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Anclajes

versión On-line ISSN 1851-4669

Anclajes vol.22 no.2 Santa Rosa mayo 2018

http://dx.doi.org/10.19137/anclajes-2018-2223 

DOI: 10.19137/anclajes-2018-2223

ARTÍCULOS

 

Animal/humano: proximidades y fronteras en Mundo animal y otros textos de Antonio Di Benedetto

Animal/human: proximities and borders in Mundo Animal and other texts by Antonio Di Benedetto

 

Sofía Criach

Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas - Mendoza
Universidad Nacional de Córdoba
Argentina
scriach@mendoza-conicet.gob.ar

 

Resumen: Antonio Di Benedetto (1922-1986), uno de los escritores argentinos más importantes del siglo XX, publica en 1953 Mundo animal, volumen de cuentos en el que es fundamental, como su título lo explicita, la figura animal. Dentro del universo ficcional de la obra, esta figura se encarna en lo humano y viceversa, sugiriendo una humanidad que, más allá de sus atributos exclusivos –razón y lenguaje– comparte con otros seres vivientes un amplio sustrato común. Esta configuración existencial no solo provoca vacilaciones en el lector, sino que tiene implicancias ontológicas, es decir, incita a la interrogación sobre los esquemas de sentido y la condición humana presentes en estas historias fantástico-alegóricas. Este artículo propone indagar e interpretar, en la escritura de Di Benedetto, la ficcionalización de estos encuentros y fronteras entre lo animal y lo humano, analizando diferentes manifestaciones textuales de esta cuestión: el procedimiento del quid pro quo, los narradores no humanos, la animalidad de los niños, la relación con las patologías psíquicas, la proximidad ontológica entre los dos mundos, la metáfora del espejo, la corporalidad.

Palabras clave: Literatura argentina; Siglo XX; Antonio Di Benedetto; Animalidad

Abstract: Antonio Di Benedetto (1922-1986), one of the most important Argentinean writers of the twentieth century, published in 1953 Mundo Animal, a volume of short stories in which the animal figure becomes fundamental, as its title makes explicit. Within vinthe fictional universe of the work, this figure is incarnated in the human and vice versa, suggesting that humanity, beyond its exclusive attributes –reason and language–, shares a broad common substratum with other living beings. This existential configuration not only provokes hesitations in the reader, but has also ontological implications, that is, it leads to questioning about meaning schemes and the human condition in these fantasticallegorical stories. The purpose of this paper is then to investigate and interpret Di Benedetto’s fictionalization of these encounters and borders between the animal and the human, analyzing different textual manifestations of this question: the quid pro quo procedure, the non-human narrators, the animality of children, the relationship with psychic pathologies, the ontological proximity between the two worlds, the metaphor of the mirror, and the corporality.

Keywords: Argentine literature; XXth Century; Antonio Di Benedetto; Animality

 

“Si vida animal y vida humana se superpusieran perfectamente,
ni el hombre ni el animal –y tal vez, ni lo divino– serían pensables”
Giorgio Agamben. Lo abierto. El hombre y el animal.

 

 

Un tuberculoso delirante que asegura expulsar mariposas rojas por su boca; un enmudecido adolescente compañero de un ratón que se alimenta de los viejos libros de su padre suicida; un niño con la cabeza llena de pájaros y otro con un perro imaginario que, en sueños, lo invita a pasarse al mundo onírico; una mujer embarazada con tendencias suicidas obsesionada con una gatita preñada; la improbable existencia de un gato con características de perro y de ave; un enjambre de polillas devoradoras de las ropas de un joven; una mujer que junto al río, en un arrebato de ensoñación similar al de la Ofelia de Hamlet, es comida por cerdos feroces. Esta enumeración refiere los argumentos de algunos de los cuentos que componen Mundo animal, publicado por la editorial mendocina D’Accurzio en 1953 con una reducida tirada. Este primer libro de Antonio Di Benedetto ganó, en 1952, el Premio Municipal de Mendoza, y al año siguiente, la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, con Borges entre los miembros del jurado. Con algunas modificaciones, una segunda edición se publicó en Buenos Aires en 1971.
La significativa presencia de animales en estos cuentos, anticipada desde el título del volumen, es una constante que, con mayor o menor intensidad y frecuencia, puede rastrearse a lo largo de toda la producción de Di Benedetto. Ya en 1943, cuando es un joven periodista de veintiún años, publica en la revista Millcayac un artículo sobre el zoológico de Mendoza que desborda humor y ternura, y en el que ya se perfilan temas centrales de su narrativa posterior, como la libertad, la soledad, el suicidio, el sentido de la existencia humana, todos en vinculación con la cuestión animal. En esta nota, Di Benedetto inventa el posible monólogo de “un león cualquiera en esos momentos en que se refugia en algún rincón de su enorme y árida jaula” (Di Benedetto Escritos periodísticos 57). La fiera, luego de reflexionar sobre su propia condición, concluye así: “Yo he nacido… no sé, quizá nada más que para estar aquí encerrado, para que los hombres me vengan a ver. Pero el hombre, ¿para qué ha nacido?” (58). La pregunta por el sentido de la existencia humana ya está allí, presente e inquietante. Más tarde, en 1971, el escritor viaja a África, donde va a buscar, según él mismo lo cuenta en una entrevista que le hizo Rodolfo Braceli en 1972, “lo que el animal almacena en estado natural” (Di Benedetto EP 496). “Sí, hace bien mirar a los animales” (497), afirma a su interlocutor1.
El interés de Di Benedetto por el asunto no es extraño: se trata de una cuestión que podríamos considerar atávica, por cuanto el desarrollo y la evolución de la humanidad ha necesitado y dependido siempre de los animales. Esta convivencia ancestral no se limitó, evidentemente, a sus utilidades vitales (alimento, vestimenta, transporte), sino que configuró la cultura en todas sus formas, entre ellas, el mundo del arte. Aunque un ejemplo paradigmático sea el de la pintura –los conocidos dibujos teriomórficos sobre paredes de piedra–, el territorio de la literatura ha sido sumamente fecundo: desde las narraciones orales populares a las parábolas de la Biblia, pasando por los bestiarios medievales, las misceláneas renacentistas o las fábulas, el camino de las letras a través del bosque de lo animal es largo, sinuoso, diverso; y como el jardín de Borges, se bifurca persistentemente2. Franz Kafka, Horacio Quiroga o Julio Cortázar son solo algunos nombres cercanos de la enorme lista de narradores que, con distintas intenciones y técnicas, han confeccionado representaciones de lo animal en sus textos. En este panorama, se puede incluir a Di Benedetto como eslabón de una larga cadena que entrelaza la palabra humana con lo animal, en la que consideramos, además, que ocupa un lugar destacado.
El horizonte de producción de la obra nos sitúa en los años cincuenta, década de posguerra impregnada de reflexiones sobre el ser humano en su existencia concreta, con sus debilidades, crueldades y temores, males y culpas, responsabilidades y libertades. El animal, tan abordado por la literatura y la filosofía a lo largo de los siglos, configura, en ese momento, el eco de un hombre que se ha separado definitivamente del mundo natural, pero que se siente, al mismo tiempo, extranjero en el mundo humano a causa de la deshumanización que las grandes tragedias del siglo XX patentizaron3:

el fenómeno de emergencia de relatos que recreaban figuraciones de animales y de lo animal en el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial presentaba de modo ineludible la pregunta por su estatuto en el marco de una acentuación de la crisis del humanismo como discurso dominante en las culturas de Occidente, iniciada en el período de entreguerras […] La literatura respondía –aunque muchas veces esta respuesta tomaba la forma de una pregunta– abordando de modos disímiles las relaciones hombre- animal y escenificando un conflicto cuyo núcleo era el vaciamiento de las ideas y los valores que sostenían las distinciones y jerarquización del universo de lo viviente (Yelin La letra salvaje 14).

Un recorrido por la inmensa historia del pensamiento en torno de la materia permite hacer al menos dos aproximaciones iniciales, relacionadas con la dificultad que encierra en sí mismo el término animal en cuanto a su definición y delimitación 4. Por un lado, mientras el hombre, en tanto especie, es uno solo, el mundo zoológico es abrumadoramente grande: el vocablo animal contiene y resume en sí una monstruosa pluralidad. Por el otro, todo acercamiento al término implica abordar también lo humano, ya que los estudios sobre uno y otro suelen elaborarse recíprocamente, a través del señalamiento de semejanzas y diferencias.
Ya en el contexto de lo estrictamente literario y en relación con las expectativas del lector, admitamos la existencia de cierto pacto de lectura tácito sobre la naturaleza humana de los personajes: un animal que irrumpe en la escritura, especialmente como narrador, resulta una figura atípica o al menos inesperada. Al desatender esta expectativa implícita del narrador/personaje humano, el desacomodamiento hace surgir la interrogación sobre las implicancias de sentido que conlleva ese fenómeno inusual. Siguiendo esta línea exegética en la escritura de Di Benedetto, este trabajo indaga especialmente cómo lo animal se vincula –de forma a veces más diáfana y otras más velada– con lo humano, tanto con lo habitual y/o esperado, como con lo humano inesperado/perturbador.
En el prefacio a la primera edición de Mundo animal, Di Benedetto escribe lo siguiente: “busco poner al lector en el juego de la literatura evolucionada, para internarlo en los misterios de la existencia que, si no le planteo, puedo suscitar en su imaginación, y también para convocarlo a una cavilación –más duradera que la lectura– sobre la perfectibilidad del ser humano” (1953, 8). Efectivamente, estos cuentos híbridos –algunos muy breves, como dentelladas al sentido común; oscilantes entre la fábula, lo fantástico y la alegoría; por momentos con carácter moralista y por momentos fatalmente amorales; con secuencias oscuras o de final abierto– dejan al lector en una situación de incertidumbre acerca de qué lo constituye como humano. Un fragmento del solemne discurso proferido por el protagonista del relato “Sospechas de perfección” resulta ilustrativo al respecto:

Soy uno de los sostenedores de este Reino de los Hombres (que apenas es algo más que un Mundo Animal). Que se cobren en mí, las bestias, lo que de ellas despreciamos, condenamos y tememos, mientras en la misma especie humana brota y se ejerce, por individuos, por multitudes, de instante en instante, o por rachas, la ferocidad, la impiedad, la cerrada torpeza, los inmundos o temibles hábitos, el designio tramposo, el ánimo bélico y, en la guerra y la paz, el sentido de destrucción y la voluntad de opresión5.

Este pasaje hace alusión explícita al título del volumen y brinda una clave de interpretación para los cuentos que contiene: el mundo humano es un mundo animal. Se nos advierte, entonces, que las referencias animales deberán ser leídas entre líneas y en relación con todo lo irracional y violento que (per)vive en los hombres; pero también, como se verá en los cuentos, establece la consideración del mundo animal como un mundo subjetivo, es decir, habitado por sujetos (y no como objetos del mundo del hombre). Ambas ideas son importantes por cuanto permiten advertir los juegos narrativos que se dan en los textos y la posibilidad misma de comprender lo humano a través de lo animal que Di Benedetto propone en ellos.
Algunos estados subjetivos de la condición humana se presentan en animales (quid pro quo) o en relación con ellos, de manera tal que la referencia al hombre sea indirecta, lo que otorga a estos textos cierto cariz alegórico. En tal sentido, algunos críticos destacan el aspecto simbólico de los animales en esta obra y su relación con la fábula (fin moral) y lo fantástico (Varela 2011; Néspolo 2004). Por el contrario, hay quienes prefieren ir más allá de la idea de la metáfora animal y leer los cuentos como imágenes verbales, metonímicas, que hablan de modo figurado porque no hay término literal para ciertas experiencias humanas: en un sentido catacrético, lo ideal se vuelve material, la metáfora se literaliza, los animales se despojan de la pesada carga símbolo (Arce 2016; Yelin 2010). Por nuestra parte, creemos pertinente no descartar ninguna de estas lecturas, más aún por lo variado de los textos que componen Mundo animal. Como iremos viendo, la interpretación simbólica y metafórica parecerá ser la más pertinente en algunos, mientras que en otros, el borramiento de fronteras, las metamorfosis, las irrupciones o las invasiones corporales, sugieren más bien un devenir animal-humano y una zona común que no se explica sólo mediante la clave simbólica, aun siendo esta plurisignificante. Di Benedetto, en una entrevista, definió cada cuento de este volumen como “una indignación transfigurada” (Lorenz Diálogo con América Latina 131). Ese término, transfiguración, nos es adecuado por cuanto lo humano cambia su figura para revelarnos algo, que puede ser, como analizaremos en primer lugar, aspectos oscuros del ser humano, pero también lo que veremos más adelante: el señalamiento delo indiscernible o indecible, la confesión de la imposibilidad misma de revelar/nombrar lo animal.
Empezaremos por el procedimiento narrativo más claro, y quizás también el más clásico, que es el del quid pro quo, en el cual una cosa se presenta en el lugar de otra. Así, podemos distinguir ciertos aspectos del hombre6 que se configuran a partir de su vinculación con el animal, o bien que aparecen directamente reemplazados por este: la condición humana de angustia y de libertad, el mal/lo bestial, la culpa. Abordamos estos tópicos tomando como corpus fundamental los cuentos de Mundo animal, por la centralidad que este tema adquiere en la colección, pero haremos referencia a otros textos del autor cuando resulte pertinente.

La condición humana: angustia y libertad

En el cuento “Nido en los huesos”, se plantea una analogía entre el mono que vive en la palmera de una casa de familia y el pequeño protagonista. El niño inadaptado, incapaz de ser uno más en la sociedad, aislado en “la palmera” que para él son las habitaciones de la casa, se halla, como el mono en un patio de ciudad, en una situación de extranjería con respecto al lugar que ocupa en el mundo. Con el fin de ser útil a los demás decide hacer de su cabeza un nido de pájaros, pero ocurre algo inesperado: se instalan allí buitres, que acaban dañándolo y provocándole un terrible dolor. Juego narrativo entre lo fantástico y lo simbólico, este relato es uno de los primeros ejemplos de la particular construcción de lo animal en estas ficciones. Los pájaros (como figuras de la libertad) y el mono (alter ego del hombre, el animal que es y no es humano al mismo tiempo) no aparecen como criaturas realmente concretas, sino más bien cubiertos por el manto opaco de la conciencia del niño narrador, como transfiguraciones de su enajenación, sus deseos de conexión con los otros y la angustia vital que lo abruma.
En “Volamos”, el extraño animal que es gato, pero también perro y asimismo vuela, ese ser maravilloso que no es lo que parece, señala el hecho de que los hombres tampoco son lo que aparentan. Cuando la amante del narrador le pregunta si se maravilla con su gato-perro-pájaro, este –aunque lo calle– no puede otra cosa que ver en esa criatura el rostro descubierto de su propio cinismo, de su falta de conjunción entre palabra y acción, de su simulación: “Tu animalejo es un cínico, nada más. Un cínico ejercitado” (76).

“Es superable” constituye un texto fundamental de reflexión del autor sobre la condición humana. El protagonista de la historia narra en primera persona cómo va padeciendo una serie de metamorfosis y los cambios psíquicos que tales transformaciones físicas le acarrean: de ternero a hombre, y de hombre a pan, en cada cambio el narrador conserva una consciencia de sí mismo que le permite la reflexión sobre sus diferentes estados. Cuando el narrador es un hombre, señala tres aspectos que definen al ser humano como tal: 1) existe y piensa, a diferencia de los animales, que se limitan a “existir”; 2) ese don exclusivo, la razón, es la causa de su sufrimiento (como reza el famoso grabado de Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”); y 3) la razón y la libertad habilitan la ejecución del suicidio.
Aunque este texto ficcionaliza el pasaje de un alma o consciencia de un cuerpo a otro, no acusa ningún factor moral que, vuelto castigo o purificación, respalde los cambios que sufre el protagonista: no hay jerarquía de seres vivientes, ni siquiera de lo que tiene vida sobre lo no viviente, como ocurre cuando se transforma en pan. El meollo del cuento reside más bien en la idea de que no es mejor ni peor ser hombre o ser animal, sino distinto. Y esa distinción está dada por el pensamiento y la angustia que este conlleva, revelación se da gracias a ese devenir otro que el texto plantea, a esa continuidad: qué es ser humano es impensable si se ignora qué es ser animal. Esto lleva a una aporía del pensamiento teórico sobre lo animal, puesto que si no sufrimos, como el personaje de Di Benedetto, una metamorfosis que nos conserve la conciencia, no seremos capaces de saber a ciencia cierta qué es ser uno u otro. Ni siquiera la creencia en la metempsicosis podría salvar este abismo de lo inefable, puesto que la clave de aquella es el olvido de las vidas pasadas.
Asimismo, indicar con precisión quién habla en este texto también resulta problemático. Extrapolando lo que refiere sobre Kafka Julieta Yelin, especialista en el tema, podemos decir que en este texto “el discurso mismo ha sido tomado por una voz descentrada, ni humana ni animal, que se examina a sí misma e intenta narrar una experiencia de transformación” (La letra salvaje 64). Esta indeterminación impide al lector hacer de ese narrador un sujeto, un yo definido, y en su lugar parece haber una virtualidad, una voz viviente y reticente a toda identidad categórica. La identidad –como lo mostrará ejemplarmente Di Benedetto poco después con su Diego de Zama– es siempre precaria y vacilante.
En el célebre relato “Caballo en el salitral” (de El cariño de los tontos, 1961), el protagonista es un caballo ciego cuyo dueño ha muerto fulgurado por un rayo durante una tormenta. Se libera así de su amo, pero no de la carga: tira consigo todavía la carreta con fardos de pasto y con ella se interna en el monte, como animal domesticado que vuelve a su hábitat, como un esclavo liberado. Sin embargo, no está acostumbrado a seguir sus instintos ni a hallarse su propio alimento; interrumpe con su torpeza el silencio del desierto y lo perturban los ruidos de los otros animales. Se halla desorientado y el carro que lleva consigo no le permite desplegarse con comodidad en su ambiente. Finalmente muere de hambre y de sed, atascada su carreta en medio de un salitral. La brevedad del cuento, su lenguaje sencillo y depurado, sostiene y potencia las significaciones posibles del texto; la situación argumental, aunque simple, se abre a diferentes interpretaciones. Una de ellas es que en esa criatura hambrienta, que lleva consigo su propio alimento y no puede alcanzarlo, se dibuja una vívida imagen del absurdo; como una analogía de la vida humana, la historia del desdichado animal encarna la escena del sinsentido existencial7. El ser humano recorre ciego su camino vital, pero libre. No obstante, teme la propia libertad; como el caballo amansado que, ante la ausencia de amo, se siente desamparado porque de cierto modo ha perdido el instinto –ese dios de los animales–, así también nosotros lo hemos abandonado para devenir hombres. El camino se acabará, inevitablemente, con la muerte, aunque la imagen final de la paloma que alumbra sus huevos en el cráneo del caballo despliega una interpretación más esperanzadora: con la llegada de la primavera, ese nido improvisado “será una caja de trinos”. La muerte no solo sega vidas, sino que también las engendra.
En “Salvada pureza”, el narrador presenta a su mascota, un gato llamado Fuci, de manera absolutamente humanizada, al punto tal que describe la situación de este como la de un “jefe de familia”: el animal cuida de su compañera y sus cachorros en el horno abandonado que habitan. La figura del gato se vuelve, luego, un reflejo de su propia vida humana: “ahora veo, en el rostro triste y tenuemente severo del Fuci, el gravamen de las obligaciones, y yo pienso que, por más leopardo que sea, en lo íntimo es sólo un gato y no pueden cargarse demasiadas responsabilidades sobre un gato. Bien lo sé yo, por mi personal experiencia de hombre” (94). Las obligaciones diarias, de alcance social, se tornan tan pesadas que pasan a tener un alcance existencial. Finalmente, el espejo animal en el cual el narrador se mira le muestra su propio agobio vital y termina por borrar las jerarquías de hombre/superior que protege al animal/inferior, para configurar en su lugar una simetría, una relación de solidaridad: “Si ahora regresa, de los techos y de su porción de amor, sentirá en mí, más que la habitual protección del hombre al gato, la solidaridad de los nivelados por los problemas” (94). Arthur Schopenhauer hacía hincapié en la angustia del ser viviente y consideraba que el dolor es común a los hombres y a los animales (Fontenay Le silence des bêtes 582). Gilles Deleuze, por su parte, señalaba esta identidad de sufrimiento al decir que“l’homme qui souffre est une bête, la bête qui souffre est un hommeˮ (Francis Bacon 28)8. A diferencia de lo planteado en “Es superable” –que el hombre sufre porque piensa, y el animal no–, aquí el ser humano y las bestias padecen por igual: el dolor aúna las criaturas que habitan este mundo. Si lenguaje y razón separan lo humano de lo animal, el sufrimiento los torna próximos.
Apartando por un momento la mirada de Mundo animal, veremos que las conocidas imágenes del mono y del pez, descriptas en el comienzo de Zama (1956), la novela más importante de Di Benedetto, constituyen un claro ejemplo del espejo animal. Diego se ve a sí mismo en el mono muerto que el río acarrea de un lado a otro y no termina de llevarse: es su reflejo, su eco, como así también lo es el pez que es rechazado por las aguas y debe luchar cada día por permanecer en ellas. Representan dos cosas distintas: el mono, las ansias de partir, de dejar el lugar en el que vive (y que aquella imagen, como cruel designio, parece decirle que ni muerto podrá abandonar); y el pez, su lucha constante para permanecer en esta vida aunque extrañas fuerzas lo instiguen constantemente a renunciar a ella. Ambas criaturas, la muerta y la legendaria, son espejos en los que Zama ve reflejada la miseria, la monotonía y la precariedad de su existir.

El mal y lo bestial

Antonio Di Benedetto expresa en una entrevista lo siguiente: “Yo creo que el hombre no es naturalmente bueno, por el contrario, las necesidades, el afán de descollar hacen que el hombre use muchas armas innobles. Si se porta bien es por obligación de la sociedad” (Escritos periodísticos 497). Como secretamente abocado a la escritura de una teratología de lo humano, de un bestiario, en algunos textos los animales aparecen revestidos de una negatividad que funciona como eco o reflejo de esa maldad que reconoce en los hombres. En tal sentido, la proximidad hombre/animal se da no sólo en el sufrimiento, sino también en lo bestial, entendiendo el término en su acepción de “brutal o irracional” (DRAE).
Un caso paradigmático es el de “Hombre-perro”, en el cual el narrador y un personaje apellidado Magissi discuten acerca de la maldad humana a través de la comparación con los canes. Como en una especie de silogismo, el primero afirma que todos los hombres son perros, mientras que el otro expresa que se portan como perros, aunque tanto perros y hombres tienen sus momentos malos. Pero el narrador va más allá y cree que, en realidad, los hombres son habitualmente malos y solo en contados momentos, buenos: se habla de “perrada” para referirse, precisamente, a esa actitud vil. Cuando el protagonista, luego de varios fracasos laborales, descubre que Magissi ocupa el puesto del cual él ha sido despedido, la furia lo invade y el enfrentamiento físico entre los amigos es narrado como una pelea entre dos canes. Más aún, se trata de una verdadera transfiguración, en la cual los amigos se revelan mutuamente la verdadera naturaleza que los enfrenta. La escena es una de las pocas en que Di Benedetto emplea con humor e intención satírica la animalización, la cual funciona como la operación narrativa que le permite personificar la concepción de un ser humano naturalmente malo y agresivo.

“Pero uno pudo” y “De viboradas”, los dos cuentos de la edición original de Mundo animal que desaparecen en la publicación de 1971, son ejemplares para comprender este juego narrativo del uso de lo animal como crítica de lo humano; no solo por sus tramas, sino por la perspectiva, la mirada desde la cual se cuentan y se juzgan los hechos, ya que en los dos casos la voz narradora es animal. En el primer texto, los piojillos de las plantas toman el papel narrador –así en plural–, y justamente es su carácter de colectividad lo que les permite criticar el individualismo de los hombres, el cual los conduce a la guerra, la muerte y la angustia, mientras que los piojillos, con su concepción de vida colectiva, pueden vivir en paz. “De viboradas”, por su parte, juega con la voz narradora de una ladina víbora y sus anécdotas para hablar de la malicia humana y la resignación en la vida conyugal, aunque con un tono jocoso.
En el ya referido “Salvada pureza”, la relación de identidad/diferencia entre gato y leopardo que coexiste en Fuci marca una línea entre lo animal y lo bestial. Al comienzo del cuento se habla del amor nocturno –que es el que realizan los gatos– y se lo describe como el más idílico, pero también el más irracional, frente al amor diurno que, en cambio, es visto como desilusión: “quizás la franqueza del sol propicia, dentro de la relación, las revelaciones que conducen al tedio y al desencanto” (93). Mientras lo humano se asocia a la razón, lo bestial se vincula con el amor, y junto a este, con la pasión y el deseo, la voluptuosidad, la desmesura. En tal sentido, los hombres carecerían de cierto grado de animalidad que podría salvarlos del tedio de lo cotidiano: “l’homme devra faire la bête en faisant l’amour”, dice Clément Rosset para señalar la paradoja del hombre que gana en humanidad si reduce el sexo a lo animal (“Le miroir animal” 865), como parece suceder en este texto, y como sucede en las reflexiones de Amaya, protagonista de “El cariño de los tontos”, para quien el veterinario que despierta su deseo es“un bruto”, “un animal” (262).
Otro de los temas sobre el mal que aparece estrechamente vinculado a los animales es el de la violencia del hombre hacia la mujer. Está presente en “Pero uno pudo” en la figura del marido que “desinsectiza” su matrimonio (esto es, asesina a su mujer), y también en “La comida de los cerdos”. En este onírico relato, la mujer atacada por los cerdos ve casi con indiferencia la pelea entre las bestias por su posesión, ya “que tanto conoce a los hombres” (92): oblicua pero clara comparación de estos con criaturas salvajes que compiten por su presa. En la novela Sombras, nada más…, el procedimiento de animalización para representar el carácter violento del género masculino se observa en los pensamientos secretos de Emanuel, el protagonista, quien al ver a la mujer que le trae la comida al refugio en el bosque como “Caperucita”, se imagina a sí mismo como un lobo que puede matarla en su desamparo y soledad; y también en la animalización constante de Leoncio Leonardo, asociado ya desde el nombre a una fiera, cuya presa es la criada a la que acosa y vulnera sistemáticamente. El mismo procedimiento, pero bajo la forma del sueño, está presente también en la novela Los suicidas y en el cuento “La presa fácil”.

La culpa

El tema de la culpa, recurrente en Di Benedetto, se manifiesta en el relato “En rojo de culpa” con una tonalidad fantástico-alegórica, como ocurre en muchos de los textos de Mundo animal. Especie de inversión del clásico mito infantil en torno de los dientes, los ratones roban billetes a los hombres para pagarle con ese dinero a un hombre, cuyo trabajo es ser el culpable de sus canalladas. Pero un día, los ratones arremeten contra él: lo mutilan horrorosamente y mueren, así como morirá de peste ese hombre que se vendió a ellos por dinero.
En un pequeño prólogo que principia la primera edición del libro, Di Benedetto habla específicamente de este texto y expresa que

Siempre buscamos algo o alguien a quien adjudicar nuestra culpa […] Sin embargo, eso no nos exime de nada. Lo único que podemos esperar es la tolerancia, de quienes nos quieren, y el olvido de quienes nos quieren y de quienes no nos quieren. Lo único que podemos de nuestra parte es enmendarnos, beneficiar a quien perjudicamos o algo semejante, impredecible en su forma pero en su esencia naturalmente dirigido al bien (Mundo animal 7).

En el cuento, la idea aparece de la siguiente manera:

Se han vuelto contra su culpa. El ilustrado profesor [¿se refiere a Freud?] diría que no es posible destruirla, que las culpas permanecen y nos sobreviven, que moralmente sólo podemos contra ellas un acto bueno y compensador referido a la misma cuestión, aunque no ha de extinguirlas de ninguna manera. Sólo hay un medio, diría él, de vestirlas de humo tolerablemente camuflador y complaciente: el olvido voluntario, mecanismo apaciguador para tolerar la vida ajena y la propia (68).

En el prólogo, Di Benedetto también dirá que “En la desesperación de ver que las culpas nuestras trasladadas a otros de nada nos excusan ni de nada nos sirven […] nos lanzamos ciegamente, como toros enardecidos, contra la propia culpa. A veces, ella nos devora” (Mundo animal 7). Ello sucede con los ratones y el hombre en el cuento. Como si el carácter antropomórfico de las alimañas –expresado en esa necesidad de que un “otro” cargue con el peso de sus malas acciones– corriera el riesgo de no ser suficientemente claro, el autor ha decidido señalarlo explícitamente con ese texto introductorio9. Lo parabólico también se señala allí, al declarar que “se trata de un cuento moralista y pretende dejar una huella constante en el lector” (Mundo animal 8).
La culpa delegada también aparece en “Martina espera” (de Cuentos del exilio, 1983), pero en dirección inversa: del ser humano al animal. En ese breve cuento, una mujer abandonada por el marido traslada a su gato la responsabilidad del desamparo: “No le gustaste, por eso se fue. ¿Qué iba a hacer aquí, sin un gato que le gustara?” (565). Con otras modulaciones, la temática aparece en el cuento“Aballay” (de Absurdos, 1978), en el cual el protagonista, un gaucho, elige expiar la culpa por un asesinato con la ayuda de su caballo. A diferencia del gato inculpado, Aballay no busca endosarle a la criatura la carga de su espíritu, sino que el animal es el medio para ejecutar un castigo autoimpuesto de ascetismo. En “Felino de Indias”, de ese mismo volumen, un espada se aprovecha sin escrúpulos de la muerte del jefe y le roba todas sus pertenencias. Su mala vida lo deja pronto sin nada y, cuando se acerca a un poblado para procurarse refugio y alimento, la mirada de un gato lo turba a tal punto que lo obliga alejarse. Aunque no reconoce que es el mismo gato que perteneciera en otro tiempo a su jefe muerto, algo lo atormenta: esa mirada animal es la mirada del Otro, del Otro que juzga y acusa, que despierta la consciencia y hace que emerja el sentimiento de culpabilidad. Volviendo a Mundo animal, el joven narrador de “Bizcocho para polillas” se reprocha a sí mismo “haberle ocultado el cuerpo al amor”, lo cual lo lleva a dejarse hostigar por los insectos, como si mereciera tales castigos.
En todos estos textos se observa cómo la potencia –narrativa, estética, alegórica, fantástica– propia del animal le resulta al escritor un buen instrumento para ejecutar las variaciones de esta sinfonía de la culpa que se tañe en lo más profundo de la consciencia humana.

Humanimalidad10

El camino recorrido hasta aquí nos permite hacer algunas aproximaciones a las producciones de Di Benedetto que hemos abordado. Por un lado, destacamos la manera en que la figura animal le es estética y narrativamente provechosa para hablar del hombre y sus cualidades. Para ello, resulta necesario considerar que el ser humano posee algo de aquel que motiva el ejercicio auténtico del quid pro quo. Es el mecanismo básico de cualquier tropo: algo tiene que haber en común entre A y B para que uno pueda aparecer en el lugar del otro. Sin embargo, para no caer en una identidad hombre/animal inexistente, es útil hacer la distinción entre animal, el ser vivo concreto, y animalidad, materia común a los hombres y a los animales que permite aproximarlos ontológicamente. La animalidad es ese“elemento a negar” que la humanidad necesita para “crear una segunda naturaleza, que posibilite toda expresión de la civilización, la cual requiere del sometimiento y nivelación de los hombres, concedidos solo a través de la destrucción de su naturaleza animal” (Castillo Signos filosóficos, s/p). A principios del siglo pasado, el filósofo Edmund Husserl elaboró una distinción entre lo animal (Animalien: lo pulsional, la estructura psíquica del cuerpo común al hombre y a la bestia), el animal (Tier: la bestia propiamente dicha) y la animalidad (estrato de constitución pasiva común a los animales y a los hombres)11. Sin ahondar en una explicación filosófica de estos términos, recuperamos lo fundamental: los seres humanos no son lo mismo que los animales, pero lo animal y la animalidad forman parte de aquellos. Di Benedetto, precisamente, explora y literaturiza las posibilidades de emergencia de tales atributos.
Es productivo pensar también el lugar del animal como narrador de una historia. Esa voz no humana, aunque sin mucha frecuencia, aparece en algunos textos de Di Benedetto: “Es superable”, “Algo del misterio”, “De viboradas”, “Pero uno pudo” y “Sargazos”. A diferencia de Horacio Quiroga, quien si bien opta por la tercera persona omnisciente para sus historias, establece la focalización en los personajes animales, de modo tal que las criaturas impregnan, en lo que se narra y en el modo de narrar, una sensibilidad especial, Di Benedetto se mantiene más apegado a su antropocentrismo. En “Sargazos” (Absurdos), por ejemplo, la voz narradora es la de una anguila que, en una especie de breve relato biográfico, describe su recorrido vital desde los cauces de Europa hacia el Mar de los Sargazos donde estos animales desovan y mueren. Pero las disquisiciones sobre la pregunta que esta especie despertó en Aristóteles, así como el intenso lirismo, son de una humanidad que queda en total evidencia cuando el discurso del hombre irrumpe:“Yo que, inmerso entre mis libros aquí no más en una ciudad de la América Latina, he pasado este rato especulando sin sujetarme al orden de las fechas ni a las precisiones de la geografía. Pensando… Pensando como humano y pensándome anguila” (344-345). Este tipo de historias, expresa Yelin, “suelen enmascarar procesos de autoconstitución en los que un ‘yo’ humano se interroga sobre su propia experiencia como animal” (“Escritor-perro, escritor-gato”36). Devenir anguila (performativizar el animal, diría Yelin) le permite al narrador indagarse a sí mismo, lo cual es evidente cuando al final del cuento se retoma la voz narradora de la criatura marina, pero para reflexionar sobre el hombre: “El fuego que nos aplica es uno de los tantos que enciende, incluso para alcanzar a sus semejantes. Con algunos mata y con otros ama” (Cuentos completos 345).
Un narrador animal, o en su defecto, una focalización de esta naturaleza, presta voz a quienes no la tienen: se oye la palabra muda de la bestia, la palabra de ese nadie humano devenido animal. Recurrimos nuevamente a Yelin: “ese relato amoroso, cuando los textos experimentan con las posibilidades del lenguaje, con sus derivas más impersonales, termina por decir una verdad paradójica acerca de la identidad narradora: no sé quién soy; sólo sé que soy un animal; es decir: soy nadie, y el animal-nadie que soy habla de mí –escribe sobre mí– con una destreza que no me puedo atribuir” (“Escritor-perro, escritor-gato”36). La imposibilidad de la voz animal sin mediación del hombre queda lacónicamente demostrada en el sucinto microrrelato de una oración titulado “Hay un pero” (de Cuentos del exilio, 1983):

El escritor que quiere escribir un cuento con animales, para adquirir experiencia y poner verosimilitud se vuelve mono, pero… (545)

La conjunción adversativa seguida de puntos suspensivos que cierra el texto instaura la diferencia entre el ser humano y el animal, que es la posesión del lenguaje, y señala una verdad irremediable: quien hable en nombre del segundo lo hará siempre a tientas, porque para ser verosímil tendría que volverse bestia, y al hacerlo, ya no podría escribir. De este callejón sin salida, una sola cosa parece rescatable: el carácter inefable del animal y su mundo.

Animalidad: niñez y patologías psíquicas

La animalidad se vincula también con la infancia, pues el niño puede verse como un intermediario que asegura la continuidad entre el hombre y el animal (Fontenay Le silence des bêtes 128). Varias teorías filosóficas y psicológicas del siglo XIX y principios del XX vinculan lo animal con los niños y también con los hombres primitivos; el supuesto sobre unos y otros reside en que aún no han superado el período de la animalidad. Sigmund Freud consideraba que el niño se siente más próximo que el adulto a las bestias por la ausencia de orgullo y por la confesión franca de sus necesidades (Totem y tabú 129), como el hijito de Zama que juega con las gallinas en el barro o el niño-mono de “Nido en los huesos”. El pequeño de “Enroscado” (de la colección Cuentos claros, 1957) es paradigmático: se lo describe como “un animalito”, una “lauchita asustada”, una criatura “agazapada” con “ojos redondos y luminosos como los de un gato”, un “gatito despavorido”, un “cachorro de tigre”. La muerte de la madre desencadena en Robertito un proceso de retroceso emocional y evolutivo que se va agudizando hasta que finalmente deja de hablar. Esta última acción despunta el máximo de la animalización, porque los animales son justamente los aloga, es decir, los que no tienen lenguaje, así como los niños son los infans, los “sin voz”.
Si bien Di Benedetto también emplea la animalización en personajes adultos, marca una diferencia con respecto al niño. La vinculación de los pequeños con las bestias reside en cierto estadio de primitivismo cándido, cercano a la pureza y a la inocencia, mientras que en el adulto se vincula más bien con el instinto, lo sexual, la violencia y lo bestial.
Los desórdenes y las inquietudes psíquicas también funcionan como algunas de las modulaciones que lo animal adquiere en el primer libro de Di Benedetto, lo cual él mismo deja entrever cuando se refiere a la gestación de la colección: “el título es en realidad una invectiva. Algo me enfurecía o me lastimaba” (Lorenz Diálogo con América Latina 131). Esta herida existencial es visible en los textos abordados, en los cuales los aspectos más oscuros, ocultos y reprimidos del hombre aparecen vinculados a figuras no humanas. En “Trueques con muerte”, la mujer embarazada que pierde a su bebé y, a raíz de ello, se ensaña con una gatita preñada que vive en su hogar, es un ejemplo de estos personajes delirantes cuya relación con lo animal es sombría y se mueve mediante oscuros engranajes.
Para algunos teóricos, los desórdenes mentales guardan parentesco con ciertos estados primitivos del hombre cuyos resabios pueden emerger a la superficie de la consciencia. De esta manera, puede leerse en la oposición hombre/animal una relación especular con aquella de bárbaro/civilizado. Los personajes de la Colorada y Cataldo, a los cuales hace referencia el título del cuento-nouvelle de Di Benedetto “El cariño de los tontos” (1961), andan por el campo, en los árboles y subidos a los muros, sucios, dejando transcurrir el tiempo con la observación del entorno y las conversaciones pueriles y desinhibidas. Son profundamente inocentes y no parece haber pizca de maldad en ellos. Si los comparamos con los hermanos brutos perfilados por Horacio Quiroga en su conocido cuento “La gallina degollada”, advertimos que las aproximaciones ontológicas entre hombre y animal pueden irradiar valores tanto positivos –inocencia, bondad, sensibilidad natural– como negativos –indolencia, brutalidad, crueldad.

Cuerpos y corporalidades

Cuerpos enfermos, invadidos, mutilados, transitorios: la corporalidad ocupa en la colección de Mundo animal un lugar destacado, y está “en estrecha conexión con la animalidad, la percepción no categorizada de la materia informe, lo sensitivo. El narrador es en cada relato un cuerpo sujeto a pathos: enfermedad, erotismo, desmembramiento, sufrimiento” (Arce “Del símbolo a la metonimia” 138). Di Benedetto explora, en estos cuentos, algunas modulaciones del asunto que se hallan presentes en el horizonte cultural de su época: “la separación cuerpo-conciencia; las posibilidad de un hombre descarnado; la conciencia del sujeto que no se pierde ante los cambios corporales; la agresión al cuerpo que llega a la mutilación y a la muerte; la mirada del otro que puede cosificar y alienar nuestro cuerpo y la conciencia de nuestra propia corporalidad” (Varela “Cuerpos invadidos” 222).
El personaje del cuento que abre la colección, “Mariposas de Koch”, se refiere a las manchas rojas que escupe como mariposas que se suicidan a causa de su carácter romántico; en realidad, se trata de la tos sangrienta de un tuberculoso moribundo. El enfermo, en su delirio y negación de la muerte, hace de los escupitajos seres vivientes, y aún más, seres con impulso de muerte, en una clara proyección de sus propias pulsiones y del propio conocimiento, quizás negado u oculto en su subconsciente, de que va a morir. Ese impulso brota de su propio seno, ya que las mariposas han nacido en su interior, en su corazón, y al crecer, las ansias de libertad las han impelido a salir. El cuerpo es, entonces, una especie de prisión, de la cual no es posible librarse sin morir: la muerte corporal es el fin del ser humano, sin disociación permisible.
Algo muy distinto ocurre en el ya referido “Es superable”, en el que el cuerpo resulta sólo una materialidad pasajera que puede ser reemplazada por otra. Así, lo humano y lo animal se distinguirían, entre otras cosas, por su envoltura corporal específica12. El cuento explora la posibilidad de borrar la línea divisoria absoluta entre ellos, puesto que la transmigración del alma, consciencia o espíritu (Di Benedetto nunca especifica cómo llamar a eso que persiste a través de las distintas materialidades) supone que el hombre es solo una especie y hay continuidad entre humanidad y animalidad (Poirier “Eléments pour un zoologie philosophique” 678-679).
En “Trueques con muerte”, la protagonista ejemplifica la visión distorsionada que tienen de sí mismos los seres humanos, debido a las configuraciones mentales y sentimentales que van construyendo a partir de lo vivido, de manera tal que no es posible disociar lo corporal de los estados emocionales. A pesar de estar gestando una vida dentro de ella, su existencia enajenada se le presenta como un vacío que será aún peor cuando realmente ya no cargue nada en su interior. La gatita preñada a la cual agrede, y que muere al dar a luz a sus crías, se transforma en una imagen corpórea (en el sentido de material) de sí misma, con sus deseos suicidas y su dolor por la muerte del hijo recién nacido.
En “Bizcocho para polillas” se narra en primera persona una invasión corporal directa: la de un joven que es atacado constantemente por polillas que se comen la ropa que lleva puesta. La situación le genera un intenso sufrimiento, ya que afecta su pudor (nivel social) y lo desprotege del frío (nivel biológico). En el plano físico, se trata de un cuerpo que es mirado por los demás y que resulta problemático porque se sale de lo normal, puesto que no está debidamente cubierto. En un estrato más profundo, esa desnudez implica no portar el disfraz socialmente aceptado. Supone estar a la intemperie metafísica, expuesto al mundo, habitándolo con incomodidad, puesto que el pudor es la negación de lo animal y no tenerlo implica, a la vista de la sociedad, perder algo de lo que nos hace humanos. Finalmente, el hostigado joven se pregunta para qué vivir, y sin tener una respuesta para ello, le ruega a las polillas que se coman su corazón. Mientras los insectos cumplen con su pedido, siente alivio, “como si fuera entrando en el sueño, pasito a pasito” (90), en una evidente analogía entre el dormir y la muerte. El joven siente gratitud por ese “acto de amor” de las polillas, como si se liberara de la prisión de ese cuerpo escindido con el que no ha logrado hacerse uno.
En “Amigo enemigo” hay también una invasión del espacio humano –extensión del cuerpo– por parte de un animal. Un joven y un “pericote” (voz regional para referirse al ratón) han estado conviviendo en paz en la misma habitación, y más aún, el muchacho se ha encargado de alimentar al animal con migas de pan. Pero un día, el roedor comienza a comerse los libros del padre del joven, únicos recuerdos que tenía de este –aparte del suicidio y la terrible imagen del hombre muerto en el baño, que lo ha dejado mudo desde entonces–. Di Benedetto, en el texto introductorio a Mundo animal, que ya hemos referido en relación con el tema de la culpa, dice de este cuento: “el pericote que el hombre alimenta en ‘Amigo enemigo’ es la guerra, justamente la guerra” (8). De hecho, “Guerra” es el nombre que le pone el joven al animal. Pero el escritor también nos dice que el lector “puede pensar que sí, que es, pero también puede pensar que no, que no es, porque es, para usted, otra cosa, y esto me tendría muy satisfecho, con la satisfacción de saber que lo mío va más lejos de donde yo pude llevarlo” (9). Esto nos habilita a una segunda lectura, de alcance ya no social, sino individual, y quizás, psicoanalítico. Como si representase el olvido, el ratón está aniquilando los únicos recuerdos positivos del padre que el joven guarda, y eso lo desespera profundamente. El espacio de la habitación es el propio cuerpo del joven, la extensión de su yo; los libros, sus recuerdos; el ratón, el olvido que, con el pasar del tiempo, va royendo los pensamientos hasta volverlos nada. Finalmente, el muchacho hiere con una lapicera al ratón, aparentemente de muerte, y recupera débilmente su voz. Es decir, solo el olvido le permite desatascar su camino existencial, aunque sin dejar de ver los rastros de sangre que el ratón (metonimia de la figura paterna) ha dejado en su vía hacia la muerte: esa marca es imborrable.
“Hombre invadido” (pertenece a Absurdos, aunque se asemeja mucho en tema y estilo a los cuentos de Mundo animal) narra la batalla de Vicente contra una rata que tiene prisionera, y que actúa como una analogía de él mismo, quien, como lo dice explícitamente, es prisionero de su propia consciencia (352). Este texto se halla en la misma línea que “Nido en los huesos” y sus buitres invisibles en la cabeza del ser humano, es decir, el acoso de lo más inconsciente y angustiante del ser humano aparece encarnado –literalmente, hecho carne– en una figura animal.
El recorrido anterior muestra que los cuerpos son una zona de contacto entre el mundo humano y el animal, porque en ellos mismos se inscribe la subjetividad. Por momentos campo de batalla, armonioso pasaje entre los seres, otros, y la mayoría de las veces, escenario para el drama simbólico de las carencias y los desencuentros del hombre consigo mismo, el cuerpo es el espacio-hábitat del ser viviente que hace posible su misma existencia. La corporalidad es un aspecto común entre humanos y animales, un área compartida donde se ponen en juego lo que los diferencia y lo que los aproxima, las necesidades y los deseos, la enfermedad, las ansias de vivir y las tendencias autodestructivas13.

El otro, el mismo

La profusión de discursos filosóficos, literarios y hasta plásticos que abordan el tema de lo animal permite pensar que las aproximaciones a este concepto, más que basadas en una supuesta esencia o naturaleza, parten de las representaciones que se tienen y que se construyen sobre lo animal en relación con lo humano. La principal diferencia entre uno y otro es, precisamente, la representación de esa diferencia. De allí surge el cambio según las épocas y los contextos, las miradas y las cosmovisiones. En la tradición occidental, el animal tiende a ser un gran Otro, lo cual no sucede en muchas culturas orientales –o incluso en los pueblos americanos originarios–, en las cuales los lazos que guardan los seres humanos con el resto de las criaturas vivientes difieren mucho de los nuestros. Di Benedetto imagina y construye ese otro animal, más próximo de lo esperable e incluso de lo deseable: ese otro que es parte del hombre mismo.
Como decía Yelin en referencia al contexto de la posguerra, la respuesta literaria a la cuestión animal ha tomado, muchas veces, la forma de una pregunta. Entonces podemos interrogarnos: ¿hay en la escritura animal un intento por escapar de la abrumadora vida humana porque se la encuentra, paradójicamente, deshumanizada? ¿Es una manera de volver a humanizar al hombre, en el sentido de repensar su humanidad a través del espejo animal, bajo un antropocentrismo o un (post)humanismo enmascarado? La separación hombre/animal parece ser reverberación de la separación hombre/hombre, de esa dañina y persistente relación de verticalidad que enajena y escinde.
Sin embargo, esa posición vertical del ser humano de pie, de la cual muchos pensadores se han servido para establecer una separación ontológica tajante, deviene por momentos una horizontalidad, en especial en un aspecto que iguala categóricamente a todas las especies de este mundo: la naturaleza mortal de la existencia, el encuentro con la muerte como “único horizonte común de lo viviente” (Yelin “Escritor-perro, escritor-gato” 41). Por eso, cuando un personaje– y con él, el lector– se mira en el crudo espejo animal que se trama en la escritura de Di Benedetto, muchas veces solo ve el rostro de la muerte, o bien otros aspectos de sí mismo que preferiría desconocer o ignorar: la angustia, la maldad, la culpa. Clément Rosset define ese “espejo animal” como la imagen que la bestia nos devuelve de nosotros mismos, en la cual toma forma la dimensión de nuestra animalidad o de nuestra humanidad. Señala la molestia que causa al hombre mirarse en este, al punto de forzar la inatención o el dar vuelta la cara, porque ese reflejo, quizás aceptable para el niño o el bebé, no lo es para el adulto que ya ha entrado plenamente en la escena de la humanidad (“Le miroir animal” 864). Por eso, el mísero ladrón de “Felino de Indias” no soporta la mirada del gato, que le devuelve la imagen de su culpa; por eso ve Zama, en el mono muerto en el río, la casi intolerable inmovilidad de su existencia.
El corrimiento en los roles esperables en los sujetos humanos y los sujetos animales plantea una singular cosmovisión en la cual los límites entre unos y otros son difusos, donde la humanidad es objeto de discusión. El reino de los hombres, dice el condenado a muerte de “Sospechas de perfección”, es apenas algo más que un mundo animal, porque toda figura en la cual la identidad media del ser humano no está más asegurada, es aquello que llamamos lo animal. Tal incertidumbre es lo que explicaría las modulaciones, casi siempre negativas, o al menos problemáticas, que el asunto adquiere en esta escritura, lo cual despunta más preguntas que respuestas: ¿es lo animal una caída, o acaso un retorno a los orígenes? ¿Es inferioridad y ascendencia vergonzante, o pureza perdida? ¿Es lo bestial todo aquello que el hombre no puede o no quiere aceptar de sí mismo? Y si no quiere aceptarlo, si la animalidad es el elemento a negar para constituirse en sujeto plenamente humano, ¿no se está por tanto admitiendo su existencia? Subyace aquí la consideración de una zona compartida, un fundamento común. Deleuze habla de una zona de indiscernibilidad–y de indecibilidad– compartida por hombres y animales que es mucho más profunda que cualquier identificación sentimental (Francis Bacon30); esa región insondable que el hombre desconoce de sí pero que lo constituye como tal (Yelin La letra salvaje 32); un territorio explorado persistentemente por autores de todas las épocas, porque la escritura configura un caldero privilegiado para tales alquimias.
Dentro de esta, la literatura fantástica ha constituido un campo especialmente fértil para pensar los enigmas de la relación hombre/animal y la propia condición humana. Al respecto, Jimena Néspolo explica que lo fantástico puede convertirse en la posibilidad ficcional de recrear los monstruos que construye la imaginación del hombre. Considera que en Di Benedetto este es un género de riesgo, porque “obliga al sujeto a abandonar cualquier tipo de certeza (realista) y a enfrentarse –en un juego dramático, terrible y desesperado– con sus más recónditas opacidades” (Ejercicios de pudor 84). Señala que el mendocino se introduce en lo fantástico bajo el magisterio indiscutible de Borges, pero que se aleja de cierta función lúdica del rioplatense para ahondar en el conocimiento y la problematización de la subjetividad a partir de los insumos que le brinda, especialmente, el psicoanálisis. En 1958, cuando Borges invitó a Di Benedetto a dictar una conferencia sobre el tema en la Biblioteca Nacional, este definió la literatura fantástica como un juego dramático y ficcional en el que tiene lugar “una asimilación y una trascendencia de tres factores esenciales: la fe, el miedo y los deseos” (Ejercicios de pudor 83). Estos tres factores, sobre todo los dos últimos, aparecen en Mundo animal figurados en animales que se vuelven inesperadamente extraños y, como eco de la extrañeza del sujeto hacia sí mismo, hacen que lo humano devenga también ajeno. La elección de animales comunes, cercanos al hombre (como perros, gatos, ratas) vuelve más inquietante esa extrañeza, porque germina en lo próximo, en lo íntimo. Y aunque por momentos los cuentos adquieran cierto tono moralista, Di Benedetto no da respuestas a las inquietudes que nos despierta la precariedad de lo humano. Prefiere dejar al lector en la cavilación: “Yo sugiero; resuelva, de una o más maneras, igual o distinto a mí, quien me lea” (Mundo animal 10).

Por otro lado, el carácter alegórico señalado por la crítica, en algunos de estos textos, no funciona en detrimento de la fantasía. Como también explica Néspolo siguiendo a Ana María Barrenechea, en la literatura contemporánea lo alegórico refuerza el nivel fantástico porque se relaciona con el sinsentido del mundo, con su carácter caótico e irreal. Muy cerca de Kafka en este sentido, Di Benedetto explora las fronteras de lo humano y de lo real a través de imágenes que representan o significan una cosa diferente a la que se ve a simple vista: lo animal le permite indagar la condición del sujeto de manera indirecta pero íntima. Como un niño pequeño que habla en tercera persona porque aún no ha desarrollado una consciencia del yo, el otro animal es uno de los modos en que la subjetividad escindida se observa y se conoce a sí misma. Es un espejo que no refleja, sino que refracta; esto es, cambia la dirección de lo que cae sobre él, la dirección de la mirada: observar lo humano desde lo animal es sostener una perspectiva oblicua, no directa, y en tal sentido, reveladora. La escritura configura ese espejo porque ella misma es también una actividad animal, en cuanto su génesis es naturalmente impredecible y enigmática. Como le dice el escribiente Manuel Fernández a Diego de Zama: “La disposición a escribir no es una semilla que germina en tiempo fijo. Es un animalito que está en su cueva, y procrea cuando se le ocurre, porque su época es variable” (Zama 132).
Como bien señala Yelin, más allá de la reificación y la humanización –las dos formas más clásicas en que podría resumirse la respuesta literaria a la cuestión animal– puede haber una tercera vertiente: la de la experiencia del encuentro/ desencuentro con el animal en la zona común, el espacio transicional habitado por ambos (La letra salvaje 117). En ese territorio desterritorializado, en ese imaginario de la sospecha, moran las criaturas dibenedettianas.

Conclusiones

El procedimiento del quid pro quo, los narradores no humanos, la animalidad de los niños, la relación con las patologías psíquicas, la proximidad ontológica entre los dos mundos, la metáfora del espejo animal, la corporalidad, son algunos de los elementos que ayudan a pensar las manifestaciones textuales de la cuestión animal en la escritura de Di Benedetto. Sus lecturas, experiencias e indagaciones interiores (e incluso sueños, si atendemos a la gestación que él mismo declara para Mundo animal) le han permitido al escritor pensar la condición humana con muchos más atributos que aquellos dos que se le conceden de forma exclusiva: razón y lenguaje. En el dolor, en los cuerpos y sus necesidades, en la niñez y en la locura, en los estados afectivos de agresividad y pasión, el hombre revela un sustrato común compartido con otros seres vivientes. Y como hemos dicho, lo que parece aproximarlos más es el sufrimiento. Si el hombre que sufre es una bestia, en sentido figurado podemos llamar a Mundo animal un bestiario moderno, porque compendia seres cuya angustia vital los echa fuera de sí mismos, rompiendo la conexión con el mundo y con los otros que lo habitan. Es un bestiario del siglo XX, sin lección moral pero revelador de la angustia existencial del hombre.
Por otro lado, aclaremos que hablar del espejo animal como una figura a través de la cual el ser humano puede mirarse desde otras perspectivas no implica sostener que las bestias son simples marionetas usadas para representar el teatro del hombre. El equino de “Caballo en el salitral” o el loro y el gato de “Felino de Indias” dan cuenta de una sustancia propia que compenetra en sus historias, a veces antes de reflexionar conscientemente sobre sus implicancias humanas. La lectura simbólica, metafórica o metonímica que se pueda hacer de los personajes animales puede ser una especulación a posteriori, ya que la solidez estética de la escritura dibenedettiana pone sus límites a las reflexiones explícitas –salvo algunas excepciones– sobre el ser humano. El discurso de la humanimalidad nunca es directo y además, dice tanto de uno como del otro; señala, en libre distorsión de la poética baudelairiana, las correspondencias entre ambos mundos. Las zoografías de Di Benedetto van más allá de toda división tajante entre hombre y animal, señalando puntos de contacto, fronteras difusas, nuevas lecturas posibles. Del mismo modo en que el lenguaje no es soporte de contenido, lo animal no es soporte de lo humano. El animal no representa al hombre como si este portara el disfraz de bestia, sino que en la idea de lo animal está encarnada la idea de lo humano, y viceversa. ¿Dónde están los límites entre uno y otro? En cada escritura que, en cuanto universo de signos, es infinita.

Notas

1 John Berger escribió un breve ensayo sobre el asunto: “¿Por qué miramos a los animales?”, en Mirar. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2001.

2 Dice Jimena Néspolo: “Hombre y animal han mantenido una relación tan antigua como intensa, transmutada hoy en una suerte de latencia que intenta revivir en las numerosas ficciones que abordan esta temática” (Ejercicios de pudor 53).

3 Giorgio Agamben refiere, entre otros casos, la decisión biopolítica de “animalización” de los judíos que subyace en el trato inhumano que el nazismo les dio. En general, las manos del poder corren la línea que separa lo animal de lo humano cuando se trata de un extranjero, un “bárbaro”, otro que es visto como amenaza o enemigo de los propios intereses. John Berger también hace referencia a ello al mostrar los lazos que los lugares de marginación –guetos, villas miseria, manicomios, campos de concentración– guardan con los zoológicos.

4 El recorrido, excluido aquí por cuestiones de extensión, se fundamenta principalmente en la lectura de dos obras: el monumental libro de Élisabeth de Fontenay Le Silence des bêtes, la philosophie à l’épreuve de l’animalité. París: Fayard, 1998; y el pequeño de Gilbert Simondon. Deux leçons sur l’animal et l’homme. París: Ellipses, 2004. A estas obras se hace referencia también en otras partes del artículo.

5 Di Benedetto, Antonio. Cuentos completos. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2009, pp.80-81. En adelante, toda cita de los cuentos corresponde a esta edición y se consigna solo la página.

6 A lo largo de este trabajo, se emplea el término “hombre” como equivalente a “humanidad”,“género humano” o “ser humano” solo por cuestiones estilísticas para evitar repeticiones.

7 Este cuento será incluido años más tarde en la colección Absurdos.

8 “El hombre que sufre es una bestia, la bestia que sufre es un hombre” (traducción nuestra). Gilles Deleuze elabora estas reflexiones a partir de las obras pictóricas del artista irlandés Francis Bacon. Para el filósofo francés, estas pinturas permiten pensar las modulaciones del devenir hombre/animal-animal/hombre y sus zonas comunes, fundamentalmente en relación con la carne, nudo de la identificación más profunda y a la vez, más indiscernible, entre lo humano y lo animal.

9 Aunque no en relación con los animales, el tema de la culpa delegada aparece en la novela Sombras, nada más…, cuando Emanuel no quiere hacerse cargo de los efectos de sus acciones: “A fin de no ser él sol, sino ser él y el otro, y que el otro actuara por él (¿trabajara por él?) y él tuviera en quien descargar responsabilidades, sobre todo las morales, que son las que más pesan. Que las culpas las tuviera el otro” (14).

10 Libre traducción del término propuesto por Michel Surya (Humanimalité: l’inéliminable animalité de l’homme, 2001) para referirse a la figura que señala la relación entre humanidad y animalidad.

11 Según la fenomenología de Husserl, el mundo se constituye como correlato de la conciencia intencional de un sujeto. ‟Esta constitución puede ser activa, es decir, consciente, atenta, explícita, reflexionada, capaz, por ejemplo, de efectuar la reducción, o bien pasiva, es decir, preconsciente o inconsciente, involuntaria, desatenta, implícita, «animal»ˮ (Fontenay 632) (La traducción es nuestra).En tal sentido, los hombres no solo constituyen el mundo activamente, sino también de forma no voluntaria, en virtud de su animalidad.

12 “La théorie de la transmigration commande que les différences entre ces trois sortes de vivants résident uniquement dans leurs articulations somatiques, dans leurs enveloppes corporelles spécifiquesˮ (Fontenay Le silence des bêtes 69).

13 En una entrevista realizada para la revista francesa Critique, Frédéric Rossif expresa que el animal lucha antes de morir porque no negocia su muerte, mientras que el hombre sí lo hace, y esto,“c’est un manque d’animalité” (Barou, "La fête sauvage” 670).

 

Referencias bibliográficas

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20. Varela, Fabiana. “Reino de hombres, mundo animal: presencia animal en la narrativa breve de Antonio Di Benedetto”. Anales de Literatura Hispanoamericana, núm. 40, 2011, pp. 279-296.

21. Yelin, Julieta. “Escritor-perro, escritor-gato”. Boca de Sapo. Arte, literatura y pensamiento, núm. 21, abr. 2016, pp. 36-41.

22. Yelin, Julieta. “Kafka en Argentina”. Hispanic Review, vol.78, núm. 2, 2010, pp. 251- 273.

23. Yelin, Julieta. La letra salvaje: ensayos sobre literatura y animalidad. Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2015.         [ Links ]

Fecha de recepción: 14/03/2017
Fecha de aceptación: 22/12/2017

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