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Salud colectiva

versión On-line ISSN 1851-8265

Salud colect. vol.11 no.3 Lanús set. 2015

http://dx.doi.org/10.18294/sc.2015.723 

http://dx.doi.org/10.18294/sc.2015.723

ARTÍCULOS

Cartografía de heterotopías psicoactivas: una mirada a los discursos médicos, jurídicos y sociales sobre los usos de drogas

Cartography of psychoactive heterotopias: a look at the medical, legal and social discourses regarding drug use

 

Massó, Paloma1

1Médica Especialista en Medicina Preventiva y Salud Pública. Doctora en Medicina. Investigadora, Universidad de Granada, España. pmasso@ugr.es

 

Recibido: 5 de octubre de 2014
Versión final: 26 de marzo de 2015
Aprobado: 16 de abril de 2015

 


RESUMEN

Este artículo traza un mapa del control social de las drogas a partir de las políticas del espacio, de acuerdo al concepto foucaultiano de heterotopía. En primer lugar, se describe una breve genealogía de los usos de sustancias psicotrópicas en los diversos tiempos y culturas hasta la llegada del paradigma prohibicionista, atendiendo al modo en que el poder ha señalado, separado y encerrado determinados rituales y usos del placer en emplazamientos físicos y simbólicos. Este itinerario se centra en el contexto español para establecer un diálogo entre las distintas políticas del espacio que se han sucedido y superpuesto en la construcción y gestión de un problema que deviene objeto de la mirada, la mecánica y los discursos médicos, jurídicos y sociales. Así, se analizan las intersecciones de los emplazamientos liminares de consumo con el paradigma de la reducción de daños, así como las estrategias terapéuticas con prescripción farmacológica, desde los programas de metadona hasta los más recientes de heroína.

PALABRAS CLAVES Antropología; Reducción del Daño; Políticas; Metadona; Heroína; España.

ABSTRACT

This article traces a map of the social control of drugs through the politics of space, according to the Foucaultian concept of "heterotopia." Firstly, a brief genealogy of the use of psychotropic substances in different times and cultures is described, up to the introduction of the prohibitionist paradigm. Attention is paid to the way in which power has marked, separated and enclosed certain rituals and uses of pleasure in physical and symbolic sites. The itinerary is focused on the Spanish context to establish a dialogue between the various policies of space that have come into being and have overlapped in the construction and management of a problem which has been rendered an object to the gazes, mechanics and discourses of the medical, legal, and social fields. In this way, the intersections between the liminal spaces of drug use and the harm reduction paradigm are analyzed, including therapeutic strategies with prescribed drugs, from methadone programs to the new heroin programs.

KEY WORDS Anthropology; Harm Reduction; Policy; Methadone; Heroin; Spain.


 

EL CONSUMO RITUAL DE DROGAS: DE LO SAGRADO A LO PROFANO

".l'espace sert et [...] l'hégémonie s'exerce par le moyen de l'espace en constituant par une logique sous-jacente, par l'emploi du savoir et des techniques, un «système»." (1)

Como la muerte, el uso de drogas ha acompañado a la humanidad a lo largo de la historia (a). A través de los trabajos históricos y antropológicos, vemos cómo los diferentes lugares reservados al consumo de sustancias psicoactivas han sido tributarios del pensamiento de cada época y cultura. Los tipos de emplazamientos destinados a ello quedan, por tanto, definidos a partir de una particular problematización y gestión del uso de los placeres y los peligros del exceso. A lo largo de la historia, la experiencia sensible (analgésica, sedante, alucinógena, excitante) asociada al uso de algunas plantas, hongos o brebajes, y su representación acorde al pensamiento de cada cultura, les ha conferido un estatus de poder que oscila entre lo profano y lo sagrado, que ha servido para justificar distintos sistemas y grados de regulación. Incluso algunos autores han observado una relación entre estos y el tipo de estructura social (3).

Las investigaciones arqueológicas han aportado numerosas pruebas que apoyan la hipótesis del consumo de sustancias psicoactivas en la Prehistoria. En el continente europeo, diversos análisis químicos de restos arqueobotánicos, así como "útiles relacionados con la preparación, consumo o transporte de drogas y manifestaciones artísticas inspiradas en estado de trance" testimonian el uso de drogas desde el Neolítico (4). Incluso se han encontrado evidencias indirectas del consumo de drogas durante el Paleolítico superior (Magdaleniense, para ser exactos), como el yacimiento de la Península Ibérica de la Cueva del Juyo (Cantabria), datado en 11970 a.C. Si avanzamos hasta la Antigüedad, en el Pen Tsao Ching (circa 2737 a.C.), la primera farmacopea china, atribuida al emperador Shen-Nung, se hace referencia a los peligros del abuso del cannabis (5). Asimismo, en los poemas épicos de la Ilíada y la Odisea, Homero alude en numerosas ocasiones al consumo de sustancias psicoactivas, ya sea de forma lúdica, asociada a un ritual (por ejemplo, los misterios eleusinos), o como una práctica mágica (4 p.130-131). Por otro lado, gracias a las crónicas de los colonizadores del Nuevo Mundo -como el misionero fray Bernardino de Sahagún (1547-1577)-, sabemos que en las sociedades precolombinas muchas de las sustancias susceptibles de producir ebriedad son consideradas mágicas o sagradas. Habrá que esperar a principios del siglo XIX para que aparezcan las primeras investigaciones etnobotánicas "científicas" acerca de las sociedades tradicionales, principalmente americanas, para describir los usos lúdicos, mágico-religiosos o terapéuticos de ciertas sustancias (5). En suma, vemos cómo, por un lado, las drogas son valoradas positivamente, en tanto que sirven para conectar con lo trascendente y pueden constituir un remedio eficaz frente a la enfermedad y otros males y, por otro, estas sustancias suponen un peligro efectivo y simbólico asociado a un uso excesivo, por lo que su acceso y los modos de consumo deben regirse por un sistema de regulaciones acorde con la cosmovisión y economía política de cada sociedad (6,7).

En la modernidad, con los procesos coloniales y la mercantilización de productos como el opio o el tabaco, se produce una transición de lo local a lo global, se introducen nuevas sustancias en otras culturas y cambian las formas de control de su uso. Así, la ruptura de las regulaciones tradicionales, la política comercial anglofrancesa en la sociedad china del siglo XIX impuesta tras la Guerra del Opio, y la fiscalización instaurada por EE.UU. cuando Europa perdía sus últimas colonias -que luego cristalizará en un régimen fuertemente represivo-, precipitan una crisis universal en el mundo contemporáneo, si bien esta debutará de manera diferente y seguirá un curso particular dentro de cada sociedad. Los cultos positivos en los que se consumen sustancias psicoactivas son desacralizados por medio de una pérdida de sentido del ritual y de los valores que encierra. Paralelamente, con la violación del tabú y la profanación del uso sagrado de determinadas sustancias, quedan también anulados los ritos de evitación y ascesis (b). Con este proceso de secularización, los emplazamientos destinados al consumo ritual positivo se desplazan desde los lugares sagrados, es decir, las heterotopías de crisis donde se celebraban ritos de posesión y de paso en las sociedades primitivas, a espacios lúdicos y profanos cada vez más exiguos, como las salas de fumadores de opio en los países occidentales, Filipinas y China, durante su legalización a mediados del siglo XIX, o más tarde los coffee shops para la venta y el consumo de cannabis en Holanda.

Como consecuencia del nuevo orden económico poscolonial y la emergencia de EE.UU. como potencia hegemónica (13 p.537), especialmente tras la Segunda Guerra Mundial y a partir de la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el prohibicionismo de las drogas atraviesa las fronteras y ordena a nivel internacional la gestión política de estas sustancias, que cobran el doble estatuto jurídico y simbólico de tabú. A partir de la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes, de Nueva York, el poder jurídico clasifica aquellas sustancias que pueden amenazar "la salud física y moral de la humanidad" en cuatro "listas" de acuerdo a su peligrosidad. A excepción del uso experimental a cargo de las instituciones legítimas, todas las conductas relacionadas con la droga, desde su cultivo, preparación, oferta, distribución, importación y, por supuesto, su consumo, quedan relegados a emplazamientos clandestinos, segregados del espacio público dominante. En el caso de la legislación española, la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana incluye entre las "infracciones graves" el "consumo en lugares, vías, establecimientos o transportes públicos", así como "la tolerancia del consumo ilegal o el tráfico de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas en locales o establecimientos públicos o la falta de diligencia en orden a impedirlos por parte de los propietarios, administradores o encargados de los mismos" (14 p.6212) (c). Por tanto, lejos de tratarse de heterotopías, los lugares de consumo de drogas se convierten necesariamente en contraemplazamientos. Pero, siguiendo el principio de reflexividad propuesto por Foucault, los distintos modos e intensidades de ejercer el poder sobre las conductas y los cuerpos, de representar, administrar, prescribir o restringir cada sustancia, también se reflejará en la aparición de lugares de resistencia.

 

EL ESPACIO NEGATIVO: DE LA REBELDÍA A LA EXCLUSIÓN

De la inadaptación de los sistemas de control tradicionales para gestionar el uso de sustancias psicoactivas en la sociedad occidental, el consumo de drogas surge como un problema social (17). Desobedeciendo el orden social cerrado y prohibicionista que se fraguará a lo largo del siglo XX, surgen movimientos sociales asociados a valores y formas de vida que unas veces miran con indolencia la hipocresía de la sociedad burguesa, otras veces dirigen una enconada crítica a los abusos de Occidente a los nuevos Estados independizados, y en ocasiones (solo) pretenden dar un sentido más trascendente a la existencia humana. A pesar de sus diferencias, desde los poetas románticos ingleses hasta la generación beatnik o las posteriores comunidades milenaristas, estos fenómenos comparten una misma función en tanto ritos negativos de acuerdo al "principium divisionis" (18 p.98-110), puesto que el acto de consumir droga no dejará de ser una conducta desviada de la norma.

Los llamados movimientos contraculturales incorporan el uso ritual de drogas (especialmente LSD y Cannabis) como una práctica de identidad colectiva, hasta llegar a convertirse en uno de los símbolos del hippismo. Pero además, siguiendo con el análisis topológico, el uso ritual de drogas en tanto fenómeno de masas se desplaza a vastos emplazamientos carnavalescos al aire libre, como el mítico festival de Woodstock celebrado en 1969, donde se amplifica la visibilidad política del movimiento. Por otra parte, como señala Escohotado, si bien la primera mitad de los años sesenta se caracteriza por un "discurso crítico contra la prohibición, tanto a nivel político y jurídico como sociológico y psiquiátrico" (5 p.754), como se demuestra en la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes, de Nueva York, hay que tener presente que "este instrumento es el modelo de la orientación represivo-terapeutista que comienza a abrirse paso" (5 p.755). A pesar de tratarse de un instrumento que pretendía conciliar los distintos poderes en juego, la Convención sienta las bases que desestabilizarán la "paz farmacrática" que se mantenía desde finales de la Primera Guerra Mundial (5 p.791). Como reacción frente a la supuesta amenaza del orden social que supone el uso autogestionado de sustancias psicoactivas, el presidente Nixon recrudece la "guerra a la droga" y se firma en Viena el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971, que incluye las anfetaminas, los barbitúricos y los alucinógenos en sus famosas listas. Esta estrategia represora de asimilar la droga a la insurgencia política proveniente de la izquierda, objetivados como elementos de peligro, es secundada por algunos países europeos para sofocar el movimiento juvenil revolucionario de Mayo del 68, endureciendo su legislación sobre drogas (19 p.47). A partir de los años setenta, coincidiendo con la crisis política y económica de EE.UU. tras perder la Guerra de Vietnam, los contextos del uso de drogas se desplazan progresivamente de los espacios del Flower Power a espacios privados. Las sustancias psiquedélicas se sustituyen por narcóticos -más concretamente por la heroína- y empieza a extenderse la figura del yonqui en ese país.

A nivel nacional, la Ley 17/1967, de 8 de abril, tiene por finalidad específica la actuación de la legislación española sobre estupefacientes, adaptándola a lo establecido en la Convención de 1961.

Centrándonos en el caso español, la obligada vinculación de los distintos Estados al orden jurídico establecido por los organismos supranacionales para la lucha contra el tráfico de drogas se traduce en la adhesión del Estado español a la Convención citada y los siguientes acuerdos, articulándose en el año 1967 a nivel nacional una ley sobre estupefacciones que trae consigo un refuerzo del aparato policial y administrativo. En consecuencia, se produce una activación de diversos mecanismos que, como recuerda Romaní, pone en evidencia "las estrechas relaciones de aprendizaje y colaboración que desde el primer momento se establecieron con instituciones análogas de Estados Unidos" (20 p.92). Ese mismo año, la heroína hace su entrada en la escena española.

 

El surgimiento de la figura yonqui

En el contexto sociocultural del tardofranquismo, los primeros consumidores de heroína "procedían de las filas contraculturales y pertenecían a capas altas de la sociedad [.] Ante el impasse de la pretendida revolución psiquedélica veían en la heroína una especie de recurso a la imaginación y un vehículo para escapar a la insuficiencia, la parca felicidad de la vida" (21 p.307). Sin embargo, estos modelos contestatarios de consumo darán paso a otras formas que descienden de estrato social. Según Romaní (22,23) y Del Olmo (24), en los años setenta, el modelo represivo estadounidense terminará importándose a España y algunos países latinoamericanos, donde hasta entonces no se conocía el denominado "problema de la droga".

En la España de principios de los años ochenta, el uso endovenoso de heroína, como el de otras sustancias ilegales, deja atrás su valor contestatario y deviene un "hábito consumista" (21 p.287-288). Este momento histórico coincide no solo con la Transición democrática, sino también con el rechazo y desgaste social que trae consigo la aplicación en el año 1982 de las políticas de ajuste de la crisis económica de los años setenta (25 p.2). En este contexto social y político, el ritual negativo del "pico" se desplaza de los escenarios de rebeldía ilustrada a los espacios urbanos periféricos y pasa a inscribirse como una práctica asocial. Si desde finales de los años setenta, el uso de heroína se extiende a grupos de jóvenes de clases sociales medias y bajas (26,21), durante la primera mitad de la década siguiente pasan a incorporarse "individuos provenientes de sectores marginales de la sociedad, entre otras cosas, por su atracción como mercado fuera de la ley ya constituido -una de las escasas alternativas sociales de las que disponen para situarse socialmente, y en el que ellos ni aunque sea como peones, pueden moverse con facilidad" (20).

Por tanto, la "expansión masiva de la toxicomanía callejera" es protagonizada por un nuevo perfil del "heroinómano", o "politoxicómano" (26 p.xxiii), al tiempo que el uso de heroína se codifica como un rasgo de identidad subcultural en estos grupos marginales (20). Los escenarios de la droga quedan regulados exclusivamente por las leyes del lumpen, que se fraguan al abrigo del marco legal represivo. El aparato blindado que monopoliza el acceso a la droga y la economía depredadora del mercado negro marca el estilo de vida de los usuarios. Los que persisten en el consumo de drogas se ven obligados a desarrollar estrategias de adaptación, con tal de poder costear su dosis diaria, que ponen en riesgo el vínculo social. Sin llegar a tener una conciencia plena, se desencadena un proceso en cascada que irá debilitando sus lazos sociales conforme avance la precarización de sus vidas que, en la mayoría de los casos, se ve precipitada cuando entran conflicto con el aparato policial y jurídico.

En consecuencia, la figura social de estos nuevos "outsiders" queda reificada en negativo por la delincuencia, en un plano tanto simbólico como efectivo. Durante el primer lustro de los años ochenta, se despierta una fuerte alarma social en torno a la droga que trae aparejada una crisis de "inseguridad ciudadana", aparentemente motivada por una frecuencia inusitada de atracos a bancos y asaltos a farmacias, la cual será potenciada por algunos sectores políticos adversos al recién asumido gobierno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) (8 p.105). A su vez, los medios de comunicación de masas, con los que se intenta dirigir y modular la opinión pública al servicio de un conjunto de intereses políticos y económicos, contribuyen a amplificar la alarma social. Como consecuencia de este proceso de construcción simbólica y gestión política del problema de la droga, tanto en su dimensión fáctica -con una creciente criminalización y aún tímida medicalización- como también mediática (23 p.26), se forja la representación social del "yonqui" o "drogadicto" (14,20,21,27-32), una suerte de binomio "usuario de heroína inyectada-delincuente" que exhibe conductas antes inusitadas en la sociedad española, y que encarna una nueva peligrosidad. Así pues, los usuarios que mantengan el consumo se verán condenados a seguir una "carrera toxicómana" marcada por el estatus legal y simbólico de las drogas y la exclusión social (26,33,34).

A su vez, la problematización jurídica en torno al uso de drogas se sigue recrudeciendo a principios de los años noventa, por ejemplo, con la promulgación de la Ley sobre Protección de la Seguridad Ciudadana, más conocida como "Ley Corcuera", y la reforma del Código Penal en 1996, que no implican un cambio hacia la despenalización (20). A nivel internacional, las medidas represoras, que se ven reforzadas durante la Guerra Fría, se institucionalizan con la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas realizada en Viena, en 1988, según Díez Ripollés "para cubrir ámbitos hasta ese momento presuntamente impunes" (35 p.194). En este contexto jurídico, la macabra ecuación de criminalización-uso de drogas solo contribuye a intensificar el grado de violencia material y simbólica que rodea este universo, perfilando un horizonte cada vez más sórdido.

Aplicando el teorema de Thomas ("si los individuos definen una situación como real, esa situación es real en sus consecuencias"), la estrategia política con la que se pretende evitar el peligro y proteger la salud mundial no solo construye el "problema de la droga", sino que este deviene un problema con eficacia real que, a su vez, genera una reacción contra el consumo aún mayor, dentro de un círculo vicioso. De forma paradójica, se produce un ciclo perverso que, más allá de justificar la existencia de aquellos primeros movimientos contraculturales supuestamente desestabilizadores, con la intensificación de las medidas represivas en pro de la seguridad ciudadana, propicia la organización en paralelo de todo un sistema jerarquizado que queda al margen de lo normativo, pero se articula y entra en connivencia con el poder hegemónico. Así pues, como ocurría en los cultos de las sociedades tradicionales, también las complejas formaciones negativas de la modernidad serán más que necesarias para el mantenimiento de un statu quo.

 

La biopolítica de la anormalidad yonqui

Del espacio penitenciario al espacio clínico: el mano a mano de la toga negra y la bata blanca

Si bien la primera etapa farmacopolítica está dominada por un proceso de judicialización del problema, que subjetiva a los usuarios como delincuentes y los condena al espacio penitenciario, la iatrogenia que produce el prohibicionismo -con el desbordamiento de la delincuencia, la alarma social, la morbilidad y la mortalidad asociadas al consumo clandestino que, como veremos en breve, se disparan con la epidemia de sida- conduce a una reconfiguración de los sistemas de control del uso de drogas. Así, la "violencia jurídica" (36) que se ejerce sobre los yonquis se atenúa en pro de una medicalización del "problema de la droga", a través de un traspaso de competencias para gestionar con mayor eficacia la dramática realidad social. A lo largo de este proceso, el poder disciplinario migrará del espacio penitenciario al espacio clínico, de manera que surgirá una nueva cartografía anatomopolítica configurada por una constelación de dispositivos asistenciales donde las conductas de los yonquis quedarán bajo la mirada clínica. A partir de este nuevo régimen disciplinario, cuyo precedente suele considerarse el modelo del British System de los años veinte (37-41), el usuario cambia su estatus social de "delincuente" por el de "enfermo" y "asistible".

El denominado "terapeutismo" (12), que en nuestro país se consolidará durante los años noventa, no deja de suponer un sistema de control que, aunque tensiona los límites del paradigma prohibicionista, no siempre se acompaña de la despenalización del uso de drogas. Como señalan los juristas José Luis de la Cuesta e Isidoro Blanco, para combatir las cada vez más potentes e influyentes organizaciones de narcotráfico, los gobiernos se ven obligados a reformar periódicamente su legislación. Así, los cambios en el derecho penal y procesal "combinan una agudización represiva con la ampliación de los sistemas de atención a los drogodependientes delincuentes, y se promete una mayor incidencia en prisión de los programas de deshabituación y tratamiento" (42 p.34). Por otro lado, en ocasiones el discurso jurídico será más crítico que el discurso médico (24,43-45).

Pero lo que me interesa destacar aquí no es tanto la lógica en cortocircuito que trata de conciliar una "mayor eficacia" de la criminalización del usuario con ofrecer una asistencia paliativa al problema social que esta genera. Tampoco cómo los convenios internacionales, en pro de la guerra contra el "gran tráfico", obligan a endurecer las regulaciones "del llamado 'Derecho penal simbólico' que en el mejor de los casos caminan sobre el filo de la navaja del Estado de Derecho, cuando no se presentan como una auténtica violación de principios básicos generalmente reconocidos como límite de la intervención penal" (42 p.34). Sino que es en el engranaje biopolítico por el que se articula esta paradoja entre la creciente represión y la progresiva sanitarización -en el nivel prescriptivo y el nivel pragmático del castigo y la asistencia- por donde asoma indefectiblemente la simbiosis jurídico-médica en la gestión del uso de drogas (por ejemplo, la conmutación de penas por tratamientos de desintoxicación y rehabilitación). Así, el poder jurídico y el poder psiquiátrico liberan al usuario de drogas de la prisión, pero de forma conjunta lo "encierran" en el espacio clínico.

La medicalización de lo social y la socialización de lo médico

Como en otros países, la gestión médico-social de los problemas derivados del uso de drogas ilegales en España ha contado con el apoyo de movimientos asociativos y ONG (por ejemplo, la Coordinadora de Barrios de Madrid, la asociación de "Madres contra la droga", o el Grup Igia en Barcelona) que han emprendido acciones e investigaciones reivindicativas. Más aún, la militancia de los grupos sociales directamente afectados se anticipa a la puesta en marcha de medidas asistenciales por parte de las administraciones sanitarias, que llegan más tarde que las intervenciones institucionales dentro del ámbito privado, si bien algunas de estas serán de dudosa eficacia y sentido ético (46). Ante la situación de desamparo institucional, se organizan asociaciones vecinales y de familiares de usuarios de drogas procedentes de capas sociales bajas y medias, a los que se suman más tarde actores sociales de la clase alta, cuyo férreo activismo goza de cierta visibilidad mediática (46 p.268). Pero el ahínco con que luchan los padres y las madres de los "toxicómanos", y el posterior despliegue de movimientos asociativos hasta su confederación en 1985 a través de la Unión de Asociaciones y Entidades de Atención al Drogodependiente (UNAD), es una respuesta desesperada no sólo ante la ausencia de recursos asistenciales, sino a la estigmatización social y la pasividad ciudadana frente a una situación desbordante y sin precedentes (47 p.325, 46 p.219-220).

Se activa, pues, un mecanismo recíproco entre lo social y lo sanitario dentro de la política de drogas. Por un lado, los diversos agentes sociales pasan a participar en las administraciones del aparato gubernamental, de manera que se produce una socialización de lo que hasta entonces pertenecía al poder médico y al poder jurídico. Pero, a su vez, los mismos actores reclaman una medicalización de lo social. Esta voluntad de giro discursivo tiene que ver no solo con el plano pragmático de las intervenciones, sino también con el modo en que el poder jurídico simboliza a los usuarios de drogas y sus prácticas, amplificado por la reificación estigmatizadora de dicho colectivo desde los medios de comunicación. Es decir, lo que está en juego es algo más que la salud y la vida de una generación en riesgo: se trata de los enunciados de la droga y los procesos de subjetivación que sambenitan a varias cohortes de jóvenes, de la construcción de las identidades sociales marginales y la pérdida de la dignidad humana. Los grupos sociales afligidos, especialmente las familias, reivindican la descriminalización de los usuarios de drogas, en su mayoría jóvenes que empiezan a poblar las prisiones. En el discurso médico encuentran la garantía de una doble eficacia moral y pragmática en tanto que, por un lado, consigue desestigmatizar a los yonquis al categorizarlos como "toxicómanos" o "drogodependientes", en lugar de delincuentes -recordemos que, tres décadas antes, la psiquiatra estadounidense Nyswander (48) ya defendía una visión medicalizadora de este colectivo frente a su criminalización- y, por otro lado, legitima la urgente puesta en marcha de medidas asistenciales para atender las necesidades de los usuarios y su entorno social.

En este cruce de miradas, despunta una aurora de contradicciones y desiderata. Progresivamente, la constelación institucional que orbita en torno a la asistencia de las drogodependencias, empieza a abrir un hiato entre los polos positivo y negativo del espacio social hegemónico. En ese espacio intersticial del poder, será la lógica abstencionista la primera estrella polar que oriente a los diferentes agentes sociales en su tarea de controlar esta epidemia y arbitrar las estrategias asistenciales dirigidas a la población diana.

Ante la urgencia por catalizar el "problema de la droga", a mediados de los ochenta el Gobierno aprueba el Plan Nacional sobre Drogas (PNSD), que sienta las bases de la red asistencial. Aunque ya había algunos antecedentes -como el "Grupo de trabajo para el estudio de los problemas derivados del alcoholismo y del tráfico y consumo de estupefacientes" en 1975, y la "Comisión interministerial para el estudio de los problemas derivados del consumo de drogas" a principios de los años ochenta (20 p.91)-, el PNSD se trata de la primera tecnología gubernamental en establecer una estrategia de alianza y cooperación entre las administraciones públicas y la participación ciudadana, especialmente con los diversos agentes sociales movilizados, hasta configurar un modelo híbrido entre la oferta de recursos por parte de las administraciones públicas y el Tercer Sector, que ya prestaba servicios asistenciales. Un modelo que se ha mantenido hasta la actualidad y que sirve de plataforma logística a la doble moral con que el Estado español (como la mayoría de los gobiernos de los países occidentales) ha gestionado la biopolítica de la droga.

Así, en esa década, la gestión biopolítica de la "adicción/drogodependencia" queda configurada por un nutrido repertorio terapéutico que oscila entre lo sanitario y lo psicosocial, con una incipiente institucionalización y un enfoque epidemiológico de este fenómeno social. Se implantan los llamados programas libres de drogas y, progresivamente, surgen dispositivos tales como las unidades de desintoxicación hospitalarias, las comunidades terapéuticas, las "granjas", los centros ambulatorios, los centros de día, etc. El modelo terapéutico que deberá guiar estas intervenciones está, por tanto, orientado a la prevención, la abstinencia y la reinserción social, siendo aún la admisión a los tratamientos sustitutivos muy restrictiva. Si bien las primeras intervenciones aparecen en el sector privado, las administraciones públicas pasarán a gestionar y diversificar las alternativas asistenciales para ofrecer servicios más inclusivos y de mayor calidad.

 

Las estrategias de gubernamentalidad en la escena de la droga: de la epidemia al sujeto

A finales de los años ochenta, a la peste moral de la drogadicción, que amenazaba el orden social y producía "inseguridad ciudadana", se añadirá un componente epidémico de tipo biológico a través de la expansión del sida. La situación de marginalidad, así como el aumento del precio de la heroína y su adulteración, obliga a muchos yonquis a escatimar en su "economía de lo endovenoso" compartiendo y reutilizando jeringuillas (49-51), siendo esta otra de las nefastas paradojas que ha traído consigo el sistema prohibicionista. Al tiempo que la infección por VIH se ceba con este colectivo, el acto de la inyección pasa a ser doblemente "subversivo", ya que entraña un riesgo de contaminación y contagio potencialmente letal no solo para el usuario, sino para el resto de la población. La jeringuilla usada representa la guadaña de esta nueva peste en el imaginario colectivo, un peligro que acecha en la arena de la playa, en las butacas de los cines, en los lavabos públicos y en los asaltos callejeros, de tal manera que los yonquis pasan a ser representados como seres vampirescos. La nueva alarma social llevará a cuestionar la eficacia de las medidas basadas en la abstinencia y a revitalizar la moral utilitarista: ya no se trata tanto de curar a los "toxicómanos", sino de eliminar el riesgo infeccioso para neutralizar la epidemia y, de paso, normalizar a este colectivo. La nueva biopolítica se dirigirá al componente biológico de la epidemia, tomándolo como su epítome en consonancia con las representaciones sociales acerca del peligro de contaminación que simboliza el uso endovenoso de heroína, en lugar de apuntar a las cuestiones sociales y políticas que constituyen las causas últimas del fenómeno.

Coincidiendo con la caída del Muro de Berlín, la mayoría de los Estados europeos -si bien algunos, como los Países Bajos, ya habían cambiado sus políticas represivas sobre drogas con anterioridad a la epidemia de sida (52)- se replantean con urgencia su estrategia para proteger la salud pública y el orden social, recuperando los principios higienistas. Entre las prioridades está frenar la epidemia para salvaguardar al resto de la población, poniendo especial énfasis en señalar las vías de contagio. Desde el discurso científico surge una transición ideológica por la cual las políticas de abstención obligatoria son reemplazadas por la lógica utilitarista y neoliberal de la nueva salud pública, que ya anunciaba la Organización Mundial de la Salud (OMS) en la Carta de Ottawa de 1986. Esta nueva perspectiva "comprende no sólo la biología humana, sino que reconoce la importancia de los aspectos sociales de los problemas de salud que están causados por el estilo de vida" (53 p.22). Bajo esta óptica, las llamadas "políticas de reducción de daños", lejos de censurar una conducta desviada, buscan minimizar los perjuicios asociados a ésta, desde una lógica pragmática y en correspondencia con el modelo del riesgo de la sociedad moderna (54-60, 61 p.311).

Así, a partir de los años noventa, las agencias de salud pública de los países industrializados aplican una estrategia sanitarista, concentrando sus esfuerzos en lanzar campañas y programas de prevención de sida dirigidos a los "grupos de riesgo" -prostitutas, homosexuales y "adictos a drogas por vía parenteral"- de acuerdo a una relación directa entre las conductas y prácticas que los definen como tales y las principales vías de contagio: la transmisión sexual y la hemática. En consecuencia, las intervenciones se focalizarán en fomentar el uso del preservativo, promover la sustitución de la vía intravenosa por la oral (con la administración supervisada de metadona en jarabe) e higienizar las prácticas de inyección. El cambio de estrella polar, acogido e impulsado por los movimientos asociativos, hace posible la puesta en marcha en numerosos países (por ejemplo, Holanda, Suiza, Alemania, Canadá y Australia) de nuevos planes y recursos asistenciales, si bien en el caso español esta transición no llega hasta el PNSD de 2000-2008.

Por otro lado, para que la nueva estrategia biopolítica se ejerza con eficacia sobre las conductas y los cuerpos lleguen a gobernarse a sí mismos, será necesario que se desplace al entorno de marginalidad de los usuarios, para observar cómo adquieren su sentido práctico y lidian con las condiciones de posibilidad en sus vidas cotidianas. Se trata, pues, de una poliédrica estrategia de tolerancia que instrumentaliza las "tecnologías del yo" (62 p.45-49) desde el nivel micropolítico del uso de drogas, es decir, a partir del sujeto situado en su contexto social. Esta nueva racionalidad en la farmacopolítica no deja de ser una expresión más de la "gubernamentalidad" (63), de tal manera que el yonqui pasa a ser un agente, es decir, pasa a jugar un rol activo en el "gobierno de sí mismo", a la vez que se reconstruye su subjetividad. Se produce un cambio hacia la humanización de este colectivo que busca la reciprocidad en las acciones del campo de la salud pública que le son dirigidas, y que vemos reflejada en el discurso de la comunidad científica que colabora con las administraciones públicas (d). En consecuencia, incorporando los saberes y la participación del colectivo de usuarios, ya no solo se atiende la dimensión sanitaria del problema, sino que se busca la normalización e inserción social, restaurando su estatus de ciudadanos.

En este nuevo contexto de los usos y controles de las drogas, tiene lugar un juego de desplazamientos a partir del cual tanto las prácticas de consumo (cuya localización está sujeta a las dinámicas internas de las propias subculturas, pero también a las estrategias biopolíticas) como las tecnologías de poder pasan a ubicarse en emplazamientos periféricos. Así, en los distritos de la droga de ciudades como Rotterdam (52), Madrid (Las Barranquillas), Barcelona o Bilbao, se ponen en marcha centros de encuentro y acogida diurna y nocturna, puntos de intercambio de jeringas, oficinas de farmacia y actividades de acercamiento-trabajo de calle (outreach) o salas de venopunción higiénica, conocidas como "narcosalas". El conjunto de usuarios queda segregado en estos "lugares de tolerancia", como el burdel o el manicomio, donde se toman "precauciones para mantenerlo todo, sin temor de 'desbordamiento', en el espacio más seguro y discreto" (65 p.5). Como expresaba Eddy Engelsman, jefe del departamento de prevención del consumo de alcohol, de drogas y de tabaco de Holanda:

La normalisation ne signifie pas que la notion d'usage illicite de la drogue a disparu., mais qu'elle a été replacée dans un autre contexte, pour permettre à la société de faire face à ce problème avex réalisme. (66 p.342) (e)

Indudablemente, este juego de desplazamientos que, como veremos en breve, trasciende al aparato institucional, se acompaña de una reconfiguración de la mecánica médico-judicial. Pero, a su vez, la progresiva racionalización y el proceso de medicalización que plantea la gubernamentalidad de los usos de drogas, aunque con más retraso, acaba permeando el nivel macropolítico. Conforme se acumulan datos de vigilancia sobre las tendencias de consumo de sustancias ilegales, los ingresos en prisión por delitos relacionados con las drogas, sin olvidar la crisis social y política de la expansión de la epidemia de sida, los Estados ya empiezan a racionalizar el problema aplicando medidas desde una perspectiva epidemiológica, produciéndose progresivamente un viraje discursivo cada vez más desideologizado en los foros internacionales. La violencia estructural que ha traído consigo el narcotráfico, así como la corrupción política asociada a este tipo de organizaciones criminales, especialmente en los países productores (como Colombia, Brasil, Costa Rica, Guatemala, Nicaragua o México) ha llevado a sus respectivos gobiernos a presionar a EE.UU. -el principal país consumidor a nivel mundial- para abrir un debate sobre un sistema de control que se ha demostrado ineficaz. Los discursos actuales de las políticas de las drogas (por ejemplo, la reforma que plantea la administración de Obama desde 2010), parecen apuntar a un nuevo modelo de regulación internacional más orientado a la prevención y el tratamiento de la drogodependencia que a la persecución del tráfico y el uso de sustancias (67,68).

 

Las farmacotopías

A mediados de los años sesenta se inaugura precisamente en EE.UU., la cuna del prohibicionismo, un nuevo régimen farmacopolítico que desafía el paradigma abstencionista: los programas de mantenimiento con sustitutivos opiáceos, siendo la metadona la sustancia por antonomasia. A partir de esta tecnología, se produce un despliegue de una red de dispositivos a partir de la cual se redistribuyen los espacios de tolerancia del uso de sustancias ilegales, de manera que gran parte del consumo que albergan las distopías de la droga se deriva al espacio clínico. De esta manera, la farmacologización de la adicción queda imbricada en la mecánica de poder jurídica y sanitaria, por un lado, para desplazar el uso de heroína en la calle combatiendo así el mercado negro y, por otro, como estrategia de medicalización, a la vez que de normalización, del colectivo de usuarios, de acuerdo a la lógica de la reducción de daños.

Mientras que bajo el mandato de Ronald Reagan en los años ochenta se frena la expansión de los programas de metadona instaurados en EE.UU. desde los años sesenta (69 p.145), en España y en otros países del entorno europeo esta nueva racionalidad terapéutica (en algunos casos, como en Francia, la sustancia prescrita será la buprenorfina), se incorpora a la biopolítica de la epidemia de heroína y, más tarde, de sida, aunque con un marcado desfase en su puesta en marcha. Las primeras evaluaciones realizadas por las agencias de salud pública situarán este tipo de medida asistencial como la estrategia más eficaz ensayada para frenar la epidemia de sida, así como la hepatitis B y C (70-73). A su vez, habrá un amplio consenso acerca de sus beneficios sociales (74), tales como la disminución de la delincuencia y la normalización de los usuarios (75).

Hasta el año 1983, en el Estado Español no hay una regulación estatal de la prescripción de metadona (f). Será necesario un mayor esfuerzo de coordinación entre las administraciones públicas que regulan las competencias para la prescripción y la dispensación, así como la instauración de una mecánica institucional que gestione este recurso terapéutico en emplazamientos específicos, sean públicos o privados sin ánimo de lucro. Por tanto, la progresiva transferencia de peso del poder jurídico al poder médico se traduce en una política del espacio a partir de la cual se crea un tejido asistencial donde el consumo de metadona queda legalmente restringido a la prescripción facultativa. Sin embargo, la lógica abstencionista que se empieza aplicando a los programas de metadona no solo resulta ineficaz para gran parte de los usuarios, sino que contribuye a recrudecer la epidemia de sida que se extendía entre la juventud española (g). Así, habrá que esperar hasta principios de los años noventa para que se sienten las bases de los programas de mantenimiento con metadona actuales (con la aprobación del Real Decreto 75/1990), y a mediados de esta misma década para que se flexibilice el acceso a ese tratamiento (con el Real Decreto 5/1996). En consecuencia, su consolidación no se alcanzará hasta el año 1992 (77), "cuando lo peor ya había pasado, y tras una intensa batalla frente a sus múltiples detractores de la sociedad civil y de los servicios de prevención y atención a las drogodependencias (algunos convertidos luego felizmente en gestores de los mismos)" (73 p.507). Cabe señalar que, en ese mismo año y en los sucesivos, España encabeza la lista de países europeos respecto a la tasa acumulada de casos de sida relacionados con el consumo de drogas, por delante de Italia, Suiza y Francia (78 p.20), con un recrudecimiento de la mortalidad a mediados de esa década (h).

Finalmente, se distribuye en el espacio geográfico una extensa red de dispositivos de dispensación de metadona en régimen ambulatorio, por lo general, dentro de los Centros de Salud de Atención Primaria -aunque su organización está sujeta a una gran variabilidad interterritorial dentro del Estado español, de manera que en algunas autonomías también intervienen ONG-, en los centros penitenciarios, así como unidades móviles que se desplazan hasta los emporios de la droga en las grandes urbes. Incluso desde 1998 se instaura un plan para la adhesión de las farmacias a los programas de metadona que se aplica en Andalucía, Canarias y Asturias, con la finalidad de facilitar la accesibilidad a este tratamiento y la normalización del colectivo de usuarios. No obstante, la falta de un seguimiento individualizado con la transferencia de la dispensación de metadona de las ONG a las farmacias no ha dejado de suscitar críticas, especialmente con motivo de los ajustes presupuestarios.

 

El yonqui destronado y los programas de heroína

Desde mediados de los años noventa, el conjunto de tecnologías que dispone el aparato sanitario, junto a la emergencia de nuevos modos de consumo de drogas, consigue desactivar la dimensión de peligrosidad social del yonqui. Los programas de metadona no solo resultan una estrategia eficaz para frenar la expansión de la epidemia de sida, sino que suponen una alternativa farmacológica que, como ya he señalado, compite con la oferta del mercado negro, contribuyendo a disminuir la criminalidad asociada al consumo de drogas ilegales (80,81). En consecuencia, tiene lugar un silencioso destronamiento del yonqui en la agenda biopolítica y, por supuesto, en los medios de comunicación, a pesar de que ni el conjunto de estrategias de reducción de daños ni los programas de metadona logran absorber la totalidad del colectivo problemático de usuarios (i).

Pero del mismo modo que la cuestión del orden público jugaba un papel clave en el desplazamiento espacial de las prácticas de consumo a los "lugares de tolerancia", el proceso de instauración de los dispositivos de prescripción de heroína que seguirán a los de metadona tampoco escapa a tal lógica. De hecho, la persistencia de las distopías de la heroína y los problemas sociales ligados a sus usos es lo que lleva a algunos gobiernos europeos a buscar estrategias alternativas de control social. En el origen de estos programas se desvela, de nuevo, un juego de reflexividad entre el espacio abierto y el espacio institucional. A partir de este juego, se configura un sistema de relaciones de oposición cuya dimensión simbólica quedará representada a través de las disposiciones materiales del espacio.

Situémonos en los escenarios de la droga en Suiza a finales de los años ochenta, concretamente en dos de sus parques más céntricos en las ciudades de Berna y Zurich. Estos emplazamientos, que por entonces se conocían como los "needle parks", se convierten en auténticos "lugares de tolerancia" para el consumo de drogas ilegales. En el Letten de Zurich, el más famoso, llega a reunirse hasta un millar de personas inyectándose a plena luz del día, muchas de ellas atraídas desde otras regiones o incluso el extranjero. Pero estas "escenas abiertas", como curiosamente se las suele denominar, no dejan de ser espacios subversivos enquistados, lugares acotados de contaminación en los que el poder hegemónico puede ejercer un control, tanto policial como sanitario, sobre el colectivo de usuarios de drogas. Como refieren Anne François y Annie Mino, "la policía y los servicios sanitarios, a pesar de sus divergencias, coinciden en un punto: 'Mientras estén aquí no están en otro sitio'" (83 p.53). Sin embargo, las precauciones que se toman no son suficientes para evitar el "desbordamiento", literalmente, de estos emplazamientos. El hacinamiento, la frecuencia de sobredosis y la rápida expansión del sida asociado al consumo intravenoso, además de las protestas del vecindario y el rechazo internacional suscitado por las impactantes imágenes difundidas en los medios de comunicación, llevan a las autoridades suizas a clausurar estos "shootoirs" y a plantearse estrategias biopolíticas orientadas a la reducción de daños, incluyendo los programas de heroína (j).

No pasa desapercibido que el cierre del último "needle park", precisamente el Letten de Zurich, coincida con la inauguración en 1994 del primer programa de prescripción de heroína en la misma ciudad. Para entonces, el campo estaba abonado para sembrar el nuevo modelo de reducción de daños. Los diversos estudios epidemiológicos llevados a cabo sobre el uso médico de la heroína con usuarios refractarios a tratamientos con metadona en este país (85-87) sirven para legitimar la puesta en marcha de una extensa red nacional de centros de prescripción de heroína -incluso en el ámbito penitenciario- dentro del sistema sanitario suizo desde principios del nuevo milenio (88). Cabe decir que, en el caso español, en esa misma época se llevan a cabo un par de experimentos en Andalucía y Cataluña, si bien este tipo de intervención solo consigue implantarse en la ciudad de Granada, a través del denominado Programa Experimental de Prescripción de Estupefacientes de Andalucía (PEPSA) (89,90).

Por tanto, sin ánimo de sentar un principio general, se podría interpretar que los dispositivos de heroína surgen a través del juego de visibilizar para luego ocultar, encapsular y domesticar lo peligroso y contaminante (k). Desde un punto de vista más simbólico que material, estas nuevas heterotopías de crisis/desviación plantean un sistema de relaciones aún más paradójico que los programas con sustitutivos convencionales, dando una vuelta de tuerca más a las estrategias de gubernamentalidad. En un sentido casi estricto, la utopía que pretende hacerse efectiva en estos nuevos emplazamientos se presenta como un reflejo del afuera, en tanto que lo que se dispensa es una de las sustancias de elección del usuario y, además, por vía inyectada. Es decir, ya no solo se busca reducir los riesgos y daños asociados al modo de vida de un colectivo marginal y socialmente estigmatizado, sin pretender romper con la "adicción", o reconocer la agencia y las necesidades del sujeto, sino que, de acuerdo a la moralización de los usos del placer que surge en la sociedad poscapitalista, su propio deseo se convierte en objeto de gobierno. Este esquema no deja de ser compatible con el modo en que se ha significado el uso moderno de drogas, tal como lo planteaba anteriormente. Es decir, al principio, como una manifestación de protesta entre los grupos contraculturales frente a la decadencia de los valores tradicionales, pero más tarde como una macabra parodia del sistema capitalista, que encuentra en el yonqui su modelo de consumidor perfecto. Por otro lado, de acuerdo al concepto de gubernamentalidad, hay que decir que la instauración de estos programas responde a la demanda de un heterogéneo conjunto de agentes sociales, entre los que también se encuentran los propios usuarios de drogas. De hecho, en el caso español, la Federación Andaluza ENLACE, una organización que reúne más de un centenar de asociaciones y federaciones del campo de las drogas, se adelanta a la defensa de esta modalidad terapéutica por parte de la comunidad de expertos. Sin embargo, como ocurre en otros países, esto no significa que resulte sencillo encontrar candidatos para el ensayo clínico precedente.

Dentro del recorrido topológico aquí propuesto, la prescripción de heroína deviene un sofisticado mecanismo de biopoder, acaso el epítome de las políticas de reducción de daños: en un espacio segregado, se aplica una estrategia farmacopolítica que gestiona el placer opiáceo. Asimismo, las prácticas corporales que suponían un riesgo individual y social son sanitarizadas. Una vez disuelta el "álgebra de la necesidad" mediante un consumo racionalizado y supervisado de la dosis justa de heroína en un entorno clínico, resulta más factible llevar a cabo un programa de normalización de los modos de existencia de este colectivo.

Desde una perspectiva micropolítica, en los dispositivos de heroína se da una conjunción entre el aparato médico y la lógica de la reducción de daños, de tal modo que el "modelo prescriptivo" queda hibridado con el "modelo participativo" de la reducción de daños (8 p.179). Por un lado, a través de estos programas se promueve la medicalización y asistencia de un colectivo que es clasificado como anormal, quedando sujeto a unos estrictos criterios de inclusión, a diferencia de las salas de venopunción higiénica. Por otro lado, el usuario no decide aquí el nivel de riesgo que está dispuesto a asumir, sino que el umbral queda bajo un control farmacéutico. Asimismo, en contraposición a los espacios de tolerancia abiertos, estas heterotopías se sitúan en un marco institucional disciplinario, articulando una relación intensa y continuada entre "profesionales" y "pacientes" de la que surgirán juegos de poder y formas de resistencia.

 

CONCLUSIÓN Y REFLEXIONES FINALES SOBRE EL CONTEXTO ACTUAL DE CRISIS

En correspondencia con los principios de las heterotopías descritos por Foucault, hemos visto cómo los cambios culturales, sociales y políticos de los usos de drogas a partir de los distintos sistemas de control se han acompañado de una progresiva migración de los lugares que han acogido estas prácticas, especialmente la inyección de heroína, quedando esta relegada a espacios marginales. Paralelamente, la mecánica que disponen los sistemas legal y moral hegemónicos en la modernidad queda particularmente inscrita en el cuerpo de los usuarios de heroína inyectada, de tal manera que los "yonquis" devienen la figura de desviación de la Transición Democrática Española. Para gestionar su estatus liminar se activa una biopolítica de la droga, en la que el colectivo de usuarios deviene objeto de la mirada tanto jurídica como médica, si bien ambos discursos de poder, entre la criminalización y el terapeutismo abstencionista, contribuyen paradójicamente a cristalizar dicha figura de desviación. No es hasta la irrupción de la epidemia de sida cuando se produce un progresivo cambio de racionalidad que incorpora el modelo de reducción de daños a las escenas de la droga y la farmacologización de la asistencia, desde los más extendidos programas sustitutivos de metadona hasta los programas de prescripción de heroína instaurados en varios países europeos desde los años noventa.

En suma, a lo largo de las últimas décadas se ha creado en España una red heterotopológica con un enfoque bio-psico-social cada vez más patente, flexibilizando los criterios de inclusión y diversificando los tratamientos para adaptarse y desplazarse a los distintos contextos y tipos de usuarios de drogas, con el objetivo de ofrecer un tratamiento plural e individualizado. Sin embargo, los recortes presupuestarios que se han aplicado de forma creciente a consecuencia de la crisis económica (l) han afectado gravemente al conjunto de los servicios sanitarios y sociales (92). El sector de las drogodependencias ha sido uno de los más afectados, y no precisamente por un marcado descenso de la tasa de consumo de sustancias ilícitas (m) o de la población en riesgo de exclusión social (97) sino, en gran medida, por el "destronamiento" del yonqui iniciado en los años noventa, que pasa a ser una mera figura residual y exenta de aquella peligrosidad social en el imaginario colectivo y en la agenda política. Las llamadas políticas de austeridad en las que han convergido los gobiernos europeos de tendencia neoliberal, y que se han aplicado con severidad en el contexto español desde el nivel autonómico hasta el nacional, han puesto en evidencia hasta qué punto en el sistema moral subyacente prevalece la representación social estigmatizadora del colectivo de usuarios de drogas, agravándose aún más la situación de desamparo político e institucional que sufre. En última instancia, los poderes públicos vuelven a culpabilizar a las víctimas y a relegarlas a un estado de liminaridad, como veíamos en nuestro recorrido heterotopológico (n).

La disminución de la dotación económica, que en algunas comunidades autónomas como Andalucía ha llegado casi a la mitad del gasto, se ha traducido en un parcial desmantelamiento de la asistencia que se llevaba a cabo a través del Tercer Sector (por ejemplo, Cruz Roja, Fundación Salud y Comunidad, Fundación Atenea, Proyecto Hombre, la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción, entre otros), eliminándose servicios ya consolidados tales como las comunidades terapéuticas y los dispositivos de venopunción en Madrid, Barcelona y otras ciudades donde existe mayor prevalencia del uso de drogas por vía intravenosa. Por otra parte, la reducción de recursos humanos en los equipos multiprofesionales de los centros de atención a drogodependientes ha traído consigo una masificación y un retraso en la asistencia a los usuarios. También se ha acompañado de un retorno al enfoque asistencial biologicista y farmacocéntrico, a pesar de la evidencia científica de la eficacia del modelo bio-psico-social, de tal manera que son los propios profesionales sanitarios los que tratan de suplir dichas deficiencias con su voluntarismo. Por su parte, el programa PEPSA no solo ha sufrido estas consecuencias, sino que, a pesar de la evidencia científica acerca de los tratamientos de heroína y la puesta en marcha del programa en la ciudad de Granada hace más de diez años con resultados alentadores, las administraciones públicas han limitado el acceso a más pacientes, han paralizado la actividad investigadora acerca de nuevas vías de administración de la sustancia, y no se plantea la extensión de este tipo de programa a otras ciudades de la geografía española en las que podrían beneficiarse más usuarios del uso compasivo de heroína (o).

En conclusión, si de algo pueden servir los errores cometidos en la gestión biopolítica del "problema de la droga" que he tratado de resumir en este itinerario heterotopológico es para aprender de ellos y no volver a repetirlos. Resulta prioritario, pues, defender los logros de la gubernamentalidad de las drogas frente a las actuales políticas neoliberales que, bajo pretextos economicistas que desoyen las voces de los expertos en salud pública y de los distintos actores sociales que juegan un rol clave en el campo de las drogodependencias, condenan al colectivo de usuarios de drogas a una situación de marginalidad. La acción estratégica en el campo de las drogodependencias debe seguir orientándose a reforzar los pilares básicos de promoción de la salud y prevención del consumo de drogas, así como de minimización del riesgo y reducción de daños frente a la actual crisis social, moral y política. Algunas medidas concretas encaminadas a esta tarea podrían ser: promover programas de educación para la salud en las escuelas; desarrollar campañas de consumo responsable dirigidas a los jóvenes; mejorar el acceso a los tratamientos sustitutivos disponibles para cada perfil de usuario de drogas, incluido el tratamiento con prescripción de heroína; incentivar la investigación que contribuya a diversificar las opciones terapéuticas existentes, como la heroína oral o la cocaína bajo prescripción médica; volver a dotar de equipos multidisciplinares los dispositivos asistenciales, mejorar la coordinación entre estos; aumentar la dotación de unidades móviles de venopunción en los escenarios urbanos de consumo; y, en última instancia, revocar las leyes aprobadas en los últimos años que vulneran los derechos de los ciudadanos.

 

NOTAS FINALES

a. En su conferencia "Des espaces autres" (2), Foucault sitúa las heterotopías como lugares que representan, contestan e invierten todos los demás emplazamientos reales y efectivos que se encuentran en el interior de la cultura, de tal suerte que las normas que en ellas dominan parecen estar en contradicción con las del espacio público hegemónico. Por un lado, el filósofo distingue las heterotopías de crisis dentro de las sociedades primitivas como lugares "privilegiados", "sagrados" o "prohibidos" que quedan reservados a los sujetos que viven en un estado de liminaridad (2 p.756-757). Por otro lado, las heterotopías de desviación que corresponderían a la sociedad moderna, a las instituciones secularizadas destinadas a los individuos que presentan conductas desviadas. Foucault se sirve del ejemplo de los cementerios para ilustrar cómo a lo largo de la historia de la cultura occidental el cambio de relaciones espaciales entre estos emplazamientos y el resto de espacios culturales ha reflejado la transición del pensamiento de la época, de lo religioso a lo secular, así como los cambios de organización y jerarquización social.

b. Para una síntesis de los acontecimientos históricos que precipitan en el concepto moderno de droga, distinguiendo entre narcóticos y medicamentos, ver los trabajos de Romaní (8) y Berridge (9). En cuanto al juego de intereses y las circunstancias históricas que rodean el proceso de ilegalización farmacológica, recomiendo los trabajos de Escohotado (5), Berridge (10), Courtwright (11) y Szasz (12), entre otros.

c. Para una crítica del tratamiento jurídico de "las drogas" según el Derecho Penal español y una propuesta hacia la normalización, ver el trabajo de Pantoja y Abeijón (15 p.19-42) y Arana (16).

d. Castel et al. (64 p.9) hacen una llamada a la ética para comprender al sujeto y afrontar su problema, ahuyentando la imagen mefistofélica del yonqui, que no repara en los medios con tal de procurarse su dosis.

e. Así por ejemplo, "la scène de l'heroïne des années 1970 à Rotterdam, plutôt mouvante, agressive et anonyme, a évolué pendant les années 1980 pour se transformer en un environnement assez stable, plutôt non violent et circonscrit à quelques adresses bien repérées [...] La plupart des transactions au détail [entre consommateurs et revendeurs] se font en lieu clos, à ces adresses." (52 p.73).

f. El único modo de dispensación es a través del "carnet extradosis", un recurso gestionado por los Colegios de Médicos (21). La prescripción de metadona se limita a la asistencia psiquiátrica privada y, a menudo, solo a la emisión de recetas. Su popularización entre los usuarios propicia el surgimiento de un preocupante mercado ilegal de metadona en algunas ciudades (76).

g. Los criterios para la acogida en los programas de metadona son aún muy selectivos y su finalidad sigue siendo la deshabituación, aunque la nueva normativa ya distingue entre tratamientos de corto plazo y largo plazo (cuando superan los veintiún días). Además, para asegurar la ingesta de la dosis prescrita y evitar el desvío al mercado ilegal, el usuario debe consumir la sustancia in situ.

h. Según los datos del Área de vigilancia de VIH y conductas de riesgo del Centro Nacional de Epidemiología, entre 1981 y 2010, "el pico de mortalidad se alcanzó en 1995 cuando la tasa de mortalidad global fue de 14,9 por 100.000 habitantes [...] A partir de este año, los fallecimientos disminuyeron de forma muy importante hasta 1998 (descenso del 68%) y desde 1999 el descenso ha sido más lento" (79).

i. El psiquiatra José Cabrera, antiguo director de la Agencia Antidroga de la Comunidad de Madrid e impulsor de la narcosala de Las Barranquillas, en una noticia de prensa lamentaba el cierre de esta en 2012: "Los drogadictos no interesan a nadie. Hace 10 años eran peligrosos porque robaban bolsos o atracaban farmacias, pero como ahora tienen metadona han desaparecido del mapa y nadie se acuerda de ellos [...] Y a los que menos interesa es a los políticos, ni PP ni PSOE. Es la triste realidad" (82).

j. "Frustrated by prior efforts to curb use, the most visible failure being the squalid deterioration of Zurich's Platzspitz Park and subsequently the Letten railway station - areas designated by the government for open air drug use - the Swiss Federal Office of Public Health instituted the Swiss Scientific Studies of Medically Prescribed Narcotics to Drug Addicts (hereafter the Swiss Heroin Trials)" (84 p.331).

k. En relación con la población diana del proyecto suizo: "Politically, pressure came mainly from cities, and they were interested in gaining relief from the problems associated with large numbers [...] 'hard-core' chronic addicts known to be associated with social nuisance and crime involvement into the [heroin assisted treatment] project" (91 p.32).

l. El presupuesto del Plan Nacional sobre Drogas se ha reducido más de un 40%, desde 25 millones de euros antes de 2012, el año en que sufrió el mayor recorte, a 14,6 millones de euros en 2015 (93-95).

m. Según los datos de la Encuesta Nacional de Salud (96), si bien se documenta un ligero descenso de forma global, muy cuestionado por los profesionales que prestan asistencia a los drogodependientes, la tasa del consumo esporádico de heroína ha aumentado desde 2011 hasta 2013.

n. Así, por ejemplo, Francisco Herrera, presidente de Proyecto Hombre en Andalucía, denunciaba que: "[las administraciones] 'Han bajado la guardia' [...] con 'recortes brutales', argumentado a veces con un discurso de un 'neoliberalismo salvaje' del que se extrae la idea de 'ellos se lo han buscado'" (98).

o. Véase algunas noticias de prensa publicadas por el diario El País, en las que Joan Carles March, investigador principal del proyecto PEPSA, así como los profesionales del centro, denuncian la situación de estancamiento del programa y de la investigación de otras vías de administración de la sustancia (99,100).

AGRADECIMIENTOS

A Oriol Romaní y Joan Carles March, co-directores de mi tesis doctoral, por sus valiosos comentarios y facilidades para llevar a cabo mi investigación.

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