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Anclajes

versión On-line ISSN 1851-4669

Anclajes vol.21 no.2 Santa Rosa mayo 2017

http://dx.doi.org/10.19137/anclajes-2017-2121 

DOI: http://dx.doi.org/10.19137/anclajes-2017-2121

ARTÍCULOS

La retroescritura de la historia: Artigas Blues Band de Amir Hamed

The retro writing of history: Artigas Blues Band by Amir Hamed

 

Teresa Basile
Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales - IdIHCS
Universidad Nacional de La Plata-CONICET
terebasile@yahoo.com

Resumen: El auge de la novela histórica marcó el campo literario de la apertura democrática uruguaya en tanto vía para explorar los antecedentes del terror estatal de la última dictadura (1973-1985), por parte de la generación de los años 1960 y 1970, de aquella que se formó al calor de la experiencia revolucionaria y luego padeció el contexto dictatorial. Nos proponemos analizar Artigas Blues Band (1994) de Amir Hamed como un fuerte desvío de aquellas novelas históricas de la posdictadura, por parte de un escritor que pertenece a la promoción siguiente, la que brota en democracia, aunque haya crecido en dictadura. No reescribe el pasado para indagar las fallas de la historia sino que lo retroescribe para edificar un lugar desde el cual deshacerse del pasado, de la “Suiza de América”, de las promesas de la izquierda, de las herencias de la dictadura, para remover violentamente la gris democracia con la fiesta, el deseo, el humor, la música, la creatividad, lo nuevo, lo joven, lo otro.

Palabras clave: Amir Hamed; Literatura uruguaya; Crítica literaria; Siglo XX; Uruguay

Abstract: The rise of the historical novel left its mark in the literary field of the democratic opening of Uruguay while being a way of exploring the causes of State terror during the last dictatorship (1973-1985). This was a major concern among the generation of 1960s and 1970s, who were formed in the heat of revolutionary fervor and later suffered under the dictatorial context. This article seeks to analyze Amir Hamed’s Artigas Blues Band (1994) as a strong detour from those historical novels of post-dictatorship. Although Hamed grew up in dictatorship, he belongs to the generation emerging in democracy. He does not rewrite the past to question its historical failures but instead retrowrites it to construct a place from which to do away with the past, the “Switzerland of America”, of the left’s promises, of the legacies of dictatorship, to violently stir the grey democracy with celebration, desire, humor, music, creativity, the new, the young, the other.

Keywords: Amir Hamed – Uruguayan literature – 20th century – Literary critique- Uruguay

 

1. La reescritura de la historia en la posdictadura uruguaya

El regreso al pasado marcó fuertemente el campo intelectual y literario de la posdictadura uruguaya, la exploración de la historia fue una vía para reelaborar la experiencia y las herencias de la última dictadura (1973-1985), un camino por el que interrogar sus causas o antecedentes. El boom de la novela histórica constituyó todo un signo y síntoma de los nuevos tiempos, que requerían revisar no solo el pasado reciente sino ahondar en el pasado más lejano. Esto se canalizó a través del auge de las novelas históricas, que releen el convulsionado siglo XIX para armar una nueva cartografía de la historia, hilada por los puntos de emergencia de las políticas de la violencia estatal –desde el genocidio charrúa hasta las sucesivas dictaduras–, surcada ya no por los héroes nacionales sino por los agentes del terror estatal, los dictadores y sus esbirros. De este modo reescriben la gesta de la independencia y del progreso del Estado moderno en clave trágica o policial. ¡Bernabé, Bernabé! (1988) y La fragata de las máscaras (1996) de Tomás de Mattos, El príncipe de la muerte (1993) de Fernando Butazzoni, El Archivo de Soto (1993) de Mercedes Rein, Una cinta ancha de bayeta colorada (1993) de Hugo Berbejillo, entre otras novelas históricas, leen a contrapelo la narrativa heroico-progresista de la historiografía hegemónica, señalando sus huecos y quiebres, rescatando las memorias de la barbarie, e intentando así buscar un origen que explique la emergencia del terrorismo de Estado. Rastrean las “fallas” de la historia con una voluntad de reparar, y rescatan los relatos menores de la violencia –que permanecían más o menos ocultos detrás de los imaginarios batllista1 de la “Suiza de América” y del país Modelo– tales como las voces de los indios charrúas, de los esclavos afrouruguayos o de las víctimas del militarismo de Latorre.
Es la empresa que asumen los escritores de la generación de los 60-70, es decir, aquella promoción que se formó al calor de la experiencia revolucionaria, comprometiéndose en mayor o menor medida con sus ideales y acciones, y padeciendo luego bajo la dictadura la derrota de los mismos. El regreso del exilio y del insilio los enfrentó, por un lado, al desafío de revisar los saberes de la izquierda insurgente en un contexto signado por el debilitamiento de la opción armada a lo largo de América Latina. No fue menos importante, por el otro, la necesidad de explicar el perturbador acontecimiento de la dictadura en un país con una sostenida tradición democrática y legalista, una inquietud visible en las preguntas de Alicia Migdal:

¿cómo se formaron las larvas del terror en el Uruguay de fiesta democrática? ¿De dónde salieron los torturadores que fueron con nosotros a la escuela laica, gratuita y obligatoria, y vivieron en nuestro barrio, y en determinado momento imprevisible ‘pasaron al acto’? (Migdal 26).

Todo esto los condujo a un examen radical de los imaginarios nacionales y de las tradiciones culturales, a una puesta al día y una autocrítica, también, de sus propios compromisos tomados en el pasado, a un ajuste de cuentas de cara a las necesidades del futuro que ahora la democracia parecía comandar.
En cambio, introducirnos en la primera etapa de la literatura de Amir Hamed (1962)2 nos permite avizorar algunas de las iniciativas de la generación siguiente, la de los ochenta-noventa, aquella que brota en democracia, aunque haya crecido en dictadura, los jóvenes que emergen en el contexto del fin de siglo y milenio. Acarreando la pesada herencia dejada por las heridas de la dictadura y por el retraimiento de las épicas que enturbian el futuro, arrastrando un pasado devastado e inhabitable que les ha caído en suerte y del cual no fueron del todo actores, ingresan al terreno de una democracia que perciben sin expectativas y falta de relatos. En Hamed hay conciencia de la derrota del proyecto revolucionario del Movimiento de Liberación Nacional (MLN) Tupamaros en tanto constituye lo dado, la meseta en la cual están situados, pero no hay crítica ni menos autocrítica de un pasado en el que los miembros de su generación no fueron protagonistas, no hay una evaluación de los errores y fallas de la izquierda ni de la derecha dictatorial, no hay puesta al día ni repaso de los imaginarios nacionales. Por el contrario, es posible advertir el deseo de un corte con ese pasado, que se vehiculiza a través de dos intervenciones. Por un lado, Hamed configura en sus ensayos un nuevo relato en torno a la pérdida del universo de los sesenta-setenta y la emergencia de otro nuevo y desconocido, un umbral que oficia como incipit de su escritura, como demarcación de un locus de enunciación para sus propios textos. Por el otro, a contracorriente del revisionismo por parte de la promoción anterior, propone en sus novelas históricas un juego irreverente con los saberes de la historia, para diseñar un espacio inapropiable, para edificar un territorio desde el cual proyectar los deseos y los relatos de los jóvenes, para dar lugar al pulso expectante de lo nuevo –un derecho y un desafío de toda generación que asoma.

2. La retroescritura de la historia en Amir Hamed

En 1994 Amir Hamed publica Artigas Blues Band3. Cuatro años más tarde reúne en Retroescritura (1998) una serie de ensayos escritos desde 1992, varios de los cuales aparecieron (entre 1993 y 1995) en “La República de Platón” –suplemento cultural del diario La República. A ello hay que añadir otra serie de artículos publicados en Insomnia. Ambos textos –ensayo y novela histórica– pueden ser leídos en diálogo ya que la peculiar lectura de la historia que Hamed ejerce en la novela se comprende a partir del concepto de retroescritura que acecha en sus ensayos. Se trata de una máquina de escritura con sus propios mecanismos y lógicas. Vale la pena copiar su definición:

Retro: Re de volver a presentarse. Pero se da un Tro de volverse, de dar vueltas, de dispersarse. Un tro de disipación, de obstinada ausencia de norte –o de pasado. Un tro que hace del ayer un juego, propio de un lugar sin pretérito. Un tro básicamente advenedizo, semoviente o nómade, vagabundo o errante, como se quiera, cuyo sitio único está fuera de todo sitio, incómodo con la mayoría de los géneros. (Letra que se muda o letra mutante). Un tro que imita poco al mundo, que apenas lo deriva (Hamed Retroescritura 164).

De este modo, la retroescritura pone en juego dos mecanismos: el “RE” implica volver al pasado, recobrar sus textos, volver a presentarlos, activarlos en el presente; el “TRO” es la práctica mutante frente a ese pasado, el efecto de dispersión y desviación inscripto en el juego que baraja sus significaciones. Esta práctica desvía el sentido del logos (del padre), lo pone a vagabundear en sus derivaciones dispersantes y en sus reagrupamientos advenedizos, desarma las distinciones genéricas para confundir sus gramáticas, mezcla los materiales nobles e innobles, cultos y populares, introduce las diversas lenguas, idiolectos, jergas y grafías en la lengua madre, y captura al pasado para instalarlo en el presente, despreterizándolo en el juego citatorio sin origen ni teleología. Emprende, también, una guerra contra el Estado y sus variantes, el Espíritu, la ciudad, las letras sedentarias, las gramáticas lineales, los géneros literarios cristalizados. En esta línea se advierte que el trabajo de Hamed sobre la historia se distancia notablemente de las novelas históricas publicadas en la posdictadura que mencionamos anteriormente, Artigas Blues Band es su contra-versión. No viaja al siglo XIX como espejo donde reflexionar sobre las causas y antecedentes de la última dictadura, prefiere resucitar a Artigas para activar su vector subversivo en el presente. Ya no se trata de indagar los antecedentes de la violencia del terror estatal ni las fallas de la historia, sino abordarlo para desarticular sus sentidos, para desarmar las diversas apropiaciones que se han hecho y a partir de esa borradura, poder escribir un texto propio. Retroescritura puede leerse, entonces, como un emblema teórico de la revisión de la historia, como la construcción de una máquina de escritura que se ejercita en la revisión del pasado (RE) desde el desvío (TRO) de su teleología4.
Artigas Blues Band resulta, entonces, una retroescritura de la historia de Artigas que monta desde la “leyenda negra” una máquina de guerra contra el grafo sedentario, contra las apropiaciones de la historia, contra las memorias de la pedagogía estatal e incluso contra las búsquedas genealógicas de las fallas en el pasado nacional. En este giro se opone a la tendencia de las novelas históricas de la posdictadura uruguaya. Hamed cita un ciclópeo conjunto de textos sobre Artigas proveniente de las fuentes más diversas (desde los liberales argentinos a las canciones de Rada) y los pone a frotar en una textura desbordante que no hace caso de las filiaciones políticas ni de las querellas historiográficas5. Es el duende que viene a jugar y confundir los saberes heredaros del Padre (del padrenuestroartigas), desterritorializando la letra estatal y los ordenamientos del archivo nacional, en especial, aquellos que hicieron de Artigas la viga maestra del entero edificio de la Suiza de América6. No pretende instituir un nuevo orden, sino confundir, rayar, borrar, limpiar para dejar la página en blanco, para desentenderse de la herencia intratable y deshacerse de la maldición del pasado reciente, dejada como un presente griego a la generación nacida o formada en dictadura.
La novela narra alternativamente varias historias que se deslizan, se cruzan, interfieren entre sí, se mezclan. Se inicia con la “cachetada justiciera” que una prostituta propina a un macró en Plaza Independencia bajo la estatua ecuestre de Artigas, quien entonces decide iniciar sus andanzas acompañado por su fiel compañero Ansina. Ya no se trata de regresar al pasado para explorar sus saberes ni de fraguar una mirada revisionista sobre el héroe, ni de apelar a la historia como magistra vitae. El texto se inicia con un acontecimiento que perturba y sorprende, que nos desacomoda: en lugar del consabido regreso al pasado de las novelas históricas, Artigas es traído al presente, se lo despreteriza. Además, se lo saca del mausoleo construido en su honor por la dictadura militar. Por otro lado, esta escena es parte del sueño de Ariel, producto de la pérdida de un trabajo académico que un virus búlgaro destrozó en la pantalla de su computadora. Ahora se decide a escribir una novela sobre el héroe oriental. El origen de la escritura, de la literatura, se encuentra en el sueño como alternativa a la grafía institucional del mundo académico. El virus es el régimen de esta retroescritura que a un tiempo vuelve al pasado (re) para borrar la letra muerta de la historia, del estado, de la academia, de la novela histórica, sin reponer otro logos alternativo sino un continuo desvío y desvarío (tro).
El relato discurre, entonces, a través de dos vectores: la historia que Artigas emprende de nuevo reescribiendo –retroescribiendo– su propio pasado, y las aventuras de Ariel, Gustavo y Pedro. Ariel –en Nueva York– decide sabotear un congreso universitario con la ayuda de Gustavo y en nombre de Artigas; al mismo tiempo, inicia su novela sobre el héroe. Desde Montevideo, Pedro organiza una célula subversiva llamada “Leyenda Negra”7, dispuesta a atacar las estatuas y demás iconos del padre de la patria, y a cambiar los nombres y orientaciones de las calles montevideanas (en un proceso de desterritorialización). De este modo, la narración estará en boca de diversos personajes: Artigas, su compañero Ansina y su amanuense Barreiro junto con Ariel, Gustavo, Pedro y sus respectivas mujeres, Ana, Susana y Leda, en una cronología muchas veces desarmada.
Producto del sabotaje al Congreso universitario, Ariel queda cesante y con sus papeles sobre Artigas decide regresar a Montevideo. En la capital uruguaya ya se hamontado una contraofensiva del gobierno a cargo de Juan José Artola para descubrir y desbaratar al grupo subversivo. Apenas arribado, Ariel es sorprendido por Artola con los manuscritos sobre Artigas. Prisionero, será Pedro –fingiendo apoyar a Artola– quien lo torture hasta convertirlo en un vampiro para finalmente abandonar la ciudad en viaje hacia Argentina. Pero antes Pedro continúa y profundiza los ataques de su banda. Por su parte Gustavo monta, a pedido de Pedro, una filial del grupo subversivo en el extranjero, a fin de extender el accionar corrosivo de Leyenda Negra por varias ciudades europeas. En su meta final, el desierto egipcio, contempla el fin del mundo y el comienzo de una “buena nueva”.
En esta trama Artigas Blues Band explora sin distraerse y hasta la exasperación las posibilidades de la escritura. Nada cae fuera de ella. Las aventuras y desventuras de Artigas trasiegan el interés de su verdad histórica hacia los avatares de la escritura en una trama que lee “los parajes porque discurrían” como el trayecto de los signos. Los personajes, de una u otra manera, leales o traidores, no pueden escapar a su condición de escritores. Éste es el hilo que mi lectura propone: anudar en la exuberante textura de Artigas Blues Band las andanzas de la letra, el acontecimiento de la escritura, los desbarajustes del archivo, las figuras del escritor. Resulta complejo dirimir la relación entre la dimensión histórica de Artigas y la reflexión sobre la escritura. De ningún modo considero que Artigas Blues Band conciba el relato de Artigas como símbolo, metáfora o alegoría de la escritura; por el contrario, el itinerario del héroe oriental es, en sí mismo, un modo de escritura que se desenvuelve a través del éxodo, la derrota y la peste como acontecimientos a un mismo tiempo de la escritura y de la historia.
El punto inicial de esta aventura se origina en el éxodo artiguista, en el vacío como abandono del principio de realidad y comienzo de la invención, de la ficción: “yo inventé este país cuando me los llevé a todos al éxodo, lo vacié” (Hamed Artigas 13). Lo “real”, aun la ficcionalización de lo real, en Artigas Blues Band se nos retacea una y otra vez en un comienzo que, luego nos enteramos, no es más –ni menos– que el sueño de Ariel. A este sueño le sigue la voz de Ariel que habla desde la duermevela del que aún no ha despertado y sólo despertará para convertir su sueño en ficción, que será novela dentro del diario de Gustavo quien asimismo recoge otras escrituras sobre el héroe.
Por su parte, Artigas se convierte en el primer escritor uruguayo en una escena en la que se niega a refrendar los límites de lo real: “abandoné el colegio de los franciscanos, después de arrojarle un tinterazo al cura porque me negué a escribir una plana que dijera Non Plus Ultra, porque de haberlo hecho, de haber rubricado esa frase, no hubiera logrado renacer” (13). Pero el éxodo no es solo vacío –o, quizá, precisamente porque es vacío–, destila una sustancia corrosiva para los pretendidos Principios, contiene un virus que ataca a la letra, desparrama la peste que contamina la integridad de los significados. La escritura como virus, borradura, peste y violencia subversiva de la letra es el legado de Artigas: “y cuando decidí morirme, la peste llegó a mis descendientes” (13). La escritura se abre, entonces, a las posibilidades situadas más allá de un pasado clausurado y de un futuro formateado, hacia un porvenir inaudito, no digitado por el pasado, sino indecible y abierto al riesgo de lo que viene, a la página incierta, montada para esta generación de jóvenes escritores (a la que pertenece Hamed) atrapados entre la derrota de la épica de los sesenta, la experiencia traumática de la dictadura y la opaca democracia.
La escritura expone la lógica del vacío original que sólo tolera la reescritura incesante (re), el arte de borrar el padrenuestroartigas para volver a comenzar en el éxodo continuo de los principios, la mutación que vuelve al pasado para dispersarlo (tro). Dos imágenes de la letra: como sangre, semen, flujo menstrual, tinta –en definitiva, el flujo del deseo–, o como coagulación, cristalización. Apuntan a dos modos de entender la temporalidad: la historia como monumento reitera el pasado en la contigüidad sin distancias de la memoria cincelada en el mármol –conmemora–, es conservacionista o, en el mejor de los casos, tolera un nuevo perfil sólo para reinscribirlo nuevamente en letras de molde; la historia como retroescritura estropea la temporalidad progresiva, despierta al héroe y lo pone a andar, coloca la historia en la apertura indefinible del futuro –“Sí, mi general, todavía hay historia por hacer” (10)–, la sitúa en lo posible, contra el principio de realidad, en la ficción –“porque hay historia para escribir” (10). Ansina le muestra el camino a seguir “hasta que lleguemos a los parajes donde lo quiero llevar, donde se gestan las pesadillas del prójimo, donde pocos pueden llegar, donde todo lo que no es Historia puede volver a empezar” (14). Esta ficción parece situarse en el “fin de la historia” (el que supo difundir Francis Fukuyama pero también el que percibieron los jóvenes que despertaron a la política con el inicio a la democracia en Uruguay) para preguntarse: ¿cómo es posible volver a empezar la historia una vez que se terminó, cuando la revolución fracasó y la democracia no parece ofrecer demasiado?
En principio, se trata de desarmar la lógica del monumento, irrumpir para disgregar la letra muerta de la conmemoración, borrar el epitafio del mausoleo de Artigas: “todos querrán decir que usté está muerto, muy muerto, para eso en la dictadura le hicieron este mausoleo [...] y todos han estado de acuerdo en enterrarlo con piedras y tinta panegírica a usté que fue el Anticristo de tantos” (11). Artigas Blues Band desarticula la conmemoración de la batalla de Las Piedras y es justamente Pedro (Petrus, petra, la piedra) quien la pulveriza en la fiesta, en el juego del truco y del ajedrez, en el baile para escapar a la repetición, para dar lugar al otro ilegible bajo la sugestiva incitación de la letra de Jaime Ross “lo que no te di”. La conmemoración como una cita que repite es la huella estéril a la que Artigas quiere escapar: “Ya saldrán de eso, se decía Ansina [...] era un buen pase para salir de la repetición a la que podían quedar condenados” (82). Pedro se niega a asistir al acto escolar de la fecha patria, se niega a la repetición del cuadro de Blanes que asegura la clemencia artiguista y prefiere organizar una peregrinación a Las Piedras para ir “a bailar y a tocar alrededor del monumento”. El festejo de la batalla con una fiesta es el principio de la acción subversiva. También Artigas, que se niega a repetir la batalla, prefiere –como los otros– ir al baile para enamorar a Rafaela Rosalía Villagrán: “voy a intentar –por lo menos a intentar– la forma última del destino, que es la felicidad” (82). En sintonía con Pedro, Ariel y Gustavo planean boicotear la conferencia en los claustros de la universidad norteamericana, mientras descreen de la clemencia de Artigas con los vencidos. El baile, el cuerpo, el deseo, el eros y la felicidad arrecian con los valores tanto de la épica austera de la militancia política de los sesenta como aquellos del imaginario iluminista, racionalista y austero de la mesocracia uruguaya, definidor del pequeño país Modelo del batllismo. Introducen así la cultura disruptiva de los jóvenes dionisíacos.
Miguel Barreiro, el amanuense de Artigas, quien transcribe sus cartas, pone en escena la figura del escritor copista como traidor. Quien no sabe leer traiciona la índole plural del signo, desconoce, en fin, el arte de escribir8. Miguel Barreiro solía copiar las cartas que Artigas siempre dirigía a otros, nunca a él, por eso ignoraba las destrezas del lector y por eso fue incapaz de leer la carta que por una vez Artigas le dirigió a él, convirtiéndolo repentinamente en lector inexperto. Fue su mala lectura la que lo transformó en traidor a la lengua y sentenció su muerte. Pero ahora Miguel vuelve a recomenzar su práctica de copista para convertirse en “escriba”, para entender lo que Artigas demandaba de él, para cambiar su destino y el de la letra en la práctica del arte de borrar para, por primera vez, cambiar –mutar– una de las palabras que Artigas le dictara y así leer, releer: “Una frase que Miguel, recogiendo un papel nuevo e inmaculado acomodó –tal vez por fuerza de costumbre– en letras de su mejor caligrafía, pero que modificó” (130, la cursiva es mía). Barreiro no conocía el guaraní, no podía traducirlo y por eso ignoraba la estrecha relación de Artigas con los indios, no alcanzaba a leer las palabras que el general marcaba en la cabeza de sus indios9. Porque no supo leer la pertenencia de Artigas a los indios que Barreiro quiso pactar con los porteños. Esta relación con los indios (en tanto hordas, salvajes, errantes que impugnan el orden y los límites de la Nación) es una de las principales lecturas que la novela hace de Artigas10.
Si la escritura parece jugar su lugar entre la marca que fija y la borradura, entre el surco de lo escrito y la mancha que disemina, diseña entonces un lugar imposible, contradictorio, paradojal, por el que pelean Artigas y Ariel. La letra que se quiere inapropiable, se corroe a sí misma. De allí que la gran escena de la escritura sea su fracaso, su derrota, mientras que su utopía es el arte de borrar. La derrota artiguista se inscribe como mancha del elegido en su cuerpo (“la mancha delataba mi derrota de entonces”, 57) para volverse vacío, borradura y principio de la escritura (“Esa fue nuestra victoria”, 58). Cuando Ariel se decide a iniciar su novela sobre el héroe, un apagón en Nueva York le borra su primera página, lo convierte en otro derrotado: “Susana era infatigable para estimular al derrotado” (60). Así como Barreiro estropea las letras de sus cartas con las manchas de tinta, Pedro no logra definir los trazos de su himno a Artigas cuando la vela se consume y en su torpeza desparrama la tinta sobre la hoja11. Hasta Peñarol se suma a la derrota sin lograr una marca. El término “derrota” instaura un juego entre la derrota política de Artigas (que dialoga con la derrota de la izquierda revolucionaria uruguaya) y la derrota como derrotero (eventual y contingente, indefinido y expectante) que aquel vacío histórico deja. De nuevo, entonces, esta ficción parece interrogar los posibles modos de escribir luego del fracaso que pesa en las espaldas de la joven generación de los 1980/1990, haciendo de la derrota un punto de partida.
Se trata del poder corrosivo del más generalizado virus de la lengua (“Language is a virus” 121). La utopía artiguista de la letra requiere la sabiduría del arte de borrar: “Nos ha sido dado, finalmente, el arte de tachar de una vez, con un solo golpe de pluma [...] Borrar, Ansina, pero con arte” (66). Artigas procura borrarse a sí mismo como principio de la nacionalidad, como nombre del padrenuestroartigas, como marca identitaria en la didáctica escolar, para así poder renacer continuamente: es el pasaje del sujeto pedagógico al sujeto performativo, para decirlo en términos de Homi Bhabha (Bhabha 175 -209). Artigas rehúye el festejo de su natalicio, ni nacimiento ni muerte, sino el renacimiento continuo sin principio que lo anteceda y sostenga; “ni gallina es ni verbo” en el juego de Brahma, no tiene territorio propio en el vagabundeo del significante12, y niega el libro de la Constitución escrito “en lengua de nitidez” (100). Reconoce en el arte de borrar el lugar imposible de la utopía de toda escritura y es en la tensión con el surco de la letra, es en la pelea que sostiene con Ariel y su intento de fijarlo en una novela donde se dirime la posibilidad de esta misma utopía: “alguien se arriesga a fijar lo que no se puede fijar en un grafo, me escucha mal para existir un poco más [...] ese hombre puede desoírme y así ser mi mensajero” (101, las cursivas son mías).

Si todo es escritura, la letra apropiada por el monumento y la tinta que fluye auspician órdenes contrapuestos, diseñan diversas cartografías de lo “real”, de la historia, de la temporalidad, deciden dos políticas en pugna de la lengua. El cristianismo fue el inicio de una política de la letra que apresaba lo “real” en una temporalidad contable a partir del año cero, que instituía un “mundo uniformado en tiempo y letra [...] atrapado por la norma de las simetrías” (32) y que, bajo los imperativos de la conquista y evangelización, desembarcó en América “convirtiendo al mundo en una esfera abarcable, el primer gran paso para surcarlo en naves, apresarlo con infernal papeleo de mapas y relaciones, para historizarlo todo, redondo y dócil como la manzana de la sabiduría” (32). La letra que escande la temporalidad en un orden fijado y según un principio trascendente es, necesariamente, una lengua de la conquista y el sojuzgamiento; es la letra de la corona, del rey, del Padre.
Artigas recupera otra matriz, aquella diseñada por Ovidio en sus Metamorfosis, que desarma la política del Principio en el caos y licua la temporalidad progresiva en el devenir constante de las metamorfosis y mutaciones: “Los franciscanos me hacían traducir las Metamorfosis [...] Ovidio comenzaba su historia a partir del caos, y a partir del caos y de cientos de transmigraciones” (32)13. Artigas se levanta con la señal del elegido, del Anticristo, del lobo Fenris para descolocarse a sí mismo como principio fundante de la nacionalidad oriental, como héroe patrio, y recolocarse en las huellas de la metamorfosis, del flujo inapropiable por las políticas de las coronas y de los poderes de turno: “¿porqué, en aquellas horas, fui yo uno de los pocos, casi el único, que repelió todo intento de poner en estas tierras una corona, de inca, de borbón o de quien fuera?” (31). Es en esta trama donde cobra otra dimensión el impulso libertador de la gesta artiguista, el valor subversivo de la letra, que se desentiende de la defensa más o menos ideológica para volverse escritura revolucionaria. La política de la escritura se juega en la escritura y se enajena en la escritura política. Pero para suscitar esta otra lectura es indispensable –Artigas se lo recomienda a Ansina– leer del “revés” (31). La desconfianza y el alejamiento de lo político –en especial de la centralidad que ocupó lo político en la intelligentsia de los sesenta- y la preferencia por las prácticas culturales constituye una de las tendencias de las generaciones jóvenes de las posdictaduras en el Cono Sur.
Ambos órdenes de la lengua obedecen a diferentes linajes culturales, el occidental y el latinoamericano. Las sucesivas metamorfosis de las revueltas libertarias, desde Túpac Amaru a Artigas, y la significación de la derrota junto a la sangre derramada como vehículos para inscribir en la página “la voz infiel del indio”, su sed aún no saciada, constituyen las marcas históricas de América Latina. La estrategia del éxodo le sirvió a Artigas para crear el vacío, la página en blanco donde roturar el relato de la derrota con la sangre de su tropa, para marcar los surcos de la historia propia e inapropiable, incomprensible para el conquistador:

No les dejamos ni pampa blanca ni semillas de ningún color, porque no les dejamos casi gauchos, y casi ningún indio a los portugueses, cuando llegaron, para que no pudieran marcar sobre sus pechos rasgados la señal del vasallaje y del imperio (58).

La textualidad de Artigas Blues Band recupera, en su línea de fuga y en su barroca fagocitación de otros productos culturales, ese carácter inapropiable y mutante14. Hay un continuum de la escritura que fluye y en su fluencia mezcla las voces narradoras de sus personajes, transita por la contigüidad de los espacios, se desplaza anacrónicamente por los tiempos diversos y abre pasajes entre la vigilia, el sueño, la historia y la literatura, desarmando las matrices genéricas. Y el humor muchas veces diluye las fronteras entre diversos tonos del discurso, releyendo la tragedia en clave cómica, la épica como chifladura. La ficción está cruzada por epígrafes, relatos que siguen la trama, documentos oficiales, mitologías, teatro, música, literatura dentro de la literatura, escritura dentro de la escritura, confundiendo y contaminando los diversos registros culturales en un tejido barroco. Esta maquinaria caníbal y recicladora parece devorar el mundo entero, transitar desde el desierto uruguayo al desierto africano, desde el Alfa a la Omega, del Apocalipsis a la Resurrección, recorrer el Aleph en su desmesura. Si en el principio contamos con la letra A, esta provoca una diseminación a partir del (A)rte: Artigas, Aguirre, Ansina, Artola, Artie, Ariel, Adela, Ana, América, Amir (H)Amed.... Porque la A es alfa y es el Aleph, en el sentido en que Jorge Luis Borges lo define: “un Aleph es uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos [...] el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos” (Borges 623). Artigas, según parece, lo leyó:

Antes de partir había que hacer una seña, y dejaron marcada en una pared una enorme letra A, sí, Ansina, si este es el Alfa, el Aleph, dejemos que se preparen para Omega, el mundo ha sido cernido para saciar nuestra sed (Hamed Artigas 14).

La estabilidad del significado capaz de dar identidad se cuestiona también en el orden paradigmático como una sustitución del nombre propio: Gustavo, por ejemplo, que recibe desde el comienzo los apodos de Vishnu y Moe, ingresa en una acelerada carrera que desorbita su identidad en múltiples nombres. La estructura de la novela instaura el recorrido del revés al comenzar por el diabólico capítulo 6 e ir descontando hasta el 1 que es, a su vez, punto de arranque del 11, su reiteración al infinito, el principio de las metamorfosis. Las mutaciones parecen debilitar los límites de las palabras, que pierden su integridad en un devenir constante del juego: María Pía/Ana/Mariana; Camel/camello; Castor/Coster...
La escritura como escape al sentido definitivo, como huida a la inmovilidad del significado y a la plenitud fundada y fundante, es el combate que Pedro libra con la creación de una organización subversiva, Leyenda Negra. En principio, se trata de explorar el fundamento de la palabra, su trascendencia, “la eterna cruz de madera (que) sostiene la tierra”; y nadie mejor que él que ha nacido como Pedro –“tu nombre es piedra y sobre ella construirás mi iglesia” (90)– para invertir su propia identidad, para pulverizarse. Pedro emprende un recorrido por las creencias, religiones e idolatrías de los uruguayos, los testigos de Jehová, las ofrendas de los Hari Krishna, la promesa “rigurosamente evangelista” de una empresa para cambiar la vida de sus adeptos, la no menos fanática idolatría por Artigas. Incrédulo frente a tanta creencia, leyendo la vacancia detrás de la fe, prefiere el juego gratuito del casino y allí gana el dinero con el que enfrentará la incapacidad de sus congéneres para “no esperar realmente nada” (89). Sustituye, entonces, la trascendencia del significado por el juego intrascendente del significante, sustituye a Cristo por Brahma.
Pedro se decide a refundar, en la tradición de los Tres Chiflados y de Brahma, en la liviandad del juego: “lo más atractivo era la irresponsabilidad de que él había hecho todo eso, el mundo, jugando, vaya cosa” (102). Una de las primeras acciones del grupo subversivo consiste en –al mejor estilo de los tres chiflados, que apuntan sus brazos hacia tres direcciones diferentes– cambiar el sentido de las calles y confundir sus nombres. No se trata de una célula terrorista sostenida en un ideario político ni en la austeridad moral ni en la voluntad por crear un mundo mejor: se separa de la guerrilla de izquierda de las décadas anteriores proponiendo una vasta confusión, la subversión del significado como totalidad dada, el humor, la carcajada y el disparate. Leyenda Negra se ocupa, en nombre de Artigas, de pintar con grafitis las paredes de Montevideo y pintarrajear los rostros marmóreos del prócer, travestirlos. Es la horda salvaje, bárbara, que irrumpe el espacio estriado de la ciudad para volverlo liso, es la banda de Artigas (Artigas Blues Band) que desterritorializa los iconos fundantes de la patria para retroescribir el pasado, una caterva de bandidos recorriendo la melancolía de los noventa con sus blues.
Si una de las estrategias de la escritura en el poder es contener su fuerza en la petrificación del monumento, otra de ellas será lo que la frase coloquial certeramente define como “tapar la realidad”, encubrirla con una prótesis (Derrida). La carpa con que el gobierno enfunda el increíble suceso del despertar quijotesco de Artigas cumple acabadamente esa función. También Artola se dedica a recubrir los vacíos, convirtiendo al lenguaje mismo en una prótesis que pretende ocultar su propia condición: detrás de la prótesis se encuentra el vacío del significado trascendental, la vacancia del Padre y, por eso mismo Artola también oculta su impericia de padre fracasado por el abandono de su hija, su incapacidad para escribir en ella el nombre de lo sagrado –la prótesis– “María Pía” (los otros, Ariel, Gustavo, Pedro, parecen no tener padre, y el padre de Susana se llama, curiosamente, Artigas).
La propia condición de Artola radica en “pasar oculto” (117), en tramar la ofensiva desde el sótano de una oficina, en instaurar la prótesis de Artigas cuando descubre que falta su busto: “Logró, gesticulando profusamente, que, mientras tanto, pusieran algo en su lugar: una especie de mampara, una oscura prótesis contra el vacío; detrás del implemento, puede sospecharse, se esconde el busto” (144). Entonces Artola opera, sin quizás advertirlo, la inversión de su propio accionar, cayendo en la trampa de toda prótesis que, al cubrir el vacío, lo revela. Emplea la misma lógica con su hija Adela: recorta en las fotos familiares su rostro, le niega entidad para reclinarse en el sosiego de lo familiar, pero el corte revela que ella falta y con ello su propia falla, desatando inestables vaivenes15. Su propio nombre también parece una prótesis de Artigas porque también se llama José, José Artola.
Leyenda Negra constituye una maquinaria de guerra que erosiona toda arquitectura sin reponer nada en su lugar, emplea tácticas erráticas, renuncia a todo impulso emancipatorio, subvierte desde el nihilismo. Artola –dedicado “a la superación espiritual” (143)– no teme a las diversas sectas religiosas que se corren de la norma cristiana porque forman columna con lo mismo; en cambio, “estos otros, estos nihilistas desaforados, sí son un peligro. Nada predican, nada esperan, y atacan violentamente la tradición” (144). Luego de trocar los nombres de las calles y pintarrajear paredes y bustos, Leyenda Negra asume hasta sus últimas consecuencias la rebeldía satánica, la violenta trasgresión de las normas para llevar lo conocido a la conflagración final, a la subversión total que espera el fin del milenio, el fin de los tiempos y dar nacimiento así a la bestia que Pedro incuba en el vientre de Ana, para que, definitivamente, lo monstruoso advenga como una letra indómita, la letra del vampiro. En esta tónica, Leyenda Negra profundiza sus estrategias. Desde la “leyenda negra”, Artigas deviene monstruo, “ogro”, vampiro, la alteridad irreductible –sin principio ni fin, sin genealogía– que demanda toda retroescritura.
Pedro se deja atrapar por su enemigo Artola invirtiendo los roles, confundiendo al perseguidor con el perseguido. Y es que de eso se trata: de confundir, de desarmar las antinomias, los binarismos, de leer en el signo lo que éste rechaza, su otro oculto o expulsado del sí mismo. Es el modo en que Pedro escribe, en que Pedro lee: traslada el significado a su contrario instaurando la más absoluta ambigüedad, aquella que no se puede dividir, dirimir, desambiguar. Para resultar atrapado por las fuerzas de Artola, decide escribir grafitis que copia frases latinas –“Quo usque tandem Catilina” y “Cave canem”– y que merecen la erudita interpretación de Artola16. Pedro escribe este grafiti debajo de otros, blasfematorios, dirigidos a Artigas, y en este cotexto la cita adquiere el significado –explicado por él mismo a Artola– de una defensa contra quienes quieren traicionar y cometer un magnicidio con el héroe patrio. Asume el lugar de Cicerón y atribuye al perro el valor de la fidelidad. Pero, sospechamos, Pedro no cita para duplicar, para copiar, sino para contrabandear un sentido otro que la ambigüedad de la lengua autoriza: el que trama el magnicidio   –Catilina– sería Pedro, que intenta liquidar la imagen de Artigas como Padre, padre de la patria y de la univocidad del signo, y en este sentido es efectivamente fiel como el canem a Artigas, no a la imagen paterna sino a su potencial devastador. Pero también el Cave canem –cuidado con el perro– es una advertencia y es una pista que lo liga a ese poder corrosivo asumido por Leyenda Negra (recordemos a “los perros cimarrones” que aludían a las tropas de Artigas). En estas idas y venidas por sentidos opuestos, que se incluyen a sí mismos desbaratando sus límites, se explora la ambigüedad raigal de la escritura.
Esta estrategia aquí analizada a partir de una cita que Pedro cita pero no copia, puede extenderse a la entera novela, en la que cada significación parece incluir su contrario. Nombremos algunos casos: el fin del mundo como principio del mundo; la catábasis y la anábasis –el descenso al infierno de Lope de Aguirre y el ascenso volátil de Ariel, genio del aire, convertido en vampiro–; la figura de Artigas como aquel que funda destruyendo. Esta ambigüedad también opera constantemente en las citas que la novela hace en sus epígrafes como, por ejemplo, aquellos fragmentos en los cuales un historiador critica la figura “bárbara” de Artigas y que, sin embargo, la novela recupera invirtiendo el sentido.
Concitar “relaciones peligrosas” entre los términos, entre las citas, entre los textos, entre los personajes, entre los valores es la tarea predilecta del vampiro, de Satán, que todo lo confunde. Si la escritura se ofrece ante el vacío como inevitable citación de otros textos, entonces el vampiro se convierte en la imagen del escritor latinoamericano que succiona el entero archivo de textos no para copiarlos sino para regenerarlos o degenerarlos, para estropearlos en el teatro que Pedro edifica a la medida de un infierno dantesco en cocoliche y digitado por la sabiduría milenaria de su portero, Klaus Kinski-Nosferatu-Lope de Aguirre. Allí arriba Artigas acompañado de su fiel escudero para, en una experiencia de anagnórisis, reconocerse en la estirpe infernal del quiróptero americano. Se trata de la tradición calibanesca, canibalesca y antropófaga delescritor latinoamericano, quien arremete contra su condición de colonizado devorando los textos de la cultura universal, del padre conquistador, no para repetirlos sino para confundirlos, traicionarlos, invertirlos con descarada irreverencia y articular allí su propia voz de escritor maldito y maldiciente. Desde el Manifiesto antropófago (1928) de Oswald de Andrade hasta el Calibán (1971) de Roberto Fernández Retamar, desde el barroco de José Lezama Lima hasta el “El escritor argentino y la tradición” (1957) de Jorge Luis Borges, entre tantos otros ejemplos, esta tradición ha calado por toda América Latina.
Como una puesta en abismo –con ribetes grotescos– se nos muestran los poderes barroquizantes del vampiro americano, acostumbrado a beber, insaciable, de la vasta literatura y a confundir sus textualidades, géneros, lenguas y tonos. En la segunda escena de la sátira de Pedro, se acerca Choderlos de Laclos a pedir explicaciones al portero infernal, pues su refinada literatura –“mes liaisons dangereuses”– se vio entorpecida por el injerto de un texto ajeno, más precisamente de la autoría del mismo portero de múltiples nombres, quien se niega a enmendar tamaño barullo: “Pas possible. Siempre ha habido y habrá mucho azar” (170). Y entre los poderes que pertenecen al vampiro no sólo está la sed insaciable, sino también la “infección”, la peste que contamina la literatura, y en especial la latinoamericana. La rebeldía de Satán –y su serie de acólitos–guía la insurrección de los signos contra lo legible, afán que esta novela persigue y cuya condensación puede leerse en la abigarrada mixtura de la sátira demoníaca de Pedro, para quien “la más frugal de las novelas” debe asumir “el demonio”, ya que “no se escriben novelas sobre el padre” (154).
Los ataques subversivos de Leyenda Negra se vuelven, cada vez, más osados. Nilo y Roberto-Des Esseintes matan a Leda, la esposa de Gustavo y se convierten en criminales. El escritor y su banda se revelan homicidas del cuerpo de la letra17, asesinos desinteresados (184), inaugurando el derrame de sangre y tinta ya ilegible del vampiro18. Ariel, quien procura escribir la novela sobre Artigas, adviene un vampiro como término final de las metamorfosis de la figura del escritor, animal voraz y desorbitado que desparrama su tinta volátil.
Gustavo, acatando órdenes de Pedro, emprende una suerte de peregrinaje religioso por aquellas sedes de monstruos –las iglesias góticas, la ciudad gótica de Barcelona, el museo de cera, el golem de Praga– para arribar al punto de inicio y sostén último, el desierto (que también alude al desierto uruguayo-oriental), como el espacio natural de la horda salvaje. Allí advino la letra como Ley del Padre divino: “En un lugar como este [...] se le apareció a Moisés un dios atronador y alfabetizado, que le entregó unas tablas para que hiciera planas” (238). Desde luego que la intención de Gustavo es subversiva, destruir la letra en tanto Ley, ir al espacio del origen de la escritura para acabar con su mandato, para recomenzar una grafía propia y liberada de tutelas y garantías paternas. Su tendencia de piromaníaco lo lleva a quemar el busto de cera de Artigas en el museo de Madrid. Poco antes de llegar a su destino final, mata al camello que lo había conducido (recordemos que el camello, al contrario del buey, es un animal nómade) y recibe el último mensaje de Pedro, cifrado en un billete de dólar, poco después de que Mariana le haya robado su tarjeta de crédito:

Te diré que, a pesar de lo parco y verde, tu último mensaje ha sido bastante barroco. Un billete de dólar hoy es una reliquia, no hay dudas y eso lo puedo entender [...] En el borde de abajo, el archisabido In God we trust. Me dejaste una reliquia devota y te llevaste mi perdurabilidad crediticia, te quedaste con mi eternidad de pecador de la Gold Card. Además, en el billete está todo: el ojo de la esfinge y la pirámide. Claro, si siguiera hacia oriente, como yendo hacia Aggartha o Jerusalem [...] me encontraría con las pirámides, y con el Nilo, y tendría que recordar que de su limo se hacían los primeros papiros. Tendría que recordar que los egipcios hacían barcos de papiro y cosas por el estilo: Tendría que hacerle dos o tres preguntas a la esfinge, etc., etc. Tal vez así empezara todo de nuevo ¿verdad? (284).

Entonces, Gustavo se queda a la intemperie sin su tarjeta Gold Card, sin crédito, sin creencias y con el dólar que hace de la fe una reliquia de museo, esperando el fin del mundo para el renacimiento de otro (“un Fiat nuevo” que se sortea en la pantalla del televisor), y escribirá –como Gustavo–, en el revés de los textos, “Buenas Noticias”19.
El contraste de esta novela con el resto del corpus de novelas históricas publicadas en el escenario de la apertura democrática es notable. Artigas Blues Band se enfrenta a la tradición del género para desarmarla, dotarla de un nuevo sentido y abrirle una línea de fuga. Constituye una vía para explorar una de las voces de la promoción siguiente, cuyos miembros se educaron y crecieron en dictadura, sacudidos por varios desencantos y fracasos que no protagonizaron pero sí heredaron, y que carecen de un espacio para habitar y de padres a los que seguir. Se trata de una generación huérfana que debe lidiar con la derrota y el vacío, con el abrupto desmoronamiento de lo que hubo detrás, desde el País Modelo de Batlle y Ordóñez hasta el mundo mejor de los Tupamaros. Generación a la deriva que hizo de ella un espacio para habitar. Artigas Blues Band es una presentación a la sociedad (literaria) de este grupo, a cargo de un conjunto de jóvenes alborotadores; es el debut turbulento de voces emergentes que reclaman un espacio y una escucha; es un rito de iniciación que traza a lo largo de estas páginas un exorbitante y desmesurado parricidio (del padrenuestrartigas), porque ya quieren deshacerse del pasado, de la Suiza de América, de las promesas de la izquierda, de la derrota misma, de las herencias de la dictadura, para asaltar y remover violentamente la gris democracia con la fiesta, el deseo, el humor, la música, la creatividad, lo nuevo, lo joven, lo otro, persiguiendo, como quería Artigas, “la forma última del destino, que es la felicidad” (82)20.
Entre el insilio y el exilio sufrido bajo la dictadura, varios críticos sitúan la emergencia de una generación joven que protagoniza nuevas formas de resistencia subterránea, a la cual Carina Perelli llamó los dionisíacos (Perelli y Rial 87-116). Artigas Blues Band dialoga y es parte de esta “movida de los ochenta”, caracterizada por el despertar de una serie de manifestaciones culturales, a cargo de jóvenes veinteañeros, que abarcaron un renovado movimiento rockero, la escritura de grafitis en las paredes de Montevideo, performing artists, revistas subterráneas, poetas lúmpenes. Sus propulsores fueron Pepi Goncalvez, autora de grafitis, Lalo Barrubia, seudónimo de la poeta Rosario González, Rubén Tani, impulsor de varios eventos y Rafael Bayce, promotor de la movida anti-razzias. Abril Trigo aborda ciertas propuestas en su texto ¿Cultura uruguaya o culturas linyeras?: para una cartografía de la neomodernidad posuruguaya, sumando otros nombres como generación rock, o generación Ausente y Solitaria.
En “La movida de los 80: la ruptura cultural en Uruguay”, Gustavo Verdesio, Gabriel Peveroni y Eduardo Roland recorren ciertas marcas de esta promoción a la que consideran heredera del fracaso de los ideales sesentistas de sus padres. Contra esa herencia político-ideológica, los miembros de esa generación se levantan para declararse huérfanos y apostar a una renovación cultural desde propuestas más estéticas que ideológicas: “La lucha armada fue un fracaso, el socialismo real un fracaso, el modelo tradicional un fracaso: no había ningún modelo atractivo” (s/p). Se enfrentan en los inicios de la democracia a aquellos que aún soñaban con algún revival, para proyectar algo inédito. En este artículo dice Rafael Bayce:

Son los que yo llamo los neodionisíacos, en el sentido de que liberaron las pulsiones sin ningún control apolíneo. No eran ni nativistas, ni retrospectivistas ni revivalistas. Estaban queriendo emerger sin antecedentes, sin raíces fuertes y sin hacerle caso a las narrativas heroicas y épicas (s/p).

Perciben la restauración democrática como “una ética obsoleta, la cultura volvía a ser la de los sesenta”; sin embargo ellos se reconocen creando una cultura “profundamente nacional”. Se alejan de la militancia política anclada en los partidos –“Habíamos visto militantes fracasar alrededor y teníamos como un raye no militante”–, pero tampoco reconocen estética alguna: “Sobre todo porque no había tampoco ninguna estética atractiva y eso era lo que más pesaba”. Fueron percibidos como “una díscola turbamulta que estaba poniendo en peligro los sólidos cimientos de la cultura uruguaya”.
Abril Trigo aborda la triple producción de la lumpenpoesía (Héctor Bardanca, Eduardo Roland, Diego Techeira, Miguel Ángel Olivera, Daniel Bello, Luis Bravo, entre otros), de los jóvenes rockeros (Los estómagos, Los traidores) y de los grafiteros, que implosiona durante la democracia para asestar un golpe definitivo a los imaginarios del país Modelo acuñado por el batllismo, en el escenario de los ochenta en que las culturas linyeras ocupan la calle mostrando el cambalache de la “otredad interior” tantas veces invisibilizada en la Suiza de América. Estas subculturas emergentes van a proponer diversas prácticas radicales, lumpenizadas, malditas, arrabaleras, soeces, con tendencias anárquicas, que recuperan la cultura lunfarda y callejera, canibalizan la cultura de masas internacional, ocupan la calle con sus performances y grafitis, celebran su propia orfandad con cinismo, desencanto, humor, sátira y burla, despliegan una inusual violencia con prácticas de choque, reniegan de las utopías y se quedan con el instante incierto del presente apostando al carpe diem, exhiben una fuerte pulsión apocalíptica, introducen el hedonismo, emplean revistas, plaquetas, volantes, historietas, botellas en lugar del libro, ensayan poéticas escatológicas, chabacanas, obscenas, ordinarias o vandálicas, mezclan los géneros y confunden los límites entre las diversas culturas. Rabiosamente antipartidarios, reformulan la cultura como arma antipolítica. Son desestabilizadores de la cultura hegemónica y arremeten contra el Uruguay culturoso. No persiguen una identidad ni bandería, sino que habitan espacios inestables, móviles, provisionales; se resisten a toda filiación, vagabundean por el puro deseo inaprensible. Borronean una identidad transeúnte y migrante, anterior y posterior a la ciudadanía uruguaya. Adoptan una estrategia guerrillera con erráticas tácticas subversivas que erosionan la ordenada arquitectura ciudadana con incursiones bárbaras –sostiene Trigo (1997).
Amir Hamed, en Retroescritura, reconoce a un grupo de iguales entre quienes nombra a Gustavo Espinosa, Rubén Tani, Roberto Echavarren, Gustavo Alzugaray y Sandino Núñez (1998: 164) y en Artigas Blues Band arma una banda, la horda de Leyenda Negra, como otro de los perfiles de esta generación de los jóvenes que asolan las calles de Montevideo para desmantelar lo heredado y trazar un camino propio.Esta es la peculiar deconstrucción y barrido que estos jóvenes emprenden, sin volver a reponer un relato emancipador y empleando una violencia desestabilizadora más que performativa (como era la esgrimida por la izquierda revolucionaria al exaltar su capacidad revolucionaria), una furia más cercana a las lenguas violentas, irreverentes, burlonas y desencantadas del centroamericano Castellanos Moya y del colombiano Fernando Vallejo. Desde el foco provisto por la “leyenda negra”, desde el “éxodo” histórico y desde su final “derrota”, Artigas puede convertirse en el emblema del anti héroe de esta promoción.

 

Notas

1 A fines del siglo XIX comenzaron a perfilarse los rasgos que serían característicos del Uruguay moderno y que expresarían su “excepcionalidad” entre los países de América Latina. El impacto modernizador colocó a Uruguay ante un rápido proceso de transformaciones, mientras el aluvión inmigratorio y el crecimiento demográfico reconfiguraron la nueva sociedad. Los gobiernos de José Batlle y Ordóñez protagonizaron este proceso que consolidó el imaginario batllista anclado en las ideas de progreso, la marcha victoriosa del país y el desenvolvimiento de su riqueza; en la importancia de las instituciones democráticas y liberales que celebraban un legalismo sin par en estas comarcas; en la peculiaridad del Uruguay, que lo diferenciaba de los conflictos de América Latina ya que carecía de un fuerte legado colonial y de una cultura indígena o negra capaz de “oponer resistencias” a la civilización. Ello propiciaba su “cosmopolitismo” y lo acercaba a la cultura europea. La experiencia de la última dictadura uruguaya puso en crisis este imaginario (Caetano 1991; 1992).

2 Dejo de lado los textos anteriores como los cuentos de El probable acoso de la mandrágora (1982), La sombra de la paloma (1985) y Qué nos ponemos esta noche (1992), ya que el mismo Amir Hamed reconoce su inicio como escritor a partir de Artigas Blues Band (1994) y los ensayos escritos en esos años.

3 Una versión preliminar de este análisis sobre la novela Artigas Blues Band se encuentra en mi artículo “Mixed emotions, a propósito de la escritura de Amir Hamed” (Basile 2005).

4 Analizo extensamente los ensayos reunidos en Retroescritura en “Retroescritura: el ensayo en los textos de Amir Hamed” (Basile 2017, en prensa).

5 En Retroescritura, Hamed configura la sintaxis de sus ensayos a partir de la “frotación” entre diversos textos (“un frotarse de la escritura con otros textos, como piedras en pos de una chispa”, 23), instaurando un vínculo fundado en una deriva a partir de un significante (por ejemplo el tránsito de la serie de la Pantera Rosa hacia la Peste Rosa del SIDA), en un relato sin ningún centro que va y viene por campos semánticos diversos y encadenados, abriendo líneas, disparando imágenes, sumando textos de otras épocas, para dar cuenta de algunas de las imago del fin de siglo.

6 En Retroescritura, el sujeto de enunciación se corre del lugar del Padre para acercarse a los perfiles del “hermano mayor”, del “duende” o del “cuántico”. Son figuras menores y traviesas, que desobedecen al padre, psicopatean a sus hermanos erosionando sus convicciones y vienen a sustituir, en la práctica de la escritura, al Espíritu. Retroescriben el pasado, jugando con los dispositivos –“órganos, chips, tornillos, genes”– que el mundo virtual pone al alcance: “Sé todo lo que hay que saber: no me resta entonces sino inventar y jugar, volver sobre lo hecho, corregirlo, modificarlo, introducirle minúsculas variantes” (Hamed Retroescritura 166).

7 Como se sabe, la historiografía liberal porteña, recogiendo todos los resabios de una tradición política adversa al caudillismo, fue consolidando la “leyenda negra” en torno a Artigas, en tanto sinónimo de anarquía y caos social. Mitre y Sarmiento sancionan esta versión en sus textos. La intelectualidad uruguaya rescató desde fines del siglo XIX la figura de Artigas para culminar con dos obras monumentales que lo convierten en el héroe nacional indiscutido: el Alegato histórico (1909) de Eduardo Acevedo y La epopeya de Artigas (1910) de Juan Zorrilla de San Martín.

8 Confrontar la siguiente cita: “¿Sabría ya el general cuál había sido el dilema del sobrino? Miguel Barreiro, el amanuense que con el punzón de la pluma abría surcos oscuros en el papel para que la voz del general se acomodara en el espesor y negrura de la tinta, para que volara: La operación maquinal de cavar pozos, cráteres en la superficie lunar del papiro, para que el general volara en una carta o se fijara en un documento. A veces, en aquellos tiempos, la operación era tan automática que no era oída por Miguelito, y el general, en los respiros que se daba, terminaba preguntándole: ¿Qué he dicho Miguel? Y cuando el secretario iba a elevar la voz, el general lo interrumpía: No, sobrino, quiero que me lo digas, no que lo leas. Eres mi mano, pero toda mano debe incluir un cerebro” (Hamed Artigas 129).

9 “Y como sé que usted, primo, por más que se pueda morir diez veces nunca va a terminar de entenderlo, le voy a explicar qué quiere decir aquello que medio cantaba el general mientras ellos bajaban la cabeza para recibir el agua, para oír en su lengua que el karaíva los renacía con que yo te bautizo para arrancarte tu bautismo” (Hamed Artigas 150).

10 En 1994 Carlos Maggi publica Artigas y su hijo el caciquillo donde describe los lazos del héroe con las tribus charrúas, acentuando una óptica que lo acercaba a los indígenas.

11 Finalmente Pedro va a optar por otro modo de escritura a través del accionar de Leyenda Negra, luego de reconocer las dificultades que lo acosaban: “Yo quería escribirle algo así como un himno servicial y poco galvanizado, pero no me salía y era mejor –todos estuvieron de acuerdo– ayudarlo a andar por ahí, menos aherrojado en bronce y en cemento” (Hamed Artigas 132).

12 Confrontar las siguientes citas en las que se expone la resistencia a cualquier principio fundante: “deberías saber que nunca hemos tenido cumpleaños, si yo jamás he nacido, porque siempre he estado en otra parte” (99); “ocho dioses primordiales han sido necesarios para preparar el huevo egipcio del que saldría el dios solar; antes del huevo de Brahma había una flor de loto, que del ombligo de Brahma crecía, para sostenerlo tal vez, pero para que salieran luego, redondos, completos, Civa, Vishnu y también Brahma, que luego diría que todo eso, incluso a sí mismo, hijo del huevo, lo había creado él jugando. Entiende que siempre ha habido un huevo detrás del huevo, que ni gallina es ni verbo, que ha habido un Artigas detrás de mí” (100); “No puedes ver, realmente, que es este paraje por el que discurrimos el lindero en donde, precisamente, no estamos (No sabes, todavía, no estar, apenas eres nómade). No hay mañana ni ayer” (100); “No ha sido, acaso, siempre mi arte, mayor que el de la guerra, el no estar más allá de los que quieren apresarme” (Hamed Artigas 101).

13 En sus ensayos Hamed explora la condición mutante y metamórfica de la escritura releyendo las Metamorfosis de Ovidio (“Ovidio o de cómo deja de ser el mundo”).

14 Tanto en sus ensayos de Retroescritura como en Artigas Bules Band es visible la matriz neobarroca de la escritura de Hamed que, proveniente del barroco del cubano José Lezama Lima y del neobarroco del asimismo cubano Severo Sarduy, ha tenido una prolífica descendencia en América Latina y especialmente en el Cono Sur, en el neobarroso del argentino Néstor Perlongher, en el neobarrocho del chileno Pedro Lemebel y en el neobarroco transplatino del uruguayo Roberto Echavarren, entre otros.

15 Cfr. la siguiente cita: “En el cajón del escritorio estaban las fotos de la familia, que había logrado enmendar, en el peor de los casos, recortando, y en las que, amén la inestable composición del cuadro, no se sospecharía a simple vista que alguien falta. Si se nota inestabilidad, es mejor hacer inmediatamente algo, como trabajar, como encender la radio” (Hamed Artigas 144).

16 Cfr. “(B)ástele saber que Catilina era también miembro del senado y que había estado confabulando un magnicidio, que fracasó, y de cuyo fracaso el mismo Cicerón no fue ajeno. Esas cosas se hacían por la noche. A la mañana siguiente, Cicerón no imaginó que a Catilina le diera el rostro, como se dice, para aparecerse, tan campante, por el senado, y ni bien lo vio, improvisó un magnífico discurso que comenzaba diciendo –se lo digo en castellano: Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia. Se da cuenta de que lo que este hombre escribió, citando al gran escritor latino, puede ser leído como una defensa de Artigas, en vez del vilipendio usual que tenemos que leer. Cuidado con el perro, Cave canem, era un grafiti, es decir una inscripción, en un muro de Pompeya [...] Por lo visto este hombre es un humorista” (Hamed Artigas 196).

17 En “Aprendices y criminales” (en página web Henciclopedia), Amir Hamed habla sobre el escritor como asesino: “ese asesino virtual, homicida del cuerpo de la letra”.

18 Los nombres parecen relacionarse con esta nueva actividad de Leyenda Negra. Nilo remite tanto a la fluidez del río, la fluidez de la sangre derramada, como al río egipcio, en el cual –recuerda Gustavo– “de su limo se hacían los primeros papiros”, aludiendo al principio de la escritura entendida como tráfico (“Tendría que recordar que los egipcios hacían barcos de papiro”, Hamed Artigas 284). Des Esseintes, el protagonista de la conocida novela decadentista À rebours (1884) de Joris-Karl Huysmans, apuntaría al carácter desinteresado de este arte criminal, falto de todo interés por sustentar un proyecto político, recuperando así cierto matiz propio del decadentismo.

19 El “revés”, el reverso, es una palabra reiterada en diversas ocasiones en la novela. Ya hemos citado algunas de sus apariciones y ahora recuperaremos otras. Artigas se pone de pie para propinar una “cachetada justiciera”, “un épico revés” (Hamed Artigas 10) al macró que se niega a pagar a la prostituta, que se niega a mercadear con la pornografía de los textos (el mercader: otro de los términos que se vinculan con el tráfico de la lengua, perceptible en el billete final que Gustavo recibe y que lo asocia a la figura de Hermes como traficante). En otra oportunidad, Gustavo, como una puesta en abismo de su proyecto literario que culmina en la composición de la entera novela, le escribe a Pedro una nota con las palabras invertidas, al revés.

20 Sin desmerecer las diferencias, varias de las marcas de esta generación uruguaya de los 80-90 se asemejan a ciertas características de la nueva narrativa argentina (NNA) escrita por la “generación de la posdictadura” que analiza Elsa Drucaroff en Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura (2011). Mientras la generación anterior entona el grito, la acusación, la proclama o una reflexión sesuda con el fin serio de criticar y denunciar, los escritores de la NNA se toman todo menos en serio y en sus textos predomina la socarronería, la sonrisa, empleando cierta distancia irónica y autoirónica sobre lo que se está contando y evitando consolidar un mensaje claro, exhaustivo y explicativo. Asimismo la crítica argentina describe a esta promoción mediante la imagen de los “prisioneros de la torre”: se encuentran en la cima de una torre, montados sobre los hombros de la generación anterior, la de los militantes de los sesenta que sufrieron la persecución en dictadura, y reciben la pesada carga de un pasado –en el cual se encuentran tanto el modelo de los jóvenes maravillosos como la pila de sus cadáveres– que no vivieron pero heredaron.

 

Referencias bibliográficas

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Fecha de recepción: 06/02/2017
Fecha de aceptación: 21/03/2017

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