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Salud colectiva

versión impresa ISSN 1669-2381versión On-line ISSN 1851-8265

Salud colect. vol.16  Lanús  2020

http://dx.doi.org/10.18294/sc.2020.3149 

ARTÍCULOS

Consecuencias, visibilizaciones y negaciones de una pandemia: los procesos de autoatención

Consequences, visibility and denial of a pandemic: processes of self-care

1Doctor en Ciencias Antropológicas. Doctor Honoris Causa, Universitat Rovira i Virgili, Catalunia. Doctor Honoris Causa, Universidad Nacional de Rosario, Argentina. Profesor-investigador emérito, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), México. emenendez1@yahoo.com.mx

RESUMEN

La pandemia de COVID-19 evidenció, una vez más, la importancia estructural y decisiva de los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención, dado que ha generado consecuencias y reacciones en todos los ámbitos de la vida colectiva e individual, como ningún otro proceso podría generar. En función de ello, se esperaba que la intelligentzia focalizara el papel de este tipo de procesos, pero una vez más los Agamben y los Žižek buscaron de inmediato en la pandemia sus profecías socioideológicas nunca cumplidas, en lugar de tratar de entender la realidad que estaba generando la pandemia en tanto proceso de salud/enfermedad/atención-prevención. Sobre la base de estas tendencias dominantes en la intelectualidad actual, en este texto realicé un análisis de los procesos de autoatención de los padecimientos, basados en los microgrupos, que han constituido el eje de las políticas de salud en todos los países. Es decir, el núcleo básico para enfrentar al COVID-19 ha sido y sigue siendo la autoatención, que constituye una de las estructuras que los microgrupos generan para poder vivir y sobrevivir, pero que la biomedicina ha manejado como “política” propia, ocultando una vez más dónde está el real poder de contención de esta pandemia.

PALABRAS CLAVES: Pandemias; COVID-19; Proceso Salud-Enfermedad; Autoatención

ABSTRACT

The COVID-19 pandemic has shown - once again - the decisive and structural importance of health/disease/care-prevention processes, as it has generated consequences and reactions in all areas of collective and individual life in ways that no other process could. That being said, it was expected that the intelligentsia would focus their attention on these processes; however, figures such as Agamben and Žižek leaped at the opportunity to frame the pandemic in terms of their perennially unfulfilled socio-ideological prophecies rather than attempting to understand the reality of the pandemic as a health/disease/care-prevention process. Taking these dominant tendencies among contemporary intellectuals as a starting point, in this article I analyze the self-care processes of micro-groups related to disease, which have informed health policies in all countries. In other words, the core strategy for combatting COVID-19 has been and continues to be self-care, which constitutes one of the basic structures that micro-groups generate in order to live and to survive, but that biomedicine has coopted as a “policy” of its own making, thereby masking once again the true locus of power in containing the pandemic.

KEY WORDS: Pandemics; COVID-19; Health-Disease Process; Self-care

DE EPIDEMIAS Y PANDEMIAS

A principios del año 2000, la Organización Mundial de la Salud (OMS) vaticinó la posible emergencia de treinta nuevas enfermedades infectocontagiosas que podían cobrar carácter epidémico e incluso pandémico, y durante las dos primeras décadas del siglo que estábamos iniciando se sucedieron las epidemias de SARS, Ébola, Zika, chikungunya y, sobre todo, la pandemia de A-H1N1, cuyo epicentro fue México1,2,3 y que, entre otras consecuencias, propició que se difundiera que los epidemiólogos estaban esperando desde, por lo menos, la década de 1960, el desencadenamiento de una pandemia catastrófica del tipo de la ocurrida en 1918, que dio lugar al contagio de mil millones de personas, y habría matado entre 50 y 100 millones de habitantes, es decir, entre el 2,5% y el 5% de la población mundial4,5,6.

Si bien la actual pandemia de coronavirus no ha generado una catástrofe demográfica similar a la de 1918, lo que ha generado, por lo menos, para la mayoría de los analistas y para las instituciones internacionales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Banco Mundial (BM), la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el Fondo Monetario Internacional (FMI), y la Organización de las Naciones Unidas (ONU), es la crisis económica más profunda sufrida por el capitalismo, así como una modificación inédita de los comportamientos sociales cotidianos de las personas y microgrupos, lo que está teniendo consecuencias negativas en los sujetos y en sus relaciones, debido a un “encierro” social impuesto o sugerido por los gobiernos, y aceptado con mayores o menores “transgresiones” por las personas y grupos sociales. Estos y otros procesos han llevado a algunos intelectuales a denunciar la actitud de rebaño obediente de la mayoría de las poblaciones, que habrían renunciado a su libertad aceptando las políticas de control y de miedo, que están conduciendo a una sumisión mundial, lo que no habría ocurrido durante epidemias y pandemias anteriores7.

Dichas consecuencias y conmociones sociales han generado una inmediata y diversificada reacción de gran parte de los intelectuales -como la señalada previamente- proponiendo que la pandemia constituye un “hecho social total” que “nos lleva al postneoliberalismo”, y que la “reactivación pos-Covid-19 será ecológica o no será”. Varios se preguntan si este proceso dará lugar al inicio de un cambio de sistema, incluso esperando que se genere un “cambio civilizatorio”, mientras que otros ven en esta crisis la posibilidad no tanto de olvidar y reemplazar al neoliberalismo, sino de que el capitalismo se restablezca una vez más a través de viejas o de nuevas formas políticas. Y la mayoría concluye que ya nada será igual luego de esta pandemia, considerando que “Está, muriendo una forma de existir en el mundo, y que el Covid-19 ha fijado un antes y un después”8.

Si bien todavía no sabemos si algunos de estos vaticinios se concretarán, y si viviremos una catástrofe demográfica a nivel mundial, lo que sí observamos es que, una vez más, los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención han evidenciado las contradicciones, los conflictos, las orientaciones de los sistemas sociales y de los gobiernos, así como los deseos o necesidades de una parte de los comentaristas, expertos e intelectuales9. Más aún, han posibilitado que pasen a primer plano actividades cotidianas consideradas generalmente como secundarias o banales, pese a ser básicas para la reproducción social y biológica de sujetos y grupos, como es el caso de los procesos de autoatención, que la casi totalidad de los comentaristas ha ignorado, pese al papel decisivo que han tenido respecto de la pandemia Covid-19.

Pero, además, la pandemia ha generado consecuencias en casi todos los campos de la realidad, ha evidenciado aspectos negativos de nuestras sociedades que hemos normalizado e invisibilizado -subjetiva y colectivamente- así como ha suscitado medidas que están modificando nuestros comportamientos. Y todo ello ocurre, no como consecuencia natural de la pandemia, sino por las orientaciones, las evaluaciones y las acciones de las sociedades, grupos y sujetos. Y este es un aspecto decisivo para no caer en explicaciones simplificadas.

Aclaro, además, que si bien una parte de las medidas preventivas tomadas no son inéditas, dado que fueron aplicadas desde el medioevo europeo, la extensión, duración y obligación de cumplirlas no tienen parangón, además de que se aplicaron otras medidas que nunca fueron aplicadas anteriormente. En este sentido, si las epidemias y pandemias sufridas desde al menos la década de 1960 no condujeron a tomar medidas drásticas y universales como algunas de las actuales, es por varias causas; pero, sobre todo, porque no afectaron realmente a los países y regiones dominantes y hegemónicas, ya que quedaron confinadas a países periféricos. Esto no ocurrió con el corononavirus, que afectó inicialmente a China -actualmente la segunda potencia económica a nivel mundial- para expandirse de inmediato a países europeos centrales y secundarios, en varios de los cuales (Bélgica, Reino Unido, Italia, Francia, España), durante los primeros meses, se dieron algunas de las más altas tasas de mortalidad por el nuevo virus. Pero, además, tuvo su mayor mortalidad en términos absolutos en EEUU, considerada la primera potencia mundial, en términos económico-políticos y militares. Es decir, el epicentro en términos de mortalidad, por lo menos hasta ahora, lo constituye lo que se denomina “Occidente”. Y, si bien este no es el único factor desencadenante de las inéditas medidas tomadas, constituye uno de los más decisivos para poder explicarlas.

Como señalamos, los comentaristas y también los especialistas consideran que nunca se han generado consecuencias en tantos campos de la realidad en forma simultánea y profunda, de tal manera que, en las formas de trabajo, en las condiciones educativas, en las relaciones con los espectáculos de todo tipo, en los rituales religiosos, se han generado modificaciones que no sabemos si serán permanentes o solo coyunturales. Más aún, la expansión de la pandemia a prácticamente todas las regiones del planeta, el incremento constante de contagiados y de muertos (que para el 31 de agosto de 2020 llegaron a 25.338.571 y 848.203, respectivamente)10, los reiterados rebrotes, el alto porcentaje de asintomáticos, el descubrimiento constante de nuevas características inesperadas del virus, así como la desconfianza en los datos generados por los países y los aparatos sanitarios, han impulsado una creciente incertidumbre y desconfianza a nivel de la población y de los analistas, que conduce cada vez más a preguntarnos: ¿qué hacer? Esto, articulado con otros procesos está generando y/o incrementando “transgresiones” sociales en casi todos los países, y favoreciendo aún más el desarrollo de los procesos de autoatención.

Este texto es parte del proyecto “Procesos de salud/enfermedad/atención-prevención y medios de comunicación de masas” que vengo desarrollando desde el año 2002, y que ha dado lugar a la publicación de un libro, de cinco artículos y cuatro capítulos de libros. La base metodológica de este texto remite al libro de Menéndez y Di Pardo11, mientras la base informativa está en la colección completa de los periódicos mexicanos La Jornada y Reforma, publicada entre el 24 de diciembre 2019 y el 31 de agosto de 2020.

ALGUNAS INQUIETUDES INICIALES

Aclaro que mis análisis, si bien pueden referir a condiciones globales, los haré desde mi situación mexicana. Y desde esta perspectiva, el primer aspecto a reconocer, es que los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención pueden causar lo que parece que ningún otro proceso podría lograr -salvo tal vez una guerra nuclear generalizada- ya que ningún otro proceso podría generar la experiencia existencial de estar padeciendo sincrónicamente un problema similar a nivel mundial, que no solo amenaza nuestro trabajo, nuestras relaciones sociales o nuestras necesidades cotidianas, sino nuestras vidas. Es decir, la pandemia no solo terminó de evidenciar existencialmente que vivimos en un mundo globalizado, sino que evidenció que la globalización hay que buscarla en lo local y no solo en lo global, así como en lo global hay que buscar lo local. Esto es lo que justamente nos permitió verificar, dado que es la primera pandemia que existencial y localmente sabemos que es global.

Por lo tanto, considero que posiblemente no exista ningún otro tipo de proceso que genere las consecuencias que está generando esta pandemia, y ello más allá de que las consecuencias sean coyunturales y momentáneas o permanentes. Las consecuencias más específicas e inmediatas, por supuesto, se dieron a través de los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención, es decir, en términos de morbilidad, mortalidad y discapacidad, pero también en términos de eficacia/no eficacia médica, y de su relación con morbilidades preexistentes. Así, incidió también en la disminución de la vacunación -especialmente a niños-, en la reducción de la atención a pacientes con enfermedades crónico-degenerativas, y en la disminución de acciones preventivas respecto de la malaria y la tuberculosis broncopulmonar, como también repercutió negativamente en el abastecimiento de equipos y fármacos. Todo lo cual tiene que ver con que los recursos de todo tipo del sector salud se concentraron en la atención de las consecuencias del coronavirus, lo que ha sido especialmente desastroso para países como México, cuya inversión en salud ha sido en 2019 y 2020 de entre 2,5% y 2,7% del PBI, cuando debería ser por lo menos del 6% según la Organización Mundial de la Salud (OMS)12,13.

Las consecuencias con mayor significación, como ya señalamos, remiten a la crisis económica y a la desocupación, que conducen a un incremento exponencial de la pobreza, así como a su repercusión en la alimentación que predice el desarrollo de “hambrunas sin precedentes”14,15 en los países periféricos, pero también en los bolsones de pobreza de los países centrales. Más aún, según el secretario general de las Naciones Unidas, en el segundo trimestre de 2020 se dio a nivel mundial “la mayor caída de los ingresos per cápita desde 1870”16.

La pandemia ha conducido a transformaciones definitivas o momentáneas en los campos de la educación, de la atención médica, de los usos y consumos culturales, del trabajo, que se han convertido en forma masiva en actividades “a distancia”. Si bien el desarrollo de estos procesos venía incrementándose, lograron un impulso decisivo durante la pandemia, proceso que, junto con la robotización que se desarrolló en numerosos campos, incrementó aún más la desocupación actual y futura.

Durante la pandemia aumentaron también la violencia intrafamiliar17,18,19, los embarazos “no deseados”20,21, la pornografía infantil22,23, y toda una serie de problemas de salud mental y de “sufrimientos psicológicos”, especialmente depresiones, suicidios, ansiedades, estrés, adicciones, pérdida de autoestima, incluido el síndrome de la cabaña24,25,26,27,28,29,30,31,32,33,34 que, en gran medida, tienen que ver con “encierros” y el tipo de relaciones sociales cercanas desarrolladas y no desarrolladas en ese marco. Y, por supuesto, se modificaron usos y costumbres básicos, especialmente, aquellos referidos a las relaciones con los muertos, pero también a rituales sociales y religiosos tradicionales, como la suspensión de misas, de bodas o de fiestas indiosincráticas a nivel local y nacional. Más aún, algunos analistas plantean, especialmente para la Amazonia, el peligro de la desaparición no solo de costumbres y de lenguas35, sino de varios pueblos originarios americanos36,37,38,39.

Durante meses no hubo vuelos ni viajes en barcos y en las calles no solo no había autos, sino tampoco peatones; meses en que los parques estaban desiertos y los funerales eran hechos solitarios. Y todas estas consecuencias, de alguna manera, se sintetizan a través de una profunda caída del índice de desarrollo humano a nivel mundial.

Pero, además, esta pandemia ha generado el desarrollo de políticas para enfrentar a nivel global las consecuencias de la pandemia, respecto de los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención, como nunca se había dado antes. Intencionalmente, los gobiernos de casi todos los países, y como política de salud, decidieron reducir todo tipo de actividades, sabiendo que generarían lo que han generado. Y estas decisiones, más allá de las formas en que fueron aplicadas, se mantuvieron durante varios meses, con la constante insistencia de la ONU y de la OMS. Lo que tal vez -y subrayo lo de tal vez- evidencie una sensibilidad hacia la salud colectiva, como nunca antes se dio en los hechos, y más allá de las limitaciones, ineficacias y usos de esas políticas.

Dado el conjunto de procesos y consecuencias generados, yo esperaba, y es mi primera inquietud, que dichos procesos y consecuencias condujeran a que, por lo menos, una parte de los expertos, comentaristas e intelectuales -es decir, lo que antes llamábamos intelligentzia- analizara por qué esto ocurre a través de un proceso de salud/enfermedad/atención-prevención y no a través de otro tipo de procesos, lo que -salvo excepciones- no observo, y la mayoría de los miembros de la intelligentzia comentan o analizan los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención como una variable que ni siquiera es independiente. Y esto pese a que uno de los hechos que nos demostró la pandemia es la importancia estructural de los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención, no solo de los sujetos y grupos, sino también respecto de casi todos los aspectos de nuestra realidad cotidiana, a los que visibilizó en conjunto de una manera que considero inédita.

Como sabemos, hemos pasado a vivir -los que podemos hacerlo- confinados en nuestros hogares durante meses, tratando de distanciarnos del “otro” y saliendo a la calle enmascarados. Hemos necesitado aceptar que viajar en transporte colectivo es peligroso, y no porque podemos sufrir un accidente o un robo, sino por estar junto a alguien que puede contagiarnos. Hemos ido aceptando a no saber qué gestos tiene el otro detrás de su cubreboca, y a desconfiar aun de aquellos que pueden ayudarnos o nos han ayudado, como lo hemos observado a través de las agresiones generadas contra el personal de salud. Agresiones que han ido desde gritos hasta golpes, pasando por intentar impedir que habiten en sus propios hogares, dado que podrían contagiar a los otros habitantes del mismo edificio; o agresiones al personal de salud que fumiga las calles y viviendas, porque consideran que quieren contagiarlos en vez de protegerlos40,41,42,43,44,45,46,47.

Pese a estas y otras consecuencias y procesos, sin embargo, no observamos en la intelligentzia reflexiones en las que los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención sean nucleares y explicativos de los comportamientos que estamos desarrollando, y que no solo son consecuencias actuales inmediatas de procesos económico-políticos e ideológicos, sino que remiten a procesos de salud/enfermedad/atención-prevención previos articulados o no a otros procesos. Y así, por ejemplo, para entender las reacciones de parte de la población, considero básico observar los saberes que los diferentes conjuntos sociales han ido generando respecto de las enfermedades, respecto de la atención biomédica, respecto de sus esperanzas de vida, para tratar de explicar, aunque sea parcialmente, lo que han hecho frente a la pandemia, por lo menos ciertos sectores sociales, en lugar de encasillarlos en términos de biopoderes o de autosumisiones.

Necesitamos asumir que, sobre todo a nivel de las sociedades dominantes y de las clases medias y altas de las sociedades dependientes, no solo se han alcanzado las esperanzas de vida más altas registradas en forma colectiva comparadas con cualquier sociedad anterior, sino que se aportan cada vez más datos que fundamentan la posibilidad de llegar a vivir alrededor de los 120 y los 140 años en buenas condiciones de vida48. Esto nos indica que estamos ante una nueva población que quiere vivir más, porque puede realmente vivir más años, y no solo en el imaginario mítico que las sociedades necesitaron generar en el pasado, sino en términos de una realización cada vez más posible. Y que son estos procesos los que tal vez expliquen la autoatención confinada y más o menos rigurosa que han ejercido los sujetos y grupos de los países centrales y, en menor medida, los periféricos, y no las interpretaciones que solo ven en dichos comportamientos el efecto de rebaño obediente, o los que consideran que es efecto de un biopoder que, por otra parte, en la actualidad nadie sabe bien qué es.

Pero, además, la mayoría de estas interpretaciones han sido generadas por analistas, que excluyen tanto los procesos de movilización social e ideológica que están operando en varios países, incluidos los propios, como las “transgresiones” que desde el inicio de la pandemia se generaron en los países centrales y dependientes, y que fueron denunciadas por los sectores salud como posible causal de rebrotes y de continuidad de la pandemia. Más aún, estos analistas parecen ignorar que la mayoría de las “transgresiones” se dieron en forma predominante y sostenida en los países dependientes, dadas las necesidades que tiene la mayoría de su población de seguir trabajando a como sea, para poder vivir. Es decir, necesitaron “elegir” trabajar, en lugar de “elegir” proteger su salud o “elegir” ser parte del rebaño obediente; y por eso me pregunto cómo considerarán a esos sujetos y grupos -si es que los consideraron- los intelectuales que basan sus interpretaciones en el miedo, en la seguridad, en las vigilancias interiorizadas.

En lugar de tratar de entender por qué los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención generan lo que están generando, gran parte de los intelectuales -en forma inmediata y sobre todo durante los primeros meses- utilizaron la pandemia para justificar narcisistamente una vez más sus profecías más o menos ideológicas. Así, Agamben utilizó la pandemia para hablar, una vez más, de un estado de excepción, que no aparece por ningún lado más que en su imaginación; Žižek trató de hallar su mitológico “comunismo”, eso sí, por ahora de forma menos lacaniana; y Zibecchi siguió buscando los sectores subalternos que a partir de la pandemia harán una vez más la revolución49,50,51,52,53. Y todas estas interpretaciones se hicieron de inmediato y precipitadamente sin dar tiempo a que la pandemia se fuera expandiendo o no y, por lo tanto, pudieran observar si lo que estaba ocurriendo confirmaba, por ejemplo, que era una pandemia inventada como sostuvo Agamben, antes de que su país incrementara, por efecto del coronavirus, la mortalidad en casi un 50% respecto del año anterior.

Es decir, los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención evidenciaron una vez más los “deseos” y necesidades de los intelectuales, sobre todo, de los mediáticos, que utilizan estos procesos no para entenderlos, sino para justificar sus interpretaciones de la realidad. Por tal razón, fueron y siguen siendo sumamente escasos los análisis o reflexiones sobre por qué lo que está ocurriendo solo puede ser generado por procesos de salud/enfermedad/atención-prevención. Casi no hay análisis, aunque sí comentarios, sobre la posibilidad de que gran parte de nuestras formas de relaciones futuras pueden depender justamente de un proceso de salud/enfermedad/atención-prevención. Es decir, de la invención de una vacuna, o por lo menos de fármacos que nos inmunicen, aunque sea por un año, o que nos permitan vivir más o menos “normalizadamente” la realidad, como ha ocurrido con el VIH-sida, por supuesto en la medida que podamos obtener los equivalentes de los antirretrovirales.

Tal vez sea a través de las vacunas, y en menor medida de otros fármacos, que podamos observar el papel decisivo de los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención, ya que apenas surgida la pandemia se planteó la necesidad de desarrollar una vacuna como único medio de enfrentarla y de retornar a la “normalidad” de nuestras vidas. De tal manera que por razones asistenciales, humanitarias y también mercantiles se emprendieron rápidamente decenas de investigaciones para lograr una vacuna, estimándose entre un año y medio y dos años la posibilidad de aplicarla, aunque a mediados de julio de 2020 se estimó que podría estar lista a finales de ese año o a principios de 2021. Por lo que -y lo subrayo- los gobiernos de los distintos países, solo encontraron la posibilidad de enfrentar la nueva enfermedad y de “normalizar” nuestras vidas, a través de un fármaco, planteándose a partir de febrero de 2020 la necesidad de recaudar fondos para acelerar la generación de la vacuna, y ya a principios de abril 165 líderes políticos mundiales propusieron la constitución de un fondo de 8.000 millones de dólares para acelerar dicho proceso54.

Ahora bien, durante el período febrero-agosto 2020 se desarrollaron dos orientaciones dominantes respecto de las vacunas: una centrada en la OMS y en la ONU, que impulsó un trabajo de colaboración mundial que asegurara la distribución equitativa, y de ser posible gratuita de la vacuna una vez producida; y, otra, caracterizada por una orientación competitiva y nacionalista, o por lo menos regional, representada sobre todo por EEUU, que invirtió miles de millones de dólares para utilizar prioritariamente la vacuna55,56, pero que también se observó en la Comunidad Europea, cuando acordó con la empresa químico-farmacéutica AstraZeneca el aprovisionamiento prioritario de 400 millones de dosis, una vez que se produjera la vacuna. Lo que condujo nuevamente a que 140 líderes sociales firmaran una carta que enviaron a la Asamblea Mundial de la Salud, para que se produjera una vacuna de distribución universal y gratuita57,58,59,60,61.

Si bien la ONU y la OMS han señalado constantemente los peligros de un nacionalismo inmunológico que tiene que ver no solo con razones económicas, sino con disputas y hegemonías políticas; sin embargo, las propuestas y acciones desarrolladas durante agosto de 2020 evidencian que nunca como ahora -por lo menos en el campo de la salud- se ha desarrollado una orientación más política de diseñar y producir una vacuna que sea accesible, barata y hasta gratuita para todos los países, y de lo que son expresión el proyecto Covax impulsado por las Naciones Unidas, y el proyecto de la Universidad de Oxford y el laboratorio AstraZeneca y dos empresarios privados de Argentina y México, lo que no ignora el nacionalismo inmunológico en el que están empeñados varios países y regiones, pero rescata un proceso que considero también inédito, y que también solo se ha dado a través de los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención61,62,63,64,65. Esto, como ya señalamos, puede estar indicando una nueva sensibilidad colectiva que, por supuesto, no ignora los usos mercantiles y políticos, pero que nos debiera obligar a analizar, lo que está significando.

Podemos observar lo señalado, comparándolo con lo que ocurrió durante la pandemia de la influenza A-H1N1: “la competencia de gobiernos y compañías farmacéuticas hizo imposible garantizar el acceso universal a la vacuna. La mayor parte de la población del mundo no tuvo acceso al inoculante, sino hasta después de que los países desarrollados hubieran cubierto sus propias necesidades”66.

Si bien esta tendencia se está dando en la actualidad como lo señalamos, sin embargo, en forma explícita se han desarrollado tendencias que cuestionan esta orientación histórica, para generar una distribución equitativa. Más aún, se ha propiciado que seis empresas farmacéuticas intercambiaran información técnica en EEUU para acelerar los procesos de fabricación del fármaco, lo que resulta un hecho inédito por su magnitud63. Si bien tendremos que ver en la práctica qué ocurrirá, no cabe duda de que la mera discusión pública de estos procesos significa un cambio sustantivo.

La vacuna entonces aparece, no solo como el “punto de salida para la crisis mundial” según el secretario general de las Naciones Unidas67, sino que aparece para todos los países como la única posibilidad para volver a vivir, a trabajar, a convivir e incluso para velar a los muertos como lo hacíamos hasta que se desencadenó la pandemia, ya que sin vacuna todos los aspectos de la vida cotidiana tendrían que modificarse. De tal manera que cambiarían nuestras formas normalizadas de relacionarnos con los otros, incluidos los sujetos más cercanos, como en gran medida lo estamos viviendo en la actualidad, pero hasta ahora con una noción de provisionalidad. Estos cambios implican, por ejemplo, que toda una serie de rituales que ejercemos, cultural y subjetivamente, en forma inconsciente/no consciente y que aseguran nuestra convivencia, según lo planteó Goffman68,69 hace varias décadas, y me refiero a darnos la mano, a abrazarnos o a besarnos cuando nos encontramos o nos despedimos, han quedado eliminados, y necesitamos construir otros, aunque no sabemos aún cuáles pueden ser y qué generarán.

Durante la pandemia hemos modificado, eliminado o, por lo menos, reducido la mayoría de nuestras situaciones relacionales, de tal manera que hemos dejado de ir al cine, al teatro, a estadios de futbol, a restaurantes, a cafés, a lugares de bailes, a conciertos de música, pero también a parques, jardines, albercas, a escuelas y, en muchos casos, al trabajo. Es decir, como concluyeron las escuelas cariocas del carnaval “...sin vacuna no hay samba”. Por lo que, si esto se perpetua ¿dentro de qué sociedad, y sobre todo de qué tipo de relaciones sociales viviremos?

Sin embargo, la opción puede ser simple, ya que en lugar de modificar nuestros comportamientos hasta que haya una vacuna, podemos decidir convivir con el virus y sus consecuencias, retomando las formas de convivencia con los virus que dominaron hasta no hace muchos años la historia de la humanidad, y que implicaba la normalidad de aceptar altas tasas de mortalidad por enfermedades infectocontagiosas, hasta que lográramos el efecto colectivo de inmunidad en forma “natural”. Lo que, por otra parte, han tenido que hacer gran parte de nuestras clases bajas en América Latina y que, en forma abierta o larvada, han impulsado gobiernos como los de EEUU, Reino Unido, Brasil y México.

LO QUE IMPORTA, LO QUE NO IMPORTA Y LO NEGADO

La segunda inquietud es correlativa de la anterior, y refiere a que las crónicas, opiniones y reflexiones dominantes en México, desde el principio de la pandemia hasta la actualidad, se han centrado en las consecuencias económicas y ocupacionales de la pandemia. Si bien los medios de comunicación masiva presentan diariamente datos sobre contagios, muertos, personas recuperadas, así como sobre las características del virus o los problemas que tienen los médicos para atender a los pacientes pese a la carencia de equipos, la gran mayoría de los análisis no refieren a estos procesos, sino a la crisis económica generalizada, a los millones de desocupados que genera, y a cómo salir de dicha crisis. De los 123 textos publicados por comentaristas nacionales en dos periódicos mexicanos (La Jornada y Reforma) entre el 20 enero y el 19 de abril del 2020, el 97% trata sobre la situación económica, ocupacional y política, minoritariamente sobre otros temas, y solo el 3% sobre los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención; pero, además, en casi todos estos últimos hay referencias a las consecuencias económico-políticas.

Y esta orientación es comprensible, en gran medida, dada la constante expansión de la pandemia y su impacto fuera de Europa, EEUU y China, donde la pandemia, además de contagios y muertes, evidenció las condiciones de pobreza y de extrema pobreza de la mayor parte de la población, por ejemplo, de Latinoamérica; así como las fuertes desigualdades socioeconómicas dentro de las que vivimos, la precariedad y vulnerabilidad de la vida de los sujetos que en su mayoría trabajan en la denominada “informalidad”, lo que implica, entre otras cosas, no tener ningún tipo de “seguridad social”. Más aún, la pandemia fue evidenciando cada vez más lo obvio, es decir que son los pobres y marginales los que mueren más en todos los contextos, ya que no solo se da en México o Brasil sino en EEUU y en los países europeos, donde emergen los bolsones de pobreza, la explotación de los indocumentados, la precariedad y hacinamiento en el que viven, y las limitaciones que tienen para generar una higiene básica. De tal manera que, tanto en EEUU como en México, el 75% de los muertos por coronavirus corresponde a los sectores subalternos; más aún, pese a que en EEUU las personas de raza negra constituyen el 13% de la población, corresponden al 25% de las muertes70,71,72.

Ahora bien, sin negar la importancia de estos aspectos, me preocupa que, sobre todo, hayan sido secundarizados los análisis de los aparatos médico-sanitarios, para entender especialmente ciertos procesos como, por ejemplo, explicar por qué México es el país con el mayor porcentaje de personal de salud contagiado y muerto por coronavirus; por qué México es el país en el que han muerto 212 enfermeras hasta mediados de agosto de 2020, que constituyen más del 25% de las enfermeras que han muerto a nivel mundial. Esta situación está dando lugar a numerosos homenajes al personal de salud sin que se modifiquen las condiciones de trabajo que los está llevando a la muerte, y sin que tengamos análisis oficiales o no oficiales que expliquen esta situación73,74.

Desde los comienzos de la pandemia -y esta es mi tercera inquietud- observamos fuertes renuencias a reconocerla como tal, como lo hemos señalado previamente a través de algunos intelectuales, insistiendo inicialmente en el bajo número de contagiados y sobre todo en su escasa mortalidad, lo que -como sabemos- la realidad fue desmintiendo75. Dicha renuencia a aceptar la realidad, se expresó también a través de las tardanzas en aplicar medidas, y en ciertas orientaciones técnicas del sector salud mexicano, que han sido reiteradamente criticadas. Pero, lamentablemente, y pese a los escépticos, la gente comenzó a morir cada vez más por coronavirus hasta convertirse en un país como México en la primera causa de muerte según el director de políticas públicas en salud global de la Universidad George Washington76,77, y en primera causa de mortalidad materna según lo presentado en el foro desarrollado en el Instituto Nacional de Perinatología, y lo concluido por la ONU78,79.

Las omisiones y orientaciones señaladas tienen que ver en gran medida con la tendencia a secundarizar los efectos de la pandemia, dado que su reconocimiento conducía a la aplicación de medidas que iban a afectar drásticamente la economía mundial y de cada país, en un momento en que ya estábamos en recesión. Todos los datos indican que China tardó en informar sobre el inicio de la pandemia, que Italia -segundo país en expandirse el virus con altas tasas de mortalidad- no aplicó durante por lo menos un mes medidas que contuvieran y confinaran la vida colectiva, lo que también se dio en España y en Francia. Más aún, la OMS sugirió inicialmente medidas de contención, pero solo avanzada la pandemia comenzó a insistir en la necesidad de aplicar cuarentenas. Y en el caso de países como Reino Unido, EEUU, Brasil y México, desarrollaron políticas de salud que excluyeron las cuarentenas o las aplicaron tardíamente. O más interesante aún, enviaron constantes mensajes contradictorios a la población, ya que por una parte el sector salud indicaba la necesidad de confinamiento o de aplicar la “sana distancia” y el uso técnico y simbólico del cubrebocas, mientras los presidentes o primeros ministros de los países señalados no solo abrazaban a la gente y estaban siempre fuera de sus hogares, sino que no llevaban nunca cubrebocas, y hasta solían hacer bromas al respecto. Lo que “coincidió” con las actitudes de parte de la población que, en el caso de México, negaba la existencia de la pandemia80,81,82.

De tal manera que se dio una sorprendente convergencia entre comentaristas e intelectuales, los gobernantes y una parte de la población de los países señalados, en la que los primeros negaban la envergadura de la pandemia apelando a los biopoderes, estados de excepción y controles mediáticos; los gobernantes la secundarizaban en función de sus objetivos económicos y/o políticos; y entre la población, algunos grupos la niegan por ver en ella un medio para restringir las libertades individuales, lo que se articula con algunos objetivos del movimiento antivacuna, mientras otros sectores niegan la enfermedad. Asumiendo que, en el caso de estos últimos, al menos una parte suele negar aquella realidad que no sabe o no puede enfrentar, por ejemplo, debido a la precariedad en la que viven, que los obliga a seguir trabajando y, por lo tanto, a exponerse a contagiarse y también a morir.

Si bien ciertos países aplicaron medidas de contención desde el inicio, es decir, aceptaron que era una pandemia, la mayoría no aplicó medidas o aplicó medidas poco rigurosas que, con el tiempo, dada la agudización de la pandemia en términos de mortalidad, aceptaron enfrentar con medidas más confinantes. Pero a medida que los contagios y las muertes descendieron y/o se espaciaron, los gobiernos y los conjuntos sociales comenzaron a definir cuáles serían sus orientaciones debido a la necesidad de elegir entre salud y economía, entre salud y vivir o entre salud y movilización política, lo que constituye la cuarta inquietud. Ya que a nivel de los gobiernos y de gran parte de la población, el objetivo central será cada vez más la reapertura de la economía, para comenzar a remontar la crisis económica, la desocupación, el hambre, convergiendo cada vez más gobierno/empresa/trabajadores en dicho objetivo. Esto se articuló con las necesidades de los diferentes conjuntos sociales de retomar las relaciones y vinculaciones que fueran más allá de las inmediatas y confinadas, es decir, salir a vivir en las calles, parques, restaurantes, conciertos, cantinas o simplemente esquinas, incluyendo también a los grupos que han seguido estando en las calles por objetivos políticos e ideológicos, los que en forma directa e indirecta cuestionaron las políticas y acciones de confinamiento. Es decir, en todos los casos observamos, por varias razones diferentes, la necesidad de que la salud no sea el eje de las decisiones.

La elección entre salud y vida, y es nuestra quinta inquietud, se expresó especialmente a través de la situación de las personas de la tercera edad que, si bien se dio en casi todos los contextos, emergió inicialmente en Italia y España, dadas las altísimas tasas de mortalidad ocurridas durante la pandemia en las personas ancianas de dichos países, especialmente en los geriátricos, estimándose en España que el 75% de los muertos corresponden a ancianos, y que el 50% se dio en geriátricos. Más aún, muchos hospitales españoles se negaron a internar a ancianos infectados con el virus, dada la carencia de recursos. Mientras en el caso de Italia, se encontró que en un solo geriátrico habían muerto, entre enero y abril de 2020, 300 de los 900 ancianos internados. A su vez, en EEUU, el 80% de los muertos eran personas mayores de 65 años y, de estos, el 72,5% eran personas de 75 años y más83, y el 43% de estos ancianos habrían muerto en geriátricos. En México, el 53,5% de los fallecidos tenía 60 años o más; y mientras la letalidad en personas de 19 a 59 años es del 6%, en los mayores de 60 años es de 32%, y en los de más de 80 año es de 45%84,85,86.

Uno de los procesos más dramáticos, que fue narrado especialmente por enfermeras españolas87 -entrevistadas por la Televisión Española (TVE) y la Radio Televisión Cristiana (RTC España) entre abril y mayo de 2020- fue que, al comenzar a saturarse los hospitales y escasear el uso de respiradores, los médicos tuvieron que elegir a quienes aplicarlos, y la decisión fue a los que tenían más posibilidades no solo de sobrevivir, sino de vivir más tiempo; es decir, eligieron atender a jóvenes y no a personas de la tercera edad. En México, esto dio lugar a una fuerte discusión dado que, a mediados de abril de 2020, el Consejo de Salubridad General publicó una Guía Bioética, en la que se plantea que cuando se carezcan de insumos básicos para atender a los pacientes “se deberá recurrir al principio de vida completada, es decir que pacientes más jóvenes han de recibir atención de cuidados intensivos sobre pacientes de mayor edad”88,89.

La guía suscitó cuestionamientos científicos, religiosos y éticos90,91,92,93,94,95, que condujeron a una modificación, que tampoco contó con una aprobación generalizada, ya que si bien se eliminaron términos como la prioridad de atender a los que tienen una “vida por completarse”, se sugiere que ante la necesidad de salvar toda vida, se salve a aquellos que más pueden vivir, aunque escribiéndolo de otra manera. Pero, como casi siempre, la cuestión decisiva no reside en lo que propone un código, aunque sea de ética, sino en si el sector salud tiene recursos suficientes como para dar la atención necesaria que requiere la población. En el caso de México y de la mayoría de los países de América Latina se evidenció que no, y se evidenció sobre todo a través de las diarias denuncias del propio personal de salud respecto de la carencia de insumos básicos96,97,98,99,100,101,102,103,104. Es decir, en los diferentes contextos, los ancianos murieron más, no solo por ser personas que padecen más enfermedades predisponentes, sino porque los servicios oficiales no contaban con medios suficientes y, en el caso de México, por ser ancianos de clase baja, ya que en los hospitales privados ha muerto un porcentaje de ancianos mucho menor que en los hospitales públicos105. Por lo que, como siempre, los códigos pueden servir, pero son las condiciones sociales dominantes las que realmente imponen quienes pueden/deben morir.

Y la última inquietud tiene que ver con que, a pesar de todos los errores del sector salud, de los intereses médicos mercantilizados, de todas las desigualdades entre países de primera, de segunda y de tercera, y de muchas más miserabilidades de nuestras sociedades actuales, no cabe duda de que se pudo enfrentar esta pandemia, como nunca se había logrado previamente a nivel mundial respecto de procesos similares. Porque si bien algunos concluyen que se actuó mal y exageradamente porque solo estábamos ante una simple influenza, lo que necesitamos asumir es que la tremenda mortalidad ocurrida en los años 1918 y 1919 se debió también a una simple influenza. Más aún, si bien -como señalan reiteradamente la OMS y la ONU- actuamos en forma desunida, hubo una colaboración mundial mucho mayor que en 1918 y 1919, cuya única unidad fue negar lo que estaba pasando, ya que no desarrollaron ninguna política sanitaria de conjunto a nivel mundial para enfrentar la pandemia, y siguieron viviendo una cotidianeidad normalizada que generó una catástrofe que, pese a ello, no los condujo a diseñar una vacuna para enfrentar la mortal pandemia.

En el caso de México, se calcula que por la gripe española murieron alrededor de 300.000 personas en dos años, pero durante todo el lapso no se dejó de trabajar ni de realizar las actividades escolares; los lugares de reunión, los restaurantes, las cantinas, los teatros, las canchas de pelota vasca siguieron funcionando, y solo en algunos casos redujeron sus horarios. Si bien se aplicaron algunas medidas sanitarias, fueron mínimas, y no obedecían a ningún protocolo sanitario a seguir. Las autoridades pidieron evitar aglomeraciones, pero realmente no se aplicaron medidas eficaces para impedirlo106,107. Pero además, ni el reducido sector salud, ni los gobiernos nacionales y estatales parecieron demasiado preocupados por la grave pandemia: “si nos atenemos al discurso oficial, el impacto no fue grave, tal y como lo dejó entrever el presidente Carranza durante su informe de septiembre de 1919, ya que solo le dedicó unas líneas al tema”108.

Es decir, ni la sociedad ni los gobiernos decidieron regular la vida social ni económica, de tal manera que la población no vivió la pandemia como la estamos viviendo nosotros, entre otros hechos, porque lo que estaba ocurriendo estaba dentro de la “normalidad” en un México en que existían altísimas tasas de mortalidad general y etarias, y una muy baja esperanza de vida. Más aún, la mayoría de las causales de mortalidad constituían una articulación entre enfermedades infectocontagiosas y desnutrición, lo que también estaba normalizado, lo que puede observarse a través de una tasa de mortalidad general de entre 23 y 24 por mil habitantes y una esperanza de vida de alrededor de 32 o 33 años, que contrasta fuertemente con las actuales, dado que entre 2018 y 2019 la tasa de mortalidad general es de 6 personas por mil habitantes, y la esperanza de vida es de 75 años.

Si bien podemos reconocer que, a nivel biomédico, aun teníamos poco conocimiento sobre los virus y carecíamos de vacunas específicas, las formas de actuar y aceptar las tremendas tasas de mortalidad y la baja esperanza de vida indican, además, que estábamos ante otras formas de vivir/pensar la vida y la muerte, que han ido cambiado radicalmente. Por ejemplo, según Golub109, el miedo a morir tiene que ver, en gran medida, con que ahora el envejecimiento es el principal indicador de nuestra muerte inevitable, lo que es un hecho relativamente reciente, dado que en todas las sociedades -incluida la “occidental”- hasta hace muy pocos años la muerte se identificaba con la mortalidad infantil, dado que las mayores tasas de mortalidad se daban al comienzo de la vida, mientras que en la actualidad se dan al final. Esta tendencia se refuerza en el caso de esta pandemia, en la que los ancianos tienen las más altas tasas de mortalidad y los niños son los menos afectados.

Por lo tanto, necesitamos asumir que, desde principios del siglo XX -y, en especial, en las décadas de 1920 y 1950- las sociedades a nivel mundial han reducidos sus tasas de mortalidad y han incrementado notablemente sus esperanzas de vidas, pasando de 30 años en 1900 a 72 años en 2017, y esto no solo en los países centrales, sino también en los periféricos, de tal manera que, entre 2000 y 2016, los países de bajos ingresos incrementaron en once años su esperanza de vida, mientras los de altos ingresos lo hicieron en tres años. Esto no niega la persistencia de fuertes desigualdades en la esperanza de vida entre países centrales y periféricos; pero, sin embargo, indica una tendencia positiva a nivel mundial que no debemos negar, y que necesitamos incluir y analizar, para entender nuestras reacciones actuales ante esta pandemia110 y las nuevas sensibilidades subjetivas y colectivas que se están evidenciando durante esta pandemia, y que nosotros no remitimos a miedos y subyugaciones, sino a varios de los procesos señalados, los cuales incluyen obviamente las subyugaciones y los miedos.

LAS REITERADAS NEGACIONES DE NOSOTROS MISMOS

El conjunto de inquietudes presentadas tiene que ver, en gran medida, con tratar de entender no solo la importancia decisiva de los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención, sino también las tendencias a subestimarlos; tendiendo a ignorar que dichos procesos constituyen parte de los procesos básicos de nuestras sociedades, y no solo en términos biomédicos, sino también en términos socioantropológicos. Y si bien en este texto hemos presentado algunos procesos que ejemplifican dicha importancia, ahora trataré de evidenciarlo a través del análisis de un proceso que ha tenido un papel central durante la pandemia, y me refiero al ya citado proceso de autoatención.

Como ya señalamos, la pandemia evidenció toda una serie de hechos, pero especialmente evidenció la hegemonía de la biomedicina, más allá de sus orientaciones, problemas y limitaciones, ya que en todos los contextos de los que tenemos información, la medicina que aparecía actuando en países europeos, latinoamericanos, asiáticos o africanos ha sido la biomedicina. Todo indica que en China, India o Japón no fueron la medicina mandarina, la ayurvédica o la sintoísta las utilizadas por sus respectivos sectores de salud, sino que utilizaron básicamente la biomedicina111. Y lo mismo podemos decir de las medicinas tradicionales en Latinoamérica, ya que -al igual que las medicina alternativas y complementarias- no aparecieron como formas de atención y prevención básicas. Más aún, sectores indígenas en varios países de Latinoamérica112,113,114,115 reclamaron la falta de atención biomédica que estaban padeciendo respecto de la pandemia. Lo que no niega que los sujetos y microgrupos utilizaran medicinas tradicionales o alternativas, sino simplemente subrayar que las expectativas de solución se pusieron exclusivamente en concepciones y recursos biomédicos, lo que reforzó aún más su hegemonía.

En este texto no vamos a analizar -por falta de espacio- por qué la biomedicina hegemonizó los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención, pese a enfrentarse con una enfermedad respecto de la cual demostró, sobre todo inicialmente, escasa eficacia y carencia de medios específicos; aunque sí presentaré algunos de sus mecanismos de hegemonización, pero no referidos a las otras medicinas académicas ni a las medicinas alternativas y complementarias, sino a los procesos de autoatención, dado que dichos procesos emergieron a nivel mundial como decisivos para contenerla, apenas la pandemia fue reconocida como tal, recordando que son parte estructural de la vida de los sujetos y microgrupos. Pero, pese a ello, y a que desde que comenzó la pandemia hasta agosto de 2020, el sector salud mexicano señaló como eje de las acciones preventivas la necesidad de autocuidarse, este proceso no apareció como parte estructural de los saberes de los microgrupos, sino que apareció como una estrategia de prevención biomédica, en la que lo determinante estaba en la biomedicina y no en los conjuntos sociales. De tal manera que, hasta que se lograra una vacuna, todas -y subrayo todas- las medidas básicas de prevención se concentraron en formas de autoatención, cuyas actividades fueron indicadas por la OMS y por el sector salud durante todo el lapso analizado.

Ahora, si bien en el caso de esta pandemia los contenidos y los tipos de acciones fueron indicados por los aparatos médico/sanitarios, los aplicaron y desarrollaron por personas y microgrupos que actúan con autonomía, o por lo menos con autonomía relativa. De tal manera que la biomedicina recomendó el uso de cubrebocas, la sana distancia y quedarse en casa, que constituyen comportamientos en los que el papel del personal de salud es mínimo o inexistente, y todo está concentrado en el quehacer de la población. Sin embargo, por lo menos en México, ni el sector salud ni el personal de salud -ni tampoco los comentaristas- se han referido a estas actividades como autoatención, ni tampoco con el término autocuidado, que es el acuñado y empleado por la biomedicina, lo que amerita algún tipo de interpretación.

La biomedicina -sobre todo respecto de actividades de prevención, promoción y de educación para la salud, y en función de su orientación individualista- ha acuñado o se ha apropiado de una serie de conceptos desde la década de 1960 pero fundamentalmente desde 1970 y 1980, que buscaron tener un efecto en los individuos -y no en los grupos- para modificar comportamientos que limitaran el riesgo de contraer enfermedades crónico-degenerativas que se estaban convirtiendo en las principales causas de mortalidad, así como para evitar contraer enfermedades que pudieron ser cronificadas por la biomedicina, como es el caso del VIH-sida. Y para ello desarrollaron o resignificaron los conceptos de riesgo, de estilo de vida y de autocuidado116,117,118 que, sobre todo los dos últimos, refieren al individuo y a su responsabilidad personal, excluyendo a los sujetos no solo de sus relaciones sociales y pertenencias culturales en general, sino de aquellos aspectos que los ubican como miembros de agrupaciones de clase, de pertenencia étnica, o de género, para localizar todo en el individuo, tanto sus riesgos como sus responsabilidades. Esta propuesta va a alcanzar su mayor utilización durante la fase neoliberal del capitalismo, ya que se adecuaba notoriamente con sus concepciones individualistas, competitivas y clasistas.

Ahora bien, entre finales de la década 1960 y mediados de 1970 formulé mi propuesta de modelos de atención119,120, que incluye una serie de modelos entre los que está el modelo de autoatención, que se caracteriza por toda una serie de saberes -entendidos como la articulación de representaciones y de práctica sociales- que en forma autónoma o con autonomía relativa desarrollan los microgrupos para operar, en términos relacionales, las diferentes actividades que posibilitan a los sujetos y microgrupos vivir y sobrevivir. Por lo que todo sujeto nace, crece, consume, estudia, trabaja, se divierte, sufre, enferma, entierra a sus muertos y muere dentro de relaciones y rituales sociales microgrupales y comunitarios. De tal manera que es en estos microgrupos donde los sujetos aprenden sus formas de comer, de beber, de tener relaciones sexuales, así como es dentro de estos microgrupos y a veces mesogrupos que aprenden a estudiar, a trabajar, a tener amigos, a desarrollar emociones, y también es donde aprenden a enfrentar las enfermedades y las posibilidades de morir por enfermedades, por violencia o por desgaste físico, psíquico y/o social.

La autoatención está basada en los saberes de los diferentes microgrupos en los que los sujetos desarrollan sus vidas, y que no solo remiten a los grupos familiares, sino también a los microgrupos laborales, educacionales, religiosos, vecinales, etc., en los que los sujetos y sus relaciones transcurren sus vidas; asumiendo que en todos estos microgrupos los sujetos aprenden y utilizan saberes que refieren, entre otros, a los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención y que, si bien el microgrupo familiar concentra la mayor cantidad de saberes respecto de dichos procesos, en los otros microgrupos se desarrollan también este tipo de saberes en forma más especializada. Pero, además, todo sujeto y microgrupo opera actualmente dentro de contextos donde existen diversas formas de atención, que los sujetos y microgrupos pueden utilizar, y cuyos saberes se van convirtiendo, al igual que el biomédico, en parte de los procesos de autoatención, que justamente se caracterizan por sintetizar los saberes de las diferentes formas de atención con las que entran en relación.

Y es con estos saberes que los sujetos y microgrupos no solo enfrentarán las enfermedades, sufrimientos y discapacidades de todo tipo, sino que es a partir de estos saberes que se relacionarán en forma directa e indirecta con los saberes tradicionales, alternativos y biomédicos, realimentando continuamente las formas de autoatención, en la medida en que los sujetos utilicen los saberes señalados. Es decir, el modelo de autoatención no refiere a individuos como el concepto de autocuidado, ni pone el peso en la responsabilidad individual como hace la biomedicina, sino que refiere a sujetos en tanto miembros de microgrupos y de relaciones sociales, que pueden ser responsables, no responsables o irresponsables121,122,123,124,125,126,127.

Ahora bien, el desarrollo de la pandemia confirmó el carácter relacional del proceso de autoatención, sobre todo en términos de prevención, lo que cuestiona la utilización del concepto de autocuidado por parte del sector salud y la biomedicina, exclusivamente en términos individuales, por lo que pragmáticamente el sector salud lo suprimió o a veces lo utilizó, pero no asumiendo su incongruencia teórica; incongruencia que le puede preocupar tal vez a los antropólogos, pero no a la biomedicina, dado su estructural pragmatismo. Como señalamos, una de las consecuencias de las políticas contra la pandemia fue el “encierro” de los sujetos en sus hogares obligándonos a una relación real y/o imaginaria con otros sujetos en forma permanente, y cuyo objetivo era el cuidado de todos y no solo el de uno mismo, como lo reconocieron la OMS y el sector salud mexicano desde el principio. Y apareció en toda su evidencia el papel, el peso, la significación del otro y de los otros para cada sujeto, ya que lo decisivo en las relaciones de contagio -máxime cuando se aplica algún tipo de cuarentena- no es solo el sujeto, sino sobre todo la relación y el quehacer con los otros. La autoatención implica, por lo tanto, la relación yo/otros, como parte de un todo que somos nosotros, y más allá del tipo de relaciones que se establezcan.

Por lo tanto, es importante asumir que desde el primer día de reconocida la existencia del virus y su posible contagio, la Organización Mundial de la Salud y los sectores salud de todos los países afectados plantearon la autoatención como la principal estrategia de prevención, aunque no utilizando nunca el término autoatención. Ante la ausencia de una vacuna específica, ante la inexistencia y/o ignorancia de fármacos eficaces, las únicas medidas que podían tener efecto eran -y siguen siendo- las preventivas, y basadas en la autoatención, y no solo en el autocuidado dado que, para evitar el contagio, no basta con que me cuide a mí mismo, sino que nos tenemos que cuidar todos los miembros del grupo que viven en una casa -tenga una o cinco habitaciones-, en el supermercado, en el banco, en la farmacia y en todos los espacios colectivos donde necesitamos actuar y, especialmente, en los espacios de trabajo. Y en todos estos espacios, el cuidado de cada uno tiene que ver con el cuidado del otro.

Este proceso, que es sustancial en nuestras vidas, ha sido ignorado por los ideólogos y practicantes del autocuidado, pese a que se expresa a través de la autoatención que estructuralmente necesitamos desarrollar cotidianamente, relacionada o no con la biomedicina y con las otras formas de atención. Y, sin embargo, pese a que esto lo estamos viviendo en forma dramática a través de la pandemia, y de que los medios de comunicación masiva lo transmiten constantemente, la mayoría de nosotros no reconoce el papel que estamos desempeñando, no solo en la prevención, sino también en la convalecencia de esta enfermedad, que para algunos sujetos es larga y dolorosa114,128. Este papel implica asumir y reconocer que, frente a la pandemia, el “poder” no solo social, sino también técnico está en gran medida en nosotros, por lo menos hasta que se genere una vacuna y/o fármacos que limiten los daños. Lo que, sin embargo, no eliminaría las irremplazables actividades de la autoatención, pero le quitaría aún más visibilidad al “normalizarse” una vez más como parte de nuestra cotidianeidad, y al disolverse su importancia específica.

Y es por esta importancia decisiva que lo básico que indicaron -y siguen indicando- el sector salud y la OMS son actividades de autoatención: lavarse las manos en forma profunda y frecuente, no tocarnos la cara, no saludar con un beso ni con abrazos, no tocarnos con el otro, no toser ni estornudar sobre el otro, mantenernos a una “sana” distancia del otro, quedarnos en casa y salir lo menos posible, limpiar todo objeto del hogar -y sobre todo los objetos que se introducen desde fuera en los hogares-, usar cubrebocas y/o caretas al salir a la calle y aun dentro de espacios cerrados, así como otras actividades menos mencionadas. Además, se recomendó no automedicarse con fármacos ni con otras sustancias que presuntamente tuvieran alguna eficacia, así como rechazar los mensajes por Internet u otros medios que indujeran a determinados comportamientos y usos. Más aún, el sector salud nos indicó cuáles eran los principales síntomas de esta enfermedad para que nosotros hiciéramos un primer diagnóstico y decidiéramos ir o no ir al médico, todo lo cual es parte de la autoatención.

La revisión de las recomendaciones, que en palabras y en imágenes nos presenta todos los días el sector salud y otras oficinas de gobiernos en los diferentes medios, indica que la base de lo recomendado luego de siete meses de declarada la pandemia siguen siendo los mensajes de autoatención y, en todos los casos, bajo la consigna: “Si te cuidas tú, nos cuidamos todos”. Necesitamos reconocer que estas y otras medidas similares fueron las primeras que los sectores técnicos internacionales y nacionales comunicaron a la población; es decir, los médicos, iniciada la pandemia en China, no sabían -en China ni en ningún otro país- cuál era la causa del nuevo virus, sino que establecieron presunciones; pero, además, los profesionales no contaban con vacunas específicas, ni sabían qué fármacos podían tener algún tipo de eficacia. De tal manera que lo único que sabían era que había que evitar el contagio y esto dependía de la autoatención, es decir, de los saberes de los sujetos y grupos, y sobre ellos había que incidir. Cuando emergieron los casos que requerían hospitalización y crecieron en número, pasaron a primer plano las acciones de atención/internación/intubación hospitalaria; sin embargo, en ningún momento la autoatención dejó de ser central en los comunicados y en las políticas y del sector salud y de la OMS, máxime cuando la mayoría de los países fueron aplicando algún tipo de cuarentena. Y en todos estos procesos, la autoatención apareció como una estrategia propia de la biomedicina, en lugar de ser asumida como la estrategia básica de los sujetos y sus microgrupos, lo que constituye, uno de los más claros ejemplo de la hegemonización biomédica.

Ahora bien, para evitar equívocos, aclaro que no proponemos una autoatención autónoma que decida lo que ocurre en la realidad, por más cuota de micropoder que tenga, sino que asumimos que los sujetos y microgrupos, que están ejerciendo la autoatención de los padecimientos, operan transaccionalmente con los sujetos y grupos que están operando las acciones y orientaciones del sector salud. Transacciones que, además, operan a partir de las condiciones económicas, sociales y culturales de los actores sociales en relación y que, por lo tanto, las características y posibilidades de la autoatención -y sus consecuencias- solo podemos establecerlas si las remitimos a las condiciones socioeconómicas, políticas y culturales de los microgrupos y sus sujetos. Es decir, por ejemplo, para establecer la responsabilidad/irresponsabilidad de los comportamientos de autoatención necesitamos ver cuáles son sus condiciones de vida, cuál es la racionalidad sociocultural y socioeconómica que las impulsa, y cuáles son las relaciones que posibilitan o imposibilitan las conductas de sujetos y microgrupos.

Por lo tanto, la posibilidad de ejercer las prácticas de autoatención propuestas y difundidas por el sector salud no solo evidenció las condiciones de desigualdad socioeconómica de la población, sino que puso de manifiesto quiénes podían y quiénes no podían llevar a cabo lo que se recomendaba. Por ejemplo, la mayoría de los que trabajan en la informalidad no pueden quedarse en sus casas, ya que tienen que salir a trabajar. La recomendación de lavarnos las manos, según algunas propuestas, cada una hora y, según otras, cinco veces al día, no puede ser realizada porque gran parte de la población pobre carece de agua o solo tiene agua durante algunas horas al día, o dependen de pipas de aguas que además encarecen sus precios dado el incremento de la demanda. Se calcula que el 40% de la población mundial carece de agua en forma permanente y en condiciones mínimas de potabilidad129,130. Además, gran parte de los “pobres” viven hacinados en una o dos habitaciones, de tal manera que les es imposible mantener la “sana distancia”, así como tampoco pueden comprar cubrebocas, dado que lo poco que ganan se dirige a otros objetivos, y menos aún realizar compras de gel o de medicamentos, motivadas por el “pánico”, como parte de la autoatención.

Pero estas desigualdades e imposibilidades tienen una consecuencia final: los pobres están muriendo más que ningún otro sector social por esta pandemia, en gran medida, no por ignorancia, desidia o rechazo, sino porque no pueden llevar a cabo la mayoría de las prácticas de autoatención enumeradas. Esto no niega que gran parte de la población pobre sufre padecimientos crónicos que favorecen dicha mortalidad, pero no colocaremos allí la explicación básica de sus altas tasas de mortalidad. Aunque sea obvio, necesitamos recordar el papel decisivo de la pobreza, dado que las interpretaciones biomédicas oficiales pueden y suelen necesitar marginarla o excluirla por varias razones, pero sobre todo por razones ideológicas y profesionales, que no podemos analizar ahora. Lo que, por supuesto, no niega -como ya lo señalamos- que sectores pobres y no pobres no apliquen medidas de autoatención, porque niegan la existencia de esta pandemia, o porque prefieren vivir de determinada manera, o simplemente porque quieren estar juntos con amigos o con multitudes en cafés o en espacios colectivos donde gritar, bailar o abrazarse juntos.

RUTINA Y REPETICIÓN

Si bien la vida es en gran medida rutina y repetición, esto suele ser rechazado por gran parte de las tendencias teóricas actuales; sin embargo, la confinación que estamos viviendo lo está evidenciando en forma que hace difícil ignorarlo, incluso por aquellos analistas que ven en cada uno de nosotros una especie de héroe cotidiano que modifica la realidad, o por lo menos su realidad. Por eso, pese a que la cuarentena evidencia las capacidades inventivas de los sujetos y microgrupos para generar formas de recreación, de no aburrimiento, de convertir el trabajo en entretenimiento, lo que también se evidencia es que gran parte de nuestras vidas -como proponen la mayoría de los durkheimianos y neodurkheimianos, incluidos tanto Pierre Bourdieu como Jean Paul Sartre- es rutina y repetición, en gran medida ejercidas a través de la autoatención. Y si bien los esparcimientos de fin de semana, o la “pasión” por el futbol, el alcohol, la mariguana, el sexo y últimamente Netflix impiden o limitan asumirlo, ocurre que durante la pandemia -en forma reflexiva o no- puede emerger la visibilización de la vida como rutina y repetición, constituyendo una de las bases de posibles angustias, ansiedades, depresiones y/o violencias.

Y es dentro de esta rutina y repetición caracterizada por relaciones obligadas a cumplir en forma constante, que surgen alegrías y miedos hacia los otros y hacia nosotros mismos; es dentro de estos procesos cotidianos que han surgido durante la pandemia xenofobias y agresiones a extraños junto con acciones colectivas de ayuda a ancianos, incluso desconocidos que viven solos; así como han surgido agresiones y homenajes al personal de salud. El confinamiento pone de manifiesto que una parte de las relaciones cercanas se caracterizan por ser violentas y no violentas, a veces, simultáneamente; más aún, evidencia que una parte de las agresiones a uno mismo pueden tener que ver con los otros cercanos.

Junto con la rutina y repetición, necesitamos reconocer que los procesos de autoatención no pretenden ser unilateralmente positivos, como connota el concepto de autocuidado, aliado frecuentemente al de resiliencia, sino que la autoatención puede tener también consecuencias negativas y ambivalentes. Y han sido generalmente estos aspectos negativos los que han subrayado el sector salud y la biomedicina respecto de la autoatención al convertir, por ejemplo, la automedicación en una actividad exclusivamente negativa. Sin embargo, la automedicación puede ser negativa pero también positiva, como la mayoría de los procesos de nuestras vidas colectivas, en la medida que los pensemos y analicemos como procesos y no los escindamos en partes separadas ideológica y/o metodológicamente. Esto es lo que ha hecho constantemente la biomedicina para estigmatizar y casi ilegalizar la automedicación, en lugar de reconocer que hay automedicaciones que pueden tener consecuencias negativas, pero que otras no solo son positivas, sino necesarias.

Pero, además, la biomedicina no solo tiende a escindir la realidad, sino que opaca o directamente niega la constante articulación entre la automedicación de sujetos y microgrupos y los saberes biomédicos, que una vez más se puso de manifiesto durante la pandemia, dado que apenas el sector salud señalaba un dispositivo positivo para enfrentar la pandemia, pasaba a ser demandado por los sujetos y microgrupos, como ocurrió con el cubrebocas o el gel, así como con los diferentes fármacos que se indicaban para aliviar e inclusive curar el coronavirus, gran parte de los cuales fueron propuestos por médicos, pese a ser ineficaces y hasta nocivos.

Como hemos señalado en varios textos, los sujetos y grupos aprenden en gran medida a automedicarse en forma directa e indirecta a través de los médicos, lo que fue una vez más reconocido por el sector salud, al señalar que varios de los fármacos y, especialmente, el tocilizumab, que son ineficaces o negativos para atacar el coronavirus, han sido recomendados y publicitados por médicos. El coordinador de los Institutos Nacionales de Salud, en la conferencia diaria en que el equipo de salud presenta la situación de la pandemia, enumeró once medicamentos que han sido recomendados, y que la Secretaría de Salud rechaza, dado que la mayoría de ellos no solo son ineficaces respecto del nuevo virus, sino que pueden generar graves daños en quienes lo usan131,132,133.

Una de las más notorias tareas de escisión, la biomedicina la ha hecho entre autocuidado y autoatención, utilizando varias estrategias pero, especialmente, impulsando a través de la educación para la salud determinados estilos de vida que tienen poco que ver con las vidas que viven, sobre todo, los sectores sociales subalternos119,134. De tal manera que gran parte de la educación y prevención de los padecimientos, así como de la promoción, proponen estilos de vida y autocuidados que han fracasado, por ejemplo, respecto de las “adicciones”, respecto de las violencias o respecto de la diabetes mellitus135.

Correlativamente, la biomedicina y el sector salud deberían asumir que los mensajes explícitos e implícitos que envían a la población suelen ser poco claros, confusos y hasta contradictorios, lo que se evidenció constantemente durante esta pandemia. Y no cabe duda que una parte de las confusiones y contradicciones que ocurrieron fueron producto del objeto del trabajo médico; de tal manera que, por ejemplo, sus desconocimientos sobre las características básicas del virus los llevó a ensayos y errores que se transmitieron a la población como confusiones y dudas. Las concepciones técnicas diferenciales sobre cuestiones básicas como son el papel de las “pruebas”, las características de las convalecencias o incluso del uso de cubrebocas condujeron no solo a desconfianzas de la población, sino a no saber bien qué hacer y, por lo tanto, a tomar decisiones de autoatención.

Los cubrebocas se convirtieron en el instrumento técnico que identificó la protección contra el virus, y que pasó a simbolizar la principal estrategia contra la pandemia, lo que a los seis meses de transcurrir la pandemia fue reconocido públicamente, cuando museos de varias ciudades europeas (Londres, Praga, Viena) solicitaron a la población la donación de los cubrebocas para formar una colección que simbolice el confinamiento de la población a las futuras generaciones136,137. Por lo tanto, es importante señalar que, al menos desde febrero de 2020 se dio una discusión sobre si la mascarilla era necesaria o no para limitar o impedir los contagios, que llevó a que -entre marzo y junio del mismo año- 44 países hicieran obligatorio el uso del cubrebocas, mientras otros solo lo recomendaron e incluso en varios casos, como ya vimos, dirigentes políticos se negaron a llevarlo como expresión de sus objetivos políticos138,139,140,141,142,143,144,145.

Para concluir, considero que esta pandemia posibilita el desarrollo de reflexiones teóricas y de propuestas prácticas respecto de casi todos los aspectos de la vida colectiva que está afectando. Desde mi perspectiva, verifica una vez más no solo que los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención constituyen parte de los procesos básicos y decisivos de toda sociedad a nivel micro y macrosocial, sino que ello se evidencia especialmente a través de los procesos de autoatención. Estos procesos demuestran no solo las limitaciones de la biomedicina y del sector salud para entender y tratar partes sustantivas de los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención, sino que evidencian que algunos de estos procesos operan necesariamente a través de una autoatención de tipo autónomo, y que gran parte de lo que desarrolla la biomedicina solo puede operar eficazmente articulada con los procesos de autoatención. Es importante subrayar que los procesos de autoatención pueden estar fuertemente equivocados; más aún, pueden generar graves problemas, pero es a través de los procesos de autoatención que operan en gran medida las acciones médicas y no médicas de atención y de prevención.

Por estos procesos -y por otros señalados previamente- la biomedicina necesita utilizar la autoatención, al mismo tiempo que la niega o la invisibiliza, a través de mecanismos de hegemonía/subalternidad que colocan toda la eficacia en la medicina, y toda la subalternidad en la autoatención. Por lo que considero necesario impulsar, favorecer y utilizar las diferentes formas de autoatención desarrolladas estructuralmente por los micro y mesogrupos, y no solo los saberes de autocuidado propiciados por el sector salud, dado que las formas utilizadas por los microgrupos y sujetos constituyen el real primer nivel de atención de los padecimientos, que no solo debe ser reconocido y usado durante contingencias como la actual pandemia, sino que debe ser parte integral de las políticas de salud pública, y de la mayoría de las políticas sociales, pero a partir de reconocer la autonomía, por lo menos relativa, de los saberes de autoatención119,120.

Hay un cuestionamiento a los procesos de autoatención, generado por tendencias de la medicina social crítica, que sostiene que el énfasis en la autoatención favorece que los gobiernos y los sectores salud de los países descarguen en los sujetos y microgrupos las responsabilidades respecto de la atención, prevención y promoción, e inviertan aún menos en los procesos de salud/enfermedad/atención-prevención. Si bien no negamos esa posibilidad, dado que se la puede observar a través del énfasis en el autocuidado y en la resiliencia, lo que proponemos es una autoatención cuyo eje sea colectivo y no individual, que impulse el empoderamiento de los sujetos y microgrupos a partir de ellos mismos, y de las tareas que tendría que hacer la salud pública.

Desde hace casi cuarenta años sostengo que el sector salud debería enseñar a los sujetos y microgrupos a autoatenderse, incluyendo enseñar a automedicarse bien, por varias razones, pero especialmente por dos hechos obvios: en primer lugar, para contribuir a solucionar el problema de salud del sujeto y su grupo y, en segundo lugar, porque la gente seguirá automedicándose pese a las críticas de la biomedicina y a las prohibiciones que les impongan. Pero esta propuesta implica el desarrollo de un tipo de médico que no esté dominado por la polifarmacia, ni que vea en el fármaco la única forma de tratar los padecimientos.

Ahora bien, pese a que la OMS y los sectores salud de todos los países necesitaron recurrir a la autoatención como su principal y casi único recurso de prevención y de atención inicial, para evitar una posible catástrofe demográfica, dicho papel no ha sido reconocido como parte de los saberes estructurales de los grupos y sus sujetos no solo por los gobiernos, la biomedicina ni los expertos e intelectuales, sino tampoco por quienes la ejercen, es decir, por los sujetos y microgrupos que la realizan como parte de su vida cotidiana. Lo que una vez más me lleva a proponer la necesidad de trabajar con los micro y mesogrupos no solo para que sepan autoatenderse mejor, sino para que reconozcan dónde está al menos una parte del poder; es decir, en ellos mismos.

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Recibido: 04 de Septiembre de 2020; Aprobado: 23 de Octubre de 2020; : 03 de Noviembre de 2020

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