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Salud colectiva

Print version ISSN 1669-2381On-line version ISSN 1851-8265

Salud colect. vol.13 no.3 Lanús Sept. 2017

http://dx.doi.org/10.18294/sc.2017.1114 

ARTÍCULOS

I(nter)dentificación racial: racialización de la salud materna a través del programa Oportunidades y clínicas gubernamentales en México

Rosalynn Adeline Vega1 
http://orcid.org/0000-0003-4520-4114

1Doctora en Antropología Médica. Profesora asistente, Department of Sociology and Anthropology, University of Texas Río Grande Valley, EE.UU. Rosalynn.Vega@gmail.com

RESUMEN

Desde un abordaje etnográfico, este artículo examina el papel de la racialización en los procesos de salud-enfermedad-atención-cuidado, específicamente dentro del ámbito de la salud materna, a partir de las experiencias de los proveedores y administradores de salud, parteras y madres indígenas y las receptoras de transferencias monetarias condicionadas a través del programa Oportunidades. Al analizar las capacitaciones del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) a parteras indígenas y de los talleres del programa Oportunidades para personas indígenas, este artículo critica la utilización de la “interculturalidad” a través de formas que reafirman inadvertidamente la desigualdad. El concepto de i(nter)dentificación racial se ofrece como una manera para entender los procesos de racialización que refuerzan la discriminación sin hacer referencia explícita a la raza. La i(nter)dentificación racial es una herramienta para el análisis de variables múltiples que contribuyen al análisis interno inmediato que ocurre durante encuentros cotidianos con la diferencia, lo cual también estructura cómo los individuos interactúan durante los encuentros médicos. Este artículo muestra cómo las condiciones sociohistóricas y políticas desiguales y el acceso diferencial a los recursos económicos se convierten en determinantes de la salud.

PALABRAS CLAVES: Origen Étnico y Salud; Servicios de Salud del Indígena; Salud Materna; Atención Tradicional del Nacimiento; México

INTRODUCCIÓN

A media noche, en las Altas Montañas nahuas de Veracruz, una mujer llega a la puerta, con contracciones constantes e intensas en su vientre. A pesar de las descargas de dolor que recorren su cuerpo, la mujer está tranquila y decidida. Ella y su esposo, junto con sus familiares apilados en la parte trasera de la camioneta, han viajado por un sinuoso y oscuro camino durante varias horas en busca de la partera. La mujer está consciente y es conocedora de lo que podría ocurrirle, mas no tiene miedo, pues ha dado a luz en muchas ocasiones, como evidencian las canas en sus sienes tras años de experiencia criando niños. Pero se niega en esta ocasión a ser humillada o rechazada. Testigos de un acto clandestino, todos guardan silencio. La partera misma accedió a ser cómplice, y con su experiencia ayudará a la mujer a llevar a cabo su plan. La mujer y su esposo entran a la habitación de la partera y, a sus espaldas, se cierran las cortinas. No se oye nada en la casa más que susurros de aliento, hasta que un recién nacido llora en la oscuridad de la noche. [Observaciones de un nacimiento subrepticio que desafió los mandatos del programa Oportunidades, julio 2011]

Este artículo analiza el papel de la racialización en los procesos de salud-enfermedad-atención-cuidado1, específicamente, dentro del campo de la salud materna. Por medio de observaciones etnográficas, se exploran las opiniones y experiencias de administradores y de personal médico, parteras y madres indígenas, y beneficiarias del programa Oportunidades, mediante la creación de una cartografía de violencia obstétrica en la que la clase social, el género y las diferencias étnicas se desmoronan entre sí para generar la marginalización de algunas personas en calidad de “Otros”, dentro del ámbito de la atención de la salud y la ayuda gubernamental. Se muestra cómo las condiciones sociohistóricas y políticas desiguales y el acceso diferencial a los recursos económicos se convierten en determinantes de la salud. Al analizar la capacitación del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) destinada a las parteras indígenas y los talleres del programa Oportunidades destinados a indígenas beneficiarias de transferencias monetarias condicionadas, se critica el despliegue del concepto de “interculturalidad” a través de formas que reafirman inadvertidamente la desigualdad en la sociedad mexicana. Además, se presenta el concepto de i(nter)dentificación racial con el propósito de entender los procesos de racialización que promueven la discriminación, sin hacer referencia explícita a la raza. En síntesis, se examina cómo la discriminación racial refuerza la violencia sistemática en la obstetricia mexicana y estimula la complicidad del personal médico, con las transgresiones más significativas realizadas sobre el cuerpo de las mujeres racializadas.

Los argumentos presentados en este trabajo forman parte de una investigación más amplia titulada “A tale of two births: Transnational health care in multiethnic Mexico”, patrocinada por la University of California, Berkeley. Parte de los resultados de esa investigación han sido publicados en el artículo “Commodifying indigeneity: How the humanization of birth reinforces racialized inequality in Mexico2.

METODOLOGÍA

Realicé una etnografía multilocal para estudiar la partería y el parto humanizado en México3,4,5, con el propósito de identificar las diferentes “ventanas” por las que se pueden examinar los cambios recientes en las prácticas de parto6.

Esta investigación etnográfica comenzó en una escuela de partería profesional en el centro de México. Luego de acompañar a estudiantes y docentes en “prácticas de campo” en la Región de las Altas Montañas de Veracruz, empecé a reflexionar sobre las diferencias que se dan en función del lugar, y sobre la importancia de la ubicación geográfica en lo que se refiere a la atención de la salud reproductiva que reciben las mujeres. Esto implicó una redefinición de los preconceptos que tenía sobre el campo etnográfico, ya que no se trataba de un “campo” como tal, sino más bien de una red de personas. La investigación comenzó con parteras profesionales en México, un grupo limitado e interrelacionado de mujeres y, a continuación, accedí a sus pacientes. Después, busqué parejas, médicos, médicas y enfermeras de obstetricia. En el transcurso de la investigación, ejercí como voluntaria en dos organizaciones no gubernamentales (ONG), lo que me brindó acceso a las capacitaciones y los talleres para parteras tradicionales indígenas. Al ganarme la confianza de estas parteras y mientras era huésped en sus hogares durante varias visitas a sus pueblos, pude observar, además de la partería y el cuidado “tradicional” que proporcionaban, cómo interactuaban con las mujeres indígenas. Por último, observé a los profesionales médicos y a las pacientes de maternidad, tanto en hospitales públicos como privados, y solicité entrevistas con médicos y legisladores. Este proceso me llevó a los estados mexicanos de Guanajuato, Guerrero, Jalisco, México, San Luís Potosí, Veracruz, Chiapas, Oaxaca, Quintana Roo, Morelia, Querétaro, Puebla, Michoacán y Nuevo León; también viajé a California para llevar a cabo entrevistas, y a Brasil para realizar observación participante en un taller sobre la “partería tradicional mexicana”. Aunque la magnitud geográfica de este “campo” es enorme, las personas a las que conocí, observé y entrevisté definían un ámbito muy concreto: todos los sujetos que participaron en el estudio conocían a otros participantes dentro del grupo, e incluso algunos eran grandes amigos entre sí.

Realicé entrevistas en profundidad durante 28 meses a lo largo de México, entre octubre de 2010 y noviembre de 2013. Contando entrevistas informales, entrevistas en profundidad y las personas observadas, el estudio incluye 2.069 personas. Las entrevistas fueron semiestructuradas, con una duración de entre 15 minutos y 3 horas, siendo el promedio de 45 minutos, y las preguntas se adaptaron a la función de la persona entrevistada con respecto al parto: madre, pareja, persona que asistió el parto (partera tradicional, partera profesional, médico/a obstetra, enfermero/a obstétrico/a), o legislador/a, pero por lo general incluían preguntas que me ayudaran a entender la posición social del entrevistado (nivel de estudios, posición socioeconómica, etnia, etc.). Asimismo, por lo general, las preguntas hacían referencia a su ocupación e historia de vida además de sus puntos de vista en torno al género, al sistema de salud mexicano, a las experiencias positivas y negativas en cuanto al parto, y al cambiante clima político en lo relativo a la partería. La limitada estructuración de las entrevistas permitió que las respuestas de las personas entrevistadas no estuvieran sobredirigidas de antemano, sino que pudieran expresarse con libertad.

El análisis de los datos se sustentó, además, en las detalladas anotaciones recogidas en el diario de campo y de los audios y los videos de las entrevistas. Al concluir la investigación, realicé un proceso reiterativo mediante codificación abierta, que permitió identificar temáticas emergentes y sintetizar constructos de orden más elevado. Para preservar el anonimato de los participantes, se cambiaron los nombres y se ocultaron aquellos datos que pudieran identificar a las fuentes. Se obtuvo el consentimiento informado de las personas participantes a lo largo de la investigación, acorde con las normas estipuladas por el Comité de Protección de los Sujetos Humanos de la University of California, Berkeley (Nº de protocolo: 2011-02-2912).

“OTRIFICACIÓN”: LA ATENCIÓN DE LA SALUD MATERNA EN MÉXICO

Durante la realización del trabajo de campo, se descubrió una palpable y evidente dinámica de otrificiación entre los profesionales de la salud y las personas a las que van dirigidos sus servicios. Mientras estuve en San Miguel, me invitaron a una junta de directores de una ONG sobre salud comunitaria en la que, según estos, la “ignorancia” y la falta de responsabilidad eran los principales impedimentos de los miembros de la comunidad que atentaban contra la mejora de su salud. Por ejemplo, padres y madres que no les enseñan a sus hijos a comer verduras y que tampoco las consumen ellos mismos, personas en malas condiciones de salud que buscan atención médica cuando ya es demasiado tarde, adolescentes que no usan anticonceptivos a pesar de la información disponible sobre su uso y eficacia, o madres que se quedan en casa la semana después de haber dado a luz, en lugar de llevar a sus niños y niñas para que les hagan la prueba de hipotiroidismo dentro del breve período que permitiría evitar consecuencias a largo plazo. Ahora bien, los planteamientos sobre si la comida saludable se encontraba disponible para las familias de bajos recursos, o sobre la falta de infraestructura en los hospitales, o cuestiones como la accesibilidad de anticonceptivos dadas las bases católicas de México, o los beneficios y límites de los conocimientos incorporados de las mujeres fueron todos ellos aspectos que quedaron fuera del debate. No solo se define la “ignorancia” como la variable explicativa de las consecuencias negativas de la salud dentro de las salas de juntas de los directivos; en otro lugar de San Miguel, una mujer relató su experiencia luego de haber sufrido un doloroso aborto espontáneo, y me explicó que la enfermera del hospital público la regañó, diciéndole: “tu deberías haber sabido que estabas teniendo un aborto espontáneo, es tu culpa por no haber venido antes”.

En Veracruz, los profesionales de la salud atribuyeron las infecciones vaginales a la falta de higiene, mientras que las mujeres insistían en que “no es culpa de la mujer”. Criticaban a sus pacientes por ser malos “sujetos sanitarios”7, por ponerse en riesgo, por no entender las recomendaciones médicas, y porque se les tenía que explicar todo “muy despacito”. Durante el trabajo de campo se apreció cómo los médicos explicaban el diagnóstico y las opciones de tratamiento con terminología “coloquial”, lo que a menudo implicaba que dieran información incorrecta. Como consecuencia, las pacientes creían que se les estaba mintiendo, y evitaban ir al hospital por desconfianza: por ejemplo, se les decía a los indígenas que las inyecciones eran de “vitaminas”, y que el bebé debía nacer rápido o, de otro modo, moriría.

En Guerrero, estuve presente en una junta con responsables de la Secretaría de Salud sobre la incorporación de parteras profesionales a los hospitales públicos y a las clínicas rurales. Al finalizar la reunión, uno de los funcionarios resumió el progreso de la Secretaría de Salud en el área de salud reproductiva de la mujer, diciendo que los habitantes de los pueblos tenían “una mentalidad cerrada”, lo que imposibilitaba su trabajo. Visité un hospital regional de una de las zonas indígenas con mayor pobreza que recae dentro del ámbito de estos funcionarios, y hablé con uno de los médicos sobre las dificultades que enfrentan. Él simplemente dijo: “el problema son ellos mismos [los pacientes], ellos son su problema”. Una y otra vez, los profesionales de la salud expresaron lo difícil que era trabajar con indígenas debido a su cultura “desconfiada”.

En la Región Huasteca de San Luis Potosí, visité un hospital rural, cuya partera profesional -una persona de ascendencia huasteca que hablaba téenek- me dijo que un gran número de adolescentes daban a luz en ese hospital, y que algunas de las madres a las que atendía no tenían ni idea de por qué parte del cuerpo nacía el bebé: “las personas de aquí no saben demasiado”. Resulta de interés el posicionamiento de esta partera en cuanto a la comunidad en la que trabaja y en la que creció, ya que no se considera parte de “las personas de aquí” por haberse graduado de una escuela de partería profesional de otro estado. Aventuro que el contraste implícito en sus palabras propicia un “emblanquecimiento” que la aleja de sus raíces indígenas, sin importar el hecho de que su naturaleza indígena y sus habilidades lingüísticas (así como implícitamente su género) fueran la razón principal por la que obtuvo el empleo en ese hospital8.

En otro lugar de San Luis Potosí, solicité la opinión de dos parteras profesionales acerca de las causas de la llamativa cantidad de complicaciones en el parto y de anormalidades congénitas en la región. La lista de sus hipótesis incluyó aspectos como que las mujeres no habían recibido educación, que sufren de una mala alimentación y no toman suficiente agua ni toman ácido fólico, que no procuran atención prenatal, que practican una higiene deficiente y causante de infecciones vaginales, y que realizan trabajo físico durante su embarazo. Una partera profesional dijo: “las pacientes son incultas, no vienen a las revisiones médicas, y no han recibido educación […] muchas ni saben que están embarazadas a las 32 semanas de gestación”. Me contaron que una mujer estaba amamantando a su recién nacido en el hospital cuando una enfermera se dio cuenta de que el bebé estaba morado y no se movía, por lo que se lo quitó de los brazos. El equipo médico pudo reanimarlo, pero si la enfermera no hubiera intervenido, el niño habría muerto en los brazos de la madre negligente. Después de este relato, las acompañé al quirófano, donde le estaban retirando a una mujer los restos de un aborto espontáneo. Las puertas de ambos lados del quirófano estaban abiertas y los genitales de la mujer quedaban expuestos a quienes transitaran por el pasillo del hospital.

En Chiapas, hablé con una autoridad pública de sanidad acerca de las muertes maternas, quien relató varios episodios recientes. El primero se refería a una mujer a la que no se le diagnosticó eclampsia a tiempo porque no asistió a las revisiones médicas de su embarazo. En el segundo caso, él no estaba seguro de la causa de muerte de la mujer, aunque sí sabía que la partera tradicional había sido la responsable. En un tercer caso, tampoco estaba seguro de la causa de muerte, pero sabía que se trataba de una mujer sin educación de una zona rural. Por último, me habló sobre una muerte que involucraba a una partera tradicional que pertenecía a una asociación civil de dicha profesión, y que había recibido capacitación en una ONG local. Esta partera, al intentar ayudar en el nacimiento de un bebé con distocia, fracturó el cuello del niño. Conocí a muchas de las parteras tradicionales de la asociación civil que estaban indignadas ante la acusación de ser causantes de mortalidad materna, sin que se haya llevado a cabo ninguna investigación de los casos en particular.

Hablé más tarde con un médico que atiende a muchas pacientes indígenas, quien afirmó: “les falta apoyo económico para acudir al centro de salud y comprar las medicaciones, pero la cultura de las personas del campo tampoco nos permite acercarnos a ellos”. Según él, las tradiciones y la carencia de educación de los indígenas son las principales razones por las cuales médicos y pacientes no se entienden entre sí y, cuando la conversación tocó el tema del vínculo entre la falta de recursos y la indigenidad, el doctor reflexionó en voz alta sobre cómo decide a quién va a atender de la sala de espera llena. Entre las pacientes indígenas, la probabilidad de que tengan acceso directo y fiable a agua para lavarse es menor, con lo cual es más probable que escoja a alguien que se haya bañado en el día, y no tres días antes. Esto significa que las pacientes indígenas esperan más tiempo y se las atiende en último lugar.

En Michoacán, entrevisté a un dirigente de una ONG que aboga por la salud de la mujer, en especial, de las mujeres de la comunidad purépecha. Habló en profundidad sobre la desigualdad, y sus palabras remarcan la facilidad con la que ser indígena se reduce a vivir en la pobreza:

si preguntas: “¿los purépechas sufren de discriminación?”, algunas personas dirán que no. Pero… la mayoría de los purépechas dirían que a menudo sí se los discrimina y se los menosprecia, se les niega el servicio, o no se los atiende a tiempo. Es común tener este tipo de discriminación, es común. Creo que la clase social es, probablemente, el mayor problema en México: la indefensión y el desamparo de la gente pobre.

Aunque soy consciente de los efectos del legado colonial en el presente, me resisto a aplicar un análisis fanoniano o hegeliano sobre el reconocimiento mutuo9,10,11, no porque cuestione la validez de estos planteamientos, sino porque sé que muchos otros ya han realizado trabajos esclarecedores en ese ámbito y creo que un enfoque interseccional sería más fértil, en vez de usar el concepto de reconocimiento mutuo en el contexto latinoamericano. En el estudio que nos ocupa, me posiciono como antropóloga médica y, de manera más específica, como una académica interseccional de la antropología de la reproducción. Desde la óptica de la interseccionalidad, recupero herramientas etnográficas y teoría antropológica para abordar el problema de la i(nter)dentificación racial en México, con la pregunta: ¿qué nos puede decir la reproducción estratificada12 sobre la raza?

Raza

Si bien ya se ha escrito sobre la “raza” y la racialización de la biología13,14,15,16, esta investigación versa sobre la construcción de identidades sociales que permiten la manipulación generizada de la raza, ya que no solo se racializa a un cuerpo biológico propiamente dicho, o al cuerpo de una nación, sino también al cuerpo moral en general. Por ello, aludo al trabajo de Marisol De la Cadena y Elizabeth Roberts para afirmar que la raza en Latinoamérica es una categoría social compleja que va mucho más allá del concepto tradicional racial y que incluye la clase social, el nivel educativo y la “cultura.” No pretendo aquí, pues, definir si la raza es un constructo esencialmente biológico o eminentemente social sino que, por el contrario, señalo el interés en ver cómo la historia del colonialismo en México abrió un espacio para un proceso de racialización que llevó a la creación de identidades diferenciales (impregnadas de la noción de “raza”).

Me resisto a reducir la raza a términos biológicos, sin embargo la raza biológica se usa para definir los tipos de reproducción correctos e incorrectos lo que, a su vez, determinan las políticas y las prácticas tanto a nivel nacional como transnacional17. Si bien los antropólogos médicos han estudiado a fondo estos efectos en los ámbitos de la política demográfica y migratoria internacionales18,19,20,21, y han analizado también cómo las batallas libradas en el siglo XIX y XX en torno a la esclavitud, el mestizaje, la inmigración, el control demográfico, y la eugenesia dieron lugar a la categorización de las personas en aptas y no aptas para la reproducción22,23,24,25, este estudio hace referencia a la necesidad que plantean Brubaker y Dillaway26 de:

…investigar comparativamente las experiencias subjetivas de las mujeres embarazadas y parturientas en múltiples ubicaciones sociales y múltiples contextos, así como las experiencias y las perspectivas de las parteras y los profesionales médicos, para aportar un análisis más crítico y significativo sobre las complicadas intersecciones entre la ideología, la política y la experiencia corporal. [Traducción del original: to conduct comparative research on the subjective experiences of pregnant and birthing women at multiple social locations and multiple contexts, as well the experience and perspectives of midwives and medical providers in order to provide a more critical and meaningful analysis of the complicated intersections of ideology, politics, practice and bodily experience].26

Se adopta aquí el concepto de raza de Robert y se presentan ejemplos etnográficos de cómo el “control de la reproducción” se aplica a las mujeres indígenas presuntamente hiperfértiles. De esta manera, mi trabajo se nutre de un discurso binacional crítico de los sistemas de salud pública en Latinoamérica4,27,28,29,30,31,32,33,34,35,36. Al incluir la atención médica como otra de las maneras de marcar y transformar la raza, Roberts37 nos hace prestar atención a la maleabilidad de la realidad material y, de este modo, censura las tendencias que implican una división de la naturaleza y la cultura, así como las presunciones sobre la universalidad e inmutabilidad de los procesos biológicos38,39,40,41. También explica que, en el contexto andino, los servicios de salud públicos se crearon para intervenir sobre las poblaciones pobres e indígenas, en especial a las mujeres hiperfértiles42,43. De este modo, aunque el concepto de raza es flexible, plástico y cultivable en los Andes, sigue usándose para justificar la desigualdad.

De igual manera, De la Cadena señala cómo la raza resulta moldeada por el empleo, la ubicación, la vestimenta, la clase social, los niveles de “decencia” y la conducta sexual44. Explica además cómo el racismo generalizado en Perú desaparece del discurso mediante el uso de una retórica de la diferencia cultural:

Estas exculpaciones de racismo están incorporadas en una definición de raza silenciada retóricamente por la subordinación histórica del fenotipo a la cultura como marcador de la diferencia. En otras palabras, los peruanos creen que sus prácticas discriminatorias no son racistas porque no denotan las diferencias biológicas innatas, sino las culturales. [Traducción del original: These exculpations of racism are embedded in a definition of race rhetorically silenced by the historical subordination of phenotype to culture as a marker of difference. In other words, Peruvians think their discriminatory practices are not racist because they do not connote innate biological differences, but cultural ones]44

Para esta autora, las culturas devienen receptáculos para las desigualdades inmanentes, lo que da lugar a la mistificación de la discriminación racial y al “racismo sin raza”. La cultura es un objeto que se puede alcanzar: las categorías que designan a indios y a mestizos emergen de las interacciones, y no de la evolución. El fenotipo de uno puede subordinarse a la propia inteligencia y moralidad de la persona, siempre y cuando estas hayan sido corregidas a través de la “educación”. De este modo, un individuo de piel morena con suficiente educación puede llegar a ser “socialmente blanco”45. Con respecto al contexto mexicano, no niego las asociaciones entre el fenotipo y la manera en que las personas son identificadas como seres racializados; no obstante, me manifiesto expresamente en contra de la idea de raza como fenotipo, y señalo cómo el “emblanquecimiento social” se puede alcanzar en ocasiones por medio de la acumulación de capital cultural.

Clark42 se centra en cómo la educación convirtió a los indios en ciudadanos de la nación:

Por definición se percibía a los indios como ignorantes porque se asumía que los que habían recibido educación se convertirían en mestizos de manera automática. [Traducción del original: By definition Indians were seen as ignorant, because it was assumed that Indians who were educated would automatically become mestizos].42

Por su parte, Roberts17 señala cómo las relaciones raciales y de clase social se entrelazan, agregando que:

…desenredar la clase social de la raza sería perjudicial para la comprensión etnográfica de las relaciones de cuidado en Ecuador. Identificar los tipos de comida ingeridos o la atención recibida como marcadores de la clase social impide ver la manera en que se produce la raza dentro de las relaciones económicas. [Traducción del original: disentangling class and raza would do damage to an ethnographic understanding of care relations in Ecuador. Identifying the kinds of food ingested or care received as social markers of class, misses the way that raza is produced within economic relations].17

Este artículo desarrolla el concepto de i(nter)dentificación racial como reflexión sobre la índole sincrética de las identidades raciales28,29. La i(nter)dentificación racial es una herramienta que sirve para analizar las múltiples variables que contribuyen al análisis interno inmediato, y a menudo no consciente, que ocurre en los encuentros cotidianos con la diferencia, lo que a su vez estructura cómo los individuos interactúan, incluso en los encuentros médicos. En estos momentos, factores como “raza”, clase social, educación y otras formas de capital cultural se imbrican entre sí para producir construcciones sociales de identidad racial generizada, que incluyen y también sustituyen el fenotipo. La i(nter)dentificación racial se encarga, de manera explícita, de la mezcla de elementos no biológicos que se incorporan en las nociones de “raza”.

Además, en lugar de implementar los conceptos de “raza” y racismo, señalo cómo dicha i(nter)dentificación racial se despliega en y a través de los procesos de racialización generizada. Por lo tanto, a lo largo de este artículo, evito la reificación del concepto de “raza” y, en cambio, recurro a observaciones etnográficas para analizar críticamente los procesos interseccionales de la racialización generizada. Este enfoque se cimenta sobre una base significativa de bibliografía acerca de la “interseccionalidad”: el estudio de cómo las dimensiones de la desigualdad se co-construyen entre sí, en una manera interseccional de percibir el problema de la uniformidad y la diferencia en relación con el poder, una lógica fundamental de opresiones interrelacionadas, y un análisis de la dominación sistemática que entrevera la sexualidad, la raza, el género, la clase económica, etc.46,47. Según Granzka, los académicos de la “interseccionalidad dura” (en contraposición a la “interseccionalidad blanda”) realizan una autorreflexividad permanente, esgrimiendo el concepto como una herramienta analítica para la crítica del poder y del privilegio que produce conocimiento contrahegemónico sobre los grupos marginados y subyugados.

La analogía de Kimberle Crenshaw sobre la mayor probabilidad de sufrir una lesión al cruzar la calle en una intersección deja en claro cómo las mujeres negras de EE.UU. a veces sufren la discriminación de género de manera similar a las mujeres blancas, otras veces sufren la discriminación racial de manera similar a los hombres negros, e incluso en otras ocasiones se las discrimina por ser mujeres negras (no por la suma de racismo y sexismo, sino por algo que trasciende y suplanta estas categorías y que no se puede clasificar como un derivado de las vidas de las mujeres blancas o de los hombres negros). Crenshaw enfatiza la discriminación de género en las mujeres ya marginalizadas en cuanto a su raza y/o su clase social, y señala que, si bien es cierto que estas mujeres enfrentan los mismos obstáculos que otras mujeres más privilegiadas, también deben afrontar dificultades que son exclusivas de ellas48.

La investigación aquí presentada aporta muchos ejemplos de la “apartheid de clase” a la que hace referencia Gayatri Spivak: las divisiones de clase social dentro de una nación que hacen que quienes compartan la misma cultura experimenten realidades divergentes49. Uno de los objetivos de este artículo es resaltar la complejidad con la que la estratificación social y los procesos de racialización generizada se encuentran recíprocamente integrados para crear categorías sociales multivalentes. Uno podría preguntarse si, entre las personas generizadas, la “raza” cumple el papel de la clase o si, por el contrario, la clase hace las veces de raza. Este artículo busca aportar una complejidad aún mayor mediante la descripción de las intersecciones e imbricaciones recíprocas entre género raza, y clase. En otras palabras: en las personas generizadas, la raza cumple el papel de la clase y la clase cumple el papel de la raza. La racialización y la clase, así como categorías derivadas como el nivel educativo y la ubicación geográfica, están estrechamente relacionadas y se entreveran en la vida de las personas. Esto quiere decir que las personas no pueden experimentar su posicionalidad en la sociedad por medio de solo uno de estos factores, sino que estructuran su identidad y sus relaciones con otras personas necesariamente a través de la combinación de estos factores interseccionales37,46,50,51,52.

Aunque mi descripción de las diferentes posicionalidades de la sociedad mexicana se puede comparar a la noción de habitus de Bourdieu53, esta propuesta desarrolla la i(nter)dentificación racial para reconocer de manera simultánea las evidentes diferencias fenotípicas que se dan entre ricos y pobres. Insisto que múltiples desigualdades estructurales y superpuestas se despliegan y, por lo tanto, la i(nter)dentificación racial y la interseccionalidad se presentan como herramientas conceptuales multivalentes, dado que rehuso soslayar la obvia discrepancia visual entre los representantes institucionales y los beneficiarios del programa Oportunidades en México. La “raza”, el género y la clase social en México son categorías caleidoscópicas íntimamente relacionadas. Los procesos de racialización generizada derrumban e incorporan una variedad de factores sociales; reducir estos procesos a una disertación sobre el habitus opacaría la disparidad fenotípica evidente en toda esta investigación etnográfica.

Este artículo analiza, principalmente, el eje “raza” de las formas interseccionales de opresión, con el objetivo de explorar el aspecto de la racialización en la racialización generizada, pero de ninguna manera se pretende señalar la racialización como el criterio de análisis más significativo, ya que la clase socioeconómica, el nivel educativo, el género, la ubicación geográfica, etc., son importantes unidades de intersección en el análisis. No obstante, este artículo plantea que el estudio de la racialización permitirá poner en evidencia cómo los legados coloniales continúan dando forma a las identidades. Además, el énfasis en la racialización como perspectiva de análisis permite cuestionar cómo la historia de colonialismo sigue moldeando el orden transnacional contemporáneo54.

La i(nter)dentificación racial y el gobierno mexicano

El concepto de ciudadanía constituye un terreno fértil para la negociación entre las mujeres indígenas y el gobierno mexicano; a ellas se las inscribe en el programa Oportunidades y se les exige que den a luz en los hospitales públicos. Aunque mis observaciones en ocasiones coinciden con las de Smith-Oka55 respecto de que algunas mujeres indígenas buscan con ahínco la atención médica cuando dan a luz -esta autora defiende que el programa Oportunidades moldea a las mujeres pobres indígenas y las hacen madres obedientes y ciudadanas “modernas”- entrevisté a muchas otras que se negaron a acatar estas directrices debido a que ya habían sufrido discriminación racial en el pasado.

A pesar de las pruebas persistentes de la marginación de la población indígenas, así como de casos de motivaciones lucrativas en torno a las imágenes construidas de la indigenidad, presto atención a la idea de Clifford relativa al dinamismo56,57 y soy cuidadosa en no desestimar el sentido de agencia por parte de los participantes indígenas y sus amistades y arriesgarse a presentarlos exclusivamente en calidad de víctimas. Por eso, me interesa entender no solo cómo los entusiastas no indígenas de la etnomedicina retratan la indigenidad, sino también cómo las personas indígenas representan sus propias identidades étnicas2. Así, sugiero que, si bien las personas indígenas han sufrido violencia estructural durante siglos, también han desarrollado estrategias para aprovechar su posición como tales y, en ocasiones, para sentirse orgullosos de su herencia. Esta perspectiva no tiene como objeto suavizar los efectos de la violencia y la secular exclusión a la que han estado sometidos, ni tampoco minusvalorar la agencia y el dinamismo de las personas indígenas, sino proponerlas como personas proactivas y diligentes que perciben su identidad indígena como una fuente de marginalización y, también, como un valioso recurso.

Las muy dispares maneras en que las mujeres indígenas participan en la atención médica socava la noción generalizada de la “interculturalidad” en los sectores médicos y de salud pública en México, cuyo objetivo es reducir los efectos de la xenofobia al incorporar elementos culturales indígenas en los servicios proporcionados por el gobierno. En las siguientes páginas, vuelvo a reflexionar sobre la atención inadecuada que la “interculturalidad” ofrece tanto a factores como el género y la discriminación racial, como a factores económicos y políticos. Así, el concepto de i(nter)dentificación racial cuestiona la reificación de las culturas en las que dicha “interculturalidad” se fundamenta.

Consecuencias letales de la racialización generizada

Cuando asistí a un taller de capacitación para parteras tradicionales que impartía el IMSS en Zongolica, Veracruz, fui testigo de un momento impresionante en el que cuerpo de una sola mujer se constituyó en escenario de las confrontaciones de raza, clase, género y poder. El salón estaba notoriamente dividido en dos: los doctores (hombres), de pie al frente del salón con sus batas blancas, y las parteras indígenas, sentadas y con su vestimenta tradicional, en la audiencia. Una partera anciana, Paloma, se puso de pie en la última fila, y relató un caso en el cual la negligencia de los médicos y del personal ocasionó la muerte innecesaria del bebé de una mujer indígena. La mujer había llegado al hospital en pleno trabajo de parto, y las enfermeras no quisieron atenderla. La madre, desesperada, se apresuró al baño y dio a luz, en el inodoro, a un bebé mortinato. Como nunca se la colocó en una cama, dejó regueros de sangre por el pasillo, por lo que la enfermera le llamó la atención por ensuciar el piso y la obligó a limpiar la sangre. Paloma concluyó la desgarradora historia gritando: “yo también puedo ponerme una bata blanca”.

El director del hospital le pidió a Paloma el nombre de la persona asignada al caso y, cuando ella respondió con el nombre de una trabajadora comunitaria mujer e indígena, él asintió, como diciendo: “Ah, sí”, y mencionó que esa trabajadora, en particular, había estado involucrada en varios casos desafortunados. Si la trabajadora hubiera llevado a la madre al hospital con más tiempo, mencionó, el caso no habría terminado de manera trágica. Le prometió a Paloma que reprendería a la trabajadora y, aunque esta promesa pareció tranquilizar a la partera, la solución no me satisfizo a mí en lo personal, pues, en cuestión de segundos, la trabajadora comunitaria pasó a ser el chivo expiatorio de un sistema de salud fallido en muchos otros niveles. Como por arte de magia, el personal médico del hospital se liberó del tema, y el director del hospital rápidamente distrajo a las asistentes del taller de la anécdota “disruptiva”, hablando de otros temas. Pero el incidente permanece en mi recuerdo: la hemorragia de la mujer y la vida malograda de su bebé habían sido el epicentro de la confrontación, pero no se habían constituido en objetos reales del debate.

Esta anécdota refuerza el análisis y la crítica de la afirmación de Nazas-Beutelspacher58 que en México, la aproximación de los servicios institucionales a la población indígena constituye un encuentro entre dos culturas que está plagado de relaciones de desigualdad con respecto al valor del conocimiento y a la disparidad de las prácticas médicas. Mis observaciones etnográficas plantean que las culturas mestizas e indígenas se despliegan y evolucionan por medio de la interacción mutua y, por ende, se co-constituyen. Así, las personas entrevistadas indígenas refutan el valor que se les otorga a sus prácticas médicas, en ocasiones aprovechando el conocimiento “indígena” con fines lucrativos. Al mismo tiempo, los colectivos sociales se ubican agrupándose geográficamente de manera diferenciada, e incluso en espacios clínicos segregados en función de la raza, lo que pone de manifiesto cómo las disparidades materiales son el resultado de la desigualdad estructural.

La incoherencia del programa Oportunidades

Una manera especialmente esclarecedora de comprender la relación entre el gobierno mexicano y los grupos indígenas es por medio del análisis exhaustivo de las transferencias monetarias condicionadas que ofrece el programa Oportunidades. Paloma aceptó la resolución propuesta tras la disputa pública con el director del hospital en Zongólica pero, a lo largo de la investigación, se observaron marcadas disparidades en el comportamiento de muchas parteras dentro de los ámbitos público y privado. Las parteras tradicionales y las beneficiarias del programa Oportunidades se comportaron de modo dócil en los talleres, pero en sus vidas cotidianas planteaban resistencia a las directrices gubernamentales. El éxito del programa en un primer plano de evidencia (como la multitudinaria asistencia a los talleres obligatorios) no se tradujo en cambios reales en la conducta social. Así, Molyneux llega al punto de señalar que el programa Oportunidades pone a las madres al servicio de una “nueva agenda de la pobreza” y, de forma inadvertida, acrecienta la desigualdad de género, puesto que hace responsables a las madres -a la vez que exime a los padres- del bienestar de sus hijos, generando así problemas maritales (y, potencialmente, violencia doméstica) al proporcionarles subvenciones en efectivo a las mujeres, todo ello en una situación de desempleo generalizada entre los “procuradores de sustento” varones59.

Según Rodrigo, médico y ahora defensor de los derechos de los mayas, así como integrante del consejo directivo de una asociación indígena de Chiapas, el objetivo de los talleres de capacitación que ofrece el gobierno estatal es reforzar la desigualdad en las estructuras de poder existentes. Aunque el programa Oportunidades ha recibido buenas críticas en el ámbito de la salud pública60, sostengo que la condicionalidad de las transferencias monetarias evidencia una valorización diferencial del conocimiento y de las prácticas médicas, a la par que suscita la sumisión de los “Otros” racializados de México. Desde la perspectiva de Rodrigo “el programa Oportunidades es en realidad [un ejemplo de] las prácticas coercitivas infligidas a los indígenas por parte de la sociedad dominante”. Crítico beligerante de la biopiratería y defensor del conocimiento indígena, plantea también que, si bien es cierto que los profesionales de la salud perciben la resistencia de las parteras tradicionales a practicar métodos biomédicos como un “rezago”, a ellas no les interesa aprender nuevas técnicas porque confían en la eficacia de las que han usado por generaciones. Y agregó que, aunque estas mujeres asistan a los programas de capacitación para continuar recibiendo dinero y otros servicios que proporciona el gobierno, a menudo acuden sin intención de cambiar los métodos que emplean a diario en la práctica de la partería.

Las afirmaciones de Rodrigo las respaldan parteras tradicionales como Yanira quien, en una entrevista en profundidad, explicó que la participación de las mujeres en los programas de transferencia monetaria provocó que se modificara lo que ella reporta a las autoridades sobre sus prácticas, pero no sus prácticas reales. Es decir, las mujeres que reciben ayuda del programa Oportunidades le dicen “no me des un acta de nacimiento, yo voy a decir que [no llegué al hospital a tiempo], y que di a luz sola en casa, y que no me atendió una partera”. No obstante, esta investigación etnográfica no muestra una resistencia sistemática y, si bien las informantes indígenas a menudo cumplían con las directrices del programa Oportunidades de manera superficial y no sustancial, también se pudo observar cómo dichas directrices sí estructuran el ritmo de vida cotidiano de las mujeres indígenas.

Por ejemplo, durante mi primer viaje a Zacatochin, pasé tiempo con Francisca mientras ella satisfacía los requisitos de sus “prácticas de campo”, de dos semanas de duración. Entre ellos, figuraban actividades como impartir un taller a los miembros de la comunidad, instruirlos sobre salud reproductiva y documentar la cantidad de asistentes para medir el “impacto” que tendría su actividad. Francisca acudió a las oficinas municipales a solicitar que el taller se anunciara en la comunidad pero, al no haber servicios de telecomunicación en el lugar (teléfono, Internet, etc.), los anuncios se difundían a través de un megáfono que lanzaba a gran volumen la información desde el techo de un viejo automóvil Volkswagen Beetle que circulaba con lentitud por un serpenteante camino montañoso.

Al día siguiente, Francisca y yo fuimos al lugar de reunión donde se llevan a cabo los talleres comunitarios: canchas de baloncesto de cemento con techo de metal corrugado, construidas con fondos gubernamentales para fomentar el “desarrollo comunitario.” Allí esperamos, pero no llegó nadie. Francisca decidió esperar media hora más allá del horario anunciado, y llegaron dos mujeres. Decepcionada por la escasa asistencia, presentó sin entusiasmo el material del taller que había preparado y, después, nos encaminamos a la casa donde nos hospedábamos.

Esa noche, Francisca reflexionó sobre la falta de interés en su taller y decidió que, si a los miembros de la comunidad no les interesaba aprender información que era para su propio provecho, habría que obligarlos a hacerlo. Además, se negó a regresar de sus “prácticas” e informar que el impacto de su taller había sido el de proporcionar materiales educativos a solo dos personas. Al día siguiente, mientras yo estaba en la clínica local entrevistando al médico pasante, Francisca regresó a las oficinas municipales para anunciar otro taller. En esta ocasión, se identificó como alguien que visitaba la comunidad en representación de la Secretaría de Salud estatal, y dijo que su taller era un requisito obligatorio del programa Oportunidades. Al día siguiente, regresamos a las canchas y nos preparamos para el taller, y esta vez asistieron más de ciento treinta habitantes de la comunidad, en su mayoría mujeres. Al comenzar el taller, anunció que, al finalizar, iba a pasar lista pidiendo a cada participante su credencial de elector y apuntando los nombres. Les dijo además que las autoridades del programa Oportunidades iban a analizar la lista para confirmar su cumplimiento. De esta manera, Francisca se aseguró que las asistentes permanecieran hasta que terminara el taller.

Cuando estudiaba partería profesional, Francisca recibió capacitación sobre terminología médica, y el propósito de esta “participación comunitaria” era que pudiese desarrollar las habilidades necesarias para practicar la partería intercultural en ambientes rurales. La presentación que realizó sobre la salud reproductiva estaba plagada de términos biomédicos que resultaron incomprensibles para las asistentes del taller, y tampoco explicó las propiedades fisiológicas subyacentes a estos. Las “participantes” la observaron con la mirada ausente durante la mayor parte de la charla y, cuando finalizó, hicieron una fila para que Francisca apuntara los nombres de cada persona recogiendo una a una las tarjetas identificativas.

La anécdota muestra el abuso de poder de Francisca, poniendo en evidencia cómo las mujeres relativamente dotadas de ciertos privilegios también pueden actuar como agentes de desigualdad estructural contra otras mujeres. Además, señala cómo los programas de transferencias monetarias condicionadas como Oportunidades consiguen someter a las beneficiarias a causa de su pobreza y de su dependencia a los subsidios gubernamentales. Cuando el taller no era requisito para seguir formando parte del programa, casi ningún miembro de la comunidad estaba interesado, pero el hecho de pensar que el subsidio podría verse amenazado suscitó una mayor asistencia. En conversaciones privadas, las informantes expresaron las molestias que les generaban las disposiciones del programa, por interrumpir y determinar sus rutinas diarias. Una madre relató que se sentía “como una pelota, rebotando de un lado a otro”. En lugar de validar los efectos positivos que se esperaban de los servicios sociales obligatorios, las beneficiarias del programa Oportunidades entrevistadas manifestaron el disgusto que les causaba el hecho de que la ayuda monetaria sea condicionada y dependiera de su participación. Así, propongo la idea de que los programas como Oportunidades están conformados a partir de conceptos de “interculturalidad” que son valiosos en teoría, pero contradictorios en la práctica.

Interculturalidad

En México, el término “interculturalidad” se ha popularizado como vocablo en las dependencias gubernamentales, en círculos académicos y en algunas clínicas híbridas para describir el respeto hacia las diferencias culturales en la combinación de la medicina tradicional indígena con los métodos biomédicos. La “interculturalidad” se especifica como prioritaria en el Artículo 2º. de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos61, que garantiza un aumento de los niveles de escolarización, y estimula la educación intercultural. El artículo señala:

La nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas [...]. La conciencia de su identidad indígena deberá ser criterio fundamental para determinar a quiénes se aplican las disposiciones sobre pueblos indígenas.61

El artículo también indica que, para mejorar los “rezagos” en las comunidades indígenas, las autoridades tienen la obligación de asegurar el acceso a aquellos servicios de salud que aprovechan la medicina tradicional y que estimulan la nutrición de la población indígena por medio de programas de alimentación, en especial, de la población infantil (Artículo 2º., sección B, inciso III). Por otra parte, las autoridades están obligadas a fomentar la inclusión de las mujeres indígenas al desarrollo por medio de proyectos productivos, de la protección de la salud de la mujer, y de la adjudicación de incentivos para estimular la educación de las mujeres y su participación en la toma de decisiones en cuestiones comunitarias (Artículo 2º., sección B, inciso V).

Planteo, pues, que los conceptos de “interculturalidad” están generalizados en México y que, por ende, están vinculados al desarrollo de programas como Oportunidades, incluso si no se manifiestan de manera explícita. El gobierno mexicano interactúa con la población indígena por medio del (supuestamente) benévolo y equitativo marco de la “interculturalidad”. No obstante, analizando la política textual38 de la “interculturalidad” se devela cómo este concepto fue establecido desde posiciones de poder como fórmula de tratamiento a unas comunidades cuya inferioridad se da por sentada de antemano. El uso de la palabra “rezago” en la Constitución mexicana para describir diversas estrategias interculturales demuestra la contradicción con que la interculturalidad en México pretende otorgar de manera equitativa derechos fundamentales de ciudadanía a los miembros de las comunidades indígenas, a la par que los califica de “rezagados”.

Para comprender el concepto de interculturalidad, compartí mis observaciones y comparé mis experiencias con las de Jaime Breilh, director del área de salud de la Universidad Andina Simón Bolívar, quien me explicó cómo, en Ecuador, la interculturalidad surgió como un movimiento originado por los mismos indígenas, y que se ha convertido en una encrucijada no solo a nivel político, sino también intelectual. En Ecuador, comenzaron a aplicar su perspectiva crítica a un pasado colonial y el resultado fue una propuesta epistemológica y filosófica con vistas al futuro. En cambio, en México la “interculturalidad” no se originó desde la comunidad indígena, sino que surgió de un debate teórico en el ámbito académico y como estrategia burocrática en las políticas y el desarrollo de la salud pública.

Mi trabajo de campo etnográfico propone que la “interculturalidad” es una fuerza poderosa para la producción de sujetos racializados, organizándolos jerárquicamente y ampliando los efectos materiales de dichas jerarquías. Así, se rechaza una interpretación ingenua de la “interculturalidad”, una formulación amplia que propicia una visión utópica de un mundo donde las diferencias coexisten en armonía, deslindadas del poder. En otras palabras: la medicina “tradicional” y la biomedicina no se ensamblan en igualdad de condiciones, influyendo una a la otra con ecuanimidad. Los conocimientos expertos de los facultativos médicos y de los doctores de medicina tradicional no gozan del mismo valor, no se los remunera por igual, ni disfrutan de la misma infraestructura ni el mismo respaldo por parte de las políticas de salud pública. El ensalzamiento de esta “interculturalidad” con frecuencia pasa por alto una serie de desigualdades persistentes, y resulta perturbador ver cómo se pueden enmascarar dinámicas de poder desiguales, percepciones dispares del valor, y discriminaciones raciales continuadas mediante dicho énfasis en la “interculturalidad”, tanto al nivel de debate académico como de política de salud pública.

Durante la investigación de campo, hablé con distintas personas para poder analizar cómo se pone en práctica dicha “interculturalidad”. Un médico, ahora dirigente de una ONG y defensor de la medicina tradicional, me informó sobre las diferentes clínicas “interculturales” en el país, donde la medicina tradicional se “descuartiza” y se descontextualiza, restando autenticidad a las técnicas y aplicándolas de manera incoherente y aislada. Por ejemplo, en la Riviera Maya, un hospital instaló hamacas en la sala de espera como estrategia “intercultural”, mientras que no se hacía nada para que la atención médica y terapéutica fuese más apropiada en el plano cultural.

Paralelamente, los esfuerzos para desarrollar modos más sustantivos de “interculturalidad” se enfrentan a obstáculos financieros que emanan del hecho de que, a pesar de la retórica de la “interculturalidad” dentro de la normativa, la legitimidad de los modelos contrahegemónicos es duramente cuestionada. Una partera, profesora asociada de la Universidad Intercultural de Quintana Roo, afirmó que “los modelos interculturales no se respetan en absoluto”. La universidad en la que trabaja es parte de un nuevo sistema universitario que intenta incorporar el conocimiento indígena en la educación superior, y requiere que los alumnos estudien la lengua maya y aprendan medicina tradicional, además de los métodos biomédicos. Sin embargo, el modelo de la universidad intercultural lucha por obtener reconocimiento y valoración en el ámbito académico mexicano.

CONCLUSIÓN

Este artículo brinda diversos ejemplos de cómo las mujeres indígenas sufren de discriminación en el ámbito clínico y plantea que la capacitación para las parteras tradicionales y los talleres del programa Oportunidades para las beneficiarias de ayuda económica, afianzadas por la infraestructura intercultural, suelen reforzar los patrones de desigualdad. También argumenta que el acceso desigual a los recursos que enfrentan las mujeres indígenas, además del tratamiento diferente que reciben, son resultado de la i(nter)dentificación racial: un proceso en virtud del cual la raza, la clase, el género, la educación, entre otras formas de capital cultural, se intersectan para moldear la percepción que las personas tienen las unas de las otras en su contacto con la diferencia. Por lo tanto, se propone que las mujeres indígenas afrontan dificultades sociales que se generan por la interseccionalidad entre su indigenidad, pobreza económica, género y carencia educativa, además de otros indicadores como su acento al hablar español. Estas desventajas convergen, convirtiéndose en determinantes de la inferior atención de la salud reproductiva que reciben.

Por último, se arguye que, si bien la “interculturalidad” es cada vez más popular en México, a menudo se implementa de forma que, desapercibidamente, refuerza los estereotipos raciales y no consigue mejorar la calidad de la atención de la salud de los beneficiarios. Los programas interculturales enmascaran prejuicios sobre la inferioridad y el “rezago” de los grupos indígenas, y las formas de medicina indígena descontextualizadas y desautentificadas en hospitales alopáticos no han logrado derribar las desigualdades de poder entre los proveedores de atención médica no indígenas y los pacientes indígenas. Los tropos interculturales informan cómo el sector de la salud pública maneja a las poblaciones indígenas por medio de programas como Oportunidades, los cuales suscitan la obediencia forzada de los empobrecidos beneficiaros. Mientras tanto, las parteras y madres indígenas encuentran maneras de obedecer y, al mismo tiempo, convertirse en agentes de su propia salud2.

AGRADECIMIENTOS

A Charles L. Briggs, Nancy Scheper-Hughes, Charis Thompson, Ian Whitmarsh, y Eduardo Menéndez, que me ofrecieron críticas constructivas y perspectivas alternativas a lo largo del proceso de escritura del artículo. La investigación recibió el apoyo de las siguientes fuentes: Jacob K. Javits Fellowship, UC Regents Fellowship, UC Human Rights Center, UC Global Health Institute, UC Institute for Mexico and the United States, Roselyn Lindheim Award y Ford Foundation.

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Recibido: 30 de Agosto de 2016; Aprobado: 18 de Octubre de 2016

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