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Anclajes

versión On-line ISSN 1851-4669

Anclajes vol.25 no.1 Santa Rosa jun. 2021

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.19137/anclajes-2021-25110 

Artículos

Guerra de escrituras. Rodolfo Fogwill contra la ética borgeana o el relato como operación crítica

Writing warfare. Fogwill against Borgean ethics, or the story as a critical operation

Guerra da escrita. Rodolfo Fogwill contra a ética borgeana ou a história como operação crítica

Rodrigo Montenegro1  rdmontenegro@gmail.com

1Centro de Letras Hispanoamericanas, Universidad Nacional de Mar del Plata Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET, Argentina

Resumen

A partir de dos artículos críticos y de los relatos “Sobre el arte de la novela” (1985) y “Help a él” (1985) de Rodolfo Fogwill propongo una aproximación a su política literaria. A través de estos textos es posible advertir las modulaciones de una operación crítica que toma como referencia la polémica hacia la literatura borgeana y la formación de un contra canon emergente durante la década de 1980. Esta operación se ejecuta como intervención contra el consenso literario, al tiempo que genera un espacio de escritura en el cual la ficción se hibrida con la práctica teórica. Fogwill realiza una profanación de la lengua literaria argentina, a fin de desplegar una estética exasperada, dedicada al registro minucioso de las experiencias (corporales, políticas, culturales) que componen el mundo sensible.

Palabras clave Fogwill; Profanación; Borges; Literatura argentina; Siglo XX

Abstract

In this article I propose an approach to Rodolfo Fogwill’s literary policy through an analysis of two critical articles and the stories “Sobre el arte de la novela” (1985) and “Help a él” (1985). Through these texts, we can observe the modulations of a critical operation which takes as reference point the controversy towards Borgean literature and an emerging counter-canon during the 1980s. This operation is an intervention against the literary consensus, and also generates various forms of writing in which fiction hybridizes with theoretical practice. In this sense, Fogwill carried out a desecration of the Argentine literary language, in order to display an exasperated aesthetic dedicated to the meticulous recording of the experiences (bodily, political, cultural) that make up the material world.

Keywords Fogwill; Desecration; Borges; Argentine literature; 20th century

Resumo

A partir de dois artigos críticos e das narrativas “Sobre el arte de la novela” (1985) e “Help a él” (1985), de Rodolfo Fogwill, proponho uma aproximação à sua política literária. Através desses textos, é possível notar as modulações de uma operação crítica que toma como referência a controvérsia sobre a literatura borgeana e a formação de um contra-cânone emergente nos anos 80. Esta operação é realizada como uma intervenção contra o consenso literário para gerar um espaço de escrita no qual a ficção se confunde com a prática teórica. Nesse sentido, Fogwill realizou uma profanação da linguagem literária argentina, exibindo uma estética exasperada, dedicada ao registro meticuloso das experiências (corporais, políticas, culturais) que compõem o mundo sensível.

Palavras-chave Fogwill; Profanação; Borges; Literatura argentina; Século XX

Preliminares. Guerra de escrituras como política literaria

Las tensiones y conflictos en torno a una definición de lo literario no pueden abstraerse de las prácticas y mecanismos que configuran sus dispositivos de visibilidad pública, solo en ese marco hacen tangibles las múltiples formas del arte de escribir. A fin de considerar las contradicciones históricamente situadas de la palabra literaria, Jacques Rancière (Palabra muda) propone un acercamiento que no anula ni matiza esta conflictividad, sino que la sostiene como marca de su paradójica inmanencia. Aún más, en ocasiones la escritura de ficción da lugar a episodios abiertamente polémicos a través de los cuales se realiza el debate ideológico sobre sus formas y sentidos, incluso trasvasando los límites de una mera desavenencia poética. Entonces, leer los trazos de un “malentendido literario” (Rancière Política), especialmente cuando éste se expresa de modo abierto y deliberado, permite cartografiar el diseño de una política de escritura, cuyas significaciones se proyectan hacia la escena literaria que territorializa esas disputas.

A partir de estas consideraciones es posible enfocar un caso particular en la literatura argentina reciente. A través de breves notas en prensa y dos textos de ficción escritos por Rodolfo Fogwill durante la década 1980, luego reelaborados para su publicación entre los años 2008 y 2010, puede observarse la creación de una política literaria. Estos textos permiten observar una serie de reajustes y controversias en la literatura argentina de la inmediata posdictadura, sin embargo, han proyectado consecuencias hasta los primeros años del siglo XXI. En consecuencia, los límites cronológicos de la historiografía literaria se tornan difusos; en su lugar, la “escena”, tal como la considera Jacques Rancière, presenta un modo para observar los lazos no siempre armónicos, y en ocasiones hostiles, que construyen una comunidad sensible, dispone una “máquina óptica que nos muestra al pensamiento ocupado en tejer los lazos que unen percepciones, afectos, nombres e ideas” (Aisthesis 11). Por lo tanto, al indagar ciertos textos fogwillianos pueden hacerse tangibles una serie de estrategias que, a todas luces, constituyen las marcas de una acción sobre la cultura literaria argentina.

Determinar los alcances de una política literaria, es decir, de las conexiones entre la literatura y la política, debe evitar reducir el problema a un campo de representaciones involucradas en la administración del poder, el gobierno o las luchas por su captura. Lejos de esta consideración, incluso como respuesta polémica hacia ella, las perspectivas elaboradas por Rancière constituyen un modo de observación en torno a las limitaciones del consenso en el espacio de la vida común. Para el filósofo, la política no se traduce en un sistema de acuerdos, sino que se hace tangible cuando un acontecimiento irrumpe para fragmentar un entramado institucional. De modo análogo, es posible advertir la emergencia de una política literaria cuando un conjunto de trazos, gestos y escrituras toman como objetivo la disputa sobre los consensos en el arte de escribir. La politicidad de lo literario hace de estas experiencias modos de intervención orientados a la transformación, en ocasiones controversial, de ese conjunto de discursos y prácticas. Por lo tanto, el despliegue de una política de la literatura no es el resultado de compromisos partidarios, sino que atiende a la creación de lenguajes que desajustan los acuerdos de una comunidad sensible con relativa independencia –en ocasiones en abierto disenso– frente a los reconocimientos otorgados por las propiedades del campo social y sus agentes. En efecto, cartografiar una política literaria supone observar una trama de voces e identidades que admite la existencia de “un lazo esencial entre la política como forma específica de la práctica colectiva y la literatura como práctica definida del arte de escribir” (Rancière Política 15); y en este sentido, toma la forma de una intervención sobre la materia inmanente del lenguaje conectada, a su vez, con formas ordinarias de la experiencia.

De acuerdo con la propuesta de Rancière, la noción misma de “literatura” toma la forma conceptual de una máquina óptica que actúa como “nuevo régimen de identificación del arte de escribir” (Política 20); por lo cual, modificar, alterar y polemizar contra los consensos de un estado del arte constituyen el ejercicio de una política literaria, en tanto intervención sobre el “reparto de lo sensible” (Reparto). Conmocionar o disputar las formas de ese reparto permite hacer comprensible la conflictividad inherente de la palabra literaria, dado que, tal como refiere Rancière solo “poniendo en escena la guerra de las escrituras, el color liso del reguero de tinta democrático se convierte paradójicamente en el refugio de la consistencia del arte” (Reparto 236). Entonces, al enfocar las prácticas que un escritor realiza en su presente pueden advertirse episodios en los cuáles indagar las formas de ese conflicto; al operar sobre los componentes de su genealogía una voz (una identidad) construye los contornos para su irrupción en el espacio común, esto es, los marcos de visibilidad para su propia escritura.

Fogwill, disidencia y profanación

La emergencia de Fogwill en la escena literaria argentina puede datarse entre los años 1979 y 1980 tomando como acontecimiento la fundación de la editorial Tierra Baldía, plataforma de autoedición en la que se materializaron sus primeros libros de poemas y la compilación de relatos Mis muertos punk (1980). A este conjunto de tácticas de publicación se suman sus intervenciones en diversos medios de prensa, especialmente las revistas Vigencia, Primera Plana . El porteño, las cuales fueron compiladas treinta años más tarde y reunidas en Los libros de la guerra, volumen editado por Mansalva en 2008 y luego ampliado en 2010, poco antes de la muerte de su autor. El mismo procedimiento de lectura retrospectiva y reordenamiento de materiales literarios se realiza en Cuentos completos, editado por el sello Alfaguara en 2009, una vez más bajo la supervisión del propio Fogwill. Resulta ineludible advertir que las problemáticas involucradas en la construcción de una figura pública constituyen un punto nodal de las operaciones realizadas por Fogwill desde el inicio de su carrera literaria hasta su muerte. Estas instancias de autolectura y reorganización del material pueden ser consideradas la culminación de una obra que, según Juan Pablo Luppi, realiza una “autovalidación de la mitología autoral” (75).

La escena literaria argentina hacia 1980 considerada a través de los textos de Fogwill cobra la fisonomía de una guerra escrituraria, un repertorio de mecanismos y estrategias en vistas a rediseñar una trama de visibilidades y consensos que incluyen, pero no se limitan, a la creación de imágenes o figuras de autor. En este aspecto, el señero trabajo de María Teresa Gramuglio (1988) abrió un marco de reflexión para considerar al escritor en vinculación con instancias de sentido “extra-literarias” comprometidas con “luchas culturales” (4). Al expandir ese itinerario crítico, Julio Premat ha revisado de modo extensivo casos emblemáticos que permiten leer estrategias de visibilidad en “ficciones de autor” y “figuras de autor”, al tiempo que ha establecido una zona metodológicamente más permeable en torno a los procedimientos de autofiguración autoral “según una afirmación repetida y lúcida, en el intersticio entre el yo biográfico y el espacio de recepción de sus textos” (12-13). De acuerdo con la propuesta de Premat, la figura autoral no sería tan solo el resultado de un diseño sobre la imagen pública, sino una operación al interior de la ficción; la llamada “ficción de autor” sucede tanto en la circulación social de los textos como en su inmanencia discursiva.

Al observar los textos fogwillianos pueden advertirse gestos y modulaciones de una sostenida autofiguración puesta en marcha en el inicio de su carrera como escritor y editor, hasta escasos días antes de su muerte. De hecho, la “Nota a la segunda edición” de Los libros de la guerra se encuentra fechada el 2 de agosto de 2010, mientras que Fogwill muere diecinueve días más tarde en el Hospital Italiano de Buenos Aires a su regreso de Montevideo. Las diversas reediciones y compilaciones dan cuenta de esta dimensión omnipresente de la voz y la política autoral fogwilliana, que cobra una especial relevancia en el corpus del volumen editado por Alfaguara en 2009. Tal como advierte Luppi, allí se diseña una “tonalidad reconocible” como resultado de una “seductora […] primera persona que narra, actúa y se parece al autor poderoso de la mitología” (91). Aún más, esa estrategia de composición adquiere un sentido programático si se entiende como parte de una disputa literaria ejecutada por Fogwill de modo consciente, esgrimida incluso contra la marca genérica que se imprime en la tapa de la colección; es decir, los llamados Cuentos completos no son cuentos, ni son completos. Tanto Martina López Casanova como Luppi han subrayado el carácter singular de esta antología voluntariamente incompleta y ordenada de acuerdo con los criterios de su autor. A estas lecturas puede agregarse una consideración sobre su clasificación genérica que, en un sentido más preciso y menos taxonómico, arroja luz sobre el funcionamiento de la prosa narrativa fogwilliana, al tiempo que permite observar una instancia concreta en la cual se realiza el gesto político y combativo de su escritura.

El 24 de septiembre de 1992 Fogwill publicó en el diario Clarín una breve nota titulada “La chica punk fui yo”, en sugerente alusión al dictum atribuido a Gustave Flaubert en torno a Madame Bovary. El objetivo superficial del artículo fue publicitar la aparición del volumen de relatos compilados bajo el título Muchacha punk, enedición realizada por la editorial Planeta; sin embargo, más allá del efecto publicitario, el texto ofrecía claves para comprender los desplazamientos entre vida y literatura realizados a través de usos personales (e irreverentes) de las formas literarias:

En 1981, cuando Aira leyó mis relatos, dictaminó que no integraban una obra cuentística sino una mera colección de viñetas. Por entonces ya había escrito la mayor parte de mis mejores –de mis menos peores– ‘cuentos’ […] Pasados casi doce años, sigo sintiendo algo peyorativo en la expresión ‘viñetas’, pero cada vez que releo y vuelvo a reescribir mis relatos no puedo sino resignarme a aquel diagnóstico temprano de Aira. (251)

Es evidente, en primer lugar, que todo proceso de edición, ya sea en la compilación de 1992 o luego en 2009, implicó por parte de Fogwill un acto de reescritura. Resulta más significativo advertir en esos continuos regresos la puesta en acto de una comprensión teórica sobre sus textos. En este caso, el autor suscribía y tomaba para sí la singular categoría crítica esbozada por César Aira –viñetas, no cuentos–, y se encargaba de dejar por escrito su aceptación junto a la plena conciencia sobre los rasgos de la “viñeta”. Frente al cuento tradicional, caracterizado como una “entidad narrativa que existe independientemente del autor” (“La chica punk” 251), ejercicio literario-dramático de larga y prestigiosa tradición desde Las mil y una noches . El Decamerón hasta sus cultores vernáculos, Horacio Quiroga, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y, naturalmente, Jorge Luis Borges, Fogwill oponía una forma narrativa anómala. Contra la genealogía canónica del cuento se esbozaba una “antología privada” (251), que de acuerdo con su lectura compartía los rasgos de una escritura heterodoxa; allí se encontraban los textos breves de Miguel Briante, Hebe Uhart, Alberto Laiseca, Osvaldo Lamborghini, Elvio Gandolfo o Juan José Saer, los cuales formarían parte de un ejercicio literario que, junto a Aira, Fogwill ha nombrado como “viñetas”, y según su propia definición elaborarían “objetos de contemplación de un estilo, o ´paisajes´, o ´crónicas´” (251). Este punto resulta crucial, no solo por instalar una constelación de autores plenamente identificados con una política literaria afín, sino porque ofrece una conceptualización crítica reconocida por el propio Fogwill, incluso a regañadientes, sobre un tipo de composición genéricamente inclasificable, elaborada en la cercanía de una subjetivad reconocible y emplazada en un tono singular que puede ser percibido como “visión”, “imaginación” o efecto de “la sensibilidad” (252) autoral materializada en un estilo. De modo refractario al modelo de las ficciones borgeanas, definidas por Bioy Casares en la célebre Antología de la literatura fantástica como “ejercicios de incesante inteligencia y de imaginación feliz, carentes de languideces, de todo elemento humano, patético o sentimental, y destinados a lectores intelectuales, estudiosos de filosofía, casi especialistas en literatura” (8), la “viñeta” fogwilliana dispone un gesto no solamente polémico, sino teórico a través del cual se materializa una guerra de escrituras, es decir, una disputa sobre los consensos literarios del canon argentino, que podría sintetizarse como la vindicación de un estilo de escritura impropio y heterodoxo, frente a la ficción intelectual e hiperliteraria.

La disputa reeditada en 1992 retomaba las acciones que Fogwill había llevado a cabo en diversos medios de prensa durante la década de 1980. En su conjunto, estas intervenciones críticas permiten observar los modos en que se inscribió una política literaria personal a través de una declarada guerra contra el modelo de la ficción borgeana que es tanto una disputa sobre la poética cristalizada en los textos del propio Borges, como una agitación polémica sobre su legado. Luppi advierte que “La angustia de la influencia de Borges se conjura por exhibición lúdica, no meramente paródica” (87), diseminándose en sus libros de relatos hasta llegar a “Help a él”. Natalia Crespo propone una lectura no completamente coincidente, aunque sin dudas en diálogo; al responder la pregunta de Josefina Ludmer “¿Cómo salir de Borges?”, Crespo considera que es en la parodia donde Fogwill cifra, simultáneamente, una burla y un homenaje “para recordarlo y relativizarlo en un mismo gesto” (174). Sin embargo, la elaboración que Fogwill realiza sobre la literatura borgeana no se limita a una simple parodia, o influencia angustiante exorcizada a través de un mero entretenimiento literario, sino que forma parte de una estrategia deliberada de su política literaria; esto es, profanar a Borges y a quienes se inscriben como herederos de su legado. Tal como sostiene Giorgio Agamben, la profanación entraña en sí misma una potencia política, dado que interviene nombres y objetos sagrados para disponerlos nuevamente “al uso común de los hombres” (97). Esta ruptura de la sacralidad se encuentra en el centro del acto de la profanación, en tanto restituye para la comunidad y sus usos lo que “lo sagrado había separado y petrificado” (99). Por lo tanto, el ataque que Fogwill realiza sobre la estética borgeana no se agota en una destitución de sus motivos literarios, sino que lleva a cabo una política de la profanación, derribando los principios fundamentales de su ética escrituraria, la cual mantiene como instancias separadas (delimitadas) vida y ficción, afectos y literatura.

Esta operación contra canónica cobra especial relevancia en el artículo “Política pública y literatura confidencial”, publicado en Primera Plana en mayo de 1984, luego reunido en Los libros de la guerra. El texto se compone, esencialmente, de dos partes; una primera sección dedicada, como su título indica, a la política pública, en este caso, la apertura de sesiones en el Congreso Nacional por parte del Presidente Raúl Alfonsín y el multitudinario acto del 1º de mayo convocado por la Confederación General de Trabajadores (CGT). Sin embargo, a partir de la excusa coyuntural, Fogwill activa el registro literario: “todos se iban para el acto de la CGT. Y yo no” (“Política” 124). En esa fisura –que en sí misma articula una renuncia– se encuentra su gesto polémico y disidente: frente a la política pública, la literatura confidencial, o si se prefiere, secreta, subterránea, apenas visible. Allí, Fogwill dejaba escrito un corpus de trabajo delineado en la forma de una hipótesis de “investigación literaria” (“Política” 125) que, lejos de presentarse como el programa totalizador de una racionalidad académica, se escribía como posibilidad de un disenso estético, literario y, por lo tanto, político:

El propósito de mi investigación no es unir, sino separar, deslindar. El proyecto es exponer en todo su alcance, y a la vez intentar probar –o ‘falsear’, según reclama la policía epistemológica– la hipótesis de que por debajo de la insulsa y redundante apariencia de la literatura nacional, circula una nueva estética. Fundada sin pretensiones por Leónidas Lamborghini en la década del cincuenta, encuentra sus mejores expresiones en la narrativa de Osvaldo Lamborghini –hermano y acólito– y en las novelas Ema, la cautiva de César Aira y Los sorias de Laiseca. Carácter común a estas obras es la explicitación de la circulación del poder, del deseo y del dinero en el proceso narrativo y el reemplazo de la ‘supersticiosa ética del lector’ del modelo borgeano de público por una furiosa estética basada en los goces del poder y la sumisión. (“Política” 125)

Este canon personal y emergente, casi oculto durante la década del ochenta –Los sorias fue leída de modo informal como manuscrito por un grupo relativamente pequeño de lectores hasta su publicación en 1998–, constituye la diagramación polémica en torno a una redistribución de los lenguajes literarios y las políticas de la ficción argentina. Al incitar a la lectura de Aira o Laiseca y postular a los hermanos Lamborghini como maestros, Fogwill elegía el margen como espacio donde instalar (y producir) una lengua en disidencia o, tal como señala Damián Tabarovsky, un contra-canon. Resulta evidente que Fogwill consideró esa “furiosa estética” como el campo de posibilidad para su propia escritura y, al mismo tiempo, como una flexión que ponía en circulación nuevas prácticas literarias, reclamando formas actualizadas de lectura e inteligibilidad. Sus volúmenes de relatos publicados entre 1980 y 1985, y Los Pichy-ciegos (1983), su única novela hasta ese momento, se establecen en correspondencia con esa figuración narrativa contra-canónica orientada como refundación estética. Las series que el autor reconocía en la narrativa de Osvaldo Lamborghini, César Aira y Alberto Laiseca serán las mismas que articulará en su propia escritura, es decir, la explícita exhibición del dinero y el deseo, de los ejercicios de poder y los actos de sumisión.

De esta manera, Fogwill incitaba a la distinción para concretar un corte con la tradición narrativa argentina focalizada en la figura y obra de Borges, especialmente en sus ficciones de la década del cuarenta y en el modelo de lector sugerido en los ensayos reunidos en Discusión (1932). En el breve ensayo “La supersticiosa ética del lector”, aludido por Fogwill, Borges exponía su visión estética esgrimida contra las “tecniquerías” (202) que fundaban la “superstición del estilo” (202). El argumento borgeano se convertía en una advertencia contra ese modelo de lector atraído por “las habilidades aparentes del escritor” (203) fundadas en la vanidad estilística. A partir de estos argumentos, Borges polemizaba contra el esteticismo y su vocación por la página perfecta dado que, según su visión, esa página “es la más precaria de todas” (204). En su lugar, y apelando a Cervantes, opondrá una escritura vinculada a la “vocación de inmortalidad” (204) y, por lo tanto, despreocupada de los aludidos tecnicismos escriturarios. La estética borgeana, refractaria al énfasis y preocupada por la precisión de la prosa en cercanía a la expresión oral, se articulaba como la contracara del exceso (de páginas, de técnicas, de estilo perfeccionista) para sostener, en su lugar, una tesis simple, aunque contundente:

Afirmo que la voluntaria emisión de esos dos o tres agrados menores […] suele probarnos que la pasión del tema tratado mande en el escritor, y eso es todo. La asperidad de una frase le es tan indiferente a la genuina literatura como su suavidad. […] La preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis. (204)

Al tiempo que atacaba el “hábito hiperbólico” (204) Borges sentaba las bases para la recepción de sus ficciones, constituidas en un lenguaje narrativo de estilo intelectual, depurado de afectaciones y refractario del color local –tal como dejaría expuesto en “El escritor argentino y la tradición”, conferencia dictada en 1951 que luego pasaría a integrar el volumen. Algunos años más tarde, el prólogo a Ficciones volvía a repetir su aversión por estos excesos al referir como “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta expresión oral cabe en pocos minutos” (429). Borges elegía el camino de la concisión criollista de vocación universal, la brevedad y el artificio intelectual en contra del énfasis, a fin de construir un modelo de ficción sostenido en la alianza entre algunos temas recurrentes y sus inflexiones en el lenguaje literario.

Al observar las particularidades estéticas de la ficción borgeana, la reformulación propuesta por Fogwill es radical. En lugar de conciliar usos intelectuales de la lengua literaria anclados en la tradición, la furiosa estética fogwilliana presenta, a través de los hermanos Lamborghini, la inversión de esa ecuación; la literatura será un ejercicio de poder y una defección deliberada frente a sus cristalizaciones, una imposición (del autor y su estilo) sobre la lengua. A través de estas consideraciones Fogwill buscaba desplazar la poética borgeana para avanzar sobre la infraestructura de su estilo, contrarrestando el artificioso clasicismo que excluía todo barroquismo del significante. En su lugar, sus intervenciones visualizan una nueva estética, esto es, un nuevo modo de leer y escribir que se materializa en una serie de nombres y afinidades, y se disponen como variación controversial en el estado del lenguaje literario argentino.

A partir de sus vínculos afectivos y literarios con los hermanos Lamborghini, Fogwill buscará, desde 1980 hasta su muerte, incluirse en esa constelación contra-canónica a fin de participar en una refundación crítica sobre los protocolos de lectura y escritura para la literatura argentina. En este contexto, no es un detalle menor corroborar la valoración constante de Leónidas Lamborghini. De hecho, puede trazarse un arco desde la “Presentación” de Episodios, poemario publicado en Tierra Baldía en 1980, hasta el texto que cierra Los libros de la guerra en su segunda edición de 2010, titulado “Leónidas”, obituario dedicado al poeta el 14 de noviembre de 2009. En ese texto, Fogwill vuelve a colocar a Lamborghini como referente ineludible y, a pesar de su muerte, “entre lo más vivo de nuestra literatura” (411). Esta invariable estética es una de las claves para visualizar el itinerario de una política –por momentos deliberadamente profanadora– cuya intención final se encontraba en la renovación del lenguaje literario durante las últimas décadas del siglo XX. Tal como sostenía Nicolás Rosa, “la escritura vil” (109) de los hermanos Lamborghini produjo dos gestos extremos, tanto hacia la figura de Borges, como hacia la totalidad del canon de la literatura universal: el mayor roba y reescribe, el menor, profana lascivamente (Rosa 113). Esta escritura vil actúa como núcleo de sentido y fundación genealógica para el conjunto de estrategias críticas realizadas por Fogwill, ordenadas hacia una operación de conjunto; esto es, articular un espacio de escritura para una furiosa estética post-borgeana en el contexto de la escena argentina que emerge en la postdictadura y se proyecta hacia las décadas siguientes.

A fin de precisar algunas notas sobre su escritura realizadas en el contexto de una disputa sobre las formas y potencias de la ficción argentina, es posible enfocar dos extensos relatos reunidos en Pájaros de la cabeza, publicados por la editorial Catálogos en 1985, y finalmente compilados en Cuentos completos, antología que, tal como lo han señalado Luppi (2016) y Casanova (2011), adquiere un gesto testamentario, de relectura y autoedición. A través de “Help a él” y “Sobre el arte de la novela” puede advertirse una zona de la literatura fogwilliana en la cual se expresa, de modo programático y con una evidente vocación teórica, las particularidades que componen la “furiosa estética” aludida en sus intervenciones en prensa que, en el caso de Fogwill, toma la forma de una comunicación entre usos de la lengua literaria y su ejercicio como acto de placer y profanación. La operación crítica se realiza en la composición de un estilo, de una estética impregnada de afectos y vivencias que se propone como registro heterodoxo de la experiencia sensible, dando forma a una política intensiva del arte de escribir.

Notas sobre el estilo fogwilliano en “Sobre el arte de la novela”

“Sobre el arte de la novela”, texto fechado en 1982, se presenta de modo ejemplar como una disidencia de poéticas; desde su título, el relato elabora un campo de reflexión en torno a un género denostado por la precisión narrativa practicada por Borges. Tal como ha señalado Graciela Speranza, “No sorprende que a Fogwill, en sus comienzos, le fuera negada la anuencia borgeana” (63)[1], y en efecto, este relato se presenta como el “corrimiento explícito de la herencia borgeana en la ficción de los 80” (63).

Esta disputa entre formas de escritura se hace explícita a partir de una serie de elecciones estratégicas. Fogwill pone en escena un narrador teórico, el cual delinea historias al tiempo que especula sobre las condiciones de su emergencia; esta particular voz ensaya conjeturas sobre el arte de narrar para mostrar al relato como un acto contingente, resultado de una especulación sobre las variaciones del lenguaje literario. Lejos de la alta cultura filosófica o la filiación hacia referencias literarias prestigiosas, esta modalidad teórica se proyecta sobre un horizonte banal que actúa como pretexto para poner en funcionamiento la maquinaria narrativa. “Sobre el arte de la novela” se elabora como confusión de las formas del discurso teórico y el ejercicio ficcional.

Aquí emerge la potencia disruptiva del estilo fogwilliano, el cual consiste en una estratégica selección de objetos y temas narrativos. En este punto, el dispositivo textual realiza una personal actualización para el siglo XX de las temáticas que caracterizaron a la novela realista a partir del siglo XIX –tal como fuera elaborada por Honoré de Balzac, Gustave Flaubert, Jane Austen, o los narradores de la primera mitad del XX–, esto es, la exhibición de la vida social y sus relaciones con el dinero. En consecuencia, el relato abunda en anécdotas triviales y objetos banalizados en los que se cifra un aparente prestigio de clase. Por supuesto, el estilo de Fogwill no se reduce a una mera reinstalación del realismo; de hecho, como advertía Speranza, sus textos se encuentran “en las antípodas del ideal realista clásico sintetizado en ‘Narrar o describir’”. La descripción desciende al nivel de los personajes y se deja llevar por ese “centelleo ininterrumpido de perspectivas cambiantes” (62) anatemizado por [György] Lukács. Esta consideración sobre el particular realismo fogwilliano se orienta durante la década de 1980 en su guerra personal contra los consensos del canon argentino en torno a los modos elegidos para narrar la experiencia dictatorial. Al respecto, el pormenorizado estudio realizado por José Luis De Diego ofrece una conclusión insoslayable, hacia 1980 el centro del canon y la atención de la crítica lo ocupa Respiración artificial de Ricardo Piglia[2]. Por lo tanto, el realismo fogwilliano debe ser considerado, ante todo, como gesto polémico con implicancias tácticas contra la ficción borgeana y, al mismo tiempo, contra el consenso crítico en torno a la figura de Piglia. La renuncia a un modelo narrativo elíptico fue advertida por Karina Vázquez como el rasgo característico del regreso al realismo en Fogwill, dado que este se realiza “sin necesidad de retomar las convenciones del realismo comprometido de los sesenta y setenta” (20). Esta perspectiva sobre destiempos y retornos de las poéticas realistas constituye uno de los problemas críticos fundamentales de la literatura contemporánea, según María Teresa Gramuglio, dado que, más allá de la evidente conciencia sobre las limitaciones representativas del lenguaje, en los textos que emergen luego de las experiencias totalitarias del siglo XX “parecen haberse esfumado del horizonte inmediato aquellas expectativas de transformación” (153). El diagnóstico de Gramuglio se corrobora en la escritura fogwilliana, alejada ostensiblemente de cualquier ortodoxia realista, tanto en su conciencia crítica sobre los sistemas de representación como en su mirada política desencantada.

“Sobre el arte de la novela” da cuenta de este singular realismo fogwilliano al elaborar una escritura que procesa fragmentariamente registros de la conciencia de los personajes, datos históricos y referenciales generalmente anclados en espacios urbanos, lenguajes técnicos, y el trazo sobre unas subjetividades difícilmente tipificables sobre las cuales se da forma al tejido de lo real. Su escritura procede a través de una saturación semiótica que, según ha señalado Américo Cristófalo, permite leer una “física política de la lengua”, equivalente a una interrogación en torno a “las relaciones entre experiencia, vida y literatura” (16). Ese entramado se explora y teoriza en una prosa sobrecargada de anécdotas nimias, a través de las cuales la lengua literaria encarama potencias políticas para dar cuenta, en última instancia, que el tema literario es el resultado de una decisión azarosa, y de una imposición explicitada en la superficie narrativa: “Escribir, por ejemplo, a cerca de la recurrencia de oblicuos temas como el de las viejísimas madres en la memoria de los tenaces hombres adultos” (“Arte” 357). Las hipótesis teóricas del narrador constituyen la marca de su irreverencia; frente a un canon que organiza temas, géneros y consagra la verosimilitud como un principio de adecuación entre modalidades del lenguaje e identidades tipificables, la escritura del relato fogwilliano despliega una deliberada inadecuación, una fractura del principio mimético para exhibir la narración como proceso.

Más allá de los evidentes gestos contra el legado borgeano y su declarada denostación sobre los “desvaríos laboriosos” y “empobrecedores” de excesiva extensión, Fogwill elabora una escritura impropia, a todas luces híbrida, entre la exposición de sus conjeturas teóricas y el desarrollo irregular de una trama narrativa. Antes de iniciar cualquier argumento el texto se coloca en el borde mismo de su posibilidad, habilitando una dimensión escéptica sobre la materia narrada; como consecuencia se derriba cualquier principio de genialidad, inspiración o sacralización, para mostrar el resultado de un proceso lógico: “El arte de la novela, que parece complejo, resulta, si se lo observa de lejos, una sencilla combinatoria” (“Arte” 357-358). Sin embargo, las combinaciones elegidas por el narrador distan de ser inocentes, y la escritura teje referencias para aludir al horizonte histórico de su producción. Entonces, si bien la exterioridad del relato no puede hacerse visible totalmente, el texto la bordea en alusiones que justifican irónicamente la elipsis, porque son “tiempos tan difíciles, en los que las historias transcurren siempre fuera de las novelas” (“Arte” 358).

De ahí que la narración cifre un código de aparente superficialidad sobre las imágenes de la vida cotidiana durante el último año de la dictadura militar. Sobre ese fondo difuso el texto narra la historia de Alberto Marzó –variación desviada de Meursault, protagonista de El extranjero de Camus–, un cínico e impasible personaje de clase alta que viaja desde Buenos Aires a Santiago del Estero al tomar noticia sobre la muerte de su madre, hospedada en un geriátrico de su provincia natal. Luego de asistir a su velatorio y entierro con displicencia, Marzó decide viajar hasta Salta; allí la narración se detiene para recrear con detalle pormenorizado los excesos del alcohol y las drogas en las peñas folklóricas. Más tarde, en el viaje de regreso a Buenos Aires, luego de un fin de semana en el cual la narración yuxtapone el luto indiferente con la exuberancia festiva, Marzó atropella y mata a un ciclista en la provincia de Córdoba. Ahora bien, estos detalles nimios dan cuenta de una escritura trabajada en el regodeo de índices materiales, presentados como fragmentos de una realidad diseccionada en un horizonte económico; allí sobresalen un departamento de lujo, un club en San Isidro, un automóvil Porsche de setenta mil dólares, las credenciales de una oficina innominada y los cargadores de una metralleta UZI alojados en una caja de seguridad. Todos estos registros son arrojados en el texto como referencias que, tal como señala Rancière en su lectura de lo que ha sido considerado como el detalle inútil y proliferante de la escritura realista, marcan “la ruptura del orden representativo y de lo que era su corazón, la jerarquía de la acción” (Hilo perdido 20). La superabundancia referencial interrumpe la organización de la trama, así como la ilusión mimética entre modos del lenguaje y temas literarios. Sin embargo, Fogwill lleva esta fractura hasta el paroxismo, al punto de intervenir la superficie textual con una declaración que subraya los procedimientos que fraguan el relato:

Pero la narrativa se ejecuta mediante decisiones lógicas, decisiones sintácticas y decisiones gramaticales. A veces, los tres tipos de decisiones son independientes; otras, las decisiones gramaticales implican decisiones lógicas que se procesan automáticamente, por la propia inercia de los mecanismos lingüísticos grabados en la memoria de quienes escriben. El estilo no es eso; es quizá, todo lo contrario. En los casos opuestos, cuando las decisiones lógicas suponen decisiones gramaticales o sintácticas inesperadas, parece que los artificios prefabricados por el uso corriente del lenguaje se evaporan creando un vacío que los que escriben tratan a duras penas de llenar. ¿Se oxida el texto? ¿Hay mecanismos íntimos de la materia que lo componen intentando la repetición programada y metódica de esa suerte de descomposición que toda lengua y todo producto de la lengua padece? Preguntas, siempre sin respuesta. (“Arte” 380)

Incrustada como violenta interrupción en la continuidad de la acción narrativa la voz teórica propone un distanciamiento material sobre el producto que ofrece al lector. No sólo compone una definición sobre los mecanismos del propio relato –su propia infraestructura textual–, sino que declara los presupuestos de su política literaria. Según la ficción fogwilliana el arte de narrar se construye en contra de los procesos automáticos del sistema lingüístico que incluye, por supuesto, la tradición literaria, aún a riesgo de no poder sustraerse a la repetición programada de la lengua como sistema coercitivo. La apuesta de Fogwill, entonces, será oxidar el texto, es decir, intervenirlo, escribir mal, desenfocar la mirada para nublar las referencias del contexto político, y al mismo tiempo saturar la superficie de referencias materiales.

Por esto, luego de la digresión teórica el texto se desvía hacia una segunda historia, y el relato sobre Marzó cede paso a la narración en primera persona de un ocasional viaje a Mar del Plata durante el otoño de 1982. Una vez más, el argumento es trivial; el protagonista, un escritor, visita a su madre mientras su amante se evade en el casino. Sin embargo, sobre la banalidad cotidiana se hace visible una agitación en el fondo de la escena: “Yo veía el mar desde la ventana, el puerto, los barcos amarillos de los pescadores transcurriendo entre barcos de guerra quietos. Noté que las antenas de los radares de los barcos giraban, pero esos barcos estaban allí paralizados, lejos de la guerra” (“Arte” 391). El conflicto en Malvinas se construye como el fuera de campo del relato, de modo que la guerra se refiere desde la perspectiva anodina de un personaje otra vez muy cercano a la figuración pública del propio Fogwill, quien al interior de la ficción declara la intención programática del texto:

Semanas después, escribía para un concurso y pensaba que siempre había pensado que intercalar los efectos de una guerra convencional en un relato convencional era una posibilidad ajena a cualquier pequeño escritor argentino, y sin embargo, allí estaba la guerra, intercalada, tan respetuosa del realismo como cualquiera de las guerras que se leen en las novelas extranjeras de la década del cuarenta (“Arte” 383).

Ficción, actualidad coyuntural y presente de la escritura se confunden para desarticular cualquier principio de construcción homogénea e ingenuamente mimética; en su lugar, el texto abre una zona de indeterminación entre las formas de lo real y los mecanismos literarios. Es decir, frente a una poética que plantea la dificultad (sino la imposibilidad) de acceder a los sentidos de la experiencia solo restaurada por los dispositivos de indagación intelectual –vale recordar el epígrafe del primer capítulo de la primera parte que da inicio a Respiración artificial–, las estrategias de Fogwill poseen un efecto polémico. Por un lado, desarticulan la concepción de un realismo carente de problematizaciones sobre las condiciones coercitivas de los sistemas semióticos de representación; sin embargo, esta desconfianza no se traduce en una renuncia sino, por el contrario, efectúa una sobrecarga de referencias sensibles. La propuesta de Fogwill ataca, de este modo, tanto los postulados de la poética borgeana sintetizados por Bioy Casares como las formas de “carácter hiperliterario” (Vázquez 19) prestigiadas durante la década de 1980.

“Sobre el arte de la novela” desarrolla hasta la exasperación una trama donde lo real se presenta como efecto de los lenguajes que lo componen y al mismo tiempo elabora un pathos vinculado a la muerte, la guerra y la sexualidad, en tanto experiencias trabajadas en la lengua. La forma irregular que adopta el relato, en la cual las voces de los personajes se confunden con el desarrollo teórico, hace imposible trazar una línea que demarque con claridad los límites de la palabra literaria porque, justamente, el concepto mismo de ficción se exaspera y desfonda. Este desvío frente a los elípticos modelos narrativos de la posdictadura configuran la tonalidad del estilo fogwilliano, esto es, la “furiosa” estética materialista en la que se confunden indisciplinadamente relato y teoría.

Derroche sexual y psicodelia en “Help a él”

Reunido asimismo en Pájaros de la cabeza y fechado en 1983, “Help a él” lleva al extremo la batalla contra la ficción borgeana. De modo frecuente, el relato ha sido considerado por la crítica a través de su gesto paródico. Así como Natalia Crespo, López Casanova argumenta que el texto se sostiene en el evidente vínculo intertextual, dado que “Borges va a funcionar como una especie de memoria literaria colectiva o su catalizador, contra la cual Fogwill graba una escritura paródica, que la homenajea y la ataca con fascinación” (75). Sin embargo, la reescritura fogwilliana de “El aleph” constituye algo más que una parodia u homenaje desaforado. En su meditada profanación Fogwill despliega la potencia del placer como principio narrativo. “Help a él” compone una lógica del derroche corporal que afecta la escritura en su intento por traducir las alteraciones perceptivas provocadas por la psicodelia y el goce sexual; tal como sugiere Laura García, “la experimentación con las drogas y el sexo desarma individuaciones, subjetividades y sexualidades” (161) y, de hecho, esta dimensión alucinada y corpórea hace de “Help a él” un ensayo sobre las capacidades e intensidades afectivas de la escritura.

A partir de la obvia referencia trazada en los anagramas (“El aleph” / “Help a él”; “Beatriz Viterbo”/ “Vera Ortiz Beti”) el texto se propone escribir (y exhibir) en forma explícita todo lo que en Borges es descartado como exceso y rechazado por su estilo hiperbólico o su carácter enfático. La disputa, ahora, se encuentra al interior de la ficción dado que, al menos en su inicio, el relato se construye como contrapunto y diálogo polémico. Fogwill retoma a Borges para contrastarlo punto por punto; así, la muerte de Vera es descripta como “espectacular”; el narrador se detiene en su deriva urbana para referir el trabajo de los “peones” invisibles en el texto borgeano; los cigarrillos se identifican con una etiqueta reconocible que da cuenta del universo publicitario afín a Fogwill. Finalmente, los puntos de la ciudad también son diversos; en lugar de Plaza Constitución, es decir el sur –espacio connotado simbólicamente por la poética de las orillas y los arrabales–, el narrador inicia su recorrido desde una moderna torre emplazada en Puerto Madero para dirigirse a Retiro, es decir, hacia el norte. Por supuesto, el punto crucial se encuentra en la elíptica aunque obvia referencia a Borges, “el otro”, contra quien se esgrime la operación de reescritura.

La prosa del relato incurre en una política escrituraria apartada radicalmente de los preceptos universalistas, sobrios e intelectuales cultivados por la ficción borgeana para desplegar, en su lugar, índices plenamente coyunturales. Así, las referencias hacia los diarios Clarín, La Nación . La Prensa se realizan junto a las alusiones literarias hacia José Hernández o Juan Carlos Onetti, incluso para señalar nombres afines, como Laiseca y Elvio Gandolfo. Del mismo modo, la reciente guerra en Malvinas es contrastada con la descripción de viajes a Punta del Este, Brasil o Miramar en un mapa de alusiones que reclama algo más que una elemental lectura realista. Estas marcas actúan como signos saturados y fulgurantes de lo real; encuentran en la prosa de Fogwill una radical productividad semiótica que hace del mundo sensible y sus discursos un entramado textual incorporado sin reparos en la creación literaria. Sin embargo, tal como señalara Speranza, “Fogwill escribe todo lo que Borges reprime” (63), y en “Help a él” la dimensión referencial se posterga para dar lugar a una escritura del derroche sensible. A partir del registro de intensidades y afectos, el relato incorpora una minuciosa poética de las alteraciones perceptivas; la trama se relativiza para dar paso a una escritura elaborada en la fusión de imágenes oníricas, trances narcóticos y sensaciones corporales, al punto de absorber cualquier referencialidad en una lengua literaria cercana al delirio.

Este punto puede deslindar algunas consideraciones sobre la profanación que Fogwill emprende sobre la ficción borgeana. Según López Casanova, la figura de los guías presente en ambos relatos –Carlos Argentino Daneri en “El Aleph” y Laiseca en “Help a él”–, replica una compleja rivalidad literaria. Sin embargo, más allá de la evidente disputa, la mención a Laiseca resulta clave para visualizar la escena alternativa diagramada por Fogwill durante los años ochenta. De modo que, si Borges lanzaba una recatada ironía a través de Daneri, figuración del enfático mal poeta complicado en tecnicismos y locuciones aberrantes, cuyo propósito hiperbólico es representar la totalidad del mundo, Fogwill propondrá una política del desborde sensible e imaginativo, en la cual Laiseca representa el modelo arquetípico. Los sorias es, material y simbólicamente, la novela excesiva e imposible de concebir en el modelo borgeano. Entonces, esta poética del nombre propio especifica una marca de escritura, al tiempo que realiza un elogio del exceso; “Laiseca” es trazo y signo que hace de la reescritura fogwilliana una repetición profanadora, una perversión del original que explota el carácter desproporcionado y absoluto –esto es, sin limitaciones–de la palabra literaria. Esta escritura subvierte cualquier principio de adecuación al interior de la ficción para componer, tal como señala Rancière en su consideración sobre régimen estético de las artes, una “manera absoluta de ver las cosas” (Palabra muda 142). Esta modalidad de visión que el filósofo plantea como potencia política de la literatura configura el quiebre entre “las formas de presentación de los fenómenos y de la relación entre los fenómenos que definen el mundo de la representación” (Palabra muda 142). La disputa por un estilo desajustado a los criterios de la ficción mimética, su sistema de géneros y técnicas de fabulación, da lugar a una escritura estética e intensiva resultado de ese quiebre radical, desorden a partir del cual la palabra literaria se constituye como “capacidad de manifestar esa vibración” (Palabra muda 142), es decir, el registro de esa anomalía o desvarío expresado en la lengua.

Por tanto, en “Help a él” la furiosa estética fogwilliana no se lanza tan solo contra Borges y la sacralidad de las letras argentinas en una polémica coyuntural. A partir de una modulación teórica sobre el estilo, el texto reflexiona en torno a las posibilidades de una lengua literaria atravesada por afectos, trabajada como captura de registros sensibles e intensivos que, en última instancia propone una destitución del clasicismo libresco y el régimen representativo. Es así que al interior del fluir de conciencia que domina la escritura durante el viaje alucinatorio provocado por el “jarabe de Vera”, e insertado en un proceso aparentemente caótico, el relato deja escrito un párrafo estrictamente teórico:

Quien talla a Apolo, no talla la figura de Apolo, sino las infinitas palabras que describen los efectos de cada rasgo de la imagen de Apolo. La escultura es la más literaria de las artes, más que la música, más que el cine. La pintura no es literaria, pensé, y si yo debo tallar una joya con toda esta oscuridad, será mi obra final, estará dedicada a ella, a Vera. (“Help” 257)

El fragmento encubre una visión del arte literario que ataca el precepto clásico de Horacio en su Epístola a los Pisones. La literatura violentamente desproporcionada e irregular de Fogwill se rebela contra el “Ut pictura poesis” (54) horaciano, y polemiza con la tradición clásica que establece un ideal de proporción solidario al deleite y decoro como instrumentos estéticos y morales. Fogwill rechaza en la analogía de Horacio la cristalización del arte literario como proceso ordenado y lineal, organizado a través de la ilusión mimética, sus ideas de claridad y armonía, y finalmente, a la ética que cimienta el régimen clásico de la representación. En su lugar, mediante la percepción alucinada provocada por la psicodelia, Fogwill realiza una vindicación de la oscuridad, en tanto negación de lo visible, contraria a la metaforización del conocimiento racional e intelectual, para expandir su lenguaje en una clave sensitiva, táctil, plenamente erotizada, en un despliegue sexual detallado y proliferante hasta la pornografía. Al rechazar el mandato horaciano elabora, entonces, una nueva analogía: escribir es tallar, es decir, componer materialmente, con lo cual no hay posibilidad de revelación o conocimiento abstracto. Frente a la escritura borgeana, y al intelectualismo idealista garante de su ficción –que encuentra en la visión del aleph una yuxtaposición fantástica de objetos como metáfora del conocimiento totalizador–, Fogwill instala un materialismo extremo: la escritura no revela (no ve) sino que talla, y lo hace en la oscuridad, en una inversión del idealismo clasicista que da paso a una redistribución sensorial del lenguaje. Esta hiperproductividad expresiva desborda la lengua literaria a partir de la experiencia alucinatoria, configura una estética del detalle minucioso, no como resultado de una búsqueda objetiva, sino como despliegue acumulativo de registros sensibles:

Sin desplazarse, la piel registraba el tejido como la vista que interpreta un paisaje. Sentía venir desde las yemas el olor de la lana. Sentía la tensión de las fibras retorcidas, la invasión de colores de las tinturas, la rigidez de los aprestos. Entre ellos, sentía el olor de un jabón conocido. Mi mano supo leer, y supo oler y percibir el gusto de las cosas. El tacto se había vuelto algo sucesivo, como el oído –oía la música- o como la vista cuando recorre un paisaje proyectando sobre el espacio esa ilusión de temporalidad que sólo puede aprenderse con el ejercicio de la audición […] Yo estaba vivo. ¿Podía respirar? Probé respirar: no respiraba. La experiencia de estar vivo, noté, es la experiencia del deseo de insistir en la vida metiéndole más aire. ¿Podría yo vivir sin desear vivir? No respire. En ese instante dejé de oír. ``Y ahora me muero´´ sé que pensé. Pero no morí: a mí cuerpo todavía llegaban las vibraciones de los sonidos bajos de la música. Era Wagner”. (“Help” 253)

Frente al mesurado estilo borgeano y la valoración de la distancia crítica hacia el problema infranqueable de lo real, Fogwill compone una escritura del desborde gozoso de la lengua en un desarreglo intencionado del orden sensible. Su escritura interpela todas las percepciones posibles para obtener un registro estereográfico que unifica vista, olfato, tacto, oído y gusto, imbricándose unos en otros para, finalmente, narrar “la experiencia de estar vivo”. Lo inconmensurable de la empresa representa un caso ejemplar del estilo literario fogwilliano. La alucinación textual fisura la linealidad secuencial del lenguaje, desacomodando cualquier ordenamiento en el pensamiento y el tiempo cronológico. Por esto, el texto no deja resquicio sin saturar y una vez derrumbado el orden discursivo, la escritura se aleja de la ironía crítica y hace de la profanación un ejercicio vinculado al placer:

En un inédito de Leonor Acevedo, que atesora Piglia, el narrador del cuento inconcluso establece que la ironía es la última expresión del horror. No lo sé. No sentí horror, tal como no sentía ya dolor: todas las vías de conducción del dolor y del miedo estaban intoxicadas, atoradas por el placer y por algo que se parecía al lenguaje, y quizá fuese sólo un reverbero de inteligencia actuando en conexión con los restos de inteligencia que el tiempo fue depositando sobre las formas de la lengua. (“Help” 261)

La mención a Ricardo Piglia como depositario del legado borgeano es, evidentemente, la continuación de una guerra de escrituras al interior el relato. Fogwill escribe contra el estilo “hiperliterario” (Vázquez 19) del autor de Respiración artificial y frente a ese canon consagrado por la crítica posiciona una escritura que es, ante todo, una búsqueda por encontrar modos de comunicación entre la lengua y la expresión del placer (incluso en el agravio). Este ejercicio realizado en el lenguaje (y contra sus consensos) plantea la posibilidad de un pensamiento creado en la lengua literaria que hace visible conexiones entre afectos y percepciones del mundo.

Hacia el final del relato –que es, en sí mismo, el fin de la contienda– Fogwill corrobora la continuidad que une su texto con el cuento de Borges: “no hay mejor regalo para una muerta que dejarla jugar por unos instantes con las memorias y las fabulaciones de los vivos” (“Help” 284). La narración concluye, entonces, con el encuentro entre la ficción especulativa borgeana y la escritura desbordada de Fogwill. Sin embargo, el último párrafo insiste en una visión del arte de escribir como palabra “viva” que trabaja sobre la memoria literaria fracturando toda solemnidad, dispuesta a registrar las experiencias del mundo sensible y sus zonas limítrofes –el sueño, la alucinación, el delirio- desde una escritura corporal, fluida, en última instancia, vital.

Coda, a modo de conclusión

En Fogwill, las ficciones y publicaciones en prensa forman parte de una constelación de operaciones críticas y, como parte de estas acciones, el estilo de escritura de “Sobre el arte de la novela” y “Help a él” permite enfocar el gesto iconoclasta que caracterizó a su figuración autoral a partir de la década de 1980. Su deliberada profanación del legado borgeano y sus presupuestos poéticos, desarrollados fundamentalmente en los ensayos de Discusión, atacan no solo al modelo de la ficción intelectual sino a su infraestructura ética, en tanto expresarían una separación tajante entre arte y vida, literatura y experiencia, palabra literaria y ejercicio del poder. Los relatos y breves ensayos fogwillianos advierten en esta escisión el ordenamiento cristalizado de los lenguajes literarios y, por lo tanto, la consagración de identidades y formas prestigiosas de escritura.

Contra ese consenso emerge una voluntad polémica que se traduce en el estilo de los relatos que integran Pájaros de la cabeza. Allí, Fogwillha elaborado una estética y un pensamiento crítico que actuaban como defección frente a la concisión intelectual de los artificios borgeanos, y se planteaban como contracara de la narración “hiperliteraria” consagrada hacia 1980 por Respiración artificial. Muy lejos de los ideales clásicos de representación, armonía y moralidad, incluso de los códigos de la literatura prestigiada en su coyuntura, los textos de Fogwill toman la forma de superficies discontinuas que exhiben sin reparos sus objetivos tácticos y literarios. En ellos es posible advertir una política ejecutada en la inmanencia de la lengua, realizada a través de reescrituras y gestos polémicos, como verdadero mosaico coral en el cual se produce un enfrentamiento entre visiones sobre el arte de escribir.

Estos relatos fogwillianos construyen modos de intervención sobre el canon narrativo de la escena literaria argentina de la inmediata postdictadura. Por supuesto, esta operación se ha realizado en diversos frentes; en todos ellos, Fogwill hiende los acuerdos del Estado literario para generar un espacio de escritura que, desde su emergencia hasta el final de su vida, ha sido desplegado como un “desvarío que elude el consenso” (“La chica punk” 253). Su actitud beligerante puede ser entendida, entonces, como un meditado y programático desacuerdo, esto es, una disputa sobre las formas e identidades que componen una comunidad.

Al considerar este conflicto de poéticas es posible examinar hasta qué punto el funcionamiento de sus ficciones responde a la definición de una política literaria, que afectan su escritura hasta provocar una hibridación hacia formas del ensayo crítico. En estos relatos, el discurso teórico –ya se trate sobre el arte de narrar, los mecanismos de la percepción o la disección de las tramas sociales enfocadas desde una mirada semiótica– se yuxtapone a un lenguaje intensivo orientado a la composición y registro minucioso de experiencias sensibles. La heterodoxia de esta “furiosa estética”, tal como el propio autor la designó hacia 1984, es el resultado de un estilo literario dedicado a la exploración de sensaciones corporales, unidas a figuraciones económicas y entramados de poder, en vistas a una construcción crítica de la comunidad argentina y su literatura. La exasperada proliferación de estas notaciones, por momentos liberadas de toda relación causal en la acción narrativa, se apoya en una escritura irregular que conecta múltiples discursos y formas de la experiencia. Este rasgo de los textos fogwillianos permite esclarecer la ambigua entonación del autor-narrador de estas “viñetas”, singular categoría crítica elaborada tempranamente por César Aira dado que, la imagen del sociólogo experto en semiótica y publicidad configura una marca funcional indeleble en el entramado de su ficción. A partir de esa anómala forma de escritura Fogwill ha construido, no sin malicia, una investigación sobre su presente, al tiempo que efectuaba una profanación sobre el canon literario argentino.

En definitiva, la política de la ficción fogwilliana se manifiesta como una escritura intensiva, trabajada por afectos y modalidades extravagantes, en ocasiones alucinadas, de ver y percibir. En ella, la narración atraviesa los límites taxativos entre vida y literatura para dar forma a constelaciones impropias, al tiempo que profana, es decir, dispone nuevamente para su uso común, los lenguajes y experiencias de la cultura literaria.

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Notas

[1]Escribe Speranza en “Magias parciales del realismo”: “La anécdota a propósito de ‘El arte de la novela’ es bien conocida, pero vale repetirla: `Ese cuento fue escrito de un tirón`, cuenta Fogwill, `con una sola finalidad: competir en un concurso de cuentos en el que yo quería operar sobre Borges que estaba en el jurado. Tenía que llamar la atención, sobresalir. Pero me salió mal: Borges dijo que yo era el hombre que más sabía de automóviles y cigarrillos. Se lo comenté a Pezzoni que se rió y me dijo que si Borges me llamaba `hombre´ quería decir que no me consideraba un escritor” (63).

[2]En su trabajo De Diego recurre a una serie de reseñas para bosquejar el estado de interés de la crítica hacia 1980. Entre los elegidos por De Diego se encuentran Fernando Reati, Beatriz Sarlo, Luis Gregorich, Andrés Avellaneda, Jorge Lafforgue, Saúl Sosnowski, Cristina Piña, Noemí Ulla, Mario Cesáreo, Marta Morello-Frosch, María Teresa Gramuglio, Rosalba Campra, Carmen Perilli, David Foster, José Javier Maristany, Jorgelina Corbatta, Daniel Balderston, Tulio Halperin Donghi. Las novelas que efectivamente se repiten con mayor asiduidad, delineando el canon hacia 1980, son Respiración artificial de Ricardo Piglia y Flores robadas en los jardines de Quilmes de Jorge Asís. Luis Gregorich es el único que refiere a Fogwill y propone la clasificación “experimentalistas y antirrealistas” para incluir a Alberto Laiseca, César Aira, Rodolfo Fogwill, Nicolás Peyceré y Luis Gusmán (231).

Recibido: 01 de Octubre de 2019; Aprobado: 30 de Junio de 2020

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