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Salud colectiva

Print version ISSN 1669-2381On-line version ISSN 1851-8265

Salud colect. vol.16  Lanús  2020

http://dx.doi.org/10.18294/sc.2020.2493 

ARTÍCULOS

La funcionalidad política de la “ciencia” prohibicionista: El caso del cannabis y los psicodélicos

The political uses of prohibitionist “science:” The case of cannabis and psychedelics

1Autor de correspondencia. Doctor en Psicología Social. Director Técnico, Episteme Investigación e intervención social. Barcelona, España. davidpere@episteme.cat

2Doctor en Antropología. Docente, Facultad de Psicología, Universidad de la República. Investigador, Agencia Nacional de Investigación e Innovación, Uruguay. ismaelapud@psico.edu.uy

3Doctor en Antropología. Docente, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República. Investigador, Agencia Nacional de Investigación e Innovación, Uruguay. jscuro@fhuce.edu.uy

4Doctor en Historia y Antropología. Profesor Emérito, Departamento de Antropología, Filosofía y Trabajo Social; Medical Anthropology Research Center, Universitat Rovira i Virgili, Tarragona, España. oriol.romani@urv.cat

RESUMEN

Se analiza, desde una perspectiva externalista, el uso de la ciencia como herramienta política por parte de la lógica prohibicionista. El prohibicionismo trabaja para que sus preceptos político-morales sean considerados científicos, es decir, como el resultado de un proceso de investigación neutro a nivel ideológico. El artículo analiza el caso del cannabis y de los psicodélicos para mostrar cómo el prohibicionismo solo ha recurrido a la “ciencia” para ocultar su agenda político-moral, mientras ha ignorado todos los resultados de las investigaciones científicas que no se ajustaban a sus apriorismos. Finalmente planteamos que las políticas de drogas deben fundamentarse en la evidencia científica y en ciertos valores básicos -defensa de la salud pública, de la cohesión social, de los Derechos Humanos-, por lo que un análisis en términos de relaciones de poder permitiría entender mejor las contradictorias relaciones entre ciencia y políticas de drogas.

PALABRAS CLAVES: Política Pública; Cannabis; Alucinógenos; Ciencia; Moral

ABSTRACT

This article analyzes the use of science as a political tool in prohibitionist logic, adopting an externalist perspective. Prohibitionism strives to have its political-moral precepts be considered scientific, that is, the result of an ideologically neutral research process. The article analyzes the case of cannabis and psychedelics to show how prohibitionism has only resorted to “science” to hide its political-moral agenda, while ignoring the results of scientific research that did not fit its apriorisms. Finally, we argue that drug policies should be based on scientific evidence and on certain basic values - the defense of public health, social cohesion, Human Rights - such that an analysis in terms of power relations would allow us to better understand the contradictory relationships between science and drug policies.

KEY WORDS: Public Policy; Cannabis; Hallucinogens; Science; Moral

DE CIENCIA, POLÍTICAS Y DROGAS

En el presente artículo proponemos analizar las relaciones entre ciencia y políticas de drogas desde una perspectiva externalista. En los estudios de la ciencia, el debate internalismo-externalismo remite a cómo entender el desarrollo del conocimiento científico en las tensiones entre su historia interna y su historia externa1. Desde una visión internalista, la ciencia se desarrolla bajo la acumulación de conocimientos y evidencias, en una secuencia lógica de teorías e hipótesis relativamente protegidas de los sesgos que puedan introducirse desde el contexto social y cultural. De esta manera la ciencia es capaz de desarrollarse como una comunidad, donde el escepticismo, el desinterés, y el universalismo marcan su ethos y aseguran una relativa neutralidad2. En contraste, una visión externalista supone que la producción de conocimiento científico se sitúa en un contexto social e histórico, donde creencias culturales, posiciones sociales, políticas estatales, y distintas fuentes de financiación influencian directa o indirectamente su quehacer3. Esto no necesariamente contradice la idea de que la ciencia ofrece un conjunto de procedimientos que permiten construir un conocimiento sólido, válido y confiable. Como muestra Samaja4, si bien la ciencia elabora distintos procedimientos para mantener el contexto de justificación relativamente controlado, esta no puede separarse totalmente de su contexto de descubrimiento.

El caso de las drogas es paradigmático para entender las relaciones entre ciencia, política y sociedad. La emergencia del modelo prohibicionista debe ser entendido en el contexto histórico del “proceso de medicalización”, donde se conjugan ideologías religiosas y científicas5. Más allá de que las sociedades tradicionales ya disponían de regulaciones rituales para el tipo de sustancias que en el siglo XX acabaremos conociendo como drogas y medicamentos, desde el Renacimiento encontramos las primeras regulaciones políticas formales a nivel local, como en Nápoles a principios del siglo XV, por el rey de la corona catalano-aragonesa Martín el Humano6, o en Francia, por Luis XIV, quien hacia 1670 ordenó que determinadas sustancias debían servirse siempre con receta7. Pero, en realidad, hasta fines del siglo XIX, sustancias ahora clasificadas como peligrosas y adictivas -es decir, las actualmente fiscalizadas por los correspondientes tratados internacionales- eran utilizadas libremente por la población, en un período que Escohotado8 denomina como laissez faire.

A partir de siglo XIX, distintos actores sociales comenzaron a converger en la confección de un nuevo modelo, que gravitaba bajo la idea de “adicción”, inicialmente relacionada al consumo de alcoholes destilados, que fueron vistos como un problema de deterioro social, asociado al proletariado y las clases bajas9. El combate al alcoholismo también fue sostenido desde el campo religioso, principalmente con los movimientos de la templanza surgidos en el siglo XIX en EEUU. Dichos grupos basaron su cruzada en la reformulación escolástica de la idea griega de la sophrosyne -templanza o control de los vicios y del deseo-, que se contraponía a la idea del adicto como “esclavo de sí mismo”10. Médicos y religiosos aunaron fuerzas -no sin contradicciones- para promover el modelo de alcoholismo como una enfermedad crónica de la voluntad11.

Distintos autores describen el carácter xenófobo y clasista de dichas políticas, en las que el consumo de sustancias era asociado a distintos grupos de inmigrantes pobres: el opio a los chinos, la marihuana a los mexicanos, la cocaína a los afroamericanos, los destilados a los inmigrantes católicos irlandeses, entre otros8,12,13,14,15. Esto llevó a asociar consumidor con pecador, perturbado mental y asesino, una base discursiva para poner en marcha el prohibicionismo16. En este sentido, el prohibicionismo, como han discutido tantos autores, es un dispositivo de control social17,18,19. De hecho, la primera experiencia estatal moderna de prohibición de una droga a inicios del siglo XX, que fue la del opio en Filipinas, se basó en argumentos claramente etnocéntricos y racistas20, lejos todavía del argumentario cientificista hegemónico con el que se consiguió el consenso de la prohibición de esas y otras sustancias a mediados del siglo XX.

Así surgió el modelo prohibicionista, bajo la convergencia de movimientos protestantes, el ascenso y hegemonía del estamento médico y la industria farmacéutica, y los intereses de control político, centrados en la instauración de una potente burocracia especializada en el tema. A través del estereotipo del adicto y una concepción diabolizada de las drogas -que justificó su gestión social de una forma totalmente distinta a la de los medicamentos-, se desarrolló un nuevo imaginario cultural del prohibicionismo moral, que consiguió elevar a política mundial su aversión a la ebriedad. Su espíritu articuló las negociaciones políticas que se cristalizaron en los tratados de fiscalización de Naciones Unidas21. Los tratados apelaron a la ciencia, entendida como herramienta de poder, para justificar la prohibición de determinadas sustancias, sin importar que los informes que “demostraban” la perversión de las sustancias sometidas a fiscalización fuesen redactados por científicos afines al comisionado del Federal Bureau of Narcotic de EEUU, Harry Anslinger, conocido públicamente no solo por su cruzada moral contra las drogas, sino también por sus declaraciones xenófobas y racistas. En suma, se trataba de informes de escasa o nula calidad científica22, en los que los argumentos morales eran disfrazados con un lenguaje técnico de performatividad científica, a pesar de que la mayor parte de la evidencia de la ciencia, desvinculada de los intereses morales antes citados, apuntaba hacia otro lado. Este estilo de argumentación ha sido característico del prohibicionismo, como veremos para el caso de la marihuana y de los psicodélicos.

LA CRUZADA POLÍTICO-MORAL CONTRA EL CANNABIS

En clave histórica, la posición de la ciencia hegemónica e institucionalizada hacia el cannabis varió sustancialmente después de la implementación del prohibicionismo mundial. Antes de que este fuera la política hegemónica, los prohombres científicos contrariaban las explicaciones tremendistas sobre el cannabis realizadas por puritanos enemigos de la ebriedad. El ejemplo más clamoroso es el Indian Hemp Drugs Commission Report. En 1893, unos cruzados de la abstinencia plantearon a la Cámara de los Comunes del Reino Unido su preocupación por el uso del cannabis en la India mediante argumentos como: los “...manicomios de la India están repletos de fumadores de ganja23. A tenor de estas aseveraciones, se constituyó la Indian Hemp Drugs Commission, para conocer el alcance y las consecuencias físicas, mentales y morales del uso del cannabis. La comisión señaló al gobierno británico abstenerse de tomar cualquier medida restrictiva, como así fue. En el mismo sentido concluyeron los informes Panama Canal Zone Report de 1925, 1931 y 1933. A pesar del clima beligerante que se gestaba en EEUU (Panamá estaba bajo su soberanía desde 1904), el comité designado concluyó, en los tres informes, los escasos efectos perversos del cannabis entre la tropa y la disciplina militar; en consecuencia, se sugirió descartar cualquier iniciativa fiscalizadora.

Estos informes fueron escritos antes de la implementación en EEUU de la Marihuana Tax Act, de 1937, que representó la primera ley federal de fiscalización del cannabis. Dicha ley, redactada por Anslinger a imagen y semejanza de la Harrison Narcotic Tax Act, de 1914, despertó suspicacia entre políticos y científicos, muchos de los cuales la consideraron moralista y fundamentada en aseveraciones alejadas de la realidad y la ciencia. Fiorello La Guardia, alcalde de Nueva York, en 1939 encargó a la Academia de Medicina de Nueva York un estudio sobre la incidencia social y los aspectos médicos y clínicos de la marihuana. Los resultados fueron parcialmente presentados en 1944 y contradecían las creencias de Anslinger. El impacto del informe fue nulo, porque Anslinger y su Bureau of Narcotics ya poseían tanto poder que despreciaron los resultados, e incluso presionaron para que la misma National Academy of Medicine, publicara un editorial en la revista que editaba por entonces, con un alegato contra el estudio, considerándolo acientífico, con la clara intencionalidad de desacreditar todo el conocimiento consignado en dicho informe8. El informe La Guardia marcó el punto de inflexión sobre la influencia política de los informes científicos, y a partir de entonces los procesos de generación de conocimiento científico comenzaron a estar fuertemente influenciados por los intereses prohibicionistas.

A lo largo del siglo xx se encargaron más estudios e informes. Todos ellos coincidían, en cierta medida, en apuntar su escasa peligrosidad o, al menos, en señalar la sobredimensión de los efectos perversos. La inmensa mayoría fueron descalificados y su influencia política fue nula. Este sería el caso del British Wootten Report (Reino Unido, 1969), Le Dain Commission Report (Canadá, 1970), Consumer Union Licit and Illicit Drugs (EEUU, 1972), National Commission on Marihuana and Drug Abuse (EEUU, 1972), Commission of the Australian Government (Australia, 1977), National Academy of Sciences Report (EEUU, 1982), el informe Pelletier (Presidencia de Francia, 1978), o el informe Roques (Academia Francesa de Ciencias, 1998). Los únicos informes científicos que evaluaban la peligrosidad del cannabis (y otras drogas) considerados políticamente fueron los realizados en los Países Bajos (el informe del Hulsman Committee de 1969 y el informe del Bann Committee de 1972). Los efectos políticos de estos informes se tradujeron en la descriminalización de facto del cannabis, con la consecuente implementación del conocido modelo holandés coffee shops24,25.

En el momento de implementar la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, no se presentó informe alguno que justificara la inclusión del cannabis en la lista I (sustancias consideradas con alto potencial adictivo) y la lista IV (drogas sin propiedades terapéuticas)18,19. Es más, la lógica prohibicionista ha desestimado evaluar la eficacia de las políticas punitivas, así como ha desoído las voces que han apuntado que los objetivos planteados son quiméricos e imposibles de alcanzar22,26. Más allá de las estrategias dirigidas a erradicar la producción y consumo de sustancias, en las cuales la Drug Enforcement Administration (DEA) ha marcado perfil propio, los esfuerzos se han centrado en despolitizar la cuestión de las drogas y desplazar la discusión hacia un terreno “científico”, cimentado sobre las premisas morales del prohibicionismo.

Entre las múltiples aseveraciones que ha intentado naturalizar el prohibicionismo científico se destaca el pábulo dado a la adicción al cannabis27. Todas las investigaciones lideradas por prohibicionistas científicos han subrayado el componente pernicioso del cannabis y, en muchas ocasiones, casi sin ningún matiz, asocian consumo con adicción28. Ha habido enunciados tan exagerados que consideran igual de adictivo el cannabis que la heroína29. Sin embargo, el National Institute Drug Abuse (NIDA)30 señala que el 23,1% de las personas que usan heroína desarrollan algún tipo de adicción, mientras que, en el caso del cannabis, ese porcentaje se reduce solo al 9%.

El prohibicionismo científico, en su voluntad de asociar cannabis con problemas, ha recurrido a diferentes estrategias, entre ellas relacionar cannabis con fracaso escolar31,32,33,34,35,36,37,38,39. Después de que el presidente Richard Nixon declarara en 1971 la “guerra contra las drogas”, los expertos antidrogas de EEUU, capitaneados por el NIDA, afinaron la campaña de descrédito contra el cannabis40. Entre los diferentes flancos de ataque pensaron que la asociación entre fumar marihuana y el fracaso escolar era una fortaleza para ganar credibilidad sociopolítica. A través de ello, conseguían dos objetivos políticos: criminalizar el cannabis y, a modo de chivo expiatorio, responsabilizarlo del bajo rendimiento escolar de los jóvenes más desfavorecidos, en vez de reconocer la terrible desigualdad social inherente a la sociedad estadounidense41,42,43. En consecuencia, la ciencia prohibicionista conseguía apuntalar la idea de que las personas pobres, especialmente negros, abandonaban prematuramente la escuela porque fumaban marihuana, sin considerar que el racismo o el estrato socioeconómico influyera en sus desdichas33,34,44. Los países que estaban en la órbita estadounidense, como es el caso de España, pronto adoptaron las mismas estrategias para amedrentar a la población.

Debido al fuerte apoyo económico en el campo de las drogas, la línea de investigación sobre cannabis y fracaso escolar se convirtió en una de las más prolíficas. Durante la década de 1980 y 1990, esta se centró en buscar un efecto de causalidad45,46,47,48. Las estrategias para demostrarlo fueron variopintas, desde intentar encontrar las bases genéticas que explicaran la relación entre ambos factores, hasta factores fisiológicos o cognitivos30,33,49,50,51,52. Los datos nunca fueron concluyentes, y establecer cualquier causalidad devenía una interpretación forzada de las evidencias. MacLeod et al.53 revisaron los 48 estudios más importantes sobre la cuestión y llegaron a la conclusión de que la causalidad entre ambos fenómenos era inexistente. Podemos hablar de correlación, pero en ningún caso podemos afirmar que el cannabis provoca de forma directa el fracaso escolar28. A partir de esta publicación ya no encontramos ninguna investigación ni publicación solvente que intente demostrar la causalidad. A pesar de que la ciencia hace quince años descartó dicha idea, frecuentemente los medios masivos recuerdan a la población que el cannabis provoca fracaso escolar; recordatorios que reafirman, en el imaginario colectivo, la perversidad del cannabis54.

Los especialistas en abandono escolar nunca atribuyen al cannabis importancia alguna para explicar los bajos rendimientos académicos. En todas las definiciones acuñadas por expertos educativos sobre el fracaso escolar encontramos un denominador común: nunca citan la posible influencia del cannabis. Hablan de factores biológicos, cognitivos, estructurales, el rol de la familia, el papel del contexto educativo, entre otros55. Multitud de elementos esgrimidos para dar cuenta del fracaso escolar, pero en ningún caso apuntan al cannabis como responsable de las desventuras escolares de cientos de miles de jóvenes. Un ejemplo reciente es el texto de Bayón Calvo56, en el que analiza los elementos que explican el fracaso escolar, y no alude en ningún momento al cannabis o a los porros para explicar el porqué del fracaso.

La independencia entre fracaso escolar y consumo de cannabis también la observamos cuando comparamos los indicadores de ambos fenómenos a lo largo de las secuencias temporales. Según el Ministerio de Educación57, el fracaso escolar en España viene descendiendo de manera ininterrumpida desde 1994. En este año, el 36,4% de los estudiantes españoles abandonaba prematuramente la escuela. En 2016 descendió hasta el 19%, es decir, en poco más de veinte años la tasa de abandono escolar se redujo a casi la mitad. En cambio, en 1994, el 12,1% de los estudiantes españoles de 14 a 18 años consumió cannabis en el último mes, llegando al máximo histórico en 2004 cuando alcanzó el 25,1% -mientras el fracaso escolar descendía- para situarse en 2014 en el 18,1%58. La independencia de los datos y, por extensión, entre los fenómenos, pone en evidencia que toda la bibliografía fundamentada en las asunciones morales del prohibicionismo que relaciona cannabis con fracaso escolar está severamente influida, no tanto por los datos como por premisas político-morales.

Los usos medicinales/terapéuticos del cannabis representan la interpretación más indebida y abusiva de la ciencia prohibicionista59. La política internacional le negó al cannabis cualquier ápice de propiedad terapéutica al ser incluido en la lista IV18. Esta inclusión provocó que los científicos afines al prohibicionismo negasen sistemáticamente cualquier evidencia empírica que no fuese en la dirección de reforzar que el cannabis era una sustancia inherentemente dañina.

Desde entonces, multitud de estudios han acreditado su capacidad para paliar, tratar o mitigar dolencias de muy diferente naturaleza (epilepsia refractaria, dolor crónico, esclerosis múltiples, etc.)60. A pesar de las evidencias científicas que obligaban a reclasificar el cannabis, el prohibicionismo activó su sistema reticular de producción académica que, no solo contradecía cualquier evidencia sobre las propiedades terapéuticas del cannabis, sino que trabajaba para acreditar su maldad61; es decir, la ciencia prohibicionista ha trabajado para crear un corpus de conocimiento que respalde la premisa política de que todo consumo remite a problemas y que en ningún caso es una sustancia con propiedades terapéuticas. Tal incoherencia ha durado más de cincuenta años hasta que, en 2017, la Comisión de Estupefacientes encargó al grupo de expertos en Farmacodependencia de la Organización Mundial de la Salud (OMS) una revisión de la evidencia sobre las propiedades terapéuticas del cannabis. Como no podía ser de otra manera, el grupo de expertos ha recomendado a la Comisión la reclasificación del cannabis. Eso sí, lo eliminaron de la lista IV, es decir, reconociéndole las propiedades terapéuticas, pero lo mantienen en la lista I, por tanto, de momento continuará fiscalizado cualquier uso desvinculado de fines terapéuticos.

La negación de los usos medicinales y espirituales de los psicodélicos

Desde el siglo XIX y a lo largo de la primera mitad de siglo XX, los psicodélicos eran considerados como “psicomiméticos”, en tanto se creía eran capaces de inducir una psicosis temporal y reversible, que abría al psiquiatra las puertas hacia el mundo fenomenológico de sus pacientes. Inicialmente, el modelo psicotomimético fue considerado para el hachís por el psiquiatra francés Jacques-Joseph Moreau de Tours. Con la llegada del siglo XX, la protagonista pasó a ser la mescalina (sustancia proveniente de los cactus peyote y San Pedro), estudiada por reconocidos psiquiatras como el alemán Kurt Beringer62. Paralelamente, antropólogos estadounidenses comenzaron a interesarse y promulgarse en defensa del emergente movimiento indígena de resistencia cultural y difusión del peyotismo. Uno de los antecedentes más tempranos fue James Mooney, que instó a los grupos peyoteros a organizarse como una iglesia occidental, llamada luego “Iglesia Nativa Americana” (Native American Church), para legitimar de esa manera el uso ritual de dicho cactus63. En 1937, los antropólogos Franz Boas, Weston La Barre y el etnobotánico Richard Evans-Schultes enviaron cartas de repudio frente a una nueva tentativa prohibicionista. En 1951, Weston La Barre y colegas publicarían en la revista Science una “Declaración sobre el Peyote”, manifestándose nuevamente contrarios a las tentativas prohibicionistas64.

En 1943 se produjo un nuevo giro en el estudio de este tipo de sustancias, luego que Albert Hofmann descubriera el LSD-25. En ese entonces, el modelo psicotomimético era una concepción popular en los círculos psiquiátricos. La idea de usar una sustancia para causar una psicosis reversible era coherente dentro un contexto en el que predominaba el pensamiento psicoanalítico. La idea era que sustancias como el LSD o la mescalina ofrecían una vía más rápida que la asociación libre o los sueños para acceder al inconsciente y obtener material para el análisis del paciente65. Distintos estudios fueron realizados bajo dicha concepción, en lo que usualmente se denominó como “modelo psicolítico”, en el que se usaban dosis relativamente bajas de la sustancia. Este fue el enfoque que predominó en la Europa de la década de 1960, con unos 18 centros que realizaban terapia psicolítica66, y con réplicas en Latinoamérica67.

Si bien muchos de estos estudios no utilizaban los procedimientos actuales de la investigación clínica -pruebas de control y aleatoriedad-, existía evidencia que indicaba el potencial psicoterapéutico de estas sustancias, principalmente cuando eran utilizadas en un cuidadoso encuadre clínico, y para determinados trastornos no-psicóticos, entre los que se incluía el alcoholismo68. Esto último contradecía su ulterior clasificación como sustancias con un alto potencial adictivo. Al mismo tiempo que se desarrollaba la investigación clínica, la antropología cultural estudiaba sus usos tradicionales, tanto religiosos como médicos, comprendiendo rituales como los del peyote o los hongos psilocibinos en sus aspectos medicinales. Posteriormente, la antropología continuaría interesándose en los rituales de trance -con o sin psicodélicos- en tanto generadores de identidad cultural, y como dispositivos terapéuticos para trastornos como depresión, anomia y adicciones69.

La visión psicolítica difería del nuevo paradigma emergente que comenzaría a consolidarse en la década de 1960, y en el que los estados alterados de conciencia serían considerados como puertas de acceso a una dimensión espiritual de la existencia, así como herramientas para una revolución de la conciencia occidental. Este cambio de perspectiva, llamado usualmente como “modelo psicodélico” (del griego, deloun, revelar o manifestar el contenido de la psique), involucra el uso de dosis altas de la sustancia, para causar experiencias más fuertes, del tipo místico. El giro psicodélico se inició en Canadá, cuando Humphry Osmond y Abram Hoffer comenzaron a utilizar dosis altas de LSD para el tratamiento de pacientes alcohólicos. Los investigadores descubrieron que las experiencias con mayor efecto terapéutico eran las de tipo místico, en las que el paciente adquiría una nueva perspectiva existencial sobre su vida. Osmond70 decidió bautizar estas sustancias como “psicodélicos”, confrontando con la idea de psicotomimético. Si bien Osmond mantuvo la idea de la terapia psicodélica dentro de los límites de lo científico, no fue así para una gran parte de la comunidad de académicos, principalmente en EEUU, bajo un contexto contracultural de redescubrimiento de saberes y espiritualidades alternativas. Tomando distancia de los usos recreacionales de los psicodélicos, surge en 1979 el término “enteógeno”, queriendo dar cuenta de la unión con lo divino que se produce a través de su consumo ritual71.

Como señala Lyotard72, luego de la Segunda Guerra Mundial y bajo un contexto de Guerra Fría, comienza una fuerte crítica y desconfianza a los modelos de emancipación occidentales, sean de derecha o de izquierda, así como los provenientes de la ciencia moderna, y su fe en el progreso y la razón. Bajo este contexto, distintos colectivos comienzan no solo a confrontar con el poder hegemónico, sino también a buscar nuevas alternativas de emancipación en modelos no occidentales, tomando especial relevancia las prácticas chamánicas. En este sentido, fueron de gran impacto las investigaciones de Robert Gordon Wasson y Valentina Pavlovna con los hongos psilocibinos en Oaxaca. La famosa publicación en la revista Life, de 1957, fue un hito para los buscadores de espiritualidades alternativas.

Las universidades y sus investigadores no estuvieron exentos de estas búsquedas, principalmente si tomamos en cuenta disciplinas como la psicología y la antropología. En el caso de la psicología, espiritualidad y psicodélicos se combinaron de distinta manera, en la búsqueda no solo de un “cambio de paradigma” en el mundo académico73, sino también una “revolución de la conciencia” a nivel global74. Ejemplos de nuevas propuestas fueron: la psicología transpersonal de Abraham Maslow y Stanislav Grof, quienes abogaban por una perspectiva que incluyera las experiencias espirituales y su desarrollo en la historia humana; la fundación del Instituto Esalen en California, reuniendo a distintas personalidades como Carl Rogers, Claudio Naranjo, o Aldous Huxley; el controvertido “Proyecto Psilocibina” de Timothy Leary y Richard Alpert; la psicología gestáltica de Fritz Pearls y Laura Posner; o la reivindicación de Charles Tart sobre la equidistancia de estados ordinarios y estados modificados de conciencia, a la hora de considerar su uso para el acceso a un conocimiento verdadero.

En el caso de la antropología cultural, tenemos una situación similar, a través de la aparición y popularización del neochamanismo, en académicos como Carlos Castaneda y Michael Harner, quienes no solo escribieron sobre prácticas chamánicas en Latinoamérica, sino que adaptaron estas prácticas al público occidental75. La antropología transpersonal surgió como disciplina teórica interesada en las prácticas culturales de trance y acceso a otros estados de conciencia, considerándolas como una herramienta para romper con el materialismo positivista occidental y su “cognocentrismo”, que solo considera los estados ordinarios de conciencia como reales y válidos epistemológicamente76,77.

Mientras tanto, en 1961, en el plano geopolítico, se produce la Convención Única Sobre Estupefacientes de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El primer punto del acta final de dicha convención señala que el propósito del encuentro es “…tomar medidas para fiscalizar la producción de las materias primas de los estupefacientes”78. Como señala Ruchansky79, en la convención prevalecieron los objetivos de los países industrializados y productores de fármacos, perjudicando claramente a los países productores de opio, coca y cannabis. Detrás de la Resolución estaban las intenciones prohibicionistas y punitivas encabezadas por el ya citado Anslinger, alejando perspectivas médicas o sociales que pudieran provenir de la OMS o de la UNESCO42. La Resolución No. 2 de la misma convención declara, además, que “…uno de los métodos más eficaces para tratar a los toxicómanos consiste en tratarlos en establecimientos en que no tengan acceso a los estupefacientes”41, dando cuenta de un modelo de internación y abstinencia que sería luego cuestionado a partir de la década de 1980 por el modelo de reducción de riesgos y daños.

Fue la Convención de Sustancias Psicotrópicas de la ONU, de 1971, la que condenó definitivamente los psicodélicos a nivel internacional. Con ello, la investigación sobre estas sustancias comenzó a desaparecer: 70 proyectos en 1966, seis en 1970 y ninguno en la década de 198080. La Convención de 1971 incluyó, en su lista 1, sustancias como DMT, psilocibina, mescalina y LSD. Para Hofmann81, la inclusión de los alucinógenos en la lista de sustancias prohibidas fue consecuencia de su uso irresponsable dentro de la contracultura, algo que perjudicó su estudio científico. Sin embargo, esta visión resulta un tanto simplista e “internalista”, como si la ciencia y los académicos hubieran estado exentos de la historia externa que ocurría en aquel entonces. Varios académicos estaban involucrados de distinta manera e intensidad en este viraje contracultural, por ejemplo, Timothy Leary, un caso paradigmático de este movimiento por su combativo carácter contracultural.

La fiscalización de dichas sustancias hay que entenderla pues, en clave política. La “guerra contra las drogas” de Nixon, que dio un duro golpe a la investigación psicodélica de esta época, fue promovida no tanto por los peligros de los “alucinógenos” a la salud pública, sino por su conexión con los movimientos contraculturales de la época8,82, así como por ser una buena excusa para la intervención militar en una Latinoamérica que se encontraba “amenazada” por la influencia del “comunismo”83. Paradójicamente, tanto la Agencia Central de Inteligencia como el ejército de EEUU continuaron estudiando sustancias como el LSD, por ejemplo, a través del proyecto Mk Ultra, que buscaba conocer los mecanismos de control mental84. La política prohibicionista en torno a los psicodélicos se construyó, no sobre la base de evidencia científica, sino ignorando los estudios de la época. El propio Hofmann, buen representante de la mesura y el método científico, reconocía en 1980 que los “alucinógenos” no generan adicción y que su uso moderado no solo no generaba perjuicios para la salud, sino que suscribía a los efectos benéficos y usos médico-psiquiátricos que ya habían sido estudiados44.

Estas ideas se retomaron en la década de 1990 con el “renacimiento de los estudios psicodélicos”, y una variedad de nuevos estudios comenzó a realizarse en países como Alemania, Reino Unido, Brasil, España, EEUU, entre otros. Actualmente, la investigación psicodélica incluye el estudio de sustancias como LSD, psilocibina, ayahuasca y MDMA (popularmente conocido como éxtasis), para el tratamiento de trastornos como depresión, ansiedad, y estrés postraumático, adicciones y trastorno obsesivo compulsivo85,86,87,88,89,90,91,92. Desde la antropología, la investigación sobre psicodélicos también comenzó a crecer, en un contexto de expansión de las denominadas religiones ayahuasqueras brasileñas93, de proliferación y disputas en torno a los usos del peyote94 y de problemáticas relacionadas con la regulación de estas plantas95. Ciencia, política y psicodélicos vuelven a reunirse bajo nuevas modalidades y una nueva coyuntura histórica.

Una característica de estas nuevas configuraciones es el componente transdisciplinario para el abordaje de la temática. Además, se profundizan las posibilidades de diálogo entre epistemologías “científico-occidentales” y “científico-nativas” en un marco que asegure las libertades religiosas, étnicas, culturales de ciertas minorías, y la defensa de los territorios indígenas en un contexto de globalización exacerbada y circulación de espiritualidades “Nueva Era”. Este escenario obliga a ampliar las perspectivas científico-académicas y también políticas, dado el resurgimiento de las reivindicaciones de las comunidades indígenas y de los grupos religiosos96. Si bien los aspectos clínicos con relación a los psicodélicos son cada vez más estudiados y el resurgimiento de la investigación presenta avances hacia las posibilidades de usos médico-terapéutico, fuera de los laboratorios se llevan a cabo nuevas tensiones enmarcadas en categorías culturales, en las que intervienen aspectos tradicionales, territoriales, patrimoniales, identitarios, a la vez que categorías como “religión”, “uso medicinal”, “tradición” y otras entran en un intrincado campo de disputa.

En el caso particular de la ayahuasca -brebaje amazónico que contiene el psicodélico DMT-, las negociaciones en torno a su regulación pueden encontrarse presentes ya en la década de 1980, en países como Brasil, donde se asegura la legitimidad de su uso religioso, pero se excluyen menciones respecto a los usos indígenas o científico-terapéuticos97,98. La internacionalización de las religiones brasileñas ha ido desencadenando diferentes procesos judiciales en varios países, en los que de una u otra forma se ha recurrido a las experticias académicas para deliberar sobre sus usos, riesgos o derechos de los participantes99,100. En definitiva, la actual expansión de la ayahuasca en el contexto de la globalización neoliberal pone de relieve las contradictorias articulaciones entre medicina, religión y política101. Otro tanto sucede con los usos del peyote por parte de la Iglesia Nativa Americana. Las disputas y controversias en torno a los procesos de regulación del peyote en EEUU están en pleno vigor e involucran, en buena medida, aspectos constitucionales internos y debates en torno a libertades religiosas, igualdades de trato ante la ley, redefiniciones étnico-raciales, sustentabilidad del peyote y mercados, entre otras26,27,102.

DISCUSIÓN

Los dos casos presentados anteriormente son paradigmáticos para entender las relaciones entre ciencia y políticas de drogas desde una perspectiva externalista. Hemos visto cómo tempranamente, tanto para el caso del cannabis como de los psicodélicos, la investigación científica presentó evidencia que no justificaba el prohibicionismo. Sin embargo, a medida que el modelo prohibicionista comenzó a tomar fuerza, justificaciones científicas fundamentadas en las premisas morales de aversión a la ebriedad comenzaron a aparecer y tener mayor relevancia política, las cuales, en muchos casos, no iban acompañadas de investigación científica realizada bajo unas premisas ontológicas, epistemológicas y metodológicas que permitieran controlar su carga moral, sino que eran elaboraciones basadas en evidencias parciales. La falta de justificación científica robusta que revelan las evaluaciones de las políticas de drogas que acabamos de analizar, muestran cómo los informes científicos solventes solían muchas veces ir por un lado, mientras que las políticas de drogas iban por otro.

El análisis del rol de ciertas instituciones científicas o medios de comunicación social puede ayudar a entender esta “disonancia cognitiva”, pues fueron dos elementos importantes en el paso del prohibicionismo moral al científico, es decir, cuando se planteó la necesidad de esconder la moral puritana bajo una pátina de cientificidad, para ganar credibilidad ante una opinión pública cada vez más individualizada y secularizada. El proceso de mutación fue extremadamente complejo, pero un elemento estratégico fue el NIDA, organismo que ha marcado las tendencias de investigación en el ámbito de las drogas en los últimos cincuenta años103. Como bien sabemos, tanto el NIDA como otros organismos han centrado sus esfuerzos en generar conocimiento, a partir del paradigma del prohibicionismo científico, sobre los problemas y la toxicidad de las drogas, dejando por mucho tiempo de lado cuestiones como los usos recreacionales no problemáticos, el derecho a la libertad de conciencia y/o de práctica religiosa, e incluso los potenciales beneficios terapéuticos.

En este sentido, es significativa la censura política sufrida por algunas investigaciones científicas, como el Informe La Guardia, ya citado, del que no se pudo obtener su versión completa hasta 1969, cuando el sociólogo David Salomon logró encontrarlo en los archivos, propiedad del ayuntamiento8. También ocurrió lo mismo con el crucial experimento del parque de las ratas, de Alexander et al.104,105, que ponía en cuestión desde sus cimientos el concepto prohibicionista de adicción, y que fue boicoteado por el NIDA, bloqueando su financiación y la difusión de sus resultados durante casi tres décadas, según reconocen ellos mismos105, hasta que se popularizó, en gran parte a través del libro de Slater106. También es relevante el caso del “Cocaine Project” del Programa de Sustancias Adictivas de la OMS de mediados de la década de 1990, cuando la delegación de EEUU en la OMS exigió que nunca fuese publicado ya que sus resultados desmotaban “las verdades morales” sobre las cuales se sustentaba el prohibicionismo y mostraba la estrecha relación entre la “lucha contra las drogas” y los intereses geopolíticos de EEUU16. O con la hipótesis de la maduración espontánea de Maddux y Desmond107, que permite explicar la gran variabilidad de situaciones con relación a las drogas, lejos de los simplismos a los que induce el concepto de adicción, y que “después fue condenada intencionalmente a la invisibilidad”108.

Además del rol de instituciones científicas de influencia mundial, articuladas con el poder político, las conclusiones de los estudios elaborados bajo el paradigma del prohibicionismo científico han contado con la complicidad de otro elemento crucial, como son los medios de comunicación social. La ciencia prohibicionista trata de convencer a la población de que el conocimiento científico está libre de intereses y de sesgos morales109. Por lo tanto, todo aquello que se diga sobre el cannabis, los psicodélicos o cualquier otra droga que contenga el sello de “calidad científica” es entendido como válido, fiable y real, y si ello tiende al alarmismo, la opinión pública mostrará las consecuentes actitudes de rechazo a estas sustancias.

Siguiendo a Bruno Latour110, un elemento de vital importancia a la hora de entender el conocimiento científico es saber dar cuenta de cuáles son los resultados de la investigación stricto sensu y cuál es su interpretación social. Podríamos pensar que el conocimiento científico llega a la sociedad en el mismo sentido en que ha sido producido en el laboratorio, pero esto no es así. Es más, no es posible. Y no es viable porque, en el contexto social, los mecanismos de comunicación y comprensión del conocimiento científico son sustancialmente diferentes a los del laboratorio. Los resultados, cuando salen del laboratorio, son interpretados normalmente por periodistas que intentan traducir el áspero lenguaje científico a uno más coloquial. Pero esta traducción va más allá del mero cambio de registro discursivo porque es habitual que el traductor adapte el conocimiento científico al marco conceptual de su audiencia. Los medios de comunicación troquelan el conocimiento científico, produciendo un mensaje que dista de los resultados originales. Las noticias muestran a la opinión pública cómo el consumo es sinónimo de enfermedad, desviación, desintegración social, delincuencia y, en última instancia, análogo a muerte. La ciudadanía da por ciertas estas aseveraciones porque cree que se derivan de la investigación científica, cuando no dejan de ser interpretaciones condicionadas por la doxa dominante.

Actualmente, la coyuntura ha comenzado a cambiar. Los usos recreacionales y religiosos de la marihuana y los psicodélicos han comenzado a regularse, normalizarse y aceptarse a nivel social. Por otro lado, sus potenciales terapéuticos comienzan a explorarse con más fuerza en la investigación científica. Todo parece indicar que estamos ante un cambio de paradigma, en el que la percepción cultural y las políticas de regulación de las drogas comenzaron a reformularse dadas las limitaciones del anterior paradigma prohibicionista. Los inicios de dicho cambio pueden rastrearse con la emergencia de epidemias como las del VIH-sida y hepatitis C de la década de 1980, ambas relacionadas con el consumo de heroína. Dicha emergencia sanitaria dejó en evidencia al prohibicionismo, mostrando no solo su incapacidad de enfrentar dichas enfermedades, sino también su influencia en la expansión, al haber constreñido la difusión de la heroína a unas condiciones sociales letales13,22,111,112. En contraposición, nuevas estrategias como los programas de reducción de riesgos y daños mostraron una mayor eficacia en países como Holanda, Suiza, Reino Unido y España113,114.

Por otro lado, y en sus aspectos legales, el prohibicionismo comienza a ser fuertemente criticado por su escasa sensibilidad al cumplimiento de los derechos humanos115,116,117,118,119,120, así como por los daños colaterales que la guerra a las drogas produce en poblaciones más vulnerables, como niños, jóvenes o mujeres121,122,123,124. La progresiva preponderancia del modelo de reducción de riesgos y daños, sustentado en un marco de defensa de los derechos humanos, hace que el foco de las políticas públicas en torno a las drogas se dirija hacia posibles nuevos marcos regulatorios.

Con el cannabis se observa un proceso global tendiente a la regulación de su mercado. Así lo atestiguaba el Grupo de Estudios de Políticas sobre el Cannabis (GEPCA) en 2017:

La regulación del control de las drogas, y en particular del cannabis, tiene que partir de una postura realista. Debe reconocerse que no ha existido nunca, ni razonablemente puede pensarse que exista en el futuro, una sociedad sin drogas. Las drogas procuran algunos beneficios a quienes las consumen, desde bienestar personal hasta vivencias de potenciación de recursos personales o de alivio del displacer; por consiguiente, seguirán siendo objeto de demanda, por más que su consumo en determinadas circunstancias pueda resultar perjudicial para la salud individual y tener repercusiones negativas en lo colectivo.122

El impulso adoptado por Holanda, Uruguay, EEUU y Canadá dan muestra de una tendencia global a producir mercados regulados de cannabis donde se garantice su uso recreativo, su autocultivo, la pertenencia a clubes cannábicos, así como el acceso a sus usos medicinales125. Podemos decir que este proceso se lleva adelante, por un lado, bajo un discurso de derechos humanos y libertades. Pero, desde una perspectiva externalista, también cabe mencionar que dicho proceso global se enmarca en nuevas lógicas de mercado neoliberal globalizado, en las que grandes capitales vuelven a incentivar la investigación y desarrollo de evidencias para la apertura de mercados anteriormente circunscriptos a la ilegalidad y el narcotráfico.

En el caso de los psicodélicos, por un lado, tenemos grandes avances en el campo de la investigación científica respecto a sus usos y potenciales terapéuticos. Sin embargo, los elementos de mayor relevancia argumentativa a la hora de producir nuevos marcos legales han ido por el lado de la defensa de las libertades religiosas, esto particularmente para el caso de la ayahuasca y el peyote. Los cambios en los marcos regulatorios de estos últimos están siendo impulsados por instituciones religiosas que disputan sus derechos y libertades de culto, buscando un marco de regulación y normalización de sus prácticas, que también influencia y determina rumbos en el campo de las investigaciones científicas. Ejemplos de esto pueden observarse en distintos estudios tanto clínicos como etnográficos en torno a los potenciales terapéuticos de la ayahuasca.

Vemos entonces cómo la ciencia, en el sentido que presenta Bourdieu126, no es exactamente una práctica que pueda ser comprendida únicamente desde una perspectiva internalista, sino que se hace imperiosa la comprensión de la influencia de factores sociales en la determinación de una agenda científica que produce distintos tipos de evidencia.

CONCLUSIONES

Desde una perspectiva externalista las relaciones entre la investigación científica y las políticas de drogas son complejas, con encuentros y desencuentros de acuerdo a distintas coyunturas históricas, y bajo una influencia bidireccional, que ha influido también en el carácter de dichas coyunturas. La ciencia no se encuentra aislada de los vaivenes políticos, los cuales determinan agendas y problemas de investigación. A su vez, las políticas de drogas han sabido utilizar y/o ignorar los distintos estudios científicos, a modo de justificación de sus normativas.

Esto nos lleva a tener que dar un paso más y considerar cuáles han sido los procesos que conducen desde las conclusiones científicas a las políticas de drogas. Con el ejemplo de las regulaciones de la marihuana y los psicodélicos hemos visto cómo hay criterios que van más allá del campo de las drogas, y que influyen en este tipo de regulaciones: cuando de lo que se trata es de imponer una determinada agenda moral para salvar al mundo, incluso contra la voluntad de los propios afectados por el fenómeno, se pone en pie una regulación de prohibiciones poco claras desde el punto de vista científico aunque, como hemos apuntado en algún momento, tengan otras razones para ello. Lo que tienen en común es su imposición vía códigos penales nacionales y la militarización de las relaciones internacionales, que es como se ha manifestado el prohibicionismo. Cuando se tienen en cuenta otros criterios, como la salud pública, la aplicación de principios hipocráticos tan antiguos como “primum, non nocere”, la cohesión social o los derechos humanos, se tenderá a hacer o proponer otro tipo de regulaciones que, nos guste o no, tendrán que tener en cuenta, entre otras muchas cosas, las propias consecuencias del prohibicionismo en nuestras sociedades.

Pero, a su vez, estas políticas de drogas no se pueden separar de la política en el sentido más amplio. No deja de ser sintomático que las aplicaciones más crueles del prohibicionismo se den en regímenes autoritarios como es actualmente el de Filipinas, o que sean diversos Estados autoritarios de distinto tipo los que, en los foros internacionales, se oponen de manera más radical a cualquier cambio en la regulación de las drogas. Como tampoco deja de ser sintomático, en otro sentido, que los países en los que está aumentando la discusión de la necesidad de regular de otra manera las drogas, o en los que eso se ha empezado a hacer, por lo menos en el caso del cannabis, corresponden a Estados con una vieja tradición democrática, por lo menos puertas adentro.

En definitiva, hay algo que ha sido más decisivo que la evidencia científica, y que el propio análisis de los casos vistos en este texto resalta, y son las relaciones de poder existentes en nuestras sociedades. El sentido de las políticas de drogas parece poder entenderse mejor si las situamos en el contexto de los posicionamientos y estrategias de los distintos agentes sociales respecto a dichas relaciones de poder, y no solo en el campo de las drogas. Pero allí, los intereses de las distintas burocracias que viven del asunto; la capacidad de aprovechar políticas ya existentes para un tipo de control social duro y/o geoestratégico a nivel internacional, que poco tiene que ver con las finalidades que dicen perseguir dichas políticas; el convencimiento de ciertos individuos y grupos (generalmente en ámbitos religiosos o científicos) de que para solucionar lo que ellos definen como problema, se tiene que imponer su forma de ver el mundo; la estigmatización de ciertas categorías culturales y grupos sociales que los inhabilita en esta arena de la lucha por el poder, es decir, por existir en el mundo y defender sus intereses en él; o las transformaciones de los modos de control social que, al querer imponerse a través de ciertas instituciones públicas, van creando y/o aprovechando mecanismos dirigidos a la gestión del riesgo en el contexto de un mercado cada vez presente en más aspectos de la vida cotidiana, etc. Todos ellos, junto a muchos otros, serían elementos a tener en cuenta en el momento de analizar cómo se establece la orientación de las políticas de drogas, y cómo se desarrollan posteriormente en estrategias, programas e intervenciones concretas.

Pensamos que el análisis de esos elementos también debe formar parte de la evidencia científica que tendría que estar en la base de las políticas de drogas. Se trata de políticas públicas que, como tales, siempre serán el fruto de priorizar entre distintas opciones; además, son políticas que tendrán que ser evaluables para poder justificarlas. Por todo ello, es exigible que haya cierta coherencia entre lo que se sabe y lo que se pretende hacer. Entre otras cosas porque esto que se pretende hacer se decida con cierto conocimiento de causa que evite algunas pesadillas distópicas, como ha sido el caso del prohibicionismo.

Así pues, nos queda pendiente el análisis de cómo vamos a transformar los conocimientos científicos y culturales en políticas105, aunque esto ya es otra cuestión, en la que ahora no podemos entrar. De todos modos, esperamos que con los análisis y reflexiones de este texto podamos contribuir tanto a una cierta ampliación del conocimiento sobre el campo de las drogas, como a dar elementos para ir basando los necesarios cambios hacia unas políticas de drogas más justas y eficaces.

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Recibido: 27 de Agosto de 2019; : 23 de Julio de 2020; Aprobado: 06 de Agosto de 2020; : 19 de Agosto de 2020

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