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Anclajes

versión On-line ISSN 1851-4669

Anclajes vol.22 no.2 Santa Rosa mayo 2018

http://dx.doi.org/10.19137/anclajes-2018-2221 

DOI: 10.19137/anclajes-2018-2221

ARTÍCULOS

 

Del otro al yo: ideologías lingüísticas y nacionalismo cultural en Archipiélago de Ricardo Rojas

From the Other to Oneself: Linguistic Ideologies and Cultural Nationalism in Ricardo Rojas’s Archipiélago

 

Carolina Bartalini

Universidad Nacional de Tres de Febrero
Universidad Nacional Arturo Jauretche
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET
Argentina
carolinabartalini@gmail.com

 

Resumen: Durante 1941, Ricardo Rojas publica en el diario La Nación una serie de entradas sobre la comunidad Selk’nam en Tierra del Fuego, donde fue recluido en 1934 por causas políticas. Un año más tarde, Losada las recopila en Archipiélago. Tierra del Fuego. El interés de Rojas por las culturas autóctonas fue una constante que atravesó su producción literaria y académica; sin embargo, en este libro se aprecia una actitud diferente: Archipiélago se presenta como un texto de denuncia, un panorama descriptivo y de auto-exploración que bajo la forma de la investigación directa invoca relatos y voces silenciadas para exponerlas a la lectura de las clases aristocráticas. El exilio de Rojas en Ushuaia le permite indagar en algunos aspectos relevantes de la configuración nacional: el yo y el otro, los límites de la nación y del discurso, la muerte de las lenguas, la imposición lingüística y sus consecuencias.

Palabras clave: Ricardo Rojas; Literatura argentina; Crítica literaria; Siglo XX; Tierra del Fuego

Abstract: During 1941, Ricardo Rojas published a series of entries in the newspaper La Nación about the Selk’nam community in Tierra del Fuego, where he was imprisoned for political reasons in 1934. A year later, Losada collected them in Archipelago. Tierra del Fuego. Rojas’s interest in indigenous cultures was a constant that went through his literary and academic production; however, a different attitude is appreciated in this book: Archipelago is presented as a text of denunciation, a descriptive panorama and self-exploration that under the form of direct investigation invokes stories and silenced voices to expose them to the reading of the aristocratic classes. The exile of Rojas in Ushuaia allowed him to investigate some relevant aspects of the national configuration: the self and the other, the limits of the nation and discourse, the death of languages, the linguistic imposition and its consequences.

Keywords: Ricardo Rojas; Argentinian Literature; Literary criticism; Twentieth century; Tierra del Fuego

 

Habíamos declamado tanto contra España, contra sus crueldades del siglo XVI, contra su régimen colonial, para concluir nosotros portándonos peor, tres siglos después. [...] El Onaisín ha quedado desierto, y con su riqueza casi inmóvil. Aquí, la vida se ha deshumanizado hasta el crimen.
Ricardo Rojas, Archipiélago. Tierra del Fuego, 1942.

Una lengua muere cuando el hablante tiene el sentimiento de haberla cambiado por otra.
Benvenuto Terracini, Conflictos de lenguas y de cultura, 1951.

Del centro a la periferia

Entre enero y mayo de 1934, Ricardo Rojas es confinado en el penal de Ushuaia por su militancia política en la Unión Cívica Radical, partido al que se afilia en 1930 luego del Golpe Militar de José Félix Uriburu. No es sólo un acto de compromiso partidario, es además una toma de postura en el campo político y discursivo que lo aleja de sus contemporáneos –como Leopoldo Lugones–, con quienes tiempo atrás había compartido un ideario común sobre la tarea del intelectual al servicio de la simbología del Estado-nación, una empresa cívica cuyo objetivo había sido el aporte de tradiciones para la Nación incipiente.
Es en Ushuaia, en el penal más inhóspito del país, y paradójicamente con la libertad para indagar en un objeto nuevo los temas que lo venían preocupando, donde Ricardo Rojas termina de esbozar su ensayo sobre Miguel de Cervantes Saavedra y escribe estas copiosas páginas de reflexión personal y social que saldrían unos años después (1941/2) por entregas en el porteño diario La Nación y en la antología editada por Gonzalo Losada: Archipiélago. Tierra del Fuego. El gesto de Rojas en este documento toma dos direcciones. Una es política, centrada en la denuncia de la desaparición de las culturas fueguinas selk’nam y yagan1 y las paradojas de un Estado represor que lo recluye en la isla a la vez que mantiene a sus habitantes en la miseria y la marginalidad institucional. Otra es de índole más subjetiva que, a pesar de rehusar “los desahogos personales” (Rojas Archip 7), lo conduce a indagar en un aspecto que le resulta sintomático en su experiencia de “descubrimiento del otro” (Todorov 13): la muerte de las lenguas.
Por un lado, adopta la realidad circundante como objeto de estudio, investiga la historia humana del archipiélago, describe las culturas y analiza, a través de encuentros con varios pobladores selk’nam y yaganes, sus lenguas. Este descubrimiento lo lleva a cuestionar el discurso darwiniano imperante durante sus años de formación –entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX–, redactar una cronología fueguina que permitiera incorporar discursivamente el territorio a la tradición nacional, para finalmente realizar una revisión crítica del proceso de constitución del Estado argentino sobre Tierra del Fuego, responsabilizándolo de manera indirecta del “exterminio del nativo”2 (Rojas Archip 88) y acusando a los sucesivos gobiernos de las dramáticas condiciones en las que se encontraban los selk’nam y yaganes sobrevivientes. En la lectura de Rojas, el Estado argentino repite en Tierra del Fuego los mecanismos de control y crueldad que antaño había desempeñado España en su empresa colonizadora y sobre los que los intelectuales críticos habían declamado, “para concluir nosotros portándonos peor, tres siglos después” (Rojas Archip 93). Como analizaremos más adelante, Ricardo Rojas denuncia las contradicciones de una nación que no termina de ejercer su soberanía: por un lado, el control militar del territorio, por el otro, un aparato administrativo complaciente con los empresarios extranjeros y las misiones religiosas; los primeros, responsables de las masacres de aborígenes y su dominación esclavista, y los segundos, quienes sometieron culturalmente a los nativos y les impusieron modos de vida, lenguas y religiones foráneas. Rojas cuenta los masivos asesinatos que cometieron los terratenientes ganaderos desde la década de 1880 cuando comenzaron a instalarse en el territorio para la cría de ovejas –y que tiempo después fue estudiado con mayor profundidad por la antropóloga Anne Chapman3–, también señala las consecuencias dramáticas de la falta de regulación gubernamental sobre las condiciones de vida de la población nativa4.
Hay en Archipiélago una mirada nostálgica al mismo tiempo que curiosa. Rojas no deja de lado su auto-percepción como intelectual al servicio de la Nación a pesar de que se encuentra, precisamente, recluido contra su voluntad en Ushuaia5: “muchas de estas observaciones las debo a un estado de alma personalísimo, he procurado no hablar de mí sino de la realidad fueguina que me rodeaba con su angustia y su deslumbramiento” (Rojas Archip 8). Ricardo Rojas observa la necesidad de configurar una dimensión simbólica (histórica, lingüística, cultural, literaria) de este territorio. Lo hace como “deber cívico” (7) para servir a los “permanentes intereses de nacionalidad” (8) puesto que considera una ignominia la falta de atención gubernamental: “cuando una nación soberana extiende su jurisdicción a territorios vírgenes, asume deberes de cultura y contrae responsabilidades ante la humanidad, que no podemos eludir” (8).
Por otro lado, las páginas de Archipiélago no dejan de ser un texto autobiográfico que da cuenta de su experiencia en la isla y sus impresiones sobre las culturas nativas que percibe como otras. Estas vivencias se transforman en un acontecimiento. Rojas revisa su propia identidad y lo hace en términos contrastivos y dialécticos: pone en duda las sucesivas empresas “civilizatorias” que habían logrado alcanzar la isla y exterminar casi al total de su población autóctona6, así como la pérdida irreversible de las lenguas e imaginarios de vida:

hay un gran dolor en aquella comarca argentina: el exterminio del indio, el régimen del presidio, el despilfarro de las tierras fiscales, el aislamiento geográfico, la esterilidad económica, la inercia oficial, la falta de estímulos de cultura, y como consecuencia de todo ello, la despoblación, la pobreza, la injusticia, la explotación internacional, la ausencia de la ciudadanía (Rojas 9).

Ricardo Rojas entiende como absoluta necesidad la intervención estatal sobre las condiciones de vida de los habitantes, su ordenamiento y regulación. De lo contrario, esta “ausencia de ciudadanía” representa, en su imaginario nacional, el índice de una debilidad estatal, y, desde su formación humanista, un flagelo a la dignidad de los hombres. Sabemos que el archipiélago austral fue el último en incorporarse como provincia al Estado argentino en 1991. Entre 1884, año de su constitución como gobernación, y 1991, su estatuto geopolítico fue cambiando: territorio nacional (1884-1943), gobernación marítima (1943-1955), provincia patagónica (1955-1957), territorio nacional de nuevo (1957-1991) (Varela 2). Hasta la realización de las primeras elecciones provinciales, sus habitantes no fueron ciudadanos plenos en tanto que el estatuto político remitía al gobierno central (Cfr. Varela). Lo que Rojas observa en 1934 es un territorio sin nación, una zona poblada por los reclusos del penal de Ushuaia, los policías y civiles que trabajan allí y pocos descendientes selk’nam y yaganes que, como también sabemos, no gozaban de beneficios civiles excepto quienes se habían incorporado, como Garibaldi y Silcha, a una institución estatal, en estos casos la policía.
Rojas construye una historia utópica de la cultura selk’nam7 para contrarrestar la “primitiva leyenda darwiniana” que permeó negativamente las imágenes de Tierra del Fuego y sus nativos a partir del exitoso libro de Charles Darwin Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo (en el navío de S.M. Beagle) (1839), donde describía la zona como “una tierra miserable, la más inhospitalaria del mundo, sólo habitada por caníbales casi bestiales” (Darwin en Rojas 49). Por el contrario, Rojas busca conformar una tradición con los mitos y leyendas autóctonas para “divulgar la verdad sobre la Tierra del Fuego” (Rojas 9). Así, recupera de diversos documentos a los que accede y de las conversaciones con los aborígenes fueguinos la leyenda del Onaisín8 y critica la aceptación masiva de la teoría de la selección natural de Darwin9, que llevó al darwinismo social de Herbert Spencer y al determinismo geográfico como teorías respaldatorias de los movimientos imperialistas y las doctrinas nacionalistas de fines de siglo XIX y principios del XX. Rojas logra esta articulación cambiando el esquema de roles: asocia a los expedicionarios y misioneros ingleses la culpa del exterminio y la dominación y le quita responsabilidad directa al Estado nuevo argentino, cuya vergüenza, sentencia Rojas, es haberlo permitido.
Las lenguas en contacto –español, inglés, selk’nam y yagán– son representadas en conflicto y cada una de ellas adquiere valores que Rojas asocia a los “espíritus” de los pueblos hablantes. Así, su empresa es una lucha simbólica por un estatuto de verdad que pretende utopizar las culturas del Onaisín, al mismo tiempo que incorporarlas al discurso de la tradición nacional. En un gesto aún mayor, Rojas aspira él mismo a convertirse en el primer misántropo descubridor e historiador de la “epopeya del Onaisín”, ocupar un lugar de privilegio en el panteón de los gestores culturales y escritores de la nación: “Ya Luciano enseñaba que ciertas verdades es mejor darlas a conocer en alegorías o parábolas. Tales elementos mitológicos son también parte de la historia; y mi estilización del Onaisín podría ser un símbolo americano” (Rojas Archip 22)10.
Como señala Diego Bentivegna, el análisis de Ricardo Rojas sobre las lenguas de la península fueguina sometidas constituye una reflexión sobre “el estatuto político del lenguaje” (127). El autor de Archipiélago da cuenta de las huellas que persisten como sustrato dentro de una superestructura lingüística (Calvet), que presenta simultaneidades con ciertos resabios de la conquista y sus consecuencias, principalmente en la toponimia. El reconocimiento del otro, en este caso los últimos habitantes de la comunidad selk’nam y yagan, genera en Ricardo Rojas un tipo de experiencia que lo obliga a revisar el marco ideológico mediante el cual observa esa realidad. Como indica Edward Said, la mirada hacia el intelectual no debe hacerse hacia él mismo de forma aislada, sino en el campo de las batallas por la hegemonía de las que participa, es decir, la función que desempeña dentro del sistema discursivo de una época.
Archipiélago se plantea entonces, desde su origen y en su primera circulación, como una operación discursiva sobre el campo de la política. Estos pasajes colaboran con la empresa cultural que Ricardo Rojas se empeñó en desarrollar a lo largo de su obra y labor como intelectual-funcionario preocupado por la consolidación de una tradición nacional. Si bien no son explícitas las referencias al célebre discurso de Ernest Renan ¿Qué es una nación? (1882) –copiosamente citado por los intelectuales del Centenario argentino y sus postrimerías–, su lectura puede deducirse del ahínco que Rojas manifiesta por construir un marco conceptual que permita asociar la noción de espíritu con la de lengua y, a su vez, esta última con la idea de cultura. Rojas rechaza enfáticamente el uso del inglés por los nativos de Tierra del Fuego y cuestiona la “barbarie” de la conquista anglosajona; dedica gran cantidad de páginas a relatar esa historia para justificar ejemplarmente su categórico dictamen acerca de la necesidad de intervención estatal sobre el archipiélago:

Todo este grandioso mundo prehistórico comenzó a desaparecer cuando llegaron los evangelistas, con nueva religión, nueva lengua, nuevas maneras de vivir. Tal cambio fue como un cataclismo espiritual. Las almas se debilitaron y con ellas los cuerpos. Los indios, que entonces eran numerosos, empezaron a morir, hasta no quedar de ellos sino muy pocos, sumidos en la inopia.
(Rojas Archip 71)11

Rojas también recupera de Renan los cinco criterios que utiliza el filósofo francés para determinar la existencia simbólica de una nación: raza, lengua, religión, comunidad de intereses y geografía. Acepta el estatuto de violencia original y olvido colectivo que Renan explicaba como axioma de la conformación nacional, pero se esfuerza por re-ubicar el eje agentivo: le quita al nuevo Estado nacional la responsabilidad directa del exterminio previo –culpa que ejerce sobre los ingleses, los evangelistas y los españoles– aunque sí observa desidia y desinterés sobre las condiciones actuales de la población nativa. De este modo, la solución que vislumbra no necesita salirse de la lógica nacional; se centra en los aspectos geográficos y lingüísticos como medidas prioritarias para la verdadera anexión del archipiélago al territorio argentino: organizar el territorio, regular la lengua.

Experiencia y tradición

En 1909 Rojas había publicado corresponsalías desde Europa para La Nación, crónicas de su viaje por Francia, España e Inglaterra, a donde había sido enviado sin sueldo ni manutención para relevar la organización educativa-pedagógica. Como había hecho Sarmiento tiempo antes12 –cabe destacar esta similitud en tanto estamos pensando dos proyectos nacionales hegemónicos–, Rojas culmina esta investigación con la escritura de La restauración Nacionalista (1909), texto que, a su pesar, no logró trascendencia en el momento, y que luego él mismo –continuando con su misántropa impronta– se encargó de imprimir en 1922 en los talleres de la Penitenciaría Nacional. Las corresponsalías que enviaba a La Nación solventaron el viaje y agregaron el enorme valor simbólico que para la época cobraba escribir para este periódico. Las crónicas de viaje enviadas a La Nación fueron, tal como analiza Beatriz Colombi, una instancia de legitimación para los intelectuales incipientes que gozaban de esta manera de la posibilidad del viaje a Europa –iniciación de su función intelectual–, y a su vez de la ventaja de ganar lectores que validaran sus firmas de este lado del mapa13.
Claramente, el viaje de Ricardo Rojas a Ushuaia toma otras connotaciones debido a que, en primera instancia, ya no es iniciación ni motivo como señalara David Viñas con respecto a la generación del ochenta y el centenario (Viñas “La mirada a Europa”), sino exilio y castigo político hacia una zona límite de la topografía nacional14. Allí realiza una tarea de introspección y de análisis lingüístico que no deja de asociar, como sucede en toda su trayectoria, con los estudios culturales y literarios15. La litera, en el sentido amplio del término, es su objeto de indagación y crítica, siempre, constructiva. El análisis del estado de una lengua habla del estado de una cultura y de las políticas llevadas a cabo por los intelectuales de una determinada formación, así es la lógica que plantea Ricardo Rojas en Archipiélago. El análisis de una lengua y una cultura dominadas, a su vez, habla del estado de la lengua y la cultura dominantes, de la misma forma que hablar del otro –ya se ha dicho– es hablar de uno mismo y hablar de uno es hablar del otro.
Rojas, a su pesar, se inserta en la tradición de los expedicionarios a las tierras australes y realiza dos gestos de afiliación: uno positivo y otro negativo. Por un lado, asocia su labor de etnología lingüística a la que había llevado a cabo el reverendo Thomas Bridges con la confección de un exhaustivo diccionario de la lengua yagan que le permitió conocer “cómo era el mundo mental de los yaganes” (Rojas Archip 68). Por otro lado, establece una “des-afiliación” con respecto a los viajeros-científicos ingleses y se distancia radicalmente del inglés –lengua que asocia con “la conquista y la ignorancia”– y del paradigma positivista imperante en las décadas de su formación intelectual. Principalmente, desvaloriza la teoría darwiniana y la sentencia como parcial, causa de errores trágicos para la cultura del “Onaisín” en pos de una empresa civilizatoria puesta en duda constantemente:“El objeto de estas páginas mías –expone Rojas en la “Explicación preliminar” de Archipiélago– es revisar la leyenda darwiniana y divulgar la verdad sobre la Tierra del Fuego […] [que] entró en la historia con otro cataclismo, cuando llegaron a la Isla los que dijeron que iban a civilizarla” (Rojas 9).
Mediante la crítica a la persistencia de topónimos ingleses y los de “la tradición patricia americana (la sierra Lucio López, el lago Roca, la península Mitre)” (32), Rojas presenta una propuesta lingüística que consiste en, por un lado, recuperar las voces autóctonas, y por el otro, cambiar los nombres de militares argentinos por los de escritores e intelectuales nacionales que “dieron a conocer Tierra del Fuego en Buenos Aires” (33). El primer gesto expresa una concepción naturalista sobre la lengua, que consiste en creer que los nombres deben representar el mundo, describirlo y estar asociados a ciertas esencias de la naturaleza. El segundo manifiesta una vez más el proyecto nacional-cultural de Ricardo Rojas que, en Archipiélago, se pone de relieve en la cuestión lingüística. Observando la toponimia, a Rojas se le revela “el paso del hombre sobre estas islas” (Rojas 23): “la toponimia del Archipiélago Austral es como un abreviado archivo de su historia” (31), en la que se vuelve necesario incorporar la dimensión simbólica de la Nación, silenciada hasta el momento excepto por los conquistadores y militares que nombran algunos de los lagos y montañas.
Configurar el espacio ha sido una de las actividades principales de la cultura nacional, susceptible de ser rastreada en las huellas que el lenguaje manifiesta tanto en el discurso social –me refiero a la toponimia sobre la que Rojas insiste– como en el literario. El espacio se “territorializa” cuando se lo somete a estructuras, organizaciones y límites que buscan apropiarse subjetiva y socialmente (estética, y por tanto, ideológicamente) de zonas ya “territorializadas” por otras culturas previas o disidentes. “Territorializar”, de acuerdo con Fermín Rodríguez, consiste en el acto de delimitar, “crear una diferencia de la que se pueda hablar, inventando un límite” (219). Esto significa que el espacio nunca se percibe tal cual es sino atravesado por ideas, perspectivas, mitos, imágenes que lo definen desde un marco que no resulta natural. Es lo que Andrés Bello realiza en La agricultura de la zona tórrida (1826), o Leopoldo Lugones en “Oda a los ganados y las mieses” (en Odas seculares, 1910), una domesticación del paisaje americano en función de la construcción del Estado, primero, y de la Nación después. Ricardo Rojas demuestra tener el mismo gesto en Archipiélago al ubicarse como un descubridor y un divulgador de una realidad y una historia silenciadas: “Dos rasgos singularizan a la Isla del Fuego, dos rasgos simbólicos que me complazco en señalar: sobre esta tierra no reptan víboras, bajo este cielo no truena el rayo” (Rojas 52).
Rojas expone su reconocimiento de lo diferente, “territorializa” ese espacio olvidado, inserta ese lugar en el mapa nacional a través de la descripción de su geografía, de una historia compartida (gestas expedicionarias y religiosas por parte de los europeos, y el mito del Onaisín, como componente autóctono). Sin embargo, se distancia de sus predecesores –expedicionarios ingleses, religiosos anglicanos y salesianos– al exaltar una lengua “eufónica y poética” que agoniza bajo una dominación que no obedece a políticas lingüísticas propias y productivas para la constitución simbólica de la Nación argentina. El gesto de Ricardo Rojas, en este sentido, es dual en tanto que se inserta en una tradición de conquista a la vez que la cuestiona y propone una instancia superadora, aunque no carente de contradicciones: “re-territorializar” Tierra del Fuego, “un plan de medidas urgentes para redimir la vida local” (Rojas 10).

La intervención simbólica

En sus observaciones sobre políticas lingüísticas, Ricardo Rojas focaliza en dos aspectos que podríamos llamar, siguiendo a Diego Bentivegna, “el problema de la lengua” y que está vinculado con la noción de hegemonía, “entendida como una fuerza que opera sobre un plano de diferencias y que tiende, en principio, hacia formas contingentes de unificación, que nunca son plenas, que dejan siempre un resto irreductible a lo hegemónico (Bentivegna 40). El “problema de las lenguas” implica para Rojas una observación doble: económica y ética-moral. En primer término, Rojas reconoce el proceso avanzado de desaparición de las lenguas selk’nam y yagan y lo asocia con la muerte de sus culturas. En segundo término, concluye con una valoración negativa no directamente hacia la propia empresa genocida sino hacia las utilidades desaprovechadas y la negligencia sobre el propio territorio. Así lo describe Ricardo Rojas: “habría sido un notable acierto de la Argentina salvar a esta raza –al menos como hoy se está criando al caballo criollo–, para aprovechar las virtudes de su atávica adaptación geográfica” […] “sin embargo, los indios del Onaisín han desaparecido; y es vergüenza grande para nosotros que esta iniquidad se haya consumado bajo la soberanía argentina” (93). La empresa nacional que Rojas tanto había defendido demuestra sus hendiduras y, aunque parezca paradójico, es el mismo Rojas quien se encarga de hacerlas públicas en el seno de la alta cultura nacional.
La muerte de las lenguas selk’nam y yagan es asumida como un hecho por Ricardo Rojas, aunque en esta misma temporalidad pueda comunicarse con dos hablantes a quienes convierte en informantes de su estudio cultural. La muerte de estas lenguas se presagia como una consecuencia inevitable del exterminio gradual de la “raza indígena”; la pobreza a la que los habitantes autóctonos de Tierra del Fuego son confinados y los vicios que los blancos han generado en ellos son interpretados por Rojas como huellas de “eso que solemos llamar ‘la civilización’” (92). En este sentido, Rojas señala dos hechos contundentes que exponen la vulnerabilidad y la progresiva desaparición de la culturas y lenguas del Onaisín, así como la debilidad y contra-sentidos de la conquista nacional de ese territorio. En primer lugar, un informante que conoce Rojas, “un viejo yagan” (69-71) con quien entabla varias conversaciones, le agradece un dinero que el escritor de Archipiélago le da, en inglés: “You are a Christian gentleman”. Rojas cuenta la anécdota por dos motivos: porque revela la “nobleza del pobre anciano” y porque le sorprende que utilice el inglés, aprendido en las misiones, para hablarle y no el español nacional. Ve en él la “personificación del atroz destino de su raza” (71). En segundo lugar, Rojas relata que conversa con tres “indios en la policía local”: Thomas –que parece “mestizo de yagán”– Luis Garibaldi Honte16, y Silcha quien es, de acuerdo con la descripción de Rojas, un “ejemplar de más pura raza ona” y “uno de los últimos representantes”. Trabaja como policía, conoce las tradiciones de su pueblo, ha sido iniciado en el hain, puede hablar su lengua, pero sirve como agente policial a los intereses de un Estado que ha invadido sus tierras y reprimido a su pueblo.
El problema de la lengua, que describe Ricardo Rojas en sus observaciones, tiene origen en el genocidio fueguino, pero a él le interesa el proceso de desaparición de una lengua cuando todavía hay hablantes. Es la cuestión del prestigio lingüístico la que opera en esta consideración. Los hablantes del Onaisín ya no usan su lengua, y en este devenir Rojas observa, como un antropólogo privilegiado, el ocaso de una tradición: historias, hábitos, leyendas, vocablos, toda una forma de pensamiento, una forma de percibir el mundo que ha sido arrasada. Rojas no habla de bilingüismo ni de diglosia, trabaja con los restos que persisten en el estado actual que analiza, de ahí su interés por la toponimia en la que señala la implantación de vocablos españoles para borrar los resabios de las lenguas aborígenes.
De esta forma, Rojas realiza dos operaciones que contribuyen a las propuestas que plantea como intervenciones políticas sobre la situación: busca huellas de las lenguas perdidas en los topónimos fueguinos e idealiza la lengua yagan bajo el dominio de una serie de concepciones lingüísticas que configuran una ideología de carácter humanístico, naturalista y espiritualista. Las ideologías lingüísticas se evidencian en las acciones y en los discursos, constituyen sistemas de ideas, valores y representaciones que median entre la percepción y la realidad y se concretan en su proliferación y naturalización. De acuerdo con José Del Valle, las ideologías lingüísticas son “nociones del lenguaje, las lenguas, el habla y /o la comunicación con formaciones culturales, políticas y/o sociales específicas […], [s]e producen y reproducen en el ámbito material de las prácticas lingüísticas y meta-lingüísticas” (8-9). La concepción naturalista de Rojas sobre la lengua plantea que esta debe describir, de manera directa, el objeto nombrado. Por eso considera poético al idioma yagan, porque de acuerdo con sus traducciones los nombres propios definen cada espacio del paisaje utilizando metáforas y perífrasis. Además, en esta misma lógica, la lengua expresa el alma, permite descubrir el espíritu de su pueblo y su expresión da cuenta de una estructura de pensamiento. Para Rojas, el idioma de los yaganes se caracteriza por tener un vocabulario completo y abundante que “nos pone en relación directa con la naturaleza”, una “gramática admirable” (57), y una cantidad de palabras superior a las que “Shakespeare y Darwin emplearon, y a las de muchas lenguas modernas de ilustre literatura” (57). La lengua de los yaganes “da testimonio de una extraordinaria vida mental no desprovista de belleza poética en sus expresiones” (57).
En cambio, el inglés es visto por Rojas como una lengua que representa el espíritu de conquista, ignorancia, ensimismamiento y opresión que describe en el episodio citado del encuentro de Darwin con el joven Jimmy17, apresado tiempo antes por el comandante Fitz Roy. El español, por su parte, se dividiría en dos segmentos: el español “colonial” y el “nacional”. El primero corresponde a los conquistadores que clasificaron las islas con nombres desesperanzados (“Bahía Inútil”, “Puerto del Hambre”, “Paso de la aventura”, “Punta Brava”, “Isla Furia”, “Isla de la Desolación”) y al de los religiosos que llevaron a Tierra del Fuego el santoral cristiano, como a todos los espacios americanos que ocuparon. El segundo español, el del Estado argentino, es visto por Rojas como una lengua de cultura, por eso le incomoda que sólo haya nombres de militares y falten los de aquellos escritores “que hicieron conocer a Tierra del Fuego en Buenos Aires –Eduardo Holmberg (hijo), Roberto Payró, Fray Mocho, Carlos Gallardo, José M. Eyzaguirre–”, quienes “no figuran en la toponimia fueguina, lo cual es grande injusticia” (Rojas 33). La demanda del autor de Archipiélago es que este español ejerza su función simbólica sobre el territorio fueguino, que lo incorpore a la organización nacional. Desde esta perspectiva, Rojas reclama políticas regulatorias: el orden se vuelve el bien supremo de una nueva civilización que él pretende guiar. El sintagma “ordenar es poseer” podría ser entonces el subtítulo de estas páginas. El desequilibrio de nomenclaturas expresa, en la perspectiva de Rojas, que el Estado llegó a Tierra del Fuego –es claro que lo hizo cuando sitúa uno de sus espacios hegemónicos de control, la cárcel–, pero no así la Nación, no así el componente simbólico.

Testimonios presentes

Louis-Jean Calvet en “Lengua y liberación nacional” establece que las lenguas exclusivas son aquellas que “para desarrollarse fuera de su lugar de origen hacen tabula rasa de las lenguas anteriores por debajo de sí” (157). Ricardo Rojas observa a partir de sus conversaciones con los últimos hablantes de selk’nam y el yagán, lo que Calvet denomina “superestructura lingüística”: “el lugar donde se traducen lingüísticamente las relaciones sociales (y para nosotros las relaciones coloniales)” (157). Las representaciones que el escritor expresa atañen no sólo al estatuto de la lengua en extinción sino también a sus hablantes. Así, le interesa indagar en las huellas de esa lengua, que en términos de Calvet (quien retoma a Terracini y este a Bártoli) llamamos sustrato lingüístico, ya que es lo que testimonia que la primera lengua desapareció. De ahí el interés tan efusivo en los topónimos: el descubrimiento de que algunas palabras aún persisten le permite deducir que la dominación fue efectiva, porque justamente quedan resabios de lo anterior. Así lo observa Rojas: “casi toda la toponimia autóctona ha ido desapareciendo bajo el aluvión cosmopolita de los nuevos bautismos. En el interior fueguino quedan los nombres de Talué, Chequén, Hauwepen” (31-32).
Sin embargo, también señala la persistencia del inglés, tanto en algunos nombres propios como en derivaciones hacia el castellano, que darían cuenta de lo que Calvet denomina “super-estrato” –“lo que da testimonio de que en cierta época una lengua tuvo el dominio, sin llegar a imponerse” (Calvet 157)–, como, por ejemplo, la transformación del inglés Murray Narrow en Molinaro. Estas observaciones son significativas en la perspectiva de Rojas ya que le permiten extrapolar de la historia lingüística, un relato humano y las luchas de dominación y resistencia. Rojas considera que los gobiernos de la “nación soberana” (8) han intentado sucesivamente reforzar el carácter del archipiélago como una zona virgen, efectuando una exclusión sistemática de los límites del Estado de sus pobladores desde la formación de la República, bajo la figura de la negación. Rojas asume que Tierra del Fuego necesita de una historia similar a la del resto del territorio nacional que legitime simbólicamente su inclusión: territorializar el espacio y regular el orden de la voz.
El análisis de Ricardo Rojas confluye en la deducción de que ese espacio es un documento del pasado que se actualiza en el presente mostrando su historia de manera viva. Hay una actitud nostálgica en Archipiélago conviviendo con crítica historicista y cultural. Tal vez por eso opere el gesto de afiliación con una tradición no hegemónica en las postrimerías del Centenario. Como lo había hecho Joaquín V. González, Rojas recupera la herencia americana y plantea un nacionalismo cultural que discute con las perspectivas positivistas (tan de moda unos años antes) y las del materialismo dominante, además de cuestionar la teoría evolucionista de Darwin y sus apreciaciones “erróneas” que deben rectificarse para el bien de la Nación.
Las ideas que Rojas expresa sobre la lengua dominada se transfieren hacia las lenguas de dominio. Establece un sistema de creencias, lemas, metáforas, ideologemas, cuya expresión máxima sería la asunción de que las lenguas representan el espíritu y el pensamiento de sus pueblos. De esta manera, una imposición cuidada del español en las tierras fueguinas podría conducir al orden y la pacificación de esta violencia y desorden lingüístico, y su consecuente inclusión en la organización nacional.
Sabemos, sin embargo, que el discurso, como forma concreta del lenguaje, es también, “un fenómeno ideológico discursivo, es decir, como entidad dinámica en constante relación dialógica con el contexto” (Del Valle y Gabriel-Stheeman 2). Considerando que todo signo lingüístico se convierte en “la arena de la lucha de clases” (Voloshinov 47) pues su valor semiótico refleja y refracta la realidad que denota, el cambio de terminología que recomienda Rojas borraría el pasado de lucha y de opresión cultural y, aunque incorporaría discursivamente a este sector social en una concepción de sociedad moderna y clasista, la propuesta manifiesta otra estrategia de resignificación del pasado en pos de una unidad nacional, otro espacio de conquista.

Ensayo de interpretación nacional/personal

De acuerdo con Alberto Giordano, una escritura autobiográfica que se considere como un ejercicio performativo “es aquella que se deja conmover por la experiencia transformadora de lo íntimo” (2007). La vivencia que Rojas relata en Archipiélago no debería leerse sin considerar esta dualidad intrínseca que configura el texto: por un lado, como documento de antropología cultural habla del otro, pero, a su vez, son las páginas de un diario personal del autor que no deja de hablar de sí mismo. Como en todo texto documental, hay en su centro una vertiente argumentativa que pugna por una fuerza de transformación y que involucra dos aspectos: la territorialización y la convergencia de la vivencia en experiencia íntima.
Ahora bien, el cambio no es material: Rojas está confinado, sólo cuenta con su capital simbólico para ejercer la reflexión y la crítica que, de manera oblicua, no apunta directamente al gobierno militar que lo había apresado, sino a los diversos modos de control ejercidos sobre la sociedad. La periodización histórica que Rojas establece –más allá de las analogías con el modelo europeo– habla sobre otro ideologema lingüístico presente en Archipiélago: la idea de una evolución natural de las lenguas, desde la pureza original hasta la contaminación presente. No es casual que la era de la utopía del Onaisín para Rojas sea la “prehistórica”, es decir, la previa a la escritura, la que sólo subsiste en las leyendas que agonizan junto con la lengua de sus herederos.
Por último, el período moderno, es visto por Rojas como el momento de “desnaturalización”: se imponen nombres a los lugares que no representan su naturaleza ni el espíritu de sus habitantes, es la etapa de las expediciones científicas y religiosas inglesas, el inicio de la contaminación actual. La etapa final, podemos concluir, sería la del momento de la escritura, la del desamparo de los últimos habitantes del Onaisín y su alienación, tanto en el uso de dos lenguas foráneas, el inglés y el español, como en el servicio al estado represor.
Rojas toma la realidad que descubre en ese obligado viaje y estadía en la isla fueguina para volver a pensar los mecanismos de funcionamiento de la construcción del Estado-nación y observa la necesidad de ordenar, de intervenir con políticas económicas, sociales y lingüísticas, las cuales, todas, contribuirían a la conformación simbólica de la nacionalidad. La estructura de Archipiélago es similar a la de los ensayos de interpretación nacional característicos del siglo XIX y principios del XX, tales como Pueblo Enfermo (1909) del escritor e historiador boliviano Alcides Arguedas, El dolor paraguayo (1909) de Rafael Barret y, por supuesto, Facundo. Civilización y barbarie (1845) de Domingo F. Sarmiento, entre otros. La organización responde al mismo modelo: advertencia del autor –propósitos, metas y crítica a ser desarrollada–, descripción del territorio, historia natural y social, descripción de la cultura en cuestión –sus hábitos, su lengua, su religiosidad, su moral, sus instituciones–, estado actual y conclusiones –necesidades que el Estado debe satisfacer, cuestiones pendientes a realizarse para el crecimiento del poder estatal–.
En las conclusiones de Archipiélago, Rojas abunda en el dolor que atraviesa la tragedia del Onaisín, concluye en las causas del exterminio indígena, establece cifras de supervivencia de selk’nam y yaganes, acusa a las campañas conquistadoras inglesas y españolas de tratar con ignorancia y crueldad al habitante autóctono, y arremete nuevamente con la perspectiva nostálgica de la utopía perdida: “El Onaisín ha quedado desierto y con su riqueza casi inmóvil. Aquí la vida se ha desnaturalizado hasta el crimen” (Rojas 93).

A modo de conclusión

Archipiélago se configura como un texto cuyo propósito es dual: cívico y movido por el interés nacional, como Rojas lo establece desde el comienzo, pero simultáneamente cuestionador de los mecanismos de cohesión y represión que toda formación estatal –arcaica, medieval, moderna– lleva a cabo para la dominación del otro. La utopía del Onaisín es funcional a la creación de un mito de origen que integre esa zona a un territorio nacional; permite “territorializar”, llenar el silencio de una “lengua muerta” con un artefacto discursivo, y así organizar el pensamiento sobre el espacio. La desaparición de las culturas autóctonas de Tierra del Fuego es para Rojas una “vergüenza” porque se desarrolló en paralelo, pero sin atención a la formación del Estado-nación argentino. En la división de tareas de la configuración nacional, se vuelve un asunto de sus intelectuales formar parte del mapa fueguino, cargarlo de significados. En este punto, Rojas no deja espacio a las dudas: Archipiélago se publica para motivar a su generación a intervenir simbólicamente sobre el territorio y denunciar al Estado que considera la represión como único gesto de soberanía en aquellas tierras. Rojas declama estas ideas a lo largo de los capítulos pero es en la constitución de un rol agentivo donde encuentra la primera persona del singular: “he procurado no hablar de sino de la realidad fueguina” / “si no fuese presunción diría que mi tarea es la epopeya del Onaisín” (8 y 21, el subrayado me pertenece).
El reconocimiento y aceptación de la muerte de las culturas y las lenguas de Tierra del Fuego implica la aceptación de la lengua y la cultura propia como dominantes. Este movimiento, al que se ve enfrentado Rojas en su paso por Ushuaia, lo lleva a presentar mecanismos de afiliación con la herencia americana y la tradición hispánica. Archipiélago no deja de ser un texto de carácter autoreferencial, se escribe en diálogo consigo mismo, se plantea como documento meta-reflexivo sobre la lengua y el sujeto que la escribe, aun sin hablar directamente de él. Sin embargo, su referencia no es la propia lengua sino las lenguas otras, las que descubre y, a su modo, recupera de las conversaciones con los últimos hablantes de selk’nam y yagan con quienes se encuentra, y sobre las que se evidencian ideas, ideologemas y metáforas –todo un sistema de representaciones, que obedecen a una formación discursiva y se distancian de la anterior (la del Centenario, la de la exaltación nacional y las políticas de normalización social, que, en el caso de Rojas, aparecen de manera directa en La restauración nacionalista)–. Esa auto-referencialidad de Archipiélago culmina en el sujeto cuyas marcas se pretenden borrar, en un espacio de contra-hegemonía social e identitaria, en un agenciamiento del lugar del dominado para hablar de la dominación. Rojas redacta en Archipiélago un ensayo de reflexión meta-nacional. Así, entonces, la fuerza transformadora de la propia intimidad: el sujeto confinado, marginado de su nación se encuentra en un territorio de tránsito, de margen, en una condición ideal para observar los mecanismos de naturalización de la ficción nacional. Archipiélago es un documento sobre la muerte de una lengua y el exterminio de una cultura, pero también hay aquí un sujeto que escribe revisando su esquema de percepción, una retrospectiva en tiempo presente, un espacio marginal a la formación estatal, nacional e, incluso, biográfica.

Notas

1 En Archipiélago, Rojas utiliza, siguiendo el diccionario de Thomas Bridges, la forma “ona” para referirse tanto a los selk’nam como a su lengua, aunque aclara que es un término que proviene de los “que habitan la Navarino y otras islas del Canal de Beagle” y que “se llaman a sí mismos ‘yaganes’ que en su idioma quiere decir ‘los hombres’. Ellos dieron a los que habitaban la costa de Tierra del Fuego el nombre de onas, que en idioma yagan quiere decir ‘viento norte’, porque esta ribera está al norte para ellos y de ese rumbo llega aquel viento; pero los onas, a sí propios, nombrábanse ‘selknam’ que en su lengua significa ‘los hombres’” (Rojas 54). De acuerdo con el Diccionario etnolingüístico y guía bibliográfica de los pueblos indígenas sudamericanos de Alain Fabre (2005), la lengua de la comunidad selk’nam se llama selk’nam, ona o también cho(o)n y su autodenominación era shelknam o choon (aunque señala que esta última refiere a la familia Chon que reunía tres lenguas: selk’nam, tehuelche y teushen); y la de la comunidad yagan –o también llamada por Anne Chapman, yámana– se llama yagán, yag(h)an, yámana, tekenika o yappú, con la autodenominación de yagan para la lengua y el grupo étnico (Cfr. Fabre). En este trabajo utilizaremos las formas autonominativas yagan y selk’nam, excepto cuando se haga referencia a la terminología usada por Ricardo Rojas.

2 Rojas utiliza los términos “exterminio” y “desaparición” alternativamente para referirse a lo que, desde hace unas décadas, se considera como genocidio fueguino. Así entiende por “genocidio”, tal como se explicita en el manifiesto elevado por numerosos intelectuales al Estado chileno en mayo de 2016, la definición de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de las Naciones Unidas (1948): “cualquiera de los actos […] perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal […] entre ellos la matanza de miembros del grupo, la lesión grave a la integridad física o mental, el sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial, y el traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo” (Alonso Marchante, Gómez Baeza, Harambour Ross).

3 Anne Chapman fue una antropóloga franco-estadounidense, discípula de Claude Levi-Strauss en la Universidad de La Sorbonne; desde 1965 se dedicó a estudiar las culturas selk’nam y yagan en Tierra del Fuego. Sus estudios establecen, gracias a sus investigaciones de campo con informantes nativos, que la población selk’nam era probablemente de 3.500 a 4.000 individuos cuando por el año 1880 los blancos comenzaron la ocupación de su territorio. En el año 1919 el padre Martin Gusinde contó 279 selk’nam; en 1930, cuando Rojas escribe Archipiélago, de acuerdo con Chapman quedaban menos de cien. Finalmente, cuando ella llegó a la isla, en 1965, pudo conversar con Lola Kiepja, ya anciana de 90 años, y luego con otros de los 13 sobrevivientes cuyos padres eran blancos o mestizos y habían nacido poco antes o después de que su cultura fuera destruida (Chapman 24-5). Similar es el caso de los yaganes: siguiendo a Rojas, en 1832 Darwin calculó la población en 3.000 individuos; en 1884 el Reverendo Bridges hizo un censo y contabilizó 1.000; luego, una terrible epidemia de escarlatina los redujo a 400. En 1908, quedaban 170, y en ese momento, 1934, según Barclay, etnógrafo vienés se contaban tan solo 40 sobrevivientes.

4 Rojas insiste en diversos episodios sobre la descripción de la pobreza de los selk’nam y yaganes con quienes se encuentra. Es para él “un gran dolor” producto de la negligencia gubernamental y la falta de regulación estatal: “la maldición del Onaisín no es condición inmutable de la naturaleza, sino obra de los gobiernos” (Rojas Archip 9).

5 El “Presidio Nacional” comenzó a construirse por los mismos penados en 1902, bajo las órdenes del presidente Julio Argentino Roca, y culminó en 1920 con 5 pabellones y 386 celdas, aunque llegó a albergar a más de 600 reclusos. Allí fueron encerrados delincuentes comunes, reincidentes y de alta peligrosidad, como Cayetano Santos Godino –“El Petiso orejudo”– y Mateo Blanks. También alojó a detenidos políticos como Simón Radowitzky, Honorio Pueyrredón, Pedro Bidegain, José Berenguer, entre otros. Ricardo Rojas, como otros presos políticos, no permanecía en el presidio sino en una residencia en el pueblo, aunque debía reportarse a diario en el penal. La cárcel fue cerrada en 1947 durante la presidencia de Juan D. Perón (Cácharo Cuentos del presidio).

6 Las comunidades aborígenes fueguinas sufrieron no solamente los asesinatos masivos y la persecución de los “cazadores de indios”, empleados para aniquilar nativos a cambio de sueldos, sino también la esclavitud, la venta de niños y niñas para trabajos de servidumbre sexual, la captura para ser expuestos en zoológicos humanos y ferias mundiales y otras estrategias planteadas para liberar la zona en pos de su apropiación por parte de los empresarios ganaderos que comenzaron a llegar desde 1880 (Petralito 183-196). A esto hay que sumarle, como explica también Chapman, las hambrunas producidas por ser despojados de sus tierras y tener que emigrar a zonas desoladas, la merma de los animales autóctonos que constituían la base de su alimentación, así como las epidemias que diezmaron incluso a quienes vivían en las misiones anglicanas como la de Thomas Bridges (desde 1869), primero, y las salesianas organizadas por Monseñor Fagnano desde 1893. Ricardo Rojas relata, a su vez, la pobreza extrema, el alcoholismo y la aculturación.

7 La historia que Rojas organiza en Archipiélago sobre el Onaisín se divide en tres etapas: Edad Antigua, Edad Media y Modernidad. La primera obedece a la larga tradición de las comunidades fueguinas en convivencia con las expediciones de navegantes españoles hasta la llegada de los evangelistas con “nueva religión, nueva lengua, nuevas maneras de vivir” (Rojas 71); la segunda comienza precisamente con el establecimiento de estos exploradores y misioneros ingleses durante el siglo XIX; y la tercera, la Moderna, corresponde a “la de la soberanía argentina, con sus presidiarios, sus gendarmes, sus latifundistas, sus vagabundos, casi todos asimismo extranjeros” (9). Los administradores del Estado que comenzaron a llegar en 1884 e instalaron la División Expedicionaria del Atlántico Sur en Ushuaia observaban negativamente el papel de las misiones anglicanas, primero, y salesianas después ya que las catalogaban de “defensores de indios” (Petralito 188). Ricardo Rojas continúa con esta forma de mirar oficial, aunque responsabiliza a las misiones religiosas inglesas precisamente por no haber logrado salvar a los indígenas fueguinos de su desaparición paulatina, e incluso por haberla favorecido indirectamente a través de la introducción por parte de Thomas Bridges y Martin Lawrence de las primeras ovejas para pastoreo en la isla.

8 El término “Onaisín” tal como lo utiliza Rojas hace referencia a la isla grande del archipiélago fueguino cuya historia mítica se propone recuperar: “Si no fuese presunción, diría que mi tema es la epopeya del Onaisín, con dos personajes a través de breves episodios: el paisaje viviente, según los onas lo concebían, y el hombre dentro de él, en sucesivos avatares de dolorosa aventura. Por eso la obra que empieza con el mito Kuanip podrá concluir con la leyenda de Konik-Sción” (Rojas Archip 22). Sin embargo, Anne Chapman explica que esta palabra es una derivación del término “Ona-sin” que significa en lengua yagan “Norte-país”, tal como este pueblo que vivía al sur de la Isla Grande percibía la tierra donde habitan los selk’nam, llamados por ellos “onas” en referencia al norte. La confusión radica, analiza Chapman, en la repercusión del diccionario de Thomas Bridges, quien al haber trabajado casi toda su vida entre los yaganes se refería a los selk’nam como “onas” (13).

9 Rojas menciona y cita un fragmento del libro Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo (en el navío de S.M. Beagle) (1839) en el que Charles Darwin escribe su experiencia a bordo del Beagle, el barco comandado por Fitz Roy, especialmente sus descripciones del paisaje y los habitantes fueguinos.

10 Las referencias y asociaciones con la antigüedad griega son constantes y prolíferas. El marco conceptual, que Rojas reprocha a los expedicionarios que malinterpretaron las culturas fueguinas por desconocimiento y por querer amoldarlas a las imágenes mitológicas europeas, se ve atravesado por el mismo procedimiento que se verifica en la segmentación que el autor realiza de la historia del archipiélago, como en la operación pedagógica que asocia a los onas con los espartanos y a los yaganes con los atenienses. Es claro que Rojas tenía muy presente el público al que dedicaba sus páginas, y este hecho es indisociable de su formación cultural. Cfr. Rojas Archip 22.

11 Rojas hace referencia a las primeras misiones anglicanas que se establecieron en Tierra del Fuego en 1869 a cargo del reverendo Thomas Bridges, antes de la llegada de los ganaderos ingleses y el cuerpo militar argentino en la década de 1880.

12 Nos referimos al viaje de Domingo F. Sarmiento por Estados Unidos y Europa, que culmina en su texto De la educación popular (1849).

13 Los viajes de los intelectuales y literatos argentinos hacia Europa han sido atentamente estudiados por David Viñas en “La mirada a Europa: del viaje colonial al viaje estético” en Literatura argentina y política I. De los jacobinos porteños a la bohemia anarquista. Sin embargo, estas dinámicas de iniciación excedieron el caso argentino y funcionaron en gran parte de las sociedades latinoamericanas (Colombi; Laera).

14 Es importante señalar estas dos formas del viaje que adopta Rojas, una hacia el “centro” del mapa moderno, simbolizado por las élites de la época en París como capital intelectual a donde es enviado como corresponsal de La Nación; la otra, el desplazamiento obligado a Tierra del Fuego por el gobierno militar como preso político, desde donde, paradójicamente, también escribe para el mismo periódico.

15 La lengua y la literatura han sido pensadas por Ricardo Rojas como documentos de la política nacional: describirlas, establecer análisis y fijar pautas de normalización forman parte de las operaciones necesarias para el ordenamiento de una tradición (una superestructura simbólicaideológica), que a la vez es requerida para consolidar una idea nacional. En 1913, cuando Rojas asume la Cátedra de Historia de la Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires afirma: “Por eso un documento como la Chanson de Roland o el Cantar del Mio Cid, es no sólo documento de literatura nacional, son de filología nacional y de política nacional, en el pueblo a que pertenecen” (“Discurso Inaugural de la Cátedra de Literatura Argentina” [1913]).

16 Luis Garibaldi Honte es uno de los principales informantes de Anne Chapman. Se lo puede ver y escuchar en Los onas: Vida y muerte en Tierra del Fuego (1977), un documental dirigido por Anne Chapman, Jorge Prelorán y Ana Montes de González, también en los libros de la antropóloga como Fin de un Mundo. Los Selknam de Tierra del Fuego ([1989] 2002).

17 Jimmy o Jemmy Button fue un yagan comprado por el comandante Fitz Roy en su primer viaje a la isla a cambio de un botón de nácar (de ahí su nombre) y fue trasladado, junto con otros dos, Mathews y Fueguia, a cambio de un bote que los yaganes se llevaron. Fueron llevados a Inglaterra con el objetivo de “educarlos e instruirlos en la religión a sus expensas” (Darwin 256). Al regresar al archipiélago, en 1932, Fitz Roy decide liberarlos con sus familias y Darwin relata este encuentro en su diario de viaje. Rojas critica duramente la concepción etnocéntrica del naturalista británico que al haberlos tratado a bordo los encuentra radicalmente diferentes a “los salvajes, innobles e infectos que habíamos visto en Tierra del Fuego” (Darwin en Rojas 56). Rojas concluye: “No es posible pensar que Jimmy habíase tornado inteligente y bondadoso por haber estado en Inglaterra, sino que, por haber aprendido el inglés, Darwin pudo comunicarse con él y conocerlo. En cambio, los demás permanecían en un silencio hermético para el extranjero” (Rojas 56).

 

Referencias bibliográficas

1. Alonso Marchante, José Luis, Nicolás Gómez Baeza y Alberto Harambour Ross. “Reconocer el genocidio selknam y el derecho de los muertos a descansar en Tierra del Fuego”. Petición al Estado chileno, mayo de 2016. En línea: https://www.change.org/p/reconocer-el-genocidio-selknam-y-el-derechode-los-muertos-a-descansar-en-tierra-del-fuego.

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Fecha de recepción: 15/02/2017
Fecha de aceptación: 05/05/2018

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