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Memoria americana

versión On-line ISSN 1851-3751

Mem. am. vol.27 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2019  Epub 01-Jun-2019

 

ARTÍCULO DOSSIER

¿Una república de “indios puros”? Comunidad, autoctonía y legitimidad. Córdoba, Gobernación del Tucumán, siglo XVIII

A republic of pure indians? Comunity, authocthony and legitimacy. Córdoba, Gobernación del Tucumán, 18th Century

Sonia Tell1 

1 Instituto de Humanidades. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Universidad Nacional de Córdoba. Córdoba, Argentina. E-mail: sotell@ffyh.unc.edu.ar

Resumen

En este trabajo se analizan las posiciones de autoridades y vecinos sobre el estatus de los pueblos de indios de Córdoba y los criterios para definir quiénes eran miembros legítimos. Se confrontan con prácticas de integración de foráneos, movilidad de población y tributación a fin de entrever los criterios y prácticas de pertenencia a la comunidad. Primero, se sintetizan los complejos procesos de desestructuración y rearticulación que implicó el violento sometimiento de las sociedades indígenas de la Gobernación del Tucumán y la jurisdicción de Córdoba, en particular, tales como: su entrega en encomiendas, el reasentamiento de pueblos o grupos encomendados en las propiedades de sus encomenderos y/o su reducción en pueblos de indios. Se parte de la hipótesis que la movilidad voluntaria o forzada de la población indígena y la posterior recreación de vínculos comunitarios dentro de los pueblos de indios alimentaron posiciones antagónicas sobre su naturaleza y derechos.

Palabras clave: pueblos de indios; mestizos; membresía

Abstract

This paper analyses the positions of authorities and neighbours on the status of the indigenous peoples of Cordoba, and the criteria for defining their legitimate members. They are confronted with outsider integration practices, population mobility, and taxation in order to glimpse their criteria and practices regarding their belonging to the community. In order to do so, first we synthesize the complex processes of destructuring and rearticulating that implied a violent subjugation of the indigenous societies in this region; that is their distribution in encomiendas, the resettlement of peoples or groups in their encomenderos’ properties, and/ or their reduction in Indian towns. It is assumed that the voluntary or forced mobility of the indigenous population and the subsequent recreation of community ties within the Indian towns fuelled antagonistic positions about their nature and rights.

Key words: Indian peoples; mestizos; membership

Introducción

En el mundo rural-urbano de Córdoba, a lo largo del período colonial, fueron integrándose, y construyendo relaciones, personas y familias de distintos orígenes geográficos y culturales -población originaria de la zona y de otras áreas, esclavos africanos, inmigrantes españoles. Generaron, como en toda Hispanoamérica, una dinámica cuyos resultados la administración tendió a percibir y clasificar en términos de “pureza” y “mezcla”, sin que estas construcciones fueran necesariamente asumidas por esas personas para autodefinirse como individuos y como grupos. En los pueblos de indios, estas percepciones se entrecruzaron, además, con la identificación de los sujetos tributarios que se hizo más compleja a medida que avanzó el proceso de forasterización.

En este artículo partimos de la hipótesis de que, en el caso de Córdoba, esos procesos de movilidad de población y recreación de vínculos comunitarios en el siglo XVIII dieron lugar a posiciones diversas -y muchas veces antagónicas- acerca de la naturaleza y los derechos de los pueblos de indios. En otras palabras, contribuyeron a formar distintas percepciones acerca del estatus de estos pueblos o comunidades como entidades políticas, sociales y territoriales diferenciadas que entraron en contienda, y distintos conjuntos de criterios para definir quiénes eran los miembros legítimos de estos pueblos cuyos derechos debían ser reconocidos.

Para recorrer ese proceso partimos de una extensa síntesis de investigaciones dedicadas a las sociedades indígenas de Córdoba y a la Gobernación del Tucumán, que procura relacionar la reconfiguración del territorio indígena dentro de la estructura agraria colonial, la entrega de encomiendas, la formación de pueblos de indios, su tributación y registro y la movilidad de su población. En los dos últimos apartados presentamos el examen detallado de un conjunto discreto de documentos judiciales y de gobierno del siglo XVIII, integrando resultados de otras investigaciones -cuando es pertinente- para confrontar las percepciones hispanocriollas de la autoctonía y la “legítima” pertenencia a un pueblo de indios, con las prácticas de membresía de las propias comunidades indígenas. Esperamos con ello aportar una perspectiva que creemos no había sido integralmente desarrollada para esta jurisdicción, pero sobre todo una reflexión acerca de un problema vigente entre las comunidades comechingonas en la actualidad.

Invasión española, explotación del trabajo indígena y formación de una estructura agraria colonial

La experiencia colonial temprana de las sociedades nativas que quedarían sometidas al gobierno español en la Gobernación del Tucumán fue marcadamente afectada por la larga campaña militar española para “pacificar el territorio” en las tierras altas -Valles Calchaquíes y sector de la Puna que sería integrado a la jurisdicción de Jujuy- y la prolongada persistencia de la encomienda y la explotación de la mano de obra indígena mediante la exigencia de servicios personales (Lorandi, 1988). Los españoles que realizaron las primeras “entradas a la tierra” desde la década de 1530 encontraron una fuerte resistencia de las sociedades originarias de tierras altas, esto forzó a las huestes a retraerse y fundar las primeras ciudades en los piedemontes y tierras bajas -cuencas de los ríos Dulce y Salado. La invasión y el control español definitivo de las tierras altas tomaron 130 años, desde la primera entrada española a la Puna y Valles Calchaquíes alrededor de 1535 hasta la derrota militar de la resistencia en los Valles Calchaquíes en 1664, cuyos pueblos originarios fueron masivamente desterrados y entregados a vecinos feudatarios en pequeños grupos a lo largo y ancho de la Gobernación del Tucumán y también en la del Río de la Plata, al cabo de dos grandes campañas militares de “pacificación” (1630-1643 y 1659-1666). Este largo período de “actividad militar constante” protagonizado por distintas huestes españolas, que respondían asimismo a distintos proyectos de expansión desde Charcas y Chile, fue sostenido principalmente por los recursos humanos y materiales de las sociedades originarias de tierras bajas. Esto mismo colocó a los jefes de las huestes españolas en una sólida posición para negociar la implementación de las políticas de la corona (Palomeque, 2000: 103; 2005 y 2009).

La gran mayoría de los pueblos originarios sometidos durante este período fueron organizados bajo la institución de la encomienda privada de servicio personal, cuya renta era entregada en trabajo -servicios personales- a los encomenderos.1 Bajo este régimen, la explotación del trabajo indígena en obrajes textiles, arriería, labores agrícolas y ganaderas proveyó la base para las empresas mercantiles y la acumulación de riqueza de las primeras generaciones de vecinos feudatarios, que estuvieron en condiciones de negociar con gobernadores y oficiales de la corona altos niveles de explotación del trabajo de las unidades domésticas indígenas (Lorandi, 1988; Palomeque, 2000). Este tipo de encomienda perduró mucho más tiempo en la Gobernación del Tucumán que en las áreas centrales del Virreinato peruano, donde comenzó a ser desarticulada a partir de las Leyes Nuevas (1542-1544). En el Tucumán fue la institución dominante hasta principios del siglo XVIII, cuando el gobernador Urizar de Arespacochaga entregó las últimas encomiendas “cortas” y la institución entró en un período de declinación.2

Un siglo de campañas militares, la imposición del servicio personal, la comparativamente débil supervisión de los oficiales de la corona3 y los desplazamientos forzados de pueblos nativos -cuyo caso extremo fue el destierro masivo de población de los Valles Calchaquíes tras su derrota militar- tuvieron un impacto profundo en las sociedades nativas del territorio de esta gobernación. También alteraron el mapa étnico que había empezado a ser modificado por la intervención inka en la mayor parte de esta área, con excepción de Córdoba cuyas poblaciones indígenas no habían sido integradas por el Tawantinsuyu (Lorandi, 1988: 137).4 La tendencia general señalada varió en intensidad, velocidad y modalidades dependiendo de la organización sociopolítica de cada grupo, su relación previa con el Tawantinsuyu -que influenció las respuestas iniciales a las huestes españolas-, la integración o aislamiento de los circuitos mercantiles o la incorporación tardía en ellos (Palomeque, 2000; Farberman y Boixadós, 2006).

Dentro de ese proceso común, las sociedades originarias de las sierras centrales y sus llanuras circundantes,5 que quedaron en la jurisdicción de la ciudad de Córdoba, sufrieron uno de los más severos procesos de desarticulación, reagrupamientos territoriales y reconfiguraciones étnicas que es preciso rastrear desde el comienzo de la invasión y colonización puesto que ayudan a comprender cómo llegaron a construirse percepciones que deslegitimaron a los pueblos de indios en el siglo XVIII.

Al momento de las primeras entradas españolas, las sierras centrales estaban habitadas por grupos organizados en entidades políticas autónomas o semiautónomas, formadas por unidades mayores o “aldeas” y unidades menores o “segmentos de linajes definidos por residencia”. Estas entidades no estaban integradas en estructuras políticas centralizadas y tenían una organización basada en dos rangos de liderazgo: un líder principal y uno o más líderes subordinados, con relaciones laxas entre ellos sustentadas en amistad o parentesco. La subsistencia de estas sociedades de agroalfareros combinaba agricultura, caza, pesca y recolección con aprovechamiento de distintas áreas ecológicas. Entre estos segmentos o aldeas se conformaban alianzas pacíficas que incluían juntas para fiestas, recolección o caza, “el reconocimiento mutuo de derechos de distintos pueblos sobre los mismos recursos o áreas de aprovisionamiento” y uniones temporarias para la guerra que se habría producido principalmente por el control territorial (Laguens y Bonnin, 2009: 259, 344-345, 356, 370).

La desestructuración de estos grupos nativos por impacto de la invasión española se atribuye, en los estudios etnohistóricos, a la convergencia de varios factores: su menor complejidad sociopolítica en comparación con los pueblos de las tierras altas y de la mesopotamia santiagueña, el patrón de asentamiento disperso, la movilidad y la organización política segmentaria que los caracterizaba, el pequeño tamaño de las encomiendas, sus frecuentes desmembramientos y transferencias de un encomendero al otro,6 la captura de indígenas en las “malocas”,7 las “sacas” de indígenas,8 el traslado separado de familias, incluso de hombres y mujeres, que desfavorecía la reproducción familiar y comunitaria, entre otros. Los indios de encomienda fueron, en una alta proporción, reasentados en las estancias o casas urbanas de sus encomenderos, lo que permitió un rápido proceso de apropiación de la tierra por los españoles quienes prontamente la pusieron en producción para entrar a los circuitos de la emergente economía mercantil (Piana, 1992).

El desarrollo de las empresas agrarias en Córdoba se vinculó con la posición ganada por esta jurisdicción en los circuitos del sur del Virreinato peruano, dentro de una gobernación que tomó un lugar estratégico como camino al comunicar la Audiencia de Charcas y su Cerro Rico de Potosí con España -a través de una cadena de ciudades en el Tucumán y el puerto de Buenos Aires con salida al Atlántico. Los primeros años de inestable asentamiento español en la ciudad-fuerte de Córdoba -fundada en 1573 y trasladada a una nueva planta en 1577- se caracterizaron por una economía sin producción de excedentes. Rápidamente, en los años 1585/1590 prosperó una economía regional productora de excedentes exportables -agrícolas, ganaderos y textiles-, inserta en circuitos mercantiles de larga distancia que la conectaban con Brasil vía puerto de Buenos Aires, con Chile por Cuyo, con Paraguay y Charcas, además de cumplir un importante papel de nudo de tránsito y redistribuidor de efectos importados en las provincias vecinas (Garzón Maceda, 1968). Hacia 1630, en respuesta a la alta mortalidad indígena, la competencia de otras regiones y la prohibición de la circulación mercantil hacia el Atlántico, la economía regional se reorientó hacia la monoproducción ganadera -mulas, vacas y otros ganados- destinada al mercado de Potosí primero y al resto de los centros mineros andinos posteriormente (Assadourian, 1982). Recién hacia mediados del siglo XVIII, las exportaciones de Córdoba volvieron a diversificarse para atender la demanda de ganado vacuno de Cuyo y Chile, la de tejidos de lana y cueros del litoral y Buenos Aires y la de tejidos de lana de Paraguay, manteniéndose el comercio mular con los centros mineros andinos como el principal rubro mercantil de la economía regional (Assadourian, 1978; Arcondo, 1992; Punta, 1997).

Impulsada por esta expansión de la producción agraria, la apropiación privada de tierras se realizó bajo las modalidades propias de la época: mercedes de tierras y posteriores compraventas. El sector beneficiario se fue ampliando, desde el grupo inicial de vecinos feudatarios, para incluir a otros vecinos y “moradores” -residentes en la ciudad, no avecindados. La ocupación efectiva de tierras por los colonos desde 1573 hasta principios del siglo XVIII se produjo desde las sierras cercanas a la ciudad -principalmente el valle de Punilla- hacia la ruta al norte y las riberas de los ríos Primero y Segundo; luego avanzó hacia el resto de las sierras, el piedemonte y las riberas de los ríos Tercero y Cuarto (Ferrero y Nicolini, 2001; Ferrero, 2008). La distribución de los pueblos indígenas reducidos9 y los grupos encomendados asentados en las propiedades de sus encomenderos siguió este patrón, concentrándose en las sierras donde quedaron también las reducciones más perdurables.

En el siglo XVIII el paisaje agrario siguió transformándose: junto a pueblos de indios que iban disminuyendo en número, estancias que se habían multiplicado en el siglo previo y cuya principal fuerza de trabajo permanente eran los africanos o afrodescendientes esclavizados, las unidades campesinas se convirtieron en una presencia destacada, incluso predominante en muchas áreas de las sierras. Quienes las integraban ejercían control directo sobre el proceso de producción, cualquiera fuera la situación de sus tierras -generalmente ocupaban tierras sin título y, a veces, se asentaban en tierras privadas con previo acuerdo de su propietario. Su reproducción se basaba en la labor de la familia nuclear o extendida, aplicada al trabajo agrícola, ganadero y artesanal, aunque en momentos críticos de demanda de energía -generalmente al principio y al final del ciclo vital de la familia- era frecuente que incorporaran “agregados”, formando unidades domésticas más numerosas (Tell, 2008). En este mundo campesino -internamente diferenciado y relacionado con pueblos de indios y población esclava- las personas eran caracterizadas en los censos como indios, mestizos, mulatos, negros o pardos, categorías que no necesariamente dan cuenta de sus auto-adscripciones y sentidos de membresía -si bien eran de uso habitual en el lenguaje de la época.

Encomiendas, visitas y reducciones en pueblos de indios

En la última década, una nutrida producción de estudios de caso viene complejizando nuestra comprensión de la situación de las sociedades indígenas de Córdoba en el contexto previamente reseñado, indicando más casos de persistencias y reestructuraciones que los que se conocieran cuando se realizaron los primeros estudios etnohistóricos sobre la región, los cuales plantearon la virtual desaparición de los pueblos de indios ya para el siglo XVIII y la pérdida de identidades indígenas como resultado de la mestización.10

En virtud de estos avances conocemos que la composición de las encomiendas fue muy variada, y complejos sus procesos de conformación. Algunas de las encomiendas más tempranas fueron otorgadas sobre pueblos o grupos de pueblos -el principal y sus sujetos- que se redujeron en la misma área que habitaban y quedaron asentados en tierras propias,11 otras se conformaron a partir de la entrega de individuos y familias desterradas de los Valles Calchaquíes y/o de cautivos de guerra tomados en las “entradas a la tierra” y en las campañas militares a la “frontera” del Chaco,12 muchas se formaron o engrosaron mediante la agregación de familias e individuos de distintos orígenes territoriales y afiliaciones étnicas: grupos originarios del territorio de Córdoba y familias desplazadas desde áreas distantes y relocalizadas en las estancias y/o casas de los encomenderos.13 Entre las más tempranas, se contaron las que reunían bajo la tutela de un mismo feudatario grupos pequeños y geográficamente dispersos. Fue moneda corriente, además, que las encomiendas sufrieran desmembramientos, traspasos y reagrupamientos sucesivos (Piana, 1992; González Navarro, 2009a; Castro Olañeta, 2015 a y b; Zelada, 2015 y 2017)

La situación de los grupos encomendados con respecto a las tierras fue igualmente compleja y dispar. Algunos pueblos quedaron reducidos y asentados en tierras propias, dentro o fuera del área que habitaban o por la que se movían en el período prehispánico. Otros grupos encomendados -todo indica que la mayoría-14 quedaron dentro de las chacras y estancias de sus encomenderos (Castro Olañeta, 2006; 2015 a y b). En ocasiones se les señaló tierras de manera informal para sus sementeras pero no siempre pudieron hacer uso de ellas (Zelada, 2017). En las últimas décadas del siglo XVI, una práctica reiterada fue la de otorgar a los vecinos feudatarios tierras contiguas a las de los asientos de sus pueblos encomendados, para facilitar el acceso a la mano de obra indígena, la ocupación de hecho de esas tierras y su posterior legalización bajo pretexto de estar ya despobladas, o emprendimientos productivos del encomendero en las tierras del asiento indígena (Piana, 1992). Otra práctica corriente fue el traslado de los indios de encomienda de un asiento a otro, o su circulación entre las propiedades privadas de sus encomenderos (Schibli, 2015 y 2016).

Además de los señalamientos puntuales de tierras que hicieron distintos gobernadores, y que conocemos sólo muy parcialmente por estudios de caso, durante el siglo XVII dos momentos de inflexión fueron las visitas generales que se concretaron en la gobernación: las de los oidores Francisco de Alfaro (1611-1612) y Antonio Martínez Luján de Vargas (1692-1693). Ambas “crearon” o confirmaron derechos a tierras encuadrados en la normativa indiana para los indios encomendados (Castro Olañeta, 2015 a y b), aunque muy recortados y respondiendo a un patrón de ocupación territorial, acceso a los recursos y organización política diferente al prehispánico: el de las reducciones en “pueblos de indios” ya puestas en práctica en los virreinatos de Nueva España y Perú desde mediados del siglo XVI, que se replicaron en la Gobernación del Tucumán en sus rasgos fundamentales -si bien con adaptaciones particulares.

Como es bien conocido, Francisco de Alfaro fue enviado por la Audiencia de Charcas a visitar las provincias del Tucumán, Río de la Plata y Paraguay con la misión de suprimir el servicio personal, tasar los tributos y desagraviar a los indios tras numerosas denuncias de jesuitas y algunos gobernadores. Su visita concluyó con el dictado de un conjunto de Ordenanzas para la Gobernación del Tucumán en 1611-1612 -además de las dictadas simultáneamente para Paraguay y Río de la Plata-, que definieron la organización de las reducciones indígenas vigente hasta el final del período colonial en cuanto a tierras comunales y autoridades étnicas.15

Las ordenanzas de Alfaro establecieron los criterios para reducir a cada grupo o pueblo encomendado en un pueblo de indios, asignarle las tierras necesarias para su reproducción, construir una capilla en ellas y tasar el monto del tributo a pagar por cada varón adulto. Aunque esta visita fue un serio intento para desmantelar el servicio personal, Alfaro no lo eliminó por completo en sus ordenanzas sino que dio la posibilidad de conmutar la tasa -calculada en dinero, y a pagar en dinero o en productos de la tierra- por un número de días de trabajo, además de regular los conciertos voluntarios de indios por jornal fuera de los pueblos de indios.16 Tampoco suprimió la encomienda privada ni dispuso que retrovirtieran a la corona (Castro Olañeta, 2010), no explicitó criterios para calcular la cantidad de tierras que le correspondía a cada pueblo y familia -las que él mismo asignó al parecer fueron escasas y no hay referencias de que entregara títulos (Palomeque, 2000: 125).17 Las Ordenanzas, en suma:

regularon un sistema similar al del resto del virreinato [del Perú], donde la familia indígena sometida al sistema colonial español sólo podía reproducirse parcialmente dentro de las tierras que les reconocieron como de comunidad, mientras era coaccionada a insertarse en las relaciones mercantiles y a subsidiar a la economía española (Palomeque, 2000: 127).

La siguiente visita general a la gobernación fue hecha por el oidor Antonio Martínez Luján de Vargas en 1692-1693, con el objetivo de desagraviar a la población encomendada y “recordar” la vigencia de las ordenanzas de Alfaro, escasamente observadas.18 Castro Olañeta (2015b: 86) recalca que, a su paso, el visitador encontró una variedad de “situaciones o momentos de procesos diferenciados de las poblaciones encomendadas”, tanto hacia la desestructuración como hacia la consolidación de pueblos de indios. El abanico comprendía desde pueblos de indios con tierras, autoridades étnicas y tributarios asentados, hasta pueblos en proceso avanzado de abandono de su asiento o desarticulación; desde indios asentados en las tierras privadas de sus encomenderos -algunos de los cuales recordaban sus pueblos de origen y otros no-, hasta encomiendas que sólo conservaban el nombre, ya sin indios tributarios, entre otras situaciones intermedias. El amplio rango de situaciones relevado por la autora pone de relieve la complejidad y diversidad de los procesos atravesados por los pueblos sujetos a la encomienda privada en los siglos XVI y XVII en Córdoba, y las particularidades de una gobernación donde esa institución recién empezó a declinar iniciado el siglo XVIII.19

En este contexto, Manuel de Ceballos Neto y Estrada, comisionado por el oidor, hizo en 1694 el reconocimiento de las tierras de los pueblos de reducción preexistentes y sus capillas, y la asignación de tierras a grupos asentados dentro de las propiedades de sus encomenderos (Castro Olañeta, 2015b). A diferencia de Alfaro, Luján expidió instrucciones precisas para calcular la superficie a adjudicar según el número de indios de encomienda y especificó los requisitos a cumplir en cuanto a calidad de las tierras, acceso al agua y distancia que debían guardar con la casa del encomendero.20 Aunque el Oidor dispuso que los encomenderos extendieran escrituras ante el escribano del cabildo, en Córdoba la mayoría no lo verificó y posiblemente los pocos que lo hicieron se quedaron con las escrituras. Hasta ahora corroboramos para un solo pueblo -San Jacinto/ San Marcos-21 que la comunidad conservó el original o una copia del acta de demarcación y toma de posesión de las tierras (Tell, 2012). Por otra parte, no encontramos indicios de compras colectivas o individuales de tierras por parte de los indígenas durante el período colonial.

El marco legal establecido por Alfaro, su visita a los pueblos y la separación entre tierras de indígenas y de españoles, sumados a la asignación formal de tierras por Luján de Vargas fueron intervenciones importantes de la Audiencia de Charcas para la organización institucional y los derechos de tierras de los pueblos de indios. Ambas visitas y medidas implementadas por otros gobernadores en el siglo XVII22 lograron imponer algún grado de control sobre los encomenderos, pero entendemos que no cambiaron la tendencia general hacia una significativa reducción del número de pueblos y grupos encomendados. Una aproximación parcial al universo de encomiendas entregadas en la jurisdicción da una medida de este proceso: de los 36 pueblos y grupos encomendados visitados por Luján de Vargas en Córdoba en 1692-1693, pudimos rastrear 21 desde la fundación de la ciudad en 1573 hasta 1900. De ellos, a fines del siglo XVIII persistían unos 10 pueblos de indios,23 ya todos en cabeza del rey. En las décadas de 1880 y 1890, cuando el gobierno provincial emprendió la expropiación parcial y la subdivisión de las tierras comunales, sólo 6 de aquellos pueblos fueron reconocidos como “comunidades indígenas” (Tell y Castro Olañeta, 2011). Cabe atribuir esta tendencia, en parte, al colapso demográfico durante los siglos XVI y XVII y al traumático proceso descripto que condicionó las respuestas adaptativas de las sociedades originarias de la región. Debe considerarse también el drenaje de familias y personas que quedaron residiendo en las estancias y casas urbanas de sus encomenderos, o se desprendieron de sus encomiendas o pueblos de reducción para integrarse en una sociedad campesina en pausada formación, donde tejían relaciones personas de ascendencia indígena, africana y europea. Muchos de los integrantes de esa sociedad eran reconocidos como “indios”, y/o se auto-adscribían como tales sin formar parte de las reducciones formalmente reconocidas.24

Siglo XVIII: historias compartidas, derroteros divergentes

Durante el siglo XVIII, los pueblos de reducción persistentes experimentaron un crecimiento importante de la población y del número de indios de tasa,25 siguiendo una tendencia general de crecimiento de la población presente, por lo menos, desde mediados de siglo. Desde la demografía histórica se remarcó la disminución de la mortalidad epidémica como un factor gravitante en esa tendencia de la población en general -que reunía a los registrados como “españoles” y “naturales” en los libros parroquiales- (Arcondo, 1992). Desde la historia económica y social se sugirió que, durante la larga retracción del sector mercantil de la economía regional en la primera mitad del siglo, los grupos subalternos se habrían beneficiado del predominio de la economía de subsistencia y la liberación de tiempo de ocio, lo que pudo haber definido “un conjunto de condiciones favorables para la dinámica demográfica de la población indígena y de castas” (Assadourian, [1968]: 1982: 55). Desde los estudios sobre tributación indígena se llamó la atención sobre la progresiva mejora en el registro fiscal de los contribuyentes, propia de las administraciones borbónicas, que hizo más visible ese crecimiento (Ferrero, 2017).

Además de esos factores, creemos que para explicar las supervivencias de unos pocos, pero demográficamente consolidados, pueblos de indios en Córdoba es preciso rastrear en sus historias coloniales las complejas prácticas que les permitieron reproducirse o recrearse como comunidades, en contra de la tendencia dominante del sistema colonial que parecía, en la Gobernación del Tucumán, empujar hacia su desarticulación y dispersión. Cabe considerar también las características de esas sociedades al momento previo a la invasión, ya que pudieron haber influido en el desarrollo de esos patrones de adaptación en resistencia. Este rastreo es, al mismo tiempo, punto de partida para explorar la inserción en el mundo urbano y rural de aquellos pueblos que transitaron hacia otras formas de organización social.

Por estas trayectorias divergentes nos preguntamos en publicaciones previas, a partir de una aproximación casuística y comparativa (Tell y Castro Olañeta, 2011 y 2016). Más que un estricto patrón común que explique por qué algunos pueblos de indios permanecieron organizados y reconocidos bajo ese estatus y otros no, advertimos algunos conjuntos de variables que se combinaron para contribuir a ese resultado. Reconocimos dos grupos entre los pueblos que persistieron hasta fines del siglo XVIII o fines del XIX. Por una parte, cinco se contaron entre las primeras encomiendas otorgadas a las huestes españolas: Quilino, Soto, Nono, Salsacate y San Antonio de Nonsacate. Se trataba de grupos locales que fueron tempranamente reducidos en la misma área que ya habitaban y podemos hablar, al menos, de continuidad del sitio, si no de los propios grupos. Por otra parte, cuatro -San Jacinto/ San Marcos, La Toma, San Joseph/ Los Ranchos y Pichana- fueron creados mediante la agregación de un número pequeño de personas o familias desplazadas desde los Valles Calchaquíes u otras áreas, indígenas tomados como “piezas” en la guerra y personas o familias procedentes de grupos locales; todos ellos tuvieron que recrear lazos sociales en sus nuevas reducciones y crecer desde una base demográfica inicialmente muy pequeña.

La asignación de tierras comunales, su ampliación o su reconocimiento y confirmación por el visitador Luján de Vargas tampoco aparece como un factor que por sí solo garantizara la persistencia de los pueblos en todos los casos. De veintitrés donde se produjo esa intervención, sólo seis se mantuvieron hasta fines del siglo XVIII o XIX: San Joseph, San Jacinto/ San Marcos, Cosquín y Pichana cuyas tierras fueron adjudicadas por el oidor; Salsacate y San Antonio de Nonsacate cuyos derechos de tierras fueron confirmados, además de ordenarse la construcción de la capilla (Castro Olañeta, 2015b). En Quilino, Soto y Pichana se combinaron el control continuo de una extensión amplia de tierras con una mayor entidad demográfica. La ausencia de pleitos por tierras en estos tres pueblos, en contraste con otros que litigaron durante décadas para defender las suyas,26 podría estar dando cuenta de particularidades de la estructura agraria de cada zona y de respuestas alternativas de cada grupo para mantener el control de sus tierras y recursos -hipótesis a contrastar.

Entre los pueblos que se mantuvieron a lo largo de su historia colonial cabe considerar también características de su organización prehispánica, de su temprana reducción y su trayectoria como encomiendas. Núcleos de alta densidad demográfica prehispánica reducidos muy tempranamente en parte de su territorio prehispánico, que permanecieron encomendados a feudatarios de una misma familia en sucesivas vidas, como es el caso de Soto y Quilino, se destacaron por su larga persistencia (Tell y Castro Olañeta, 2016). Según la hipótesis de Ochoa (2015) Soto, además, pudo haber sido favorecido por la reunión de este pueblo con los de Salsacate y Nono bajo tutela de un único encomendero -posibilidad habilitada por la ordenanza 113 del oidor Alfaro-, si bien no llegaron a reducirse los tres pueblos en un solo asiento. Es el único pueblo que no surgió de una encomienda privada sino de la asignación de familias quilme al cabildo de Córdoba (La Toma), a las que seguramente se sumó población indígena ya asentada en la ciudad; quizá el hecho de mantenerse al margen de la encomienda y con tutela del cabildo contribuyera en su persistencia. Además, La Toma recibió a los trasladados desde Ministalalo en 1788 por disposición del gobernador intendente.27

Hasta aquí, la síntesis de investigaciones previas nos ha permitido delinear el campo de fuerzas en tensión donde algunas prácticas llevaban a la liberación y dispersión de la población de las reducciones indígenas, mientras otras reforzaban la reproducción grupal y la integración de “foráneos”. La hipótesis que exploramos a continuación sostiene que el crecimiento demográfico y la movilidad de población, en una jurisdicción con desestructuraciones y recomposiciones étnicas y sociales como las descriptas, incidieron en la construcción de antagónicas representaciones sobre los “indios” y “pueblos de indios” en el siglo XVIII, en el contexto del renovado esfuerzo de los Borbones por contar, clasificar y tasar a la población y de los cambios institucionales que promovieron en el ramo del tributo y en el registro de los contribuyentes, haciendo más visible los procesos de forasterización en el territorio del antiguo Virreinato del Perú. Procuraremos aproximarnos a estas perspectivas en contienda mediante un análisis propio de documentación del siglo XVIII, e integraremos con idéntico propósito los resultados de las investigaciones sobre prácticas de tributación y registro de tributarios.

Una república de indios “puros”: políticas de la genealogía

En 1785 el gobernador intendente de Córdoba, Rafael de Sobremonte, resumía con estas palabras la percepción de los vecinos y las justicias de Córdoba sobre los pueblos de indios:

[…] estos que se denominan pueblos no lo son realmente sino en el nombre por su constitución y forma de gobierno que hasta aqui han tenido de muchos años a esta parte: que cada uno de los individuos que lo componen abitan esparcidos en sus ranchos en considerable distancia los unos de los otros y algunos en los montes en varios de ellos sin que se les reconozca tener forma de Republica28

Varias capas de significado se apilan en el uso de la palabra república por el gobernador intendente, que remiten al vínculo entre territorio, jurisdicción, población y autoridades a cargo del gobierno político y económico, contenido en esta voz. Sabemos que la república era la expresión de un modelo de colonización consistente en la reunión de la población en un asentamiento compacto al estilo hispánico, con casas organizadas en un patrón cuadricular, una plaza, la casa de cabildo y una capilla en el centro; en este sentido, era similar o cercana al pueblo como una entidad jurisdiccional discreta. En la concepción ibérica, la congregación de personas en este tipo de asentamientos era la base para -y la expresión de- la existencia de una comunidad social y política, como así también un espacio ritual que descansaba sobre un “modelo de territorio sagrado” condensado en la iglesia y la identificación del pueblo de indios con un santo patrón local que, a menudo, se hacía presente en los patrones de nominación cuando se combinaba el nombre del santo con un topónimo local para llamar al pueblo. La relocalización de grupos nativos en los pueblos de reducción contenía, además, un proyecto civilizatorio ajustado a una particular concepción ibérica del orden, las buenas costumbres y la observancia de la ley -la vida en policía o la vida cristiana y política- (Platt et al., 2006: 520). El gobernador intendente también mencionó otro componente clave aunque desdeñando su importancia entre los pueblos de indios de Córdoba: “su constitucion y forma de gobierno”, refiriéndose con ello a la idea de república como gobierno de lo público y a la necesidad de un cuerpo de representantes e intermediarios que tutelaran ese cuerpo social e hicieran viable su gobierno por parte de la corona.

En el discurso de vecinos y autoridades hispanocriollas la ausencia de forma de república, entendida como sinónimo de pueblo, estaba relacionada estrechamente con otra: no había “indios puros” entre aquellos “que se denominan pueblos”, según señalaba Sobremonte, debido a la mixtura biológica entre los indios originarios -los naturales del pueblo y descendientes de las antiguas encomiendas- con gente de origen europeo y, sobre todo, africano.29 Para ellos, los de Córdoba eran más pueblos de castas que pueblos de indios. De este modo, las nociones de república, comunidad, hibridación o miscigenación e impureza formaban un campo semántico que estaba relacionado con la inexistencia de vínculos comunales. Cabe la mejor síntesis de esto a un administrador de estancia que describió al vecino pueblo de San Jacinto como la adición de

[…] algunas parcialidades o familias de indios, mulatos y negros libres que con titulo de pueblo de San Jazinto hazen un conjunto de gentes varias que no pueden componer comunidad mayormente en tierras de que no tienen titulo ni propriedad y solo con el nombre de pueblo30

¿Cómo formaban los vecinos y autoridades locales su percepción del grado de pureza de los pueblos de indios? El proceso se hace explícito en los escritos del capitán recaudador de tributos y juez cuadrillero Ramón Cáceres, en ocasión de expulsar a varias familias del pueblo de San Antonio de Nonsacate en 1779.31 Llamado a declarar ante el gobernador, justificó esta acción aseverando que los desalojados eran agregados que habían sido llevados al pueblo de indios por el cacique, con el propósito de mantener suficientes tributarios para retener las tierras -con esto advirtió, de paso, la importancia del pacto tributario con la corona. En su deposición distinguió entre indios foráneos -forasteros-, indios legítimos -originarios- y agregados. En su esfuerzo por demostrar que los desalojados eran agregados y no naturales del pueblo proveyó un reporte biográfico excepcionalmente detallado de cada uno de ellos, que nos permite capturar el flujo de personas y categorías entre pueblos de indios, estancias y migrantes en un área que cubría las sierras y el noroeste de Córdoba, el valle de Catamarca, Santiago del Estero y La Rioja. Retrató de este modo a los desalojados:

Sebastián Santuchos, mestizo “nacido y criado en la estancia de San Pedro” propiedad de Manuel Noble Canelo; su madre era india de Santiago del Estero “y el se ha publicado por hijo del referido Canelo”; “casado con una india o meztiza de la sierra del valle de Catamarca y solo intruso en el referido pueblo”.

Su hijo Julián, casado con una “mulata foranea criolla” de Ischilín.

Francisco Garay, “mestizo cuarteron”, hijo de “un caballero apellidado Garay” y de una india mocoví “que bibió y murio en poder de don Joseph Clemente Olmos” -vecino feudatario y abuelo del informante; la india pudo ser encomendada o de servicio-; nacido y criado en la estancia del mencionado Olmos. Casado con una “criolla de esta ciudad”, además vivió en San Juan -presuntamente prófugo por delitos- y a su regreso se instaló en el pueblo de San Jacinto.

Luis Ferreyra, “mulato publico” criado en la casa del mismo Joseph Clemente de Olmos, casado con una “mulata foranea del pueblo de San Jacinto”. El padre de Luis -y quizá también él- era oriundo del pueblo de Quilino y había sido criado por Olmos.

Juan Romero, “mestizo vallista” de la sierra de Catamarca, casado con una mestiza al parecer residente en San Jacinto pero no oriunda del pueblo; habían estado en la “casa de Saguión” de la familia Olmos antes de trasladarse a San Jacinto, presumiblemente por un conflicto entre su mujer y los propietarios. En este, como en otros casos, Cáceres omitió precisar los tiempos de residencia en cada uno de esos lugares.

Nicolás, mulato, “nacido y criado” en la estancia de Caminiaga, propiedad de la familia, casado con una mulata del mismo lugar.

Joseph Domingo, mulato del pueblo de Soto, casado con la hija de Felipe y de “una india del pueblo de San Jacinto, que corre por mulata, segun notoria voz”. Felipe era hijo de una india llamada Yunucha, quien “no fue del pueblo de San Antonio, y por sus malocas se vino alli, trahendo ya al dicho Phelipe, muchacho de a caballo”.

Leandro, mulato nacido y criado en el paraje de Chinsacate, casado con hermana legítima de la mujer de Joseph Domingo.

Ignacio Guzmán, indio natural del Perú, casado con la hija de Yanucha -¿la misma Yunucha antes referida?- y un “mestizo perulero”. El cuadrillero alegó no haber quemado el rancho de esta pareja, por estar asentada en tierras pertenecientes a los herederos de Joseph de Olmos, fuera del pueblo.

Francisco Estrada, mestizo cuarterón hijo de don Gregorio Estrada y una india de San Jacinto, a quien sacó del pueblo para llevarla a vivir en tierras de los Olmos, donde permanecieron con sus hijos hasta que murieron. Francisco se casó con una “mestiza cuarterona” de la jurisdicción de La Rioja. Según Cáceres, vivió la mayor parte del tiempo agregado en tierras de Joseph de Olmos y “jamas ha querido confesarse por del pueblo, ni darse a el aunque los indios lo han solicitado y procurado que se declarase por del pueblo”.32

La narración que hizo Cáceres de la genealogía y las historias de vida de los “ilegítimos” recrea vívidamente el tejido de experiencias, los estrechos vínculos de parentesco y domésticos y el filtro ideológico que nutría la construcción y el uso de las palabras indio, mestizo y criollo por parte de los vecinos que estaban en contacto cotidiano con los pueblos de indios. Las biografías trazadas por él reunían varios marcadores: fenotipo, genealogía, relaciones sociales, trayectoria social y espacial previa, origen y crianza.33 Cáceres sostenía que los únicos indios que podían reclamar derechos a las tierras eran aquellos que habían nacido de -y sido criados por- una madre india y un padre indio, también nacidos en el mismo pueblo y que siguieron residiendo en su lugar de nacimiento. Sólo aquellos que cumplían estos requisitos merecían el adjetivo de legítimos del pueblo, mientras que el resto -no sólo los de “sangre mezclada” sino incluso aquellos que eran categorizados como indios o nativos de otros pueblos de indios o “reinos”- eran agregados que merecían ser desalojados. Los vecinos y autoridades supieron hacer uso político de esta forma de concebir la genealogía, cada vez que solicitaron la expropiación y fusión de pueblos.

Espacios indígenas: movilidad y tributación

Las prácticas que sostenían la reproducción social de la población indígena nos dirigen hacia formas alternativas de interpretar su persistente auto-identificación como “indios” pertenecientes a, o “naturales de” un pueblo de indios en los registros documentales del siglo XVIII. Para explicar estas construcciones de la membresía creemos preciso atender a los patrones de movilidad de la población y recepción de foráneos -no cuando esta fue producto de los traslados hechos por los encomenderos y gobernadores sino cuando fue deliberada, resultado de una estrategia colectiva de reproducción o de la trama de vínculos dentro del mundo rural- y a otras prácticas comunales que integraban los pueblos en esas trayectorias de movilidad.

Recordemos que durante el siglo XVIII los pueblos de indios experimentaron un crecimiento demográfico importante. Gracias al estudio de Ferrero (2017) sabemos que ese crecimiento estuvo alimentado tanto por la descendencia de uniones que podríamos calificar de endogámicas, desde un estricto criterio de parentesco y residencia, como por el aporte de foráneos establecidos por distintas vías: alianzas matrimoniales con oriundos del pueblo y establecimiento de familias foráneas con anuencia de la comunidad. La autora detectó nodos de movilidad entre pueblos de indios o dentro de áreas territoriales discretas -hacia o desde parajes rurales y estancias- a fines del siglo XVIII y destacó la naturalidad con que eran percibidos estos movimientos al interior de ese espacio indígena. Uno de esos nodos precisamente conectaba al pueblo de San Antonio de Nonsacate con Soto, Pichana y San Jacinto; al parecer las relaciones de este conjunto con Nono, Quilino, Salsacate y Cosquín eran más marginales, aunque los dos primeros tenían intensas relaciones con parajes circundantes y jurisdicciones cercanas (Ferrero, 2017: 90). Este espacio se ampliaría si siguiéramos los trajines de los indios por las rutas de Córdoba, Catamarca, La Rioja, Santiago del Estero, San Juan y otros territorios que integraban las áreas de tráfico e intercambio de productos por parte de indios y campesinos (Tell, 2017a).

Las genealogías, alianzas y trayectorias de los desalojados de San Antonio de Nonsacate dan cuenta de esa habitualidad de movimientos entre pueblos de reducción, estancias privadas, parajes rurales y territorios pertenecientes a distintas jurisdicciones, conectados por relaciones de larga data entre sus poblaciones. Las parejas formadas por naturales de distintos pueblos de indios (Quilino, Soto, San Jacinto) trasladados a un tercero (San Antonio) así como los hombres, sus madres y esposas procedentes de Catamarca, La Rioja o Santiago del Estero, también dan cuenta de ese amplio espacio indígena que excedía y conectaba los pueblos de reducción. Las mujeres tomadas cautivas y trasladadas a propiedades privadas, cuyos hijos terminaron naciendo y/o residiendo en pueblos de indios, ponen de manifiesto asimismo las reconfiguraciones étnicas operadas al interior del mundo indígena.

Mapa. Recorte de “Carte des provinces de Cordova et San Luis” de Victor Martin De Moussy (1873), modificado por la autora. No contamos con cartografía tan detallada para el XVIII.Se marcaron los lugares mencionados en el expediente: parajes con círculos y pueblos de indios con rombos. La ubicación de Saguión y de San Antonio de Nonsacate, agregados en el mapa, es aproximada. San Jacinto aparece con el nombre de San Marcos. El lugar llamado Rosario corresponde al antiguo emplazamiento del pueblo de San Joseph -donde se creó a principios del siglo XIX Villa del Rosario. El pueblo de La Toma no aparece individualizado porque se emplazaba junto a la ciudad de Córdoba. 

El sostenimiento de cierta base demográfica, importante por sí misma, también se relacionaba con la necesidad de cumplir con el pago del tributo y ocupar las tierras comunales. Al pago de la tasa -que debía garantizar el reconocimiento del pueblo con sus tierras y autoridades- contribuían aquellos no nacidos en el pueblo ni descendientes de sus naturales pero que se adscribían a la comunidad. Referencias diversas permiten apreciar que era una práctica de larga data: en 1749 se hablaba de los “agregados que bienen de barias partes a yntroducirse y hacerse de encomienda”.34 Hacia fines de siglo un cura doctrinero los denominaba “taseros voluntarios”, pues hacían acuerdos reversibles que duraban el tiempo que residieran en el pueblo.35 Su reverso eran los desacuerdos entre los curacas y aquellos habitantes de sus pueblos que se negaban a ser “havidos y tenidos por indios” y a pagar la tasa (Ferrero, 2017: 124). Desde la puesta en vigencia de la Real Ordenanza de Intendentes para el Río de la Plata (en adelante ROI) de 1782 y de la Instrucción Metódica de 1784,36 en Córdoba estos taseros fueron incluidos también -negociación mediante con los capitanes recaudadores de tributo- en el padrón de tributarios y en las listas llevadas semestralmente por los capitanes recaudadores, algunos “con la venia del gobernador” (Ferrero, 2017).

La organización colectiva para el empadronamiento de indios de tasa y para el pago del tributo comenzó a delinearse en la transición de encomiendas privadas a pueblos en cabeza de la corona. Los nueve pueblos que fueron incluidos en la revisita de 1785 se habían organizado para seguir pagando el tributo, una vez que vacaron como encomiendas privadas -Cosquín, Nono, Soto, Pichana, Salsacate, San Antonio de Nonsacate, San Jacinto/ San Marcos y Quilino- a través de sus administradores o capitanes recaudadores37 (Schibli, 2016), o bien habían negociado comenzar a pagar la tasa en lugar de prestar otros servicios (La Toma).38 Con excepción de Salsacate, este conjunto persistió con sus tierras en común y sus autoridades hasta el siglo XIX. En cambio otras comunidades aún existentes en 1785, como Ministalalo, San Joseph y Santa Rosa, de las cuales no tenemos constancia documental que pagaran tributo en esa transición, no fueron visitados ese año y retuvieron sus tierras en común por pocos años más (Tell y Castro Olañeta, 2016).

Las revisitas de 1785-1786 y 1791-1792, que aplicaron por primera vez de manera sistemática en la Gobernación del Tucumán la distinción entre originarios y forasteros, habilitaron a los pueblos de indios de Córdoba a aceitar las prácticas de tributación y empadronamiento desarrolladas en esa transición. Ferrero sistematizó los pasajes de individuos entre las categorías utilizadas en dichas revisitas -“originarios y forasteros con tierras”, “forasteros sin tierras”, “mulatos”, “mestizos” y “negros”. Observó que en casi todos los pueblos de Córdoba empadronados en la primera fecha, entre 50% y 78% de su población se incluyó en la categoría de originarios y forasteros con tierras. Entre los forasteros sin tierra, negros, mulatos y mestizos,39 se incluyó un alto número de personas de origen externo. Los criterios de re-clasificación aplicados en 1792 engrosaron el grupo de los originarios, puesto que los hijos nacidos de uniones entre originarios/as y externos -revistieran como forasteros sin tierras, negros, mulatos o mestizos en la revisita de 1785- tendieron a ser re-categorizados como originarios y forasteros con tierras (Ferrero, 2017: 79-80, 95-96).

En virtud de estos y otros datos, la autora plantea la hipótesis de que los forasteros sin tierra conformaban un grupo, continuamente alimentado, de migrantes recientes cuyo origen aún se recordaba, mientras los migrantes cuyo origen no fue señalado en los padrones, o aquellos de segunda generación, fueron integrados en el núcleo de los originarios. Remarca además que esos pasajes de una categoría a otra no fueron sólo resultado de los criterios clasificatorios aplicados por los oficiales borbónicos, dentro de las posibilidades ofrecidas por la grilla de la Instrucción Metódica, sino que se relacionaron con procesos internos de las propias comunidades y sus criterios de membresía y auto-clasificación. En ese sentido, sugiere que una “lógica de la incorporación” precedía a una “lógica del origen”, e incluso era más relevante (Ferrero, 2017: 47-48, 99).

Consideramos que la adaptación a esta transición, que va de las décadas de 1740 a 1780, fue una de las claves para que muchos de los pueblos que habían persistido hasta entonces enfrentaran exitosamente las presiones de vecinos y autoridades por erradicarlos -a veces apoyados desde la gobernación intendencia, otras no tan claramente-,40 lo cual plantea, por otra parte, el interés de revisar las articulaciones políticas que dieron forma local a las políticas borbónicas.41

Las formas de registro y tributación en esa transición posibilitan leer en otra clave las biografías de los desalojados de San Antonio de Nonsacate; esto es, desde los cambios de categorías que, en la práctica y/o en los registros, sus movimientos conllevaban: de originario o natural de un pueblo de indios a forastero en otro; de criado en una estancia a forastero en un pueblo de indios; de natural de un pueblo a agregado en una estancia; de natural de un pueblo a dependiente en una estancia y a forastero en otro pueblo.

Si observamos el registro de algunos de esos individuos en censos de población, revisitas y listas de tributarios, advertiremos hasta qué punto la omisión de los tiempos de permanencia en el pueblo, en el relato del cuadrillero, y su insistencia en presentar los desplazamientos como resultado de conflictos o huidas por delitos opaca los vínculos entre poblaciones de origen y destino de los migrantes y la integración de muchos de ellos, o de sus familias, en el pueblo. Todos aquellos que aparecen en San Antonio en el censo de 1778 y las revisitas de 1785 y 1792 siguen una secuencia común. En 1778, en el padrón general de población elaborado por vecinos de cada partido Sebastián Santuchos, su hijo Julián, Francisco Estrada, Ignacio Guzmán, Juan Romero y Joseph Domingo, fueron censados como agregados a San Antonio y Luis Ferreyra como agregado a Saguión. Se les aplicó la categoría de agregado, que en ese censo distinguía a la familia que encabezaba cada unidad doméstica o estancia, sin especificar su situación tributaria. Romero, Joseph Domingo, Ferreyra y Julián Santuchos no aparecen en las revisitas. En la de 1785, Sebastián Santuchos -oriundo de San Pedro- e Ignacio Guzmán -oriundo del pueblo de Calcha, jurisdicción de Potosí- fueron inscriptos entre los forasteros sin tierras, con sus mujeres naturales del pueblo; Francisco Estrada fue inscripto entre los originarios y forasteros con tierras del común, con su mujer oriunda del pueblo de Bichigasta (La Rioja), ambos ausentes en esa jurisdicción. Estrada y Santuchos revestían como regidores del cabildo de indios. En 1792 Estrada había muerto, su viuda e hijo fueron reinscriptos como originarios. Santuchos y Guzmán continuaban como forasteros, el primero reelegido como regidor pero sus hijos casados con mujeres del pueblo -Juan de la Cruz Santuchos y Lázaro Guzmán- habían sido reubicados entre los originarios. En las listas de tributarios confeccionadas por los capitanes recaudadores que se conservan -1804 a 1809- seguían registrados Juan de la Cruz como exento y Lázaro como indio de tasa, excepto el año que ejerció como alcalde.42

Conclusión: membresía y relacionalidad

El conjunto de prácticas de integración al que nos hemos referido nos devuelven una perspectiva mucho menos estática para entender la identidad y la membresía en estas comunidades, no ligadas a una esencia o a una sustancia ni a una única forma de afiliación a la comunidad -la ascendencia biológica-, aunque los habitantes de los pueblos también estuvieran permeados por estas nociones o hicieran un uso político circunstancial de ellas. La documentación revisada y los aportes de estudios recientes no sugieren que en el interior de las reducciones la distinción entre naturales y foráneos fuera operativa en todos los órdenes de la vida comunitaria, ni que necesariamente permaneciera con el paso de las generaciones. Era posible la reversibilidad del vínculo de los foráneos con la comunidad receptora, como también el desprendimiento definitivo o transitorio de los oriundos del pueblo.

Estas prácticas -parte de la “actividad común” que constituía cotidianamente a las comunidades-43 remite más que a formas sustanciales, a construcciones relacionales de la pertenencia al pueblo de indios, a maneras de integración y ejercicio de derechos que excedían las contempladas por las leyes vigentes y las nociones hispánicas de la autoctonía. Sugieren considerar las reducciones no sólo como entidades discretas sino como puntos dentro de espacios más amplios de movilidad, donde se conectaban con estancias, parajes rurales, ciudades… en el curso de crianzas, matrimonios, trajines y conflictos. Esos movimientos, inscriptos en procesos más largos de desagregaciones y reconstituciones, desbordan los criterios de legitimidad hispanos basados en la pureza de sangre y acercan a los pueblos de Córdoba a experiencias similares en otros espacios del Virreinato, de integración de las reducciones en patrones de organización, migración, asentamiento y acceso a los recursos distintos de los planificados para la “república de indios”.44

En ese sentido, la observación de las contiendas sobre la naturaleza y legitimidad de los pueblos de indios en el siglo XVIII aporta elementos para comprender, dentro de una temporalidad más profunda, las construcciones políticas e intersubjetivas de la raza y la aboriginalidad en el presente, tan permeadas por representaciones conflictivas acerca de la autenticidad y legitimidad de quienes en Córdoba se adscriben como aborígenes comechingones (Palladino, 2012 y 2013; Stagnaro, 2013; Bompadre, 2016) y reconocen parte de su historia no sólo en los pueblos originarios de tiempos prehispánicos sino en la experiencia colonial de los pueblos de indios.

Agradecimientos

Agradezco a Tristan Platt por la lectura de la primera versión de este artículo y sus recomendaciones de bibliografía; los comentarios de Roxana Boixadós a la versión presentada en las XVI Jornadas Interescuelas/ Departamentos de Historia; las posteriores observaciones de Silvia Palomeque e Isabel Castro Olañeta; la lectura atenta de Lucas Borrastero y las sugerencias de los evaluadores anónimos.

Fuentes cartográficas

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1Hubo pocas excepciones: Soconcho, Manogasta y Anga en Santiago del Estero, que estaban en cabeza de la corona y cuyo tributo se aplicaba a solventar los gastos de los gobernadores (Lorandi, 1988; Palomeque, 2000), y el grupo de familias administrado por el cabildo de Córdoba desde la década de 1660, que integrarían el pueblo conocido en el siglo XVIII como La Toma (Tell, 2010; Zelada, 2017).

2Sólo quedaron unas pocas encomiendas privadas en algunas jurisdicciones, como Tucumán y Jujuy, hasta la década de 1800 (Madrazo, 1982; López, 2006). Por decreto de la Junta Provisional Gubernativa del Río de la Plata de 1811, la encomienda fue abolida (Doucet, 1993).

3Sobre la intervención de los funcionarios de la corona en la gobernación en asuntos relativos a las encomiendas y reducciones, ver Castro Olañeta (2013) y Carmignani (2015).

4Ver también Lorandi y Boixadós (1987-1988) y Lorandi (2000); sobre los procesos de reconstitución étnica posteriores al destierro, Rodríguez (2008a).

5Sierras centrales es la denominación utilizada por los arqueólogos especializados para referirse a los cordones montañosos que atraviesan las actuales provincias de Córdoba y San Luis.

6Aunque la venta de encomiendas estaba prohibida se practicaba de hecho, al igual que otros mecanismos, como las “dejaciones”, que facilitaban el traspaso de pueblos, parcialidades o grupos de individuos entre encomenderos emparentados -o que formaban parte de una misma red de relaciones económicas y sociales (Piana, 1992).

7En la Gobernación del Tucumán, algunas de las primeras encomiendas fueron otorgadas “por noticia” -esto es, sobre grupos que habitaban fuera del territorio bajo control español, que no habían sido visitados ni censados. Los beneficiarios salían a “correr la comarca”: organizaban incursiones (malocas) para someterlos mediante la fuerza militar. Con frecuencia, los mismos grupos fueron otorgados a distintos encomenderos o las cédulas fueron tan imprecisas al describir a los caciques y pueblos otorgados que llevaron a endémicos conflictos y pleitos entre los españoles para probar su derecho de precedencia (Lorandi, 1988; Piana, 1992).

8La “saca” era la venta y alquiler de indios de servicio que se llevaban a otras jurisdicciones, como Chile y Perú. Según Piana (1992), en Córdoba durante las primeras décadas coloniales, hasta que se prohibieron, las sacas fueron reguladas por el cabildo español.

9A fin de evitar la repetición tediosa de la expresión “pueblo de indios”, utilizada en la documentación para designar a los pueblos congregados en el área de más antigua colonización con tierras comunales asignadas, población sujeta a tributo, curaca y cabildo, utilizaremos, como sinónimos, pueblo de reducción o reducción. Con estas dos últimas denominaciones no nos referiremos a los pueblos reunidos en espacio de frontera, que en esta región también se llamaban habitualmente reducciones.

10Para Córdoba ver una síntesis de esta producción en Tell y Castro Olañeta (2011 y 2016) y para la Gobernación del Tucumán, ver Lorandi (2002).

11Por ejemplo, Quilino, Soto, Nono y Salsacate (Castro Olañeta, 2006; Ochoa, 2015).

12Los vecinos de Córdoba recibieron familias originarias de los Valles Calchaquíes al cabo de las dos campañas de “pacificación”. Según Montes (1961), después de la primera campaña se desterraron malfines a una reducción cerca de la ciudad de Córdoba. Conocemos mejor, gracias al estudio sistemático de Zelada (2017), las desnaturalizaciones posteriores a la segunda campaña. En esa ocasión, numerosas familias de filiación quilme fueron entregadas por el gobernador Mercado y Villacorta a vecinos y soldados que participaron en las campañas militares de la década de 1660 y pagaron anticipadamente por el acceso a la mano de obra indígena a someter -bajo la modalidad de contrato o composición-, que luego recibirían en encomienda; sólo en unos pocos casos los vecinos accedieron a las familias desterradas por otros mecanismos (González Navarro, 2009a; Boixadós, 2011; Zelada, 2017).

13Hubo casos en los que se agregaron a la encomienda componentes -familias o individuos- concedidos al mismo encomendero por distintos gobernadores, que habían sido parte de otras encomiendas antes de ser re-otorgados.

14El único estudio panorámico y sistemático sobre el tema es el de Castro Olañeta (2015 a y b) para 1693; conocemos muy parcialmente la situación previa.

15No así en lo referido a la población gravada por el tributo y las formas de recaudación de este, que no se modificarían sustancialmente hasta la desaparición de las encomiendas privadas en el siglo XVIII y la extensión del cobro de tributo a forasteros y “castas” residentes en pueblos de indios, reglamentada por los Borbones (Palomeque, 2000).

16La conmutación del tributo por días de trabajo y los conciertos de indios -modalidad de trabajo no gratuita del todo pero posiblemente subvaluada- confluyeron, en la práctica, para dar acceso privilegiado a la mano de obra indígena a los mismos encomenderos que terminaron recibiendo jornadas de trabajo en concepto de tasa y de conciertos durante el siglo XVII (Castro Olañeta, 2010).

17Hay referencias de las encomiendas que Alfaro visitó y las reducciones que hizo pero no se conoce su actuación en profundidad porque no se halló, hasta ahora, el auto de la visita.

18Ver la transcripción de la visita a las encomiendas de Córdoba y estudios complementarios en Bixio et al. (2009).

19En el caso de Córdoba, durante la primera mitad del siglo XVIII, las encomiendas privadas que fueron vacando pasaron a tributar a las cajas reales hasta desaparecer las últimas hacia la década de 1760 (Punta, 1990; Arcondo, 1992).

20Córdoba es la única jurisdicción de la gobernación donde hasta ahora se halló el auto de las asignaciones de tierras, cuya transcripción completa está publicada en Tell (2017b).

21Se utilizan los dos nombres en el siglo XVIII, más frecuentemente el de San Jacinto. El de San Marcos, reivindicado por la comunidad, quedó establecido recién en el siglo XIX (Tell, 2012; Schibli, 2016). El mismo uso intercambiado se observa en el caso de San Joseph/ Los Ranchos (Schibli, 2015).

22Ver, por ejemplo, el estudio sobre Alonso de Ribera realizado por Carmignani (2015).

23Cosquín, La Toma, Nono, Pichana, Quilino, Soto, Salsacate, San Antonio de Nonsacate, San Joseph/ Los Ranchos y San Jacinto/ San Marcos; Ministalalo hasta aproximadamente 1788. Ver los mapas incluidos en Piana (1992), Montes (2008), González Navarro (2009b), Carmignani (2013), Borrastero (2015) y Tell y Castro Olañeta (2016). En ellos se localizan pueblos otorgados en encomiendas, pueblos y encomiendas visitados, o lugares de origen de indígenas procedentes de las sierras centrales y trasladados a la ciudad de Córdoba para distintos momentos de los siglos XVI y XVII.

24En el censo eclesiástico de 1778, por ejemplo, 10% de los aproximadamente 40.000 censados fueron anotados como “indios”; de ellos, apenas un 37% fueron empadronados posteriormente como tributarios (Palomeque, 2000; Ferrero, 2017).

25Los indios registrados en padrones de encomiendas y pueblos de reducción se multiplicaron de tres a dieciocho veces entre 1705 y 1785, según Ferrero (2017: 57). Dada la heterogeneidad de estas fuentes es muy difícil discernir hasta qué punto la tendencia responde a la mejora del registro fiscal o a un crecimiento demográfico real, que creemos existió aunque no podamos medirlo con mayor precisión por carecer de fuentes complementarias, tales como series continuas y largas de registros parroquiales.

26San Jacinto/ San Marcos y La Toma son los casos mejor documentados en este sentido (Tell, 2010 y 2012) pero hubo otros.

27Mantenemos la duda si también llegaron los habitantes del pueblo de Santa Rosa -situado en Calamuchita aunque no registrado como tributario- pero fue apelado por el cacique al virrey Marqués de Loreto; este denunció que habían sido despojados de sus tierras aunque no nos consta si el traslado finalmente se concretó (FDMPC, Doc. 9186, 1790, f. 17v.).

28Citado en Punta (1997: 161). Además, en el oficio que dirigía al virrey en el mismo año señalaba que “la falta de pueblos formales” era el “mal general de toda la provincia” de Córdoba y sobre los diez pueblos tributarios que reconocía existentes en la jurisdicción, opinaba que “ninguno merece el nombre de pueblo formal por la dispersion de sus infelices ranchos, habiendo llegado algunos a no tener tributario porque se han ido extinguiendo desde tiempo immemorial” (Punta y Rustán, 2014: 76).

29Discursos semejantes comenzaban a manifestarse en otras provincias de la gobernación en el siglo XVIII y se extenderían en el XIX (Rodríguez, 2008b; Boixadós y Farberman, 2011; Boixadós 2012).

30AGN, Sala IX, Leg. 31-7-8, 1800, f. 26v.

31Este documento ha sido considerado brevemente por Punta (1994) dentro de su tratamiento de los problemas de tierras, posteriormente fue incorporado por Farberman (2009) en su búsqueda de las trayectorias de los agregados a los pueblos de indios -también recuperado en Farberman y Boixadós (2009-2010). Aquí, lo abordamos desde la pregunta por las percepciones de autoctonía y legitimidad poniendo en cuestión la distinción entre naturales y agregados.

32Todas las frases citadas entre comillas proceden de AHPC, Escribanía 1, Leg. 364, Exp. 5, 1769, fs. 18v-21r.

33Un sinnúmero de estudios ha puesto de manifiesto el amplio, e históricamente complejo, campo semántico al que remitían estas categorías, enraizadas en la percepción del fenotipo, la “disposición moral” de la persona y su estatus heredado, su genealogía, relaciones sociales y trayectoria de movilidad social y espacial previa (De la Cadena, 2005), como también en una concepción de autoctonía como ser natural de la tierra y en la crianza -el “mamar la leche” que condicionaba la identidad del individuo, en cuanto “sustancia vital” que transmitía los “valores autóctonos” y reforzaba la transmisión por vía de la sangre- (Saignes y Bouysse-Cassagne, 1992: 16). Se ha destacado que avanzando hacia el siglo XVIII la percepción del fenotipo se hizo más importante, así como toda una serie de marcadores sociales, tales como la vestimenta, el oficio, la lengua o el apellido (Schwartz y Salomon, 1999; Minchom, 2007). Para la Gobernación del Tucumán, ver especialmente el trabajo de Boixadós y Farberman (2011) sobre las construcciones de la categoría “indio” y las percepciones de indianidad en los padrones de población de los Llanos de La Rioja.

34AHPC, Escribanía 1, Leg. 317, Exp. 6, 1753, f. 78r.

35Ferrero (2017: 135) menciona el caso de “un indio foráneo que tributaba mientras estuvo casado en el pueblo, dejó de hacerlo luego de enviudar y volver a casarse, alegando que ‘pagó derechos de su casamiento con concepto a que en lo sucecivo no se le deba reputar por tributario en virtud de no ser oriundo y haverse casado fuera del pueblo’…”, aclarando que los tributarios estaban eximidos de pagar tal derecho. La cita documental corresponde a AGN, Sala IX, Leg. 34-7-5, 1808, f. 24r.

36Fue elaborada por el visitador de real hacienda Jorge Escobedo para la confección de revisitas en los virreinatos de Perú y del Río de la Plata, siguiendo los lineamientos generales de la ROI.

37El pago más temprano que detectamos fue hecho en 1749 por el administrador del pueblo de San Jacinto. En los libros de contaduría de real hacienda llevados más sistemáticamente a partir de 1765 figuran pagos bastante regulares de los otros pueblos a través de sus capitanes recaudadores (Schibli, 2016). No pudimos rastrear esta práctica en la primera mitad del XVIII, cuando todavía Córdoba dependía de la caja de Jujuy puesto que las series de contaduría identificadas hasta el momento en distintos repositorios comienzan hacia mediados de siglo.

38Sus miembros habían prestado el servicio de limpieza y reparación periódica de la acequia de la ciudad. La primera lista de tributarios donde aparece registrado este pueblo es la de 1775. Diciembre de 1778 es la fecha más temprana de pago de la tasa que se consigna en los libros de real hacienda. En el libro común general de la caja de Córdoba de ese año se anota que el tributo de La Toma fue enterado por el capitán recaudador “en consorcio del cassique del pueblo” (AGN, Sala IX, Leg. 11-8-4, 1778, f. 41v.).

39Estas últimas tres categorías solo están en las revisitas de Córdoba, no así en el resto de la gobernación. Por la lógica del padrón deducimos que se contaban entre los “sin tierra”.

40Como ejemplo, ver el estudio comparativo de los casos de San Marcos y San Joseph realizado por Schibli (2015 y 2016).

41Como caso contrastante, ver el artículo de Boixadós (2016) para La Rioja, jurisdicción que pasó a formar parte de la Gobernación Intendencia de Córdoba.

42Censo de población del partido de Ischilín de 1778 (AHPC, Gobierno 1ª serie, Tomo 18); Revisitas de 1785 y 1792 (AGN, Sala XIII, Documentos Diversos, Leg. 31) y Listas de tributarios (AGN, Sala IX, Leg. 34-7-5 y 31-8-7).

43Recuperamos aquí planteos de Carsten (2000) y Joyce (2000).

44Una compilación de síntesis sobre el Virreinato del Perú donde se considera esta cuestión, es la de Saito y Rosas Lauro (2017).

Recibido: 02 de Julio de 2018; Aprobado: 19 de Septiembre de 2018

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