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Anclajes

versión On-line ISSN 1851-4669

Anclajes vol.23 no.1 Santa Rosa ene. 2019

http://dx.doi.org/10.19137/anclajes-2019-2311 

DOI: 10.19137/anclajes-2019-2311

ARTÍCULOS

 

Lucio V. Mansilla, ¿literato?

Lucio V. Mansilla, a man of letters?

Lucio V. Mansilla, literato?

 

Sandra Contreras
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET
Universidad Nacional de Rosario, UNR
Instituto de Estudios Críticos en Humanidades, IECH
Argentina
sandracontreras123@gmail.com
ORCID: 0000-0003-4691-8661

 

Resumen: se propone mapear un conjunto de textos que perfilan la huidiza y compleja identidad literaria de Lucio V. Mansilla quien, pivoteando centralmente en torno de la imagen del conversador, puede plegarse a la idea de escritor, medirse a veces con la figura del literato y otras con la del crítico (ambas investidas de autoridad en la década del 80), y nutrirse, a su vez, de la del periodista cultural (figura en torno de la cual se tramitan transformaciones decisivas en la identidad social del escritor en la Argentina de fin de siglo). La hipótesis es que esta construcción podría verse como un episodio –informal y heterodoxo, como todos los protagonizados por Mansilla– de la emergente vida literaria de las últimas décadas del siglo XIX argentino.

Palabras clave: Lucio V. Mansilla; Literato; Crítica literaria; Periodismo; Década del 80

Abstract: this work proposes to map a set of texts that outline the evasive and complex literary identity of Lucio V. Mansilla. Pivoting around the image of the conversationalist, Mansilla can bend to the idea of a writer measured at times with the figure of the man of letters but, at other times, with that of the critic (both invested with authority in the 1980s), and nurtured, in turn, by that of the cultural journalist (figure around which decisive transformations are processed in the social identity of the writer in Argentina in order century). Our hypothesis is that this construction could be seen as an episode -informal and heterodox, like all those starring by Mansilla- of the emerging literary life in the last decades of 19th century in Argentina.

Keywords: Lucio V. Mansilla; Man of letters; Literary criticism; Journalism; 80´s decade

Resumo: propõe-se mapear um conjunto de textos que formam a eclética e complexa identidade literária de Lucio V. Mansilla, que, girando em um eixo em torno da imagem do conversador, pode alcançar a ideia de escritor, ser medida, às vezes, com a figura do literato e, outras, com a do crítico (ambas investidas de autoridade na década de 1980), e nutrida, por sua vez, da de jornalista cultural (figura em torno da qual ocorrem transformações decisivas na identidade social do escritor na Argentina do fim de século). A hipótese é que esta construção poderia ser vista como um episódio – informal e heterodoxo, como todos os protagonizados por Mansilla – da emergente vida literária das últimas décadas do século XIX argentino.

Palavras-chave: Lucio V. Mansilla; Literato; Crítica literária; Jornalismo; Década de 1980

 

El truco del célebre retrato fotográfico de Witcomb, que multiplicó para siempre los perfiles de Lucio V. Mansilla en conversación consigo mismo, parece replicarse, como ya lo advertían sus contemporáneos, en la proliferación de sus figuras: Mansilla causeur, Mansilla dandy, Mansilla coronel y general, diputado y diplomático, Mansilla explorador, viajero, excursionista. ¿Será posible, o acaso preciso, agregar a la serie la figura de Mansilla literato? Probablemente haya sido el juicio que Ricardo Rojas consolidó en los primeros años del siglo XX –la idea de que la fascinación que producía su figura no alcanzó para consolidar, por su inconstancia y su inestabilidad, una obra literaria madura, ni, por consiguiente, al “gran escritor que hubiera podido ser”– el que postergó por mucho tiempo, no la posibilidad de reconocer a Mansilla como uno de los mejores narradores y cronistas del siglo XIX, pero sí la de pensar cuánto se imaginaba y quería para sí mismo, también, el destino de un autor.
En efecto, la idea de que Mansilla hablaba pero no escribía, que Miguel Ángel Cárcano convalida cuando subraya su virtuosismo de conversador y afirma que “prefirió a la gloria de las letras el éxito pasajero de la palabra” (7), no dejó ver sino hasta hace muy poco que, por el contrario, casi no hubo escritor entre los gentlemen del 80 tan metódico, esto es, tan consecuente en la invención y puesta a prueba de métodos y procedimientos de escritura, como lo fue Mansilla (Contreras). Pero esa notable disposición y aptitud autoreflexivas, que por cierto definió un modernísimo programa literario en el fin de siglo argentino, es una de las caras de una práctica de larga duración en la que también es posible reconocer cierto periódico interés del escritor por inscribirse en su espacio cultural como un hombre de letras1. Es cierto que Mansilla coqueteaba con esa figura, tan propia del siglo XIX, y que ese coqueteo contribuyó más a distanciarlo de, que a identificarlo con, la denominación de literato. No por eso, sin embargo, dejó de ejercer, y con notoria asiduidad, la crítica de libros y de autores, ni, mucho menos, dejó de aspirar a (o de fantasear con) ser reconocido, no solo como un escritor inconfundible en infinidad de columnas, artículos, cartas, recuerdos y relatos, sino también como el autor de una obra que merecía ser reunida, y editada, en forma completa. En este sentido, tal vez sea el tópico biográfico de sus malogradas ambiciones en la carrera política el que no haya permitido notar de modo suficiente la serie que (conformada por sus tempranas iniciativas en prácticas de sociabilidad literaria, sus periódicas intervenciones críticas y sus estrategias editoriales) podría acreditar cierto interés de Mansilla en cierta (personalísima y siempre heterodoxa) carrera literaria.
Intentaré, en lo que sigue, mapear un conjunto de textos, propios y ajenos, que perfilan la compleja y sobre todo huidiza identidad literaria de Lucio V. Mansilla. Una identidad que, pivoteando centralmente en torno de la imagen del conversador, elige mayormente plegarse a la idea de escritor (entendido aquí según el léxico moderno definido en una de sus causeries: aquel que “además del método, del procedimiento, del temperamento –que constituye su yo-, tiene siempre un resorte secreto, una manía”)2, se mide a veces con la figura del literato y otras con la del crítico (ambas investidas de autoridad cultural y literaria en la década del 80), y también se nutre de la del periodista cultural (figura en torno de la cual se tramitan transformaciones decisivas en la identidad social del escritor en la Argentina de fin de siglo XIX)3. Esa construcción, propongo, podría verse como un episodio –informal y heterodoxo, como todos los protagonizados por Mansilla– de la emergente vida literaria de las últimas décadas del siglo XIX argentino.

Entre el hombre de letras y el literato que habría podido ser

Tal como se sabe, la primera intervención pública de Mansilla fue la publicación en 1855 de “De Adén a Suez” en El Plata Científico y Literario, poco después de regresar de su viaje de juventud a Oriente y antes de desafiar a José Mármol a duelo en el Teatro Argentino
Según su biógrafo Enrique Popolizio, después de la caída de Rosas, hacia 1854 Mansilla habría advertido que “las letras” podrían ayudarle a abrirse paso (73), y, en efecto, la “impresión de viaje”, con el tono tardo-romántico propio de la efusión lírica ante la naturaleza, pareció haberle dado el género adecuado para iniciarse en la escritura. Pero fue a la vuelta de su destierro en la Confederación, donde entre 1857 y 1859 había comenzado a ejercer su carrera periodística, que Mansilla comenzó a definir, a mediados de la década del 60 y precisamente mientras iniciaba su carrera militar en el ejército, un lugar en el modesto campo de las letras vernáculas. Las acciones se concentraron a lo largo de 1864 cuando, además de estrenar exitosamente en el Teatro Victoria, obras como Atar Gull y Una tía, y además de colaborar en El Correo del Domingo y La Revista de Buenos Aires con traducciones, reseñas, ensayos críticos, escritos sobre táctica militar y textos literarios (como las dos entregas de sus “Recuerdos de Egipto” que escribe desde su guarnición de Rojas), Mansilla promovió, junto con José María Estrada, la creación del Círculo Literario4.
Pionero entre los proyectos de asociación cultural que comenzaron a multiplicarse en Buenos Aires a partir de 1860, el Círculo Literario estuvo también entre las asociaciones que tempranamente intentaron “definir un perfil de 'hombre de letras' adecuado para su época” (Bruno 17-25). El rol protagónico que asumió en la fundación y promoción del Círculo (tuvo a su cargo el discurso inaugural, y cedió luego a la asociación parte de las utilidades obtenidas con sus puestas teatrales), sumado a la frecuencia con que entre 1863 y 1865 se dedicó a escribir y publicar textos que, aunque de muy diversa índole, tuvieron siempre pretensión literaria (traducción, crítica, relato de viaje, pieza dramática), muestran a Mansilla desplegando, si no sistemática, por lo menos, muy activamente, una serie de iniciativas y acciones tendientes a abrirle un camino entre los hombres de letras. Enseguida el conflicto bélico sería la ocasión para que esa “manía de escribir”, que muy pronto detectaron secretarios y superiores en el ejército, se trasladara a las columnas en las que, bajo seudónimos diversos y desde La Tribuna, Mansilla oficiaba de corresponsal de la Guerra de Paraguay, mientras discutía su conducción5.
El 29 de marzo de 1881, después de la década que lo consagró como el gran autor de Una excursión a los indios ranqueles, La Tribuna Nacional presenta las columnas que, bajo seudónimo, Mansilla comenzaría a enviar como corresponsal desde Europa. El editorial que acompaña la columna titulada “Sobre cuberta” dice así:

Bajo el trópico y sobre cuberta, Juan de Dios, nuestro distinguido corresponsal en viaje hacia Europa, nos ha recordado para escribirnos una de esas cartas como él solo es capaz, entre todos nuestros hombres de letras. [...] Hombre de empresa, inteligente, observador, infatigable, no hay un pedazo de la República Argentina que no haya recorrido en sus infinitas excursiones, y que no recuerde un grato recuerdo del conversador ameno y chispeante. Militar, siguiendo las tendencias de una época en que solamente se comprendía la vida del hombre político bajo el uniforme del soldado, ha dejado entre sus compañeros de armas la fama de la ilustración que le marca un puesto aparte entre ellos ... (las cursivas nos pertenecen).

Además de desplazar a un lugar secundario la opción por la carrera militar, el editorial muestra que en 1881 el reconocimiento de Mansilla, no solo como un escritor de estilo inconfundible, sino más precisamente como “hombre de letras” era posible. Ahora bien, ¿de qué zona del campo cultural proviene ese reconocimiento? El hecho de que apenas diez años más tarde, inmediatamente después del éxito de las causeries en el Sudamérica, pero también después de la publicación de los tomos de Entre-Nos, Martín García Mérou no haga una sola mención a Lucio V. Mansilla en sus Recuerdos literarios, es uno de los índices más claros de que, hacia 1890, al menos para uno de los referentes más conspicuos de la crítica literaria de la década del 80, Mansilla no calificaba entre los “literatos de tradición y de raza” ni sus escritos se acreditaban entre “el caudal considerable de obras interesantes y hermosas” con que esos “espíritus selectos y finos podrían haber enriquecido nuestra literatura” (19-20). Si, como precisa Federico Bibbó (4), Recuerdos literarios “recorta, sobre los materiales de la experiencia personal y colectiva, una serie de prácticas específicamente identificadas con el ejercicio de las letras” en las dos décadas anteriores, la ya abundante producción de Mansilla, desplegada a un ritmo sostenido a lo largo de los anteriores treinta años, no cuenta, sin embargo, para el crítico literario discípulo de Miguel Cané, como una obra a la que recurrir –siquiera como un caso excepcional, errático o diletante– ante la pregunta de “por qué no escriben nuestros literatos” con la que se lamenta por la falta de una vida literaria que, hacia 1891, dice, no terminaba de consolidarse en el país (García Mérou 19).
El 2 de octubre de 1889, cuando reseña el primer tomo de Entre-Nos en el mismo Sud-América, Pedro Delhaye hace un diagnóstico del estado de “nuestra sociabilidad literaria” exactamente opuesto al que haría García Mérou en breve: se trata, reconoce, de un pequeño mundo literario que sin embargo, y como resultado de la modernización en el arte de la impresión, transita hoy una época de producción tan llamativa que ser autor ya no es una rareza y no falta semana en que se publique un libro de algún “autorizado o bizoño escritor”. Se trata, claro está, de la ponderación de la producción literaria que hace un periodista, o un columnista, desde el espacio de la prensa. Podríamos decir: allí donde uno de los críticos oficiales entre los literatos del 80 sanciona la falta de obras literarias, un periodista celebra en cambio el creciente mercado de libros. Y resulta interesante que sea desde este ángulo de visión que Delhaye llame la atención sobre la “compleja personalidad literaria de Lucio Mansilla, que no es ni poeta, ni literato, ni orador, ni periodista en la acepción que da el lector ilustrado a estos vocablos”, para subrayar enseguida que, así como podría describir sintéticamente las producciones de “nuestros hombres de letras”, en su caso, su “ingenio especial” resiste toda clasificación y desafía a la crítica.
Unas semanas antes, en agosto de 1889, cuando ya habían sido publicadas, por ejemplo, las causeries “En Venecia” y “Académicos de número” y poco antes de la aparición de la conocida “El dedo de Rozas”, otro colaborador del Sud-América, un “Dr. Tal”, llama a su amigo el General Don Lucio V. Mansilla a no dejarse desviar por el “loco” de Lucio que, con paréntesis, digresiones, chistes e interrupciones, termina por malograr lo que, gracias a una erudición, un talento y un juicio analítico únicos, podría haber sido obra “de más aliento” en lugar de mera causerie, obra de literato en lugar de literatura ligera. Por la lucidez con que, al señalarlos como un déficit, acierta a definir los rasgos distintivos del estilo mansilleano, podría sospecharse que, en realidad, se trata de una nota tendiente a potenciar la originalidad de las causeries mientras se publican en el diario. Con todo, interesa aquí señalar el modo en que el artículo, anónimo, participa de ese tópico entre los gentlemen críticos del 80 como fue el reproche a los miembros de la generación que dilapidaban su talento en el periodismo o en opciones estéticas erradas6. Aquí, el cargo mayor cae sobre el “chiste eterno” al que los “verdaderos literatos” amantes del humor (Voltaire, Quevedo), dice el columnista, “nunca han sacrificado su nombre”. Y en efecto, el lamento por el hecho de que Mansilla “desdeñe el puesto que está llamado a ocupar” entre los literatos y se contente con el “título” de “causer” muestra que, en el mundo literario del 80, solo a costa de renunciar a un estilo único (el de la digresión constitutiva) y sobre todo a la “nota cómica dominante”, el causer podría haberse investido con la autoridad, y con la seriedad, de un literato.
Sabemos, por supuesto, que la poética que Mansilla esgrime una y otra vez hace de la renuncia a esa seriedad un lema y un signo de distinción7. Solo me interesa aquí llamar la atención sobre las oscilaciones en los modos de perfilarse su identidad literaria y sobre el hecho de que ese vaivén se define, desde las voces de la prensa, en torno de la publicación de las causeries a fines de los años 80. Mansilla mismo resuelve la oscilación cuando, en ese mismo contexto, escapándose una vez más por la tangente, opta por situar en el periodismo su conversión en escritor.

El escritor en trance periodístico

En “Páginas breves”, la columna con la que colabora semanalmente en El Diario entre 1906 y 1911, un Mansilla que comienza a registrar –tardíamente– los efectos de la democratización en la escritura y que señala –aunque sin mayor alarma– que “vivimos en una época” en la que “son raros los que no se consideran aptos para escribir sobre cualquier cosa en cualquier forma”, se vuelve proclive también a distinguir entre "escritor y literato”. El literato, dice Mansilla en la columna del 23 de mayo de 1906, siempre es escritor, mientras que el escritor no siempre es literato. “Literatos, de vasta erudición”, son –dice– Juan B. Alberdi, Vicente Fidel López y Juan María Gutiérrez, Nicolás Avellaneda, José M. Estrada, Cané padre e hijo. “Escritores”, en cambio, son José María Gutiérrez, Héctor Varela, Nicolás Calvo, Federico de la Barra. Y, no obstante la aclaración de que con el término no se refiere a los “plumistas galopantes”, resulta evidente que del lado de los “escritores” para Mansilla están los periodistas, los redactores, directores de periódicos: los trabajadores de la prensa.
Pues bien, sin el talante elitista que los años y el cambio de siglo acentuaron, pero con el mismo criterio de acercar las categorías de “escritor” y “periodista”, la causerie que en 1888 –a poco de haber iniciado las entregas de los jueves en Sud-América– Mansilla le dedica a Mariano de Vedia en La Tribuna Nacional para contarle, como se lo tenía prometido, cómo había sido que “el hambre lo hizo escritor” es, como lo postula Alejandra Laera, “la primera ficción del dinero de ingreso a la literatura” en Argentina, y es también –y de este aspecto quisiera ocuparme aquí– la primera ficción de origen de Mansilla en tanto que escritor8. La opción del relato –que deliberadamente desecha la clásica iniciación literaria (el recurso al género de viaje en “De Adén a Suez”) para situar, en cambio, su conversión en escritor a partir de la práctica periodística que aceptó como medio de sustento durante sus años de destierro en la Confederación– es crucial.
No habría que olvidar, en este sentido, que los ejercicios fallidos con los que en Mis Memorias, de 1904, Mansilla se recuerda “comenzando a escribir” (la incapacidad para versificar y el recurso a la mímica para traducirle, al capitán del barco, el Quijote al inglés, que no conocía bien), están asociados, precisamente, a la travesía en el “Huma”, es decir, al viaje de juventud que le había dado materia para su primer relato con aspiraciones literarias. No son esos, sin embargo, los ejercicios que en 1888 Mansilla reconoce como umbral de su práctica de escribir. En otra dirección, en el momento de máxima celebridad en la prensa, Mansilla dice, y revela, que se convirtió en escritor no solo cuando aceptó hacerse cargo de la redacción de un periódico oficial a cambio de dinero, sino también cuando, previamente, obligado a retribuir una hospitalidad que lo aliviaba de una escasez acuciante de dinero, accedió a componer un texto para la prensa a pedido de su anfitrión, a escribir ese texto periodístico aún “sin saber escribir” (“Le aseguro que no sé, que no he escrito en mi vida, sino cartas a mamita y a tatita, y hecho una que otra traducción del francés”, aducía), a redactar una crónica imposible (describir lo que no había visto o lo que había comprobado que era imposible de describir: la navegación del río Salado), y a hacerlo todo, por lo demás, en un plazo perentorio, “de la noche a la mañana”. Como se ve, en el mismo movimiento Mansilla niega (o juega a negar, para darle dramatismo a la anécdota) “De Adén a Suez” y sus tempranas traducciones literarias como pasos previos de escritura, mientras funda, con humor, un tópico de larga proyección como es el de la aptitud del periodista para escribir en las urgencias de la redacción, aún sobre aquello que no conoce, que no sabe9.
Pero además, si las causeries se escriben, en principio, para responder (a pedidos, a preguntas, a cartas, a curiosidades: tal la escena montada por Mansilla en Sudamérica como disparador de la escritura), “De cómo el hambre me hizo escritor” postula, en su ficción, que, cuando se trata de escribir para la prensa sobre la base de una transacción, la demanda y la expectativa (del otro) exponen a unos desafíos inéditos que, en tanto situación límite, pueden liberar sin embargo potencias hasta entonces desconocidas. La escena es la que sigue:

Me sentía desgraciado. ¿En castigo de qué pecado había ido yo a Santa Fe? Era toda mi inspiración sobre la navegación del Salado. [...] Me senté, me puse a coordinar esas como ideas, que no son tales, sino nebulosos informes del pensamiento. Poco a poco, algo fue trazando la torpe mano; borraba más de lo que quedaba legible. Tenía que describir lo que no había visto: la navegación de lo innavegable, lo que era peor, lo que había visto, lo innegable de la navegación, y solo me asaltaban en tropel recuerdos de la China y de la India, de la Arabia Pétrea y del Egipto, de Delhi, del Cairo y de Constantinopla; no veía sino desierto en todo, pero desierto sin fantásticas Fata Morganas siquiera, y todo al revés, dado vuelta.
Era un pele-mele de impresiones, en fermentación.
¡Qué noche aquella!
Como quien espanta moscas, que perturban, las fui desechando, desenmarañando, y pude, al fin, sentirme dueño de mí mismo, y haciendo pasar lo que quería del cerebro a la punta de los dedos, escribir una quisicosa, que tomó forma y extensión.
Fue un triunfo de la necesidad y del deber, sobre la ineptitud y la inconsciencia. Yo no sabía escribir, pero podía escribir. (Entre-nos 106)

Y al día siguiente: “Mi magnífica descripción había marchado para el Paraná. Allí se publicaría en el Diario Oficial.” (Entre-nos 107).
Negadas, entonces, las “Impresiones de viaje” de 1855 como capital previo en la práctica de escribir, el trance periodístico transfigura, sin embargo, el tropel de recuerdos de Oriente en una descripción tan “magnífica” como apta para las necesidades publicitarias de un gobierno en un diario oficial. En ese trance, que es el de la situación límite y también el del triunfo de la escritura, Mansilla dice que se hizo escritor.
Pero, a la vez, y allí mismo donde se refiere el inicio de su carrera periodística como director de El Chaco, el relato deja constancia del horror que a Mansilla le producen, tanto el escribir para el público (“¡yo escribir para el público! ¡yo periodista!”), como las exigencias de extensión (“esas columnas macizas me horripilaban de antemano”) y tiempo en la escritura (“lo que no me salían bien eran los cálculos sobre el tiempo que tendría que invertir en escribir mis artículos”). De modo tal que, entre el “Yo no soy escritor” (que en el marco de esta causerie significa no haberse iniciado en un verdadero ejercicio de escritura como es el que se practica en la redacción de los periódicos) y el “¡Yo periodista! ¡Yo!”, el relato de Mansilla identifica escritor y periodista al mismo tiempo que interpone una distancia decisiva con la escritura profesional. Y si es cierto que esa distancia se profundiza en las causeries de 1890, en las que Mansilla solicita no identificar su prolífica colaboración en la prensa con la práctica de un “plumista” (“No se dirá que soy un penny a line”, “no trabajo por un tanto ni por línea”, dice en “Namby y Pamby” y en “Impaciencia y curiosidad”), es preciso decir también que es sobre todo el planteo de la relación profesional como un juego (Laera 171) el que define el tono de Mansilla en la cuestión. Si con los años recordará el dinero que le produjo su obra teatral Atar Gull (Mis Memorias 155) o el que no le produjo la venta de los volúmenes de Entre-nos (“Páginas breves” 1909), en los años 80 Mansilla prefiere jugar con la escena en la que, mientras T. Sbarbi Osuna lo apura a terminar, porque “el tiempo es dinero” y calcula la suma que podría haber ganado con la cantidad de líneas que lleva escritas, el conversador concluye que “a [su] manera [hace] un poco de arte por el arte”, y que, en todo caso, como lo diagnostica el secretario, “pade[ce] de una neurosis que llama disipación literaria” (Mosaico 43, 118-119).

En los bordes de la crítica

La construcción de esta distancia y la escenificación de este juego no alcanzaron, sin embargo, para que Mansilla fuera reconocido, cabalmente, entre los literatos de la elite académica de la década del 80. Lo que no significa, de ningún modo, que padeciera esa exclusión. Por el contrario, jugaba y se divertía (no otro es el signo distintivo del conversador) con una heterodoxa incursión en lo que tempranamente identificó como la “república de las letras”. Esto escribía en Sud-América el 9 de mayo de 1889:

Los tiempos han cambiado mucho; la república de las letras, a fuerza de ensanchar sus dominios internacionales, ha ido poco a poco desterrando de su seno el elemento aristocrático, humanizándose tanto, que, como ustedes ven en la prensa, el tú y el vos, el “che, hermano”, es moneda corriente, siquiera el que se dice humilde mentor se dirija a un elevado personaje.
La república de las letras ha hecho algo más, porque como no tiene constitución, a todo puede atreverse sin escrúpulos de conciencia: ha establecido que todo el mundo, con tal de que ame con amor las bellas letras, pueda optar al título de bachiller en literatura, dejando para después que sus trabajos ciclópeos se vean, el si ha de ser o no promovido por opinión a doctor in utroque, es decir, a maestro eximio, en prosa y en verso; así es que nada tiene de particular que los que son oficiales en el ejército de línea o simples guardias nacionales se encuentren enrolados también, en el ejército de esa vasta república, en cuyos dominios, como en los de Carlos V, no se pone el sol. (Entre-Nos 347, subrayados en el original).

La causerie se titula “Poetas, traductores y críticos” y la introducción recién citada apunta a autorizar a Mansilla, en su “amor por las letras”, esto es, en su amateurismo, para discutir la traducción de la Divina Comedia que había hecho Bartolomé Mitre, como él, precisamente, no un literato sino un “general”. La invocación al amateurismo enseguida se revela, sin embargo, como la mejor plataforma para exhibir un afiladísimo conocimiento lingüístico y retórico, y evaluar minuciosamente la calidad de una traducción. También desde esta plataforma, invistiéndose de las durezas del célebre crítico Zoilo, Mansilla sanciona no solo la opinión autorizada de los “señores poetas académicos” que, como Estanislao Zeballos, se equivocan al considerar que traducciones como las de Mitre hacen avanzar la literatura americana, sino también los errores en la producción de los mismos “altísimos poetas, cuya existencia (de tales) es todavía materia de discusión” (Entre-nos 352). La estrategia se repite enseguida cuando, el 6 de junio en “Autores, astrónomos y libros para la exportación”, Mansilla pide permiso a los “críticos ambulantes” y, también al público lector, para hablar de libros, y para pedirle nada menos que a Emile Zola (a quien dedica la causerie) que se abstenga de prologar libros mediocres que, como el de un tal Emilio Blavet en su capítulo sobre Buenos Aires, hablan del país sin conocerlo. Al igual que la de “Poetas, traductores y críticos”, que se ocupa de refutar en su cierre la teoría de la traducción literal con la que Mitre prologaba su edición de la Divina Comedia, se trata aquí de una filosa intervención crítica: convencido de la importancia de la literatura y del pensamiento franceses en América, Mansilla se atreve, en tanto lector americano al día y dispuesto a “no dejarse engañar”, a señalarle a Zola el conocimiento que le falta para distribuir juicios de valor con propiedad. Si a estas causeries se suman otras como “Mosaico”, en la que lee el auténtico criollismo del francés Alfredo Ebelot en La pampa casi en el mismo sentido en que Jorge Luis Borges leyó el del inglés William H. Hudson (Mosaico 33-34); como “En discordia” y “En Loreto”, críticas teatrales en las que llama la atención sobre la discordancia entre actores extranjeros y tipos locales (Mosaico 77, 135); o como “Académicos de número, honorarios, correspondientes y electos”, en la que se pronuncia por una posición intermedia que conjugue cierto purismo en la selección gramatical –siempre que no domine el academicismo– y cierto americanismo en la selección lexicográfica –siempre que no domine la proliferación de neologismos– (Entre-nos 481-485) podrá comprobarse que no son pocas las ocasiones en que Mansilla interviene, y con amplio conocimiento de causa, en un debate tan decisivo en el fin de siglo, como fue el que giró en torno de la lengua literaria nacional10.
¿Alcanzaban estas intervenciones para convertirlo en crítico literario? ¿Aspiraba Mansilla a ocupar ese lugar? Vuelvo por un momento a los preliminares de “Autores, astrónomos y libros para la exportación” y subrayo lo siguiente: “Ahora, si esos críticos ambulantes creen que, porque yo no soy electricista, no me debo meter en camisa de once varas, supongo, espero y confío en que ustedes me permitirán que me meta hablar –fíjense bien en lo que voy a decir– no de literatura, sino de libros.” (Entre-nos 371, subrayados nuestros).
Con lucidez habitual, Mansilla establece y pide atención sobre una distinción fundamental: si la literatura es la institución en la que tercian los literatos (formulando programas, estableciendo valores y sancionando calidad), Mansilla, que de ningún modo pretende abandonar el perfil que lo singulariza (el de conversar “sin sujetarse a reglas académicas”), juega en ese espacio laxo que hace emerger entre el ejercicio de la crítica y la práctica periodística cuando opta, en cambio, por hablar de libros. En este sentido, mientras las autoridades intelectuales y críticas de la generación del 80 –que promueven programas para los hombres de letras en la construcción de una cultura nacional (como lo hace Joaquín V. González en 1888, en La tradición nacional) y que ejercen el papel de protectores y árbitros culturales (como lo hace Miguel Cané en los artículos que recoge, por ejemplo, en Charlas literarias de 1885)– coinciden en el diagnóstico de una pobreza o un vacío en el campo de la producción literaria nacional, los textos críticos de Mansilla, desde las causeries de 1890 (“Letras”, “Factura de libros”, “Autores y escritores”) hasta las columnas de “Páginas breves” de 1906, ponen en escena, más de una vez, una imagen opuesta: la de un escritorio repleto de libros, cubierto con los ejemplares que le envían, semanalmente, pares y desconocidos. Por lo demás, respondiendo a la dedicatoria de los autores que, al modo de una contraseña “entre hombres de letras”, interpreta como “una invitación al elogio, a la censura, o a la observación crítica razonada”, Mansilla se dispone entonces a hacer “un poco de crítica” (Entre Nos 500). A juzgar por la cantidad y la variedad de títulos que le hacen llegar periódicamente, podría inferirse que una lectura firmada por Mansilla era vista entonces, por sus contemporáneos, como un valor agregado en la circulación o recepción del libro; y, a juzgar por la estructura que suele darle a sus reseñas, en las que por lo general procede conversando con el autor para destacar aciertos o llamar la atención sobre algún aspecto, podría decirse que Mansilla participa de ese tipo de práctica crítica que, dice Sergio Pastormerlo (“¿Crítica literaria sin literatura?”), definida en términos de sección periodística y a menudo bajo la forma de recuerdos o confidencias, en la década del 80 puede pertenecer tanto a la página literaria o cultural como a la página de notas sociales. Ni la historia ni la crítica literarias, sin embargo, han considerado necesario incluir nunca su nombre entre el corpus de los críticos de la generación del 8011.
¿Podría decirse entonces que, a diferencia de la de Cané, que asume “una función cultural noble”, según el doble rol de protector y árbitro cultural que ejercía pro arte y pro patria” (Pastormerlo “Miguel Cané” 271), la crítica del conversador Mansilla circula como la de un reseñista o la de un periodista cultural? La pregunta cobra sentido, creo, si se relevan algunos de los escritores de los que se ocupó y si se calibra el tipo de “autoridad” con que Mansilla describía el libro y con la que, sobre todo, lo ponía en valor. Me refiero, en particular, a los artículos que Mansilla alterna, en Sud-América, con sus causeries: la carta del 12 de septiembre de 1888, en la que se extiende sobre La tradición nacional que el mismo Joaquín V. González le había hecho llegar y en la que pondera “lo bien hecho, lo bien concebido, lo bien concluido” que está el libro, mientras critica su “Quiroga shakespereano” y su retórica excesiva; la carta que el 10 de enero de 1890 le dirige a Fray Mocho (que, en ese momento, estaba publicando también en Sudamérica algunos de sus Cuadros: Recuerdos de Entre Ríos) y en la que, mientras valora una capacidad para entrar en contacto con la naturaleza y pintar correctamente nuestras costumbres, advierte sobre el riesgo de desvirtuar la frase nativa en el abuso del neologismo. También, la del 25 de enero de 1890 en la que manifiesta, en diálogo con Manuel Podestá, a quien no conoce, la impresión de que, según el “temperamento propio de un observador y un estilista”, hay en Irresponsable “mucha realidad” y “cuadros palpitantes de verdad”. Nuevamente, entonces, si autores como Joaquín V. González o Manuel Podestá le envían a Mansilla sus libros, ¿significa esto que en la pequeña república de las letras argentinas, a fines de los años 80, la palabra del causeur, que apreciaba fallas y virtudes, tenía algún tipo de valor?, ¿como crítico literario o como reseñista?, ¿como literato o como periodista? A la vez, si a diferencia de la crítica de Cané, en la que el arbitrio del “buen gusto” supeditó más de una vez los asuntos artísticos al juicio moral (Pastormerlo “Miguel Cané” 274-275), la de Mansilla, más moderna que victoriana, apuntaba sobre todo a ponderar aspectos “compositivos” de la obra (la buena o mala factura de un libro, la verosimilitud del punto de vista elegido), resulta claro que, al menos en su práctica, no se investía con la autoridad del crítico cultural.
En este sentido, merece observarse que, aun cuando Mansilla no deja de citar en sus causeries los juicios que críticos y académicos, como Eduardo Schiaffino y Juan Agustín García, emitían sobre su estilo (Entre-nos 612-613; Horror al vacío 159-160), el intercambio epistolar que mantiene con los pares que lo leen muestra que esa interacción se vuelve fluida con actores que no ocupan, precisamente, el centro de la república letrada. Fue, precisamente, el periodista Mariano de Vedia –director del diario Tribuna– quien, en la década del 90, cuestionará, desde el lugar de los trabajadores de prensa, la concepción tradicional de escritor que sustenta una asociación protagónica como el Ateneo, que lo invitó a contar “cómo es que hace para escribir como habla”. Fue al periodista y jurisconsulto Luis Varela a quien Mansilla convocó, en calidad de “literato”, para que tercie en la divertida broma que mantuvo con Eduardo Wilde, a propósito de la anécdota con Catherine Necrassoff. Y son su secretario, T. Sbarbi Osuna, el joven abogado, José Tarnassi y, otra vez, Luis Varela –invocado ahora como “literato doctor” y sobre todo “sabio jurisconsulto”– quienes escriben las cartas y los prefacios con los que Mansilla presenta los sucesivos tomos de Entre-Nos. Resulta notorio que sean estos lectores, calificados para ejercer la apreciación literaria, pero situados en los bordes, o directamente por fuera, de la crítica literaria del 80, quienes aciertan a captar con precisión la originalidad del estilo de Mansilla: la pregunta técnica de De Vedia es la que dará lugar a la importante causerie “¿Si dicto o escribo?”, y la distinción que establece Varela entre el Mansilla de las causeries y el de Estudios morales es la que define agudamente la relación entre pensamiento y conversación. Son estos lectores, también, los que pueden reconocer, en las causeries, la invención de una literatura tan nacional y criolla como única y singular.

Las obras completas como hipótesis

La inclusión de los textos de Sbarbi Osuna, Varela y Tarnassi como prólogos de los tomos I, III y IV de Entre-nos es una de las huellas del interés que manifestó Mansilla en editar –seleccionar, reunir y ordenar– un conjunto de escritos al que, no obstante su dispersión, percibe sin dudas como una “obra”12. Si se tiene en cuenta, como ha sido observado, que en los cinco volúmenes de Entre-nos, publicados entre 1889-1890, se van incluyendo, no solo las causeries de 1888 y 1889, sino también artículos publicados en años anteriores y en otros medios y si se admite que esa distribución “muestra la voluntad de recuperarlos como otra de las tantas facetas con la que escandir periódicamente el presente de su obra en curso y completar su conjunto” (Contreras 211), podría decirse aquí que la edición de esos volúmenes exige ser abordada, no solo como una empresa del editor Alsina, sino como producto de una práctica editorial que Mansilla mismo concibió según unos procedimientos y con unos alcances que exceden la mera recopilación de las columnas de los jueves.
Como se sabe, las obras completas de Mansilla no fueron editadas, y sus críticos y biógrafos iniciales (Ricardo Rojas, Enrique Popolizio, Horacio Guglielmini), a la par de consolidar su figura como autor, no han hecho más que señalar la imposibilidad y hasta la impertinencia de reunir en forma organizada una obra que, por el contrario, se percibió desde un comienzo como abundante y farragosa, al tiempo que fragmentaria y sobre todo “caprichosa” y dispersa; tal como lo muestra la impresionante cantidad de artículos y columnas que publicó en numerosos y diversos diarios, aquí y allá, continuamente, a lo largo de su vida13.
Sin embargo, fue Mansilla mismo quien postuló el problema de la obra completa en relación con su vasta producción escrita cuando, hacia el final de su vida, imaginó esa reunión como un objeto hipotético tan imposible como deseable. En 1909, a instancias de un “admirador”, Mansilla se hace un espacio en sus “Páginas breves” para conjeturar la posibilidad de reunir y editar su obra literaria. “Tengo un admirador en Paraná, un tal Domínguez –dice en la columna fechada el 18 de junio–, que me pregunta: ‘¿por qué no hace Ud. una edición completa de todas sus producciones? El público y el congreso ayudarán a costearlo.’” Enseguida empieza a repasar infinidad de títulos y periódicos, y, mientras piensa que deberá prescindir de algunos escritos que ya ni recuerda dónde publicó (“Tampoco puedo recordar donde publiqué un folletín El buey, que me gustaba mucho. Fue en el fuerte de las Tunas, frontera de Córdoba. No sé qué le daría al que con él me obsequiara”), calcula que su “germinación literaria” no bajaría de unos treinta y pico de volúmenes y, tal vez, de algunos más. “Aquí –dice, en París– logré reunir dieciséis volúmenes”.
En el recuento, Mansilla se detiene en escritos que no encuentra: Atar Gull, Una tía, y los tomos restantes de las causeries que se llevó otro admirador a Montevideo. Y sin embargo, lo que se muestra en esa fabulación entre lúdica y real es, menos la seriedad de un hombre de letras empecinado en dejar a la posteridad el monumento de una “gran obra literaria”, que la inteligencia y la sensibilidad de un escritor moderno que puede bromear con esa “manía de escribir” que ya habían diagnosticado, y hasta padecido, sus contemporáneos (Popolizio 247).
Mansilla tradujo esa compulsión a la escritura en el epígrafe que eligió para las columnas que entre 1899 y 1901 publicó en El diario bajo el título de Diario de un expatriado: “Nulla die sine linea” (“Ni un día sin una línea”). Pero si esta práctica de escritura continua lo acredita finalmente como un cabal hombre de letras del siglo XIX –en sus Recuerdos literarios (21) García Mérou recurre a la misma consigna para distinguir la “labor infatigable” de Bartolomé Mitre–, es preciso decir que, una vez más, Mansilla escapa a esa identificación por la tangente.
Primero, cuando encarna esa continuidad, no con la moral de un compromiso con la cultura nacional, sino con la ética propia de un “ejercicio espiritual”, en el sentido en que hoy hablamos de una práctica como “cuidado de sí” (Foucault). Véase, si no, el consejo que le da al joven Cárcano: “Debes escribir todos los días y todos los días debes leer, leer con un lápiz en la mano, sentado, y anotar lo que la lectura te sugiere. Hace muchos años que leo con lápiz rojo y azul para hacer mis anotaciones al margen” (Cárcano 14). Resulta evidente que Mansilla se encuentra tan alejado de esa idea de “labor” con que los críticos del 80 piensan que un literato debe contribuir a la literatura nacional como cercano, en cambio, a esa atención, puesta en los instrumentos y en las condiciones materiales de escritura, que saben tener los escritores que convierten el ejercicio cotidiano de escribir en arte de vida.
Segundo, cuando en la misma columna en que la postula como hipótesis corroe la idea de obra completa como consagración para reírse, en cambio, de su fracaso como empresa editorial. “Las Causeries –dice–, que fueron cinco tomos y medio, debían ser nueve. Alsina se acobardó en el 90. El público por otro no respondía a lo que es esencial. No compraba el producto. Se vendió en bruto para envolver. Yo compré en una cigarrería en la esquina de Rivadavia y Florida unos cincuenta volúmenes. ¿Qué estímulo, no? Soy un incorregible” (“Páginas breves” 1909).
Y precisamente: es la huida por la tangente de la incorrección la que atraviesa toda la parábola, que ahora puede verse como trazada entre el hombre de letras y el incorregible de la escritura, y la que, por consiguiente, hace orbitar a Mansilla entre las figuras móviles del literato, del crítico, del periodista, siempre en torno de la imagen del conversador.

Notas

1 Empleo el concepto de “hombres de letras” en el sentido en que Annick Lampèriére (242-247) define su especificidad como grupo social (poseedores y/o creadores de los conocimientos cultos y de los artefactos literarios propios de su tiempo y de la época en que vivían, que buscaban transmitir a las nuevas generaciones y difundir en el público, confiriéndoles una utilidad social o política), en el marco de las mutaciones culturales que acompañaron la revolución política de la primera mitad del siglo XIX en Hispanoamérica.

2 Remito a la causerie “Soñando”, incluida en Mosaico, 69. Para la citación se remitirá siempre al volumen en que la causerie fue incluida.

3 Para la función de las figuras del literato, del crítico y del periodista en la vida literaria de las dos últimas décadas del siglo XIX, me baso centralmente en los trabajos críticos de Sergio Pastormerlo (2001), Federico Bibbó (2016) y Paula Bruno (2014).

4 Entre 1857 y 1860 Mansilla se desempeña como redactor, redactor en jefe y director de periódicos como El Chaco, El Nacional Argentino y La Paz, donde se destaca con un artículo como “El porvenir de la nueva generación” (Popolizio 95). Luego de su incorporación al ejército de línea en 1861, después de su participación en la Batalla de Pavón, entre 1863 y 1865 Mansilla publica en El Correo del Domingo traducciones de Mis Memorias escritas en diez minutos del Conde de Rostpochin (bajo el subtítulo de “Traducción robada de un libro de infancia”) y de París en América de Laboulaye, y colabora periódicamente en La Revista de Buenos Aires con escritos diversos como: una reseña sobre la novela de su hermana Eduarda, El médico de San Luis (1864), un ensayo sobre la novela en América, textos sobre táctica militar (“Dos palabras sobre la caballería argentina”, el prefacio a su traducción de una Historia de la caballería francesa), un comentario sobre el libro de Santiago Arcos, La Plata-Estudio histórico, y las dos partes que componen Recuerdos de Egipto. También en estos años traduce Servidumbre y grandeza militares de Alfred de Vigny. Popolizio 89-106 y Lanuza 7-9.

5 Para detalles sobre esta etapa de la producción de Mansilla, véase Caillet-Bois.

6 Puede recordarse, por ejemplo, la reseña de 1884 de Miguel Cané sobre la novela de Eugenio Cambaceres: “Música sentimental es ante todo un despilfarro de talento, un capricho de patricio que hace tapizar sus letrinas con telas de Persia”. O subrayarse, como lo hace Federico Bibbó, la forma en que, en sus Recuerdos literarios, García Mérou vuelve una y otra vez sobre la imagen del “derroche” de talento artístico que consume a los miembros de su generación y de las anteriores (por ejemplo: Olegario Andrade y Carlos Olivera) en la política y el periodismo (94).

7 El pasaje de la causerie “Frente a las murallas de Montevideo” es bien conocido: “Converso íntimamente con el lector; no dicto un curso de historia en la cátedra. Converso, lo repito, sin sujeción a reglas académicas, como si estuviera en un club social, departiendo y divagando en torno de unos cuantos elegidos, de esos que se entienden, para no aburrirme más de lo que me aburro” (Entre-nos 248).

8 Mansilla publica la causerie “De cómo el hambre me hizo escritor” el 12 de septiembre de 1888 en La Tribuna Nacional y al año siguiente la incluye en el primer tomo de Entre-Nos. Causeries del jueves. Las implicancias de la reescritura de su ingreso a las letras en clave profesional, con la que Mansilla “resuelve, en el mismo movimiento, los problemas de la relación que la literatura tiene con la política y con la economía en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX”, son rigurosamente analizadas por Alejandra Laera (162-173).

9 Véase la causerie “Humus” en la que, unos meses después, refiriéndose a la creación del periódico El Mercantil, Mansilla vuelve sobre la idea de que, si la necesidad obliga, en las redacciones de los periódicos puede escribirse sobre “lo que no se sabe”.

10 Esta posición intermedia, también planteada en la conocida causerie “¿Si dicto o escribo”, se define sobre la base de un ideal de claridad que Mansilla formula como consigna cada vez que puede (“el arte de hacerse entender de todo el mundo”) y sobre la base de un oído eufónico que valora, por sobre todo, la sonoridad “dulce” de las lenguas (véanse en especial las causeries “Catherine Necrasoff”, “Bis” y las entregas tercera y cuarta de “El famoso fusilamiento del caballo”).

11 Remito aquí a Pastormerlo, Blanco, y Pagés Larraya.

12 Para la cuestión de la edición de las obras completas como instrumento particular de consagración en el sistema de una literatura nacional, se sugiere ver Laera, “Sobre algunas variantes de la consagración cultural en la Argentina”.

13 Como ha observado Laera, la relación entre “obra completa” y producción periodística, por la naturaleza y la circulación de ese tipo de producción es, en sí misma problemática, resulta válido preguntarse de qué modo afecta esa relación en la valoración de una obra y un nombre de autor.

 

Referencias bibliográficas

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Fecha de recepción: 22/03/2018
Fecha de aceptación: 04/10/2018

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