Introducción
La construcción del espacio colonial en el siglo XVI en los Andes neogranadinos no consistió exclusivamente en implantar en la región un sistema productivo que generara réditos económicos para los colonos o la metrópoli. La historiografía sobre la organización espacial de la región andina del Nuevo Reino de Granada1 ha indicado que, como parte de las estrategias de dominación y la reducción de los muiscas en unidades controlables y obedientes a la autoridad española, se requirió de la aplicación de una serie de mecanismos de orden y control espacial según un modelo ibérico (Herrera 1993a, 1993b, 1998, 2002; Quiroga, 2014). La necesidad de organizar a la población indígena implantando la idea española de vivir en policía fue consecuente con la política colonial hispánica de respetar ciertos principios de la organización sociopolítica americana, como los cacicazgos, para cimentar sobre estos la organización del trabajo, la tributación y la evangelización. Sin embargo, dicha organización no llegó a darse de manera homogénea ni unidireccionada. Al contrario, la forma de asumir la noción de territorialidad por parte de los indígenas estuvo marcada por un proceso de resistencias sobre los sentidos del espacio y la forma de percibir los paisajes.
La historiografía sobre la dominación española en el siglo XVI en los Andes se ha concentrado tradicionalmente en las consecuencias que trajeron para las comunidades indígenas los distintos mecanismos coloniales de captación de la mano de obra, los excedentes productivos de las comunidades y las diferentes dinámicas de confrontación entre españoles e indígenas. No obstante, han recibido menor atención lecturas y análisis sobre las implicaciones espaciales de la dominación española y sobre las disputas territoriales dentro del ejercicio colonial.
En el presente artículo se analizarán algunos elementos de la conformación de un espacio en disputa, el Altiplano Cundiboyacense en la segunda mitad del siglo XVI. Al finalizar la década de 1530, esta región estaba ocupada por un conjunto de cacicazgos agrupados bajo la denominación étnica de muiscas,2 y fue donde se ubicó durante todo el período hispánico el epicentro político del Nuevo Reino de Granada. El siguiente escrito presentará un análisis construido con la lectura e interpretación de datos arqueológicos e historiográficos disponibles para la región. Se encamina a cuestionar cómo pudieron haber asumido los muiscas su territorialidad antes de la conquista española, a entender cómo impulsaron los españoles el ordenamiento del Altiplano Cundiboyacense y a explicar cómo el espacio fue un elemento de confrontación interétnica entre las sociedades indígenas y española.
Se parte de la idea de que, como todo ejercicio de poder, el colonialismo no es ajeno a una “producción social del espacio”, entendiendo con esto que las acciones políticas, económicas y sociales imprimen sentidos culturales y simbólicos a un espacio concreto (Lefebvre, 1974; Criado, 1991). Ese espacio, al ser específico y socialmente construido, se convierte en un lugar y, al llenarse de experiencias vividas por parte de una comunidad, puede constituirse como un medio para asumir una noción de pertenencia o territorialidad (Agnew, 2011; Sánchez, 2012). Esos lugares, a su vez, manifiestan físicamente sus significados a través de paisajes, los cuales pueden ser contemplados, leídos y objetivados dentro de discursos de apropiación y disputa política.
Igualmente, se entiende el concepto de paisaje como manifestación física del lugar. Es decir, la manera en que se percibe un espacio concreto una vez que ha sido cargado de significados compartidos entre un grupo de personas y ha sido intervenido antrópicamente, ya sea para acelerar o retrasar el proceso de la naturaleza (Brinckerhoff-Jackson, 2010). El paisaje continuamente está siendo transformado y, aunque no puede observarse como objeto ni de manera estática -porque el observador siempre está dentro de él-, tiende a ser objetivado a la hora de ser un punto de pugna entre diferentes grupos y comunidades. Por ejemplo, en el caso de las fuentes coloniales es evidente cómo los españoles se refieren a los espacios de asentamiento indígena a través de la descripción de los paisajes, pero es solo estando en ellos que terminan transformándolos.
La teoría social contemporánea ha resaltado el papel que tiene el ordenamiento espacial para la ratificación y naturalización del poder, así como el escenario en donde se resiste a éstos. En otras palabras, la historia de la lucha por el poder estaría relacionada directamente con una historia de lucha por el control de los espacios (Herrera, 1998; Nievas 1999; Foucault 2002; Tirado y Mora, 2002). Visto el asunto de esta manera, en tanto escenario donde se ejecuta un ejercicio de dominación que busca controlar y fijar los cuerpos a un lugar, se argumentará que la organización del espacio colonial tiene necesariamente una carga política cuya génesis y existencia supone desplazamientos, rupturas y disputas sobre el sentido y la forma de apropiación del paisaje y el territorio entre los diferentes actores que participan en el drama colonial.
El Altiplano Cundiboyacense en el contexto andino
El Altiplano Cundiboyacense se localiza en la Cordillera Oriental en el centro de la actual República de Colombia. Debe su nombre a que ocupa la parte serrana de los departamentos de Cundinamarca y Boyacá y una porción sur del departamento de Santander (Figura 1). Forma parte de los Andes Septentrionales y, dentro de las tipologías de geografías y ecologías andinas, los andes colombianos forman parte de los Andes de Páramo o Andes Ecuatoriales (Troll, 1958; Dollfus, 1991). Para algunos autores, como Luis G. Lumbreras (1999: 31), el altiplano central colombiano correspondería más a una prolongación de los Andes Septentrionales nombrada como el “extremo norte andino”, en donde se presenta una relación sociocultural y ambiental con el mundo caribeño.
Su ubicación geográfica permite encontrar contrastes con los llamados Andes de Puna, ubicados en la parte central y sur-central de la gran cordillera suramericana. Por ejemplo, en términos físicos, los Andes Septentrionales son proporcionalmente más bajos y angostos. Esto repercute en que, desde los dos frentes húmedos que lo flanquean, Amazonía al oriente y Pacífico del norte de Suramérica por el occidente, los vientos cargados de humedad pasen fácilmente hasta el interior serrano y, por tanto, se presenta una pluviosidad comparativamente mayor a la de los Andes de Puna. Estas características geográficas también permiten la existencia en los andes colombianos de una multiplicidad de ecologías y nichos, tanto húmedos como secos, de montaña y alta montaña, que coexisten en espectros espaciales relativamente reducidos (Guhl, 1975; Parsons, 1982).
En el caso particular colombiano, las alturas superiores a los 3.500 msnm son proporcionalmente escasas y discontinuas, formando un archipiélago de pequeños macizos de altura que están coronados por los páramos y por muy pocos glaciares que sobrepasan la cota altitudinal de 4.500 o 4.800 msnm (Dollfus, 1991). Los páramos son sectores con escasa insolación que permanecen húmedos y empantanados durante todo el año, con muchas lagunas pequeñas y donde se concentran los nacimientos de las cuencas hidrográficas de los principales ríos. A diferencia de las áreas planas de las punas centroandinas, los páramos norandinos son lugares quebrados, de laderas pronunciadas donde se evidencian muchas estructuras rocosas que forman cuevas y aleros (Figura 2). Además, las cumbres de las sierras del altiplano central colombiano no fueron espacios de ocupación permanente o uso económico intensivo en tiempos prehispánicos. Como se mostrará más adelante, los páramos cobraron importancia como espacios sagrados.
Por debajo de los páramos se ubica la llamada tierra fría o piso térmico frío (entre 2.000 y 3.200 msn), compuesta principalmente por valles interandinos transversales o longitudinales, lo que determina diferencias de humedad y temperatura en áreas que pueden tener la misma altura sobre el nivel del mar. En el Altiplano Cundiboyacense los principales valles de la tierra fría están representados por la Sabana de Bogotá (Figura 3) y los valles de Duitama, Sogamoso, Ubate y Chiquinquirá; también por las cuencas menores que nutren los ríos Bogotá, Suárez, Chicamocha, Garagoa, Guavio y Sumapaz, por solo mencionar algunos cursos hídricos. Descendiendo en altitud, y principalmente en las laderas y vertientes exteriores de las cordilleras, están sectores más cálidos como los pisos térmicos templado y cálido o tierra caliente.
Antes de la llegada de los españoles en la década de 1530, y por lo menos desde el año 800 o 900 a. C, estas áreas fueron de uso agrícola y de ocupación de las comunidades de las tierras altas andinas. En el momento de la conquista española muchos cacicazgos muiscas tenían porciones de territorio en áreas del piso templado en ambas vertientes de la Cordillera Oriental o, al menos, mantenían relaciones sociales y económicas con comunidades asentadas en sectores cálidos del valle del Magdalena y el piedemonte Llanero, e igualmente había relaciones territoriales y sociales con áreas y grupos de sectores más secos y menos fríos (Langebaek, 1987a, 1991, 1995b 1996 y 2019; Argüello, 2016).
La construcción social del entorno en tiempos prehispánicos
Con los datos actuales sobre los grupos muiscas que habitaban el altiplano al tiempo de la conquista española es muy difícil establecer una concepción del paisaje desde el punto de vista del nativo (sensuGeertz, 1994) o en un sentido emic (sensuHarris, 1994). No obstante, una aproximación posible sobre cómo pudo haberse construido el territorio de los muiscas prehispánicos es a través de datos etnográficos sobre grupos andinos comparables a los muiscas, algunos argumentos de la antropología e historiografía sobre el Altiplano Cundiboyacense, y el uso de datos arqueológicos.
Respecto a las fuentes etnográficas, diversos autores como François Correa (1998), Ana M. Falchetti (2003), Carl H. Langebaek (1987b, 2019), Pablo F. Pérez (2010), y en especial Ann Osborn (1985, 1988, 1990, 1995), han argumentado que los u’wa3 de la Sierra Nevada del Cocuy4 son un buen referente etnológico para tener en cuenta en interpretaciones arqueológicas e historiográficas que se puedan hacer sobre los muiscas. Los u’wa forman parte de la familia lingüística chibcha, al igual que lo fueron los muiscas y otros grupos de la Cordillera Oriental de la actual Colombia que mencionan las fuentes coloniales, como los guanes, los chitareros y los laches (Figura 1).
Se ha establecido que en el momento de la conquista española en el siglo XVI estos grupos mantenían relaciones de intercambio material, matrimonial y de conocimiento religioso (Langebaek, 1987b; Falchetti, 2003; Pérez, 2010). Además, todos los chibcho-parlantes de este sector de los andes colombianos comparten ciertas características culturales similares, una especie de “semejanzas de familia” como las llamó Osborn (1988: 31-32; ver también Langebaek, 2019: 59 y ss.), en la cuales se mantienen ciertos principios generales y estructurales para todos, pero exhibiendo variaciones locales o regionales a los mismos. Una de estas “semejanzas de familia”, y que puede resultar relevante para tener una aproximación a lo que debió ser la composición del paisaje y la territorialidad de los muiscas prehispánicos, está relacionada con el movimiento estacional de los asentamientos de los u’wa a lo largo del año.
Las observaciones etnográficas de Osborn (1985, 1988, 1990, 1995) sobre los u’wa, y de otras etnografías de la misma etnia referidas a través de los escritos de Correa (1998) y Falchetti (2003), han resaltado que cada uno de los clanes define un territorio compuesto por varios pisos altitudinales de los cuales ocupan, al menos, tres diferentes siguiendo un itinerario definido por los solsticios y equinoccios que, a su vez, marcan las temporadas de lluvia y sequía y con las cuales se planifican las alianzas matrimoniales, las labores agrícolas de siembra y cosecha, los intercambios y otras actividades económicas como la pesca, la caza y la recolección de frutos silvestres, cera y miel. Pero en especial determinan la organización y realización de una serie de celebraciones donde se canta la mitología y la cosmogonía de los clanes. Las ocupaciones oscilan entre asentamientos dispersos en los pisos altos y fríos en la sierra y los sectores cálidos bajos cerca al piedemonte llanero, y aldeas nucleadas en la parte intermedia y templada. Cuando se ocupan las partes bajas, los u’was aprovechan para obtener algunos recursos especiales de los Llanos Orientales como los narcóticos. Por el contrario, cuando se ocupan las partes altas hay desplazamientos ocasionales a los páramos y valles fríos del altiplano al occidente de la sierra en donde se obtienen otros recursos, además de acceso a conocimiento y el usufructo de espacios con características sagradas. Es decir, el territorio que los u’was consideran como propio es mucho más extenso que el que estrictamente se define por la ocupación y actividad agrícola.
En líneas generales, el pensamiento de la etnia u’wa, como posiblemente lo fue y lo ha sido para otros grupos de habla chibcha según los textos que se han citado en los párrafos precedentes, se expresa por medio de dicotomías y dualidades de oposición y complementariedad dentro de las cuales se pueden resaltar, por ejemplo, las de tipo masculino/femenino, arriba/abajo, conocimiento/fertilidad, y frío/caliente. Toda actividad humana, sea económica, social o religiosa, debe estar enfocada al mantenimiento de un equilibrio entre dichos opuestos y por eso se presenta la existencia de posiciones intermedias, y la necesidad de una constante mediación para mantener o restablecer el orden de las cosas.
El territorio está también construido y estructurado con los mismos principios. En la mitología y cosmogonía que los clanes u’wa cantan en las celebraciones y rituales ratifican y recuerdan como son las divisiones del territorio y las cargas simbólicas que poseen cada uno de los sectores altitudinales que se usan y se ocupan. En consecuencia, el mantenimiento de la integridad del territorio, y sus distintas formas de usarlo y ocuparlo según las prescripciones propias de cada estación del calendario solar y la presencia de temporadas secas y de lluvia, es un aspecto fundamental para la continuidad del ciclo vital de cada uno de los clanes y de la etnia, en general.
Hecha esta referencia etnográfica, se pasa ahora a explorar algunas consideraciones que se han elaborado sobre los sentidos que se le pudieron dar a los distintos espacios y los paisajes que componían el territorio de los cacicazgos muiscas. Algunos estudios documentales y etnográficos (Casilimas y López, 1987; Morales, 2001; Correa, 2004; Loochkhart et al., 2004) señalan que, desde los tiempos prehispánicos, los cerros del altiplano han sido asociados con una identidad masculina. A su vez, las lagunas pudieron ser consideradas como un elemento femenino ya que, como lo mencionan los cronistas coloniales Aguado ([1581] 1956) y Castellanos ([1592 ca.] 1932) y Simón ([1625] 1981), varios relatos y mitos de los muiscas hablan de un espacio lacustre como el lugar desde donde salió la madre de la que descendieron los primeros hombres y mujeres. En general, la mitología indígena del altiplano transmitida por los cronistas remite a los lagos paramunos como morada de personajes femeninos. Entre los actuales u’wa, algunos sectores de los páramos tienen también una carga femenina, si bien el mundo de arriba en conjunto es considerado masculino (Osborn, 1995: 40).
En tiempos prehispánicos los cerros pudieron ser considerados templos y sus cuevas fueron percibidas posiblemente como las entradas a éstos (Casilimas y López, 1987). Es posible, y hasta que no se realicen estudios arqueo-astronómicos sistemáticos no pasará de ser una especulación, que los pináculos de las sierras del altiplano fueran para los muiscas demarcadores de equinoccios y solsticios, como ocurre en ocasiones entre algunos campesinos mestizos de la Sabana de Bogotá (Loochkhart et al., 2004). Además, tendría cierto sentido si se tiene en cuenta la relación simbólica de cerros y templos que existe entre algunos grupos chibchas actuales, y que los templos son considerados también observatorios solares (Osborn, 1995: 150-151). Es decir, que a la par de los recintos sagrados, los montes y cumbres pudieron haber sido usados por los indígenas del Altiplano Cundiboyacense como hitos que señalaban las fechas de siembra y cosecha, las celebraciones de las fiestas y de los rituales que acompañan el ciclo agrícola y las distintas etapas de la vida social. También en muchas cuevas de los páramos del norte del altiplano se han encontrado momias (Valverde, 2003), y es posible que algunos de los elementos vegetales usados para ahumar los cuerpos de los difuntos y producir sahumerios en rituales provinieran del páramo, como sería el caso del moque (Cárdenas-Arroyo, 1990). Según las narraciones de las crónicas coloniales que se citaron en párrafos anteriores, en las lagunas de algunos páramos se realizaban las investiduras de los caciques.
Lo anterior lleva a pensar que las relaciones espaciales entre cerros, cuevas y lagunas, solsticios y equinoccios y elementos masculinos y femeninos eran una inscripción en el territorio del origen, la historia y la memoria colectiva, tal como se ha descrito para otros lugares de los Andes Septentrionales (Osborn, 1985, 1990, 1995; Caillavet, 2000).
En los fondos y laderas de los valles, la parte de abajo del paisaje, se dio la reproducción social y económica de los cacicazgos muiscas (Correa, 2004). Allí se ubicaron las viviendas, las áreas de cultivo y producción de bienes, así como los lugares de enterramiento. La arqueología del período prehispánico tardío (1200 d. C. circa - 1537 d. C) muestra que se pudieron presentar tanto asentamientos relativamente grandes y nucleados en el fondo de los valles, como un tipo de ocupación dispersa por las laderas (Langebaek, 1995a; Boada, 1999, 2007; Kruschek, 2003; Henderson, 2008, 2012, 2017; Henderson y Ostler, 2009; Fajardo, 2011; Rodríguez, 2013; Fajardo et al., 2015; Langebaek et al., 2015; Argüello, 2016). Cabe resaltar que, en el caso de los asentamientos de mayor tamaño de las regiones registradas por la arqueología se trata de agrupaciones de viviendas relativamente cercanas, más no de asentamientos urbanos propiamente hablando. Las fuentes españolas del período colonial mencionan la existencia de muchos asentamientos indígenas en los paisajes altiplánico, más no que éstos fueran de gran tamaño (Broadbent, 1974: 119).
En varias ocasiones Langebaek (1987a: 41, 1991, 1995b, 1996: 170, 2019: 172) ha propuesto que en el momento de la conquista española en el siglo XVI los muiscas alternaban durante el año entre asentamientos dispersos, donde la viviendas estaban cerca de las chacras y labranzas en las laderas de los valles o en sectores más cálidos de las vertientes de la cordillera, con otro tipo de asentamiento más nucleado en donde había mayor proximidad tanto de las unidades residenciales entre sí, como entre estas y las moradas de los caciques y los lugares donde se realizaban celebraciones en los fondos de los valles fríos. Es decir, este patrón de movilidad residencial encontraría cierta “semejanza de familia” con las descripciones de las ocupaciones y movimientos estacionales que se han descrito para los u’wa y otros grupos de habla chibcha de la Cordillera Oriental y, por tanto, es posible suponer que existiese también entre los muiscas una visión de complementariedad simbólica y económica entre nichos ecológicos y espacios ubicados en diferentes altitudes o, al menos, entre partes altas y bajas de los fríos valles altiplánicos ya que, como el mismo Langebaek (1991, 1995b, 1996) ha mencionado, no todos los cacicazgos del altiplano pudieron tener el control o acceso de sectores templados o cálidos en las vertientes de la cordillera, o a valles secos como el de Tenza o Chicamocha. Pero en todo caso, “por lo menos para el siglo XVI no hay la menor duda: los muiscas tenían un poblamiento móvil” (Langebaek, 2019: 176).
Para todo el conjunto de los Andes Septentrionales se ha argumentado muchas veces que las características geográficas de la cordillera de los Andes en el noroccidente suramericano -actuales Ecuador, Colombia y Venezuela-, que permiten la cercanía de distintos ambientes de montaña y alta montaña, fueron el escenario de un tipo de organización socio-económica y territorial denominada microverticalidad que se diferencia del sistema de archipiélago vertical propuesto para los Andes Centrales (Salomon, 1980; Oberem, 1981). El modelo microvertical implica la existencia de desplazamientos diarios a otras ecologías más bajas o más altas desde un lugar fijo de residencia durante todo el año y destinado a la obtención de productos básicos de subsistencia, en especial los tubérculos -partes altas y frías- y el maíz -partes bajas y cálidas. Según lo mostrado en párrafos anteriores, para el caso muisca esta no parece ser la característica más sobresaliente de la movilidad por el territorio, y de hecho la arqueología realizada en el Altiplano Cundiboyacense no lo ha podido documentar a partir de evidencias materiales (Argüello, 2016), si bien no se descarta por el momento que algunos productos y recursos culturalmente importantes fueran obtenidos moviéndose a distancias cortas desde los asentamientos temporales en cada estación. Esto sería concordante con las observaciones etnográficas sobre la obtención de productos entre los u’was (Osborn, 1985, 1990, 1995).
Los patrones de movilidad y complementariedad entre distintos nichos ecológicos ubicados en diferentes altitudes tendría sus consecuencias en la configuración de un territorio, no sólo por la relación que se establece entre los fondos de los valles con las cimas de los cerros y las zonas sagradas sino también porque proyecta una noción de territorialidad hacia las vertientes cálidas del oeste y este de la Cordillera Oriental y las incorpora a la parte del territorio donde se da la reproducción social y la producción económica.
Las viviendas, independiente de su dispersión o concentración, fueron elementos importantes en la construcción de los sentidos espaciales en tiempos prehispánicos. El concepto de casa, guê en términos muiscas, tenía relación tanto con la autoridad y con el poder, como con el cuerpo, el tiempo y el lugar (Henderson y Ostler, 2009). Las palabras relacionadas con la casa y sus componentes físicos -postes, vigas, entradas y paredes- dan a entender que al espacio residencial había que cuidarlo como a un ser vivo, y que la vitalidad se recreaba en rituales y ceremonias donde se alimentaba la casa (Henderson y Ostler, 2009; Henderson, 2008, 2012).
A nivel documental, las fuentes españolas relatan que algunos caciques patrocinaban la realización de juntas y borracheras durante el período colonial temprano en varios lugares del altiplano (Gamboa, 2010), y parece que los festejos y ceremonias descritas por los españoles estaban cobijadas bajo el término muisca de biohote (Muñoz, 2015). Uno de los espacios donde al parecer eran más comunes las actividades festivas y ceremoniales eran los cercados donde habitaban los caciques y otras personas de posición de liderazgo y poder, y sobre los cuales se pudieron haber organizado los asentamientos de tipo nucleado.
El festejo y los ceremoniales realizados en áreas asociadas espacialmente a unidades de vivienda muiscas del período prehispánico han sido documentados recientemente por la arqueología, y se los ha relacionado con el ejercicio de la política cacical, la creación o mantenimiento de la riqueza y la desigualdad social, así como con el fortalecimiento de la cohesión social, e incluso la distensión de conflictos (Fajardo, 2011; Rodríguez, 2013; Langebaek et al., 2015; Henderson, 2017). Siguiendo a Osborn (1990: 25), entre los actuales u’wa el ceremonial tiene una función metonímica en la que cantar mitos sirve “como reseña [de] la geografía circundante”. Por tanto, además de las funciones políticas y sociales, las fiestas, los rituales y las ceremonias que se realizaban en los asentamientos muiscas ratificaban periódicamente la pertenencia de las personas a un lugar y, con ello, la asociación a una territorialidad.
Cada cacicazgo muisca estaba compuesto por, al menos, una unidad social que los españoles llamaron capitanía, parte o parcialidad, y que consistía en un grupo de familias o unidades domésticas que respondían al mando o la autoridad de un capitán o tyba. Eran unidades exogámicas y su pertenencia se establecía de manera matrilineal; sin embargo, el matrimonio era virilocal y la residencia avuncolocal. En caso de enviudar, las mujeres regresaban con sus hijos a su lugar o grupo familiar de origen. Este aspecto incentivó el desplazamiento de los indígenas para la consecuente reunión de estructuras familiares y comunidades que habitaban diferentes lugares de la región.
Las viviendas y las áreas comunes entre unidades domésticas fueron también importantes puntos de articulación con los ciclos de producción de ciertos bienes y prácticas de intercambio, entre los cuales se podrían resaltar la confección y circulación de mantas de algodón. En el Altiplano Cundiboyacense las fibras para textiles fueron exclusivamente de origen vegetal. Las mantas eran elaboradas en algunos casos con algodón de cultivo directo en zonas cálidas y secas controladas por algunos cacicazgos muiscas. En otros, a partir del intercambio económico con grupos ubicados en el piedemonte llanero o en las estribaciones y el valle del Magdalena (Langebaek, 1987a). El hilado, tejido y decoración de mantas se hacía en determinadas épocas del año. Éstas eran temporalmente almacenadas por los caciques, quienes a su vez las hacían circular por redistribución al resto de la población, o entregadas como presentes para crear y reforzar alianzas sociales y políticas, procesos mediados, además, por la celebración de festejos y ceremoniales (Boada, 1999, 2007, 2009).
Parte del conocimiento indígena del entorno norandino y del manejo de las dificultades que plantean las condiciones de humedad, de frío y de relieve para la producción agrícola, están plasmadas en algunas modificaciones del paisaje, como son los camellones y la elaboración de terrazas artificiales en las laderas. La existencia de camellones en la Sabana de Bogotá es ampliamente conocida y documentada (Eidt, 1959; Broadbent, 1968; Boada, 2006; López, 2008; Rodríguez, 2011) (Figura 4), mientras que las terrazas de cultivo han sido escasamente mencionadas (Haury, 1953; Haury y Cubillos, 1953; Broadbent, 1964). La construcción de sistemas de terrazas de cultivo prehispánico en otros lugares de los Andes Septentrionales se ha explicado como una minimización de los efectos que tiene el cultivo en laderas, suelos muy frágiles y cargados con mucha humedad casi la mitad del año, lo cual los hace vulnerables a la erosión (Parsons, 1982: 260; Caillavet, 2000: 130). Además las terrazas, al igual que los camellones, retienen humedad, reduciendo los efectos de las heladas (Knapp, 1988, 1991). La función de los camellones con el control del agua es clara, ya que en su mayoría fueron construidos en lugares en donde ocurren las inundaciones del río Bogotá, como es el caso de Funza, Cota, Suba, Engativá y Fontibón.
En buena parte de los espacios norandinos, el manejo del agua se centraba más en el control de su abundancia que en el de su escasez (Caillavet, 2000: 124). En los Andes de Páramo, la pluviosidad y la constante nubosidad influyeron en el desarrollo de una agricultura sin irrigación (Parsons 1982: 257; Dollfus, 1991: 74). De hecho, en el Altiplano Cundiboyacense sólo se han registrado, arqueológica y documentalmente, dos posibles casos de sistemas precolombinos de irrigación, ambos en sitios semiáridos o secos, como el cañón del Chicamocha o el área de Sáchica (Langebaek, 1995a: 52). En el altiplano, sin embargo, debajo de la aparente condición idílica que tienen las lluvias se esconde un importante hecho: la viabilidad de una agricultura sin irrigación es estrechamente dependiente de la puntualidad de las lluvias, el conocimiento de la estacionalidad y la buena planeación agrícola (Eidt, 1959: 375; Knapp, 1988: 29). Sin duda, en tiempos prehispánicos este aspecto del manejo del agua implicaba una mirada muy atenta a ríos y lluvias, así como intentos para interceder ante las deidades tutelares para que el comportamiento de estos elementos fuera para beneficio de la comunidad. Posibles observatorios astronómicos y centros ceremoniales asociados espacialmente a sitios inundables y con presencia de camellones han sido documentados en la Sabana de Bogotá (López, 2008; Therrien, 2013).
Otros aspectos propios de la parte del territorio donde se daba la ocupación humana del espacio prehispánico tienen que ver con el uso de los animales. Hasta la fecha no existen datos que permitan proponer prácticas ganaderas o pastoriles entre los grupos prehispánicos del Altiplano Cundiboyacense. Adicional a la ausencia de fibras de origen animal para los textiles, otra consecuencia de la inexistencia de cría y levante de ganado antes de la llegada de los españoles es que los espacios abiertos o libres de bosques eran usados exclusivamente para la agricultura. Las principales fuentes de proteína provinieron de la cacería de venados (Odocoileusviginianus, Mazama Sp) y del cuy o curí (Cavia porcellus). El consumo de ambos animales ha sido reportado por la arqueología y la bioantropología del período Muisca Tardío (Enciso, 1996; Cárdenas-Arroyo, 1996, 2002; Boada, 2007).
La cultura material fue un aspecto importante en la “producción social del espacio” en el altiplano ya que la elaboración y distribución de bienes permite conectar artículos y personas asentadas en un lugar -la vivienda o el poblado donde se hila, teje y decora- con zonas que exceden los límites del espacio cotidianamente habitado -por ejemplo, donde se obtiene algodón. Tanto las mantas, como su proceso distributivo en festejos, juntas y biohotes, pusieron en contacto a personas de regiones y cacicazgos diferentes, y también a sectores sociales distintos dentro de las unidades políticas que ocupaban temporal o permanentemente porciones separadas del mismo territorio cacical. En pocas palabras, se evidencia cómo la creación de redes de intercambio económico influyó en una apropiación de espacios dentro y fuera del cacicazgo. Esto se debe a que recorrer los espacios y hacer de ellos lugares cargados de sentido permite asumir nociones de territorialidad.
El paisaje del altiplano en las fuentes coloniales tempranas
El Altiplano Cundiboyacense, al ser parte del piso térmico frío, reunió buena parte de las condiciones de habitabilidad y lucro económico que interesaron a los españoles durante el período colonial. Éste se convertiría en un espacio de producción agrícola y ganadera que abastecería a ciudades coloniales como Santafé y Tunja. Gracias a las descripciones hispánicas sobre el entorno altiplánico, escritas en la segunda mitad del siglo XVI, es posible aproximarse a la forma en que la sociedad colonial hispánica concibió el paisaje cundiboyacense y buscó apropiarse de él.
Las dos primeras descripciones españolas del altiplano presentan la imagen de una tierra en “extremo sana sobre todas cuantas se an visto”, así como el hecho de que los indios del altiplano eran de “mucho servicio y domésticos”, lo cual se prestarían muy bien para implementar sembrados y criar ganados europeos (Relación del Nuevo Reino… [1539] 1995): 114-115, Epítome de la Conquista [1544 ca.] 1955: 133). En otro escrito más tardío, se asimilaba incluso el altiplano a un entorno edénico:
[…] el temple de todo el nuevo reyno es tal que viven en ellos gentes de ordinario muy sanos que apenas alli se conoce enfermedad y los mas mueren de viejos como se experimenta oy en dia. Tiene gran abundancia de ryos caudalosos y fuentes de excellentisimas aguas por ser todas de minerales de oro (Descripción del Nuevo Reino de Granada [1598] 2003: 344).
Luego de la conquista, los ambientes más cálidos de las vertientes cordilleranas norandinas, demográficamente menos densas y caracterizadas por la existencia de una tupida masa de bosques y selvas tropicales, no se convirtieron en espacios de importancia económica o estratégica para el establecimiento del mundo colonial (Dollfus, 1991: 58). Estos espacios fueron considerados como arcabucos y montes. Según el Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española de comienzos del siglo XVIII (1726-1739), tales palabras pudieron hacer alusión a espacios caracterizados como “fragosos, ásperos, llenos de maleza y breñas”, de “poca habitación y quebrados”. En contraste con las descripciones que acercaban al Altiplano Cundiboyacense con la idea de un paraíso terrenal, los españoles utilizaron adjetivos negativos para caracterizar las vertientes del Valle de Magdalena como “fragosas y de mucha montaña mal pobladas de indios” (Epítome de la conquista [1544 ca.] 1995: 126) “montaña brava” (Descripción del Nuevo Reyno [1572] 1995: 290) o “fulminosas sierras, bosques incultos y montañas bravas” (Castellanos [1592 ca.] 1932 (II): 343). A su vez, la vertiente oriental de la cordillera fue descrita como una “tierra muy agra” (Relación del Nuevo Reyno… [1539] 1995: 100).
Paulatinamente, en las descripciones y relaciones geográficas sobre el Altiplano Cundiboyacense se fue perdiendo el interés por describir las cualidades de la tierra y sus diferentes temples. Al contrario, se pasó a analizar la existencia de minas, la cantidad de oro y plata que podrían aportar a la Real Hacienda y la forma de explotarlas con eficiencia. Además, en la Descripción del Nuevo Reyno ([1572] 1995) se hacía referencia a los inconvenientes que tendría el traslado de mano de obra para el trabajo de las minas. No obstante, en el altiplano no hay minas de metales preciosos y no se hizo ninguna explotación minera en el período colonial. Algunas minas importantes como las de Mariquita, localizadas en la ribera occidental del valle del Magdalena, requirieron la movilización de importantes cantidades de indígenas muiscas del altiplano como mano de obra. Este sería un factor más que contribuyó a las aceleradas tasas de despoblamiento indígena en el altiplano, cuya consecuencia fue la alteración de las relaciones sociales, culturales y económicas de las sociedades prehispánicas con su entorno.
El paisaje y las relaciones interétnicas del período colonial temprano
Para usufructuar ilimitadamente el espacio utópico con que fue asociado el Altiplano Cundiboyacense, los españoles se vieron enfrentados al hecho de que dependían por completo de su relación con el sector indígena. En especial, de la mano de obra que significaban, de su tecnología agrícola y de su conocimiento del medio geográfico. De no contar con los saberes y las prácticas agrícolas indígenas, los españoles habrían sido totalmente vulnerables a las condiciones ambientales del altiplano -inundaciones, heladas, etc. En la fase inicial del período hispánico en los andes neogranadinos, y por lo menos hasta finales del siglo XVI, las relaciones de poder y el conflicto interétnico giraron en torno al uso y usufructo de una mano de obra “calificada” y de los recursos de las comunidades por medio de la compulsión tributaria (Villamarín, 1972; Villamarín y Villamarín, 1999). El interés español sobre el control de la tierra como bien de producción fue de menor importancia. Desde luego, esto no implica desconocer que desde el inicio de la presencia española en el altiplano comenzaran procesos de ocupación y privatización de tierras indígenas por parte de los colonos -realizados por vías legales, o bien por acciones fraudulentas y de hecho (Friede, 1969; González, 1970; Colmenares, 1997a, 1997b; Quiroga, 2014).
Al comenzar el período colonial en la década de 1540 la repartición de encomiendas daba, en principio, este control al sector de los colonos y, usando esta institución, se intentó introducir entre los muiscas los valores del cristianismo por medio de las doctrinas, dado que el encomendero debía garantizar la acción de los curas doctrineros. El monopolio de los encomenderos de la fuerza de trabajo indígena logró consolidar un poderoso sector social y económico pero, conforme avanzó la dominación hispánica en el altiplano en la segunda mitad del siglo XVI, la administración colonial fue restándole poder a la encomienda como factor de acumulación de poderío y riqueza. Además, las autoridades españolas percibían que mediante el sistema de encomiendas se habían tenido pingues resultados en materia de evangelización y de un control de la población que facilitara una recolección tributaria de mayor provecho para el estado, e incluso para vigilar y corregir mejor las desviaciones a la vida en policia.
No está de más recordar que las encomiendas entre los muiscas no implicaron su reducción a pueblos, si bien los confinó a un área determinada bajo el supuesto de que los indios debían quedar restringidos al espacio controlado por los caciques. Fue solo hasta la década de 1560 cuando comenzaron los primeros esfuerzos para urbanizar la vida indígena en “pueblos de indios” ordenados social y espacialmente bajo un modelo español, proceso que fue impulsado de manera más sistemática y fuerte con una serie de reformas al sistema social, económico y político del Nuevo Reino de Granada al finalizar el siglo XVI (Herrera, 1993b, 1998; Colmenares, 1997a, 1997b; Quiroga, 2014).
Inexorablemente, la vida en policía tan cara a los españoles implicaba fijar los cuerpos a un área determinada, como sucedió con las encomiendas, y posteriormente a un lugar fijo en los pueblos de indios. La movilidad característica de los muiscas se vio seriamente limitada para poder cumplir con las obligaciones tributarias y las cargas laborales a las que estaban obligados. No se puede perder de vista que una población indígena que cambiaba sus lugares de residencia a lo largo del año no era funcional ni viable para un sistema económico como el español en el período colonial temprano, que dependía del monopolio y el control de la mano de obra.
Además en tanto mecanismos que permitían controlar y vigilar las comunidades del Altiplano Cundiboyacense, las encomiendas, las doctrinas y los pueblos facilitaban la introducción de los valores hispánicos y cristianos en los cacicazgos muiscas. Al respecto, es importante señalar brevemente las consecuencias que trajeron para la espacialidad y territorialidad indígena en el Altiplano Cundiboyacense las dinámicas coloniales de persecución y vigilancia de los biohotes; es decir, lo que el sistema colonial llamaba juntas y borracheras que se han comentado en párrafos anteriores, y que han sido el eje de análisis de trabajos historiográficos recientes (Muñoz, 2015). La prohibición de realizar los festejos de las tradiciones prehispánicas alteró uno de los mecanismos que permitía la comunicación entre personas y la circulación de objetos desde diferentes zonas del altiplano. Como se ha indicado en este escrito, esta característica permitía mantener una articulación entre los distintos lugares que representaban el territorio muisca. Justamente, una de las mayores actitudes y estrategias de resistencia indígena del altiplano fue la persistencia en el mantenimiento de las prácticas religiosas.
La consolidación de centros urbanos y el aumento de su población mestiza y española exigía el abastecimiento de productos como el trigo, la carne y la cebada y es posible, tal como ocurrió en otros espacios españoles de los Andes Septentrionales, que los colonos españoles comenzaran a pedir que los indígenas tributaran en cargas de productos alimenticios de origen europeo (Rodicio, 1995: 69-70). Las campiñas andinas que rodeaban a ciudades como Tunja y Santafé comenzaron a alternar parches de maíz, frijol y papa, que venían de tiempos prehispánicos, con las franjas cobrizas que caracterizan al trigo y la cebada y los pastizales donde rumiaban los rebaños de ovejas y vacas. En esta parte de Suramérica, el uso económico colonial del espacio opuso una concepción prehispánica, centrada en el aprovechamiento del suelo y para la agricultura intensiva, a una española enfocada en el pastoreo extensivo de ganados europeos con algunos sectores cultivados (Caillavet, 2000: 133).
Para comienzos de la década de 1570 se nombraba que en los términos de Tunja se cosechaba trigo y había muchos ganados (Descripción del Nuevo Reyno [1572] 1995: 289). Dos décadas más tarde se decía que en la misma provincia había obrajes donde se hacía lana y tejían paños (Descripción del Nuevo Reino de Granada [1598] 2003: 345). En lo que respecta a la jurisdicción de Santafé, para finales del siglo XVI era evidente que el paisaje de la Sabana de Bogotá estaba poblado por mucho ganado y cultivos europeos, los cuales se combinaban con las “turmas de la tierra [y el] maíz, que es el prinçipal sustento de los naturales” (Relaçion de las cosas notables… [1598 ca.] 1996: 190).
Esta combinación de potreros utilizados para el engorde de semovientes contiguos a las labranzas indígenas tenía como consecuencia que -por la ausencia de cercas y tranqueras- el ganado entrara constantemente a las sementeras de maíz y las dañara. Por ejemplo, así se quejaron en 1563 los indios de la encomienda de Sagasuca.5 Pero no solo los animales que se asocian al pastoreo, como las vacas o las ovejas, fueron tema de las quejas indígenas ante las autoridades coloniales. La cría de puercos y chanchos en el altiplano se originó, al parecer, de las más de 300 hembras preñadas que en 1538 llevó a esta región la expedición de Sebastián de Benalcázar (Relación del Nuevo Reyno… [1539] 1995: 114) y fue también una fuente de daños para los indios. Al respecto, en 1553 se le preguntó a los indígenas de la encomienda de Chía si era verdad que el encomendero Juan Muñoz de Collantes
[…] los hizo criar ochocientos puercos y que por vivir los puercos entre los bohios se comieron a algunos indios y les dañan las sementeras y bohios, y que por el temor que los indios le tienen a los malos tratamientos del encomendero no pueden hacer nada con los puercos”6
El aumento de la demanda de más productos agrícolas -tanto americanos como europeos- para entregar a encomenderos como tributación pudo influenciar la alteración de los ciclos de descanso y barbecho de las tierras, lo cual afectó la fertilidad y productividad agrícola a largo plazo. En la tecnología española no se hacía uso de los abonos y se practicaba escasamente la rotación de cultivos para mantener la fertilidad de los suelos (Villamarín, 1975: 9). Debido a las características de los regímenes de lluvias de los Andes colombianos y a la fragilidad de los suelos ubicados en las laderas de las montañas, una de las consecuencias más graves de la presión sobre las áreas cultivables fue la erosión. Así mismo, hay que tener en cuenta que paulatinamente los indígenas fueron despojados de las tierras más aptas para la agricultura en los valles y enviados a cultivar en aquellas áreas con mayor inclinación, de pobre fertilidad y suelos de zonas altas más frágiles. Carl H. Langebaek (1995a) ha señalado cómo en los valles de Fúquene y Susa las evidencias arqueológicas de viviendas indígenas del período colonial se ubican precisamente en las áreas periféricas del valle, donde los suelos tienen bajas condiciones para el desarrollo de la agricultura. La introducción masiva de ganado europeo en el norte de los Andes también tuvo graves consecuencias ecológicas: desató la deforestación y la erosión generadas por los efectos de las pisadas de los animales ungulados en suelos sensibles a este proceso y localizados en laderas fácilmente erosionables. Este fenómeno fue un estímulo extra para que los colonos españoles se quisieran quedar y apropiar de las tierras indígenas (Jamieson, 2008: 29; Quiroga, 2014: 188).
Más allá de las consecuencias culturales y sociales que tuvieron los procesos de urbanización de la vida colonial -incluyendo en este conjunto, tanto las ciudades y villas españolas, como los denominados “pueblos de indios”-, esta dinámica alteró de forma irreversible el entorno natural del paisaje del altiplano. No sólo debido a las alteraciones de los espacios agrícolas prehispánicos que se acaban de mencionar, sino por la necesidad de conseguir madera y leña para la construcción de casas, iglesias y edificios administrativos que posteriormente necesitarían más recursos para el mantenimiento del calor y la cocción de alimentos.
Al ser productos de primera necesidad, las descripciones españolas del entorno natural le prestaban atención a la cobertura boscosa, tal es el caso de la relación geográfica de finales del siglo XVI (Relaçion de las cosas notables… [1598 ca.] 1996: 190). Además, el ganado español requería de forraje y la obtención de troncos y hierba implicó la intervención humana sobre los bosques altoandinos, seguramente, sobre los pajonales de los páramos. La leña y el forraje llegaron a sus destinos en las ciudades y casas de los encomenderos por vía de la compulsión tributaria. Ejemplo de esto fueron los quince maderos estantes, 150 estantillos, 300 varas y 150 pasos en cuadro de caña dulce “para hacer la casa” del encomendero Hernán Venegas, así como las doce cargas de leña y diez de hierba que le pedían en 1555 a los indios de Guatavita en la jurisdicción de Santafé (Aguado, [1581] 1956 (I): 420-421).
La identidad social tiene hitos en el paisaje. Por ello, la irrupción española en el altiplano, su control sobre los espacios y la relocalización de las poblaciones indígenas según la concepción española de orden espacial dejó huellas en la configuración de un nuevo sentido del ser indígena. Parte del problema relacionado con los cambios en la etnicidad indígena colonial en esta región tiene que ver con la comprensión de la coexistencia y la transformación de construcciones diferentes del paisaje. Por ejemplo, Monika Therrien (2013: 98) ha mostrado cómo el reordenamiento colonial incentivó el abandono de miradas tradicionales, que daban importancia a los cuerpos de agua, y le dio prelación a los espacios que los españoles consideraron más adecuados para el establecimiento de villas y pueblos.
En lo que tiene que ver con la parte de arriba del paisaje, la demonización de la naturaleza indígena que traería el programa de evangelización del colonialismo español alteraría la concepción muisca de los cerros, las lagunas y las cuevas. Este hecho tiene similares características tanto en el Altiplano Cundiboyacense, como en otros sitios a lo largo y ancho de los Andes (Bernand, 2008: 171). Ya se ha mencionado en párrafos anteriores que los pináculos de las sierras, los páramos con sus lagunas y las laderas y los fondos de los valles marcaron hitos materiales dentro del paisaje, y, al fijarse en la memoria colectiva, se incorporaba en la cotidianidad un sentido particular de las relaciones sociales y de la identidad de los grupos muiscas.
Los españoles llamaron santuarios a los cerros, lagunas y otros espacios sagrados o especiales de los indígenas. Estos lugares de difícil acceso para los misioneros y los actos de idolatría que, según la mentalidad católica, los infieles celebraban allí, eran un estorbo para la labor evangélica. Sobre todo, porque los frailes españoles veían la presencia del diablo en cualquiera de esos sitios sagrados. Así lo evidencia el cronista Fray Pedro Simón: “Aquí pues [la Laguna de Guatavita], como en lugar acomodado de los que el demonio pedía, se solían hacer algunos ofrecimientos con el modo que él les tenía ordenado […] (Simón, [1625] 1981 (III): 324).
Según se infiere de un confesionario en lengua muisca de comienzos del siglo XVII, el asistir a un santuario se convirtió en pecado. En éste se le preguntaba, en la propia lengua de los indígenas, si hacían santuario y si hacían ofrendas en el mismo (Lugo, [1619] 2010: 173). Según Gómez Aldana (2012) la palabra muisca usada por los frailes y doctrineros para traducir santuario fue chunsuaguia, la cual guarda relación con la traducción de la palabra ídolo, al igual que los vocablos muiscas chunso o chunsa. En el largo plazo, terminarían derivando en la palabra tunjo. Los tunjos son objetos de oro y otros materiales que en épocas prehispánicas se fabricaban con una función votiva y eran dejados como ofrendas en lugares específicos para rogar por favores particulares de cada persona, grupo doméstico o unidad política.
En el aparte sobre “el remedio contra la idolatría de los indios” del catecismo de 1576 el prelado Zapata de Cárdenas, segundo Arzobispo de Santafé, recomendaba que había que destruir y asolar del todo a los santuarios porque la estrategia anterior de colocar una cruz o hacer una ermita sobre estos fallaba, y que
[…] por la mucha experiencia que se tiene de la malicia de estos indios, que debajo de especie de piedad van al mismo lugar a idolatrar, pareció ser más conveniente raer de la tierra totalmente la memoria de estos santuarios; y porque en los dichos santuarios se halla algunas veces oro y cosas de valor se ordena y manda que allí se hallare se distibuya en utilidad de la iglesia del pueblo donde el tal santuario se hallare; y lo mismo sea de lo que se hallare en sepulturas […] (Zapata de Cárdenas, [1576] 2008: 280, la cursiva para resaltar es nuestra).
Caillavet (2000: 398) ha señalado cómo, en la concepción norandina, el enterramiento dentro de un espacio determinado es importante porque afirma la pertenencia de los miembros del grupo étnico a un territorio. Por eso, una de las principales consecuencias de desenterrar tumbas indígenas, práctica común en el altiplano a inicios del período colonial, contribuyó a crear un sentimiento de desterritorialización y pérdida de identidad. Esta práctica constituyó una forma de alteración de la relación de los diferentes grupos musicas del altiplano con sus ancestros y lugares de asentamiento.
Sin embargo, en la medida en que los sacerdotes católicos asumieron que el territorio sagrado indígena promovía la idolatría y que su presencia debía ser borrada a través de la destrucción o transformación de los santuarios cambiaron, pero no suprimieron, la concepción especial que tenían estos lugares. La introducción de nuevos elementos mágicos y sagrados enriqueció la relación de los habitantes rurales del altiplano con sus lugares sagrados. Lo que demuestran algunos casos etnográficos es que el culto andino de los cerros, a pesar de todos los intentos de extirpación de idolatrías y supersticiones en el período colonial y republicanos, sobrevivió gracias a su combinación con elementos del cristianismo y la mentalidad occidental.
Estas combinaciones dan origen a creencias y reflexiones sobre el paisaje en diversos lugares de la cordillera. Por ejemplo, “la bravura de los cerros”, la cualidad de los montes y lagunas para producir y aliviar enfermedades, su capacidad de desatar la devastación cuando se los molesta y las características de ser lugares llenos de tesoros escondidos en donde existen suntuosos y ricos mundos paralelos al escenario generalmente paupérrimo de los campesinos andinos (Bernand, 2008). En el caso concreto del Altiplano Cundiboyacense, los campesinos actuales hablan de la existencia de los encantos (Morales, 2001; Loochkhart et al., 2004). En su mayoría, los relatos de encantos tienen que ver con oro y seres míticos dorados que pueblan los cerros y las lagunas. La presencia de seres de laguna o de cerros la explican en base a la existencia de caminos y túneles que conectan un mundo mágico con el cotidiano.
A su vez, tanto los elementos visibles del paisaje -los macizos montañosos o las fuentes de agua-, como los invisibles -los túneles y palacios subterráneos- son asociados con un “tiempo de los indios”. Las descripciones etnográficas señalan que los encantos se relacionan con tesoros que los indígenas enterraban en épocas prehispánicas, ya fuera como parte de sus prácticas económicas o como parte de las estrategias de los brujos indígenas y el diablo. Narran también que en tiempos coloniales era una estrategia para esconder las riquezas de los invasores españoles.
De igual manera esa temporalidad indígena puede estar presente para los campesinos actuales del altiplano, a quienes muchas veces los antropólogos les han quitado la identidad muisca gracias a una particular concepción del mestizaje. Jorge Morales indica que en la concepción emic de los encantos que describen los actuales habitantes rurales del altiplano:
los indígenas del tiempo de los españoles y los de antes, aún viven, pero en un mundo subterráneo, dorado, ubicado especialmente en cerros y áreas lacustres. Allí continúan con sus trabajos, y entre ellos la orfebrería, pero a veces se les acaban las provisiones y tienen que salir a la superficie, que es lo mismo que viajar en el tiempo, para adquirirlas. Tal es el caso de hombres que van a comprar sal y habas a Zipaquirá (Morales, 2001: 16).
Las sierras fueron también un espacio de resistencia y confrontación en las relaciones de poder colonial en el Altiplano Cundiboyacense. Durante los primeros momentos de la conquista, las montañas y los cerros se convirtieron en el lugar de huida y resistencia al avance español. Aún al estar ubicados dentro del idílico altiplano, estos espacios eran definidos como “una sierra muy agra a donde no se les puede hacer daño ninguno sin mucho trabajo de españoles” (Relación del Nuevo Reyno… [1539] 1995: 98). El Epítome de la Conquista ([1544 ca.] 1995: 129) describe, también, que la táctica de la huida a las sierras fue una de las formas de afrontar el primer impacto de la conquista. Todavía para fechas relativamente alejadas de los años de la conquista, como la década de 1570, Juan de Olmos expresaba que la condición natural de los indígenas encomendados a él en Nemocón y Tibitó era la de cimarrones e indómitos, y que no residían en los pueblos para evitar la tributación y la doctrina evangélica. Según el encomendero huían a “[…] tierra caliente jurisdicción de la provincia de Muzo a su pedazo de tierra que se llama Pacho que es de los mismos indios […]”.7
Es posible que los indígenas de Tibitó supieran del terror y tabú que los españoles le tenían a las sierras, montes y arcabucos y a sus habitantes -los caníbales y guerreros indios muzos y panches- y por eso, aprovechando la relación que tenían con las vertientes cordilleranas desde tiempos prehispánicos, decidieran escapar de sus imposiciones tributarias radicándose por temporadas en esos lugares. Todos estos datos recuerdan descripciones sobre otros lugares de los Andes, donde los montes y lugares especiales de las sierras eran vistos como parte de una estrategia para escapar de los sinsabores de la dominación (Quiroga, 2010). Para el caso de la Cordillera Oriental colombiana, Falchetti (2003: 129) ha indicado que la movilidad estacional de los u’wa fue usada como estrategia de huida y resistencia al sistema colonial.
Conclusiones
En el artículo se señaló que la ocupación y uso de diversos pisos ecológicos ubicados en diferentes alturas, la movilidad estacional de asentamientos y otras actividades sociales y económicas pudieron ser importantes para definir y construir una territorialidad entre los indígenas muiscas del Altiplano Cundiboyacense en tiempos prehispánicos. Además, existiría una complementariedad económica y simbólica entre los distintos componentes del paisaje.
Esto parece ser común a otros grupos de habla chibcha de la Cordillera Oriental colombiana, localizada en lo que algunos autores denominan Andes Septentrionales, y marcarían algunos contrastes y diferencias con los modelos de verticalidad y economía vertical propuestos para otros lugares de la gran cordillera suramericana. Es esta región y en este espacio que se construyó socialmente mediante múltiples prácticas sociales es en donde se presentó la participación de los muiscas en el drama colonial.
Para el caso del Altiplano Cundiboyacense en la segunda mitad del siglo XVI, la institución que sirvió para el manejo y control de la mano de obra muisca fue la encomienda. La construcción española del espacio colonial se puede entender en un sentido más horizontal, o al menos sin los principios verticales de los grupos andinos. En lo que respecta al uso económico del espacio, las décadas que siguieron a la conquista son un período que se podría llamar agrícola, en el que se esperaba que las ciudades españolas fueran abastecidas por su entorno y con el trabajo indígena.
Adicionalmente, el proyecto colonial fue también un proyecto civilizador y planteado para incorporar a los habitantes del Nuevo Mundo al orbe cristiano, problemas que se intentaron solucionar mediante las doctrinas y una urbanización de la vida indígena que debía seguir parámetros españoles. Encomiendas, doctrinas y urbanización pueden ser pensadas como dispositivos disciplinares y de vigilancia en el sentido que le dio a estos términos Foucault (2002), y como expresiones y arreglos espaciales del poder (Nievas, 1999). Las tres tuvieron severas implicaciones en la territorialidad de los muiscas, así como su consecuente contra-respuesta y resistencia indígena a su implantación. Dos de las estrategias de actuación indígena para enfrentar el sistema fueron el mantenimiento de las prácticas religiosas y la huida a lugares del territorio de difícil acceso para los españoles en sectores más cálidos. Igualmente, el mestizaje y el viraje de algunos sentidos de los espacios sagrados indígenas en cerros, lagunas y montañas pueden ser considerados parte de dichas respuestas.
La política colonial condujo a ciertos rompimientos sociales y culturales que le dieron una nueva configuración al territorio. No obstante, la imposición colonial no implicó una recepción pasiva de las mismas por parte de las comunidades americanas. Al contrario, la resistencia indígena frente a la apropiación de su tierra tuvo también una expresión a través de la espacialidad que continua vigente y en continua transformación hasta nuestros días.