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Salud colectiva

versión On-line ISSN 1851-8265

Salud colectiva vol.9 no.2 Lanús ago. 2013

 

ARTÍCULOS

¿Salud y productividad?: sobre la formación de una analítica "económica" de la relación salud-trabajo (Argentina, 1900-1955)

Health and productivity? On the development of an "economic" analytics of the relationship between work and health (Argentina, 1900-1955)

 

Haidar, Victoria1

1Abogada. Doctora en Ciencias Sociales. Becaria Post-Doctoral, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Docente, Facultad de Humanidades y Ciencias, Universidad Nacional del Litoral, Argentina. vhaidar@fcjs.unl.edu.ar

Recibido el 27 de diciembre de 2012
Versión final presentada el 25 de abril de 2013
Aprobado 6 de mayo de 2013

 


RESUMEN

Este artículo está dedicado a mostrar que la racionalización económica de la salud que caracteriza el presente, aun reconociendo rasgos singulares, se inscribe en un proceso histórico de mayor duración. Así, entre los años 1900 y 1955 se constituyó en la Argentina una "analítica económica" de la relación salud-trabajo, estructurada en torno a los siguientes focos: la reflexión acerca del "precio del hombre"; el pensamiento que inscribía la medicina social en el programa de la "economía humana"; el discurso acerca de la vida sana y eficiente; los cálculos de los médicos de fábrica y la conformación de un discurso económico-utilitario al interior de la medicina del trabajo y, finalmente, los debates acerca de la productividad. Esos cinco ejes definen la emergencia de una problematización particular de la salud de los trabajadores y, a la vez, dejan planteado el interrogante concerniente a la relación que mantienen, en las sociedades occidentales, el capitalismo, el liberalismo y el biopoder.

PALABRAS CLAVES: Salud de los Trabajadores; Economía; Historia; Argentina.

ABSTRACT

This article seeks to demonstrate that the economic rationalization in health that characterizes the present, although possessing unique features, is inscribed within a longer historical process. Between 1900 and 1955, an "economic analytics" of the relationship between health and work was developed in Argentina, structured around the following focal points: reflections on the "price of a man"; thought that framed social medicine within the "human economy" program; the discourse of healthful and efficient living; the calculations of factory doctors and the conformation of an economic and utilitarian discourse within occupational medicine; and, finally, debates on productivity. These five central concepts define the emergence of a particular problematization regarding worker health and, in turn, raise questions about the relationship between capitalism, liberalism and biopower in occidental societies.

KEY WORDS: Occupational Health; Economics; History; Argentina.


 

INTRODUCCIÓN

Nadie puede dudar de que, en las sociedades capitalistas, liberales y democráticas de Occidente, los procesos de salud y enfermedad que afectan a las clases trabajadoras son regulados, en la actualidad, desde un punto de vista preponderantemente económico. Argentina no constituye una excepción al respecto. Basta con repasar las razones que se movilizaron para reformar, el 24 de octubre de 2012, la Ley de Riesgos del Trabajo (Ley N° 24.557); considerar el estado del arte en materia de salud y seguridad laboral; advertir sobre la significación que adquieren, para el capital, las estrategias de promoción de la calidad de vida en el trabajo o depositar la atención sobre los programas con los cuales la Organización Internacional del Trabajo (OIT) aspira a mejorar la productividad y las condiciones de trabajo en las pequeñas y medianas empresas (PyMEs), para comprobar que la racionalidad económica lo inunda todo.

No resulta sorprendente constatar que, al mismo tiempo, esas iniciativas se amparan en el derecho a la salud de los trabajadores o en valores como la equidad y la solidaridad. También a lo largo de la historia, diversas racionalidades sociales, la gramática de los derechos del hombre y varios discursos morales proporcionaron los vocabularios, conceptos y tecnologías para pensar los problemas atinentes a la relación salud-trabajo e intervenir sobre ellos. Si bien a lo largo del siglo XX esos puntos de vista "no económicos" interceptaron y se entremezclaron con los cálculos de costos y los argumentos de utilidad, en la actualidad su presencia resulta marginal frente a la presencia exuberante del lenguaje económico. Esta centralidad de lo económico no es, sin embargo, nueva. Y tampoco puede atribuirse, exclusivamente, a la incidencia que el neoliberalismo tuvo (sobre todo en la década de 1990) sobre la legislación de los riesgos del trabajo.

El propósito de este artículo consiste en mostrar cómo la racionalización económica de la salud que caracteriza el presente, aun reconociendo rasgos singulares, se inscribe en un proceso histórico de mayor duración. Tal como explicaremos, entre los años 1900 y 1955 se constituyó en el país una "analítica económica" (a) de la relación salud-trabajo (b), a partir de una serie heterogénea de contribuciones que serán tratadas en su especificidad. En el primer apartado nos concentraremos en mostrar cómo en las primeras décadas del siglo XX un conjunto de reformadores imbuidos de un "espíritu práctico", personalidades procedentes del socialismo, así como representantes del movimiento higienista, introdujeron al país la preocupación por la significación económica de la salud de la población trabajadora (c), a través de tres vías privilegiadas: las querellas en torno a los diversos métodos existentes para calcular el "precio del hombre"; las ideas de John Ruskin (d) acerca del origen "humano" de la riqueza; y una serie de argumentos pragmáticos. El segundo apartado estará dedicado a escrutar las resonancias que tuvo la perspectiva de la "economía humana", desde la década de 1930, en su aplicación específica al campo de la higiene y la medicina social. Por otra parte, en el tercer apartado analizaremos las huellas que, en la misma década, dejaría en el país el discurso proveniente de EE.UU. acerca de la "vida eficiente" y la vitalidad de la población, el cual sería retomado durante los gobiernos peronistas (1946-1955). En el cuarto apartado consideraremos los esfuerzos que, desde la década de 1940, realizarían los médicos de fábrica para calcular los costos de los accidentes, así como la formación, al interior de la medicina industrial y del trabajo, de un discurso económico-utilitario. Como explicaremos en el quinto apartado, también desde fines de la Segunda Guerra Mundial la relación entre salud laboral y economía comenzaría a articularse al interior de la problematización -multifacética- de la productividad del trabajo. Para finalizar, plantearemos algunas conclusiones.

 

¿CUÁL ES EL PRECIO DEL HOMBRE?

Los accidentes y enfermedades del trabajo fueron uno de los ejes a partir de los cuales emergió y se problematizó, en el país, la cuestión social. Para una multiplicidad de expertos e intelectuales de diversas ideologías, una de las aristas más espinosas de esa cuestión estaba representada por las condiciones de vida y de labor de la población. Actuando como portavoces de los intereses (colectivos) de la "sociedad" y la "nación", Juan Bialet Massé (e), Augusto Bunge (f) y Alfredo Palacios (g), entre otros, abogaron por el establecimiento de una legislación social que permitiera reproducir la fuerza de trabajo y aumentar su rendimiento. Al justificar sus propuestas, apelaron a la relevancia político-estratégica que tenía para el Estado contar con una población "sana" y "numerosa", así como a ideas de solidaridad y justicia social. Muy tempranamente, la organización de mecanismos biopolíticos (h) asumió, en la mirada de estos hombres, un sentido económico-utilitario a través de tres vías.

En primer lugar, y con anterioridad a la sanción de la Ley de Accidentes de Trabajo Nº 9.688 de 1915, se introdujo al país el debate relativo a los procedimientos utilizados (tanto en Europa como en EE.UU.) para calcular el "precio del hombre". Motivado por el problema relativo a la tasación de los daños y perjuicios, en su Tratado de la responsabilidad civil en derecho argentino bajo el punto de vista de los accidentes de trabajo, Bialet Massé (9 p.129) puso en discusión los diversos métodos que, procedentes de otras latitudes, permitían calcular el "valor medio del hombre". Los mismos se dividían en dos grupos: algunos se inclinaban por calcular el valor del hombre en función de lo que costaba producirlo hasta que estaba en condiciones de trabajar, es decir, determinaban su valor como "precio de costo"; otros enfoques, en cambio, consideraban a cada individuo como un "capital productor" y establecían su valor en relación con los salarios percibidos, que consideraban análogos a los intereses del capital monetario. Esta última fórmula, utilizada por las sociedades cooperativas inglesas, era la que Bialet Massé (9 p.135) prefería, tanto por su sencillez como porque, combinada con el otro método, se aproximaba tanto a lo cierto que, en palabras del autor, podía darse como verdadera.

Si bien con la sanción de la Ley de Accidentes de Trabajo (que estableció indemnizaciones tarifadas) esas disquisiciones perdieron objeto y el tema del "precio del hombre" sería recuperado en la década de 1930 al interior del pensamiento de la higiene social, el interés que ese tema despertaba en hombres como Teodoro Tonina (i) y Alberto Levene (j) no tenía nada que ver con el problema de la tarifación de los accidentes de trabajo. Por el contrario, se fundaba en el deseo de demostrar que la prevención de las enfermedades era provechosa para la nación en su conjunto. Así, en un contexto en el que las preocupaciones por la "cantidad" y la "calidad" de la población convergían (10 p.36), los expertos no dudaron en apelar -además de a los argumentos morales- a los "fríos números", con la finalidad de convencer a las autoridades acerca de la urgencia de intervenir sobre los procesos de salud y enfermedad.

A pesar de que con el correr de los años las condiciones de recepción de las ideas habían variado, para demostrar la significación económica de la salud, tanto Bialet Massé como Tonina y Levene abrevaron, en parte, en una misma matriz discursiva que se había configurado entre mediados y fines del siglo XIX en el campo del seguro y la higiene, alrededor de toda una serie de problemas prácticos (tarifar las indemnizaciones, reducir el precio de las pólizas, justificar las inversiones en el saneamiento urbano, etc.) e involucraba estrategias de capitalización de la vida que tendían a homologar lo humano a otras formas de capital. La vida humana en sí misma (sin ulteriores diferenciaciones) se pensaba como un valor económico y era objeto de cálculos que estaban organizados según un modelo de "contabilidad biológica". En esa visión, la población formaba parte del patrimonio del Estado; era una suerte de "fondo de comercio biológico", cuya administración se regía por mecanismos de aprovechamiento análogos a los de cualquier otra forma de capital. Ya en la década de 1930, el problema de la valoración económica de la vida y la salud de la población era articulado desde la perspectiva del "capital humano", entendida esta última noción desde una perspectiva poblacional u holista (11 p.320), es decir, como un activo biopolítico y económico del Estado-nación, insumo y resorte fundamental de la economía nacional, el potencial militar del Estado, el equilibrio y progreso de la sociedad y la cultura.

En esta dirección, Tonina introdujo en el debate nacional la voz de Jules Rochard, un higienista francés que consideraba que la vida humana representaba un "capital" cuyo valor podía calcularse tanto en virtud de los factores que concurrían a su desarrollo como de lo que cada individuo producía con su trabajo. Así, cuanto más productivo un individuo resultara, más se amortizaba el "capital social" que había insumido a la familia, al Estado y a la sociedad en su conjunto, en concepto de vida, desarrollo e instrucción. Inspirado en esas y otras ideas, Tonina (12 p.455) entendía que la producción era una función de la salud de los obreros. En ese enunciado late una operación de ósmosis entre una "norma biológica" y una "norma productiva" con amplios efectos en términos del gobierno de los individuos y las poblaciones (k). La idea de que el uso provechoso del cuerpo coincide con la salud y, a la inversa, aquel estéril (por ociosidad, haraganería, incapacidad, etc.) con la enfermedad, ha servido para reforzar la distinción, por un lado, entre actividades y clases productivas y, por el otro, entre labores y clases improductivas; diferenciación cuyas huellas se remontan al pensamiento mercantilista.

Además de abonar una valoración negativa del enfermo, afín a la concepción liberal del sujeto pero, asimismo, al mito modernista de la cultura del trabajo, la yuxtaposición entre ambas normas permitía interpretar el ciclo de vida como un ciclo económico, formado por una edad pre-activa, otra activa y una última post-activa.

El tema del "precio del hombre" no fue el único recurso a través del cual el gobierno de los procesos biológicos adquiriría, en los primeros años del siglo XX, un valor económico. Otro aporte en esa misma dirección estuvo dado por la difusión de las ideas de John Ruskin, quien afirmaba que la verdadera fuente de riqueza residía en la vida humana. Alfredo Palacios utilizó profusamente los argumentos provenientes del ensayo Unto this last (14) con la finalidad de persuadir a la elite liberal argentina de que era necesario invertir en la conservación del "material humano" y en la formación de obreros de "buena calidad". Esta propuesta estaba dirigida a aventar el temor de la degeneración de la población. Pero, además de estos motivos (a la vez biológicos y políticos), había razones económicas en juego. A través de la "cualificación" de los trabajadores se pretendía aumentar su rendimiento para así responder a las demandas derivadas del proceso de industrialización sustitutiva de las importaciones que el estallido de la Primera Guerra Mundial había activado en la Argentina. La "manufactura" de obreros de buena calidad dependía, para el autor, del mejoramiento de las condiciones de vida y de la adecuación del trabajo a las normas científicas derivadas de los experimentos que él mismo venía realizando en el campo de la fisiología y la psicología. Hacia la década de 1920 ese énfasis en la formación de la mano de obra era compartido y cultivado, también, por la corriente psicotécnica, cuya atención se concentró, particularmente, en los temas de la selección y orientación profesional. Lo que mancomunaba a todas estas perspectivas era la preocupación por aumentar el rendimiento del trabajo y acrecentar la producción.

Además de la hipótesis acerca del "origen humano" de la riqueza, para justificar la idea de que las protecciones sociales eran rentables, Palacios se sirvió (al igual que los higienistas) de la fórmula anglosajona del life capital y de la metáfora -directamente tomada de las ciencias europeas del trabajo- del "motor humano". La concepción fisicalista del trabajador constituía un argumento eficaz en miras a la economización de la vida, porque justificaba el establecimiento de una analogía entre las fuentes humanas y no humanas de valor. Al partir de las dos leyes termodinámicas (de conservación y transformación de la energía), la capacidad abstracta de trabajo permitía mancomunar -en una misma operación de racionalización- a máquinas, animales humanos y no humanos. Con la generalización, en el período de entreguerras, de la teoría del "factor humano" y de un movimiento de humanización del trabajo (inspirado por enunciados heterogéneos, algunos de carácter cientificista, otros religiosos), esa relación de semejanza perdería casi todo su sentido y el hombre comenzaría a pensarse como un elemento singular -a la vez misterioso y estratégico- en la organización de la producción.

En tercer lugar, más allá de las referencias intelectuales, la idea de que la salud de las clases trabajadoras tenía un valor económico iba a estar apoyada, ya desde comienzos de siglo, sobre un conjunto de argumentos pragmáticos. Es que, para impulsar los proyectos de regulación de la relación salarial, los higienistas y los socialistas (entre otros reformadores) debieron batallar contra las objeciones que los liberales les interponían, y convencer además a los empleadores acerca de las ventajas económicas que podía reportarles el mejoramiento sanitario de los establecimientos. Así, más allá de la confianza que la ciencia y el derecho despertaban en Bialet Massé y en Bunge, ambos sabían que la creencia en la primera no tenía suficiente arraigo entre los "emprendedores" nacionales y que las ventajas de la legislación social estaban lejos de haber sido comprendidas. Así, por ejemplo, si bien Bunge (15 p.249) tenía muy en claro que el saneamiento de la industria era una cuestión de business, también consideraba que su aplicación debía estar regida por un principio de prudencia, que prescribía la gradualidad en las reformas.

Antes de pasar a analizar de qué manera se introdujeron al ámbito nacional los argumentos provenientes del enfoque de la "economía humana", consideramos pertinente efectuar tres consideraciones.

La primera tiene que ver con la significación que asumía, en los discursos que tratamos aquí, el carácter "económico" de la vida y el trabajo humano. Es preciso destacar que, si bien la vida se pensaba como un "capital productivo", ese capital no estaba representado -como en los enfoques neoliberales- por el conglomerado de aptitudes naturales y adquiridas que cada individuo posee, sino por su "fuerza" de producción, por la "energía" productiva encarnada en cada cuerpo. Se trataba así de aumentar el rendimiento mediante la conservación de la "fuerza" creativa, transformadora, de cada individuo.

La segunda consideración apunta a marcar que, si bien esta línea de pensamiento económico acerca de la vida humana subordinaba la protección de la salud a su rentabilidad, las relaciones entre "economía" y "vida" no se planteaban, al menos a comienzos del siglo XX, de manera unívoca. En un curioso juego de palabras en el que explota la ambigüedad semántica del término "valor" -recuperado por Alfredo Palacios-, Ruskin invirtió la relación entre aquellos dos polos, concluyendo que "tener valor significa favorecer la vida" (16 p.11). Asimismo, esa clase de razonamiento resultaba matizado por argumentos "no económicos" que consideraban al hombre como "un fin en sí", reconocían que la estimación económica de la vida era incierta y establecían una relación de reforzamiento recíproco entre las acciones de vitalización y las de moralización.

En tercer lugar, muy tempranamente, estos discursos dejaron planteados los dos ejes que, a lo largo del tiempo, organizarían la reflexión en torno a la relación "economía-salud": un eje "negativo" estructurado en torno a una analítica de las pérdidas, esto es, a los gastos y erogaciones de todo tipo que ocasionaban las enfermedades, desde el triple punto de vista de la sociedad, los empleadores, y los trabajadores y sus familias, y un eje "positivo" basado en una analítica de los réditos que podían obtenerse a partir de la realización de inversiones que permitieran prevenir los accidentes y enfermedades y, a su vez, mejorar las condiciones de trabajo y de vida de las clases asalariadas. Como veremos en los apartados siguientes, a lo largo del tiempo estos dos ejes asumirían diversas manifestaciones.

 

LA ECONOMÍA HUMANA Y SUS HUELLAS SOBRE LA MEDICINA SOCIAL

René Sand constituyó uno de los referentes intelectuales para los expertos que, entre las décadas de 1930 y 1950, se ocuparon de problematizar la incidencia que tenían diversos factores sociales sobre la salud de la población y de imaginar soluciones institucionales para los problemas que percibían (degeneración, descenso de la natalidad, etc.). Médico, promotor de la medicina y el trabajo social, fundador de la Association Belge de Médecine Sociale, funcionario de la Cruz Roja, etc., en 1914 viajó a Chile donde, a pedido del ministro de Higiene de aquel país, Alejandro del Río, organizó la asistencia social. Si bien no tenemos constancia de que hubiera visitado oficialmente la Argentina, era conocido por las figuras más representativas de la higiene, la medicina social y del trabajo. Los "ficheros" de la biblioteca de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires dan cuenta de que, en su idioma original, dos obras estaban a disposición de los lectores vernáculos: Organisation industrielle, médecine sociale et éducation civique en Angleterre et aux États-Unis (1920) y L'économie humaine par la médecine sociale (1934). Pasadas varias décadas, Eudeba publicaría en 1961 La economía humana, un libro que había aparecido en 1941.

Esas lecturas nos interesan por dos razones: Sand hizo de la medicina social un instrumento de la "economía humana" y ello constituye el segundo de los ejes de la problematización económica de la salud que aquí estamos reconstruyendo. Asimismo, se dedicó con ahínco a estudiar los problemas de la productividad y la organización del trabajo y sintetizó sus opiniones en un enunciado propositivo que hacía de la producción una variable dependiente de tres factores: el poder, la capacidad y la voluntad de trabajar.

Para ser justos con las peripecias de la recepción de la obra de René Sand, es preciso señalar que, en la mayoría de los casos, su nombre se invocaba como un argumento de autoridad. Citar a Sand para impulsar el trabajo social, exhortar a los funcionarios estatales a luchar contra las enfermedades crónicas y endémicas o defender la existencia de razones económicas para intervenir en salud, permitía a los médicos argentinos inscribir sus opiniones y propuestas en una matriz discursiva preconstruida que, a la sazón, resultaba sumamente atractiva porque había conseguido amalgamar ciencia y humanismo. Más allá de esos efectos legitimadores asociados con su nombre, la huella que las ideas de Sand dejaron en el ámbito nacional fue muy desigual. Su fórmula de la productividad alcanzó, como veremos en el quinto apartado, un éxito singular. No ocurrió lo mismo con sus posiciones acerca de la "economía humana".

Esta última expresión fue utilizada por el autor por primera vez en el texto de 1920, que reúne las conclusiones derivadas de las encuestas que realizó (al finalizar la Primera Guerra) en las usinas, las compañías de seguros, las administraciones públicas, etc., de EE.UU. e Inglaterra, donde había viajado para estudiar el taylorismo. En la página final de Organisation industrielle señala que, así como la economía política (la ciencia de los "bienes materiales") tenía dos siglos, ya era tiempo de crear la "economía humana", la ciencia que permitiría vivir a todos plenamente (17 p.856). Sin embargo, es recién en la obra de 1934, L'économie humaine par la médecine sociale, donde ese tema adquiere centralidad.

La referencia de los lectores argentinos a las ideas de Sand fue prácticamente simultánea a la publicación de este último libro. Por el contrario, aquella alusión temprana a la "economía humana" pasó inadvertida. A partir de la década de 1930, toda una pléyade de médicos, reformadores sociales y expertos preocupados por los temas del trabajo y la producción, harían suyas las consignas que Sand formulara en 1920 en torno a la productividad. Por el contrario, un cono de silencio se proyectaría sobre sus ideas acerca de la economía humana.

Ciertamente, en 1932, Tonina atribuía a Sand la reelaboración, posterior a la Primera Guerra Mundial, del concepto de "valor humano" que, como vimos, había sido objeto de formulaciones en el siglo XIX. En 1933, el titular de la Dirección General de Sanidad usó la expresión "economía humana" para indicar que, además de los móviles sentimentales, existían razones económicas para actuar en salud (18 p.2715) y, en 1934, tituló un artículo "La sanidad militar y el problema de la economía humana" (19 p.460).

Pero estas menciones -entre otras- eran vagas y genéricas y contrastaban con la significación específica que Sand atribuía a esa noción, la cual designaba un auténtico programa de gobierno de orientación socialista, en el que se encastraba la medicina social. Quizá ese sesgo antiliberal, la ausencia de traducciones al español de los trabajos de Rudolf Goldscheid (el "padre" de la economía humana) y la tardía publicación de La economía humana (1961), nos ayuden a explicar la indiferencia que esa parte de la obra de Sand generó en la Argentina, en contraposición con la calurosa recepción de la cual fueron objeto sus ideas acerca de la productividad. Pero ¿qué es la economía humana y qué relación guarda con el proceso de economización de la salud de los trabajadores que estamos reconstruyendo?

Dicha fórmula designa un enfoque económico particular elaborado, entre los años anteriores y posteriores a la Primera Guerra, por el filósofo social y sociólogo austríaco Rudolf Goldscheid. Su pensamiento constituye un punto de paso obligado para reflexionar acerca de las interferencias entre los procesos biológicos y los procesos económicos porque incorporó la preocupación por el valor económico de la población al discurso de la economía. Desde su perspectiva, los seres humanos configuraban un "capital orgánico", cuyo óptimo vital debía ser alcanzado activamente mediante la inversión estatal en la "cualificación del material humano". El programa de Goldscheid incluía la planificación económica e instituía a la seguridad social como el modelo de una administración biopolítica universal (20 p.254).

Aun reconociendo que la reflexión sobre el significado económico de la vida humana se remontaba a los cálculos de los actuarios e higienistas anglosajones, Sand se sintió poderosamente atraído por sus propuestas, al punto de convertir la medicina social en un "instrumento" de la economía humana. A través de la organización racional, de la educación y la colaboración técnica, la medicina social permitiría una mejor gestión del "capital viviente de la nación", fuente de todas las riquezas (21 p.285). Esta propuesta era consecuente con una de las ideas centrales de aquel enfoque, que consideraba que las fuerzas físicas, morales y profesionales de la población podían cultivarse. Esta inversión en trabajo humano se pensaba desde un punto de vista colectivo: era la sociedad (y no el individuo) la que ganaba o perdía con el acrecentamiento o declinación de aquellas fuerzas. Por ello, la principal responsabilidad por su mejoramiento residía sobre el Estado.

Así como Ruskin atacaba a la economía política, Sand contraponía la "economía de los bienes materiales" a la "economía humana" y establecía una relación de jerarquía entre ambas, destacando la primacía del valor de lo humano por sobre los valores materiales.

Partidario de las estrategias de socialización de la salud, el médico belga encontró en la economía humana un lenguaje apropiado para formular sus propuestas y discutir con diferentes actores. Si el lenguaje de la solidaridad apenas podía ser comprendido por filántropos, reformadores y algunos hombres de gobierno, el lenguaje de los números era, por el contrario, escuchado y entendido por todos. La traducción de las demandas sanitarias al discurso económico no equivalió, sin embargo, a la supresión de los argumentos morales. En el fondo de los planteos de la economía humana, tal como Sand la entendía, se alojaba un discurso humanista que propendía a la satisfacción universal de las necesidades a través del máximo aprovechamiento de los recursos disponibles y, de manera aún más utópica, al acceso de una vida plena para todos. Tal como leemos en el texto de 1941, el principio esencial de la economía humana es que

.a nadie, en ningún momento, debe faltarle el mínimo necesario para una vida normal, ya que esta privación traería una declinación de las fuerzas físicas, morales y profesionales, es decir, una pérdida para la sociedad. (22 p.7)

En esta posición convergían y se fusionaban intereses y principios, economía y moral. La significación moral que Sand atribuía a las acciones sanitarias se advertía en la forma en que respondía al interrogante de qué hacer con los individuos y grupos que, por diferentes razones, resultaban improductivos. Si bien Rudolf Goldscheid rechazaba las medidas de "eugenesia negativa" y atribuía un valor económico al altruismo (20 p.255), su obra dejaba abierto el interrogante acerca de cómo proceder frente a los individuos que no estaban dispuestos a seguir las consignas de su programa económico o que eran incapaces de contribuir al desarrollo económico. René Sand, que contemplaba con buenos ojos la "eugenesia positiva", fue más claro en ese punto: reconocía que la ausencia de acciones dirigidas a aumentar la capacidad productiva de los trabajadores, así como las resistencias que ciertos grupos humanos oponían a ella, eran capaces de generar una masa de sujetos "desvalorizados", formada por hombres y mujeres "ineducados" (cuyas dotes todavía no habían sido desarrolladas), desocupados, inválidos físicos, mentales y descarriados (22 p.22). Pero al mismo tiempo, como juzgaba que la acción social encerraba, ante todo, una obligación moral, prescribía la ayuda a los ancianos y enfermos incurables, aun cuando la misma fuese improductiva.

Este "fondo humanista", ecléctico y pragmático, explica la acogida dispar que tuvieron sus ideas relativas a la organización del trabajo y la productividad, las cuales fueron calurosamente recibidas tanto por especialistas en medicina social y del trabajo con una fuerte vocación cientificista, como por aquellos adeptos a la doctrina social de la Iglesia. Es destacable, en este sentido, la influencia que Sand ejerció sobre José Pedro Reggi (l). El enfoque de la medicina del trabajo propulsado por este último fue, desde su despuntar en el seno de la revista Medicina del Deporte y del Trabajo (cuyo primer número apareció en 1935), de carácter interdisciplinario y de orientación "humanista". Sobre esta cuestión volveremos en el quinto apartado. Antes es preciso considerar otro de los focos de la problematización económica de la salud que emergió en la década de 1920, organizado sobre el problema de la vitalidad de la población.

 

LA VIDA EFICIENTE Y EL PROBLEMA DE LA VITALIDAD DE LA POBLACIÓN

En el año 1927, la Federación Sudamericana de Asociaciones Cristianas de Jóvenes publicó un pequeño manual de higiene que llevaba un curioso título: La vida sana y eficiente (23). Firmado por Irving Fisher, un economista estadounidense, profesor de la Universidad de Yale, y Eugenio Lyman Fisk, un médico ligado a las compañías de seguros, el manual había sido elaborado en el marco de las acciones que desarrollaba, en EE.UU., el Life Extention Institute (Instituto por la Extensión de la Vida). Esa entidad, que ambos autores integraban, se había formado en 1914 a partir del esfuerzo cooperativo de las compañías aseguradoras. Su finalidad consistía en promover la extensión de la vida de los asegurados a través de estrategias de medicina preventiva (exámenes médicos periódicos) y de la educación en salud. Ese propósito no tenía nada de filantrópico. Las estadísticas y cálculos actuariales de las aseguradoras habían permitido constatar que, a pesar de estar sanas, las personas padecían dolencias que agravaban su riesgo de muerte y, asimismo, que la prevención aumentaba sus probabilidades de vida. Fue la comprobación de que la sobrevida reportaba beneficios financieros, lo que explica, entonces, que las aseguradoras estadounidenses incursionaran en el campo de la medicina preventiva.

El texto al que nos referimos se publicó por primera vez en inglés en 1915, bajo el acápite How to live y fue reeditado en varias oportunidades. Su difusión en el medio hispanoparlante venía precedida por dos prefacios "nacionales", uno firmado por el entonces ministro de Instrucción Pública, Antonio Sagarna, y otro por quien era el director del Departamento Nacional de Higiene, Gregorio Aráoz Alfaro.

El pequeño opúsculo puede ser leído de principio a fin como un texto práctico: enseña, entre otras cosas, cómo cepillarse los dientes, mantener la calma en el trabajo y conciliar el sueño. Sin embargo, La vida sana y eficiente, el título elegido por el traductor al español, sugiere que no solo funcionó como una tecnología de poder, a la vez individualizante y socializadora. Lo que es singular de ese texto son las reflexiones y prácticas que sintetizaba: a) apuntaban a aumentar la vitalidad de los seres humanos, b) estaban fundadas sobre una idea de eficiencia y c) hacían responsables a los individuos por el cuidado de la propia salud. Así, el programa biopolítico que La vida sana y eficiente traducía, expresa otro vector de la problematización económica de la salud, que se distingue por tres características.

En primer lugar, está inspirado por un telos maximizador, cuyo objeto venía definido por una cualidad abstracta: la "vitalidad". Las estrategias de educación en salud, los exámenes periódicos, etc., estaban guiados por el deseo de extender cada vez más la expectativa de vida de la población. Este discurso acerca de la "vida eficiente" estuvo alimentado, durante los primeros años del siglo XX, por la inquietud relativa a la duración máxima de la vida y el afán de producir estimaciones certeras. La pregunta por la existencia de un límite natural para la vida humana (24 p.6) dio lugar a todo tipo de conjeturas y pruebas que combinaban el racconto cuasi etnográfico de casos de personas que superaron los cien años, con demostraciones matemáticas y experimentos de laboratorio, tales como el cultivo y mantenimiento con vida de células y tejidos en medios artificiales. Uno de los pioneros en esta clase de ensayos fue el médico, reformador y eugenista Alexis Carrel, cuyo laboratorio, sito en EE.UU. era, en 1920, uno de los referentes mundiales en el cultivo celular (25 p.32). Aun inspirado por el cientificismo propio de la época, este discurso contenía numerosos elementos míticos: la convicción de que mediante intervenciones técnicas oportunas iba a ser posible extender indefinidamente la vida, la creencia en la potencial inmortalidad de ciertos tejidos celulares y en la posibilidad de la revitalización y el rejuvenecimiento, etcétera. Saturado de referencias místicas, este afán vivificador se combinaba con móviles de orden económico y político. Es que las prácticas de medicina preventiva también estaban alineadas con los esfuerzos realizados desde el Estado para conocer a cuánto ascendía el patrimonio biológico de la nación, y cómo conservarlo y mejorarlo. Ya en 1908, el entonces presidente de EE.UU., Franklin D. Roosevelt, puso en marcha un proyecto destinado a conocer los "activos" con los que contaba la nación, que se dio en llamar Conservation Commission (Comisión de Conservación), la cual produjo un "Reporte sobre la vitalidad nacional". Eugenio Lyman Fisk fue parte de ese proyecto y su contribución consistió en añadir el tópico de la vida humana a la inquietud por conservar y estimar el valor económico de los bosques, minerales, suelos y aguas.

En segundo lugar, otra de las características que distinguen este discurso es que la racionalización económica de la vida resulta operacionalizada y, a la vez, justificada, en función de una máxima eficiencia, la cual se define en términos de un óptimo aprovechamiento de "lo humano". Se trataba de prolongar la duración productiva de la vida, ampliando, en la mayor medida de lo posible, la franja correspondiente a la vida activa. Esta pretensión de optimización se basaba en la suposición de que la muerte era un "accidente" y que la vida se podía extender de manera indefinida. La longevidad dependía de que se pudiese mantener cada una de las piezas singulares de la maquinaria humana próxima al 100% de eficiencia (24 p.13).

Acostumbrados a vincular la noción de eficiencia con el paradigma neoliberal, tendemos a identificarla con un criterio económico para la toma de decisiones individuales racionales. En 1915, dicho paradigma aún no estaba desarrollado. Ello nos inclina a pensar que, en las condiciones en que se produjo este discurso acerca de la vitalidad, la eficiencia debe entenderse en términos más bien "técnicos" que "económicos", es decir, como el máximo aprovechamiento que se puede obtener de un bien (en este caso la vida humana). Asimismo, es preciso señalar que dicha eficiencia no se predicaba respecto de las acciones o comportamientos de los hombres sino de la "vida" considerada abstractamente.

En tercer lugar, a diferencia de los otros focos de la problematización económica de la vida que hasta ahora tratamos, este discurso de la vida sana y eficiente comprometía al individuo en el cuidado de su propia salud, responsabilizándolo (si bien no exclusivamente) por la racionalización biológica de su vida. Para las autoridades del Life Extention Institute se trataba, básicamente, de promover "estilos de vida saludables". Por la manera en la que conectaba lo "saludable" con lo "eficiente" y por su énfasis sobre la responsabilidad individual, es plausible afirmar que este discurso prefiguró algunas de las ideas que caracterizarían, con el correr de los años, a la teoría neoliberal del capital humano. Esto no debe sorprendernos si consideramos que uno de los precursores de dicho enfoque fue precisamente Irving Fisher (26 p.231), el economista de Harvard que participó de la Conservation Comission y fue una de las autoridades del Life Extension Institute. Para Fisher la vida humana constituía un capital, entendiendo este último como toda riqueza que produce una renta (27 p.75), es decir un "aflujo" de servicios. Asimismo, sus ideas prefiguraron uno de los postulados del enfoque neoliberal: la acción en salud (así como en educación) debe entenderse como una inversión en capital humano. En su libro de 1906, Economía política geométrica o naturaleza del capital y de la renta, leemos: "la salud, al mantener la vida, permite al cuerpo producir una renta mejor y más duradera para el espíritu en los años sucesivos" (27 p.221).

En la Argentina, la inquietud por la "cantidad" y la "calidad" de la población -generalizada en los años treinta-, constituyó un terreno fértil para la divulgación de este discurso vitalista proveniente del país del norte. En un contexto caracterizado por el pesimismo intelectual de entreguerras (25 p.67), la señal de alarma la habían dado las estadísticas elaboradas por la Dirección General de Sanidad que alertaban respecto del proceso de deterioro biológico que estaba sufriendo la población. Para promover la acción sanitaria, nuestros higienistas y médicos combinaron el temor de la degeneración y la despoblación con los argumentos economicistas. En la década de 1930 existía consenso entre los múltiples expertos vinculados a la cuestión sanitaria y del trabajo, acerca de que las enfermedades evitables eran "filtraciones de la riqueza nacional" (12 p.454) y sobre la necesidad de reencauzar la acción sanitaria desde la asistencia hacia la prevención. En palabras del director de la Liga Argentina de Profilaxis Social, era "más fácil, más económico y más útil" (28 p.997) que no se enfermaran los sanos, que afrontar las múltiples exigencias de la asistencia. Es preciso señalar, sin embargo, que al traducirse al ámbito nacional, este discurso de la "vida sana y eficiente" sufrió toda una serie de reformulaciones.

En primer lugar, a diferencia de lo que sucedió en EE.UU., en Argentina el debate sobre la medicina preventiva se instaló sin que existiera, entre las compañías de seguros que operaban en el país, una tradición de acciones ligadas a evitar las enfermedades. En gran medida, la "experiencia del seguro" al que hacían referencia nuestros médicos e higienistas era una experiencia foránea. Desde la década de 1920 existía, ciertamente, una reflexión acerca de la medicina preventiva y de los principios que inspiraban el movimiento por la "extensión de la vida", pero permanecía circunscripta al campo del seguro social. En 1928, Germinal Rodríguez (m) publicó una tesis titulada Servicio médico y servicio social en las cajas de seguro sociales, en la que defendía la aplicación de esas normas al seguro social.

En segundo lugar, la reflexión sobre la vitalidad estaba dominada por un telos conservador y una perspectiva social-estatal. En las discusiones de los años treinta, dicho problema fue abordado, claramente, por su flanco "negativo". Se subrayaba el impacto perjudicial que la enfermedad tenía sobre la capacidad de rendimiento de la fuerza de trabajo, puesto que creaba vínculos de dispendio desde varios puntos de vista: anulaba al productor, exigía gastos nuevos y comprometía la salud de la familia, los vecinos y la sociedad (12 p.455). En este sentido, la utilidad de la medicina preventiva venía dada, principalmente, por evitar el derroche de energía. A partir del análisis de las estadísticas de la Dirección General de Sanidad había quedado demostrado, asimismo, que la enfermedad y los decesos afectaban, sobre todo, a la franja de la población económicamente activa. Ahora, frente a ese problema, la solución difería parcialmente de la prescripta por el Life Extension Institute porque mientras en EE.UU. se insistía sobre la responsabilidad individual en la configuración de estilos de vida saludables, en Argentina la escala de las propuestas era de orden poblacional. Se pensaba en inscribir a los sujetos (considerados como individuos) en estrategias de control social desarrolladas por agencias estatales. Si bien algunas prácticas preventivas comenzaban a implementarse ya por aquellos años en algunos grupos poblacionales específicos (conscriptos, estudiantes universitarios, escolares) hubo que esperar hasta los años peronistas para que dicha orientación asumiera el carácter de una política pública. El discurso de la vida sana y eficiente recibió un fuerte impulso durante el peronismo, que asumió como propio el proyecto de aumentar la "eficiencia biológica del trabajador" (29 p.1.199), organizó dispositivos de medicina preventiva y, en términos más generales, instaló en el ámbito nacional varios de los temas de la epopeya estadounidense por la vitalidad: la preocupación por las minor diseases, la responsabilidad individual por el cuidado de la propia salud (articulada en términos de "deber social") y las utopías de revitalización.

Como vimos, desde la década de 1930 existían planteos relativos a la economicidad de la prevención que se vinculaban directamente con la cuestión de la vitalidad. Pero lo que apareció con el peronismo fue la problematización de la "eficiencia biológica" de la población, así como el interés por "optimizar" (y no solo "conservar") la vida. Retomando las ideas de los expertos estadounidenses, Ramón Carrillo (ministro de Salud Pública del gobierno peronista) pensaba que el objetivo de la política sanitaria debía ser prolongar lo más posible la vida "útil" del hombre en condiciones biológicas dignas de ser vividas.

Durante este período, el discurso preventivo se refinaría y precisaría. Al igual que en EE.UU., el foco de la prevención se colocó sobre las enfermedades crónicas y las pequeñas dolencias que se habían identificado como las principales causantes de los "costos" de la seguridad social, los retiros anticipados y el ausentismo. Como a mediados de la década de 1940, las estadísticas sanitarias eran prácticamente inexistentes, para justificar la economicidad de la prevención, las autoridades no dudaban en recurrir a las estimaciones económicas que realizaban las agencias estatales y las compañías de seguro en EE.UU. Así, por ejemplo, la experiencia del Life Extension Institute era frecuentemente citada por Ramón Carrillo y Germinal Rodríguez.

Asimismo, entre 1946 y 1955 se reinstaló la cuestión del "precio del hombre", articulada a comienzos de siglo por Bialet Massé y durante la década de 1930 por los higienistas, con la particularidad de que Carrillo le atribuyó un sentido nacionalista. En el discurso de los higienistas y médicos sobrevolaba la idea de que cuando se referían al valor del material humano y su capacidad de rendimiento estaban pensando en el valor del "hombre medio" argentino. Durante el peronismo estas ideas no solo se hicieron explícitas, sino que se intensificaron. El ministro de salud se refería, en todos los casos, al valor del hombre argentino. Ese enunciado destilaba "nacionalismo", no solo en su misma formulación, sino en virtud de la explicación y del uso que se hacía de él. Por una parte, se asumía que el nivel alcanzado era la consecuencia directa de la inversión estatal en salud, educación, etc.; y, por otra, dicho valor ingresaba en los cálculos de la aritmética política, esto es, se comparaba con el valor de los hombres de otras naciones.

Claro que, si bien esa preocupación por la extensión de la vida humana estaba justificada por razones económicas, al menos en el caso de Carrillo y de sus colaboradores más cercanos, ese ethos se combinaba con enunciados espiritualistas y antitecnocráticos que ponían el acento sobre los valores biológicos considerados en sí mismos y los problemas de la desvitalización. Ello se explica por la relevancia que había adquirido en la segunda posguerra la hipótesis de la "decadencia biológica" de la población (30). En este sentido, el peronismo retomó la semántica de la dilapidación y el dispendio de recursos biológicos, característica de los años treinta, la cual asumió el estatuto de un diagnóstico crítico. Tenían que ser corregidos largos años de ineficiencia e incuria respecto de la administración que el Estado había hecho de su patrimonio biológico, neutralizando toda forma de prodigalidad biológica y, en consecuencia, financiera. Pero no solo el Estado había atentado contra dicho patrimonio biológico. También los industriales habían sido muy poco cuidadosos con el capital humano. Como explicaremos en el apartado siguiente, los médicos de fábrica intentarían, afanosamente, revertir esa situación.

 

LOS CÁLCULOS DE LOS MÉDICOS DE FÁBRICA Y LA SIGNIFICACIÓN ECONÓMICA DE LA MEDICINA INDUSTRIAL

Otra de las vías a través de las cuales la salud de los trabajadores adquirió significación económica estuvo dada por la acción de los médicos de fábrica. Sin tener una formación específica, estos se desempeñaron, de manera precoz, como "practicantes de la economía" (31 p.71) en los lugares de trabajo.

Ciertamente, no es posible atribuir un sentido unívoco a su actuación. Por el contrario, su participación en esos espacios debe comprenderse en función de un conjunto heterogéneo y situado de condiciones, entre las que es preciso resaltar las características asumidas por el proceso de reproducción capitalista, la situación de las relaciones de fuerza, el papel desempeñado por los diversos Estados-nación frente a los conflictos de clase, etcétera. Así, la figura del médico de fábrica, emergente en las sociedades centrales en el contexto del "capitalismo fordista", apareció ligada a la defensa de los intereses del empleador. Portador de un saber específico, el capitalista delegaba en el médico la responsabilidad por las enfermedades que sufrían los trabajadores (4), pero su desenvolvimiento no estuvo desprovisto de ambigüedades. Para ponderar su actuación es preciso considerar varios factores, algunos de los cuales han sido destacados por Lee (32,33) en un estudio sobre la figura de Robert Baker, uno de los precursores de la especialidad: en sus orígenes, la distinción entre las funciones "públicas" y "privadas" del médico no estaba clara (32 p.87); luego, si bien cumplían funciones de certificación y examinación (que podían acercarlos a los intereses de los capitalistas), también eran los únicos que estaban en condición de constatar los efectos que el trabajo tenía para la condición física de la gente (32 p.92). En el caso de Baker, si bien su posición no fue strictu sensu "pro obrera", se manifestó a favor de las clases más desventajadas y promovió tanto la reforma social como la reforma del trabajador (32 p.93).

Si bien en América Latina la implantación de los servicios médicos se hizo de acuerdo al modelo procedente de los países centrales, el hecho de que la industria se haya desarrollado aquí en condiciones de dependencia, junto con la inexistencia y fragilidad de los sistemas de asistencia a la salud (4) y el escaso interés que manifestaron históricamente nuestros "emprendedores" por las temáticas ligadas a la salud y seguridad laboral, confieren matices adicionales a la cuestión. Esas circunstancias permiten comprender uno de los rasgos (ciertamente, no el único) que definían la actuación de nuestros médicos de fábrica, y que se encuentra íntimamente relacionado con la temática de este artículo. Del análisis de los documentos consultados (34-37) surge que los médicos se esforzaban por justificar -frente a los ojos de los empleadores- su presencia en las fábricas. Así, se concentraron en demostrar la economicidad de la prevención, de la asistencia in situ y la atención de las urgencias, a través de dos medios: la generación de evidencia empírica respecto de la utilidad (económica y técnica) de la prevención, y la elaboración de un discurso persuasivo que conectaba la salud con la disminución de los costos y el aumento de la productividad.

Ya hacia la década de 1930 los profesionales que prestaban servicios en los talleres del Estado y en empresas de cierta magnitud (fundamentalmente de capital extranjero) comenzaron a elaborar estadísticas "de fábrica" y a efectuar estimaciones financieras relativas a los costos de los accidentes y a otra serie de temas concernientes a la producción. De este modo, por ejemplo, los primeros números sobre el ausentismo y su impacto económico no fueron producidos por el Estado, sino por los médicos de fábrica (38).

Esas cifras contribuyeron a racionalizar el trabajo, al demostrar que la acción en salud evitaba la disminución del índice de producción y la pérdida de tiempo (34 p.21). Mucho antes de que la "epidemia de la productividad" se instalara en la Argentina, los médicos hicieron pensable esa idea, tanto en un sentido económico -es decir, en términos monetarios- como técnico. Así, al determinar la cantidad de días y/u horas de trabajo que se perdían por problemas de salud y contabilizar el tiempo -en concepto de licencias por enfermedad- que su intervención permitía ahorrar a los empleadores, no hicieron otra cosa que calcular, en un sentido técnico, la productividad. Ya hacia la década de 1940, algunos profesionales eran muy conscientes del impacto que tenía su propia acción sobre el tiempo de trabajo y se esforzaban por establecer relaciones inversamente proporcionales entre la "reducción de las horas que insumía la enfermedad" y el "aumento de las horas productivas" (35 p.71). A mediados de esa década, en el contexto de la Primera Convención de Médicos de la Industria, existía consenso acerca de que era más cómodo, más fácil y más barato prevenir que curar (39).

Todos esos datos empíricos nutrían un discurso específico que definía el objeto y las funciones de la medicina del trabajo y justificaba su existencia como dominio particular frente a otros saberes. Ese discurso quedó configurado hacia la década de 1940 a partir de la práctica -primero solitaria de los médicos de fábrica y luego corporativa de las instituciones que prestaban servicios a las empresas-, así como de las reflexiones teóricas de los especialistas que abogaron por la institucionalización de la disciplina, mediante la creación de revistas y asociaciones, la organización de eventos científicos, los vínculos con expertos de otras latitudes, etcétera. Aun siendo científico, ese discurso nunca perdió su sesgo persuasivo, y con relación a la problematización que aquí estamos reconstruyendo, presenta cuatro características relevantes.

En primer lugar, en él encontramos una tematización explícita de los costos de los accidentes que incluyó, a partir de los años treinta, la distinción propuesta por Heinrich (n) entre costos directos e indirectos. Para los médicos, una de las estrategias de racionalización del trabajo consistía, precisamente, en realizar esta clase de cálculos. En este sentido, su prédica asumió un sesgo pedagógico: apuntaba a transformar la mentalidad de los empresarios de manera que, como "capitanes de la industria", fueran más conscientes de la incidencia económica que tenían las diversas peripecias de la producción. Esta epopeya cultural estaba asentada sobre un prejuicio racionalista: la idea de que bastaba la exposición del mal (en este caso, los costos) para transformar las conductas que lo generaban (la ausencia de prevención).

En segundo lugar, se insistía sobre la existencia de un vínculo "positivo" entre salud y producción. Este enunciado, si bien había sido formulado ya a comienzos de siglo en la voz de los reformadores, sería repetido de manera insistente por los médicos del trabajo, convirtiéndose en una creencia definitoria de la moral profesional. Progresivamente, el significante "salud" comenzó a asociarse con otros, tales como "alegría", "contento", "confort" y "bienestar". Hacia la década de 1940 se había configurado, al interior del campo de la medicina del trabajo, una semántica del bienestar que incluía factores somáticos, ambientales y psíquicos. Esta reflexión prepararía el terreno para la "psicologización" de los lugares de trabajo que tuvo lugar a partir de esos años, de la mano del movimiento de la higiene mental, la psicología del trabajo y el enfoque de las relaciones humanas. Asimismo, la atención sobre las dimensiones afectivas del trabajo anticiparía en gran medida las discusiones que se dieron durante los años cincuenta a propósito de la productividad, la cual se consideraría como una variable dependiente de la "voluntad de trabajar". En términos más generales dicha semántica prefigura las actuales discusiones acerca de la "calidad de vida" en el trabajo.

En tercer lugar, en ese discurso la salud de los trabajadores se pensaba en términos de capital humano, entendida esta última noción en un sentido poblacional u holístico. En la década de 1940, no había prácticamente texto proveniente del campo de la medicina del trabajo y de la industria que no destacara la significación económica y biopolítica que tenía la salud de la población desde el punto de vista colectivo de la nación. No se discutía, tampoco, que la inversión sanitaria extendía el valor económico del capital humano.

Finalmente, otro de los rasgos característicos del pensamiento de la medicina del trabajo era que la insistencia en la significación económica de la salud se combinaba con un discurso humanista. Además del vil metálico, la prevención de las enfermedades estaba justificada por una serie de motivos morales, tales como el sentido humanitario, la justicia social, la caridad cristiana, el espíritu de solidaridad. Sin embargo, con el correr de los años este humanismo, aun en sus versiones cientificistas, se iría erosionando frente al avance incontenible de la racionalidad económica. La traducción monetaria de la acción médico-social en las fábricas, que los profesionales comenzaron a desarrollar de manera espontánea, se convertiría con el tiempo en un rasgo de la reflexividad del discurso de la medicina del trabajo. El "rendimiento del consultorio", como decía Bazterrica (40 p.22) debía traducirse en números, bajo dos formas: "la disminución de jornadas de trabajo perdidas por enfermedad y el aumento de la productividad por un estado sanitario mejor" (40, p.22). Hacia la década de 1950, no obstante, todavía aquel discurso humanista funcionó, como veremos en el apartado siguiente, como un límite frente al avance inexorable de las estrategias de racionalización del trabajo impulsadas por el movimiento en pos de la productividad.

 

LA SALUD COMO CONDICIÓN PARA LA PRODUCTIVIDAD

Desde la segunda posguerra, Europa vivía -metafóricamente hablando- una verdadera "psicosis" de la productividad. En la Argentina, la conjunción de la industrialización sustitutiva, el aumento del salario real y la expansión de las protecciones sociales al trabajo que caracterizó al peronismo, había engendrado entre el empresariado y los expertos cierta inquietud por la "disminución de la efectividad del trabajo por obrero" (41 p.2), la "reducción del esfuerzo productivo de los obreros [y el] fuerte descenso en el ritmo de trabajo" (42 p.202) y en el "rendimiento por obrero" (43 p.4).

Con la finalización de la guerra, esa preocupación comenzó a asociarse con el "peligro inflacionario". Desde la ciencia económica se alertaba que, para evitar una escalada en los precios, el aumento de los salarios debía corresponderse con un aumento de la productividad marginal del trabajo. Sin embargo, habría que esperar hasta la crisis económica de 1952, causada por la reducción de divisas, para que la productividad se transformase en una cuestión de Estado. Frente a la imposibilidad de continuar subsidiando el desarrollo de la economía nacional, se arribó a la conclusión de que la única solución disponible para ampliar la acumulación de capital consistía en aumentar los índices de productividad de las empresas (44 p.29).

En el marco del Congreso Nacional de la Productividad, una suerte de foro multisectorial al que el gobierno convocó en 1954 para abordar el problema y del que participaron representantes del mundo industrial, sindical y del Estado, esa inquietud se expresó en toda su radicalidad. A partir de entonces quedó claro que el "bienestar nacional" solo podía alcanzarse mediante el aumento de la riqueza que era, a su vez, una variable dependiente de la productividad. Si bien el peronismo articuló la "campaña por la productividad" como una verdadera causa nacional, sus principales destinatarios fueron los trabajadores. Ciertamente, este tópico había dado lugar, desde el fin de la Segunda Guerra, a toda una serie de elaboraciones técnicas, que incluía la elaboración de métodos cada vez más exactos y amigables para calcular el rendimiento. Pero el énfasis sobre la racionalización de los procedimientos para calcular los costos de la producción (tanto a nivel de las empresas como de la economía nacional) no debe opacar el hecho de que uno de los focos centrales de la problematización de la productividad asumió un carácter moral. El "lenguaje" en el que esta se articuló incluía alusiones permanentes al ethos y al "espíritu" de la productividad. Esta formulación de tipo moral facilitó la declinación de la temática hacia el campo de la psicología. Mediante toda una batería de intervenciones, se buscaría crear un clima psicológico favorable a la productividad, la cual se entendía, fundamentalmente, como una cuestión mental, de actitudes y hábitos.

Pero además de los saberes vinculados al campo psicológico, todas las ciencias del trabajo adaptaron sus programas a la nueva consigna de la época. Sabemos que, ya desde comienzos del siglo XX, se había problematizado en el país la relación entre salud y producción. Lo que la década de 1950 traería como novedad sería la reflexión acerca de la vinculación entre salud y productividad, entendida esta última noción en un sentido técnico, es decir, como la relación existente entre la cantidad producida y los factores utilizados en la producción dentro de una empresa, una industria o el conjunto de la economía.

Ese entrecruzamiento tenía diversas aristas que la medicina del trabajo se ocuparía de iluminar. Varios especialistas provenientes del campo médico y la higiene industrial integraron la comisión técnica del Congreso Nacional de la Productividad, de la cual partieron sugerencias que se esforzaban por atender las demandas de los empleadores sin sacrificar los propósitos de la "justicia social" ni resignar los objetivos "humanitarios" que inspiraban la misión de varias de estas disciplinas. Las sugerencias médicas incluían el mejoramiento del medio ambiente de trabajo, la implementación de planes de prevención de accidentes y enfermedades y, asimismo, el acercamiento hacia los "problemas personales" del trabajador (44 p.175).

Entre las distintas cuestiones que comprendía la productividad, había dos temas que preocupaban a las clases dirigentes: el ausentismo y -según las voces de la época- el trabajo "mañero", es decir, aquel realizado sin conciencia. Ambos estaban vinculados con la salud y tenían resonancias en el mundo médico. El ausentismo impactaba en forma directa sobre la productividad porque se medía según la cantidad de horas trabajadas. Esa cuestión había sido largamente problematizada por los médicos que, entre otras cosas, fueron pioneros en la elaboración de estadísticas sobre las ausencias (o). Sin embargo, la productividad no solo dependía del tiempo dedicado a la producción, sino de la intensidad y la "calidad" del trabajo, es decir, cómo se trabajaba. Si bien los componentes que, en la mirada de los expertos, definían un trabajo de calidad excedían con creces lo somático, la salud se pensaba como una suerte de condición preliminar. Por otra parte, como vimos, la medicina del trabajo tendía a ampliar su campo de acción hacia procesos de orden afectivo y social. Así, por ejemplo, desde la revista Medicina del Deporte y del Trabajo se abogaba por una definición holística de salud y una aproximación integral a los problemas del mundo del trabajo.

Pero antes de que la productividad se convirtiera en una cuestión nacional, ya había sido objeto de tematización en el ámbito de la medicina social, la medicina del trabajo y el trabajo social. Esa discusión fue mediada, como anticipamos en el tercer apartado, por la recepción de la obra de René Sand. En la conferencia inaugural de la Escuela de Servicio Social del Museo Social Argentino, el 23 de junio de 1930, Tomás Amadeo señalaba que uno de los objetivos de la acción social era procurar la eficiencia del obrero y del empleado a través de un conjunto de estrategias que fueran más allá del programa taylorista. Lo que el presidente del Museo Social Argentino quería destacar con su crítica al taylorismo era el rol estratégico que el "factor humano", considerado en su integralidad, desempeñaba en la producción. Esa significación de lo humano se correspondía con las ideas que, acerca de la productividad, Sand había formulado en 1920. El discurso de Amadeo abrevaba explícitamente en ellas, al remarcar la necesidad de procurar en el trabajador

.la salud que asegure el poder producir, la educación que desarrolle el talento para producir y la satisfacción que determine la voluntad para producir. (45 p.2) (Cursivas del original)

En el campo de la medicina del trabajo, fue José P. Reggi quien se encargó de divulgar esos conceptos a partir de los años cincuenta, cuya formulación original encontramos en Organisation industrielle de Sand:

La calidad, la economía y la continuidad de la producción reposan sobre: la salud, que asegura el poder de producir, la educación general y profesional, que desarrolla el talento de producir, el contento que determina la voluntad de producir. (17 p.7)

Si bien ese enunciado era ampliamente conocido desde la década de 1930 en el ámbito de la asistencia social, la medicina social y la higiene, en las décadas siguientes pasaría a estructurar el campo de la medicina del trabajo, prefigurando uno de los grandes desafíos del debate acerca de la productividad: cómo hacer para generar, en los obreros, la voluntad de "colaborar" en el aumento de la producción. La centralidad que esa idea asumió, con relación a los problemas del trabajo, se debió, en parte, a su reiteración. Pero además su éxito provino del hecho de que Reggi la transformó en una suerte de slogan. El denominado "trípode" de Sand sintetizaba en una fórmula las variables de las que dependía la productividad: "poder, saber y querer" producir. Pues bien, la salud era lo que otorgaba el "poder" de producir, la que ponía a los trabajadores en condiciones para hacerlo. Nuevamente, encontramos aquí la simbiosis entre una norma biológica y una norma técnica-económica.

Ahora, desde el ámbito médico no se dejó de alertar acerca de las consecuencias perjudiciales que el afán por aumentar la productividad podía generar para la salud de los trabajadores. En este sentido, un conjunto de especialistas utilizó el canal de expresión que constituía la revista Medicina del Deporte y del Trabajo para denunciar lo que se creían eran los excesos "antifisiológicos" y "antihumanísticos" del movimiento en pos de la productividad. Se señalaron los riesgos que podía significar para la salud del trabajador el esfuerzo por equilibrar los ingresos económicos y los precios de los productos a través del aumento de la productividad cuando, entre otras cosas, no se respetaban las jornadas higiénicas de trabajo (46 p.1) y se alertó respecto del "desconocimiento del individuo como ser humano" (47 p.708). Así, la salud de los trabajadores aparecía, todavía en la década de 1950, como un límite para el aumento de la productividad.

 

CONCLUSIONES

A lo largo de este artículo recorrimos los cinco focos a partir de los cuales se configuró, en el país, una analítica económica de la salud laboral: las disquisiciones sobre el "precio del hombre"; la reflexión que inscribía la medicina social en el programa de la "economía humana"; el discurso acerca de la vida sana y eficiente; los cálculos de los médicos de fábrica y el discurso economicista de la medicina del trabajo; y, finalmente, los debates acerca de la productividad. Mostramos cómo en el transcurso de la primera mitad del siglo XX se desarrolló un proceso de economización de la salud, caracterizado por la progresiva instrumentalización de la vitalidad y de "lo saludable" con miras a la obtención de ganancias, y la creciente utilización de la racionalidad económica (de los cálculos, las normas y el lenguaje económico) para pensar los problemas de la salud laboral e intervenir sobre ellos.

A partir del análisis de esos cinco ejes, pudimos advertir que las "interferencias" entre los procesos de salud y los procesos económicos asumieron, en el discurso de los expertos, diversas expresiones y modulaciones.

Por una parte, todo un repertorio de razones económicas fue movilizado para justificar la acción en salud. Reformadores, higienistas y médicos partieron de una demanda sanitaria, cuyo fundamento era tanto científico como moral, y encontraron en la economía los argumentos para convencer a los empleadores y al Estado sobre las ventajas de prevenir las enfermedades, instalar servicios médicos en las fábricas, etcétera. Frente a los "espíritus escasamente permeables a razones de carácter científico" (48 p.666) y que desoían los motivos humanitarios, la economía proveyó, como bien lo señaló Sand, un "lenguaje común". Además de ello, la medicina del trabajo y la medicina social fueron focos de la irradiación de una serie de conceptos acerca de la productividad. De esta manera, reformadores e higienistas inauguraron a principios de siglo un estilo "persuasivo" de intervención que sería retomado y profundizado por la medicina de la industria y del trabajo en la década de 1940. Con el paso de los años, el rol persuasivo del médico de fábrica, apoyado sobre la evidencia económica, se convertiría en un rasgo característico de la moral profesional.

En este movimiento se conformó una moral utilitaria que rentabilizaba la salud y limitó, progresivamente, la influencia de las justificaciones basadas en principios. En el desarrollo del artículo hemos visto cómo las ideas humanistas y los motivos sentimentales funcionaron como un "otro" discurso respecto del económico. Tanto las máximas propias de una ética del deber, como los sentimientos, procuraban distinguirse cuidadosamente de la ética utilitaria que estaba organizada, en cambio, sobre la valoración de las consecuencias económicas de las acciones. Aun así, hasta la primera mitad del siglo XX, la introducción de los razonamientos económicos estaba acompañada, siempre, de alguna consideración moral. Durante mucho tiempo se entendió que la intervención en salud era deseable por las ventajas económicas asociadas a ella, pero también se atendían razones ajenas a todo cálculo de utilidad: la caridad, la solidaridad y la justicia social. Sin embargo, al menos hasta la finalización de la Segunda Guerra Mundial, todavía estaba ausente la noción de "derecho a la salud".

Así como desde el ámbito médico-social se incorporó la perspectiva económica, a la inversa, desde el mundo de los negocios, la producción y la ciencia económica, también se rentabilizó la salud. Como vimos, desde dos perspectivas diferentes, que dejaron sus huellas sobre el pensamiento socialista y la medicina social, Ruskin y Goldscheid resaltaron el valor económico de la vida humana. En el mundo anglosajón, las sociedades de socorros mutuos y las compañías de seguro, cuyas experiencias eran particularmente valoradas por nuestros higienistas y médicos, se ocuparon de elaborar métodos para calcular el precio del hombre y fueron pioneras en el desarrollo de estrategias de medicina preventiva. El discurso de la vida sana y eficiente, con amplias resonancias en la Argentina, se elaboró en parte gracias a las prácticas de las compañías aseguradoras estadounidenses y la reflexión de economistas como Irving Fisher. Recordemos que este último consideraba a la vida humana como una forma de capital, y estableció una asociación positiva entre la salud y las rentas de ese capital. Asimismo, en el debate técnico y económico acerca de la productividad, la salud era presentada como una condición para el aumento incesante del rendimiento de los trabajadores.

Mientras en el primer circuito la apelación a las razones económicas funciona como suplemento de la moral o de la ciencia y los "fríos números" de la economía se movilizan para justificar la protección de la salud, en el segundo caso, esta última resulta totalmente instrumentalizada, convirtiéndose en un medio para generar valor económico.

Como sea, la analítica económica de la salud laboral, que a lo largo de este artículo procuramos reconstruir, muestra cómo se interfieren: a) los procesos inherentes al funcionamiento del capitalismo, b) los métodos y reflexiones políticas que fundan la conducción de los hombres en el desarrollo espontáneo de los intercambios de mercado y c) los procesos biológicos que afectan a la población trabajadora. Entre las primeras autoridades en percibir esa interferencia se encuentran los médicos (49 p.40).

Esa constatación sugiere que, a lo largo del siglo XX, más allá de algunos puntos focalizados de conflicto, la voluntad de gobernar lo menos posible, por una parte, y de intervenir sobre la vitalidad de los seres humanos por otra, ha tendido a confluir; esto es, que liberalismo y biopoder, libertad y seguridad, lejos de enfrentarse, han configurado alianzas estratégicas, cuyas particularidades, claro está, exigen nuevas investigaciones.

 

NOTAS FINALES

a. La expresión "analítica económica" está inspirada en las ideas de Michel Foucault, quien señala que en Europa la enfermedad comenzó a economizarse hacia el siglo XVIII en el marco de una "analítica utilitaria" de la pobreza (1, p.93). Sin embargo, es recién hacia mediados del siglo XIX que podemos distinguir, en la literatura de la higiene social inglesa (y posteriormente alemana, belga y francesa), esfuerzos tendientes a calcular los réditos económicos de las acciones sanitarias, el "precio" del hombre y las pérdidas asociadas a la enfermedad y la muerte.

b. En el marco de esta investigación entendemos que las relaciones entre los procesos de producción capitalistas y los procesos de salud y enfermedad que experimentan los trabajadores configuran una cuestión que ha sido problematizada a lo largo de la historia de modos divergentes, que pueden ser encontrados en los enfoques de la medicina del trabajo, la salud ocupacional y la salud de los trabajadores (2-4). Si bien en este artículo no nos ocupamos de ello, es preciso destacar que al interior de cada una de esas perspectivas el tema de la significación económica de la relación trabajo-salud, ha sido elaborada de maneras no solo distinguibles, sino también, contradictorias.

c. A lo largo de este artículo el término población designa el correlato de las estrategias modernas de poder. En la genealogía del poder que ensaya Michel Foucault, esta emerge hacia el siglo XVIII, como un nuevo "sujeto colectivo" ajeno a otras figuras del pensamiento político (por ejemplo, el pueblo). Se define por un conjunto de variables que se inscriben en el régimen general de los seres vivos y constituyen el campo -la "superficie de agarre"- para todo un conjunto de intervenciones meditadas y calculadas (5 p.101). La población se articula como tal a partir de la imbricación de unas tecnologías de poder y unos saberes. La relación entre las técnicas de poder, la emergencia de la población y la constitución de dominios de objetos específicos para los saberes sobre esa población es circular: "Un juego incesante entre las técnicas de poder y su objeto recortó poco a poco en lo real y como campo de realidad la población y sus fenómenos específicos. Y a partir de la constitución de la población como correlato de las técnicas de poder pudo constatarse la apertura de toda una serie de dominios de objetos para saberes posibles. Y a cambio, como esos saberes recortaban sin cesar nuevos objetos, la población pudo constituirse, prolongarse y mantenerse como correlato privilegiado de los mecanismos modernos de poder" (5 p.107). Independientemente de que en el ámbito de nuestra investigación la noción de población recibe esta peculiar significación, no dejamos de reconocer los importantes aportes que se han hecho (tanto a su conceptualización como historización) desde el ámbito de la epidemiología social; aportes que enriquecen la elaboración foucaultiana, en el punto en que señalan, por ejemplo, la forma en que las influencias sociales se corporizan en características fisiológico-anatómicas que influencian la salud y se expresan en las desigualdades sociales en salud (6). Ello permite echar luz sobre la "desigualdad", una de las dimensiones de la población (y más generalmente, de las estrategias que tienden a regularla) que ha sido infravalorada por Foucault (7 p.41).

d. John Ruskin fue un crítico social, filántropo, polemista y escritor de origen inglés. Su pensamiento social y económico se caracterizó por criticar las ideas de la economía política clásica.

e. Juan Bialet Massé fue un médico y abogado de origen catalán que produjo, a comienzos del siglo XX, un diagnóstico acerca del estado de las clases trabajadoras al interior del país.

f. Augusto Bunge fue un higienista argentino y diputado de orientación socialista, partidario del seguro social.

g. Alfredo Palacios fue el primer legislador socialista de América Latina. Fue promotor y autor de varias leyes de protección social en Argentina.

h. El biopoder designa al conjunto de reflexiones y estrategias a través de las cuales la vida ingresa, a partir de la Modernidad, en los cálculos del poder político. Se trata de una forma de poder que se ejerce positivamente sobre la vida procurando administrarla, aumentarla, multiplicarla; su función es la incitación, el reforzamiento, el control, el mejoramiento y la organización de las fuerzas que somete (8 p.165). Para ello, se apela a mecanismos que tienden a regular los acontecimientos inciertos que afectan a las poblaciones (accidentes, enfermedades, muertes, etc.), con la finalidad de establecer un equilibrio.

i. Teodoro Tonina fue profesor de la cátedra de Higiene de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires. Autor de un curso de Higiene Social, se desempeñó como inspector del Consejo Nacional de Educación.

j. Alberto Levene fue director de la Dirección General de Sanidad y creador del Instituto de Higiene del Ejército.

k. Entendemos por gobierno una forma particular de pensar el poder, caracterizado por los modos de acción, más o menos calculados, que procuran actuar sobre las posibilidades de acción de otros individuos o grupos (13 p.254).

l. José Pedro Reggi fue uno de los precursores, en Argentina, de la medicina del trabajo. En 1948 creó el Instituto del Trabajo, luego denominado Ateneo Ciencia y Trabajo. Tal como lo destaca uno de los evaluadores de este artículo, participó en las "Olimpíadas nazis" realizadas en Berlín en el año 1936.

m. Germinal Rodríguez fue un médico social argentino, experto en asistencia, en principio socialista independiente y posteriormente colaborador de Ramón Carrillo durante los primeros años de su gestión en el gobierno peronista.

n. Herbert W. Heinrich fue un ingeniero estadounidense, quien se desempeñaba para la compañía aseguradora Travelers Insurance Company cuando formuló una grilla para clasificar los costos de los accidentes en directos e indirectos.

o. Esta cuestión la hemos desarrollado con mayor amplitud en otro trabajo (38).

 

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