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Anclajes

versão On-line ISSN 1851-4669

Anclajes vol.17 no.1 Santa Rosa jun. 2013

 

ARTÍCULOS

Manicomio y locura: revolución dentro de la Revolución Mexicana en Nadie me verá llorar de Cristina Rivera Garza

 

Jungwon Park
University of Northern Colorado
[ jungwon.park@unco.edu ]

 


Resumen: Como entretejido de discursos históricos y de ficción, Nadie me verá llorar de Cristina Rivera Garza (1999) rastrea la historia durante las primeras décadas del siglo XX de un manicomio concreto, La Castañeda, con el fin de examinar críticamente un nuevo sistema emergente de disciplina en el proceso de la construcción del "buen ciudadano". Por medio del protagonismo de una "demente" que rechaza conformarse con el proyecto nacional de modernización, esta novela también ofrece diferentes ángulos para leer la Revolución Mexicana. La locura performativa, que apunta a la resistencia a la domesticación de los sujetos supuestamente patológicos, se puede interpretar como una manifestación revolucionaria pero silenciada en la historia hegemónica de la revolución. Así, el manicomio, más que simple sitio de encierro y de control, se convierte en un campo de constante negociación de poder y de lenguaje. Rompiendo con las ideas convencionales de la historia, Rivera Garza evidencia que el desafío a la disciplina de la vida ciudadana constituye otra forma de revolución dentro de la Revolución Mexicana.

Palabras claves: Manicomio; Cristina Rivera Garza; Revolución Mexicana; Literatura mexicana; Locura.

Asylum and Madness: Revolution within the Mexican Revolution in Cristina Rivera Garza-s Nadie me verá llorar

Abstract: Interweaving history and fiction, Cristina Rivera Garza-s novel, Nadie me verá llorar (1999), traces the story of the asylum La Castañeda during the first decades of the twentieth century with the purpose of critically examining a new emerging discipline system in the process of construction of a "good citizen." Yet, through the representation of a "demented" woman who does not conform to the nation-s modernization project, this novel also offers different angles to read the Mexican Revolution. Performative madness, as a strategy of resistance of so-called pathological subjects to domestication, can be interpreted as a revolutionary expression that has been silenced in the hegemonic history of the revolution. Thus, rather than it just being a site of confinement and control, the asylum becomes a battlefield of constant negotiation of power and language. Breaking with conventional ideas of history, Rivera Garza demonstrates that the defiance of disciplined civic life constitutes another form of revolution within the Mexican Revolution.

Keywords: Asylum; Cristina Rivera Garza; Mexican Revolution; Mexican Literature; Madness.


 

"Vamos a hacer de ti una buena ciudadana" (72). Al aludir al proyecto nacional y al proceso modernizador en México, esta frase parece resumir la temática central de Nadie me verá llorar (1999) de Cristina Rivera Garza. La ciudadanía es conocida como uno de los elementos nucleares que determinan el nivel de calidad de la vida moderna, otorgando derechos civiles respetados por la ley y obligando a responsabilidades al individuo bajo el principio formal de igualdad. Para adelantar la implementación de la nueva lógica civilizadora y hacer realidad el sueño modernizador, sin embargo, el régimen porfiriano empujó a los mexicanos a ceder a Porfirio Díaz y a los "científicos" sus derechos políticos para que estos se los devolvieran a medida que los mexicanos fueran saliendo del pasado premoderno y aprendieran la lección de cómo ser libres. En este sentido, la formación del ciudadano como "sujeto de derecho" sólo era posible dentro del marco de las instituciones disciplinarias y dentro de un campo de identidades homogéneas y estandarizadas. La novela Nadie me verá llorar, que nació de la tesis doctoral de la autora, retorna a los últimos años del siglo XIX y a las primeras décadas del XX para repensar la problemática de la construcción del sujeto moderno por medio de la configuración de personajes no adaptados a la normalidad social y, por ello, degradados en la historia oficial de México. La puesta en escena tiene lugar en el manicomio de La Castañeda, que existe en la vida real y fue inaugurado por el Porfiriato en el marco de las celebraciones de la Independencia para recluir a dementes, alcohólicos, drogadictos, anarquistas e indigentes. En un entretejido complejo de discursos históricos y de ficción, la novela tiene como protagonista a Matilda Burgos, una interna de La Castañeda cuyo relato es revelado gracias al interés y a los estudios de Joaquín Buitrago, el fotógrafo oficial del manicomio, quien identifica en Matilda a una antigua prostituta también retratada por su cámara con anterioridad. La trama, entonces, se centra en la trayectoria de la vida de este personaje femenino a partir de dos preguntas: ¿Por qué motivo se convierte alguien en una prostituta? y "¿[C]ómo se convierte uno en una loca?" (16).
Indudablemente, el enfoque de la autora en este hospital psiquiátrico (cuya existencia misma, como tal, constituye uno de los resultados palpables de la influencia del positivismo en la sociedad mexicana) tiene resonancias con el pensamiento de Michel Foucault, para quien el manicomio es una invención moderna -incluso una nueva forma de encierro- producida con el objetivo de categorizar a la población conforme a sus comportamientos, así como con el de exhibir el poder institucional que promueve las normas sociales y los valores oficiales (Foucault 276). Pero el manicomio no afecta solamente la vida de los internos, sino que también se vincula con el efecto de control y con la internalización de mecanismos de subordinación entre los ciudadanos1. Por eso, los estudios que esta novela suscitó hasta el momento tienden a examinar críticamente el proceso de fabricación del sujeto moderno y a interpretar la historia de Matilda como un momento de un nuevo sistema emergente de domesticación y de disciplina social (Rodríguez; Macías Rodríguez).
No obstante, Nadie me verá llorar va más allá de una implantación directa del pensamiento foucaultiano en México. Aun cuando el relato de la novela va desde el nacimiento de Matilda en 1885 hasta su muerte en 1958, la mayor parte de la narración ocurre entre 1900 y 19202. Este marco temporal es significativo en el sentido de que la revolución ha sido registrada en la historia mexicana como el momento imprescindible y el valor privilegiado de la fundación de una identidad nacional a lo largo del siglo (Sánchez Prado 187-88). Por lo tanto, el contexto histórico de la novela hace más complejo el tema del manicomio que, a primera vista, no está de inmediato relacionado con el acontecimiento de la revolución, que ha sido caracterizado, en términos generales, como antifeudal y antiimperialista. La trama de la novela, sin embargo, pasa de las escenas del régimen porfiriano al pasaje posrevolucionario sin detenerse en momentos estelares como podrían ser, por ejemplo, el estallido de la revolución maderista, las hazañas heroicas de Francisco Villa y de Emiliano Zapata, la traición de Victoriano Huerta y, por fin, la promulgación de la Constitución de 1917 y el proceso reconciliador bajo el mando de Álvaro Obregón. La revolución está virtualmente desaparecida o, en el mejor de los casos, es ignorada como un panorama pasajero e itinerante en la vida de la protagonista.
Este ensayo propone una nueva lectura de la novela desde esta observación, una lectura que analice la estrategia narrativa de Rivera Garza al hacer una reconfiguración de la Revolución Mexicana. Muchos críticos señalan que Nadie me verá llorar está en la línea de la nueva novela histórica empleada con frecuencia en la generación del crack que comparte la tendencia literaria de releer y reescribir la historia mexicana en forma de ficciones3. En este sentido, la presencia invisible de la revolución en esta novela apunta a una nueva interpretación de sus valores y de su papel constitutivo en el futuro camino social y político del país. Para llegar a esa interpretación, en la primera parte de este ensayo se emplea la perspectiva biopolítica que pone en cuestión la doctrina progresista que emana de la construcción del "buen ciudadano" y ejerce una división jerárquica de la población. En la segunda sección se analiza cómo el manicomio, una institución diseñada para el encierro y el control, se convierte en un campo de constante negociación del lenguaje y del poder. Rivera Garza destaca el rechazo a la normalidad social como agenda verdaderamente revolucionaria aunque silenciada por la historia hegemónica de la revolución. La locura performativa de Matilda no sólo se desarrolla a contrapelo del proyecto moderno de reorganización de la vida ciudadana, entonces, sino que, además, evidencia otra forma de revolución dentro de la Revolución Mexicana.

En contra del discurso del "buen ciudadano"

Para rehacer la historiografía mexicana de la modernización nacional, Nadie me verá llorar rastrea la vida personal de Matilda como una experiencia alegórica de la política positivista encabezada por el Porfiriato y sus científicos. El padre de Matilda, por ejemplo, es alcohólico y dicho "mal" hábito lo convierte en un rebelde desquiciado que sale borracho en un día festivo e insulta públicamente a la compañía petrolífera extranjera que ha invadido su pueblo de Veracruz. Después de tal episodio, que culmina con la muerte accidental del padre, Matilda es enviada a vivir con su tío Marcos, quien es un médico obsesionado por encontrar pruebas para sus propias teorías eugenésicas de higiene social, y quien quiere aprovechar la presencia de su sobrina para usarla como objeto de observación y experimentación científica. Al llegar a una ciudad de México sumida en una radical transformación urbana a principios del siglo XX, Matilda es entrenada conforme a los estándares más modernos para eliminar sus supuestos defectos genéticos heredados de su padre demente y para convertirla en "una buena ciudadana, una muchacha decente, una mujer de buenas costumbres" (100). El planteamiento de su tío apunta al abandono de un pasado poblado por mexicanos "salvajes, primitivos, obtusos y tercos" (107) en aras de la creación tanto de una nueva vida cotidiana como de un ciudadano nacional que esté arraigado en la "fe ciega en las posibilidades abiertas del futuro" y que pueda, de esa manera, llevar a la nación a un estado duradero de orden y progreso (104).
El pensamiento positivista que fascinaba a las elites intelectuales del Porfiriato es el tejido ideológico que condiciona el destino de esta joven pueblerina. En su estudio del liberalismo decimonónico en México, Charles Hale sostiene que el régimen de Porfirio Díaz no sólo representa una dictadura autoritaria en el orden de lo político, sino que también debe ser entendido en profundidad como una proyección institucional de la teoría científica y sus agendas (246). La observación empírica, el uso de experimentos y la administración burocrática son, entonces, nuevas técnicas que reemplazan a la política tradicional en este país periférico y que asumen un rol privilegiado como base de la gobernanza. Como modelo de institución moderna, en efecto, el manicomio La Castañeda no está relacionado con las supuestas actividades médicas de curar a los pacientes o de prevenir enfermedades. Más bien se trata de un mecanismo de control y disciplina en el que pesa la función política y en el que se degrada la falta de higiene a la categoría de una enfermedad que, además, causa desorden social y caos:

En el hospital atendió a toda clase de enfermos. Su práctica médica entre los pobres de la ciudad confirmó sus teorías: todas las patologías estaban directamente relacionadas con la falta de higiene tanto física como mental del populacho. Si el régimen en verdad creía en el orden y el progreso, sostenía, tendría que empezar por hacer de la higiene no un derecho sino un deber ciudadano. (106)

Cabe subrayar aquí que el dis curso de higiene social adquiere lazos directos con la cuestión de la ciudadanía. Pero, en realidad, la higiene no es un derecho natural otorgado como es el de ser ciudadano; por el contrario, cada uno debe entregarse a sí mismo a la idea de la higiene social y seguir de forma estricta los reglamentos sanitarios modernos para poder ser ciudadano en el nuevo siglo. El ejercicio de la higiene, entonces, demuestra la cara oculta de la ciudadanía moderna. En otras palabras, la institucionalización creada en los sectores públicos para poner en orden la sociedad mexicana opera necesariamente como un sistema disciplinario, pero no como uno que se refiere a un estado de cosas previo, sino como uno que al mismo tiempo genera los casos anormales y caóticos que amenazan la incuestionable agenda de la modernización del país.
Por otro lado, como observa Ute Seydel, Nadie me verá llorar no sólo traza un dibujo de la construcción del sujeto nacional. En paralelo, alumbra el proceso de negociaciones múltiples en el que se cuestiona y se desestabiliza la constitución misma del porfirismo (156). La incapacidad y el fracaso de Matilda para incorporarse al estándar de la vida moderna crean una distancia cada vez más grande entre ella y el orden oficial. Luego de huir de la casa de su tío, ella se une a un grupo anarquista sólo para después volverse prostituta en su empeño por mantener a sus vecinos que han quedado recientemente en la orfandad. Sin tener en cuenta su intención altruista, la venta de su cuerpo es percibida como un acto anti-higiénico que le causa "enfermedades terribles y pasiones hasta ahora desconocidas" (142). La idea de higiene social entretejida con el discurso de la moral se emplea al servicio del poder y para justificar la estigmatización de la protagonista. Sin embargo, cuando Matilda niega favores sexuales a un grupo de militares, demostrando así control sobre su propio cuerpo, el orden social amenazado debe imponerse y Matilda es enviada al manicomio. Debido a su rechazo a la sociedad patriarcal, se diagnostica que es un ser peligroso y amenazante y, por lo tanto, se la encierra y desconecta totalmente de la sociedad. La Castañeda es, para una Matilda desprovista de sus derechos civiles, "el lugar donde se acababa el futuro" (26) y en donde ella, lejos de "curarse", paradójicamente adquiere nuevos síntomas de confusión, desmemoria, depresión e histeria. El manicomio, entonces, crea las mismas "enfermedades" que pretende "curar" en pacientes atrapados y cada vez más sin salida y sin soluciones. Así, la novela exhibe el espectro de dispositivos disciplinarios y de castigo múltiples, que entran en juego para adquirir el dominio en el orden de lo socio-político, colaborando y compitiendo con los mecanismos más tradicionales del gobierno dictatorial.
La "tonta", la "puta" y la "loca" son nombres con los que Matilda es catalogada y que le son impuestos para identificarla como contra-modelo del "buen ciudadano". En su análisis de Nadie me verá llorar, Vinodh Venkatesh afirma que el camino que toma Matilda es el de adoptar una masculinidad femenina cristalizada en sus actos transgresores en lugar de hacer el esfuerzo de adaptarse al ámbito transicional (141). La creación de esta nueva figura femenina es obvia cuando Matilda lee la novela Santa (1903) de Federico Gamboa. En contrapeso a la perspectiva moralista de esta canónica novela -un documento apologético del proyecto porfiriano desde el campo literario- que inscribe en la joven protagonista un sentimiento inconsciente de culpa por ejercer la prostitución, Nadie me verá llorar presenta a Matilda, quien puede ser incluso vista, en última instancia, como una parodia del personaje Santa. De hecho, los clientes del burdel donde trabaja Matilda en la novela de Rivera Garza son los protagonistas del positivismo mexicano, es decir "los burócratas de alto rango", "los generales" y "los inversionistas extranjeros" (151). Asumiendo una postura contraria a la domesticación de las mujeres, Matilda ironiza sobre la postura patriarcal de Gamboa y comenta: "¡Ay, pobre embajador Gamboa, tan cosmopolita y tan falto de imaginación!" (145). Robert McKee Irwin observa que este burdel presidido por un travesti llamado "la madame Porfiria" es una directa referencia a Porfirio Díaz. En esta óptica, su nombre "La Modernidad" -el eslogan celebratorio entre los científicos porfirianos- representa mejor una hipócrita realidad tenuemente ocultada detrás de la ilusión de progreso y limpieza (77). Lejos de repetir los lamentos femeninos de Santa, entonces, Nadie me verá llorar reescribe intertextualmente la vida de una prostituta con un tono lúdico e incluso subversivo que desmitifica el proyecto positivista convertido en esa época -y con enormes repercusiones para la posteridad- en el "mito político unificador" (Hale 15).
Así, la novela interpreta la sociedad mexicana como "un cuerpo fragmentado, cuyos miembros se imbrican formando una imagen heterogénea, diversa y cambiante" (Castro Ricalde 257). Matilda también se encuentra con otros sujetos incapaces de -o reacios a- vivir conforme a las normas sociales en los espacios que yacen fuera del discurso nacional, como son el manicomio, los prostíbulos, las fábricas y las minas. El fotógrafo Joaquín, por ejemplo, es desheredado por sus padres debido a una drogadicción que lo conduce a una inapelable degradación y a una caída de su clase social elitista a un lumpen hasta ser obligado, finalmente, a ingresar a La Castañeda, donde conoce a Matilda. La presencia de alcohólicos, anarquistas, dementes, travestis y lesbianas evidencia el proceso taxonómico del orden progresista dominante que consolida otra forma de dicotomías sociales y, por consiguiente, genera marginalidades varias. Para Rivera Garza, estas marginalidades constituyen el fondo del barril de la vida ciudadana que prevé tensiones potenciales pero desconocidas en el campo político del país. La autora pretende visibilizar las incómodas realidades impuestas por las instituciones modernas y los dispositivos progresistas al presentar a los "malos mexicanos", cuyos síntomas patológicos corroboran que el caos y el desorden pueden ser leídos como manifestaciones fragmentarias de insatisfacción, desacuerdo y resistencia al movimiento cambiante.
De este modo, el discurso del "buen ciudadano" sirve de anclaje al proceso modernizador con la formación de una nueva identidad nacional. La reflexión sobre el manicomio, a fin de cuentas, abre una crítica genealógica que problematiza la producción estructurada de nuevos conceptos como "locura", "inmoralidad", "enfermedad" y "falta de higiene", que contradicen la supuesta cultura nacional mexicana. Como revisita al período de fines del siglo XIX y principios del XX, esta novela prioriza la ficcionalización de la política positivista sobre la tiranía autoritaria, relativa tanto a la índole primordial del régimen porfiriano como a sus impactos sociopolíticos en la fundación del destino que tendría el país. Es decir, su estrategia narrativa se arraiga en examinar el sistema emergente de disciplina que viene a dominar la vida ciudadana, además de insinuar sus nexos con el proyecto nacional.
Si esta novela redimensiona el carácter de la transición fundamental que vivía México durante el Porfiriato, también cabe prestar atención a su interpretación heterodoxa de la Revolución Mexicana, aunque en la superficie del texto este último proceso social tenga poca importancia narrativa. El planteo de Rivera Garza es no repetir el imaginario colectivo edificado en los cánones de la "Literatura de la Revolución". En efecto, la inclusión narrativa del manicomio y de los "malos mexicanos" agrega otra forma de movilización, una que ocurre durante ese mismo periodo pero que después es olvidada, o más bien silenciada, en la mitificación de la revolución como símbolo de la identidad nacional, y tiende a redimensionar el significado y los valores culturales de todo este periodo histórico.

Entre los polos opuestos del Porfiriato y la revolución

Las narraciones maestras de la Literatura de la Revolución han circulado entre la epopeya y el escepticismo en su naturaleza textual, según comenta Álvaro Matute (365). Las primeras obras de Mariano Azuela4, Rafael F. Muñoz, Nellie Campobello, Martín Luis Guzmán y Cipriano Alatorre se enfocaban en la documentación del desarrollo épico de los momentos fundamentales de la revolución, presentándolos desde la perspectiva de diversos grupos sociales participantes y con el objetivo de encontrar a los verdaderos protagonistas de un acontecimiento sin precedentes. Si bien se puede rastrear en algunas de dichas obras una crítica contundente a los medios y fines de la Revolución, esta temática fue la materia prima de la formación de la literatura nacional, ofreciendo la base de una conciencia mexicana propia y única como irrevocable experiencia compartida en el pasado y determinante para el futuro del país. Carlos Fuentes apunta a este impacto acuñador: con la revolución, "los mexicanos finalmente supieron cómo hablaban, cantaban, comían y bebían, soñaban y amaban, lloraban y luchaban los demás mexicanos" (332). A partir de la década de los cincuenta, la canonización literaria de la revolución empezó a desenvolverse por otros derroteros y a ser llevada a cabo por autores que no habían vivido la guerra en carne propia. El llano en llamas (1953) de Juan Rulfo y La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes, entre otras novelas, narran de nuevo la revolución, intentando una reflexión escéptica acerca de los mitos edificados sobre ella y subrayando sus componentes de corrupción, arbitrariedad, violencia y egoísmo, los cuales convergen, al fin y al cabo, en la traición de los ideales originales y en el desencanto con la idea de la revolución misma. En cambio, Los recuerdos del porvenir (1963) de Elena Garro, Hasta no verte, Jesús mío (1969) de Elena Paniatowska y Arráncame la vida (1986) de Ángeles Mastretta introducen temas como la desigualdad de género y la marginación de las mujeres en la historia nacional. Más adelante, se renarran y rediscuten los logros de la revolución con obras como Madero, el otro (1989) de Ignacio Solares, El seductor de la patria (1999) de Enrique Serna y México mutilado (2004) de Martín Moreno, en las que se revisa desde ángulos diferentes el proceso mítico de la formación de la identidad nacional.
Brian Price sostiene que hay que incluir Nadie me verá llorar dentro de la última tendencia literaria mencionada, dado que es una respuesta a historias petrificadas y que tiene el objetivo de alumbrar otras historias igualmente auténticas pero silenciadas que sucedieron durante la revolución (131). Lejos de repetir los tópicos de la plataforma tradicional sobre la guerra, la historia y la nación, no obstante, la novela gira en torno a Matilda y sus experiencias en la total marginalidad. Así, mientras el nuevo ambiente social revolucionario ocupa todo el país, ella vive aislada en un desierto del norte, casada con un ingeniero norteamericano después de cuyo suicidio regresa a la ciudad de México. Su estancia fuera de la capital coincide con la década de 1910-1920, es decir, la etapa más dramática de la revolución:

Cuando la revolución estalló, ella estaba dentro de un amor hecho de biznagas y aire azul, y él en la duermevela desigual de la morfina. […] Ninguno de los dos formó parte de la muchedumbre que festejó la entrada de Francisco I. Madero en la Ciudad de México, y ninguna de las balas de la Decena Trágica los hirió. […] Cuando Emiliano Zapata y Francisco Villa se ofrecieron la silla presidencial el uno al otro, respetuosamente, haciendo gala de buenos modales, Matilda estaba absorta viendo las burbujas del agua en punto de ebullición en una olla de barro, y Joaquín sólo usaba su cabeza para recrear el fantasma cruel de Alberta (175).

No existe una relación relevante entre la vida de Matilda y la revolución. Pero, al mismo tiempo, cabe examinar lo que subyace bajo esta demarcación tan clara, ya que este desencuentro intencional refleja ángulos inusitados entre la historia y la ficción. Se contextualiza, por ejemplo, el ámbito social justo antes del estallido de la revolución a través de la configuración de un personaje que representa al pueblo oprimido bajo el régimen dictatorial y que encarna, en definitiva, los valores revolucionarios5. Se trata, en efecto, de Cástulo Rodríguez, un joven obrero sindicalista perseguido por la policía, quien por casualidad llega a la casa de Matilda. Ella no duda en ayudarlo porque siente lástima al ver su herida sangrante, así como por el hecho de que se siente atraída por él. Su posterior reencuentro tiene lugar en una reunión de un grupo anarquista, donde Matilda aprende sobre la condición miserable de las clases populares mexicanas ocasionada por la desigualdad y la injusticia social. Ambos personajes se hallan claramente en los márgenes de la historia: mientras Matilda representa un objeto de disciplina y reglamento y, de esa manera, un ejemplo fracasado del "sueño positivista", lo que pretende Cástulo, el obrero analfabeto, es luchar contra el autoritarismo imperante y derrocar al gobierno dictatorial. Por ello, la relación amorosa que se desarrolla entre los dos simboliza una solidaridad potencial que podría consolidar una alianza entre diferentes estratos de grupos sociales marginados. Pero, a fin de cuentas y pese a la emoción compartida, su amor no funciona. Matilda se queda sola otra vez después de la desaparición de Cástulo y, de hecho, nunca vuelve a encontrarse con él6.
Si el tío de Matilda demuestra la nueva forma de gobierno basada en el proyecto científico, la otra dimensión del régimen se manifiesta en la figura de Cástulo, quien es símbolo de la resistencia activa frente a la violencia del poder estatal7. En este sentido, el movimiento urbano que representa Cástulo también se entiende en esta novela como una parte de la revolución cuya historia oficial privilegia las insurrecciones rurales y las revueltas campesinas. Es importante mencionar aquí que, tal como ella fracasa en su intento de adaptación al estándar higiénico, Matilda es también incapaz de identificarse por completo con el compromiso emancipatorio que no por constituir una fuerza oposicional deja de girar en torno a la misma creencia en el progreso que el pensamiento positivista: "Cástulo pronuncia la palabra futuro con la misma vehemencia, la misma fe cerrada y dura del tío Marcos" (130). Aquí la novela pone en duda la trayectoria utópica, cuyo proyecto revolucionario no reconoce en ninguna medida la situación apremiante de Matilda, marginada por los aparatos disciplinarios y por juicios morales comunes a los polos opuestos de la pax porfiriana y de la revolución. En efecto, para ella la ideología progresista del grupo anarquista no es más que otro tipo de plan modernizador que, al igual que su contraparte porfiriana, en caso de llegar al poder canonizaría un núcleo de un nuevo modelo de "ser ciudadano" y, como resultado, reproduciría la lógica de exclusión y marginación.
El fracaso de identificación de Matilda con el movimiento revolucionario se cristaliza en la imposibilidad final de su amor con Cástulo. Así, la novela no está marcada por una sensación de frustración ante la traición de las promesas idealistas ni por un tono escéptico con el que revisitar los momentos míticos legitimados como catalizador histórico. Más bien se trata de la irrupción de una nueva agenda social no discutida e incluso ignorada en las narrativas canónicas de la revolución: el dilema de la modernización del país y la paradoja del progreso mismo. Matilda no puede incorporarse a la nueva nación fundada sobre los valores y las demandas de la revolución, ya que es una prostituta y además una "loca" que no sirve "para llevar al país hacia delante, hacia el porvenir" (130). Por ello, Matilda se ubica nuevamente en las orillas de la historia regenerada por los programas ideológicos de la revolución:

En todo este tiempo, el fotógrafo nunca salió en busca de Adelitas o de mascares, en su lugar se dedicó a tomar placas de ausencias. […] Para Matilda, en cambio, la revolución se redujo a dos forasteros recopilando datos. Un suicidio. La falta de sonidos. Los dos anduvieron siempre en las orillas de la historia, siempre a punto de resbalar y caer fuera de su embrujo y siempre, sin embargo, dentro. Muy dentro (176).

Ciertamente, aquí puede percibirse el acercamiento heteróclito a la Revolución Mexicana que, si bien representa al pueblo y simpatiza con los oprimidos en su calidad de contraproyecto del Porfiriato, no otorga ningún lugar de posibilidad a Matilda, quien sigue siendo "forastera" en su propio país. Pero, también, la sugestiva frase "muy dentro" remite a la persistencia de otros sujetos excluidos en el mapa cultural de la historiografía mexicana como un sector invisibilizado pero irreducible.
En este sentido, el último capítulo, "Un método sin puertas", esboza el terreno de la vida ciudadana y su cotidianidad, el terreno oscurecido y oculto en las macronarrativas que se ocupan, en su mayor parte, de los "grandes" espectáculos del desarrollo histórico:

En 1921, al caminar por la ciudad, las cosas no son muy distintas para ellos. Saben el nombre del presidente, y recuerdan que es manco. Saben que hay grupos de jóvenes maestros en algunos rincones del país propagando lecciones de gramática e higiene. Matilda sabe que hay anarquistas en la capital y en otros centros industriales tratando de formar sindicatos. Cástulo. La palabra justicia está de moda, la palabra igualdad, la palabra progreso (176).

El periodo posrevolucionario: volver a la rutina "normal", repetir la misma forma de gobernación para justificar el recién adquirido poder e inculcar "buenas costumbres" en nombre de un futuro de desarrollo y orden. Los gobiernos posteriores ponen en práctica los discursos de "gramática e higiene", pero esta vez para la instalación de los legados revolucionarios. De este modo, la revolución viene a ser también un proyecto progresista vinculado con el pensamiento liberal decimonónico. Se abre de nuevo el famoso prostíbulo prerrevolucionario, sólo que ahora, en lugar de llamarse "La Modernidad", se llama "Progreso". El modelo de "buen ciudadano" sobrevive también a los trastornos sociopolíticos. La revolución no llega, más allá de su obvia contraposición en el orden de lo político al autoritarismo porfiriano y más allá de sus demandas antifeudalistas, al grado de criticar la ilusión del progreso que predomina en la vida diaria de los mexicanos. No es una ruptura social, en otras palabras, aunque es llevada a cabo por una revuelta popular que acompaña al estallido de demandas emancipatorias. Al contrario, Rivera Garza pone en relieve el largo proceso institucionalizador que constituye la idea del México moderno y revela el sistema de domesticación inherente al desarrollo tanto destructivo como reconstructivo de la revolución.
El desplazamiento de la concepción histórica que configura esta novela agrega una nueva dimensión sociocultural a los acontecimientos revolucionarios. Durante la guerra, el manicomio general La Castañeda es descuidado y se convierte en una verdadera ruina, pero luego recupera su función conforme el país se pacifica paulatinamente tras la reconciliación del gobierno de Obregón. La recuperación del manicomio viene del carácter de la Constitución de 1917, entendida por Rivera Garza como el retorno del poder burocrático que viene a ocupar un lugar privilegiado, confirmando de nuevo la idea de "buen ciudadano" pero esta vez representada por la figura de Cástulo.
La lectura de Laura Kanost señala, sin embargo, el dinamismo en los campos culturales que no se subordinan por completo ni al ejercicio del poder ni a la técnica de control. El manicomio, la encarnación por excelencia de una institución disciplinaria en esta novela, genera al mismo tiempo reacciones y resistencias de los internos, por lo que se convierte, en definitiva, en un campo de constante negociación del lenguaje y del poder (Kanost 306). Rivera Garza busca capturar, en la experiencia de Matilda, los momentos de fuga donde ésta puede sentirse libre y donde, así, "nadie la vería llorar" (53). Irónicamente, el sitio alternativo escogido por su voluntad configurada por la experiencia radical de la marginalidad es el manicomio. Es preciso mencionar, aquí, que la decisión de Matilda de ingresar a La Castañeda no implica ni una rendición ni una muestra de obediencia por su parte, sino que es una manifestación simbólica a través de la cual ella intenta subvertir el sistema de significados sociales previamente estructurado.
La confrontación del orden oficial, en efecto, se ve claramente en los diálogos, como cuando ella dice, por ejemplo, que "el estar enfermo es estar sano" (194). De esta forma, la trama se inscribe en el conflicto de la redefinición de las nociones de locura, enfermedad y normalidad como conceptos de gran envergadura impregnados por el ideal positivista. Asimismo, en circunstancias desestabilizadas del imaginario social (es decir, como resultado de la revolución), el manicomio renace como un refugio para Matilda, cuya incontrolable personalidad y cuyos comportamientos "anormales" en la vida cotidiana dificultan la interpretación monolítica de este espacio moderno.

El manicomio, nuevo campo de batalla dentro de la revolución

"Es que estamos muy locos, doctor" (191): en un diálogo con Oligochea, el director de La Castañeda, Matilda hace un juego de palabras en tono irónico. A sabiendas de que nunca podrá ser una "buena ciudadana", ella se niega a conformarse con el "gobierno de la revolución" y prefiere proclamar su propia demencia para permanecer en el hospital psiquiátrico. Esto, como se ha visto hasta el momento, hace referencia tanto al fracaso rotundo de cualquier intento de Matilda por adquirir derechos ciudadanos como también a la victoria final del poder institucional, que sucede en el momento en que ella se autodegrada como demente. Su gesto irónico exhibe también, sin embargo, el doble sentido del término "volverse loco", dado que la misma locura de su acto desempeña el rol performativo que le permite enfrentarse a la domesticación de su libertad, convirtiéndose, de esa manera, en una herramienta de negociación y de resistencia, aunque se trate de una negociación y de una resistencia desorganizadas y fragmentarias.
Su rechazo radical a ser normal se ve también en su relación contradictoria con el fotógrafo Joaquín, quien, al contrario que Oligochea -el promotor del orden y de la uniformidad-, comparte con Matilda cierto grado de sensibilidad marginal debido a su propia drogadicción prohibida8. Por un lado, Joaquín está enamorado de Matilda, a quien propone matrimonio como signo de protección personal. Pero, por otro lado, la narrativa deja también clara la forma en la que existe un abismo irrevocable entre los dos internos. Al fin y al cabo, Matilda es de por sí un mero objeto de la cámara de un fotógrafo letrado y elitista que, por provenir de la clase alta, puede volver a su "vida normal" en cualquier momento. Por eso, cuando se entera de estas diferentes posiciones en la jerarquía social, ella prefiere no aceptar su propuesta de protección:

Luego, una tormenta de granizo les impide oír lo que dicen.
-Yo te protegeré del mundo. Yo te ayudaré a escapar.
-¿Qué?
-Yo te cuidaré todos los días. Yo…
-Yo no soy la esposa de nadie, Joaquín (197).

Matilda está consciente de que el matrimonio como relación institucional significa el reingreso a los mecanismos disciplinarios del sistema oficial. La decisión de permanecer en el manicomio en lugar de establecerse con Joaquín representa, de este modo, un auto-abandono de derechos ciudadanos potenciales que, en caso de que ella los aceptara, le exigirían comportamientos dóciles y el cumplimiento obligatorio de deberes, con lo cual se pondría en práctica una internalización de la prohibición y subordinación. Así, la noción de ciudadanía entra en juego para su resignificación. Por paradójica que parezca, la negativa de Matilda a ser una "buena ciudadana" abre también un camino potencial de afirmación de su propia subjetividad. Su desorden mental, su tartamudeo y sus ataques de histeria, entonces, no son simplemente síntomas patológicos que puedan ser clasificados como pertenecientes a la categoría de la locura. El lenguaje de Matilda es difícil de uniformar, así como es imposible traducirlo de manera exacta para integrarlo dentro del sistema oficial. De ahí que la cámara de Joaquín no logre ni capturar a Matilda ni poseerla, del mismo modo que el director de La Castañeda fracasa en la regeneración de este supuesto sujeto patológico.
Anclada en esta reinterpretación de los significados y los modos de la demencia, la novela vislumbra la dimensión del manicomio como lugar en donde se concibe una marginalidad radical que no cristaliza ningún proyecto contestatario concreto contra el poder institucional pero que sirve, no obstante, para desestabilizar el sistema de vigilancia y de disciplina a través de su lenguaje incongruente, inseguro y, por eso, incontrolable. En el manicomio, al menos, se acepta la locura como una realidad "real", sin negar su existencia. El mismo director Oligochea, a fin de cuentas, tiene que admitir la territorialización del lugar donde él cree tener un poder omnímodo, por lo que comenta que "Matilda está construyendo su paraíso. Allí no hay visitantes y a nadie le importa su pasado, su futuro; ahí sólo ella se puede proteger a sí misma. Nadie más. No hay ojos" (198). Según Rivera Garza, el manicomio viene a tener otro valor más allá del carácter para el cual fue originalmente diseñado. En otras palabras, la reaparición de La Castañeda en el contexto del establecimiento del gobierno posrevolucionario es, sin duda, un indicador de la restauración de instituciones en las que siguen persistiendo la vigilancia, los reglamentos y la exclusión. Pero es significativo tomar en cuenta también que este lugar patológico puede ser, a la vez, y según cómo sea utilizado por los sujetos que lo constituyen y que están condenados a ser parte de él, una trinchera para marginalidades que no pueden/quieren ser domesticadas en el proceso de construcción del sujeto moderno nacional.
En este sentido, y en virtud de que la reterritorialización llevada a cabo por Matilda cambia la cartografía del poder en el manicomio, esta institución se convierte en un campo de batalla en el que se negocia su propia reconstrucción como espacio moderno de exclusión social. Muy significativamente, la caracterización ambivalente de La Castañeda permite la doble interpretación del título de esta obra. La proposición "Nadie me verá llorar" indica, por un lado, la pena y la soledad de los sujetos "anormales" indignos de ser catalogados como "buenos ciudadanos" y, así, alienados y reducidos a escombros u obstáculos en el desarrollo del país. La revolución, pese a su energía destructiva contra el régimen porfiriano, tampoco prestó atención a estos sujetos contrapuestos a la normalidad social. Pero en este soliloquio se inscribe también, por otro lado, la sensación agridulce de haber hallado un lugar relativamente autónomo en el que la locura puede ser el estado "normal" sin necesidad de sufrir ni los estigmas ni las opresiones que forman parte imprescindible de la experiencia de la locura. Si bien La Castañeda es, como institución disciplinaria, resultado del proyecto positivista, su realidad se construye a través de los conflictos surgidos entre el poder del orden y las supuestas reacciones patológicas de los internos ante éste. Rivera Garza deja abiertas ambas posibilidades de lectura para reconocer, así, el dinamismo cultural del manicomio sin reducirlo a una simple institución médica.
Interesada en la reconstrucción de un espacio moderno por medio de las reacciones de los recluidos, así como llevada por la necesidad de enfatizar la vitalidad de los sujetos que se vuelven agentes sociales otros, esta novela contribuye a la reivindicación de la dinámica de las pugnas existenciales detrás del telón de fondo de la historia oficial mexicana. El lenguaje demente en sus cristalizaciones específicas de burla, ironía, histeria e, incluso, silencio es el artefacto clave que transforma el lugar de control en un espacio de constante reconciliación e interdependencia. De ahí que la frase "Yo no soy la esposa de nadie" (197) pueda leerse como una manifestación simbólica contra los dispositivos institucionales, al revelar el rasgo contradictorio de la ciudadanía moderna imbuido en otra frase: "vamos a hacer de ti una buena ciudadana" (72).
Matilda permanece a la orilla de la historia aun en un periodo en el que se invierte, para todos los efectos, la jerarquía social y en el que, gracias a las campañas de educación pública, los pobres, los campesinos, los obreros y los indígenas empiezan a ser representados como protagonistas de la nueva nación. A contrapelo de la inscripción canónica de este cambio en el campo literario y cultural, Rivera Garza sugiere que el caso de Matilda también es una de las experiencias esenciales durante la revolución en el sentido de que la envergadura política de ésta no logra romper con la base del edificio institucional que interviene en el cuerpo de cada individuo para la formación de un sujeto higiénico, racional y moderno. Desde esta perspectiva, Rivera Garza acepta la presencia del desorden como parte integral de la revolución. En su precursora novela Los de abajo (1915), Mariano Azuela apunta a la naturaleza caótica del conflicto cuando la voz intelectual de Alberto Solís compara la revolución al huracán, al viento que arrastra al hombre sin que éste tenga voluntad o a la piedra que rueda por el desfiladero. Si el tono escéptico de Azuela expresa el miedo a este caos que necesita recuperar el orden paulatinamente realizado en el proceso posrevolucionario de la institucionalización, Rivera Garza se apropia de los actos desfrenados de los sujetos patológicos como vehículos viables para desafiar al proyecto nacional de institucionalización.
La locura de Matilda está "muy dentro" de la revolución. Chales Hale indica que "podemos también discernir la continuidad de los patrones de fines del siglo XIX, pese a los populares y radicales desafíos planteados por la revolución" (259).9 El discurso del "buen ciudadano" atraviesa el período de guerra para formar parte constituyente del panorama posrevolucionario. La estrategia que Rivera Garza pone en práctica es introducir el rechazo de Matilda a ser "buena ciudadana" como otra dimensión de la revolución, dimensión no reconocida por la historia oficial pero que cuestiona una organización social que no deja de hacer catálogos jerárquicos de la población mexicana. Aun sin ser dramática ni visible, en otras palabras, la experiencia de Matilda representa otra revolución en torno a la vida cotidiana, en la que se enfrentan los problemas diarios de la higiene y la enfermedad, los mecanismos de poder, los valores sociales y las taxonomías del México de fines del siglo XIX y principios del XX. Para Rivera Garza, el desafío a la normalidad social constituye una agenda revolucionaria que debería reivindicarse a fin de hacer una recomposición del periodo fundamental de la historia nacional.
El cierre de la novela, que documenta los últimos días de Matilda y su muerte en 1957 en forma de un corto reporte médico, insinúa que su última resistencia corporal es irónicamente el silencio ante el régimen posrevolucionario que silencia su presencia y sufrimiento: para el sujeto patológico y transgresor, se dice, "el silencio es la burla perfecta de la razón" (206). Su propia revolución no se acaba hasta que deje de ser promovida la ilusión del progreso y de la razón, así como hasta que deje de ser ejercido el poder institucional. Rivera Garza concibe, entonces, una nueva historiografía y estética de la revolución a fin de recuperar las voces marginadas y encerradas en el contexto de la construcción de la nueva nación y en nombre del progreso y del orden, de la modernización y de la revolución.

La revolución continúa en la vida ciudadana

Como reflexión sobre la idea del "ser ciudadano", Nadie me verá llorar revisita esa época mitificada y luego petrificada en torno a la formación de la identidad nacional. A diferencia de las obras canónicas de la Literatura de la Revolución, que giran en torno a la epopeya y el escepticismo, esta novela presenta ángulos inusitados con los cuales se visibilizan las inquietudes de la vida cotidiana. La escritura de Rivera Garza se convierte en un espacio crítico para cuestionar contextos convencionales mediante el empleo de una figura catalogada como "anormal", así como con el despliegue narrativo de sus comportamientos y lenguajes "patológicos". En esta novela, la inconformidad social, el desorden mental y los ataques de histeria se convierten en motivos pertenecientes a un contra-modelo de "ser ciudadano", es decir, pertenecientes a un modelo de "malos mexicanos" en el proceso de modernización impuesta por un régimen dictatorial.
La singularidad de la obra de Rivera Garza consiste en poner en escena el problema de la política del "buen ciudadano" paralelamente a las demandas urgentes (igualdad, derechos y justicia social) que conducen al estallido de la Revolución Mexicana. No se debe subestimar tal realidad incómoda, ya que la reflexión sobre el carácter excluyente de la modernidad también es una agenda valiosa en términos tanto individuales como colectivos y, tal vez, es incluso la cuestión más radical. Para la autora, en este sentido, no existe sólo una Revolución Mexicana. Más bien, se trata de revoluciones que habría que reconocer y reivindicar a fin de adquirir una mejor comprensión de esa época. La subversión política y estética contra las convenciones es empleada no sólo para acometer la reinterpretación de la historia sino con objetivo de repensar la revolución misma. El caos, la confusión y el desorden juegan un rol positivo e incluso necesario en el proyecto de transformación radical de la vida ciudadana. La idea de revolución que esta novela reconfigura, pues, se amplifica y, a la vez, se complejiza cuando Rivera Garza propone que la locura de Matilda es un acto transgresor que no se puede reducir a la incapacidad de adaptarse al modelo de "buen ciudadano". En particular, representa la resistencia a la imposición de las costumbres estandarizadas, a la domesticación de las mujeres y al aislamiento de los sujetos heterogéneos que, en realidad, son valores igualmente "mexicanos".
Fue 2010 un año simbólico en el que se celebraron el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución Mexicana. A partir de la publicación de "Dos revolucionarios" (1901) de Ricardo Flores Magón, el tema revolucionario hasta el momento ha engendrado una inmensa producción historiográfica y cultural. Este trabajo también ilumina, entre múltiples maneras de leer esta novela, la compleja relación entre el manicomio y la revolución. Si bien, a primera vista, desconoce este acontecimiento histórico, la estrategia de Rivera Garza radica en recomponer sus rasgos más allá de la pura revuelta política, la guerra, el proceso de reconciliación y la traición, para así acabar evidenciando otra huella revolucionaria que ocurría en el campo de la moral, el orden, la higiene y la enfermedad. Provocada por la imposición de tales discursos, la locura de Matilda no es un síntoma meramente psicológico o ahistórico, sino una forma de participación escandalosa en la transformación de la sociedad mexicana. Por ello, esta "revolución" revive dentro de la Revolución Mexicana, contradiciendo la doctrina progresista que delimita la vida ciudadana más allá del orden de lo político.

Notas

1 El argumento de Foucault, sintetizado en el término "biopolítica", reside en evidenciar la transformación de las formas de poder. Mientras que la gobernación se refería a la represión del poder sujeto empleada, de manera indirecta pero inherente, por los aparatos institucionales y las instituciones relacionadas con el Estado. El manicomio es uno de sus ejemplos, pues es allí donde son recluidos los "locos", a quienes antes se permitía vivir junto con los ciudadanos sin problemas serios. Según Foucault, la locura, que antes pertenecía a la esfera de la divinidad, comenzó a ser percibida como una enfermedad patológica en la Europa moderna y, por eso, empezó a tener que ser separada de la sociedad civil para proteger a los "normales". Véase Foucault para el proceso histórico de la invención del manicomio en Europa (241-78).

2 Son los años que precisamente preceden a la revolución y el año en que esta concluye. Al tratar de definir la Revolución Mexicana, surge enseguida la dificultad de precisar sus fechas y periodos y especialmente la de contestar la siguiente pregunta: ¿cuándo se terminó la revolución? La mayor parte de las investigaciones determinan el final de este acontecimiento refiriéndose a la promulgación de la constitución de Querétaro, en 1917. Pero otras extienden su duración hasta la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940), pasando por el gobierno de Obregón y el PRI, con el propósito de involucrar también el proceso institucionalizador. Al respecto, es importante notar que la ausencia de Matilda que se refiere implícitamente a la época de la revolución coincide con el período militar de esta, resultado de la movilización de las masas.

3 Esta tendencia está dentro del marco más amplio de las nuevas novelas históricas latinoamericanas, en las que, entre otras cosas, se renarran hechos históricos establecidos como verdaderos, personajes reales a veces aparecen distorsionados, se agregan u omiten historias conforme a la estrategia narrativa de los autores y se usa fuertemente una técnica basada en la intertextualidad y desde la perspectiva de la metaficción. Seymour Menton afirma que las novelas que pertenecen a esta categoría han despertado la necesidad de reexaminar el pasado ante la crisis histórica para encontrar maneras de mejorar el futuro (22-32).

4 Cabe mencionar la novela La malhora (1923) de Mariano Azuela, que si bien menos difundida por la crítica dentro del contexto de la Literatura de la Revolución, podría considerarse un antecedente fundamental de la novela de Rivera Garza en el sentido de que narra la historia de una prostituta de pulquería que a través de su experiencia del caos, crimen, locura y manicomio cuestiona las instituciones y la revolución en el ámbito urbano posrevolucionario. Véase Teresita Quiroz Ávila "Mariano Azuela y las novelas urbanas de la posrevolución" en Fuentes Humanistas 43 (73-93).

5 Es interesante anotar que, para introducir de alguna manera tanto las demandas revolucionarias como sus valores políticos y económicos, la trama incluye los movimientos urbanos de los anarquistas, los sindicalistas, los marxistas y el lumpen proletariado, entre otros. Así, esta novela demuestra otra dimensión -aunque tiende a ser categorizada dentro del mismo carácter revolucionario- de la movilización popular de la época, mientras que la imagen representativa de la Revolución Mexicana se ha condensado en las insurrecciones rurales y los levantamientos campesinos. De hecho, en La malhora (1923), El desquite (1925) y La luciérnaga (1932) de Mariano Azuela, entre otras, aparecen tempranamente los espacios marginales urbanos y los bordes sociales del periodo revolucionario.

6 Si bien Cástulo simboliza el límite de la revolución que se convierte en otro proyecto nacional de cara a un futuro de desarrollo, Matilda piensa que él es su última (de hecho, la única) oportunidad para una posible relación. Por eso, al final de la novela y antes de morir, ella se acuerda de ese joven revolucionario: "El amante de dieciocho años. No sabe estarse quieto. Sus ojos parpadean sin descanso. La belleza singular de su rostro enardecido sigue siendo la misma" (206).

7 En su ensayo, Rodríguez afirma que Cástulo se encarga de "la disolución de la -armonía positivista- a su vez representada por el dúo médico Marcos Burgos-Columbia Rivera, que vigiló los principios de -orden y progreso- en la vida de Matilda" (110). Pero Marcos no es realmente la contrafigura de Cástulo, quien igualmente suscribe el mito del progreso del país pese a su clara oposición a la tiranía del régimen porfiriano. Más bien, es posible decir que los dos personajes reflejan las diferentes barreras ante las cuales Matilda se enfrenta para finalmente quedar marginalizada más allá de los confines de la sociedad mexicana.

8 En tanto que Oligochea simboliza la figura representativa de los científicos obsesionados por el orden, la figura de Joaquín es sutilmente elaborada y se ubica entre Oligochea y Matilda, cruzando la frontera entre dos mundos diferentes gracias a su posición social de miembro de la elite letrada pero también de sujeto desposeído de una parte de sus privilegios debido a su adicción por la morfina. En este sentido, Joaquín desempeña textualmente el rol de mediador y, de ese modo, es capaz de mostrar los conflictos preponderantes que el positivismo conlleva al realizarse a sí mismo en forma de instituciones.

9 "We can also discern the continuity of late nineteenth-century patterns, despite the popular and radical challenges of the Revolution" (versión original).

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Fecha de recepción: 18/05/12
Fecha de aceptación: 15/10/12

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