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Anclajes

versión On-line ISSN 1851-4669

Anclajes vol.17 no.1 Santa Rosa jun. 2013

 

RESEÑAS

Mateo del Pino, Ángeles y Morín Rodríguez, Adela (eds.). Ciudadanías. Alteridad, migración y memoria. Madrid, Editorial Verbum, 2011, 222 páginas.

 

Uno de los malentendidos más frecuentes a propósito de la dialéctica sobreviene con la interpretación del momento de la "síntesis". Los fascistas, por ejemplo, abordaban la contradicción marxista entre el capital y el trabajo sosteniendo que la "síntesis superadora" era la conciliación de ambos en el seno del Estado. Y en respuesta a esta posición, hay quienes imaginaron una dudosa "dialéctica sin síntesis". Pero la síntesis dialéctica no era la "conciliación" de los opuestos sino su exacta "coincidencia". Lo que demostró Marx, precisamente, es que el trabajo no era solamente la antítesis del capital sino también, y paradójicamente, su secreta identidad. La síntesis significa eso: que lo otro es lo mismo, que la alteridad es la identidad o que el capital es trabajo (acumulado o alienado).
Algo semejante ocurre con las migraciones. Todo nos lleva a pensar que la expatriación es la pérdida de la patria, la negación, por decirlo así, de un arraigo original. De modo que la repatriación constituiría la llamada "síntesis dialéctica": el regreso a la comunidad originaria después de haber tomado conciencia de esa pertenencia, de estas raíces, gracias al momento doloroso, pero necesario, del alejamiento. ¿Y no se trata de un relato repetido hasta por los exiliados mismos? "Uno no se da cuenta de que pertenece a una tierra, a un país, a una cultura, hasta que no se encuentra lejos de ella". Este no es, sin embargo, un argumento dialéctico. La coincidencia de los contrarios tiene efectivamente lugar cuando el autóctono toma conciencia de que ya era un desterrado que se ignoraba, porque la condición de los humanos es la perpetua trashumancia: no estar nunca en su lugar aun cuando "sean de allí". Hay historia, justamente, porque los animales humanos, a diferencia de otras especies, están poseídos por esta inquietud infinita.
El momento de la verdad no se encuentra, desde una perspectiva dialéctica, en la posición inicial sino en su negación. No estaría, como consecuencia, en el arraigo sino en el desgarramiento de la migración. Tomemos, si no, un ejemplo extraído del artículo de José Ismael Gutiérrez, el segundo de Ciudadanías. Cuando el autor asegura que "la literatura desde/sobre el exilio" es "una literatura híbrida y -dislocada-, distópica, marginal y descentrada" (2011: 61), ¿no está proponiendo una definición de cualquier literatura digna de esta denominación? Y la experiencia de los recuerdos de los exiliados, con visiones fragmentarias e incompatibles acerca del mismo pasado, esa especie de puzle al que se refiere Cecilia Salerno en su artículo sobre la uruguaya Marisa Schultze, puzle con una multitud de piezas perdidas y otras, heterogéneas, que no logran encastrarse y componer una totalidad coherente, ¿no constituyen una verdadera teoría de la narración moderna?
A medida que uno avanza a través de estos artículos va teniendo la impresión de que la migración y el exilio sólo tienen la apariencia de un problema más, entre otros, de las realidades humanas. Este presunto accidente de la existencia, esta supuesta experiencia marginal del desesta pretendida alteración de un ilusorio estado normal de la vida, estático o sedentario, resulta, cuando se la empieza a indagar, central. El mesianismo sefardí ya había convertido el exilio de un pueblo particular, el judío, en un emblema de la condición humana universal, y en esto se basaban los antisemitas para asegurar que el cosmopolitismo moderno tenía su origen en el desarraigo hebreo. Pero las masas ingentes de refugiados, desplazados, emigrantes, exiliados, nómades, ¿no se convirtieron hoy en el rostro visible de esta condición humana? A esta condición se está refiriendo Ángeles Mateo del Pino cuando sostiene, en su introducción a Ciudadanías, que "lo importante no es el hecho de pertenecer a una determinada comunidad, sino habitar en un terreno lleno de flujos y enlaces" (15).
Aquella dialéctica podría extenderse a la consecuencia de estas migraciones, esto es: a las transculturaciones, las hibridaciones, los mestizajes o las bastardías. Cuando se habla, a la manera de García Canclini, de "culturas híbridas", se presupone, en principio, que éstas se habrían formado a partir de una multiplicidad de culturas "puras". Si no fuese así, si todas las culturas fueran híbridas o mestizas, aquella expresión sería una tautología superflua. Y es una tautología, sí, pero no es superflua, porque la existencia de una cultura "pura" es una obstinada ilusión retrospectiva de cualquier hibridación. Los componentes de una mixtura ya eran, si se los observa bien, mixturas (y por eso a nadie se le ocurriría organizar hoy un congreso en torno a "culturas puras"). Hay que aceptar, no obstante, tautologías como aquella, porque si la heterogeneidad cultural se presenta primero como la antítesis de la homogeneidad, como la hibridación de la pureza, sólo nos damos cuenta más tarde -en el momento sintético de conclusión- que se trata de la verdad acerca de un hecho cultural aparentemente homogéneo.
A esta manera de entender la síntesis de los contrarios pareciera referirse la palabravalija "glocalización" forjada por Roland Robertson y evocada por Ángeles Mateo del Pino en su introducción al volumen que editó con Adela Morín Rodríguez. Podría llegar a pensarse que lo "glocal" es una mera conciliación de lo global y lo local como ocurre en el afiche publicitario presentado en la página 189 de esta misma compilación. El perfil de una senegalesa con su típico tocado se recorta sobre el fondo de los edificios de una ciudad iluminada. La leyenda -nunca mejor dicho- reza: "Changer d- horizon; rester soi-même" (Cambiar de horizonte; seguir siendo uno mismo). Ahí tenemos, por un lado, el capitalismo global, y, por el otro, la campesina local, que podría vivir en esta sociedad sin que su subjetividad se modifique. Ahí tenemos la no-tradicionalidad, o la desmemoria, de las ciudades sumergidas en una especie de perpetua actualidad mediática, y la campesina que habita, aunque se desplace, una misma tradición -pura memoria-: la comunicación sincrónica con los contemporáneos, por un lado, y la comunicación diacrónica con los ancestros, por el otro.
Basta sin embargo con recorrer el artículo de José Ismael Gutiérrez para encontrar un cuestionamiento de esta dualidad en la pluma de Félix de Azúa: "La -memoria- (Mnemosyne) […] es una misteriosa facultad del espíritu que mantiene unida nuestra coherencia, tanto individual como colectiva, y nos libre provisionalmente de la desintegración. Sólo mediante el recuerdo de lo que hemos sido, podemos seguir siendo lo que creemos ser" (2011: 74). De modo que la "glocalización" no es la conciliación del vértigo de las grandes urbes con la permanencia de las tradiciones sino su coincidencia dialéctica, su síntesis contradictoria: la "pertenencia a una determinada comunidad" es "un terreno lleno de flujos y enlaces". Esto nos sugiere que la presunta cultura nacional, o nativa, a la que se le atribuyen profundas e inmutables raíces locales, ya es una cultura trasnacional olvidada, el resultado de aportes inmigratorios y de transculturaciones, de "flujos y enlaces", es decir, de confluencias. Lo trasnacional es lo contrario de lo nacional, pero también su íntimo secreto. De modo que el supuesto oxímoron "glocal" resulta, en realidad, un pleonasmo. A condición de entender que lo global no es el one world de la hegemonía mediática occidental, que se pretende respetuosa de las diversidades culturales, sino los fenómenos de mestizaje, de confluencias o interferencias provocados por las diversas migraciones. Si Fernando Ortiz convertía el "ajiaco" en la metáfora de la cultura cubana, ¿qué otros guisos y ensaladas hubiesen podido volverse emblemas de sus vecinos dominicanos, mexicanos o incluso norteamericanos?
En efecto, aquella oposición entre lo local y lo global, entre lo homogéneo y lo heterogéneo, suele coincidir, para los nacionalistas, con el mencionado enfrentamiento entre el campo y la ciudad. Frente a la ciudad portuaria, multicultural, cosmopolita, punto de encuentro de las migraciones interiores y exteriores, territorio de "flujos y enlaces", de mestizajes e hibridaciones, el campo representaría la tradición pura, preservada de las influencias foráneas y la comunidad orgánica, cerrada sobre sí, refractaria a las mezclas y la alteridad. Frente a la autenticidad rural, la inautenticidad urbana. Frente a la homogeneidad campesina, la ruidosa Babel ciudadana. Frente al nomos de la tierra -la expresión es de Carl Schmitt- la inquietante anomia del mar. Pero las cosas pueden observarse desde otra perspectiva. Gracias al mar, decía Hegel, las ciudades costeras de los diferentes países están mejor comunicadas entre sí que cada una de ellas con sus respectivos territorios interiores. Estas ciudades interconectadas constituyen así una suerte de red de ciudadanía marítima, cosmopolita, en la cual lo aislado ya no son, paradójicamente, las islas sino los territorios alejados de las costas. Dotadas de un ínfimo hinterland, las islas se convierten, por el contrario, en los espacios privilegiados de esta ciudadanía global (hoy en día, sin embargo, los territorios más recónditos de los continentes se convirtieron en islas gracias, sobre todo, a la "navegación" por Internet o al arrasador predominio del éter sobre el agua).
No es casual, en todo caso, que este volumen haya sido producido en un archipiélago: el canario. Ocupadas hace cinco siglos por la corona de Castilla, situadas en la ruta hacia las Indias Occidentales, a menos de cien kilómetros de las costas africanas y en la ultraperiferia de la Unión Europea, estas islas son la encrucijada de una diversidad de culturas y cuentan, desde 1955, con un Anuario de Estudios Atlánticos publicados en Las Palmas por la Casa de Colón. Incluso los colaboradores de Ciudadanías participaron de la reunión científica de grupos de investigación en humanidades de Las Palmas conocida como "Canarias y el Contexto Atlántico".
Pero el propio volumen de Ciudadanías está organizado como un archipiélago de disciplinas y "áreas de conocimiento". La compilación se inicia con un artículo de Josefina Domínguez Mujica intitulado "Desequilibrios socioeconómicos, migraciones y trasnacionalismo: una perspectiva atlántica" que conjuga un riguroso estudio demográfico, un análisis socioeconómico y una lectura de las huellas dejadas por estas migraciones en las imágenes urbanas. Prosigue con una reflexión teórico-crítica de José Ismael Gutiérrez sobre las "Poéticas de la extraterritorialidad: duplicidad y descentramientos en la experiencia del intelectual exiliado". La mencionada Mateo del Pino le consagra un ensayo penetrante a la narrativa del peruano Cronwell Jara, "Como el agua de derivo", y aborda la problemática cuestión de la ciudadanía en un país que, como muchos otros de la América Latina, constituyó su identidad nacional en torno a la hegemonía criolla, lo que significó erigir a esta minoría en modelo dominante. Esta operación, que se remonta a las revoluciones de la independencia, tuvo como consecuencia visible la marginación real y simbólica de la multiplicidad de migraciones interiores. "Somos quechuas, aymaras, culíes, angoleños, shipobos, huitotos, cashibos, condoshis, ashánincas, amahuacas, aguarunas, cocamas, taushiros, tupíes, piros, resígaros, y no acabaría nunca", explica un personaje de Patíbulo para un caballo. "Somos muchas naciones", prosigue, "idiomas, costumbres, culturas, religiones, comidas, vestimentas, cosmovisiones del universo y del mundo, ¿a qué nación de todas te refieres cuando hablas del país?"(92). Perú no es su nación, ni para ellos ni para los limeños que los perciben como "invasores", es decir, y aunque cuenten con el documento que acredite su ciudadanía, como extranjeros y bárbaros.
Pero el problema de la dialéctica entre la unidad y la multiplicidad no se limita al caso de las nacionalidades. El poeta chileno Javier Bello lo evoca en este volumen a propósito de la llamada generación poética de los 90 en su país. En efecto, ¿cómo hablar de una generación constituida por una miríada de experiencias estéticas sin unidad o sin otro rasgo en común que la ausencia de cualquier rasgo compartido? Del mismo modo que cualquier nación se construye en torno a la hegemonía de un grupo minoritario, que margina a los demás, o los integra a condición de que acepten someterse a la norma dominante, "el canon poético (y crítico) nacional", explica el poeta chileno, "ha sancionado de mala manera o ni siquiera ha observado estas relaciones, marcas y (dis)tensiones de la promoción de los 90", que, a su entender, "pueden romper con varias -ilusiones- -prácticas concretas del poder cultural- que establecen el dominio de una figura central por generación y condena a las demás como poéticas laterales o menores" (p. 143).
María Luisa Iglesias Hernández aborda la cuestión de la historia oral y la memoria colectiva a propósito de los emigrantes canarios que partieron alguna vez hacia América Latina. Y adhiriendo a las posiciones de Enzo Traverso sobre los "usos del pasado", nos muestra hasta qué punto los relatos memoriales son "construcciones" del pasado que fluctúan al ritmo de los cambios en las situaciones sociopolíticas presentes, de modo que la presunta identidad -el "seguir siendo uno mismo" del afiche de telefonía- es una ilusión retrospectiva de las diversas situaciones que el sujeto va atravesando.
Gloria Luz Godínez Rivas estudia, por su parte, el proyecto artístico denominado Mareas migratorias que se llevó a cabo en la isla de Gran Canaria a principios de 2008 y en el que participaron menores inmigrantes procedentes de Guinea Ecuatorial, Malí, Mauritania y Senegal. La tarea consistió en realizar un dibujo en la playa de Las Canteras inspirado en la pregunta: "¿Cómo se imaginaban Europa y qué los impulsó a venir?" (183). Pero el aspecto más interesante del artículo de Godínez Rivas se encuentra en el incipiente análisis del impacto que las imágenes publicitarias europeas tienen sobre las poblaciones africanas, al punto de constituir uno de los principales factores para explicar la migración.
El volumen se cierra con un artículo histórico-filosófico de Arturo Delgado Cabrera dedicado al origen religioso del concepto de tolerancia que fue secularizándose durante la modernidad a través de obras como las de Erasmo de Rotterdam, hasta asumir el estatuto de una "virtud cívica" que no resulta, en modo alguna, espontánea y que es preciso inculcar -insiste el autor- a través de una perseverante educación ciudadana para erradicar ese "miedo a los bárbaros" (215) que se llama racismo o xenofobia. Porque la ciudadanía también es eso: civilidad, como se dice, o urbanidad.
Pero Ciudadanías nos aporta sobre todo la prueba de que los estudios culturales no se apartaron del camino iniciado por el pensamiento moderno en la medida que éste puede resumirse como la sustitución del Uno creador (el Dios medieval) por la Multitud constituyente. Este volumen no nos propone otra cosa: desbaratar, en cada área del conocimiento, el fetiche de la identidad, la unidad, la homogeneidad o el reposo para poner en evidencia el poder constituyente, o productivo, del cambio, la multiplicidad, la heterogeneidad o el movimiento.

Dardo Scavino
Université de Versailles

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