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versión On-line ISSN 1851-4669

Anclajes vol.17 no.2 Santa Rosa dic. 2013

 

ARTÍCULOS

La patria titubeante: el envés de la Guerra de Independencia en La mujer del caudillo (1952), de Nery Russo

 

Mariana Libertad Suárez
Universidad de Simón Bolívar
[ marisuarez@usb.ve ]

 


Resumen: Se propone una aproximación a la novela biográfica La mujer del caudillo (1952), de Nery Russo, para explorar cómo se piensa, en esta novela, a la mujer en tanto sujeto histórico y, sobre todo, cómo son tratadas en este texto la disciplina científica denominada "Historia" y la noción de "verdad" que debería acompañarla. Al respecto, se evidenciarán: 1. Los mecanismos que le permiten a la autora presentar la historiografía como la compartimentación de una red de intercambios significantes, formulada para reglamentar las identidades posteriores a su creación; 2. Las estrategias mediante las cuales Russo da cuenta de sí misma en el campo cultural venezolano de la década de los cincuenta, momento en que el retorno al hogar por parte de las venezolanas parecía irrenunciable.

Palabras claves: Identidad; Novela histórica; Sujeto femenino; Nery Russo; Literatura venezolana.

The hesitation of the motherland: the underside of the War of Independence in Nery Russo 's La mujer del caudillo (1952)

Abstract: This article examines Nery Russo's La mujer del caudillo (1952) in order to explore how this novel portrays the woman as a historical subject and especially how the scientific discipline called "History" and its notion of "truth" are treated in this text. In this regard, the following issues are highlighted: (1) the mechanisms that allow the author to present historiography as the partitioning of a significant exchange network formulated to regulate identities, and (2) the strategies by which Russo gives an account of herself in the Venezuelan cultural field in the early fifties, when the domestic role of Venezuelan women seemed mandatory.

Keywords: Identity; Historical novel; Female subject; Nery Russo; Venezuelan literature.


 

Cuando voy de paseo con mis padres o las tías, adopto un aire de suficiencia desconocido hasta por mí misma. Presumo ser como mis compañeras mayores y yo misma llego a cerciorarme de que hace ya tiempo he dejado de ser una chiquilla. Las otras niñas que pasan a mi lado me observan, y confrontando su indumentaria y actitud con las mías, vuélvense como avergonzadas; esto me aflige sobre manera e íntimamente inculpo a mis tías y a los demás, que se ocupan de hacerme creer que soy ya una mujer.

Nery Russo, La mujer del caudillo

I. Yo presumo ser: Nery Russo en la Venezuela de los cincuenta

El 2 de abril de 1957, el diario español ABC refería la boda Vallejo-Russo. El texto aparecía en una página dedicada a reconstruir los aconteceres de la alta sociedad española; no obstante, el nombre de una mujer venezolana se colaba entre sus líneas. El texto indicaba:

En Caracas (Venezuela) se celebró el matrimonial enlace del pintor sevillano Felipe Luis Vallejo con la escritora Nery Russo, de conocida familia venezolana. Fueron padrinos por parte de ella, el presidente de la República de Venezuela y señora, y por parte de él, el embajador de España y su esposa, la marquesa de Avella. La feliz pareja salió en viaje de novios para Norteamérica y Europa (S/A "Ecos de sociedad" 38).

Este breve párrafo da cuenta de una serie de elementos manifiestos en la obra de Nery Russo. Una narradora venezolana que invadió -con su escritura y su imagen- espacios apartados tradicionalmente para el varón intelectual, sin perder por ello el aval ni la aceptación del campo cultural. La presente reseña pareciera evidenciar la cercanía de este sujeto femenino al poder. En el texto, de hecho, no se menciona el nombre ni de Marcos Pérez Jiménez, por entonces presidente de Venezuela, ni de su esposa; sin embargo, a Russo se le atribuye el título de "escritora" y -contrariamente a lo que solía ocurrir cuando se aludía en prensa a una mujer intelectual- su nombre va seguido de su apellido.
Podría decirse, sin temor a equivocarse, que para 1957, la autora de La mujer del caudillo ya era admitida -dentro y fuera de Venezuela- como una representante de las letras nacionales. Las alusiones a sus obras se incluían frecuentemente en los medios impresos, así como los comentarios sobre su vida social. Al respecto, resulta sumamente curioso que publicara artículos y reseñas en distintos e importantes diarios caraqueños, cuyo rasgo más sorprendente era la diversidad de posturas políticas. Los textos de Russo aparecieron en diarios de tendencia progresista como Ahora, en el diario pro- perezjimenismo El Heraldo y en algunas publicaciones de corte menos polarizado, como El Universal y El Nacional1.
Esta ubicación privilegiada dentro del campo intelectual venezolano de la década de los cincuenta resultaba completamente inusual en una mujer, tanto más en una autora de provincia. A pesar de ello, las obras de Russo pocas veces fueron consideradas peligrosas o polémicas. Muy por el contrario, la dulzura atribuida -y ocasionalmente exigida- a las mujeres venezolanas, siempre primó al momento de evaluarlas. Por ejemplo, en el número 1399, de la Revista Elite, publicado el 26 de julio de 1952, apareció un pequeño comentario sobre La mujer del caudillo. Concretamente, se expresaba:

El esfuerzo que realiza la autora [Nery Russo] es de todo punto, plausible. La novela biográfica, además de ser obra de creación, requiere una especial concentración al tema. Pues hay que solicitar datos en los archivos, indagar acerca de los sucesos de la época [...] En este sentido aunque Nery Russo ha puesto mucho de su viva imaginación, de su fina sensibilidad de mujer, encontramos que pudo observar el medio histórico y situarlo lo mejor posible en el desarrollo de la novela [...] La narración, puesta en boca de la heroína, adquiere un tono confidencial, amistoso... Lo que ella cuenta a sus nietas llega hasta el lector como si hablara a su oído. En un tono de voz, con modulaciones tiernas, voz transida por el recuerdo de amarguras pasadas, pero satisfecha ante el deber cumplido (S/A "Bibliografía": 39).

Al leer estas afirmaciones, se evidencia una paradoja. En un comienzo, se sugiere la capacidad de la autora para realizar un ejercicio de reconstrucción histórica y dar cuenta de una "verdad nacional", pero este hecho se suaviza con la referencia concreta a la "sensibilidad femenina", una categoría utilizada con frecuencia, a mediados del siglo XX, para reducir la función social de la mujer a la decoración del espacio público. Es decir, según lo aquí expuesto, con La mujer del caudillo, Russo no estaría volviendo al pasado para dejar una enseñanza, sino para hacerlo más bonito.
A pesar de esta recepción inmediata tan favorable, progresivamente, Russo fue perdiendo visibilidad en el campo cultural. Se materializó un desplazamiento de las formas y/o las circunstancias de enunciación, que si bien satisficieron las demandas sociales dirigidas al sujeto de la escritura, no pudieron llenar las expectativas del canon. Una asimetría que se genera precisamente porque, en su afán de salvaguardar los espacios de poder, la alta cultura censuraba, borraba o normatizaba a aquellas intelectualidades no mestizas, no masculinas y no heterosexuales que quisieran aproximarse a su estética.
A esta demarcación de identidades se suma que, en el imaginario venezolano, la Guerra de Independencia no es un acontecimiento cualquiera. Por el contrario, se trata de un elemento del pasado simbólico innegociable para los proyectos políticos que se alternaron en el poder a lo largo del siglo XX. Teniendo en cuenta esta valoración y el tono rosa que se le atribuye en ocasiones a La mujer del caudillo, es posible deducir que el cercenamiento de la voz historiográfica gestado en esta escritura es producto de la saturación simbólica y no de la evasión.
Ante ello, se hace imperioso explorar cómo Russo lee en su novela las demandas sociales y discursivas que le proponía su entorno, sobre qué premisas construye personajes femeninos peculiares y bajo qué códigos estos se relacionan con el poder y con ellos mismos, en qué términos se piensa en esta novela a la mujer- sujeto histórico y, sobre todo, cómo son tratadas la Historia en tanto disciplina científica y la noción de "verdad" que debería acompañarla, en la trama de esta publicación.

II. Desde el corazón de las multitudes: miradas sobre la historia en la Venezuela perezjimenista

Una de las primeras aristas de análisis que surge al leer La mujer del caudillo en su contexto es la tendencia a la escritura de narrativas de archivo, que determinó la literatura venezolana en los años cuarenta y cincuenta. Obras como El camino del dorado (1947), de Arturo Uslar Pietri; Los Riberas (1957), de Mario Briceño Iragorry; o, inclusive, Cumboto (1950), de Ramón Díaz Sánchez, constituyen reconstrucciones del pasado que apuntan a un deseo de hacer historia y al diseño de vías de rememoración.
Uno de los detonantes de esta proliferación de discursos sobre el pasado es el viraje de la concepción de los estudios históricos acontecido en Venezuela durante ese mismo período. Se trató de la profesionalización de una antigua práctica discursiva, que conllevó el diseño de una gama de posicionamientos en torno al pasado y a la memoria pretendidamente reconstruidos bajo el rótulo de "Historia nacional". Así pues, para aproximarse a La mujer del caudillo es necesario entender cómo y con qué fin se realizaba la práctica historiográfica en el ámbito nacional para el momento de su publicación. María Elena González Deluca resume las modificaciones y señala:

La historiografía de las últimas décadas ha tenido un desarrollo cuantitativo considerable, y eso incluye el total de publicaciones y la diversificación temática [...] Estos cambios son los que corresponden al medio siglo que se inicia en 1950, cuando todavía era dominante la historiografía tradicional de influencia positivista de las décadas iniciales del siglo XX y también la de inspiración nacionalista de autores de la época como Mario Briceño Iragorry, Mariano Picón Salas y Augusto Mijares, entre otros (147).

Para esta investigadora, la década de los cincuenta supuso un momento de transición durante el cual la concepción positivista de la Historia se encontraba penetrada por ciertas prácticas tradicionales de rememoración, dirigidas -en buena parte- al diseño de una "Patria Ideal". Resulta entonces sumamente elocuente que los tres nombres referidos en este fragmento para ejemplificar la historiografía de "inspiración nacionalista" correspondan a intelectuales inscritos en el imaginario nacional como escritores o estudiosos de la literatura, más que como científicos o investigadores de tendencia positivista.
Hasta finales de la década de los cincuenta el saber histórico y el literario no tenían límites claros. Durante mucho tiempo integraron una misma Academia Nacional; sin embargo, los textos escritos por Mariano Picón Salas, Augusto Mijares y Mario Briceño Iragorry -aquellos dirigidos a la reorganización del pasado- han sido clasificados de "biografías", "historias noveladas" o "novelas históricas" en los manuales de literatura y otros intentos de sistematización posteriores, con lo cual, la recepción cultural dejaba claro que la narrativa era un espacio para la edificación de identidades tan eficaz que la práctica historiográfica.
González Deluca señala, además, diversos fragmentos de autolegitimación por parte de estos autores dentro de su narrativa, ejercicios que les permitieron establecer los linderos de la participación femenina en la definición del territorio nacional. Es decir, si "Augusto Mijares [además de Briceño Iragorry] buscó a través del ensayo histórico transmitir un significado de intención pedagógica para su propio tiempo" (38), con el gesto simple de publicar sus textos, este intelectual estaba asumiendo una posición jerárquica desde la cual prescribir a los sujetos nacionales y, al mismo tiempo, elegir a qué otros pensadores podían hacerlo.
La adquisición de nuevas funciones explica por qué los narradores-historiadores recogieron algunas visiones populares, propias de la oralidad, en textos de carácter académico, para darle un alcance teórico y/o universalizable. En estos casos, se estaría reafirmando el papel de "traductor" que ejercen quienes reconstruyen el pasado, dado que -según lo expuesto por estos autores- ellos estarían facultados para indicar dónde y por qué se conectan las acciones heroicas que dieron pie a la nación, con la cotidianidad que viven los venezolanos. A este respecto, resulta muy ilustrativa la publicación de Juan Uslar Pietri (1954) que lleva el título Historia de la rebelión popular de 1814. En el prólogo, el autor afirma que

en el estudio de la Rebelión Popular se resalta de manera poderosa la labor de Bolívar y de sus lugartenientes. Pues, además de sostener nuestros libertadores una guerra a muerte con España, mantenían una lucha contra los mismos venezolanos que peleaban por la libertad social. El libertador ha tenido que ser un hombre extraordinario, superior, para haber podido resistir aquella oleada de sangre, sin imponérsele y dominarla, haciéndola suya, para luego ir a luchar contra la autoridad despótica del rey de España. Él supo aprovecharla y domarla como un potro cerrero hasta llevarla por las vías de la Independencia de la patria. Y hay que señalar, que esa Rebelión fue un movimiento tanto o más sangriento que la Jacquerie y que la misma Revolución francesa (10).

En este breve fragmento se perfila claramente la imagen de un héroe fundador que diseña una República ideal y, además, obliga a los "hombres comunes" a trabajar a favor de su proyecto, dado que estos no son capaces de descubrir dónde se encuentra su propio bienestar. Es decir, la superioridad de Bolívar, según se muestra en el fragmento, no solo viene dada por sus capacidades intelectuales y de liderazgo, sino principalmente porque ve con mayor claridad qué desea el pueblo y, aunque deba emplear la fuerza para lograrlo, le impone ser libre y soberano.
Por más paradójico que luzca a simple vista este planteamiento, adquiere un sentido definitivo cuando se contrasta con las necesidades de legitimidad que definían tanto el proyecto desarrollista de nación, perfilado desde el Estado en los cincuenta, como la alternativa política que planteaba desde la resistencia. En ambos casos, la defensa de un sujeto modélico, incomprendido por su superioridad, era necesaria y urgente. Esto explicaría el enfrentamiento a las opiniones del"pueblo" y la ausencia de colectivos sociales como las personas no escolarizadas, las mujeres o los grupos políticamente divergentes, en la toma de decisiones.
Asimismo, el hecho de que Bolívar hubiera renunciado -aunque de forma transitoria- a la paz y hubiera sacrificado la vida de algunos venezolanos para conseguir el bien común, resultaba un argumento sumamente útil para justificar tanto alzamientos como sumisiones, en la década de los cincuenta. Por ello, Uslar Pietri se ve en la necesidad de marcar moralmente estas acciones y valorarlas positiva o negativamente, según los intereses ideológicos que la inspiren:

No me explico cómo ha sido posible interpretar como realismo la rebelión por el sólo hecho de decirse realista [...] En sitios como en los llanos o en los lejanos campos donde era muy difícil que llegara la voz del sacerdote, donde apenas se tenían nociones vagas de lo que era el Cristianismo, mal iban a saber lo que significaba el Rey. Aquellas insurreccionadas montoneras que iban saqueando y matando blancos, cometiendo sacrilegios en las iglesias, ensangrentando altares, no podían ser jamás realistas, ni representantes del orden y la religión. Lo que sucedía era que aquellos hombres abrazaban las banderas realistas como un pretexto para satisfacer sus odios de clase, para realizar la libertad social que anhelaban (11).

Estas afirmaciones señalan el desconocimiento del colectivo en torno al proyecto político que más le convenía, reafirmado por medio del adjetivo "montoneros". Se trataba entonces de seres incapaces de distinguir la causa ideológica fundamental de sus acciones. Es decir, para Uslar Pietri, los "rebeldes" enunciaban posiciones políticas poco respetables, dado que no entendían del todo los alcances o el significado trascendente de los grupos ideológicos a los que se adscribían. Por ello, era urgente señalarle al pueblo el camino de la verdad, aunqueéste no fuera capaz de reconocerlo; explicarle cuál es la verdadera ideología que lo mueve, aunque el actor niegue identificarse con el proyecto en cuestión y justificar la existencia de una individualidad con este poder simbólico dentro del mapa subjetivo de la nación, pues Simón Bolívar -el indiscutible padre de la Patria- ya había desempeñado esas mismas funciones siglo y medio antes de que los historiadores lo hicieran.
El sujeto desideologizado entra en conflicto evidente con los intelectuales positivistas, quienes en la década de los cincuenta se encontraban en situación de emergencia. Esta pugna se hace más evidente aún cuando se revisan los programas de enseñanza de la Historia que dominaban la escuela venezolana desde finales de la década de los cuarenta. María Díaz de la Fe, en su Estudio de los programas de historia de Venezuela de 5to grado desde 1944 hasta nuestros días y su uso por parte de los docentes (1998) establece:

Al presentar los contenidos históricos del programa de Quinto Grado de Primaria (objeto del presente análisis) por grandes temas, sigue siendo un simple programa de carácter cronológico, de abundante contenido, que tanto se critica en los Programas, así se tiene que en Quinto Grado se veía toda la "Vida Política de Venezuela desde la disolución de la Gran Colombia hasta la actualidad", para en sexto grado englobar todo el conocimiento histórico visto desde el primer Grado, hasta "Venezuela República Independiente" que se estudia en sexto grado ( 38).

Según lo establecido por la autora, el pensamiento positivista que pretendía regir la historiografía en la década de los cincuenta buscaba negar cualquier posibilidad especulativa e, incluso, interpretativa de los acontecimientos. Un gesto que, a pesar de los esfuerzos realizados por el Estado en esos años, hubiera podido limitar el asentamiento del nacionalismo en la enseñanza de la Historia. A pesar de ello, la penetración del ensayo historiográfico y la novela histórica dentro del canon literario nacional sirvió como correlato a esta larga lista de sucesos sin implicación política aparente, lo que permite afirmar que la despolitización de la enseñanza de la Historia servía a un mismo tiempo para imponer una supuesta lógica racional como única forma de acceso al pasado.
Basta con revisar algunos de los manuales didácticos de esa época para notar esta compartimentación. Por ejemplo, en el año 1952, el Individuo de número de la Academia Nacional de la Historia, Jesús Antonio Cova, publicaba por primera vez su texto Historia de Venezuela. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, un libro que para 1955 se había reeditado doce veces y que por entonces aparecía acompañado de un prólogo de Luis Correa. En los textos de cada uno de estos historiadores se traslucía una necesidad de establecer la utilidad social del pasado y, sobre todo, de adecuarlo a una sociedad venezolana que se encontraba en pleno período de refundación. Concretamente, en el apartado "La enseñanza de la historia", Correa afirmaba:

En Venezuela esos fenómenos se reflejan aún con mayor dolor y desconcierto. Nuestra sensibilidad es americana, y nuestra cultura europea. De aquí las formas dramáticas que reviste la lucha sostenida a través de los años por la minoría escasa que pretende imponer formas de civilización avanzada a un pueblo en el primer grado de su evolución. La Historia ha sido desde los comienzos de la batalla una de las armas mejor blandidas para herir el corazón de las multitudes (12).

Con este tipo de afirmaciones, Cova ponía en evidencia que, para la década de los cincuenta del siglo XX, la construcción de una Historia nacional desempeñaba dos funciones principales: la búsqueda de una conciencia que soportara en el imaginario la definición del "sujeto venezolano" y la reafirmación de un intelectual, encargado de mediar entre "el pueblo" y la identidad que, categóricamente, "el pueblo" debía aceptar como suya. O, lo que es lo mismo, Correa sugiere como fundamental la enseñanza de la Historia patria para consolidar la occidentalización del pensamiento venezolano y, a la vez, empoderar a quienes se encargaban de este proceso.
De esta manera, en el texto se trasluce que el enfrentamiento originario al imperio español, a partir del cual se estructuraba "la historia de la emancipación", debía ser sustituido por un pacto, por un proceso de negociación con un único término reprochable hacia la cultura europea: la igualdad y no la especificidad del territorio dominado. Según Correa, el discurso racional debe ir acompañado de dos elementos más: la búsqueda de una estética que, de algún modo, acerque el discurso historiográfico a la práctica literaria y la función prospectiva que tiene la reorganización del pasado. En otras palabras, si bien el autor comenta que Jesús Antonio Cova es un intelectual de conocimientos probados, también sugiere que su forma de exhibir este saber es eminentemente narrativa y apasionada, lo que le permite presentar un supuesto viraje histórico como la continuación deseable de la dinámica social instituida.
Entonces, se torna por demás curioso que al leer directamente el texto de Cova emerja una mirada del pasado marcada, en primer lugar, por un patriotismo básico e indiscutible sobre el cual se fundamenta la identidad y, en segundo término, por la glorificación de ciertas tipologías sociales -héroes patrios, intelectuales orgánicos, estereotipos de los diversos sectores socioeconómicos de la población- conducentes a admitir el orden político como natural y evitar de ese modo cualquier cuestionamiento. El fragmento del texto que mejor da cuenta de ello es, curiosamente, un apartado brevísimo, que lleva por título "Cultura intelectual desde 1890 hasta nuestros días. Venezuela contemporánea". Tras la declaración de haber iniciado en la última década del siglo XIX una "verdadera y estable era de paz que ha fructificado en todas y cada una de nuestras actividades, permitiendo a las Artes, las Ciencias y las Letras, florecer sin ninguna interrupción" (Cova 192), el autor establece como "hombres de letras" y "hombres de Historia" a un grupo de intelectuales con un perfil muy claro. Literalmente, asegura:

En las ciencias históricas y sociales son igualmente notables: Pedro M. de Arcaya, José Gil Fortoul, José Ladislao Andara, L. Vallenilla Lanz2, Rufino Blanco Fombona, Eloy G. González, Carlos A. Villanueva, Ángel César Rivas, Lisandro Alvarado, Francisco Jiménez Arráiz, Francisco González Guinán, Vicente Lecuna, José E. Machado, Vicente Dávila, Luis Correa, Caracciolo Parra Pérez, Samuel Darío Maldonado, Alfredo Jahn, monseñor Nicolás E. Navarro, Luisa Alberto Sucre, Andrés Ponte, Cristóbal Mendoza, José Santiago Rodríguez y Caracciolo Parra León (194).

El posicionamiento de Cova en favor de la concepción positivista de la historiografía y la utilización de la objetividad científica para soportar un régimen presidencial se evidencia en este fragmento. De hecho, la lista de historiadores ilustres aquí esbozada no difiere demasiado de la que definió Nikolaus Werz, cuando en su texto "El pensamiento político en América Latina" (1995) formuló un mapa de los grandes positivistas del país3. Sin embargo, al leer estas aseveraciones resalta que la enumeración comprende una serie de voces fundamentales en el proceso de legitimación del régimen gomecista, es decir, los nombres se encuentran concatenados gracias al uso de la pretendida objetividad científica.
En este sentido, se trasluce la presencia de dos materialidades dominantes de la forma de pensamiento que Correa y Cova han demostrado manejar: la nación y los hechos que la han constituido. Esta necesidad de reafirmación se fue intensificando con el paso de los años, así pues, para 1957, en el libro de Caracciolo Parra Pérez titulado Trazos de la Historia Venezolana se podía leer una explicación dedicada a elogiar los textos del autor, por medio de afirmaciones tales como:

La diferencia entre el verdadero historiador y el simple aficionado a cuestiones históricas encuentra su mejor imagen en la comprobación de un sólido espíritu cronológico que no se extravía nunca en cuanto a la condición y naturaleza de los hechos. Así, es posible para el primero estudiar un caso que pueda parecer particular, un incidente trascendental o no, y situarlo automáticamente en el cuadro del tiempo y del espacio, siempre que posea conocimientos suficientes para tallar el relato en sus cuatro dimensiones: tal una piedra que se incruste sin empujar la bóveda o el frontón para que se incruste sin dejar grietas que sea necesario encubrir luego con yeso o masilla (7).

El comentario en cuestión no tiene firma. No obstante, el hecho de que aparezca en una publicación avalada por el Ministerio de Educación motiva que los lectores lo asocien, de forma más o menos directa, según el caso, con las políticas del proyecto desarrollista. Es decir, estas palabras -que a falta de autoría bien podrían ser comprendidas como universales- establecen que para conseguir el nuevo ideal nacional se requería la presencia de un pasado único, definido por un intelectual de corte enciclopedista, capaz de abarcar muchas -o acaso todas- las áreas de conocimiento humano.
La rememoración se devela entonces como uno de los hilos conductores de la dinámica social, dado que tiene la capacidad de agrupar a los ciudadanos, indicarles cuál es su función dentro del mapa cultural del país y, a la vez, diseñar los límites del espacio geográfico. Es decir, desde esta perspectiva del conocimiento, la historia, la historiografía y la escritura de la memoria constituyen instituciones especializadas, encargadas de distribuir la relevancia y el prestigio político entre los entes que reconstruye.
Se niega entonces el nexo de reciprocidad entre los sujetos historiados y los sujetos historiadores para dar cabida a un vínculo de dominación que no admite revisiones jerárquicas, ni replanteamientos. Pese a ello, el hecho de que se mantenga una separación clara entre el objeto rememorado y el sujeto que rememora le niega al pasado la posibilidad de resignificarse a partir de su circulación en el discurso y, lo que quizás resulta más descriptivo, inhabilita a quienes lo reconstruyen desde otras posiciones menos centrales a inscribirse en su propia memoria.
El texto afirma que al reconstruir el pasado de la nación y/o del continente, si bien debe haber una inquietud por las circunstancias de la opresión y el inicio de las independencias, también se debe producir un conjunto de nociones descriptivas que permitan aplicar las categorías teóricas dominantes. Se debe buscar la especificidad de la Patria a partir de sus puntos de encuentro con la categoría "Nación" diseñada desde el pensamiento occidental. Por ello, no es posible admitir como espacios de conocimiento válidos las incursiones en el pasado desde registros no oficializados, ni visiones epistemológicas no positivistas.
La mayor paradoja en torno a este planteamiento se concreta hacia el final, cuando se sugiere la urgencia de "hacer nación", en la misma medida en que se niega la capacidad creativa, volitiva y narrativa de la práctica histórica. Quizás por ello, esta presentación de un modo único de hacer Historia provocó, desde el inicio de la década de los cincuenta, una réplica dentro de la prensa nacional. Surgieron entonces una serie de interrogantes en torno a la práctica historiográfica en la Venezuela de los cincuenta y, por extensión, sobre las escrituras de la contramemoria: ¿hay una demanda de enseñar o de abolir las historias? Si el pasado es universal y común a todos los hombres ¿los acontecimientos históricos no tienen autoría concreta? A partir de esta particularidad, es posible deducir que si bien La mujer del caudillo parece, en una primera lectura, haber nacido por un deseo autoescritural, su posición frente a la historiografía está asociada a otras voces intelectuales de la época.

III. La recuperación del pasado: La mujer del caudillo frente a la Historia

La movilización de la historiografía tradicional, la reubicación del sujeto femenino y, sobre todo, el rediseño de su vínculo con el poder propuesto en La mujer del caudillo dejan al descubierto una nueva forma de rememorar. Ciertamente, Nery Russo, al igual que cualquier autor de un manual escolar de la época, da por sentado que la Guerra de Independencia ocurrió y que los relatos que construyen este acontecimiento son necesarios para sobrevivir en el presente. A pesar de ello, también señala que la Independencia venezolana está constituida por una red de fenómenos reconstruibles y variables, por tanto, no narra ninguna certeza sobre la "acción" de los protagonistas del pasado, sino que transfiere, en distintos momentos de la novela, cada certeza individual sobre un hecho político.
Se inicia entonces un proceso de edificación de la identidad femenina que, contrariamente a lo que se podía esperar del tono melodramático del discurso, no deja como resultado una pasión incontrolable, sino la formulación de un "afecto extraño", que se asoma en forma residual tras la superación del miedo. A este respecto, resulta locuaz que la transformación ideológica que operó en la construcción de la heroína de este relato -que, además, trastocó su perfil de señorita de sociedad y la convirtió en un sujeto deseante- se traduzca en una modificación directa de su uso del lenguaje y, como consecuencia de ello, proponga un reencauzamiento de la estética de la novela rosa.
Para Russo la noción de elitismo no ha sido superada. De hecho, la figura histórica de Juan Bautista Arismendi -junto con Simón Bolívar, José Antonio Páez y José Félix Ribas- sigue siendo una de las identidades llamadas a configurar ese grupo selecto que instaura y preserva los valores nacionales. Sin embargo, en el momento mismo en que la autora penetra el discurso histórico con la estética folletinesca, la jerarquía de virtudes se trastoca. La superioridad del Caudillo vendrá dada entonces por su apego a las bodas, al rito de pedir la mano, al amor incondicional de un ser prácticamente desconocido y no por sus habilidades en la guerra. O, lo que es lo mismo, dentro de este texto, la apuesta por el mantenimiento de una élite supone una rejerarquización de la polaridad razón/pasión, reactivada en el pensamiento venezolano que circulaba en prensa y en la Academia durante la década de los cincuenta.
Un episodio que ilustra muy bien esta propuesta es el relato de la boda entre Cáceres y Arismendi. Cuando la unión matrimonial es presentada por la voz narrativa, no contiene el despliegue de detalles esperables de un sujeto femenino, sino que se resume en unos pocos párrafos en los que emerge un "yo" que registra más que una mujer que experimenta. Luisa expone la alegría y/o desesperanza de su madre, la emoción de su prometido y los interrogantes de su hermanito, sin relatar su propia emocionalidad. Aún más, en los primeros episodios en los que, finalmente, ya se ha convertido en "la mujer del caudillo", la protagonista afirma:

Los días posteriores a nuestra llegada fueron para Arismendi de una absoluta felicidad. A veces era el hombre adusto, enrevesado con esas cuestiones que yo jamás hubiese imaginado, a no ser porque más tarde me las ha ido haciendo conocer con toda la perspicacia de que es capaz un hombre de su edad. En oportunidades era como un adolescente que abandonaba la Casa de Gobierno para llegarse hasta la nuestra con cualquier fútil pretexto, el regalo de un caracol marino, una fruta producida en el patio de la casa, u otra cosa (112-3).

Por contraste, añade:

Una mañana, mientras nos entregamos a nuestras labores sobre la árida tierra salobre, me he quedado asombrada. No sabía que el fruto de nuestro trabajo aparecía tan pronto. Juan refiere algo que no escucho porque estoy perpleja. Tal vez alude a lo bien que se vive cuando podemos olvidar... sobre todo, cuando se han tenido sufrimientos...
-Mira, Juan. - Interrumpo.- Cómo han ido brotando las plantillas ¿Te acuerdas que hace a penas unos días dejé entre la tierra unas cuantas semillas?... Eran de tomate, ¡mira!... Dentro de poco estaremos cosechando [...] Ahora ya puedo decir que hay algo en el mundo verdaderamente mío, creado por mí misma (113).

En este contrapunteo de los protagonistas enmarcado en la experimentación de la vida de casados, se hace más obvio el desplazamiento mencionado. El héroe patrio jerarquiza la cotidianidad, la improductividad y el intercambio amoroso por encima de la emancipación y la organización del territorio que debía desarrollar como Gobernador. Paralelamente, esta paradoja que -no sin ironía- muestra la autora genera un punto de reflexión inevitable en torno a la discrecionalidad en la construcción de la Historia. Según el perfil que se le ha asignado a cada personaje, la elección de los temas y las prácticas sociales que cimentarán el funcionamiento de un ser en sociedad son absolutamente arbitrarias y no estarán marcadas genéricamente.
Es decir, ni el General Arismendi, ahora reducido a la categoría de "Juan", está en la obligación de aferrar su conducta social a la improductividad manifiesta en "regalar unos caracoles", ni Luisa Cáceres, ahora convertida en "la mujer del caudillo", debe reconstruirse desde el proceso de producción de alimentos que ha presentado como el fin de sus acciones, y aunque -a simple vista- la lectura que hace cada uno de la vida de casados pareciera invertir los roles tradicionales asignados al hombre y a la mujer, ninguno de los dos sujetos resultará más o menos historiable que otro. La relevancia de su participación en un momento pasado de la Patria se deberá única y exclusivamente a las anclas de identificación elegidas por la voz que enuncia.
Esta discrecionalidad resultaría desconcertante si se lee La mujer del caudillo como una novela histórica. No es posible percibir como una prioridad en el discurso de Nery Russo la deslegitimación de la Guerra de Independencia de Venezuela ni de ninguno de los héroes que la componen. No hay un desprendimiento de estos referentes, ni al momento de delimitar el territorio nacional ni cuando se define la identidad. A pesar de ello, en este texto se deja claro que es posible revisar desde otra perspectiva los hechos y sus ejecutores, lo que desemboca en una transformación de la práctica histórica que si bien no consigue escapar a los ejercicios de supresión y negación, sí logra abrir la puerta para generar nuevos mecanismos de valoración.
Entra entonces dentro del debate el subtítulo de "biografía novelada" que la escritora le asignó a su libro. Ciertamente, dentro del texto, Luisa Cáceres de Arismendi se establece como un individuo central, cuyas peripecias parecen ser relatadas en cada página de la novela. A pesar de ello, cuando la protagonista ya ha contraído matrimonio con Juan Bautista Arismendi deja de ser contada por una voz del futuro y comienza a narrar -en su contemporaneidad- a un héroe patrio. Esto dificultará la detección en esta obra de un sujeto político concreto, destinado a posicionarse sobre su doctrina y frente al Estado, tal como podría encontrarse en una "novela biográfica" tradicional. Por el contrario, la referencia a la mujer que siembra y produce comida, ante el hombre que contempla y recoge las frutas que ella ha cultivado, destaca la existencia de ciertas individualidades que se tornan inteligibles desde una aproximación antropofilosófica, más que desde una mirada histórica positivista.
Incluso, es posible descubrir un doble recorrido en el diseño de Luisa Cáceres de Arismendi como personaje pues, por un lado, su expresividad le permitirá definirse como sujeto de su propia Historia, al tiempo que -desde el preciso momento en que decide proteger a su marido- comienza a protagonizar también la Historia de Juan Bautista. Esto le restará a la concepción de la historiografía propia de mediados del siglo XIX el tono de universalidad abstracta que la había definido y acercará el diseño de la memoria nacional a la concreción de ciertas individualidades.
En este doble tránsito no hay un enfrentamiento de roles, de límites ni de alcances sobre el personaje, sino que Russo -de forma acrítica y sobremocionalizada- inscribe a la protagonista en el fragmento de Historia que desea destacar, más allá del carácter épico o de la trascendencia dentro del pensamiento político venezolano que se le haya podido atribuir. Por eso, asignará a Luisa Cáceres una serie de posicionamientos públicos y privados en la misma medida en que su discurso emplee la reconstrucción historiográfica para legitimarlos. Por ejemplo, el General Arismendi consigue huir cuando, finalmente, asiste a la fiesta donde "una mujer que no sabe de política" le tiende la emboscada. Por eso, detienen a su esposa y la encierran bajo la custodia de la familia Amnés. Una vez detenida, las voces femeninas encargadas de vigilarla cuestionan la existencia real de la autoridad y, lo que es aún más interesante, se preguntan por la legitimidad del supuesto delito. Así se refuerza la tendencia a feminizar la historia que ha presentado la autora desde el comienzo del texto:

aguzo mis oídos y escucho cómo reprenden a Germana; entonces es cuando sé cómo se llama la joven amiga; la voz del señor Amnés resuena nerviosa:
- ¿No les he prohibido de manera terminante que se acerquen al cuarto de esa señora?... ¿Por qué me desobedecen?
Angustiada la joven protesta lloriqueando:
- Pero, padre; no veo qué pueda haber de maldad en eso. Después de todo, no es más que una pobre mujer afligida que está muriendo de tristeza [...] ¿Cómo es posible que no comprenda cuándo está padeciendo esa infeliz? Y nosotros que somos mujeres ¿cómo pretende usted que vayamos a mirarla como un animal?
- Todo eso lo reconozco quizás con mayor claridad que ustedes, pero, el total es que no debemos comprometernos. Imaginémonos cómo nos tratarían si nos pescasen en un momento cualquiera en buen trato con la prisionera (137- 8).

En esta primera fase acerca del encierro de Luisa Cáceres, la cárcel adquiere un simbolismo peculiar, pues se trata, sencillamente, de una casa de familia donde los roles enraizados en cada género se conservan a la perfección. Como es obvio, ni la niña que se supone dueña del espacio de confinamiento ni el padre encargado de "vigilar" a la protagonista se muestran como personajes autónomos, con capacidad de movimiento y decisión. Aún más, Russo no imprime diferencias importantes entre las privaciones que se le imponen a Germana y las que padece su prisionera. Con ello, además, se le resta poder simbólico al personaje encargado de reprimir, frente a aquel permanentemente vigilado. En esta obra, ambas funciones se confunden y desestabilizan los lugares de poder desde donde se ejercen.
De igual forma, cuando hacia el final de La mujer del caudillo, Luisa Cáceres termina encerrada en un convento confiesa que en compañía de la abadesa se siente más segura que bajo el dominio seglar. Demuestra, entonces, una complejidad subjetiva que evitará su incorporación a cualquier archivo histórico. La singularización del significante "mujer" o, en ocasiones, del significante "pueblo" convierte la experiencia vivida y relatada por el personaje en un hecho desconocido para la Historia nacional y, por lo tanto, imposible de medir con los otros sucesos registrados en la primera mitad del siglo XIX. Puede verse en este gesto de rememorar en el encierro, un deseo de revisar los límites del pasado y su capacidad performativa. No por casualidad cuando Luisa es obligada a abandonar el convento, una vez más, se renueva esta idea:

- Rogaremos [La Abadesa y las hermanas] mucho a Dios por tu felicidad, niña [Luisa Cáceres de Arismendi].
- Gracias, buena Madre. Y créame usted que lamento en lo más profundo de mi alma tener que abandonar esta casa de santas mujeres en la cual he recibido tan buenas atenciones.
- Tal vez nosotras lo lamentamos tanto o más que tú, querida Luisa, más aún conociendo tu bondad y las bellezas que encierras en tu alma. Creo así mismo que todas las hermanas estarán igualmente satisfechas de tu comportamiento y de tu colaboración en cuanto a los trabajos realizados últimamente [...] Cuídese mucho, señora. Recuerde que su salud es precaria...
- Gracias, gracias, hermanas. Siempre os recordaré como una de las pocas épocas hermosas que he tenido en mi vida... Si alguna vez tuviera necesidad de un verdadero reposo espiritual, volveré a este convento (223).

En este episodio vale la pena observar los mecanismos de inscripción testimonial llevados a cabo por la protagonista. En esta intervención, Luisa les abre un lugar al interior de un testimonio individual, tanto a la Abadesa como a las hermanas. Al hacerlo, las instituye como referente de bondad. No hay, dentro de esta representación, una evaluación ideológica, sino moral, lo que -a diferencia de las experiencias vividas entre los militares- desencadena en la protagonista el deseo de volver a esa alternativa de encierro. Ciertamente, la caracterización de Luisa, en este caso, está más referida a su hacer -aunque presumiblemente se trate de labores domésticas similares a aquellas leídas como tortura en Santa Rosa- que a su ser. En este proceso, tanto las hermanas como "la mujer del caudillo" dejan claro que la constancia de su probidad no está contenida en el territorio desde donde se mira, sino en aquél desde donde se es mirado.
Así pues, a contrapelo del discurso historiográfico, la protagonista establece que solo estará en capacidad de recordar un texto con pretensiones de credibilidad, más emocional que racional y que dé cuenta de una subjetividad más digerible, lo que equivale a hablar de una identidad menos monolítica, menos universal y menos concluida. Es decir, si bien de esta novela puede desprenderse que no existe una "verdad histórica", también se puede deducir que cuando las subalternidades negocian directamente con su propio pasado, llegan a erigirse como sujetos memorables, como individuos legibles cuya cotidianidad es traducible para los registros de la intelectualidad.
Ciertamente, ni el encuentro ni la interacción de Luisa con el grupo de religiosas son relatados con detalle, quizás porque no se trata de una materia susceptible de ser discursivizada; sin embargo, se señala su presencia a manera de un nuevo ethos que determina esta recuperación de la memoria. Pese a que en este episodio asoma algo de la ética cristiana empleada políticamente en la década de los cincuenta para reinscribir a la mujer escritora al interior del hogar, el resto de la obra da cuenta de dos subjetividades disonantes con este patrón de conducta: un sujeto femenino autorizado a fijar la memoria, como Luisa, y otro que, un siglo después, escribe "como un hombre letrado" y contamina el espacio de la alta cultura con formas que hasta ahora no le eran fáciles de asir.
Curiosamente, la aparición de estas dos identidades desencadena una mayor violencia. En las últimas páginas del texto, la exclusión simbólica ejercida sobre Luisa Cáceres es mucho más frontal hasta llegar a entremezclarse con el disciplinamiento físico, hecho paradójico que provoca una reafirmación permanente de su individualidad como sujeto histórico y de su capacidad para producir discursos de la memoria.
Incluso, podría afirmarse que la presencia de Luisa Cáceres fuera, dentro y más dentro aún del hogar durante el enfrentamiento bélico, le brinda la posibilidad de emitir un discurso acerca de un territorio necesario pero desconocido para la autoridad de su esposo, Juan Bautista Arismendi o, lo que es lo mismo, la lleva a cumplir funciones de cronista que, como tal, debe responder a los intereses del receptor que consume su discurso y del sistema ideológico que lo demanda.
Entonces, la mujer del caudillo concluye su travesía épica como "una pobre niña". Sin embargo, la imposición del relato le brinda la posibilidad de elegir un territorio dentro del discurso, dentro del pasado y dentro de la práctica histórica. La autoridad del cronista, habitualmente fundamentada en su condición de viajero y traductor, en este caso es usurpada por una mujer que dice y, como tal, tiene la posibilidad de revisar categorías fundamentales. No se trata pues de una viajera tradicional que clasifica y ordena un territorio desconocido, sino de una voz errante que se pronuncia sobre hechos aceptados en el imaginario como verdaderos.
Desde esta perspectiva, la novela La mujer del caudillo no constituiría una crónica extra-territorial, sino una incorporación de otras voces y otros significados a un lugar geográfico e histórico definido casi de manera irreversible. Del mismo modo, esta expresión servirá para dejar claro que, si bien cualquier sujeto histórico venezolano debe padecer la construcción de su origen, no tiene por qué pertenecer de manera crítica al relato canonizado en torno a él.
Por ello, es lógico que Russo señale la incomodidad de los sujetos modélicos nacionales ante la emergencia de ciertas heroicidades femeninas. Lo que resulta más expresivo a este respecto es que la autora muestra a Luisa Cáceres como un sujeto reivindicable por la Historia, desde el momento mismo de su liberación. Es decir, empleando los argumentos del ejército patriota -y de quienes lo reconstruían en la década de los cincuenta-, la narradora expone que este colectivo no "representaba" a los venezolanos en su totalidad, sino que pretendía "normalizarlos" a partir de un proyecto político.
Hay pues un distanciamiento de la utopía bolivariana por demás infrecuente para el momento de publicación de la novela de Russo que permite pensar -a la vez- en una nueva ética. Luisa Cáceres de Arismendi, como personaje, se realiza a partir de la experiencia tangible y no desde el discurso de su marido -a quien, por cierto, casi no conoce para el momento en que emprende su viaje-, lo que convierte todo el proceso de enunciación contenido en la obra en un acto de habla, con un tono tan pragmático como el de la reconstrucción historiográfica. Esta "novela biográfica" podría ser considerada entonces un territorio híbrido donde se relata una identidad que, a su vez, ejecuta una serie de acciones para llegar a ser.
El título de la obra se torna inestable, pues hacia el cierre del texto, cada vez más, "la mujer del caudillo" pasa a ser un espacio atópico, dispuesto a recibir discursos y representaciones nuevas. Ciertamente, hasta la última línea del relato, tanto Arismendi como el resto de los personajes masculinos pensarán a Luisa a partir de su adecuación a los modelos de feminidad regentes en el pensamiento decimonónico venezolano. Sin embargo, Russo no solo le otorga al personaje la capacidad de responder, sino que además, recupera la voz narrativa omnisciente que desapareció en las primeras páginas del texto para que, en una suerte de repetición significante, refiera el discurso biográfico tradicional:

Los últimos años de su vida transcurrieron para Luisa en una absoluta paz, alejada por completo de la sociedad y el bullicio, recluida en su gran mansión situada entre San Mauricio y Veroes [...] No quiso saber más del mundo ni de la sociedad, en la cual le correspondía actuar, por principio y en su condición de esposa del general Arismendi; y sólo vivía entregada a su marido y a los suyos.
La historia más verídica de su vida la relataba Luisa a uno de sus yernos, el doctor Mariano Briceño, quien contrajo matrimonio por primera y segunda vez, con dos hijas de ella. Cuando la familia se reunía para charlar en el gran salón del hogar, el doctor Briceño hacíale preguntas, y mientras ella relataba, a escondidas, el secretario, a través de una espesa cortina, iba tomando datos que más tarde le sirvieron para enriquecer la historia de Venezuela (280-1).

En este cierre de la novela se hace más obvia aún la propuesta de la autora que subyace a buena parte del texto y que consiste, principalmente, en trastocar el tono sufriente y melodramático que debía caracterizar a Luisa Cáceres, en tanto heroína épica, en un personaje triunfante que -si bien termina siendo una madre y esposa, como asignaba el pensamiento perezjimenista a las mujeres virtuosas- también se convierte en un personaje con "Historia verdadera", es decir, cognoscible y cognoscente dentro de la construcción identitaria venezolana.
Así pues, este ejercicio de negociación abre un espacio para "la mujer letrada" en la reconstrucción histórica que se llevaba a cabo en la década de los cincuenta en Venezuela. Según lo aquí relatado, la protagonista -y, por extensión, la autora- son las encargadas de historizar estos espacios atópicos, para reinscribirlos en la memoria nacional4.

IV. A la manera de Luisa: la rehistorización de las identidades

El diálogo con las políticas de Estado desde la escritura narrativa -así provenga de un grupo humano estigmatizado o de un colectivo más azaroso que racional- constituye un caldo de cultivo para que las subjetividades (ex)céntricas se fortalezcan y persistan. Estas "escrituras del debate" permiten, además, el desarrollo de morales públicas alternativas contenedoras de un pacto de convivencia renovado, según el cual -la mayoría de las veces- ciertas omisiones que podían parecer despreocupaciones inocentes pasan a ser leídas como actos de violencia epistémica, como incurias que impiden la integración social de subjetividades no heroicas a los procesos oficiales de historización nacional.
En el caso particular de las mujeres venezolanas que se han abocado a reconstruir el pasado de la Patria surgen algunas particularidades dignas de reflexión, cuya presencia, además, ayuda a pensar la obra de Nery Russo como un camino enrevesado donde se da cuenta, al mismo tiempo, de varias generaciones de sujetos femeninos. Por ejemplo, en su trabajo De médicos, idilios y otras historias (2000), Paulette Silva señala que desde el siglo XIX, las venezolanas tuvieron un lugar en la rememoración del pasado, a pesar de ello, aclara que

En la medida en que lo histórico es patriótico, en que la historia se concibe como una manera de representar e imaginar la patria, las mujeres están incluidas a finales de siglo [XIX], si no es que ellas son la representación misma de la república, la patria y sus virtudes, como creo. De hecho, como maestras de las nuevas escuelas que comenzaron a multiplicarse a raíz del famoso decreto de instrucción pública, las mujeres enseñaron historia y geografía para lo cual unas pocas, como Antonia Esteller, redactaron sus propios textos para el uso de sus alumnas. Más aún: los libros escritos por Esteller sobre este asunto, Catecismo de Historia de Venezuela y Apuntes de Historia patria, fueron declarados para la enseñanza de la materia en Venezuela (162).

Miguel Gomes, por su parte, hace un aporte que pudiera parecer contrario al de Silva cuando asegura que "el lugar de enunciación [que] solían elegir las narradoras nacionales [decimonónicas]: es el de la ucronía, donde futuro, presente y pasado son categorías borrosas" (555).
Si se trata de armonizar estas dos posturas, se estaría hablando de un proceso descrito por varios teóricos de la cultura, para quienes la discursivización excesiva de un individuo, si bien puede crear un espejismo de inclusión, acaba por convertirse en una reducción del sujeto a un lugar rígido e incuestionable en el imaginario. Es decir, más que una integración de voces, la relación mujer-patria estaría funcionando como un ejercicio de objetivación de las venezolanas cuya recurrencia se mantiene aún en el siglo XXI.
A pesar de ello, Silva también indica la concepción de un desplazamiento de funciones en apariencia inofensivo -pues solo involucra a un público infantil- pero con posibilidades de registrar la existencia de un sujeto femenino que selecciona, ordena y describe sucesos del pasado, con el aval del Estado. Es decir, el hecho de que una mujer venezolana cuente cómo se fundó la nación que habita demuestra que ella encarna un sujeto de enunciación (autor)izado para trascender las ficciones domésticas. Esto devela, además, que ya desde el siglo XIX existían venezolanas capaces de diseñar colectivos geográficos e identitarios y, desde ese espacio de poder, jerarquizar su propio mapa cultural.
Surge entonces uno de los primeros elementos que particularizan la escritura de Russo y es que si bien pudiera existir un puente entre las autoras de manuales de Historia del siglo XIX y su propuesta de novela biográfica, la reconstrucción del pasado que se propone en La mujer del caudillo aleja a los héroes patrios de su condición militar y, con ello, "civiliza" los orígenes de la nación. No se trataúnicamente de infantilizar las batallas de la Guerra de Independencia o de darle carácter reivindicativo a este movimiento, sino de proponer otro punto nodal para pensar el pasado.
Este texto de Nery Russo se podría leer entonces como una biografía novelada, pero no solo de la protagonista, sino también de la autora. En este libro, una voz femenina reescribe la historia de una mujer-sujeto que, como tal, resulta insuficiente para el mesianismo y para la erudición. Russo consigue hacerlo porque, como lo indica en las páginas preliminares de la obra, ha accedido a la interioridad de la familia Cáceres y, a la vez, porque existe un registro oral que las descendientes de la heroína le han transmitido.
A través de esa mirada cargada de afecto, paradójicamente, se asoma de vez en cuando una distancia analítica que la ayuda a contextualizar la representación de este sujeto en la historia. Al aportar algunos detalles sobre la Guerra de Independencia, por ejemplo, Russo debe abandonar el lugar de testigo del que se ha valido desde el comienzo de su discurso. Este proceso de separación, precisamente, dejará en evidencia que la heroína melodramática improductiva, sufriente y definida a partir de sus relaciones amorosas ya ha dejado de ser la única mujer posible en el imaginario nacional.
En otras palabras, para comprender la figuración de la mujer en la Historia, la escritora de mediados del siglo XX debe tomar distancia de su personaje. Se ve entonces en la necesidad de ausentarse de la narración que la sostiene y dejar claro que ella, como sujeto historiable, es una figura intelectual ajena a la heroína decimonónica. Esta táctica se manifiesta en la separación de los distintos mecanismos empleados en esta novela para ubicar a la mujer en el pasado. Russo, a lo largo de La mujer del caudillo, alterna la percepción de la historia en manos de la protagonista con su voz narrativa, la politización del pasado, atribuida a la Historia oficial que a fin de cuentas se reproduce y la interpretación de los mecanismos anteriores que ella se apropia progresivamente, para -de este modo- contaminar las prácticas performativas que daban origen a la "feminidad" nacional.
Ante ello, se hace posible comprender que este relato lineal, progresivo e, incluso, determinista, si bien en apariencia persigue la valoración de un modelo femenino altamente aceptado por la ética perezjimenista, también procura alcanzar un telos extratextual: el reconocimiento de un colectivo femenino en la Venezuela de mediados del siglo XX, con posibilidades interpretativas y discursivas suficientes para atribuirle a la nación un origen no bélico, no masculino y no militar.
Esta voz señala entonces, con su sola presencia, una fuente alternativa para la identidad, que altera el orden de los acontecimientos y erige la nacionalidad como un hecho precedente a cualquier enfrentamiento fundacional. Es decir, la Guerra de Independencia si bien determinó el principio de la Patria para quienes tomaron parte en ella, no era necesaria ni conclusiva para que otros sujetos identificaran los límites de su nación y se definieran a partir de ellos. La venezolanidad de Luisa Cáceres -y, por consiguiente, la de la voz que la construye dentro de esta obra- no es una herencia de los grandes héroes nacionales, sino que existe de forma autónoma y simultánea a la vida los mismos. Por ello, en este texto no es posible leer una interpretación social de la Guerra, sino un señalamiento somero, su construcción como telón de fondo a otros orígenes, otros momentos y otras figuras.
Es importante tener en cuenta que este universo delineado por Nery Russo no se basa en la existencia de un pasado primitivo ni mucho menos en un territorio ajeno a la idea republicana, sino que está fundamentado en la existencia de una "sociedad humana", que se sabe venezolana, pero que no se encuentra estratificada a partir de una lógica bélica o de un pensamiento militar. Se trata de la representación de un espacio históricamente definible que desnaturaliza la Guerra de Independencia como el origen de la nación, aunque en ningún momento niegue su existencia, su importancia o el carácter estructural de sus protagonistas.
Ante el replanteamiento de las nociones "desde cuándo" y "para dónde", la recuperación de un sujeto letrado que se desenvuelve en medio de una travesía épica sirve en La mujer del caudillo para descentrar la escritura historiográfica y para agenciarse los métodos y la organización de esta disciplina. El resultado es una fabulación que amplía los límites de la civilidad, hasta el punto en que una abuelita viuda, que permaneció buena parte de su vida en el encierro, puede figurar en esta narración.
Si el cuerpo de Luisa Cáceres como sujeto femenino, su propia voz y la voz de la autora que la revive se erigen en este relato como las superficies donde recaen los significados históricos y patrióticos ¿qué posibilidades quedan de leer la nación sin tener en cuenta estas figuras? Es decir, ¿cómo se pueden comprender estas identidades sin inscribirlas y/o derivarlas en/del pasado de la nación? Y lo que es más inquietante ¿cómo se pueden distinguir algunos elementos de la historia venezolana que no hayan sido contaminados por la presencia de sujetos femeninos, civiles y portadores de una discursividad?
La historiografía se reduce en esta obra a la compartimentación de una red de intercambios significantes formulada para reglamentar las identidades posteriores a su creación. De ahí que con esta biografía novelada Nery Russo no niegue la eficacia de este mecanismo, sino que la use a su favor, se permita dar cuenta de sí misma en el campo cultural venezolano de la década de los cincuenta, momento en que el retorno de la mujer venezolana al hogar parecía irrenunciable. O, como se expone en La mujer del caudillo, esta autora recupera la Guerra de Independencia para mostrar cómo, más de un siglo después: "[la hija de un profesor de Lengua o, en este caso, la mujer de letras] viene a conocer las delicias de un hogar colmado de felicidad y alegrías, cuando consideraba ya perdidas todas sus esperanzas de volver a vivir" (278)

Notas

1 Convencionalmente, se le llama perezjimenismo al período de la Historia de Venezuela transcurrido entre 1948 y 1958, fundamentado en la realización de aquello que, el por entonces presidente, Marcos Pérez Jiménez denominó "El Nuevo Ideal Nacional". Rafael Cartay lo resume del siguiente modo: "la transformación del medio físico y el mejoramiento de las condiciones morales, intelectuales y materiales de los venezolanos, apoyado en el reordenamiento institucional del Estado y en el 'planeamiento racional' de sus acciones [...]. En su discurso de clausura de la Semana de la Patria, pronunciado el 6 de julio de 1954, en la sede del Centro de Instrucción de las Fuerzas Armadas [...], hablando entre militares, Pérez Jiménez indicó que la filosofía política del régimen consistía en 'encauzar la acción pública', 'orientar la actividad de la población' y 'formar una conciencia nacional para la grandeza y desarrollo de la patria'" (Cartay 9-10).

2 Como se verá posteriormente, los historiadores referidos por Cova en este texto, se agrupan en torno a una única forma de hacer Historia. Todos se agrupan bajo el signo del conocimiento positivo que hace de sus discursos verdades incuestionables. En este mapa, la influencia de Laureano Vallenilla Lanz es muy representativa, pues las teorías de este historiador, esbozadas pocos años antes de que el texto de Cova fuera publicado, ya demostraban los mecanismos de producción identitaria refrendados en la década de los cincuenta. En su propuesta del "Gendarme necesario", por ejemplo, Vallenilla Lanz (1911) empleó como soporte las teorías evolucionistas para justificar la existencia de caudillos en el país. Entonces, la recuperación de esta figura en la década cincuenta del siglo XX cumpliría dos funciones: conciliar el pasado imperialista de España con el deseo de modernización mimética y, a la vez, legitimar a una figura única como garante de ello.

3 Concretamente, afirma que: "Beltrán Guerrero distingue tres generaciones de positivistas en Venezuela: a la primera generación pertenecen Adolfo Emst (1832-1899), Rafael Villavicencio (1837-1920), Víctor Marcano (1848-1892) y A. Rojas (1826-1894). La segunda generación la forman predominantemente los discípulos de Ernst y Villavicencio, y a ella pertenecen, entre otros, como representantes de una biología positivista, Luis Razetti (1862-1932), David Lobo (1861-1924) y Guillermo Delgado Palacios (1867-1931). El más conocido representante del positivismo histórico es José Gil Fortoul (1862-1943). Fuera del ámbito universitario, habría que mencionar sobre todo a José Zumeta (1860-1955). En la tercera generación sobresalen los sociólogos deterministas Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936), Pedro Manuel Arcaya (1874-1958)y José Ladislao Andará (1876-1922)" (Werz 60).

4 Aunque la década de los cincuenta constituye el territorio ideal para este proceso de des- y rehistorización de la nación desde una mirada femenina y, como consecuencia de ello, periférica, es indudable que en Venezuela existieron desde finales del siglo XIX una buena cantidad de antecedentes de este gesto, manifiestos en voces como las de Lucila Palacios, Blanca Rosa López, Belén Valarino Sucre o Ana Mercedes Pérez, por sólo mencionar algunos ejemplos.

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Fecha de recepción: 19/09/2012
Fecha de aceptación: 06/04/2013

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