prohibición de que los no españoles, a excepción de los caciques, y los esclavos de las justicias portaran armas aunque en la mayoría de los casos se explicaba por el temor a la rebelión (Espino 2013: 53-54).

10. Se designa como chicha a las bebidas alcohólicas derivadas principalmente de la fermentación no destilada del maíz, así como de otros cereales y frutos.

11. AnH, Real Audiencia 206: 179. "Probanza de Bartolomé Flores en el juicio con Pedro Gómez por las tierras de Talagante", 1559.

12. Para la década de 1550 ya se consigna la elaboración de vino en tierras inmediatamente aledañas a Santiago, era producido por propietarios españoles que empleaban indios como peones y viñateros (Ruiz 2006: 58-60; Muñoz 2006: 121-177; 2014: 104-115).

13. El problema del consumo de alcohol entre los indígenas y su relación con la hechicería, la violencia o la rebelión han generado una amplia historiografía, entre otros Corcuera 1991; Gutiérrez (et. al.) 2004; Earle 2008: 18-27; Saldarriaga 2009: 16-37; Pita 2012: 143-170.

14. Esa fue una decisión tomada por Pedro de Valdivia, quien para dar a cada encomendero un número de tributarios acorde a sus méritos pero también para desarticular los cacicazgos originarios y las posibles alianzas militares entre ellos, "desmembró" en varias encomiendas estas agrupaciones aunque en lugares como el valle de Maule, ubicado a unos 400 kilómetros al sur Santiago, se conservaron grandes linajes indígenas (Contreras 2016).

15. AGI, Patronato 121, r. 5. "Nombramiento del gobernador Pedro de Valdivia al capitán Juan Jufré como juez como juez visitador de las encomiendas de la jurisdicción de Santiago", 1552.

16. AGI, Patronato 121, r. 5 "Nombramiento del gobernador Pedro de Valdivia al capitán Juan Jufré para castigar a los indios hechiceros", 1552.

17. Las fuentes españolas del siglo XVI chileno no definen específicamente lo que entienden por hechicería, limitándose a describir las supuestas acciones de los hechiceros, que fundamentalmente serían el hacer daño o causar la muerte a otros mediante pócimas venenosas y con la intervención de fuerzas sobrenaturales o demoniacas. Sobre la hechicería en Chile colonial: Dougnac 1981: 93-107; Casanova 1994; Valenzuela Avaca 2013.

18. Según Néstor Meza los nombramientos de jueces de comisión para perseguir las borracheras y la hechicería realizados por los gobernadores denotan una mayor intervención del Estado en el proceso civilizatorio de los indígenas (Meza 1951: 29). sin embargo, no es posible hacer una diferencia marcada entre dichos jueces y los cabildos, pues en Chile, durante la segunda mitad del siglo XVI, la institucionalidad monárquica estaba prácticamente capturada por los encomenderos y los capitanes de hueste.

19. Años más tarde el hijo mayor de Jufré, el capitán Diego Jufré de Loaisa, resumía de esta manera las gestiones realizadas por su padre, afirmando que:"...dio a cada encomendero los yndios que heran de su encomienda muchos de los quales saco de los montes donde estavan huidos y los hizo juntar en pueblos y que sembrasen y guardasen sus comidas por su año y que biniesen en paz encaminandoles al ser de hombres en lo qual se ocupo mucho tiempo e padesçio grandes travajos porque los dichos yndios hera gente mui barvara y que todos andavan desnudos y les faltava horden de justiçia y vida pulitica y despues aca an gozado de la quietud y estan rricos..." (AGi 128, r. 7: 13r. "Memorial de servicios del general Juan Jufré", 1576. Las cursivas son nuestras).

20. ANH. Real Audiencia 206: 207 v. "Declaración de Andrés Care, indio de la encomienda de Pedro Lisperguer", 1604.

21. En ese momento y hasta 1568 eran los encomenderos quienes nombraban a los doctrineros, lo que suprimió con una real cédula que entregó tal facultad a los obispos, quienes les debían fijar un estipendio pagado a prorrata por todos los feudatarios, lo que según Meza derivó en un régimen de mayor formalidad en la evangelización (Meza 1951: 29).

22. ANH, Cabildo de Santiago 3: 1-22 v. "Ordenanza de policía de la capital de Santiago de Chile", 1559.

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Fuentes inéditas citadas

» Archivo Nacional Histórico (AHn), Santiago de Chile

» Real Audiencia 206, f. 179. "Probanza de Bartolomé Flores en el juicio con Pedro Gómez por las tierras de Talagante", 1559.

» Real Audiencia 206, f. 207 vta. "Declaración de Andrés Care, indio de la encomienda de Pedro Lísperguer", 1604.

» Cabildo de Santiago 3, f. 1-22 vta. "Ordenanzas de policía de la capital de Santiago de Chile", 1569.

» Archivo General de Indias (AGi), Sevilla

» Patronato Real 121, r. 5. "Nombramiento del gobernador Pedro de Valdivia al capitán Juan Jufré como juez visitador de las encomiendas de la jurisdicción de Santiago", 1552.

» Patronato Real 121, r. 5. "Nombramiento del gobernador Pedro de Valdivia al capitán Juan Jufré para castigar a los indios hechiceros", 1552.

» Patronato Real 128, r. 7, f. 1-228: "Memorial de servicios del general Juan Jufré", 1576.

Fecha de recepción: 29 de mayo de 2016.
Fecha de aceptación: 07 de septiembre de 2016

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