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Anclajes

versión On-line ISSN 1851-4669

Anclajes vol.26 no.2 Santa Rosa oct. 2022

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.19137/anclajes-2022-2621 

Artículos

Los hongos alucinantes: apéndice de la literatura mexicana indigenista y crítica a la disciplina antropológica

Los hongos alucinantes: appendix of Mexican Indigenista Literature and critique of the Anthropological discipline

Los hongos alucinantes: apêndice da literatura indigenista mexicana e crítica da disciplina antropológica

1Universidad Veracruzana; Universidad Iberoamericana León México

Resumen

Analizamos el libro Los hongos alucinantes (1964), de Fernando Benítez (1912-2000), a través de tres planteamientos principales: primero, como continuador y transformador de la literatura mexicana indigenista de la década de 1950; segundo, como un texto fronterizo entre la literatura, el periodismo y la etnografía, en el que Benítez se “autoriza” a partir de estrategias puntuales; tercero, como un texto crítico de la disciplina antropológica. Fuertemente influenciado por la contracultura del momento y por el indigenismo literario, Los hongos alucinantes imita un estudio etnográfico y crea un texto fronterizo. Su inmersión etnográfica y las estrategias escriturales utilizadas (el “estar allí”, de Clifford Geertz) develan la “autorización” en la que se envuelve Benítez para legitimar su postura.

Palabras clave Fernando Benítez; Literatura mexicana; Indigenismo; Antropología; Periodismo

Abstract

We analyze the book Los hongos alucinantes (1964), by Fernando Benítez (1912-2000), through three main approaches: first, as a successor and reformer of the Mexican Indigenista Literature of the 1950s; second, as a border text between literature, journalism and ethnography, in which Benítez "authorizes" himself through specific strategies; third, as a critical text of the anthropological discipline. Strongly influenced by the counterculture of the time and by Literary Indigenismo, Los hongos alucinantes imitates an ethnographic study and creates a border text. His ethnographic immersion and the scriptural strategies used (Clifford Geertz’s “being there”) reveal the “authorization” Benítez employs to legitimize his position.

Keywords Fernando Benítez; Mexicana Literature; Indigenismo; Anthropology; Journalism

Resumo

Analisamos o livro Los hongos alucinantes (1964), de Fernando Benítez (1912-2000), por meio de três abordagens: primeira, como continuador e transformador da literatura indigenista mexicana da década de 1950; segunda, como um texto de fronteira entre literatura, jornalismo e etnografia no qual Benítez “se autoriza” a partir de estratégias pontuais; terceira, como um texto crítico da disciplina antropológica. Fortemente influenciado pela contracultura da época e pela literatura indigenista, Los hongos alucinantes imita um estudo etnográfico e cria um texto híbrido. A sua imersão etnográfica e as estratégias escriturísticas utilizadas (o “estar lá”, de Clifford Geertz) revelam a “autorização” na qual Benítez se envolve para legitimar a sua posição.

Palavras-chave Fernando Benítez; Literatura mexicana; Indigenismo; Antropologia; Jornalismo

Introducción

Fernando Benítez (1912-2000) fue uno de los pilares fundamentales del periodismo en México durante la segunda mitad del siglo XX. Director del suplemento México en la Cultura del periódico Novedades entre 1949 y 1961, creó una plataforma importante que conjugó la difusión y el análisis de distintas expresiones artísticas con temas de índole política. Tras su polémico despido a raíz de un número dedicado a la Revolución cubana, Benítez fundó el suplemento La Cultura en México en la revista Siempre!, dirigido por él mismo de 1962 hasta 1972 [1] . Posteriormente, fundó y dirigió el suplemento Sábado (1977-1986) del periódico Uno más uno, para después coordinar La Jornada Semanal y La Jornada Libros (1987-1989) (Ocampo y Navarrete Maya 349-350).

Si bien la figura periodística de Fernando Benítez como director ha sido reconocida en el medio intelectual mexicano, sus libros han sido poco estudiados por la crítica especializada. Esto parecería deberse, aventuramos, a su hibridez: ¿a qué disciplina o campo del conocimiento correspondería el análisis de su obra más difundida y voluminosa, Los indios de México? Publicada a partir de 1967 pero conformada por algunos libros que salieron a la luz de manera individual a lo largo de la década de 1960, Los indios de México traspasa las barreras entre lo literario, lo etnográfico y lo periodístico. La exigua producción crítica la ha catalogado con distintas etiquetas: relato de viaje por el caso particular de Los huicholes (Aguirre Valdés “Los huicholes, de Fernando Benítez: un relato de viaje”), etnología por la totalidad de Los indios de México (García Flores “Fernando Benítez: los indios de México o el fin de una cultura”) y como producto de la ideología nacionalista de su periodo por la misma obra (Medina Hernández “¿Etnología o literatura? El caso de Benítez y sus indios”).

Bajo la consideración de que los textos que componen Los indios de México son heterogéneos, analizamos uno de los libros que lo conforman: Los hongos alucinantes, publicado de forma individual en 1964 e incluido en el tomo III de Los indios de México en 1970 [2] . Los objetivos de este análisis consisten en, primero, entender esta obra dentro de un continuum de la literatura mexicana; segundo, develar las estrategias escriturales por las cuales Benítez se “autoriza” y crea un texto fronterizo entre la literatura, la etnografía y el periodismo; tercero, analizar cómo esta autorización le permite realizar una crítica a la disciplina antropológica.

Los hongos alucinantes como continuación de la literatura mexicana indigenista

Aunque la recepción de la obra de Benítez ha sido en su mayor parte positiva, como lo demuestran los trabajos de las ciencias sociales que lo siguen tomando de referencia, no es posible eludir el artículo de Andrés Medina Hernández, reconocido antropólogo mexicano, sobre Los indios de México. En “¿Etnología o literatura? El caso de Benítez y sus indios” (1974), Medina Hernández se ha alzado como la única voz pública que cuestiona tanto el valor antropológico como el literario de los textos que conforman los cuatro volúmenes de la obra.

Sobre ésta, el antropólogo ha señalado: 1) la ausencia de posicionamientos teóricos por parte del autor; 2) el constante ofrecimiento monetario de Benítez a sus informantes; 3) las traducciones descuidadas que Benítez realiza sobre la marcha; 4) la falta de rigor a la hora de presentar sus resultados, lo que no logra convertir un “reportaje impresionista” en un “discurso científico”; 5) la dualidad civilización contra barbarie que rige la obra y 6) la concepción de la etnología como un “saqueo sistematizado” (Medina Hernández 128-131). Es de subrayar que el antropólogo menciona, de forma exigua, que Los indios de México se inserta en una trayectoria de la literatura mexicana que aborda los problemas nacionales, aunque “su meditación no es profunda ni mucho menos original, recurre al impresionismo fugaz, a los títulos llamativos y las imágenes grotescas”. Tras su análisis, Medina Hernández sentencia: “ni etnología ni literatura” [3] (137) [4] .

Cabe mencionar que, a pesar de que Medina Hernández considera la influencia de la ideología nacionalista e inserta Los indios de México en una línea de la novelística mexicana, no queda del todo claro el porqué de su amplia aceptación aún hasta nuestros días. Para explicar esta recepción, proponemos ahondar en el lugar que ocupa Los hongos alucinantes dentro del panorama de la literatura mexicana de su época. A su vez, señalamos la importancia que tuvo el marco contracultural de las décadas de 1960 y 1970 en el país. De esta manera, esclarecemos el recibimiento positivo de esta obra fuera del paradigma antropológico con el que la juzga Medina Hernández.

La versión definitiva de Los hongos alucinantes sale a la luz en 1964. En ésta, el autor utiliza fuentes históricas, antropológicas y periodísticas, así como técnicas literarias, para narrar los encuentros que tuvo con la ya conocida internacionalmente María Sabina. Benítez relata los dos rituales guiados por la curandera en los que él mismo participó, ofreciendo, así, una interpretación del mundo de la sabia mazateca desde una inmersión etnográfica. El resultado es un documento híbrido que conjuga varios intereses del momento, como se explica a continuación.

Para la fecha de la aparición de este libro, los autores del denominado Ciclo de Chiapas ya habían publicado sus obras indigenistas. A diferencia de la narrativa indigenista anterior [5] , los autores del Ciclo trataron de comprender y enunciar desde (una supuesta) psicología y cosmología indígenas “al novelar tomando en cuenta criterios culturales” (Sommers 247). La relación entre el Ciclo de Chiapas y Los hongos alucinantes consiste en que en esta obra también se aspira a comprender el mundo de María Sabina al considerar los parámetros de la cultura a la que pertenece, más allá de que no siga los lineamientos antropológicos de su tiempo para hacerlo.

En México, una década después de la efervescencia de los cambios institucionales en torno a las políticas que afectaban directamente a las poblaciones indígenas, y considerando como presunto fin de la literatura indigenista la fecha simbólica de las publicaciones de Oficio de tinieblas, de Rosario Castellanos, y de La culebra tapó el río, de María Lombardo Toledano, en 1962, las relaciones entre la literatura y la antropología se transforman: el interés literario por las culturas indígenas cambia al interés por las culturas de los habitantes de la ciudad. Este periodo coincide con el crecimiento de las poblaciones urbanas, que en 1960 abarcaban al 76% de los habitantes en México, contra un 64.91% de las dos décadas anteriores (Coral 104).

En las décadas de 1960 y 1970 se publican obras aparentemente disímiles que siguen un hilo conductor: un interés manifiesto por la cultura de los personajes que recrean. Si bien la literatura del denominado Ciclo de Chiapas entra en esta definición, no se agota en ella. A partir de los años sesenta, después de la publicación de las grandes novelas y cuentos de temática indigenista, aparecen obras como Los convidados de agosto (1964), de Rosario Castellanos; Los albañiles (1964), de Vicente Leñero; Gazapo (1965), de Gustavo Sainz; Hasta no verte Jesús mío (1969) y La noche de Tlatelolco (1971), de Elena Poniatowska; Días de guardar (1970), de Carlos Monsiváis; Chin chin el teporocho (1971), de Armando Ramírez y Vida de María Sabina, la sabia de los hongos (1977), de Álvaro Estrada. Aun si las divide una diversidad de temáticas y pactos ficcionales, estas obras coinciden en mostrar en primer plano la lógica de sus personajes según los parámetros de la cultura de éstos, al igual que lo hizo la narrativa del Ciclo de Chiapas. La diferencia radica en que la mayoría cambia su sujeto de atención al personaje urbano.

Asimismo, la contracultura [6] en México resuena a partir de 1960. Considerada desde su aspecto literario, tuvo un fuerte interés etnográfico al recrear y explicar visiones de mundo de sujetos particulares desde su propia lógica, como lo hizo la denominada Literatura de la Onda con los jóvenes. De igual manera, fungió como un marco propicio para una nueva mirada sobre elementos y sujetos culturales que, si bien eran considerados por la cultura nacional, lo eran mediante perspectivas institucionalizadas que no daban cuenta de su complejidad dentro de la vida contemporánea. Este fue el caso de los pueblos indígenas; concretamente, hubo un interés por su conocimiento sobre plantas alucinógenas.

Aunque este interés fue internacional, José Agustín (La contracultura en México…) traza una historia del uso de las drogas (y de la contracultura en general) en el contexto mexicano y explica su significado distintivo en el país. Por ejemplo, el escritor puntualiza que los muralistas mexicanos se habían adelantado en el consumo de estas sustancias a los escritores beatniks estadounidenses [7] . Además, en su propósito por diferenciar la contracultura anglosajona de la mexicana, José Agustín retoma el término “jipiteca”, de Enrique Marroquín, para marcar una línea entre los hippies norteamericanos y los mexicanos. El autor señala que muchos de estos jipitecas parecían indígenas con el cabello largo “porque prácticamente lo eran”, lo que propició un cambio importante de un sector de la sociedad: “En un país rabiosamente racista como México era una verdadera revolución que grandes sectores de jóvenes se identificaran y se solidarizaran con los indios” (77).

Así, la contracultura sirvió como un marco que permitió la revaloración del conocimiento de los pueblos originarios por diversos sectores en el país. En este contexto, resulta significativa la publicación y el sentido de Los hongos alucinantes. El libro se muestra como producto de un interés internacional pero con una perspectiva distintiva en México, en donde se apreció parte de un conocimiento ancestral de los pueblos originarios; en cierto sentido, esto ya venía siendo preparado por una línea de la literatura mexicana que intentó mostrar que las culturas de los pueblos indígenas no podían entenderse desde los parámetros occidentales del mestizo.

Por un lado, Los hongos alucinantes continúa la literatura mexicana por medio de una renovación: ya no se habla por el indígena, sino que se aspira a ingresar a su saber. Benítez intenta adentrarse a un mundo que no le es propio a través de los rituales en los que participa. Esto coincide con la propuesta de González Echevarría (Mito y archivo…) sobre la imitación que lleva a cabo la literatura latinoamericana del siglo XX de un discurso particular antropológico: “lo que busca el nuevo discurso no es tanto conocimiento sobre el Otro, sino conocimiento sobre el conocimiento que el Otro posee” (204). Por otro lado, el marco contracultural del momento posibilita el interés específico sobre María Sabina y sus prácticas.

Al tomar en cuenta lo anterior, Los hongos alucinantes puede considerarse dentro de un continuum de la literatura mexicana indigenista pero con dos novedades contextuales que no existían en la década de 1950: el nuevo interés literario por el habitante urbano, que correspondía con un desplazamiento de los habitantes del campo a la ciudad, y el marco contracultural que posibilitó el interés del conocimiento del indígena en temas de plantas alucinógenas. El primer punto se traduce en que Benítez es igual de importante en el relato que María Sabina: la inmersión etnográfica que realiza, específicamente su participación en los dos rituales, se convierte en una parte central del texto. En esta misma línea, el marco contracultural explica la búsqueda de una realidad alterna a la de la razón occidental. No es gratuito que la obra alcance su clímax en la descripción e interpretación de los trances en los que participó Benítez, dada la importancia que tienen para legitimarlo como conocedor del tema.

Texto fronterizo y autorización

Una versión de Los hongos alucinantes sale a la luz por vez primera en Revista de la Universidad de México en septiembre de 1963, con el título “La santa de los hongos. Vida y misterios de María Sabina”. Esta publicación corresponde a la parte segunda del libro de 1964, con excepción de las ilustraciones, de modo que no contiene los dos capítulos que aparecerán un año más tarde. Sin embargo, desde esta versión ya se advierte su naturaleza híbrida: se trata de una crónica que, como tal, logra amalgamar las técnicas del reportaje, la entrevista, y la narración literaria.

En esta primera aparición, el texto de Benítez comienza reconociendo la popularización de María Sabina gracias a Gordon Wasson, “su descubridor”, y posteriormente expone una breve biografía de la chamana mazateca que reconstruye gracias a tres entrevistas en las que la profesora Herlinda fungió como traductora. Después de un recorrido por lo que Benítez considera los puntos medulares de la vida de María Sabina, ofrece una breve interpretación sobre sus cantos y su relación con el mundo chamanístico utilizando como marco el trabajo de Mircea Eliade [8] ; a su vez, insinúa rápidamente algunas de sus experiencias al participar en los rituales. El autor intercala diálogos en los que participan María Sabina, la profesora Herlinda y él mismo; explicaciones que intentan unir el pasado prehispánico con el presente de la chamana mazateca; descripciones sobre su personaje de interés que intentan humanizarlo e interpretaciones antropológicas, al menos en apariencia. La crónica, “como género mixto y como lugar de encuentro del discurso literario y periodístico” (Rotker 16), permite esta amalgama de técnicas provenientes de distintos géneros.

Con la versión definitiva de 1964, el texto expande aún más sus posibilidades interpretativas. En la primera parte, “Los documentos”, Benítez traza un breve recorrido por las reflexiones históricas sobre las plantas alucinógenas apoyándose en Fray Bernardino de Sahagún, Antonin Artaud, Aldous Huxley, Gordon Wasson y Valentina Pavlovna. Benítez se basa principalmente en el relato de Gordon Wasson para narrar uno de los encuentros que dieron fama internacional a María Sabina. Asimismo, el autor se apoya en citas diversas del antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán y del historiador de las religiones Mircea Eliade. Con la inclusión de esta primera sección, el libro muestra una cubierta etnográfica aunque sin seguir las pautas científicas de la disciplina, como lo ha sugerido Medina Hernández (1974).

En la tercera parte, Benítez narra los dos trances que experimentó al participar en las ceremonias de la sabia mazateca. En la primera de éstas, relata que asistió acompañado de Beatriz Brancfort, Carlos Inchaústegui, su esposa, el profesor mazateco Lucio Figueroa y la profesora Herlinda. Solo Beatriz y él comieron una ración de hongos, mientras los otros solo presenciaron el ritual. De entrada, Benítez traza una distancia entre los que permanecen fuera de la ceremonia registrándola y él mismo, sugiriendo una distinción que explicitará después: el conocimiento objetivo del antropólogo que no abandona sus marcos interpretativos preestablecidos en contraposición al conocimiento empírico. Las palabras de María Sabina, a pesar de ser incomprensibles para él, lo van acercando a una nueva realidad que experimenta a través del “éxtasis” y, posteriormente, por medio de su “caída”.

La representación del éxtasis se desarrolla de manera gradual y es llevada a cabo través de un estilo escritural que asemeja al flujo de conciencia:

El éxtasis es estar envenenado. Ser dios es estar envenenado. El veneno es la sustancia de que está hecho Dios. Dame otra copa de veneno. Veneno igual a euforia, igual a vuelo, igual a fuerza, igual a locura.

Laberinto. Laberinto. Tengo el hilo para salir del laberinto. Pecera. Acuario. ¿Soy yo el pez? ¿Soy el visitante del acuario? Me río. ¿Por qué me río? Porque me río haciendo burbujas, porque yo mismo soy una burbuja, una burbuja como una pompa de jabón, una burbuja irisada, una burbuja de plástico. (96)

Para su reconstrucción, Benítez señala que revisa las notas taquigráficas de la señora Inchaústegui, en las que encuentra “frases aisladas, imprecisas, siempre cortadas” (97). En el mismo texto se refleja, entonces, una conciencia que busca representar el estado anímico durante el trance. El autor agrega que pudo “reconstruir el delirio” gracias, también, al “estado de extraordinaria claridad mental” que le duró cuatro días. Las notas taquigráficas fueron interrumpidas porque, a las tres horas de la ingesta de hongos por parte de Benítez, “sólo pronunciaba injurias y frases sin sentido (104)”. Es decir, la representación textual del trance ha fracasado, no hay manera de reconstruir desde fuera la experiencia propiciada por el conocimiento empírico.

Benítez se “autoriza” a lo largo de las tres partes del texto. La “autorización” la ha conceptualizado Clifford Geertz (El antropólogo como autor) al establecer las analogías entre los modos de construcción textual de las obras literarias y los de la escritura etnográfica; por medio de las estrategias textuales que emplean estas últimas, se llega a la verosimilitud en el texto más allá del “puro poder de su sustantividad factual” (13): “los etnógrafos necesitan convencernos […] no sólo de que verdaderamente han ‘estado allí’, sino de que […] de haber estado nosotros allí, hubiéramos visto lo que ellos vieron, sentido lo que ellos sintieron, concluido lo que ellos concluyeron” (Geertz 26). Según Geertz, el etnógrafo se hace presente en el texto a través de una construcción textual de su identidad, a la vez que desarrolla “un modo concreto de formular las cosas (un vocabulario, una retórica, un patrón argumental) que aparece conectado con tal identidad de modo que parece provenir de ella como la manifestación de un intelecto” (18).

Concretamente, Benítez intenta autorizarse: a) demostrando un conocimiento sobre las plantas alucinógenas en la época prehispánica, con la que trata de establecer una relación de causalidad con el presente de María Sabina; b) exhibiendo un conocimiento sobre diversas fuentes, en su momento contemporáneas, acerca de las drogas alucinógenas; c) mediante las entrevistas a María Sabina, con las que construye tanto su biografía como interpretaciones en apariencia etnográficas sobre la chamana; d) participando en los rituales de María Sabina, los cuales le permiten formular una crítica a la institución antropológica.

La creación de la identidad textual de Benítez, tal vez paradójicamente, pone de manifiesto actitudes problemáticas para la antropología. El autor llega a realizar afirmaciones etnocéntricas y anacrónicas (a las que alude Medina Hernández de manera generalizada) como su pesar por el desconocimiento del español de María Sabina, hecho que le ha “impedido conocerla en toda su riqueza y profundidad espirituales” (44); es decir, la responsabilidad cae en el sujeto de estudio y no en él mismo. A su vez, compara a María Sabina con una “Coatlicue al revés”, una equiparación anacrónica que termina por exotizar a la curandera. En su tercer encuentro, Benítez da cuenta de la molestia de María Sabina porque la traductora no llegó a la hora convenida; a punto de marcharse, Benítez le ofrece un vaso de ron y señala que “poco a poco desarrugó el ceño” (71), sin problematizar el intercambio de información, tiempo y alcohol.

Sin embargo, a pesar de este choque con el paradigma científico antropológico, la identidad textual de Benítez resulta novedosa. El autor termina siendo él mismo un personaje central, lo que se refleja en la tercera parte del libro en la que describe con detalle los trances que experimentó. Así, por ejemplo, en el apartado “La Náusea y el mar”, Benítez narra su ingreso al trance como el despertar de un nuevo estado de conciencia: “ah, ah, ah qué deslumbramiento, qué nueva fuerza, qué metamorfosis se operaba dentro de mi cuerpo” (91); mientras, en “Secuencia de Carmen”, el autor desarrolla una visión de una ex pareja:

Las palmas y el tambor, las palmas y el canto de María Sabina y el dolor de haber perdido a Carmen, ahogada en el río (porque así murió y no de un tumor maligno como lo hizo creer el Cónsul) y era necesario buscarla en otro mundo, buscar a esa muchacha orgullosa, esa fuerte muchacha de carnoso cuello dominada por el sexo a quien yo los domingos sacaba de la tina chorreando agua tibia para amarla sobre las sábanas mojadas, mientras abajo sonaban las campanas del rosario, Padre Nuestro que Estás en los Cielos, no, no, María Sabina, no me condenes a perderla con tus padres nuestros y tus avesmarías, déjame verla una vez más que para eso estoy lleno del veneno de tus hongos (93-94).

Esta visión intercalada en el texto exhibe una memoria íntima del autor, de modo que su historia de vida es puesta en primer plano. Si Benítez se configuró como un observador distanciado en el primer capítulo del libro, en el segundo y (sobre todo) en el tercero se vuelve un testimonio clave que experimenta un estado de conciencia novedoso. El autor traspasa los límites de la pretendida objetividad por medio de una inmersión que permite cuestionar su propia lógica.

Los hongos alucinantes se muestra como un apéndice de la literatura mexicana indigenista desde fronteras disciplinares. Entre la literatura, la etnografía y el periodismo, la crónica le sirve a Benítez para recrear una realidad compleja que ya no era posible presentar, primero, desde una perspectiva (considerada) por completo literaria como se hizo en la literatura indigenista anterior, puesto que ya no se buscaba hablar por el indígena sino acceder a su conocimiento desde una postura verosímil del mestizo; segundo, no podía llevarse a cabo desde los parámetros de la disciplina antropológica porque Los hongos alucinantes lleva a cabo una crítica al conocimiento pretendidamente objetivo que proviene de ella; tercero, no podía desarrollarse en una nota periodística dentro de los parámetros de la objetividad, ya que no se podría mostrar de forma empírica el choque de dos epistemologías.

Así, la crónica se presentaba como el marco idóneo para que, desde la postura de un mestizo “autorizado” por su conocimiento y por su inmersión en un mundo ajeno, recreara la dificultad de acceder al conocimiento del otro. Es preciso destacar, además, que Los hongos alucinantes coincide con las propuestas del Nuevo periodismo norteamericano que desdeñaban el paradigma de la objetividad: el periodista ostentaba ahora abiertamente su temperamento, sus reacciones subjetivas ante el hecho de interés y las de las personas alrededor de éste (Luengo Danon 142). El “reportaje impresionista” (130), como se refería Medina Hernández al calificar a la totalidad de Los indios de México, podría ser un defecto dentro de los parámetros científicos del reporte etnográfico, pero no desde una nueva manera de hacer periodismo a partir de los años sesenta ni, al mismo tiempo, como texto fronterizo heredero de la literatura indigenista anterior.

La construcción textual que el autor hace de sí mismo permite entender Los hongos alucinantes como un apéndice de la literatura mexicana indigenista en el que se transforman las relaciones entre dos identidades problemáticas para el Estado. Ya no se trata del mestizo que habla por el indígena ni que intenta defenderlo de modo paternalista de las injusticias que lo rodean, sino que aspira a obtener un poco de su conocimiento al mismo tiempo que testimonia la dificultad para llegar a él. Se postula, pues, que se trata de dos epistemologías disímiles y, por lo tanto, de difícil comunicación. Más explícito que los narradores del Ciclo de Chiapas al utilizar su propio testimonio, Benítez plantea que entre mestizos e indígenas existen distintas formas de concebir el mundo, de manera que la comprensión de los segundos a partir de esquemas occidentales resulta un sinsentido.

La crítica a la antropología

Precisamente, la crítica a la antropología en Los hongos alucinantes es resultado del planteamiento de la difícil, si no imposible, comprensión del conocimiento del indígena. De manera vivencial, el autor testifica las limitantes del propio saber para acceder a uno distinto. En la salida del primer trance, que califica como “caída”, Benítez enuncia:

Antropólogos de salón, medidores de cráneos, coleccionistas de tepalcates, ustedes no saben nada de México. Yo conozco México y yo conozco lo que sostiene al hombre en la tierra y lo que le impide caer hecho pedazos y degradarse. Su razón y su dignidad. Te ríes. Así se reían los sayones de la agonía de Cristo. Mi razón. Con ella me escapo a tu trampa de fantasmas. (103)

Los “antropólogos de salón”, “medidores de cráneos” y “coleccionistas de tepalcates” no comprenden “nada de México” por su entendimiento distanciado de la historia y de los elementos culturales. Benítez los configura en el campo semántico de lo objetivo (“de salón”, “medidores”, “coleccionistas”) en contraposición a su experiencia en el ritual. Las vivencias del autor posibilitan adentrarse al conocimiento del otro, lo que se ve reflejado tanto en el estilo escritural de los trances, que se escapan a una exposición lineal, como en la amalgama de recursos presentados a lo largo de la obra y que se relacionan con su autorización.

Durante la segunda visita que realizó a María Sabina, esta crítica al conocimiento occidental se presenta de manera todavía más explícita. Esta vez no hubo una “caída” del trance sino un “descenso”; tampoco experimentó un estado eufórico, sino de “placidez extraordinaria” que permaneció incluso después del éxtasis del que lamentaba haber salido con tanta rapidez (123-124). Benítez reflexiona sobre el efecto de los hongos en él como heredero de la cultura de Occidente:

El éxtasis de los hongos trascendía mi conocimiento, mi lógica occidental y me llevaba a pensar que aquella comunión celebrada en la cumbre de las montañas solitarias, dirigidas por María Sabina, “la que sabe”, dentro de una cabaña miserable, me acercaba al espíritu de los sacerdotes mexicanos, no sólo al espíritu de María Sabina, sino al espíritu de los magos, de los adivinos, de los curanderos, de los chamanes, toltecos, zapotecos, mixtecos, mexicanos, a esas noches en que cerca de las estatuas de sus dioses, respirando el copal y el perfume de sus flores, comían los hongos sagrados y se hundían en sus delirios y hablaban con los dioses muertos. […] Había descubierto en mí -no hay otra forma de conocimiento-, el éxtasis mantenido secreto por espacios de siglos; los ídolos ocultos detrás de los altares cristianos; el cordón umbilical que los conquistadores creyeron haber cortado de un tajo y a través del cual los indios mantuvieron una relación con su mundo destruido, con la fuente de los colores, de los dibujos de las formas antiguas. (125)

Benítez concibe una comunión con el pasado ancestral. Su “estar allí”, ligado a la representación escritural de la “caída” y el “éxtasis” en la tercera parte del libro, le otorga la facultad de problematizar la superioridad del saber del mestizo. En otras palabras, gracias a su participación en los rituales, el texto se vuelve un tratado antiantropológico al negar la traducción cultural en los términos occidentales y la posición superior del antropólogo respecto al sujeto indígena. El conocimiento de este último, se plantea en el texto, sólo es posible tratando de acceder horizontalmente a sus métodos de aprehensión del mundo y no por medio de categorías preestablecidas de una razón importada, como la utilizada por el antropólogo.

Si las críticas de Medina Hernández al método de Benítez tuvieran cabida en las dos primeras secciones en cuanto se las intentara considerar como documentos para la disciplina etnográfica, ¿qué pasa con esta última sección en la que se niega el saber alcanzado por la antropología? Los hongos alucinantes se entiende en su contexto no sólo a causa de la coyuntura nacionalista sugerida por el antropólogo mexicano, sino también debido a la transformación que sugiere de la literatura mexicana indigenista y por el contexto contracultural de la época en el que se valora el mundo indígena a causa de su conocimiento distinto e inaprensible fuera de sus parámetros.

Benítez reconoce la imposibilidad occidental de adentrarse a los mundos indígenas y, así, pone en evidencia la necesidad de subvertir las valoraciones socioculturales para reconstruir de manera realista la cultura a la que se enfoca. También en esta línea, la amalgama de influencias que favorece la crónica permite al autor una construcción verosímil de una supuesta epistemología fuera de su lógica; es decir, la representación de otras realidades complejas se corresponde con las distintas técnicas que se despliegan a lo largo del texto.

Conclusiones

Como intentamos demostrar, Los hongos alucinantes se sitúa en un continuum de la literatura mexicana indigenista. Al visibilizar la inclinación de la literatura mexicana de la década de 1960 por el personaje urbano, explicamos la importancia del autor en el texto y su esfuerzo por comprender empíricamente una epistemología distinta a la suya. Por otro lado, gracias a la consideración del marco contracultural, develamos que se popularizó un interés hacia el conocimiento que el indígena posee sobre plantas alucinógenas. La cubierta etnográfica del texto y la inmersión de Benítez en los rituales de María Sabina permiten la autorización del autor como experto en el tema. La amalgama de técnicas utilizadas (contextualización, entrevistas, interpretaciones, inmersión) configuran un texto fronterizo que, aunque llega a apelar a la objetividad, termina huyendo de ella y logra la crítica al método antropológico como única forma de conocimiento del (considerado) otro.

Los hongos alucinantes muestra que, a través de algunas modificaciones, la literatura indigenista continuó después de que el Ciclo de Chiapas finalizara su producción. Las diferencias entre la literatura del Ciclo de Chiapas y esta obra se evidencian mediante el cambio de pacto ficcional, la puesta del autor en primer plano del relato, el intentar no hablar por el indígena y en el deseo por acercarse al conocimiento que éste posee.

Encontrar el hilo conductor por el cual Los hongos alucinantes es heredera de una tradición literaria nos permite descubrir las transformaciones de la literatura en un contexto dinámico en el que las relaciones entre las categorías políticas “mestizo” e “indígena” se problematizan. En ese sentido, este tipo de análisis posibilita rastrear la genealogía de una producción literaria y cultural posterior, como Vida de María Sabina: la sabia de los hongos (1977), de Álvaro Estrada, o los documentos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional a partir de la Primera Declaración de la Selva Lacandona (1993), en la que se termina por cancelar la posibilidad de hablar por el indígena.

Bibliografía

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Notas

[1]Según Alejandro Olmos Cruz (1994), este suplemento fue uno de los pocos que, junto con el Excélsior presidido por Julio Scherer, desempeñó una verdadera labor periodística alrededor de la masacre estudiantil de Tlatelolco en 1968 (18).

[2]Si bien podría considerarse la totalidad de Los indios de México como heredera de la literatura indigenista en cuanto existe un interés manifiesto por comprender las culturas indígenas, en Los hongos alucinantes ocurre algo más: Benítez cuestiona la lógica occidental a través de su participación en los rituales inducidos por María Sabina. Es decir, la transformación cognitiva del mismo autor se vuelve central en el relato. La heterogeneidad de abordajes en los textos que conforman Los indios de México merece que se analicen de manera independiente.

[3]Medina Hernández sostiene esta opinión en “La línea difusa: etnografía y literatura mexicana”, publicado en el 2007.

[4]En el caso particular de Los hongos alucinantes, Benítez incurre en lo que podría considerarse una falta de metodología si es que se le juzga desde la disciplina antropológica: el autor interpreta mediante referencias anacrónicas, a tal grado que llega a calificar a María Sabina como una “Coatlicue al revés” (66), a la vez que privilegia su subjetividad como marco de análisis a la hora de los trances inducidos a través de los hongos (91-103, 116-125).

[5]Durante las décadas de 1930 y 1949, se publicó en México una literatura indigenista en la que sus autores configuraban al personaje indígena según los estereotipos de la época. El indio (1935), de Gregorio López y Fuentes, es el ejemplo representativo de esta literatura. Esto no quiere decir que los autores del Ciclo no hayan incurrido en prejuicios, implícitos en toda representación, sino que prefirieron mostrar las lógicas de sus personajes como derivadas de culturas determinadas y no de esencias ahistóricas.

[6]El término “contracultura” fue definido por primera vez en 1968 por Theodore Roszak en El nacimiento de una contracultura. Reflexiones sobre la sociedad tecnocrática y su oposición juvenil. Roszak define la contracultura como la respuesta de la juventud a la sociedad tecnócrata (hija de la revolución científica del siglo XVIII), capaz de generar la transformación de dicha sociedad (11).

[7]“en eso de atacarse para crear, los antecesores de estos gringabachos fueron los muralistas mexicanos, quienes, en una asamblea a fines de los años veinte, a su vez acordaron, por aclamación, fumar mariguana para pintar mejor, ya que, según Diego Rivera, eso hacían los artistas aztecas en sus buenos tiempos. El único que no asistió a la asamblea fue Orozco, pero este protopunk maestro mandó decir que si bien usualmente Diego sólo proponía estupideces, en esa ocasión lo apoyaba sin reservas” (Agustín 22).

[8]El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis (1951), de Mircea Eliade, ofrece a Fernando Benítez la oportunidad de interpretar la labor de María Sabina como chamana bajo un marco académico. Aunque en un principio fue reconocido como historiador y filósofo de las religiones, la valoración de Eliade se ha transformado a lo largo del tiempo; así, para el antropólogo mexicano Andrés Medina Hernández, la obra de Eliade se trata de una “inspiración de erudita inutilidad” (121); Pedro Jesús Pérez Zafrilla (“Las huellas de la ideología en el pensamiento antropológico…”), por su parte, relaciona algunas de las tesis de Eliade con la ideología nacionalista conservadora rumana, como lo son las implicaciones políticas de la filosofía de la religión (11-12).

Recibido: 09 de Febrero de 2021; Aprobado: 13 de Abril de 2021

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