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Memoria americana

versión On-line ISSN 1851-3751

Mem. am. vol.25 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2017

 

COMENTARIOS

Encuentro y (re)encuentro con Lorandi y la frontera oriental de Charcas y el Tucumán
In Memoriam de Ana María Lorandi (1936-2017)

Encounter and (re) encounter with Lorandi and the eastern frontier of Charcas and Tucumán
In Memoriam of Ana María Lorandi (1936-2017)

 

Mercedes Del Río*

* Investigadora independiente. Arlington, Estados Unidos. E-mail: mercedes3310@verizon.net

 

En un trabajo sobre Pierre Chaunu, Thierry Saignes (1992) señalaba la importancia de efectuar viajes a espacios apartados unos de otros, como así también la riqueza del viaje hacia el pasado (el otro lugar) mediante el estudio en los archivos (el otro sujeto). A este fascinante itinerario que nos regala nuestro ejercicio profesional le agregaba otro tipo de viaje, un recorrido más íntimo hacia el pasado personal (ego-historia). En esta oportunidad también voy a rememorar mi encuentro con Ana María Lorandi y en particular con la etno-historia andina.
Conocí a Ana María Lorandi a principios de los años ochenta. En esa época, Ana había regresado de Francia con su hija Valentina después de su divorcio del músico Enzo Gieco, para retomar su actividad docente en la Universidad de La Plata donde enseñaba Arqueología Americana y, al mismo tiempo, continuar con sus investigaciones en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
Al principio de su carrera como docente e investigadora, Ana María se había enfocado en la arqueología de Santiago del Estero y en el estudio del arte rupestre. Con motivo de asistir a un congreso internacional de arte rupestre en Huánuco, tuvo la oportunidad de conocer a John Víctor Murra y su proyecto interdisciplinario en torno del centro administrativo incaico de Huánuco Pampa (1967). Inmediatamente quedó profundamente cautivada por las lecciones del maestro sobre la importancia de la lectura etnológica de los documentos administrativos coloniales para evitar la visión cuzco-céntrica de las crónicas y, especialmente, por su renovada visión del Tawantinsuyu que le hizo replantear seriamente a Lorandi sus intereses profesionales. Sin embargo, esto solo lo pudo concretar unos años después cuando viajó a Francia en 1969 para luego radicarse en París entre 1976-1979.


Foto 1. “Mamá en Huánuco (Perú)”, 1967. Atención de Valentina Gieco-Fischer.

Desde un punto de vista profesional, su experiencia en París resultó un punto de inflexión en su carrera por demás enriquecedor. Allí pudo completar algunos estudios de posgrado en la Sorbonne, dictar cursos en la École des Hautes Études en Sciences Sociales y, sobre todo, participar en los Seminarios organizados por el historiador francés Nathan Wachtel con quien forjó una entrañable amistad que la acompañó durante toda su vida. En esa extraordinaria coincidencia Ana María tuvo el privilegio de participar de una época apasionada en que se comenzó a consolidar un nuevo paradigma del saber andino liderado por John Murra, el cual fue acompañado de acaloradas discusiones entre estudiosos de diferentes latitudes que -con una nueva mirada- comenzaban a desentrañar el mundo indígena andino después de la invasión española.
Durante esa época, las barreras de las ciencias sociales habían comenzado a tambalear y algunos académicos fueron empujados a indagar en nuevos campos transversales y distantes de sus pertenencias disciplinarias, a fin de superar esa estéril fragmentación del saber. Fue así como los estudios históricos del periodo colonial tuvieron un encuentro teórico y metodológico con la antropología, al que se sumaron, un poco más tarde, los aportes de algunas corrientes de la literatura y de la historia del arte que sin duda enriquecieron el innovador análisis de la etnohistoria o antropología histórica de las sociedades andinas. La revolución epistemológica que implicó la nueva interpretación de los Andes de John Murra y su impacto en el equipo francés liderado por Nathan Wachtel, junto a Pierre Duviols y Tom Zuidema entre otros estudiosos, le provocó una irresistible atracción, especialmente por la propuesta sobre la demolición de los antiguos modelos interpretativos del estado incaico y por los nuevos enfoques sobre los problemas derivados de las rupturas y las reconformaciones sociales andinas durante la conquista. El impacto teórico y metodológico de Murra en la obra de Lorandi (1978) se concretó en un sobresaliente artículo publicado en un número especial de la revista Annales editado por Nathan Wachtel, Jacques Revel -y coeditado por John Murra- donde pudo vincular los problemas arqueológicos con los procesos etnohistóricos. En ese renovador estudio logró superar el tradicional concepto arqueológico de “horizonte panandino”, basado en la difusión de rasgos culturales o de imperios, y proponer una nueva hipótesis explicativa centrada en el modelo panandino del control vertical y discontinuo de los diversos pisos ecológicos y el consecuente desplazamiento poblacional. Durante este periodo trató de formular nuevos interrogantes al material arqueológico; sin embargo, ya había decidido terminar su exitosa experiencia arqueológica e iniciar un camino novedoso pero incierto -el de la etnohistoria andina- y armar un equipo de trabajo e investigación en Buenos Aires que fuera capaz de interrogar el pasado de las sociedades complejas.


Foto 2. “Mamá en las cuevas”. Atención de Valentina Gieco-Fischer.

Precisamente, este fue el motivo de nuestro encuentro. Yo ven ía de una experiencia diferente y de un panorama académico desolador a causa de la dictadura militar. Había egresado de la carrera de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, en la que dominaba la orientación fenomenológica en los estudios etnográficos de las sociedades chaqueñas, la arqueología patagónica y el folklore literario. En aquella época los estudios andinos se reducían a un último y breve capítulo de la cátedra de Arqueología Americana centrado en los pioneros trabajos de John Rowe (1946) sobre el mundo incaico. Apenas egresada, y después de haber participado en los ideales y convicciones sociales y políticas de la época, tuve la oportunidad de enseñar tres disciplinas antropológicas en la carrera de Museología de la Universidad de Luján durante casi cinco años, y en el último año compartí con Daniel Santamaría1 un seminario en la carrera de Historia Latinoamericana de esa casa de estudios. Finalizaba la década de los setenta y había comenzado a discutir tímidamente en la última clase tanto el innovador modelo de John Murra (1975) sobre “el control vertical de múltiples pisos ecológicos” como la reciente publicación de su tesis sobre la organización económica y política del Tawantinsuyu, donde abordaba por primera vez los vínculos entre las agrupaciones indígenas (ayllus) y el estado incaico (Murra 1978). A estos importantes aportes sumaba la obra de Waldemar Espinoza Soriano (1978), los conceptos de reciprocidad y redistribución del estado incaico (Alberti y Mayer 1974) y el impacto de la desestructuración social y económica del mundo andino que Wachtel (1971, 1973) había desarrollado desde la novedosa perspectiva de “los vencidos”. Aunque estaba inclinada a incorporar las últimas tendencias bibliográficas, en los hechos era una experiencia muy difícil porque el mundo académico de Luján, como antes el de la Universidad de Buenos Aires, tampoco estaba enfocado en los Andes ni había grupos de trabajo con esa orientación, por lo tanto era muy complejo articular los novedosos trabajos de etnohistoria andina y, al mismo tiempo, iniciar la investigación y producción de conocimiento sin una adecuada dirección. Además, eran épocas tristemente turbulentas, los equipos de investigación estaban desarticulados, muchos académicos estaban exilados y la actividad científica se encontraba seriamente afectada. La experiencia en Luján terminó abruptamente en marzo de 1980, luego de su intervención, cierre -durante la dictadura del general Videla- y la subsecuente confección de “listas negras” que nos impidió a muchos docentes el ingreso a otras universidades hasta la instauración del proceso democrático en 1983. En este contexto, Daniel Santamaría me sugirió que me contactara con Ana María para formar parte de su equipo. Fue así que nos conocimos a fines de 1980 en un bar cercano a la Facultad, y con un café de por medio, nos entusiasmamos con la idea de iniciar los estudios históricos de la región andina meridional utilizando categorías antropológicas que nos permitieran otra lectura de las fuentes. Acababa de regresar de mi segundo viaje por los Andes acompañada por una antropóloga allegada y radicada en Lima, con quien tuve la extraordinaria oportunidad de conocer muchos pueblos y sitios históricos de los Andes en un amplio e intenso recorrido que partía de Tiahuanaco y Copacabana en Bolivia para luego recorrer Cuzco, Arequipa, Nazca, Callejón de Huaylas y, finalmente, llegar a Cajamarca en el Perú. El mundo andino me había atrapado y había decidido que quería comprender con mayor profundidad la vida social del campesinado indígena y para ello entendí que era importante estudiar los signos y las huellas de su pasado.
Desde principios de los años ochenta, Ana María había comenzado las excavaciones en el establecimiento incaico Potrero Chaquiago, emplazado en el área valliserrana central (Andalgalá, Catamarca), en donde observó la presencia de tradiciones cerámicas diferentes que interpretaba como un traslado de colonos originarios de las llanuras tucumano-santiagueñas a ese sitio administrativo. En aquel tiempo le interesaba integrar los datos arqueológicos con las fuentes históricas. Por eso, siguiendo esta línea de investigación, me propuso estudiar el problema de los desplazamientos de población o mitmaqkuna en el noroeste argentino utilizando documentación administrativa y crónicas. Aunque yo había tomado un curso de paleografía en la Facultad, mi falta de experiencia en los archivos, mis conocimientos básicos de la arqueología e historia del noroeste argentino y, peor aún, mi lejanía de las bibliotecas puesto que no vivía en Buenos Aires, me impedían llegar al tema y concretar una adecuada orientación en la investigación. Sin embargo, revisando la escasa bibliografía sobre el Noroeste argentino que tenía en mi biblioteca me topé con una antigua publicación del 1945 que me había regalado un profesor con motivo del cierre de Luján, su lectura me iluminó y diría que marcó definitivamente mi futuro camino. Se trataba de una importante investigación arqueológica sobre la quebrada de Purmamarca efectuada por Alberto Mario Salas (1945), la cual tenía un capítulo dedicado a la geografía y otro a la historia de la región. Salas aludía en una cita a pie de página a un documento del siglo XVI sobre los moyos-moyos, el que inmediatamente fui a revisar en la Biblioteca Nacional (García Viñas, 1851-1929). Se trataba de la transcripción de un voluminoso juicio entre españoles por la disputa de un grupo de sueres-juríes y moyos moyos emplazados en los valles entre las actuales Sucre y Tarija y cuyo manuscrito estaba depositado en el Archivo General de Indias, en Sevilla. Al discutir la situación de la frontera oriental del Tawantinsuyu, Ana María pudo identificar inmediatamente la importancia de la fuente para la tarea que estaba por iniciar porque mencionaba frecuentemente la presencia de juríes en territorio boliviano, los cuales eran precisamente originarios del borde oriental tucumano- chaqueño que tanto conocía. Trabajé casi un año en el análisis del documento, aunque sin frutos concretos porque me resultaba muy difícil percibir la complejidad de las relaciones interétnicas en la frontera debido a la alta movilidad de sus pobladores, la intensidad de los procesos interculturales y, particularmente, por la falta de acceso y/o ausencia de trabajos etnohistóricos -a excepción de la tesis sin publicar de Thierry Saignes (1974) sobre los chiriguanos- que hubieran iluminado mi estudio. No obstante, este enorme esfuerzo analítico me abrió más tarde el camino a otros estudios, más acotados, en colaboración con Ana María Presta, ya sea sobre la multietnicidad en Tarabuco y Yamparaez o sobre los churumatas del sur de Bolivia (del Río y Presta, 1984; Presta y del Río, 1993); y ese esfuerzo fue una suerte de hilo de Ariadna que me condujo en el laberinto de la etnohistoria de los valles y tierras altas de Charcas colonial que jamás abandone.
Iniciado el proceso democrático en 1984 Ana María comenzó a organizar su cátedra en la Universidad de Buenos Aires a la que me invitó a participar, junto a Ana María Presta, e iniciar los estudios andinos en Buenos Aires. Gracias al apoyo institucional pudo poco a poco materializar la formación de su equipo, nutrido por nuevos estudiantes y becarios. Sin duda, el entusiasmo, extrema generosidad y dedicación profesional de Lorandi fue lo que permitió no solo la organización de la Sección Etnohistoria, como una nueva orientación dentro de la carrera de Ciencias Antropológicas, sino también la formación de varias generaciones de investigadores cuyos estudios excedieron más tarde los límites del área andina para abocarse al estudio de otras áreas del país.


Foto 3. “Sección Etnohistoria y Cátedra”, 1986. Atención de Valentina Gieco-Fischer.

Durante m ás de una década de actividad científica junto a Lorandi en Buenos Aires tuve la ocasión de participar, junto a los otros miembros de la sección y bajo su dirección, de la organización del primer Congreso Internacional de Etnohistoria (1989) -y cuyo impulso ha continuado hasta el presente- asimismo compartí la cátedra Sistemas Socioculturales de América II con el cargo de Adjunta, concurrimos a congresos y, entre otras tareas, publicamos un texto con el resultado de nuestras reflexiones teóricas y metodológicas (Lorandi y del Rio, 1992) y otro trabajo en colaboración con José Gordillo (Lorandi, et al., 1999) donde comparamos la presencia de los archipiélagos étnicos en Cochabamba y el valle Calchaquí al momento del contacto hispano-indígena.
Aunque la problemática de la frontera oriental del Tawantinsuyu fue el motor del encuentro con Lorandi y el inicio de mi carrera, luego optamos por caminos y líneas de trabajo divergentes. Ana María y los nuevos jóvenes investigadores se abocaron al Tucumán colonial mientras que Presta y yo continuamos con los estudios del mundo aymara y charqueño, aunque compartiendo la cátedra y el equipo de Lorandi. En este sentido, fueron muy ricas las discusiones sobre las diferencias entre las organizaciones sociopolíticas e identidades colectivas del altiplano y los valles mesotérmicos de la actual Bolivia respecto a los pobladores de lo que llamaba la periferia sur-meridional del Tucumán, o en torno a las categorías clasificatorias de ambas regiones, aunque también sobre el impacto diferencial entre las comunidades locales y el estado incaico o simplemente acerca del intercambio; además de comentarios de las novedades bibliográficas o del tratamiento de las fuentes. El fruto de esta enriquecedora experiencia recayó más tarde en mi tesis doctoral sobre los cambios, continuidades y procesos de etnogénesis entre los pobladores de los valles cochabambinos del siglo XVI, bajo la dirección de Lorandi y defendida en la Facultad de Filosofía y Letras, UBA en 1997 cuando ya estaba radicada en los Estados Unidos (del Río, 2005). Todavía en los años noventa entendíamos la presencia de reinos o jefaturas aymara con una cierta pureza étnica u homogeneidad que comparábamos con las estructuras políticas más inestables del noroeste argentino. Aunque habíamos abandonado la visión esencialista de “lo andino”, todavía manteníamos un análisis un poco rígido sobre las organizaciones simbólicas y sociales de los Andes. Habíamos comenzado a repreguntar y volver a pensar en los datos etnológicos que ofrecían las fuentes de la época con un espíritu mas crítico para llegar a observar, años más tarde, la flexibilidad de las organizaciones de parentesco y simbólicas fruto del proceso colonial (del Río, en prensa).
Poco a poco Ana María se fue alejando del período de contacto para navegar por otras temáticas de la sociedad criolla tucumana hasta llegar recientemente al periodo independentista, mientras que en mi caso me dediqué a analizar con más detenimiento los problemas del control territorial, el sistema de autoridades y los conflictos locales que desembocaron en la violencia en Tapacari durante la coyuntura de las rebeliones andinas del siglo XVIII. Sin embargo en diferentes oportunidades comunes, ya sea en congresos internacionales y nacionales, en reuniones en su casa de Buenos Aires o en la mía en Washington DC, mostró interés en mis últimas investigaciones aportando, como siempre, nuevas sugerencias y haciendo preguntas precisas que me hacían reflexionar sobre los procesos históricos de larga duración.
En uno de sus últimos trabajos (Lorandi, 2015), escrito en realidad hace más de treinta años, cuando abandonaba la arqueología y se iniciaba en los estudios etnohistóricos, recorrió sus inicios profesionales en esa zona de transición ubicada al este de la región valliserrana, entre las laderas orientales de los Andes del Tucumán y la llanura santiagueña a la que llamó Tukuma -búho en quechua- o Tucumán -en español-. Se trata de un trabajo de síntesis logrado gracias a su amplia experiencia en la región, en donde integró de manera definitiva este borde meridional dentro de la macrorregión de la frontera sudoriental del Tawantinsuyu debido a que entendía que compartían aspectos culturales y ecológicos similares. Por un lado, una zona de identidades múltiples con cierta inestabilidad, activa presencia de colonos o mitmaqkuna étnicos o estatales y sobre todo la misma problemática de conflictividad cíclica frente al empuje de los grupos nómades como los chiriguanos y los lules que presionaban en Charcas, Tarija y el Tucumán.
Revisando en estos días unas fuentes sobre los curacas de la frontera oriental en Pocona y Mizque (s. XVI), con motivo de un trabajo en curso, y mientras recordaba mi “encuentro” inicial con Lorandi y leía su último trabajo sobre Tukuma-Tukuymanta (Lorandi, 2015) me encontré con una sorpresa: entre las tierras de los curacas del repartimiento de Mizque se hallaba la chacra Tucuma, cercanas al río del mismo nombre. Al revisar otras fuentes y bibliografía de la región para comprender con mayor precisión esta duplicidad de topónimos pude constatar que en ellas precisamente habitaban los “Juríes del Tucumán” (Schramm 2012; del Río 2011, 2010). De momento no podría dilucidar si se trataba de descendientes de los famosos guerreros juríes de Tukuma que, como belicosos flecheros, defendían allí también la frontera del inca o simplemente de un fenómeno colonial posterior, pero a todas luces fue un magnifico (re) encuentro con Lorandi y la frontera oriental.

Notas

1. Fallecido en un trágico accidente en febrero del corriente año.

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