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Salud colectiva

versión impresa ISSN 1669-2381versión On-line ISSN 1851-8265

Salud colect. vol.13 no.3 Lanús set. 2017

http://dx.doi.org/10.18294/sc.2017.1548 

EDITORIAL

Antropología de la Salud en las Américas: Contextualizaciones y sugerencias

Anthropology of Health in the Americas: Contextualizations and suggestions

Eduardo L. Menéndez1 

1Doctor en Ciencias Antropológicas. Profesor-investigador emérito, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS). Coordinador del Seminario Permanente de Antropología Médica (SPAM), México. emenendez1@yahoo.com.mx

En este editorial no voy a comentar los textos que se presentan en este número dedicado a la antropología de la salud en las Américas, sino señalar algunos aspectos y procesos que, sin embargo, tienen que ver con ellos, dado que dichos artículos son una expresión de la calidad y diversificación de la antropología médica actual, que es producto de una larga trayectoria que tiene que ver, sobre todo, con las consecuencias que los procesos históricos y sociales, incluidos los académicos y profesionales, tienen en la constitución, desarrollo y reformulación de las diferentes ciencias y disciplinas. Y señalo esto porque, inicialmente, a los antropólogos -salvo raras excepciones- no les interesaron los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención (s/e/a-p), sino que se los encontraron en sus trabajos de campo o en sus análisis etnológicos como parte intrínseca e inevitable de toda cultura y sociedad a las que pretendían describir en su totalidad.

Dicho encuentro inicial los condujo a trabajar casi exclusivamente con las formas “tradicionales” de enfermar y de atender los padecimientos por parte de los grupos estudiados, ya que la antropología social y la etnología trabajaron durante casi toda su trayectoria en sociedades y culturas en las que no existía, o era muy escasa, la presencia de la biomedicina, tanto en términos clínicos como salubristas.

Desde esta perspectiva, una parte significativa del trabajo etnográfico de “rutina” consistió en documentar los padecimientos y las formas “tradicionales” de atención, pero sin preocuparse demasiado por las consecuencias negativas de estos padecimientos a nivel individual y/o colectivo, ni por la eficacia -salvo la simbólica- de los tratamientos aplicados, dado que se los observó como parte de la cultura, sin tomar en cuenta el impacto negativo de los padecimientos en términos de enfermedad y, sobre todo, de mortalidad. A los antropólogos, la enfermedad y la sanación les interesó inicialmente en la medida en que contribuían a entender la racionalidad cultural de la sociedad estudiada, y se focalizaron en la producción y el uso de rituales, de los cuales, generalmente, les interesaban mucho más los aspectos mágico-religiosos, que su eficacia. El interés de los antropólogos por la morbimortalidad de sus sujetos de estudio, así como también por la eficacia -no solo simbólica- de los tratamientos “tradicionales” y más tarde de los biomédicos, es mucho más reciente, es decir, cuando descubrieron que no solo la muerte, sino también la mortalidad, son parte de toda cultura.

Si bien esta manera de trabajar con los procesos de s/e/a-p corresponde a un lapso que podemos ubicar entre 1870-1880 y 1920-1930, es importante reconocer que, sobre todo en la antropología latinoamericana, esta manera de pensar los procesos señalados continúa hasta la actualidad, especialmente en muchos de los que trabajan con las denominadas “medicinas tradicionales” y “medicinas alternativas”. Y este ha sido uno de los puntos débiles de una parte significativa de la antropología médica, que expresa la prioridad de ciertos objetivos ideológicos y políticos pero, sobre todo, melancólicos.

Como sabemos, actualmente existen antecedentes bibliográficos casi para cualquier proceso, pero considero que un enfoque antropológico preocupado por su propios objetivos y problemas, pero también por la inclusión de la dimensión epidemiológica y por las eficacias curativas y preventivas, comienza a desarrollarse a partir de la década de 1930, especialmente en la antropología generada en EE.UU. que da lugar, más adelante, a la constitución de la antropología médica, una parte de la cual, sin dejar de pensar los procesos de s/e/a-p en términos simbólicos y más tarde económico-políticos, comienza a preocuparse cada vez más por los aspectos epidemiológicos, así como por los tratamientos clínicos y las actividades de prevención.

Este desarrollo tiene que ver con varios procesos que pasan a primer plano durante la trayectoria y conclusión de la denominada Segunda Guerra Mundial, y que se expresaron en dos “descubrimientos” complementarios: el de la “situación colonial” y el de la división del mundo en sociedades “desarrolladas” y “subdesarrolladas”, y que estas últimas se caracterizaban por una serie de rasgos, entre ellos, tener las más altas tasas de mortalidad general, de mortalidad infantil, de mortalidad por las denominadas “muertes evitables”, y las más bajas esperanzas de vida. Pero ocurría que, respecto de estas sociedades que estudiaban -y aún estudian- gran parte de los antropólogos, la mayoría de estos no se preocupaba por describir ni analizar los procesos de s/e/a-p que expresaban -tal vez más dramáticamente que ningún otro proceso- las desigualdades existentes entre las sociedades “desarrolladas” y las “subdesarrolladas”, sino que solo se reducían a estudiar las enfermedades tradicionales, excluyendo intencionalmente las enfermedades alopáticas.

En el caso de los países latinoamericanos, casi todos caracterizados como “subdesarrollados”, observamos que durante las décadas de 1940 y 1950 comienza a reconocerse que las poblaciones nativas -al igual que en la actualidad- son las que tienen los indicadores de salud más negativos comparados con cualquier otro sector social, lo cual será reconocido, especialmente, por los institutos nacionales indigenistas que se crean en varios países de América Latina, y que dan un peso especial al desarrollo de acciones biomédicas y, sobre todo, sanitarias que mejoren la salud de la población nativa. Pero este reconocimiento y las acciones realizadas implicaron, hasta la actualidad, una muy escasa o ninguna inversión por parte de los gobiernos latinoamericanos en recursos no solo biomédicos, sino tradicionales que posibilitaran mejorar la salud de la población indígena.

Ahora bien, el trabajo antropológico sobre los procesos de s/e/a-p posibilitó durante el lapso 1930-1960 la investigación y reflexión sobre aspectos importantes de dichos procesos, pero que los profesionales médicos casi no discutieron, sino que solo fueron tratados por algunos teóricos de la biomedicina. Y me refiero a la relación entre naturaleza y cultura, entre lo cultural y lo biológico, así como entre lo normal y lo patológico, pero subrayando que, en la actualidad, estos problemas han dejado de ser prioridad también para los antropólogos.

La constitución de la antropología médica posibilitó desarrollar en forma constante algunas de las ideas básicas que nuestra disciplina tempranamente generó respecto de los procesos de s/e/a-p, y me refiero a proponer y demostrar que las enfermedades no constituyen solo procesos biológicos, sino también sociales, económicos, políticos y culturales. Si bien determinadas tendencias biomédicas, como la psicosomática desarrollada entre 1930 y 1950, o como la salud pública prácticamente desde sus inicios, reconocieron la presencia de estos procesos en los pacientes y en la población en general, la antropología subrayó el papel de dichos aspectos y especialmente de los simbólicos no solo en la población, sino también en las instituciones y en el trabajo biomédico.

Sobre todo, a partir de los años sesenta nuestra disciplina estudió todo sistema médico -incluido el biomédico- como sistema sociocultural, y uno de sus principales aportes fueron determinados señalamientos respecto de la estructura y funcionamiento de la biomedicina, que demostraron que los saberes médicos, al igual que los saberes sanadores tradicionales, están saturados de contenidos sociales, culturales, ideológicos y -por supuesto- de poder.

Más aún, los estudios antropológicos se interesaron por determinados problemas que estaban en cierta medida estigmatizados o sesgados por la biomedicina, como es el caso de los procesos de autoatención de los padecimientos, que la medicina trata uniformemente en términos de “autocuidado”, y reduciéndolos casi exclusivamente a la automedicación. La investigación socioantropológica evidencia las incongruencias y los “olvidos” del saber médico que en sus críticas a la automedicación excluye sus propias prácticas, dado que estas impulsan constantemente ciertos procesos de automedicación, como puede observarse a través de las políticas de planificación familiar, de los tratamientos aplicados a enfermedades crónico-degenerativas e infectocontagiosas, así como de las propuestas preventivas respecto de la obesidad y el sobrepeso.

Ahora bien, las aproximaciones antropológicas han sido cuestionadas o más frecuentemente “ninguneadas” por investigadores biomédicos debido a ciertas tendencias que ellos consideran, por lo menos, irresponsables. A principios de la década de 1980 estaba haciendo entrevistas a habitantes de cuatro colonias del sur del Distrito Federal, así como a médicos especializados en problemas relacionados con el consumo de bebidas alcohólicas, y en nuestras entrevistas surgió reiteradamente la existencia de cirrosis hepática denominada “hígado picado” por gran parte de la población. Dado que íbamos a realizar una encuesta, decidí incluir preguntas que permitieran detectar este tipo de padecimiento que, como sabemos, es mortal. En una entrevista realizada a uno de los más importantes especialistas en cirrosis hepática, le comuniqué mi decisión de detectar cirróticos en la población y este especialista me preguntó: “¿qué piensa hacer con los cirróticos detectados?”, lo cual suponía pensar hacia dónde los canalizaríamos, en un contexto que contaba con muy pocas instituciones de derivación, y las pocas que existían estaban saturadas, lo que surgía de nuestros propios estudios.

Bueno, muchos trabajos antropológicos se caracterizan por estudiar problemas graves, pero sin reflexionar previamente sobre las consecuencias que esos estudios pueden tener no solo sobre dichos problemas, sino sobre los sujetos “estudiados”. Por lo menos, en mi experiencia, varios antropólogos me han planteado su decisión de realizar estudios sobre cáncer, depresión, esquizofrenia o epilepsia, y cuando les pregunto -por ejemplo- qué es lo que harían si el sujeto que entrevistan tiene un brote epiléptico, que incluso podría ser inducido por la propia entrevista, generalmente se quedan perplejos. No cualquiera puede estudiar cualquier proceso de s/e/a-p, ya que no es lo mismo hablar con un informante respecto del arado que utiliza para roturar la tierra, que hablar sobre una enfermedad terminal, especialmente si el que maneja el arado es quien tiene esa enfermedad terminal.

Pero pese a estos frecuentes deslices, considero que la antropología médica ha generado importantes aportes no solo etnográficos, sino especialmente de enfoque, que son de notable utilidad práctica y teórica, más allá de que sean realmente utilizados. Y uno de esos aportes, por ejemplo, refiere al campo preventivo. Respecto de la prevención -que es el objetivo central del salubrismo- algunas de las diferencias más notorias se organizan en torno al reconocimiento o no de los saberes populares como mecanismos de prevención, dado que la biomedicina suele considerarlos como factores que inciden negativamente en la prevención. Generalmente, los asumen como saberes equivocados o incorrectos que deben ser modificados, considerando explícita o implícitamente que la población no solo carece de criterios de prevención, sino que frecuentemente no los comprende y/o los rechaza.

Sin negar totalmente estas afirmaciones, lo primero a recuperar es que todo grupo social, ajeno a su nivel de educación formal, genera y utiliza criterios preventivos respecto de por lo menos una parte de los padecimientos que los sujetos y grupos reconocen que están afectando real o imaginariamente su salud, o aspectos de la vida cotidiana relacionados con ella. No existen grupos familiares, estratos sociales o culturas que carezcan de estos saberes, dado que son básicos para la producción y reproducción biocultural.

La mayoría de los criterios preventivos que utilizan los conjuntos sociales son socioculturales, y el punto central para la antropología no radica tanto en considerarlos comportamientos erróneos o correctos, sino asumir que los grupos producen/reproducen representaciones y prácticas sociales de prevención, más allá de que estén o no equivocadas. El desarrollo de criterios de prevención respecto de hechos, factores y/o actores que amenazan real o imaginariamente a un grupo social -y, por supuesto, a los sujetos- constituye un proceso estructural en el desarrollo de la vida de los grupos y sujetos sociales.

El reconocimiento de estos procesos por parte de la salud pública supondría un cambio radical en sus enfoques, pues comenzaría a asumir que los conjuntos sociales no son reacios a la prevención o carecen de ella, dado que producen y utilizan saberes preventivos en su vida cotidiana. Reconocería que, si bien los sujetos y grupos rechazan o no utilizan determinadas concepciones y prácticas preventivas, esto no significa que se opongan a toda propuesta biomédica o no utilicen saberes preventivos.

Una parte de los salubristas y clínicos se queja de que los sujetos no aprenden y/o no aplican las enseñanzas médicas. Más aún, considera que las personas pueden estar informadas sobre lo que es correcto en términos preventivos, pero que, sin embargo, no aplican dicho conocimiento. Y así, por ejemplo, las encuestas señalan que un alto porcentaje de jóvenes mexicanos no utilizan condón, pese a que recibieron información, y de allí el gran número de los llamados “embarazos no deseados”.

Y estos señalamientos son parcialmente correctos, pero seguirán siendo poco eficaces hasta que el saber biomédico busque las lógicas socioculturales de dichas conductas y, además, reconozca el desarrollo de actitudes receptivas por parte de la población -incluidos los jóvenes- respecto de sus propuestas preventivistas y referidas no a problemas secundarios, sino a problemas básicos de salud pública. Los propios datos de la Secretaría de Salud indican que México habría logrado una de las más altas coberturas mundiales de vacunación, dado que habría sido inmunizada -con el esquema básico de vacunación- en los primeros años del siglo XXI más del 97% de la población, lo cual implicaría por lo menos reconocer que la población no rechaza una de las principales estrategias de prevención biomédica. Si bien los datos más recientes indican que el porcentaje de vacunación ha disminuido, dicha situación debería ser atribuida a las políticas de salud aplicadas por la Secretaría de Salud, más que a la población.

A mediados de la década de 1970, las mujeres mexicanas tenían una media de más de seis hijos por mujer en edad fértil; en la actualidad, la media es de 2,3 hijos por mujer, lo cual indica un notable descenso de la tasa de natalidad producida, en gran medida, por la aplicación de programas de planificación familiar, que colocan en la familia, y especialmente en la mujer, la prevención de los embarazos.

Estos dos procesos cuestionan las concepciones biomédicas respecto del rechazo a la prevención por parte de la población; pero además los salubristas mexicanos conocen estos hechos y, por lo tanto, tendrían que asumir que, si bien sectores de la población pueden no utilizar o incluso rechazar ciertas acciones preventivas, la mayoría de la población adopta y aplica por lo menos una parte de las propuestas preventivas biomédicas. Más aún, el cambio de perspectiva permitiría a los salubristas observar que una parte sustantiva de los saberes preventivos, utilizados actualmente por los grupos sociales como propios, han sido generados a partir de la biomedicina y normalizados por los sujetos como comportamientos cotidianos.

Considero que una de las principales tareas debería ser la descripción y el análisis de las características, los significados y la eficacia de los saberes preventivos utilizados por los diferentes grupos sociales, para trabajar a partir de ellos y articularlos -o no- con los criterios preventivos biomédicos. Necesitamos asumir que las creencias y acciones preventivas constituyen respuestas sociales que los sujetos y grupos desarrollan, y que lo paradójico es que esta característica de los conjuntos sociales haya sido negada por los encargados de impulsar profesionalmente la prevención, aunque haya sido evidenciada por la antropología médica.

Hace casi veinte años, varias corrientes teóricas estadounidenses, y especialmente la denominada antropología médica crítica, señalaban que una parte creciente de la antropología médica generada en EE.UU., pese a sus invocaciones al orden simbólico y a las relaciones sociales, evidenciaba una medicalización cada vez mayor que se expresaba, sobre todo, en las tendencias ecoculturales y en la denominada antropología médica clínica. Es decir, estas corrientes seguían hablando desde la antropología social, pero sus enfoques eran cada vez más de tipo biomédico, de manera que lo que estaban produciendo era similar a lo que haría un epidemiólogo o incluso un clínico.

Es importante asumir, en términos interdisciplinarios, que cada ciencia ha desarrollado miradas diferentes respecto del mismo problema o proceso a estudiar, y que dichas diferencias son, en gran medida, producto de una trayectoria particular que posibilita ver los mismos procesos de forma no solo distinta, sino incluso contradictoria. Si algo caracteriza a la antropología -como sostiene Ernest Becker- es el “descubrimiento” de lo obvio, de lo que está ahí, de lo que está normalizado, pero que no vemos y que, justamente, necesitamos detectar a partir de aplicar una mirada descentralizada y dirigida a la obviedad de los procesos.

Si bien a la biomedicina le puede interesar que una parte de los antropólogos utilice, en nombre de la antropología, enfoques biomédicos, dado que a través de este proceso se sigue convalidando la hegemonía médica y reproduciendo sus enfoques; sin embargo, a los procesos de s/e/a-p -y sobre todo a los conjuntos sociales subalternos- esta homogeneización realmente no les “conviene”. Si toda una serie de disciplinas, incluida la antropología social, ha subrayado no solo la existencia sino la importancia de las diferencias, necesitamos reflexionar sobre cuáles son las diferencias que posibilitan a nuestra disciplina desarrollar concepciones e instrumentos teóricos y metodológicos, así como interpretaciones e incluso intervenciones que otras ciencias no producen, aun cuando obviamente producen “otras”.

Al igual que importantes antropólogos médicos latinoamericanos, europeos y estadounidenses, considero un grave riesgo la medicalización de la antropología médica que se observa en Latinoamérica, dado que con dicha “asimilación” -¿o será tal vez aculturación?- podremos generar productos dignos, pero que agregan muy poco a lo que produce el saber biomédico. El objetivo de las ciencias actuales no es producir todólogos, que fue el sueño de muchos antropólogos iniciales, sino buscar la articulación de los diferentes saberes científicos aplicados a un mismo problema. De allí que mi propuesta es promover las diferencias entre las distintas aproximaciones científicas, así como impulsar la articulación -y no el borramiento- de las diferencias, pero tratando de reducir, y de ser posible eliminar, las relaciones de hegemonía/subalternidad que hasta ahora han dominado las relaciones, por lo menos, entre la biomedicina y la antropología médica.

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