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versão On-line ISSN 1851-4669

Anclajes vol.16 no.2 Santa Rosa jul./dez. 2012

 

ARTÍCULOS

¿Ecos de Lautaro?: las lenguas indígenas como patrimonio cultural del nacionalismo criollo en el siglo XIX

 

Hernán Pas
Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales
Universidad Nacional de La Plata
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
hernan_pas@yahoo.com

 


Resumen: las guerras de Independencia establecieron en toda Hispanoamérica una alianza estratégica -más simbólica que social o militar- entre insurgentes criollos y pueblos indígenas, cuya finalidad habría sido legitimar la contienda bélica contra España. A mediados de siglo, cuando comenzaron a diseñarse los proyectos estatales de expansión y ocupación territorial, las poblaciones indígenas volvieron a ocupar un lugar en el imaginario criollo; esta vez, sin embargo, no como sujetos políticos de una posible coalición sino a través del patrimonio cultural de sus lenguas primitivas. Este trabajo se propone indagar la construcción letrada de tales patrimonios atendiendo a una serie de textos que, vinculando romanticismo y cientificismo, formularon en Sudamérica el sentido de semejante exploración.

Palabras clave: Lenguas indígenas; Patrimonios culturales; Elites letradas; Filología y lingüística; Siglo XIX

Lautaro's Echo? Aborigine Languages as Cultural Patrimony of Creole Nationalism in the 19th Century

Abstract: The Independence Wars established a strategic alliance in all "Hispanoamérica" -more symbolic than social or military- between Creole insurgents and indigenous peoples, which purpose would be to legitimize the warlike conflict against Spain. In the middle of the century, when the State-Nation projects began to be designed for expansion and territorial occupation, the indigenous populations were reconsidered by the Creole imaginary; this time; however, not as political subjects of a potential coalition but as heirs of a highly respected linguistic code. This work proposes to investigate the literate construction of such heritages in a series of texts that, by combining Romanticism and Scientism, shaped the aim of such exploration in South-America.

Keywords: Indigenous languages; Cultural heritage; Literate elites; Philology and Linguistics; 19th Century


 

En los inicios del proceso revolucionario hispanoamericano, el movimiento criollo de liberación construyó un discurso americanista cuya característica distintiva consistió en una deliberada identificación con el indio; éste, de pronto, pasó a ocupar el lugar de verdadero ancestro de la patria. En su inflexión eminentemente letrada, manifiesta en algunos de los principales textos de la época como el Memorial de agravios del neogranadino Camilo Torres, o el panfleto, aparentemente escrito por Bernardo de Monteagudo, que ficcionalizaba un diálogo entre Atahualpa, el último soberano Inca, y el rey español Fernando VII, esa asociación con el indio redundaría en la consolidación de un imaginario y de una retórica indianistas de largo alcance en todo el continente1.
En efecto, desde México hasta el Río de la Plata, las élites hispano-criollas buscaron asociar su lucha a un movimiento de reivindicación de las culturas indígenas sometidas, marcando de ese modo el inicio de lo que sería la verba característica de la llamada República criolla (Bengoa). Proclamas, escudos, efigies, banderas, poemas y festividades retemplaron entonces una iconografía que postulaba la unión entre pueblos indígenas y criollos republicanos. Tal simbología, sin embargo, se basaba más en el prestigio alcanzado por ciertas dinastías pre-hispánicas que en factores de índole política o social. En los virreinatos del Perú y del Río de la Plata, obras particularmente sugestivas fueron los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega y La Araucana de Alonso de Ercilla, mediadas sobre todo, como apuntara oportunamente Rípodas Ardanaz ("Fuentes literarias"), por la recepción, circulación y resignificación de esas y otras fuentes en manos de autores foráneos2. Desde el Canto a Junín de José Joaquín de Olmedo, que colocaba a Simón Bolívar como sucesor de la dinastía incaica inaugurada por Manco Cápac, hasta las decisivas apostillas de Andrés Bello a La Araucana, por poner dos hitos destacados de la cultura letrada, las élites sudamericanas no dejaron de imaginar la potencial ascendencia simbólica de semejante prestigio3.
En un trabajo previo me he dedicado a analizar la construcción y utilización de esa retórica criolla en Sudamérica, contrastando, puntualmente, las que realizaron las élites letradas y militares de Chile y del Río de la Plata (Pas, "Entre Ercilla y Garcilaso"). En esta ocasión, en cambio, me propongo indagar el entramado de intereses que, en una segunda instancia marcada fuertemente por el paradigma cientificista e historicista de la segunda mitad de siglo, llevan a esas mismas élites sudamericanas a ponderar no ya emblemas o valores cívicos de las culturas aborígenes sino, de manera específica o delimitada, el valor de sus lenguas. Pasadas ya las guerras de Revolución, cuando los estados independientes buscaban asentar institucional y culturalmente sus límites presuntos, la recuperación de las lenguas indígenas como artefacto de individualización criolla cumplía, al menos, con dos objetivos: por un lado, el de ofrecer el diseño de un patrimonio poético y lingüístico distintivo y, por el otro, el de construir una nueva versión del pasado prehispánico que se impusiera a la establecida por cronistas y misioneros. Para ello, la apelación y el diálogo con las tendencias "modernas" de la lingüística y la filología europeas se presentarían como una eficaz estrategia de autorización discursiva, mediante la cual los letrados criollos podían oficiar de mediadores e iniciadores de ese tipo de estudios en el ámbito americano. Textos como el que publicó Miguel Luis Amunátegui en la Revista de Santiago en 1848, "Lenguas indígenas de la América", o como los de Juan María Gutiérrez publicados en Buenos Aires en El Plata Científico y Literario (1854), primero, y en la Revista de Buenos Aires (1869, 1871), después, o aun el que escribiera el argentino Demetrio Rodríguez Peña para ser leído en el Círculo de Amigos de las Letras chileno en 1859, demuestran no sólo una incipiente inclinación hacia lo que varios lustros después se llamaría, vagamente, "etnográfica americana" sino también el modo en que los nuevos intereses letrados operaron entre las élites criollas. En lo que sigue, entonces, veremos cómo la construcción de ese patrimonio lingüístico-cultural confluye, aunque no como mera continuidad ideológica, con la retórica indianista del periodo de la Independencia y ofrece -he aquí su particularidad- un tipo de resolución simbólica en la que lo criollo subsume, depurándola, la heterogeneidad de sus ascendientes.

La lengua como patrimonio

A medida que los distintos Estados comenzaron laboriosamente a cimentar su andamiaje institucional, y a pesar de la pervivencia del imaginario indianista inaugurado con la Independencia, pareció evidente a quienes se consagraron a definir la cultura nacional el carácter interesado y contingente de aquella convocatoria patria. Juan Bautista Alberdi, por ejemplo, sería explícito al indicar el dispositivo ficcional utilizado por los patriotas de antaño:

Los guerreros de 1810, por quienes tengo la veneración que el pueblo por los mártires revestidos de la canonización papal, no son, sin embargo, para mí los que poseen ideas más acertadas sobre el modo de hacer prosperar la América que con tanto acierto supieron substraer al poder español. Las ficciones de patriotismo, el artificio de una causa puramente americana de que se valieron como medios de guerra convenientes al momento, los dominan y poseen hasta hoy (Alberdi 36).

Lo que Alberdi denominaba "ficciones de patriotismo", el americanismo independentista que incluía o procuraba incluir a las culturas indígenas, había comenzado por entonces a discutirse desde plataformas historicistas y románticas que buscaban trazar los rasgos distintivos de las nuevas repúblicas en formación. Alberdi escribía esas palabras en Chile, donde poco menos de un año antes José Victorino Lastarria había suscitado una resonante polémica historiográfica a raíz de sus Investigaciones sobre la influencia de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile, memoria histórica presentada a la Universidad chilena en septiembre de 1844. En su trabajo, siguiendo la tradición de algunos cronistas y viajeros, el chileno fustigaba la administración española colonial, revalorizando al mismo tiempo la cultura indígena mapuche. En ese marco, el de las discusiones y los esfuerzos por crear una literatura y un pasado nacionales, el imaginario americano-indianista -reconducido ahora, en el caso de Chile, desde perspectivas romántico-culturalistas preocupadas por otorgar un origen a la memoria de la nación en ciernes- ofrecía todavía la posibilidad de trazar un linaje distintivo. Ya no se trataba, sin embargo, del diseño estratégico de un lenguaje político como modo de legitimación criolla -"el artificio de una causa puramente americana", como lo llamara Alberdi-, sino de la construcción de un patrimonio cultural que otorgara un tipo de propiedad particular a las culturas nacionales de los nuevos Estados independientes. En efecto, mientras que la genealogía fue la figura primordial del americanismo indianista de la revolución (recordemos el poema de Olmedo, que hacía de Bolívar un descendiente de los Incas), durante la etapa de consolidación del nacionalismo criollo -etapa que coincide, a grandes rasgos, con el auge de las ideas románticas en todo el continente- la preocupación letrada se concentró en la consolidación de los patrimonios, aquellos bienes "ancestrales" pertenecientes a una etapa pre-histórica -en el sentido hegeliano-, se diría casi edénica o mitológica, que la conquista primero, y la colonización después habían des-naturalizado y convertido, indignamente, en meras piezas arqueológicas.
La mudanza ideológica puede datarse aproximadamente a mediados de siglo, cuando aquella fábula identitaria promovida por la Independencia había comenzado ya a perder eficacia política y la necesidad de los Estados-nación de explorar y explotar recursos naturales tornaba inevitables los conflictos en las zonas interiores fronterizas. La historiadora Rebecca Earle ha analizado en sendos trabajos ("Monumentos y museos"; "'Padres de la patria'") cómo la preocupación criolla por las culturas pre-colombinas -manifiesta en la creación de museos y reservorios de artefactos indígenas- fue concebida al calor de preocupaciones patriotas (al inicio de las nuevas repúblicas), primero, y, más tarde, de especulaciones positivistas (hacia fines de siglo), demostrando la utilización netamente museológica de dichas culturas, a las que se vedaba de ese modo toda agencia política. A comienzos de la década de 1840, Earle rastrea un repliegue de la simbología indianista -"allegorical figures representing Indians" (Earle "'Padres de la patria'" 783)- a través de múltiples intervenciones letradas que, desde México hasta Chile, coincidían -tal como lo hacía Alberdi- en trocar los ascendientes del linaje patrio: los verdaderos "ancestros" comenzaban a ser ahora los españoles, por cuya conquista estas tierras habrían recibido su padrinazgo europeo. De modo que las colecciones, los archivos, los repertorios precolombinos venían a connotar tanto el grado de civilización alcanzado por aquellas antiguas sociedades como la distancia que imponían con sus connaturales sucesores4.
En el terreno de los debates y las disputas lingüísticas, y especialmente literarias, las lenguas indígenas ofrecían, tal como ha sugerido en un reciente e iluminador trabajo Graciela Salto, la posibilidad de diseñar "un modelo retórico virtual y, en gran medida utópico, como una respuesta americanista a los debates contemporáneos sobre el criollismo versus el casticismo y el galicismo" ("Somos un pueblo" 2). Resulta interesante, por tanto, indagar la amplitud de las operaciones ideológicas puestas en juego en la construcción de semejante modelo, puesto que en ellas puede percibirse -a la par de una réplica americanista- un movimiento análogo al impulso museológico registrado por Earle, esto es, no sólo una idealización -o por mejor decir, una construcción- de las lenguas indígenas sino también un modo simbólico de zanjar los conflictos interétnicos apropiándose del valor -y, por ende, de la legitimidad- de la cultura intervenida. Para ello, como veremos en la segunda parte de este trabajo, resultaba indudablemente funcional la apelación al discurso "científico", cuya figura descollante en el terreno lingüístico era la del filólogo, esa especie de sabio o erudito que asimilaba su trabajo al de un etnólogo textual. El trabajo letrado cobraba así los visos de una tarea cuasi naturalista: había que rescatar de entre las ruinas los tesoros enterrados -fueran historiográficos o lingüísticos- y burilarlos con sapiencia de arqueólogo hasta devolverles su antigua fisonomía5. "El hombre, tal cual Dios le había formado en América -escribiría Juan María Gutiérrez en un texto dedicado a la "raza guaraní"-, fue despojado de todas las galas y atractivos que adornaban su sencillez, y su historia es la del huérfano desvalido a quien la avaricia arrebata su patrimonio y le apaga el hogar" (Gutiérrez "Mitología" 195 [itálica mía]). La filología romántica se encargaría de rescatar de las ruinas ese patrimonio -el de la lengua original y, por corolario, el de una literatura americana primitiva-, compartiendo con el voluntarismo historicista de la época el sustrato doctrinario del evolucionismo histórico: en general, se trata siempre de "pueblos que han desaparecido", que han sido indefectiblemente "extinguidos" o, en el mejor de los casos, cercenados en el desarrollo de sus "facultades naturales"6.
Uno de los primeros ensayos en esa dirección fue el que escribió, en 1848, el chileno Miguel Luis Amunátegui para la Revista de Santiago. Allí, Amunátegui abogaba por el estudio "científico" de las lenguas indígenas, amparado en las obras del geógrafo franco-danés Malte-Brun y del naturalista francés Alcide d'Orbigny7. El historiador chileno invocaba la premura de tal estudio debido a la progresiva desaparición de las culturas originarias. No es casual, en ese sentido, que su trabajo apareciera una vez concluida la controversia historiográfica promovida por las Investigaciones de Lastarria. "Algunos pueblos, jirones de los antiguos imperios de la América -escribía Amunátegui- [...], son los únicos representantes que subsisten de la civilización índica [...]". Y agregaba enseguida: "Pero un misterioso velo cubre su pasado, y solo sus ruinosos monumentos y las lenguas, menos durables todavía, puesto que cada tribu que perece arrastra a su tumba alguna de ellas, son las únicas antorchas que pueden alumbrarnos en tan espesas nieblas" (Amunátegui 117-118).
El estudio de las lenguas se presentaba, entonces, como la alternativa para justipreciar los arcanos de aquellas primitivas civilizaciones tan encumbradas por las obras de Ercilla y de Garcilaso. Pero sobre todo como modo de revalorizar -poner en valor- la estirpe de un universo cultural que, aun distante, era considerado no del todo ajeno. De modo que el contacto con las lenguas aborígenes -en este caso, la variedad del mapudungun denominada 'araucano'- podía beneficiar el conocimiento de la lengua chilena y, por cierto, el de su literatura8.
Una década más tarde, precisamente en un ensayo sobre la literatura chilena leído en el Círculo de Amigos de las Letras presidido por José Victorino Lastarria, el argentino Demetrio Rodríguez Peña -quien participaba en la arena pública chilena desde principios de la década de 1840- volvía a insistir en la necesidad del estudio científico de las lenguas -en este caso, apoyado en los antecedentes filológicos europeos en boga, como la filología comparada y la lingüística humboldtiana-9. Como para Amunátegui, para Rodríguez Peña el estudio de las lenguas resultaba imprescindible, y si bien otorgaba un "gran desenvolvimiento gramatical" a algunas de las lenguas indígenas (entre las que mencionaba el "quichua", el "guaraní", el "quichomaya" y el "náhuatl"), su preocupación central estaba sin embargo determinada por los vínculos entre la filología y la etnología10. Es decir, más que un estudio acerca de las posibilidades que brindaría la lengua mapuche en términos de ascendiente literario, lo que interesaba al argentino era la capacidad de la "nueva ciencia" filológica para hurgar y distinguir, a partir de variedades lingüísticas, determinados rasgos psicosociales. En efecto, si para Amunátegui el estudio de las lenguas indígenas resultaba indispensable como modo de discernir la ascendencia de los "idiomas americanos", para Rodríguez Peña, en cambio, el estudio de las lenguas cumpliría con otra función más primordial:

Y este estudio no es de placer, no es de elección; es de necesidad. Sin él, el porvenir será precario: no puede haber construcción sólida, sin un conocimiento del terreno sobre que se construye: nada sólido puede hacerse en provecho de un pueblo, de una sociedad, que no se conoce y en medio de la cual somos extraños. Los ensayos que hasta aquí se han hecho nos lo demuestran: el pueblo ha sido un mito y los que en su nombre han obrado, ni lo oyen ni lo comprenden. El se hará oír un día, y para ponernos en guardia, oigámosle desde ahora, estudiémosle y ésta es la misión de la literatura chilena (Rodríguez Peña, cit. en Pas "Un 'estudio' olvidado" 172-173).

Evidentemente, aquí el "pueblo" no es el elemento pasivo que pervive cual tesoro entre añejas ruinas, no es el pueblo, digamos, de la filología romántica, sino el de una confluencia étnica y social activa en el tiempo presente de la enunciación11. La posición de Rodríguez Peña coincide y replica así la posición que Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento y otros habían asumido frente al intempestivo bosquejo historiográfico de Lastarria: el pueblo -mestizo, indio o mulato- nunca es el de la literatura, sino el de la (urgente) política. Estudiar las lenguas aborígenes permitiría, según esta visión, vislumbrar los confusos intereses de los "pueblos" -de modo implícito, emerge en el razonamiento del argentino la idea del mestizaje racial- para mejor responder a ellos y, de tal modo, reconducirlos.
Por la misma época, ya en Buenos Aires, Juan María Gutiérrez retomaría los planteos de Amunátegui en un primer trabajo titulado "Palabras indígenas americanas", publicado en la revista El Plata Científico y Literario, dirigida por Miguel Navarro Viola. En ese primer esbozo, Gutiérrez infería la ascendencia de tres lenguas aborígenes sobre el idioma español de la república: la guaraní, la denominada araucana y la quichua, y pasaba revista de algunos de los nombres o palabras derivados de esas lenguas y utilizados en la actualidad (como "vincha", "umita", "poncho", "guasca", "cancha", "pampa del quichua", etc.). Curiosamente, el modelo preponderante de esas lenguas en Sudamérica sería sobre todo el quichua: "la lengua peruana -escribía Gutiérrez-, más culta, más dócil para incorporarse a la civilización cristiana, ha entrado, por caminos que serían de averiguar, como lengua de conquista hasta nosotros" (Gutiérrez, "Palabras indígenas" 88)12. Clave en su interpretación americanista de la cultura local, la noción de lengua de conquista permite a Gutiérrez ponderar los influjos y, de ese modo, postular una diferenciación criolla -diferenciación que implica, al mismo tiempo, la tan pregonada idea de originalidad-. Desde esa perspectiva, el americanismo literario hallaba al parecer un fundamento "empírico" irrefutable. Así concluía Gutiérrez: "Tenemos ideas o necesidades en Buenos Aires, que no podemos representar sino con palabras quichuas muy poco adulteradas" (ídem).
De este modo, antes que con su par chileno, Gutiérrez venía a coincidir consigo. En efecto, ya en 1846, al dar a conocer en Valparaíso su América poética, el argentino había trazado algunos de los presupuestos sustanciales de su programa americanista. En la introducción a su antología, Gutiérrez recuperaba el antecedente histórico de los cantos nativos como elemento propio y distintivo de la lírica del continente: "Antes que la civilización cristiana penetrase en América con sus conquistadores, era ya muy conocido en ella y muy estimado el talento poético" (VI). Y apelando a la tradición de los haravicus y amautas descrita por el Inca Garcilaso y a lo escrito por el abate Molina sobre los genpin araucanos, anticipaba además uno de los núcleos precursores de su americanismo literario: "Cuando la lengua de Castilla se arraigó en la parte meridional de nuestro continente, sus hijos enriquecieron a la madre patria no menos con los tesoros de su suelo que con sus aventajados talentos que fecundiza un sol ardiente y desarrolla una naturaleza grandiosa y magnífica" (Gutiérrez América VII).
De allí el interés que despertara en Gutiérrez el análisis de las lenguas indígenas, sobre todo de aquellas versiones -como el denominado araucano o el quichua peruano- cuyas fuentes literarias las convertían en autoridad prestigiosa. Casi quince años más tarde de aquel su primer escrito, Gutiérrez volvería sobre el tema, desplegando una argumentación mucho más fluida en el texto titulado "De la poesía y de la elocuencia de las tribus de América"13. El trabajo se concentraba en la denominada lengua araucana, a la que Gutiérrez no dudaba en designar como "lengua nacional de Chile" (Gutiérrez "De la poesía" XX: 228). Todo el ensayo parece destinado a discernir la "capacidad oratoria del araucano" (230), es decir, a "mostrar como la lengua de que tratamos es apta para el lenguaje apasionado y figurativo propio de la elocuencia y de la poesía" (Gutiérrez "De la poesía" 234), a fin de desautorizar la larga cadena textual que no veía en los indios sino salvajismo y brutalidad. Por supuesto, en un segundo movimiento, esa disputa venía a revalorizar el patrimonio lingüístico de los criollos. De allí que, como lo indica el título de su trabajo, Gutiérrez se preocupe por demostrar la flexibilidad y virtuosismo del uso que hacen los araucanos de su lengua, puesto que en el uso -es decir, en la oratio- residía la primigenia virtud de la summa retórica14. Al hacerlo, Gutiérrez realza la lengua indígena comparándola, de modo algo previsible, con los modelos clásicos de esa tradición: Cicerón, Tácito, aun Virgilio. Ahora bien, como ha señalado Salto en el trabajo citado, al adjudicar a la lengua denominada araucana atributos propios de la retórica ciceroniana -el modelo elegido deliberadamente-, Gutiérrez ejerce dos movimientos a la vez: por un lado, confiere a aquellas tribus virtudes clásicas y, por lo mismo, valores que revierten el mote de bárbaros heredado de la conquista española; por el otro, y a la vez, las coloca en un pasado remoto, acrónico, que las excluye de cualquier contacto interétnico15. Así, el tácito valor de estos patrimonios es su proyectada lejanía, su carácter de reliquia, pasible de ser (re)descubierta sólo por aquellos que, como el moderno filólogo, son los verdaderos adelantados de la lengua.

La construcción "científica" de las lenguas

Al discurrir acerca del estudio de las lenguas indígenas, Amunátegui declaraba lacónico: "la importancia de semejante estudio no puede ponerse en duda" (Amunátegui 118). Tal creencia, compartida por Gutiérrez y Rodríguez Peña en los ensayos citados, se sitúa en un contexto de enunciación bastante específico: los avances y la difusión de ciertas reflexiones en torno a la lengua que comenzaban a trazar el terreno de lo que sería la lingüística como rama científica. Por tanto, un ejercicio complementario sería el de reponer, si no de manera absoluta al menos aproximada, las lecturas y los autores que modelaban ese tipo de intervenciones.
Por lo pronto, un repaso de los textos que venimos describiendo ofrece una curiosa lista, en la que sólo unos pocos nombres se repiten. En efecto, los autores que aparecen citados frecuentemente son: el naturalista francés Alcide d'Orbigny, el geógrafo italiano Adriano Balbi, el también geógrafo franco-danés Conrad Malte-Brun, el lingüista y pedagogo Wilhelm von Humboldt (hermano, como se sabe, de Alexander von Humboldt), el médico, botánico y antropólogo alemán Karl von Martius (cuya Glossaria Linguarum Brasiliensium, citada por Gutiérrez, sería una de las principales fuentes de los antropólogos americanistas de fin de siglo, entre ellos el brasileño João Capistrano de Abreu), el erudito y pedagogo francés Alfred Maury, el filólogo y lingüista alemán Franz Bopp y, finalmente, [Jacob] Grimm, el famoso filólogo alemán, recopilador de los cuentos tradicionales en los que subsistía, supuestamente, el Volkgeist germano.
Como se puede apreciar, la lista es indiciaria de una disciplina en formación -llamada en estos ensayos "filología", "filología comparada" y aun "gramática comparada"-, en cuyos presupuestos de base se alían especulaciones naturalistas (como la biología, la geografía, la botánica), etnográficas (derivaciones de la etnología, en las que prevalecen vínculos cientificistas que provienen, por ejemplo, de textos fundadores como El espíritu de las leyes de Montesquieu) con otras filológicas o historiográficas (que el relativismo cultural emplazaba cada vez más en términos comparativos). De modo que el interés de las élites letradas sudamericanas por las lenguas indígenas y sus culturas -interés que hacia fines de siglo se convertiría en una corriente del americanismo antropológico y folclórico-16, responde primeramente al orden de las competencias disciplinares europeas, cuyo esparcimiento global determina la visibilidad -esto es, la legitimidad epistémica y, por corolario, cultural y política- de los objetos científicos. Es sintomática, en este sentido, la reiterada queja en estos primeros ensayos ante la desidia y el desinterés por el estudio verdaderamente "científico" de las lenguas indígenas, sólo abordadas, de manera imperfecta, por los misioneros. Dirá Amunátegui:

En casi todas las gramáticas [de los misioneros], que se han trabajado hasta ahora, se toma el latín por punto de partida, forzando sin duda muchas veces la estructura original de estos idiomas, para hacerlos caber en el cuadro de su teoría. Hay pues que revisar todas las obras de esta clase, comparándolas con los resultados que se obtengan del examen de las palabras estudiadas al salir de la boca del salvaje, con el objeto de rehacerlas bajo otro método, sino están conforme con la verdad (Amunátegui 127).

Por su parte, en su texto de 1869 Gutiérrez repetirá la misma invectiva: "las gramáticas de los misioneros [...] adolecen del grave defecto de estar basadas sobre la índole de las lenguas griega y latina" (Gutiérrez "De la poesía" 230). La oposición gramática misionera vs. filología moderna aparecerá, entonces, como un elemento común de estos ensayos (y como un modo, como enseguida veremos, de autorización letrada). A fin de entramar solidamente sus argumentos, tanto Amunátegui como los argentinos abrevarán en aquellas fuentes de las llamadas "ciencias modernas". Así, por ejemplo, Rodríguez Peña transcribirá las que parecen ser sus novedosas lecturas de Wilhelm von Humboldt y Alfred Maury, cuyas propuestas jerarquizadoras y globalizadoras le permitirán subrayar el alto valor de "la lengua de Cervantes": "Si por la lengua araucana, salimos un grado inferiores a los africanos, no tenemos motivos para quejarnos del lugar que ocupa nuestra bellísima lengua literaria, la lengua de Quintana y de Cervantes, con las modificaciones no desventajosas que le presta nuestra bellísima naturaleza" (Rodríguez Peña, cit. en Pas "Un 'estudio' olvidado..." 172)17. Por su parte, Gutiérrez acudirá a la Glossaria Linguarum Brasiliensium de von Martius para resaltar el carácter "inorgánico" de las lenguas prehispánicas -lo que esos textos modernos designan como estadio polisintético de una lengua-, de tal modo que, aun sin alcanzar un alto grado de desenvolvimiento -como las indoeuropeas-, las lenguas originarias de América contenían en su estructura, como el denominado "araucano", la matriz de un desarrollo uniforme y "nacional".
Ahora bien, vagamente amparadas en la oposición antiguo/moderno existen sendas contradicciones que los autores de estos ensayos parecen no preocuparse por ver, o, directamente, no ver. La primera de ellas se relaciona con las propias fuentes de las fuentes citadas -es decir, aquellas fuentes 'modernas' de la filología y la lingüística que son exhibidas como categórico sustrato científico para abordar las lenguas indígenas-, pues es sabido que muchas de ellas abrevaron en las gramáticas, diccionarios y glosarios que produjeron los sacerdotes misioneros en contacto con las distintas tribus indígenas de América. Así, por ejemplo, el monumental Voyage dans l'Amerique Méridionale, escrito por D´Orbigny, dedica el primero de sus nueve volúmenes a la descripción "etnográfica" de guaraníes, mapuches, calchaquíes y quechuas. Las obras lingüísticas más importantes de Wilhelm von Humboldt (entre ellas, Sobre la lingüística comparativa en relación a las diferentes épocas del desarrollo lingüístico, de 1820) se valieron parcialmente de las informaciones y documentos recogidos por su hermano Alexander a través de su viaje por Sudamérica. Por su parte, Martius debe su Glossaria a su estancia e investigación en Brasil, particularmente a sus viajes por la región amazónica. Así, todos estos trabajos, por una u otra vía, se nutrieron de los aportes de las gramáticas misioneras18. Es decir, mientras que en los ensayos criollos se niega y reniega de las gramáticas y lexicones misioneros, nada se observa respecto al hecho de que esas mismas obras sirvieron como documentos para la descripción lingüística de los europeos. La segunda es una contradicción de otro tenor, aunque más palmaria: aun desde ese reniego hacia la lingüística misionera, tanto Amunátegui como Gutiérrez -y, en parte, Rodríguez Peña- terminan por abrevar en esos antecedentes. El argentino, por ejemplo, acudirá al jesuita Febrés, de cuyo método dice apartarse -aun sin asumir la distancia analítica- a fin de abonar su tesis sobre el carácter figurativo y elocuente de la lengua mapuche19. Por su parte, Amunátegui sostiene que "las gramáticas y los vocabularios" son la base para el estudio de dicha lengua (al final de su ensayo enumera todas las gramáticas "araucanas" de que tiene conocimiento) y que, a partir de ellas, nuevas misiones en la frontera deberían justipreciar sus resultados: "Hay pues que revisar todas las obras de esta clase, comparándolas con los resultados que se obtengan del examen de las palabras estudiadas al salir de la boca del salvaje, con el objeto de rehacerlas bajo otro método, si no están conforme con la verdad" (Amunátegui 127 [itálica mía]).
La idea de un contraste en acto de las gramáticas misioneras con los pueblos indígenas sobrevivientes revela la ambivalencia de estos ensayos, puesto que, si bien procuran ampararse en las "miradas de la ciencia", el afán de legitimar sus propios intereses letrados (la construcción de un patrimonio cultural cuyo objeto, las lenguas indígenas, estaba siendo escrutado para otros fines y con otros intereses) los lleva a acometer contradicciones con los mismos presupuestos observados en ellas. En efecto, contrastar las gramáticas escritas en los siglos XVII y XVIII con las palabras salidas "de la boca del salvaje" supone echar por tierra la idea organicista que está en la base de todas estas especulaciones, cuyas redes conceptuales se han extendido a las discusiones lingüísticas del siglo XX20.
En efecto, la noción de organicismo fue central en las reflexiones decimonónicas en torno a la lengua. Al considerarla como un cuerpo natural que podía desenvolverse por sí mismo -crecer, envejecer y desaparecer eran estadios de esa metáfora naturalista- la visión organicista colocaba a los estudios de la lengua en el terreno de las ciencias naturales, absorbiendo de ese modo toda la gama de presupuestos cientificistas que confluían con el incipiente biologicismo. Si bien uno de los representantes más influyentes y categóricos de la tendencia organicista fue el alemán August Schleicher, lo cierto es que la gran mayoría de estos estudios adhirieron, explicita o implícitamente, a sus fundamentos genéticos desde distintos puntos de vista21. Cabe recordar que, aunque las reflexiones organicistas de la lengua se dieron de modo paralelo a las evolucionistas de Charles Darwin, organicismo y evolucionismo terminaron, previsiblemente, coincidiendo y retroalimentándose. Así, el fenómeno puede ser descrito como "un traslado de la teoría de la evolución y la selección natural de Darwin al estudio de la lengua, en el cual la "morfología" asume un sentido más cercano a lo biológico y se divide la evolución de las lenguas en tres tipos que señalan tres etapas: monosilábica, aglutinante [lo que también se llamó en la época polisintética] y de flexión" (Ennis 168).
Este tipo de construcción no sólo postula una jerarquización cultural -que no deja de aparecer en estos ensayos en forma de doxa cientificista-, sino que presupone la idea de un desarrollo teleológico y progresivo en el cual aquellas lenguas aparentemente más elaboradas se imponen al resto como modelo. En el fondo, la lógica orgánica de estas "teorizaciones" remite a las especulaciones filosóficas que en torno al origen y funciones del lenguaje se fueron entretejiendo desde principios del siglo XVIII y en cuyo horizonte formativo la obra de J. G. Herder -y particularmente Sobre el origen de la lengua (1772)- supo delinear los principales parámetros formales para la reflexión filológica a la vez que lingüística. Sintéticamente, lo que Herder proveyó fue un modelo de desarrollo de la lengua en el cual la interacción humana volvía posible la invención de un código -el lenguaje humano- que, mediante el contacto intranuclear, es decir mediante relaciones dadas al interior de núcleos primarios, como la familia, desenvolvía sus caracteres distintivos. De allí, como se sabe, la importancia de la educación, familiar y estatal, en la constitución de las lenguas nacionales22. Ahora bien, el más controversial y a la vez influyente de los postulados herderianos fue su identificación del aspecto sensorial como principal cualidad del lenguaje primitivo -y del discurso poético- y su consecuente asunción de una visión comunitaria del lenguaje, según la cual éste se desenvolvería desde los tiempos remotos hasta la modernidad de manera cada vez más elaborada y progresiva. La interacción de lo sensitivo con lo formal caracterizaría así al lenguaje humano y esto lo diferenciaría de otros lenguajes meramente sensoriales, como el de los animales. Tal fue el modelo que, sin duda, produjo las más cándidas derivaciones y usos ad hoc en el romanticismo literario criollo; el conocido ejemplo herderiano del balido de una oveja fue rápida y fraudulentamente traducido a fastidiosas fórmulas que añadían la tórtola, el jilguero, etc.)23.
Entre otros, Wilhelm von Humboldt y los hermanos Grimm abrevaron en los textos herderianos al 'teorizar' sobre las capacidades de la lengua como vehículo del pensamiento. Según estos autores, existía una conexión inexcusable entre pensamiento, discurso y lengua, lo que podía corroborarse apelando al modelo de desarrollo orgánico propuesto por Herder. No obstante, tal concepción provenía de una serie de textos anteriores al filósofo alemán, pertenecientes en su mayoría a la tradición del racionalismo inglés. Richard Bauman y Charles Briggs han analizado, por ejemplo, cómo las redes conceptuales que orientaron la producción herderiana provenían de eruditos e historiadores ingleses como Th omas Blackwell (1701-1757), Robert Wood (1717-1771) y el arcediano irlandés Hugo Blair (1718-1800), de cuyo estudio sobre la saga poética de Macpherson (A Critical Dissertation on the Poems of Ossian, the Son of Fingal, 1763), el alemán habría extraído más de un fundamento para su propio trabajo. Hugo Blair interesa aquí particularmente, además, por ser el autor de unas célebres Lecciones sobre retórica y las Bellas Letras, que traducidas al español por Joseph Luis Munárriz circularon con gran profusión por Hispanoamérica, siendo consideradas el tratado más autorizado sobre el tema, y de las cuales hemos hecho ya referencia en nota previa. En el cruce y combinación de esos saberes, la reificación de la lengua como instrumento de racionalización -y, por ende, de civilización- produjo un ideologema decisivo para la jerarquización de las culturas. Como sostienen Richard Bauman y Charles Briggs, mediante la construcción de lenguas limitadas y distintas, portadora cada una de su propia unidad interior -unidad que sólo podía ser identificada y comparada por un cientista [scientist] lingüístico-, era posible proponer entonces una nueva cartografía global: "la posición de cada 'nación' podía ser especificada en términos de las calidades de abstracción y racionalidad que su lengua poseía, como medida independiente de otras formas sociales" (Bauman-Briggs 202).
Se trata, en definitiva, del carácter ideológico que conlleva toda intervención sobre la lengua y del poder simbólico ostentado por sujetos e instituciones constituidos a partir no sólo de criterios virtualmente objetivos y universales sino también supuestamente desvinculados de lo político. Así, mediante una ligera transacción letrada con la "opinión científica", las intervenciones de Amunátegui, Gutiérrez y otros asumían una función subsidiaria de esa figura que Juan Ennis, extendiendo productivamente los planteos de Jan Blommaert, describió como central en los debates lingüísticos argentinos: la del philologos, esto es, la del experto y custodio de la lengua cuyo arbitraje modelizador refiere tanto a su función normativa cuanto a su disposición arqueológica (Ennis 69). Claramente, los anhelos filológicos de esta serie de intervenciones -construir un patrimonio cultural en el que las lenguas indígenas obtengan su lugar científicamente probado- buscan apropiarse de la autoridad moderna de la ciencia para, de ese modo, colocarse a sí mismos como mediadores autorizados ante las élites letradas -criollas y metropolitanas-: virtuales philologos que recuperan el legado de las lenguas indígenas mal interpretadas y exhiben, o procuran exhibir, los vínculos ocultos entre aquellas lenguas y las de los actuales criollos (para cuya operación resulta indispensable revalorizar aquellas culturas tildadas de "bárbaras" por los cronistas). Esa estratagema, sin embargo, pareció despreocuparse de la lógica reproductiva que la implicaba, extendiendo de ese modo los tópicos e ideologemas con que el cientificismo europeo delineaba su "cartografía global", los cuales llevarían, por una u otra vía, a contrarrestar los premeditados esfuerzos del voluntarismo criollo. Así, por ejemplo, la insistencia de tinte herderiano en el corte sincrónico del primitivismo lingüístico aborigen no sólo redunda en una idealización de su ascendiente prestigio sino que también abona la tesis de un determinismo biologicista, el cual, mediado por algunas vertientes del romanticismo literario, vuelve a colocar a aquellas culturas en el orden de la natural, es decir de la no-cultura. Si bien es cierto que esa operación aleja esas sociedades de la "barbarie", no menos cierto es que en el mismo movimiento quedan enlazadas a la naturaleza, como si sus lenguas fueran una extensión física del paisaje y no, como insisten en demostrar estos mismos ensayos, un código artificial, relativamente elaborado.

De la lengua a la literatura

Como vimos, en el prólogo de su América poética Juan María Gutiérrez había trazado las líneas principales de esa tesis romántica: la magnificencia del paisaje americano nutría las cualidades poéticas de sus habitantes. El talento de aquellos amautas era, según sus palabras, fecundado por la "naturaleza grandiosa y magnífica". Tal vinculación entre naturaleza y cultura se muestra proclive a la construcción naturalista de los tableaux vivants frecuentados por los viajeros. En un movimiento que acerca estos incipientes bosquejos del americanismo literario a la operación que casi un siglo después realizarán algunos escritores destacados del llamado boom latinoamericano, Gutiérrez presentará las conexiones entre naturaleza y mundo poético en América apelando precisamente a las cartas de su primer adelantado:

Al acercarse Cristóbal Colon a las primeras playas por el descubiertas, 'vínole un olor tan suave de flores y árboles que era la cosa mas dulce del mundo'. Este perfume nacido del seno de la naturaleza física, traía consigo la nueva de que el mundo recién aparecido, era un mundo poético para los sentidos. La organización exquisita del inmortal genovés, se abrió toda entera para gozar de estas sensaciones; pero ni él no sus compañeros pudieron sentir ese otro género de perfume, mas que etéreo, emanado de las costumbres, de la inteligencia, del alma del hombre primitivo de América (Gutiérrez "Mitología" 82).

La inteligencia y el alma de los indígenas son así amalgamadas en una pintura paisajística que las coloca junto a la naturaleza como si, al igual que el "perfume de las flores", de ella emanaran.
La idea sería expuesta con mayor despliegue en su texto sobre la elocuencia indígena. Decía allí Gutiérrez: "En semejantes regiones la forma humana debió ser armoniosa, y gallardas las estaturas de ambos sexos como las palmeras y los pinos. Exquisita debía ser la sensibilidad de los sentidos en unos seres destinados a gozar de los perfumes de la selva [...]" (Gutiérrez "De la poesía" 557). Las características fisonómicas de estos pueblos se asimilan a la naturaleza -"gallardas las estaturas" como "las palmeras y los pinos"-, subrayando de ese modo una creencia ilustrada que había alimentado el pensamiento de aquellos cronistas e historiadores europeos de los cuales Gutiérrez, notoriamente, pretendía diferenciarse. De entre ellos, por ejemplo, Cornelius de Pauw, cuyas Recherches philosophiques sur les Américains habían sido publicadas en Berlín en 1768. Desde la perspectiva del americanismo criollo se entiende, por cierto, el motivo por el cual Gutiérrez negaba «cientificidad» -objetividad, podríamos decir- a ese tipo de obras. El libro de de Pauw, recordemos, comenzaba afianzando la diferencia entre Europa y América, considerando esa diferencia como el contraste entre fuerza y debilidad, civilización y salvajismo, y evaluando a los americanos como "una raza de hombres que tienen todos los defectos de un niño, como especie degenerada de humanidad, cobarde, impotente, sin fuerza ni vigor físicos y sin elevación de espíritu" (Cit. en Brading 463)24. Los prejuicios racialistas de semejantes miradas no desdicen, sin embargo, la matriz naturalista del americanismo literario que estos ensayos promueven. Para Gutiérrez, lo primero que debería llamar la atención al investigador es:

la correlación que guarda la lengua araucana con el carácter moral y físico de los hombres que la emplean; robustos, reflexivos, pacientes, bravos e indómitos. Así es que, un historiador antiguo, notando esta armonía entre el hombre chileno y los signos hablados de las ideas que concibe, ha podido decir con suma propiedad: "su idioma es cortado al talle de su genio arrogante y de valientes expresiones (Gutiérrez "De la poesía" 228-229)

La homologación entre lengua, dicción y virtudes humanas no es, por cierto, una pura inferencia del ensayista: proviene de la larga tradición de la Retórica, que la Ilustración supo consagrar como modelo de la racionalidad lingüística, mediante una creencia derivada de los ensayos iluministas que conectaban el desarrollo intelectual con la manipulación del alfabeto25. No obstante, en esa homologación estos textos también incluyen a la naturaleza, postulando, mediante una lectura desviada de las ideas herderianas, una correspondencia entre espacio físico, lengua y virtudes morales (reproduciendo, de ese modo, el modelo naturalista de los cronistas de indias). Ese tipo de construcción es la que permite en estos ensayos imaginar una antigüedad idílica en la que lengua y paisaje se superponen y constituyen mutuamente. Dirá Amunátegui:

[...] la raza índica, ya que no perece en los dominios antes españoles, pierde al menos su carácter original, mezclándose con elementos heterogéneos, para producir una sociabilidad esencialmente diversa. Algunos pueblos, jirones de los antiguos imperios de la América, esparcidos de trecho en trecho en nuestros territorios, como despojos del gran naufragio de la conquista, son los únicos representantes que subsisten de la civilización índica, conservando su fisonomía peculiar y su lenguaje pintoresco como los paisajes de la América. (Amunátegui 117).

El movimiento de estos ensayos, por tanto, procura avalar con el discurso de la "ciencia" su propia mitología: no sólo que la lengua americana reserva de su pasado prehispánico una reliquia -el virtuosismo lingüístico característico de la elocuencia clásica-, sino además que, por otro tipo de virtuosismo que el romanticismo había concebido con su idea de genio y que las "ciencias modernas" venían ahora a convertir en factible organicidad, los trazos de esa reliquia podían ser reconstruidos -puesto que, según esa versión del criollismo letrado, permanecían latentes- si esmerados cientistas procuraran asimilar la lengua de esos prístinos pueblos desperdigados.
En un pasaje en el que retórica indianista y americanismo literario son ensamblados deliberadamente, Gutiérrez esgrimía el bastimento de esa peculiar mitología. El pasaje refiere a la resistencia mapuche, comandada por Lautaro, el héroe indígena consagrado por Ercilla, contra las tropas del conquistador Pedro de Valdivia. Escribió Gutiérrez:

Este acontecimiento memorable tenía lugar el 27 de diciembre de 1553. Esta fecha es una efeméride americana que recuerda el ejemplo más notable en nuestra historia antigua de la asociación del brazo y de la inteligencia, de la elocuencia y la acción, para vindicar la independencia del suelo patrio. El eco de Lautaro ha llegado de tradición en tradición hasta nosotros como las ráfagas poderosas del viento que nace de las remotas cordilleras (Gutiérrez"De la poesía" 242)

La tradición, en este tipo de operación letrada, no sólo se construye, sino que se lo hace naturalizando su proceso, esto es, sin más, inscribiéndolo en la naturaleza física: el legado de aquellos "ancestros", como al parecer el de sus lenguas, emana "de las remotas cordilleras" (elemento que reemplaza, aquí, mediante una meditada pincelada literaria, su verdadera construcción artificial: La Araucana de Ercilla). De tal modo, si el patrimonio lingüístico que construyó la filología romántica buscaba, por un lado, revalorizar la genealogía de la lengua criolla apelando al prestigio supuesto (es decir, construido) de ciertas lenguas precolombinas; por el otro, al mismo tiempo, debía admitir que ese prestigio o había sido arrebatado -y por tanto, permanecía tan ajeno como extinguido- o, si pervivía, no lo hacía de otro modo que no fuera a través de la "lengua de conquista".

Notas

1 Una versión preliminar y más acotada de este trabajo fue presentada en el VIII Congreso Internacional Orbis tertius, La Plata, 7 de mayo de 2012, con un título ligeramente distinto: "Tesoros (des)enterrados: las lenguas indígenas como patrimonio cultural del nacionalismo criollo en el siglo XIX".

2 Una de las obras más influyentes en ese sentido fue Les Incas ou la destruction de l´Empire du Pérou de Jean-François Marmontel, aparecida en 1777, si bien el autor francés se basaba más en la Brevísima historia de la destrucción de los incas de Bartolomé de las Casas que en la genealogía incaísta propuesta por Garcilaso.

3 El poema de Olmedo, "La victoria de Junín. Canto a Bolívar" fue escrito luego de las batallas de Junín y Ayacucho y publicado en 1825. El ensayo que le dedicó Bello al poema de Ercilla, caracterizándolo como la piedra fundadora de la nacionalidad chilena al decir que era la Eneida de Chile, se publicó en El Araucano a principios de febrero de 1841.

4 Los trabajos de Earle han sido recopilados y reescritos en su libro The Return Native. Indians and Myth-making in Spanish America, 1810-1930. No obstante, utilizo aquí las versiones previas publicadas en forma de artículos (ver referencias bibliografías). En ellos, Earle registra una amplia serie de discursos que, como en el caso de Alberdi que ya hemos citado, indican el cambio generacional y conceptual respecto del indianismo patrio. Vale citar, a modo de ejemplo, el Discurso pronunciado en la Santa Iglesia catedral el 15 de set. de 1849 por Bernardo Piñol, de Guatemala: "[Durante el periodo colonial los españoles] nos trasmitieron su religión, su lenguaje, sus hábitos y costumbres, compartieron con nosotros sus conocimientos y su industria, su legislación fue la nuestra, con las modificaciones necesarias según las circunstancias [...] Debemos confesar que nuestro orden social se lo debemos todo a España" (Earle "'Padres de la patria'" 786). En todos los casos, salvo indicación contraria, las traducciones me pertenecen.

5 En la advertencia a sus Estudios biográficos y críticos sobre algunos poetas Sud-americanos anteriores al siglo XIX, Juan María Gutiérrez imaginaba así esa tarea: "He procedido en mis indagaciones, como los viajeros paisajistas, obligados a delinear de carrera la fisonomía de los lugares visitados por un instante. Así que bajo una capa de polvo o entre las mallas de una araña, descubría uno de mis héroes, arrugado como un pergamino y mal parado por las injurias del tiempo, dábame prisa a medirle la talla, a restaurarle las facciones, a clasificarle entre los seres que fueron sus contemporáneos, y a extraer por último, de su tumba la esencia de sus pensamientos en vida [...]. Era indispensable en seguida convertir esa especie de primer estudio en un retrato de tamaño natural, transformar en hombre el espectro, y ataviar la sombra del ilustre aparecido de manera que pudiera ser presentado, sin mengua de su amor propio, y a pesar de 'lo viejo de la vestimenta' en la República literaria" (Gutiérrez "Advertencia" V).

6 Amunátegui comenzará su escrito afirmando: "Si tendemos la vista por el continente americano, veremos en todos sus puntos la decadencia, o por mejor decir, la ruina casi completa de la raza índica" (Amunátegui 117). Gutiérrez, asimismo, dirá: "La nación Caribe, extinguida completamente por la conquista, a punto de que su idioma solo se conserva en las gramáticas y diccionarios de los misioneros franceses [...]" (Gutiérrez Mitología 89). La operación de rescate de la cultura denominada araucana por parte de Lastarria en sus Investigaciones exhibía, por cierto, una tácita asunción de dicho sustrato.

7 Précis de la Géographie Universelle, ou Description de Toutes les Parties du Monde, se publicó en 1827, a un año de la muerte de Malte Brun (1775-1826). Decía el chileno: "Sin embargo, hasta ahora no han sido estudiadas más que por los misioneros y los viajeros. Aquellos no han tenido en sus investigaciones un objeto científico, y no han trabajado en ellas, sino por el servicio de su religión, mientras que estos solo han podido estudiarlas de paso, llamando preferentemente su atención la gigantesca y majestuosa naturaleza de la América." (Amunátegui 118).

8 La América, decía Amunátegui: "Tiene que emanciparse en el mundo literario, como ya lo ha hecho en el político. ¿Y quién sabe si un día se atreverá a demostrar por semejantes estudios, aunque parezca un anacronismo, que el nuevo continente es la cuna del antiguo?". Para este tema, ver Salto.

9 El "estudio" de Rodríguez Peña -una especie de ensayo crítico-historiográfico- se publicó seguidamente en los números 24, 25, 26, 27 y 28 del periódico santiaguino La Semana, entre el 29 de octubre y el 26 de noviembre de 1859, y dedicaba un apartado entero a la cuestión de la lengua. Hemos realizado recientemente una reedición de dicho estudio para la Revista Chilena de Literatura. (Pas "Un 'estudio' olvidado").

10 El razonamiento de Rodríguez Peña derivaba en una categórica defensa de la "lengua de Cervantes" -ahora avalada por autoridades como Franz Bopp y Wilhelm von Humboldt-, a la que llamaba "lengua de civilización" en oposición a las lenguas aborígenes de América, aunque concedía un lugar privilegiado al guaraní en su condición de "lengua madre" de la variedad lingüística conocida como "araucano".

11 No debería olvidarse el contexto de conflictos sociales en el que se inscribe la lectura de Rodríguez Peña. Me refiero a la serie de motines que, durante el gobierno pelucón de Manuel Montt, llevarían a la sublevación y a la guerra civil en varias ciudades como Valparaíso, Talca y Concepción y a la declaración por parte del gobierno del estado de sitio a fines de 1858.

12 Como han señalado varios estudios críticos e historiográficos, los tres grupos indígenas realzados por el indianismo criollo fueron los aztecas, incas y araucanos. (Earle "Padres" 785).

13 El texto apareció en la Revista del Buenos Aires, en los tomos XIX y XX de 1869. Posteriormente, en la Revista del Plata, en 1871, Gutiérrez daría a conocer su texto sobre la "raza guaraní", al que consideraba una continuación de aquel otro. En efecto, el subtitulo sostenía: "Fragmento de un estudio sobre la elocuencia y la poesía de las tribus americanas" (Gutiérrez "Mitología" 82).

14 Se trata, por cierto, de un proceso de reificación de la lengua como lenguaje escrito, el cual supone una conexión inextricable entre el manejo de la escritura y las capacidades intelectuales de los sujetos. Así, por ejemplo, lo enunciaba el escocés Hugo Blair: "Merece la mayor atención todo lo que se refiere al estudio de la eloqüencia [sic] y de la composición por la conexión íntima que tiene con la mejora de nuestras facultades intelectuales: pues puedo asegurar, que quando [sic] nos empleamos con buen método en el estudio de la composición, cultivamos la razón misma. La verdadera Retórica y la sana lógica están estrechamente enlazadas. El estudio de coordinar y de expresar nuestros pensamientos nos enseña a pensar con la misma exactitud con que procuramos hablar. Poniendo en palabras nuestros sentimientos, los concebimos siempre con mayor distinción" (Blair I, 8). Es bajo este tipo de supuestos que Juan María Gutiérrez propende su idealización acerca de las virtudes oratorias de los indígenas mapuche, como por ejemplo cuando discurre sobre las capacidades oratorias del cacique Michlimalongo (Gutiérrez "De la poesía" 244).

15 La misma operación reluce en las páginas de Amunátegui (123): "el indio [...] [es el] monumento vivo de una civilización concluida ya, la raza a que pertenece, por lo general, no ha desafiado al olvido como los Egipcios escribiendo en libros de piedra, sus luchas, el nombre de sus guerreros y de sus sacerdotes, sus instituciones, sus costumbres, etc.: es de estos últimos herederos de tantas generaciones de quienes debemos recibir noticias que los otros han confiado a sus pirámides, a sus obeliscos y a sus sepulcros."

16 En esa línea deben insertarse los trabajos del filósofo y lingüista alemán Rodolfo Lenz, cuyos Estudios araucanos de 1895 marcarían el rumbo de las investigaciones chilenas en ese campo. Asimismo, entre estos autores preocupados por las lenguas indígenas debería mencionarse también a Bartolomé Mitre, quien se dedicó a coleccionar, estudiar y redactar gramáticas, vocabularios y tratados de diferentes lenguas, algunas redactadas o rescritas por el propio coleccionista, como por ejemplo Lenguas americanas: Estudio bibliográfico lingüístico de las obras del P. Luis de Valdivia sobre el araucano y el allentiak; con un vocabulario razonado del allentiak, de 1894 y Lenguas americanas: El mije y zoque, de 1895, entre otras. El Museo Mitre guarda una extensa colección privada de estas obras. Puede consultarse el Catálogo de Lenguas Americanas de Mitre en: http://www.museomitre.gov.ar/biblioteca/catalogo.

17 El pasaje al que acude Rodríguez Peña es el siguiente: "Si me fuese permitido, concluye Maury, clasificar las lenguas del universo según su grado de desenvolvimiento, y sin tomar en cuenta ciertas riquezas propias, tendríamos la siguiente tabla de ascendentes:
1.° Grado. -Lenguas monosilábicas o de la familia indo-china.
2.º Grado. -Lenguas malayo-polynesianas.
3.º Grado. -Lenguas americanas.
4.º Grado. -Lenguas africanas.
5.º Grado. -Lenguas dravidianas i negro japonesas.
6.º Grado. -Lenguas semíticas.
7.º G. i más alto. -Lenguas indo-europeas."
Pas ("Un 'estudio' olvidado" 172).

18 La construcción lingüística cobra así carácter de palimpsesto. Como se sabe, desde los inicios de la conquista el trabajo misional en Sudamérica se abocó a difundir la fe cristiana en las lenguas originarias, produciendo para ello un sinnúmero de catecismos, gramáticas y vocabularios en distintas lenguas originarias; estas producciones se convertían, a su vez, en fuentes para el trabajo de nuevos misioneros, los cuales muchas veces, como señala Marisa Malvestitti (56-57), debían adecuarlas -es decir, actualizarlas- al habla contemporánea de las tribus.

19 Es verdaderamente curioso el hecho de que Gutiérrez compare su voluntad compendiadora con el trabajo lingüístico del jesuita catalán, cuya obra era una de las de mayor circulación en la época. Dice Gutiérrez: "Vamos a concentrar en pocos renglones el contenido del arte del P. Febres apartándonos de su método y con el único objeto de mostrar como la lengua de que tratamos es apta para el lenguaje apasionado y figurativo propio de la elocuencia y de la poesía" (Gutiérrez, "De la poesía" 234 [itálica mía]).

20 Estrictamente, dicha extensión se vincula con una concepción "endogénica" del cambio lingüístico. Una aguda lectura sobre las implicancias ideológicas, políticas y teóricas del fenómeno puede consultarse en el trabajo de Juan Ennis, Decir la lengua. Debates ideológico-lingüísticos en Argentina desde 1837. Ver bibliografía.

21 Respecto del biologicismo latente de la lingüística decimonónica suelen citarse las palabras siguientes del mencionado Schleicher: "las lenguas son organismos naturales, que, independientes de la voluntad del hombre, nacen, crecen, se desarrollan, y después envejecen y mueren, según las leyes determinadas; a ellas, pues, les es propia también esta serie de fenómenos que se acostumbra á comprender bajo el nombre de vida. La glótica, la ciencia del lenguaje es, por tanto, una ciencia natural y un método completamente igual al de las demás ciencias naturales" (De Rialle 424).

22 La traducción inglesa de la obra de Herder -perteneciente a Robert Ergang- dice así: "Language and speech are developed most intensely through conversations [...]. Language originated through intercourse and not in solitude; through conversation every expression is sharpened and polished" (citado en Bauman-Briggs 169).

23 Esta, en la versión inglesa de Bauman y Briggs (167), era la reflexión de Herder: "El sonido del balido de una oveja percibido por un alma humana como la señal que la distingue se volvió, en virtud de este reflejo [reflection], el nombre de la oveja, incluso si su lengua nunca trató de balbucearlo [stammer it]". Un muestrario ejemplar de los desvíos del nativismo criollo lo ofrece Lucien Abeille en su conocido libro Idioma Nacional de los Argentinos (1900), para quien el gaucho es esencialmente poeta puesto que: "No hay en el horizonte que lo rodea un solo objeto que no le hable: el relincho del caballo, el bramido del toro, el canto del ave, el chirrido del insecto, el murmullo del arroyo, el sabor del pasto, hasta el rayo tenue de la luz de una estrella [...]" (Citado por Ennis 172).

24 A este tipo de argumentos, Gutiérrez opondrá oportunamente escritos como los de Montaigne, en cuyos ensayos sobre "los caníbales", como se sabe, se refutan las ideas eurocentristas sobre la conquista.

25 En dicha tradición, la transposición del orden emotivo al racional se conjugaba con una paralela transposición -aunque velada- de la oralidad a la escritura. Bajo ese sistema de creencias, la literatura y la poesía se concebían como instrumentos civilizadores, capaces de vulnerar el peligroso mundo de las pasiones: "El que tiene la fortuna de haber tomado afición a estos estudios [de la literatura y las Bellas Letras], tiene siempre a mano una diversión inocente para los ratos ociosos; y que le libre del peligro de muchas pasiones perniciosas. No está a riesgo de hacerse molesto a sí mismo: ni se ve tentado a juntarse con malas compañías, o entregarse al libertinaje, para libertarse de una existencia empalagosa". (Blair I, 14). Ver, también, nota 16.

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Fecha de recepción: 28/05/2012
Fecha de aceptación: 22/08/2012

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