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Salud colectiva

versión impresa ISSN 1669-2381versión On-line ISSN 1851-8265

Salud colect. vol.12 no.4 Lanús dic. 2016

http://dx.doi.org/10.18294/sc.2016.1266 

EDITORIAL

Alimentación humana: el estudio científico de lo obvio

Human eating: the scientific study of the obvious

Patricia Aguirre1 

1Doctora en Antropología. Docente e investigadora, Instituto de Salud Colectiva, Universidad Nacional de Lanús, Argentina. patriciaguirre2@gmail.com

El objetivo de este número monográfico es presentar una serie de trabajos seleccionados entre aquellos que fueron enviados como respuesta a una convocatoria realizada a principios de 2015, que abordan la alimentación en su complejidad, no como producto del metabolismo, o la economía, o los valores que le dan sentido, sino como producto y, a la vez, productora de relaciones sociales. Especialmente, se presentan aquellos trabajos que tratan la alimentación en su múltiple vinculación con la salud y las políticas públicas.

A través de la alimentación podemos estudiar de manera privilegiada la sociedad de los comensales, entendiendo que el evento alimentario siempre es situado (en un tiempo, en un espacio, en una sociedad determinada). Es por eso que a través de ella pueden ser analizados gran parte de los problemas económico-políticos e ideológico-culturales con mayor transparencia y menores sesgos que cuando se estudian en forma directa. Incluso, podemos leer con criterio alimentario-nutricional los estudios específicos (ecológicos, económicos, políticos, etc.), generando otras preguntas y descubriendo otros condicionamientos que pasan por alto los especialistas. Un enfoque relacional, en y desde la complejidad, nos permite ampliar nuestra comprensión y, al hacerlo, entendemos que no analizamos la alimentación sino -implícita o explícitamente- a la sociedad de la que es producto y a los comensales que la padecerán.

Cuando se leen las relaciones sociales a través de la alimentación, descubrimos las paradojas que esta encierra. Porque se la ve tan explícita y repetida, que todos tenemos opinión, todos nos creemos expertos porque comemos todos los días, es tan obvia y evidente que no necesita explicación. Solo pasa a ser “la” problemática cuando falta pero, ante la suficiencia, se la olvida, se la secundariza y se la margina, hasta llegar a ser tan irrelevante que no se la ve si no se la problematiza especialmente, tal como ocurre con la mayoría de los aspectos de la cotidianeidad. Y esa es la situación actual, en un mundo que logró la suficiencia y, aparentemente, la comida dejó de ser un problema social para pasar a ser un placer individual. Es aquí y ahora, problematizando lo obvio, lo que está frente a nuestras narices pero extiende sus raíces más allá del continente y del tiempo que, a través del estudio de la alimentación, podemos comprender algo de la realidad compleja que nos toca enfrentar.

La alimentación es, al mismo tiempo, individual y social, por el carácter dual del gusto como construcción social que condiciona al sujeto para elegir lo que de todas maneras estaría obligado a comer. Desde hace milenios, cada vez que se reflexionó sobre la alimentación quedó en claro que la nutrición es un factor de importancia crucial, tanto en los sujetos para mantener la salud, como en los grupos para mantener el orden. Por eso es un campo particularmente importante para la epidemiología, ya que condensa bajo un mismo enunciado problemáticas diversas: es al mismo tiempo, un elemento privilegiado en el proceso de salud-enfermedad y un fenómeno económico, político, social y cultural.

Revisando la historia social de la alimentación humana vemos que articula el medio ambiente y la tecnología extractiva con las instituciones sociales y los sistemas políticos. En la historia vemos cómo se condicionan la nutrición, la salud y la política, de manera que no escapó al saber de los líderes políticos del pasado que al controlar la alimentación, a la vez se controlaban la salud de los cuerpos y de las instituciones (por eso los tratados conocidos de lo que hoy llamaríamos “seguridad alimentaria” -en Occidente- datan de 3.700 años). Esto era especialmente importante porque durante milenios -ya sea por factores naturales o sociales- la mayoría de las sociedades vivieron en contextos de restricción calórica, entonces la salud y la organización social dependían de cuánta comida se pudiera conseguir. Y los líderes políticos del pasado tenían bien en claro que su poder (y la mayor parte de las veces, también su cabeza) dependía de la manera más o menos ingeniosa en que lograran redistribuir los recursos alimentarios. Si a nivel micro se buscaba comer para vivir (y, en lo posible, estar saludable), a nivel macro, los festines, los graneros reales, las construcciones gigantescas, las guerras imperiales, las expediciones religiosas, etc., funcionaban -más allá de sus fines declarados- como formas de redistribuir recursos y controlar la alimentación de la población, en una búsqueda -esta sí bastante desembozada- de mantener y acrecentar el poder político. La tríada alimentación, salud, poder era explícita, incuestionablemente obvia.

Pero en el último siglo, las cosas cambiaron. La ciencia puesta al servicio de la producción de alimentos contribuyó a centuplicar las existencias, a crear especies (y también contribuyó a la extinción de muchas otras), a moderar hambrunas, a controlar y aun eliminar enfermedades, hasta pasar de una epidemiología del contagio a una epidemiología del riesgo, en la que los alimentos (y los otros humanos), en lugar de garantes de la supervivencia, se han transformado en causantes de enfermedad; y los Estados, más que por las existencias en los graneros, están preocupados por los flujos financieros, ya que una variación en la tasa de interés en otro hemisferio puede hacerlos colapsar, revaluando sus deudas, bajando el precio de sus exportaciones, subiendo el de sus importaciones, denegando préstamos o inversiones que -entonces sí- condenarán a su población a la pobreza.

Las sociedades actuales organizadas económicamente bajo las diversas formas que asume el capitalismo y culturalmente en los elusivos “valores occidentales” presentan una situación crítica respecto de la alimentación, aunque esta sea excedentaria, en la producción se está frente a una crisis de sustentabilidad; en la distribución, frente a una crisis de equidad; y, en el consumo, frente a una crisis de comensalidad.

A pesar de o justamente por la globalización, nos enfrentamos a problemáticas originales como la producción masiva de alimentos que, al mismo tiempo que extendía las fronteras agrícolas y multiplicaba los rebaños, lograba superar las necesidades energéticas. Pero esta abundancia tiene costos, entre otros, señalaremos que la explotación la explotación agropecuaria extensiva, de base química y altamente dependiente de la energía fósil, poluciona el medio ambiente y atenta contra la vida de las especies (incluyendo a los humanos), reduciendo la diversidad y hasta contribuyendo a modificar el clima. Esta disponibilidad excedentaria extendida por el comercio condujo al abandono de los patrones tradicionales (frugales y diversos) que colapsaron ante las cocinas industriales: basadas en muy pocas especies vegetales y animales (solo 15 explican el 90% de los consumos alimentarios humanos, sea cual fuere la geografía que se habite).

Las dietas de las sociedades urbano-industriales modernas están des-estacionalizadas y des-localizadas, son altas en grasas saturadas, azúcares y otros carbohidratos refinados y bajas en fibras y grasas polinsaturadas, hasta tal punto que no pueden ser consideradas “adecuadas” desde la perspectiva nutricional. Los productos que las componen casi han perdido el carácter de alimentos. Claude Fischler1 los llama OCNIS (“objetos comestibles no identificados”), modificados por los procesos de producción, intervenidos químicamente para conservarlos, saborizarlos, colorearlos y transportarlos en redes comerciales de nivel planetario hasta el lugar donde puedan pagarlos. En tanto mercancías, los alimentos se distribuyen con la lógica del mercado, que es la lógica de la ganancia, de manera que la capacidad de compra es más importante que la necesidad. En este circuito impera la inequidad inherente al mercado que, al decir de Milton Friedman2 “es amoral” y necesita flujos (desigualdades) para imprimir su norma.

Existe otra racionalidad en la distribución cuando los alimentos son considerados “bienes sociales”: el acceso pasa por el criterio de derecho. Hoy, a este circuito se lo percibe especialmente en la asistencia aunque, muchas veces, ante la escasez extrema del hambre, se encubre la realidad del derecho conculcado, presentándolo bajo el criterio de necesidad, utilizando la biología y no el derecho como legitimador.

Frente a la potencia de la comida industrializada (250 empresas transnacionales producen el grueso de los productos de los consumos mundiales) los patrones alimentarios tradicionales con sus alimentos locales/regionales desaparecen, pero también colapsan las formas que tomaban las normas de comensalidad, las que regulaban la ingesta y la concentraban en el tiempo y en el espacio de la mesa. El tipo de alimentación industrializada que forma el corazón de todos los patrones alimentarios actuales promovió nuevas formas de consumir y compartir, como corresponde al cambio de las relaciones sociales que motivó la creación de las nuevas subjetividades de la modernidad. Si la industria produce 4.500 kcal por persona por día, las querrá vender, y para ello dispone de un aparato publicitario que estimulará la compra sin cesar, para comer sin parar, las 24 horas, los 7 días de la semana, aun mientras se camina en la calle o se trabaja, sacando el festín (de azúcar y grasa) de la excepcionalidad (la fiesta), y fraccionándolo en bocados, unidades, porciones, envases, ultraenergéticos, ultrasabrosos, ultraprocesados, siempre disponibles, siempre portables, como alfajores, chocolates, caramelos, todo tipo de golosinas y snacks, que se pueden picotear constantemente. Un festín solitario que se puede repetir cada hora y que no reviste la categoría de comida (solo picoteo, bocadillo, excepcionalidad). A esta ruptura del sentido colectivo y su reducción al “me gusta/no me gusta” individual se le ha echado toda la culpa del aumento de los padecimientos provocados por la alimentación industrial, porque no se toma en cuenta el mercado que condiciona la demanda saturándola con su oferta en lo que se ha dado en llamar “sociedad obesogénica”, sino la (i)responsabilidad del individuo que elije.

Aunque señalemos el carácter social de la alimentación, un análisis antropológico nos muestra que se ha pasado de la sociedad del riesgo (no solo alimentario) a la sociedad del control (nuevamente, no solo alimentario), lo que se visualiza tanto en la homogeneización de la producción y el consumo, como en la aspiración de los comensales a ganar dominio sobre sus cuerpos a través de la reapropiación individual de sus dietas (al menos, de los que pueden elegir qué comer).

Las sociedades actuales han experimentado un paulatino proceso de individualización que emergió de un proceso histórico que se inició en el siglo XVIII con crecientes demandas de autonomía frente a las reglas culturales y las instituciones. El incremento del individualismo impone que el bienestar y el cumplimiento de los deseos devienen en supremos objetivos, tanto personales (éticos), como colectivos (políticos). El control sobre la propia vida, sobre el matrimonio, el trabajo, etc., se ve como deseable y saludable pero estas nuevas subjetividades, al mismo tiempo que liberan, traen nuevas crisis: el individuo vive eligiendo. En la alimentación, este individuo liberado de las constricciones del medio ambiente, los saberes y los gustos de la comida tradicional o local, se enfrenta a un mundo de elecciones industriales que se presentan como infinitas… siempre que pueda pagarlas. La ilusión es modelar, a través de la alimentación, su apariencia y su salud futura, cuando no su moral y sus relaciones personales, las que indefectiblemente se modificarán al utilizar la comida como distinción y excluirse del “nosotros”, señalándose como “otro” en la mesa. Aparecen entonces los comensales selectivos (vegetarianos, veganos, ovolácteos, locávoros, granívoros), las dietas de base religiosa fuera de su contexto de desarrollo (macrobióticas, ayurvédicas, new age), las reelaboraciones de dietas tradicionales con patente de saludables (mediterránea, paleolítica), y multiplicidad de dietas selectivas autoimpuestas por razones no siempre racionales y neurosis varias (amantes de los animales que se abstienen de comerlos, otros que se prohíben los alimentos cocidos (crudívoros), otros que abominan el pescado, el ajo, la cebolla o el cilantro, están quienes no comen frutas porque las consideran embriones, o los que solo comen frutas porque fue el alimento de las especies que nos precedieron (si la lógica es la evolución ¿por qué ir para atrás?). Todas estas representaciones se legitiman remitiéndose a criterios de salud, construidos ad hoc. ¿Estarán en lo cierto? Y en las sociedades que han obtenido y aun superado la suficiencia alimentaria, ¿se habrá cumplido el mandato hipocrático de hacer de los alimentos nuestra medicina?

Lejos de las ilusiones individuales, las enfermedades provocadas directa o indirectamente por la alimentación actual han pasado a un primer plano -no solo las enfermedades de transmisión alimentaria (ETA) sino las provocadas por pesticidas, aditivos y por el proceso mismo de producción- obligando a repensar las afirmaciones del pasado. Hace medio siglo, en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, en la materia Epidemiología y Física Biomédica se enseñaba que la diabetes mellitus, la hipertensión o el colesterol elevado eran “enfermedades de la vejez”, y hoy son comunes en la práctica pediátrica. Cáncer de colon, alergias (en constante crecimiento), malabsorciones varias, anorexia, bulimia y sobrepeso-obesidad (convertidas en pandemia), advierten que el paso de sociedades de restricción calórica a sociedades de suficiencia y aun abundancia, no solo no eliminó el hambre, tampoco redujo la enfermedad, sino que más bien superpuso y modificó el tipo de padecimientos.

Al mismo tiempo que la química y las ciencias de la salud permiten conocer y comprender cada vez más y con mayor profundidad los mecanismos del metabolismo y la interacción molecular entre los alimentos, parece que ese saber no alcanzó para evitar las enfermedades producidas por las formas que adoptaron la producción y el consumo actual que, antes que eliminar, ha superpuesto los padecimientos de la escasez a los padecimientos de la abundancia: 1.000 millones de desnutridos y 1.500 millones de personas con sobrepeso en el mundo dan cuenta de ello, y cada país también puede exhibir su vergüenza superpuesta. También el sobrepeso y la obesidad -antes propios de la abundancia- hoy se presentan desplazados y en forma creciente en las poblaciones pobres, o “la paradoja nutricional” que se observa en el mundo en desarrollo, en el que alrededor del 60% de las familias tiene un miembro (generalmente un niño) con bajo peso y simultáneamente otro con sobrepeso (frecuentemente la madre). Y las paradojas continúan, ya que al observar el ciclo de vida, un desnutrido fetal tiene más probabilidades de ser obeso en la adultez que un bebé eutrófico. Esta superposición configura cargas duales no solo para las familias, sino para los Estados responsables de la política alimentaria, que ya no puede resumirse -como en el pasado- en “dar de comer”. Ante tal complejidad, la política alimentaria suma adjetivos, ya no basta con la “alimentación”, además debe ser “adecuada”; ya no basta con la “seguridad alimentaria”, además debe ser “soberana”.

Una característica destacable de la construcción social de las enfermedades provocadas directa o indirectamente por la alimentación en nuestras sociedades es que siempre se les adscribe carácter individual, como si fuera un problema personal luchar contra los estímulos del medio social y, el individuo, por no comer lo que está socialmente condicionado a ingerir, recibiera por premio su salud.

Un tratamiento similar de reducción a la responsabilidad individual lo recibe la disminución de la tasa de actividad en las sociedades urbanas, que se atribuye al individuo que no se mueve lo suficiente, sosteniendo que si gastara en actividades la energía que ingresa como comida lograría un balance saludable. Lo que se oculta es que nuestra anatomía evolucionó para ahorrar energía, de manera que una mujer de 53 kilos que corriera 2 km apenas gastaría 106 kcal (equivalentes a comer una manzana chiquita). Apenas se tocan los aspectos colectivos, tales como el urbanismo y sus barreras arquitectónicas, la seguridad o el transporte, y menos aún los factores culturales de una sociedad que deslegitima el movimiento: en el mundo del trabajo, sustituido por tecnologías dependientes de energía fósil, y en la vida cotidiana, se promueve el ocio sedentario y se “ve mover” a especialistas (deportistas, bailarines, actores) a través de pantallas, reservando la actividad para los que puedan pagarla, en sus formas normatizadas de gimnasia, baile, deportes o simplemente para aquellos que vivan en barrios lo suficientemente seguros para salir a caminar por sus calles sin sufrir los distintos tipos de violencia que caracterizan a las ciudades actuales.

La complejidad de la alimentación actual supera en mucho todas las problemáticas acumuladas en milenios y ha dado lugar a un número creciente de investigaciones y publicaciones en todo el mundo. Tras los modelos de transición demográfica, epidemiológica y sanitaria, la transición nutricional se ha constituido desde la década de 1990 en un modelo importante para analizar el papel desempeñado por los cambios en la disponibilidad y el acceso a los alimentos, la polución producida por las formas hegemónicas de producción actual de los alimentos, la modificación de los patrones de consumo en las diferentes poblaciones por imperio de la industria integrada a nivel global, la modificación radical que han sufrido las enfermedades prevalentes y las formas mismas de padecer y morir, tanto como los cambios en las percepciones del propio cuerpo, del tiempo y del lugar de los humanos en el planeta. Del nivel micro de los condicionantes genéticos, al nivel macro del planeta (ya sea desde la hipótesis Gaia o la globalización), de la finitud de la tierra a los condicionamientos del flujo de información en el hiperespacio, la alimentación humana puede ser vista como una ventana desde la que se pueden espiar, desde el nivel pequeñito del sujeto, las relaciones de la especie con el cosmos. Justamente la alimentación, por su complejidad, bien puede relacionar diversos niveles (sujeto-estructura), sectores (público-privado) y disciplinas (demografía, nutrición, política, etc.).

Con esta amplitud lanzamos una convocatoria a principios de 2015 en la que invitamos a presentar trabajos originales sobre las siguientes temáticas: 1) necesidades humanas y satisfactores culturales; 2) el costo ecológico y social de la suficiencia; 3) consecuencias epidemiológicas de la industrialización; 4) pobreza y alimentación; 5) auxología, estado nutricional y políticas públicas; 6) enfoque de derecho en las políticas alimentarias; 7) el sujeto y la comensalidad; y 8) enfoque de género en los estudios de alimentación y nutrición.

Luego de la selección realizada a través de los procesos de revisión usuales a los que se someten todos los artículos que llegan a Salud Colectiva, ofrecemos con satisfacción los siguientes trabajos agrupados en cuatro ejes: Patrones de consumo; Representaciones; Políticas y programas y, por último, Metodologías.

En estos cuatro ejes, que responden más a la selección que a la convocatoria, quedaron evidentes “silencios”. No hubo ningún artículo sobre los costos sanitarios de la suficiencia a pesar de la cantidad de investigaciones sobre pesticidas y cáncer, o sobre el deterioro del medioambiente y los costos alimentarios y sanitarios que ello conlleva. A pesar de que casi todos nombran a los alimentos industrializados, nadie remitió un artículo sobre la última fase de esta industrialización: los alimentos ultraprocesados. Solo uno -en esta selección- aplica el enfoque de género, aunque el mandato del pasado “cocinarás para tu familia” hoy haya sido reemplazado por “no comerás para mejorar tu apariencia”.

PATRONES DE CONSUMO

Dentro de este eje, recomendamos leer, en primer lugar, la comunicación “Alimentación saludable en Shanghai: notas exploratorias”3 sobre los alimentos orgánicos y su mercado en China, incluida en la sección “Cartas”, en la que su autor, Máximo Badaró, del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (IDAES-UNSAM), Argentina, nos ofrece una breve etnografía del consumo de alimentos saludables. El texto nos muestra el desplazamiento de las preocupaciones sobre la alimentación actual en China, de la escasez a la adecuación. Vemos cómo las prácticas alimentarias se articulan, por un lado, con proyectos éticos, como la búsqueda individual de bienestar y distinción a través del consumo, a la par de la necesidad familiar e individual de conjurar los efectos de la contaminación del medio y, por otro, con proyectos políticos, con un Estado que coloca la contaminación como prioridad en la agenda pública y promueve certificaciones (ecológica, orgánica), al mismo tiempo que el gigantesco mercado local y global promueve el cuidado del cuerpo, el placer en la comida, y la redefinición de las relaciones sociales y del vínculo con la naturaleza, en una narrativa que conocemos muy bien en nuestros países de América Latina.

El segundo artículo, “Cambios en el patrón de consumo de alimentos y bebidas en Argentina, 1996-2013”4 de María Elisa Zapata y colaboradores, del Centro de Estudios de Nutrición Infantil (CESNI) no solo se referencia geográficamente en las antípodas sino que ofrece una visión del consumo alimentario diametralmente opuesta de la anterior: los autores nos ofrecen un análisis comparativo de las Encuestas de Gastos de los Hogares realizadas, en Argentina, por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) durante los años 1996, 2004 y 2012. El trabajo es destacable tanto por su cuidadosa metodología como por su estricta exposición de resultados. A través de la comparación, muestran cambios más profundos que la composición de las canastas o del patrón alimentario: exponen cambios en la forma de comprar, preparar y consumir, relacionados tanto con variables económicas (y destaco la apertura de los datos de consumo por sector de ingresos) como culturales (modificaciones en la comensalidad que se leen a través del aumento de comidas preparadas dentro y fuera del hogar). Por los datos que nos brinda este trabajo, sin duda será el insumo de muchas investigaciones por venir.

El tercer trabajo de este grupo es “El perfil general del excedente nutrimental en México en el periodo 1990-2013: un enfoque a partir del suministro energético de macronutrimentos y grupos de alimentos”5 de José Cutberto Hernández Ramírez y colaboradores, de la Universidad Autónoma de Yucatán. Aborda el consumo en la población mexicana, desde las discrepancias entre requerimiento y suministro. Hoy, que el sobrepeso se considera madre de enfermedades, esta investigación propone el concepto de “excedente nutrimental” como la cantidad de calorías “innecesarias”. Para construir ese excedente se basará en una cuidadosa crítica de las categorías a utilizar, en la que explicita metódicamente la construcción de sus indicadores. No hay que señalar la valentía de una propuesta que parte de estimar tanto la disponibilidad como el requerimiento para verificar el consumo innecesario, pero los autores van más allá, analizando la composición de ese excedente: azúcares, grasas y la necesaria referencia a las bebidas alcohólicas. Esto los lleva a consecuencias no solo epidemiológicas (mientras este sea el componente del excedente nutrimental no puede esperarse otra cosa que una alta y creciente prevalencia de enfermedades no transmisibles), sino también ecológicas (el deterioro ambiental que implica el consumo de carne industrial promueve la contaminación del agua por nitratos, etc.), económicas (la revolución forrajera necesaria para la ganadería industrial, con el paquete tecnológico asociado a los piensos transgénicos, promueve la concentración, centralización y acaparamiento de la producción alimentaria) y sociales (el retroceso de la autoproducción y del autoconsumo y la integración creciente de la economía rural al circuito mercantil capitalista).

REPRESENTACIONES SOCIALES

Dentro de este eje tenemos la fortuna de contar con tres artículos: 1) “¿Sabemos lo que comemos?: Percepciones sobre el riesgo alimentario en Cataluña”6, de Eva Zafra Aparici y colaboradores, de la Universitat Rovira i Virgili, España; 2) “Alimentación y riesgos para la salud: visiones sobre la alimentación saludable y prácticas alimentarias de mujeres y varones de clase media en el Área Metropolitana de Buenos Aires”7, de Betina Freidin, del Instituto de Investigaciones Gino Germani, Argentina; y 3) “Las madres y la publicidad de alimentos dirigida a niños: percepciones y experiencias”8, de Luciana Castronuovo y colaboradores, de la Fundación Interamericana del Corazón, Argentina. Los tres abordan las percepciones de sectores sociales que pueden elegir qué comer. Como los trabajos provienen de Argentina y España, podemos triangular investigaciones, ya que abordan temas similares con la misma metodología. Así, estas investigaciones nos introducen en la experiencia de comer y dar de comer y los riesgos que se perciben en una y otra orilla del Atlántico, desde sus similitudes (la homogeneización de los productos industriales y la publicidad como creadora de referentes de sentido son el telón de fondo de las tres); y sus diferencias (la pobreza del lugar donde se produce el alimento se transforma en factor de riesgo para los españoles, mientras que no es mencionada por los argentinos). El hecho de que tres equipos hayan recortado este objeto de estudio para ser abordado con esta metodología, también nos dice algo acerca de cuáles son las problemáticas que preocupan a la comunidad científica en este momento, y por dónde imaginan los aportes, y se inscriben en la demanda de siete de los artículos de esta selección: una mayor presencia del Estado regulando, en este caso, los mensajes publicitarios sobre alimentación que llegan a los comensales.

POLÍTICAS Y PROGRAMAS

Este grupo cuenta con cinco artículos. El primero de ellos, “Desnutrición crónica en escolares, itinerarios de desatención nutricional y programas oficiales en comunidades indígenas de Guerrero, México”9, de Paul Hersch-Martínez y Julio Pisanty-Alatorre, ambos pertenecientes al Instituto Nacional de Antropología e Historia, nos ofrece un estudio cuali-cuantitativo de la alimentación en un municipio con población predominantemente indígena, desde el punto de vista de los “itinerarios de desatención”, en el cual el proceso salud-enfermedad se vincula al eje atención-desatención e incluye su determinación social, sus alcances, dimensiones, y sus implicancias para la salud colectiva. Contrasta la narrativa de los programas con la de las familias y ambos con la antropometría de una selección de niños que -aunque no representativa, es sumamente descriptiva- para construir los “itinerarios de desatención”, con escalas diferentes de acuerdo a los actores involucrados y, a partir de allí, elabora propuestas colectivas para deconstruirlos.

El segundo artículo, “Significado externo de ‘alimentación correcta’ en México”10, de María del Carmen Suárez Solana, de la Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco, utiliza la categoría “significado externo” para exponer el contexto social, económico y político en el que se ha construido el concepto de “alimentación correcta” a través del tiempo y las sucesivas administraciones, desde las primeras intervenciones hasta las actuales políticas sociales de la alimentación. La autora propone tres etapas, la primera (1930-1980) dominada por la “dieta normal”, la segunda (1980-2000) caracterizada por la “focalización” de necesidades biológicas individuales y la tercera (de 2000 hasta la actualidad) que corresponde a la “dieta correcta”. Concluye que el propósito político de las intervenciones alimentarias fue modernizar el país y que, si bien esto ha tenido diferentes significados en cada etapa, siempre ha mantenido y reproducido las relaciones de poder existentes.

El tercer trabajo, “Una evaluación crítica de los programas alimentarios en Argentina”11, de Enrique O. Abaya Gilardón, del Ministerio de Salud de la Nación, analiza medio siglo de intervenciones alimentario-nutricionales en Argentina, basándose en los documentos producidos por los programas de alcance nacional y fuentes secundarias como la Encuesta Nacional de Nutrición y Salud, del mismo Ministerio. Además de señalar la escasa o nula evaluación sistemática que han tenido los programas (por lo que su aporte es un verdadero logro), analiza cada uno y sus resultados con base en los criterios de seguridad alimentaria, teniendo en cuenta los cambios epidemiológicos y sociales que ha sufrido el país en el período considerado.

El cuarto artículo es “El derecho a la alimentación en entornos obesogénicos: Reflexiones sobre el rol de los profesionales de la salud”12, de Laura Raquel Piaggio, perteneciente al Ministerio de Salud de la Ciudad de Buenos Aires. En este texto cambia el eje que se venía desplegando en los artículos anteriores y cuestiona las variadas formas en que resulta vulnerado el derecho a la alimentación cuando el medio social es el problema. En particular, toma en cuenta la dinámica entre varios actores institucionales (Estado, mercado, academia) analizando algunas prácticas y representaciones, así como sus consecuencias. Trata con particular interés la posición declamatoria del Estado y los organismos internacionales, de respetar y proteger el derecho a la alimentación adecuada, cuando en la práctica -a través de políticas regulatorias (o de su falta) o del traslado de la responsabilidad del productor al consumidor individual- favorecen medidas que van en contra de crear entornos saludables en los que tal derecho pueda materializarse. La autora concluye que son las intervenciones en el medio social a través de regulaciones promovidas por el Estado las que pueden modificar la “malnutrición comerciogénica” que impera hoy día.

Cerramos este grupo con el quinto artículo, “La complejidad de articular derechos: alimentación y cuidado”13, de Laura Pautassi, del Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales Ambrosio L. Gioja, que encara, desde el punto de vista teórico (derecho al cuidado), el frente que el primer artículo había abierto desde la práctica de campo (itinerarios de desatención), ambos referidos a la seguridad alimentaria. La autora, abogada y doctora en Derecho Social, analiza la tensión existente entre el reconocimiento del derecho a la alimentación adecuada en pactos y tratados y la escasa vinculación con el cuidado (reconocido como derecho a nivel regional pero invisibilizado en las políticas públicas no solo de Argentina sino de América Latina y del mundo). Con una clara visión de género, señala que -hasta el momento- tanto la seguridad alimentaria como la resolución del cuidado se siguen estableciendo a costa del trabajo de las mujeres, por lo que si no se revisa y denuncia enfáticamente la injusta división social y sexual del trabajo, de la alimentación y del cuidado, se continuará desviando el debate sobre la desigualdad y convalidando injusticias y discriminaciones.

METODOLOGÍAS

Dentro de este eje, el artículo “Novedades metodológicas aplicadas a la antropología alimentaria”14, de Diego Díaz Córdova, del Instituto de Salud Colectiva de la Universidad Nacional de Lanús, Argentina, presenta dos modalidades metodológicas, relativamente novedosas, que aún no son muy utilizadas en los estudios sobre alimentación: el análisis de redes sociales y los modelos basados en agentes. El autor ejemplifica su uso, aplicándolos a los datos obtenidos en su trabajo de campo en la Quebrada de Humahuaca. A partir de un enfoque relacional, utiliza las redes para analizar los productos de los platos de comida, y aplica los modelos basados en agentes para analizar la diversificación de las fuentes de abastecimiento, buscando abstraer las reglas de conducta. Con intención didáctica, expone ventajas y limitaciones de ambas modalidades de análisis y, si bien reconoce que ambas técnicas pueden acobardar al investigador sin conocimiento tecnológico, concluye que lo importante es flexibilizar la manera de pensar la problemática ya que estas nuevas herramientas permiten captar mejor la complejidad de la alimentación entendida como “hecho social total”.

Esperamos que, en este número monográfico, el lector obtenga una visión amplia de la compleja problemática de la alimentación actual y atisbe la multiplicidad de discusiones que se abren hacia el futuro.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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