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Scripta Mediaevalia

versión impresa ISSN 1851-8753

Scripta Mediaevalia vol.7 no.1 Mendoza jun. 2014

 

ARTÍCULOS

Vestigios de latinidad clásica en reglas monásticas visigodas

Classic Latinity vestiges in Visigothic monastic rules

 

Raquel Soaje de Elías

Raquel Soaje de Elías es Doctora en Historia y profesora de Historia del Mundo Antiguo I y II en el Instituto de Historia, Universidad de los Andes, Santiago de Chile.
E-mail: rsoaje@uandes.cl


Resumen

Las reglas monásticas visigodas constituyen un corpus documental de importancia fundamental para el estudio del monacato primitivo en Hispania. Ellas reflejan, entre otros aspectos, la preocupación por los ideales de vida de su época, heredados en parte de diversos tratados clásicos, que expresaban, desde aspectos más profundos vinculados a la moral, hasta reglas más precisas relacionadas con el modo de comportamiento en sociedad. En la temprana Edad Media, esta preocupación fue retomada por las comunidades monásticas, rescatando elementos propios de las costumbres latinas tradicionales. En dicho contexto, este estudio se propone analizar la presencia de vestigios de latinidad clásica en las reglas monacales visigodas, las cuales sirvieron como receptáculo de aquellas tradiciones destinadas a regular los distintos aspectos de la vida del monje.

Palabras claves: Reglas monásticas visigodas; Cultura clásica; Decorum; Urbanitas; Humanitas.

Abstract

Visigothic monastic rules constitute a documentary corpus of fundamental importance for the study of early monasticism in Hispania. They reflect, among other things, the concern for the ideals of life of its time, partly inherited from several classical treatises, expressing, from deeper aspects linked to morality, to more precise rules regarding the mode of behavior in society. In the early Middle Ages, this concern was echoed by the monastic communities, rescuing elements of traditional Latin customs. In this context, this paper aims to analyze the presence of vestiges of classical Latinity in Visigothic monastic rules, which served as a receptacle for those traditions designed to regulate different aspects of the monk`s life.

Keywords: Monastic rules; Visigoths; Decorum; Urbanitas; Humanitas.


Sumario:

1.Introducción
2.Breve presentación de las reglas
3.Las reglas monásticas y la urbanidad clásica
3.1. La vestimenta
3.2. La alimentación
3.3. La conversación
4. Conclusión

1. Introducción

Las reglas monásticas visigodas constituyen un corpus documental de importancia fundamental para el estudio del monacato tardo-antiguo en Hispania. Han sido analizadas desde distintas perspectivas, vinculadas al ámbito religioso y en especial de la espiritualidad, por una parte, pero además, algunos historiadores han considerado su importancia como fuente indicativa de los ámbitos: social, económico y cultural de la época en que fueron compuestas, es decir, entre los siglos VI y VII. A modo de ejemplo, destacamos la reflexión que realiza Peter Brown acerca de este peculiar modo de vida que ofrecía la Iglesia cristiana a los habitantes del Imperio tardo-romano, y que los llamaba a evadirse de un mundo impersonal para ingresar a una comunidad en miniatura, cuyas exigencias y relaciones estaban claramente establecidas.1 También a partir de una perspectiva social a la vez que cultural, otros historiadores se han preocupado por el monaquismo regulado, tratando diversos aspectos de esta temática, tal como se dio en la Península ibérica.2 Se destaca en este sentido, la obra de Linage Conde acerca de la vida cotidiana de los  monjes medievales, 3 al igual que el análisis efectuado por Ontalba y Ruipérez, acerca de ciertas costumbres tratadas en las reglas, que hacen referencia al baño, el lecho y el hábito.4 Dentro del mismo ámbito, podemos mencionar también cómo los especialistas en la historia de la alimentación han rescatado las reglas para establecer la ética dietética que las mismas sostienen. Por último, en relación con el monaquismo en general, cabe destacar un estudio del historiador chileno Héctor Herrera Cajas, que puso en evidencia el vínculo entre la regulación monacal y el genio romano desde un ángulo político y cultural, analizando fundamentalmente cómo el concepto de orden, tan caro a Roma, se tradujo admirablemente en la regla arquetípica de Benito de Nursia.5
En todos estos estudios se ha dejado de lado, sin embargo, un aspecto reflejado en el género monástico, relacionado con el comportamiento social que las reglas intentan establecer dentro de un monasterio. A partir de esta base, nuestro trabajo tiene como objetivo principal, analizar los preceptos de urbanidad que las reglas proponen, para luego poner de manifiesto su relación con la normativa heredada de la antigüedad clásica. Cabe advertir que hemos limitado nuestro análisis a las reglas de San Leandro, San Fructuoso de Braga y San Isidoro de Sevilla, por una parte, y al tratado De officiis de Cicerón, por la otra, seleccionado por ser uno de los clásicos más influyentes en los autores de códices regulares.6

 2. Breve presentación de las reglas7

Según apunta Antonio Linage Conde, los monjes visigodos no observaban una regla sino que existía un cuerpo jurídico o codex regularum, compuesto por varias, de las cuales el abad seleccionaba luego partes.8 Sin embargo, las que han llegado hasta nosotros fueron compuestas por tres autores conocidos, Leandro e Isidoro de Sevilla, junto a Fructuoso de Braga, y uno anónimo, a quien se le atribuye la Regula Communis o regla común. Respecto de esta última, la historiografía no se ha puesto de acuerdo acerca de su origen, no obstante algunos opinan que fue escrita por el mismo Fructuoso.9
La Regla de San Leandro (538?-600) probablemente escrita hacia 580, para su hermana Florentina que profesó en el monasterio de Écija, lleva el nombre De institutione virginum et contemptu mundi yenlaza con la tradición patrística de la virginidad que parte en Occidente. Sus fuentes evidentes son San Cipriano, Ambrosio, Jerónimo, Agustín y Casiano. Al parecer, no se trataría propiamente de una regla, sino más bien de un tipo de epístola, pero cumple la misión de describir un ideal de vida adecuado para llevar a cabo las enseñanzas evangélicas. El objetivo con que Leandro escribió este tratado, lo deja entrever en su introducción, cuando reflexiona acerca de los bienes que podría legar a su hermana, como lote del patrimonio en el momento de su profesión monástica,10 y llega a la conclusión de que las riquezas de la tierra son pasajeras, y por lo tanto, sus consejos serán el mejor regalo como dote de sus nupcias con Cristo.11 En cuanto a su contenido, pueden distinguirse dos aspectos estrechamente vinculados: en primer lugar, se presentan las virtudes que deben adornar a una esposa de Cristo, de las cuales se deriva un segundo aspecto que considera el modo de comportamiento que debe distinguirla, y que dice relación con la comida, la bebida, la forma de vestirse y adornarse, el estilo de las conversaciones, y la comparación de dicho comportamiento con el de una mujer no consagrada.
En cuanto a la regla de San Isidoro, dedicada a los monjes del monasterio honorianense, probablemente ubicado en la Bética, fue redactada aproximadamente entre 615 y 619. Su finalidad, probablemente se relacione con la necesidad de organizar la vida de una comunidad de monjes de origen humilde, existente en su diócesis, seleccionando con este objeto, un conjunto de normas morales, que tienen como antecedentes probables las de los antiguos padres del monacato, Pacomio, Casiano y Agustín.12 La obra está escrita en lenguaje sencillo y vulgar, según palabras del propio Isidoro, pues lo que el santo intenta es hacer comprender con facilidad a estos hombres cómo pueden conservar su estado, dado que parten de una vida espiritual poco profunda. En este sentido, Isidoro afirma que las reglas de los antepasados están destinadas a forjar un monje perfecto, mientras que la suya puede ajustarse a quienes se están convirtiendo de una vida pecadora.
Por último, la Regla de monjes de San Fructuoso de Braga, cuyo autor es de origen godo, fue redactada probablemente hacia mediados del siglo VII. A diferencia de las anteriores, Fructuoso, formado en la escuela de Conancio, obispo de Palencia, fue impulsor y fundador de monasterios, el primero de los cuales fue el de San Justo y Pastor, en Compludo, localidad ubicada en tierras lusitanas.13 Al igual que la de Isidoro, esta regla abreva en las fuentes de los padres monásticos antiguos, a los que se añade el propio hispalense. Se caracteriza por su brevedad y concisión, su tono enérgico y por la severidad de las prácticas ascéticas que propone respecto de la alimentación, del vestido, del trabajo, entre otras.

3. Las reglas monásticas y la urbanidad clásica

La vida del monje, difícil de comprender en nuestros días, nos muestra la adhesión a un ideal de vida, sistema de valores, pautas culturales o imaginario social - como se le suele llamar en la actualidad - que tiene varias aristas.14
Nos ocuparemos sólo en aquella que lo define como modo de vida, el cual tiene por objeto la práctica del ideario evangélico a través de la vida comunitaria. El acento puesto en la mortificación de la carne en detrimento de la caridad, propia de los primeros tiempos de la vida ascética cristiana, había llevado a San Basilio, en el siglo IV (329-379), a rescatar la importancia de la vida cenobítica por sobre la del anacoreta, pues sólo en el contacto con el prójimo veía posible el ejercicio de la verdadera virtud.15 Surgió así un monasticismo regulado, en cuya línea se inscribieron también San Jerónimo y San Agustín, cuando aquel impulso monástico penetró en los círculos cristianos del  Occidente romano, entre los siglos IV y V, en el cual influiría, entre otros, Ambrosio de Milán, con su obra: De officiis clericorum.16
Esta necesidad de regular la conducta de la comunidad, en orden a alcanzar la perfección evangélica, puede percibirse en el siguiente párrafo de la regla de Isidoro:

« [.] es preciso residir en una santa comunidad y llevar una vida a la vista para que si hay algún vicio en ellos pueda remediarse no ocultándolo. Por otra parte, si hay algunas virtudes, podrán aprovechar a la imitación de otros en cuanto que contemplando otros sus ejemplos, puedan educarse».17

Cabe destacar, en este sentido, que el modo utilizado para alcanzar aquel fin primordial de la perfección evangélica, se inspiró, en primer lugar, en los modelos que presentan las Sagradas Escrituras, particularmente el Libro de la Sabiduría y el Levítico. Sin embargo, también es posible percibir en ese espíritu normativo, la influencia de la mentalidad jurídica romana, que fuera rescatada por el círculo intelectual en el cual se desenvolvieron los obispos visigodos, los cuales tuvieron acceso a la misma, sobre todo a través de la obra de Cicerón. En efecto, dicha obra constituyó uno de los pilares fundamentales de la cultura latina, la cual sirvió de base al cristianismo, luego de un lento proceso de reelaboración, transcurrido entre los siglos IV y VII principalmente. Cabe citar en este sentido, dos obras de autores eclesiásticos que constituyen ejemplos precisos de la cristianización del pensamiento ciceroniano, las cuales tomaron prestado su título del gran Rétor romano: el ya mencionado De officiis clericorum de San Ambrosio, y el De ecclesiaticis officiis de San Isidoro, casualmente uno del siglo IV y el otro del VII.18
En segundo lugar, debemos considerar que, junto con las normas morales que los monjes presentan como método de consecución del ideal evangélico, se encuentran también las reglas de urbanidad que se refieren al modo de conducirse en diferentes aspectos de la vida cotidiana, y a través de las cuales es posible ejercer todas las virtudes. En el estudio que realizaremos a continuación, hemos rescatado aquellas alusiones al modo de vestir de los monjes, a la alimentación y a la conversación, respecto de lo que es posible percibir una preocupación por suavizar aquellas costumbres rústicas que contrastan con el ideal ciceroniano de urbanitas.

3. 1. La vestimenta
Al contrario de lo que comúnmente se piensa, según las reglas, el hábito sí hace al monje, pues el modo de vestirse es objeto de un minucioso detalle en ellas, que va desde la cantidad y tipo de prendas que le corresponde a cada uno hasta el modo de llevarlas.
Para Leandro, por ejemplo, la virgen no debe vestir prendas deslumbrantes, pues debe mostrar su hermosura a Dios y no a los hombres,19 en tanto que Isidoro aconseja al monje evitar el aliño exquisito del vestido y la distinción en sus prendas, pues le deben servir de protección, no de delicadeza; sin embargo, a pesar de no ser elegante, tampoco es conveniente andar con poco decoro o excesivamente despreciable, pues: «el vestido costoso arrastra el espíritu a la lascivia y el demasiado abyecto produce angustia de ánimo o engendra el vicio de la vanagloria».20 Por último, recomienda a los monjes cubrir la cabeza con sus mantos en señal de honestidad: «pro honestate».21
Esta recomendación nos recuerda los consejos de Cicerón al respecto, pues en el De officiis, sugiere también ajustarse en el vestido al término medio,22 sin caer en el extremo de lo rebuscado ni de lo rústico y grosero, respetando el principio de la naturaleza que ocultó a los ojos las partes más viles en la fabricación del cuerpo. En igual sentido, afirma que el pudor humano imita en esto a la misma naturaleza.23 Cabe acotar además, que este pudor, como señal de modestia, destaca también entre los preceptos regulares de Leandro que sigue en esto a Ambrosio en el De officiis clericorum; el hábito del monje debe modelar incluso los movimientos del cuerpo, sirviéndole de freno para que se mueva con compostura.24

3. 2. La alimentación
Los preceptos respecto de los alimentos constituyen un tópico común en las religiones del mundo antiguo. Por tanto, no es de extrañar que también las reglas alcancen esta actividad, ordenando una dieta frugal cuidadosamente establecida. Sólo las fiestas religiosas interrumpen su rigor, marcado por los frecuentes ayunos.
No obstante esto, deseamos destacar aquí  la moderación que debe regir en este ámbito, en el cual se tiende a evitar que el cuerpo« [.] se debilite por exceso de abstinencia ni se excite su lascivia con una glotonería superflua».25 No sólo la cantidad y el tipo de comidas, sino también los horarios y el modo de ingerirlas, están regidos por esta norma.
En la regla de Leandro, se propone a las vírgenes un ayuno adecuado a la condición física de cada una, pues «a fuerza de ayunos ha de someterse a la carne indómita».26 Lo curioso es que se les permite beber vino a la débil como medicina, en pequeña cantidad, y no para la saciedad, pero se aconseja evitarlo a la robusta.27 De modo similar, no le prohíbe el uso de la carne a su hermana Florentina, porque es de constitución débil, pero en cambio no la aconseja a la fuerte, por considerarse incentivo de vicios.28 La dieta de verduras y legumbres secas se considera la más apropiada, sobre todo, durante la semana.29
En definitiva, el precepto fundamental revela la concordancia con las reglas más antiguas: «no ha de alimentarse el cuerpo hasta la hartura para que no se ahogue el espíritu, pues con la hartura del vientre se excita  pronto la lujuria de la carne».30
Pero también recuerda la frugalidad y austeridad que la educación romana antigua se esforzaba por desarrollar, tal como observa Marrou en su estudio dedicado a esta temática.31
Otro aspecto que deseamos destacar en este ámbito, se refiere al carácter social que la acción de alimentarse tiene en la vida cotidiana, y cómo se tiene en cuenta a la hora de ordenarla, sancionando a quien viola el orden establecido. En la regla isidoriana, por ejemplo, se prohíbe comer fuera de la mesa comunitaria, y «ningún religioso ha de mancharse comiendo furtivamente, o con una glotonería vergonzosa, fuera de la mesa común».32 Digamos de paso, que la falta se consideraba de tal gravedad, que el infractor podía ser penado con la excomunión.33
Pero además, se sanciona a quien llega tarde a la mesa, por lo cual debe cumplir una penitencia, o bien quedarse en ayunas.34 La seriedad de la falta puede parecer exagerada y sin embargo, nos recuerda a una de las conversaciones de sobremesa de Plutarco, en la que recrimina precisamente esta actitud, por ser propia de gente sin gusto y oligárquica, que fuerza a esperar a los demás, en tanto que lo contrario es considerado como muy democrático.35
Un último detalle de carácter social, se registra en dicha regla cuando ordena al abad sentarse a la misma mesa de los monjes, mientras que los platos deben ser iguales, con los mismos alimentos para todos, y se han de tomar sin murmuración.36 Resulta curiosa la equidad que se prescribe en este sentido, a pesar del orden jerárquico claramente establecido.37

3. 3. La conversación
La importancia que los romanos le dieron al arte de la conversación se ve reflejada en varias de las obras de Cicerón. Recordemos que muchas veces utiliza en ellas el recurso platónico del diálogo, y en la República, expresamente señala el gozo que produce la buena conversación, cuando Tuberón asegura a Escipión que prefiere disfrutar de su buena conversación, en lugar de pasar el día leyendo libros.38 En el De officiis  el autor presta atención también a este aspecto clave de la vida social, atendiendo a los más mínimos detalles: que sea agradable, que no excluya a los demás, que los temas a tratar sean reflejo de la cultura y dignidad de quienes participan, que sea entretenida. Y luego da consejos también acerca del modo cómo se ha de reprender y la dignidad que se ha de guardar en las discusiones. El acento está puesto en la conveniencia de agradar a los demás a través de la misma.39
Si volvemos a nuestras reglas, descubriremos que, a pesar de recomendar el silencio en las comidas, en el trabajo y en el descanso, la conversación es objeto de especial preocupación, como medio de crecer en la caridad.
Al igual que en el modo de vestir o en la comida, el decoro está presente nuevamente a la hora de reglamentarla.
«No es decoroso que el monje sea alborotador al hablar, ni iracundo, ni bufón, ni burlón»,40 dice Isidoro. «Su lengua ha de abstenerse de la detracción y, de palabras torpes u ociosas y mostrar constantemente una lengua y corazón puros».41 Y Fructuoso, por su parte, advierte que es necesario corregir y castigar severamente a quien se deja llevar por el desenfreno en este aspecto.42
En el caso de Leandro, el santo obispo invita a su hermana a eludir a los amigos de la calumnia, pero también a evitar  calumniar por sí misma a nadie;43 a conversar solo en presencia de dos o tres testigos,44 y a no frecuentar la plática con mujeres seglares, pues: «las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres».45 Y más adelante le advierte, evocando a los clásicos:

«Huye el canto de las sirenas, hermana mía, no vaya a resultar que por prestar oídos complacientes a lo terreno te desvíes del camino recto y des con el escollo de Escila a diestra o te engulla a siniestra el abismo de Caribdis».46

En la regla de Fructuoso hay más detalles de este aspecto, que se refieren al efecto que el monje debe causar  en los demás con sus palabras: « [.] que enciendan en el ánimo del que los ve o escucha afectos de amor y temor de Dios».47 
 Bellas son, por último, sus reflexiones respecto de la conformidad de las palabras con la vida:

«Todo ha de ser concordante [...] como son consonantes las cuerdas de la lira o cítara, que sólo producen de por sí dulce sonido al ser percutidas, cuando las hiere el rasgueo de los dedos del artista, guardando  un equilibrio proporcionado sin precipitarse en confusa armonía».48

Llegados a este punto nos encontramos en condición de establecer como primera conclusión, que la templanza, la moderación y el decoro, constituyen el eje central sobre el que se estructuran los distintos aspectos estudiados.
En efecto, la templanza, fue definida por Cicerón como orden y medida de todo cuanto se dice o hace, o también, como moderación en todas las cosas. 49 En su tratado De officiis, aparece vinculada estrechamente a otra cualidad que la contiene y en la cual deseamos detenernos por su importancia en la problemática que estamos estudiando: se trata del decorum.50
Según observa Camarero en su estudio titulado La teoría ético estética del decoro en la antigüedad, los términos: prepon, decorum y afines hacen referencia a aquello que es debido al hombre, es decir a su dignidad superior a todo lo creado, y son indicadores de lo bello en la época clásica.51  El término deriva entonces del griego, en cuyo idioma To prepon, significa lo conveniente. El verbo prepein puede traducirse por distinguirse, hacerse notar. Está referido principalmente a la persona, en su aspecto exterior, vestimenta, arreglo, grata apariencia, prestancia física, o bien demuestra excelencia por su condición humana. Se usa en el sentido más preciso de ser adecuado, de buen gusto, elegante, de allí que se aplica también a la acción del hombre.52 Debe aclararse que no se refiere a conveniencia en el sentido de utilidad, deber moral, ventaja o necesidad, sino a lo que conviene al hombre según su naturaleza.53
Al aplicar este concepto a toda obra humana, comienza a identificarse el prepon con la belleza, definida como el esplendor de lo conveniente. Se da así una conjunción entre lo bello y lo bueno, lo que se traduce en una ética social e individual que obliga al hombre a comportarse de un modo agradable en relación con los demás.54
El gran orador romano retoma dicho concepto siguiendo a Panecio, aplicando en su definición su dosis de originalidad. El decoro, en opinión de Cicerón,  es en todo caso, inseparable de la honestidad, como lo es la salud, de la gracia y hermosura del cuerpo, « [.] pues lo que es decoroso es honesto y asimismo, lo que es honesto es decoroso».55
Recordemos que lo honesto, en el lenguaje de los filósofos clásicos, es el sumo bien o bien en sí mismo, independientemente de la utilidad que pueda prestar.56 Así, todo lo que es bueno por sí mismo, es a la vez decoroso:

«Pues tanto el servirse prudentemente de la razón y el lenguaje, como hacer con reflexión lo que se hace, lo mismo que ver y guardar lo que, en toda cosa hay de verdadero, es decoroso [...]. Además, todas las cosas justas son decorosas [...]. Es semejante la condición de la fortaleza; porque lo que se hace varonilmente y con fuerte voluntad parece digno del hombre, y, por tanto, decoroso; [...] Porque existe y se reconoce en toda virtud algo que es decoroso [...]».57

Pero además, esta cualidad está presente en la prudencia, la justicia y la fortaleza, y de un modo particular en la templanza, porque atiende a gobernar  no solo los movimientos del cuerpo sino mucho más los del ánimo,58 dice nuestro autor, conformando ambos a las leyes de la naturaleza: «De este modo sucede que  la razón gobierna y el apetito obedece».59
¿En qué consiste el decoro entonces? Es, en realidad, el ornato de la vida, por lo tanto no se da en una sola virtud, sino más bien, se presenta en todas ellas «como un cierto aire de nobleza y dignidad».60 Lo cual se puede percibir en la conducta del hombre por el orden, igualdad y arreglo de sus acciones y palabras, con todos los que lo rodean sin atender a que sea noble, sabio o vulgar.61 En definitiva, aquel que guarda compostura en todas las circunstancias y lugares, demuestra comportarse con decoro, y así demuestra la excelencia de la naturaleza humana, adaptándola a su naturaleza individual, y realzando la gracia de  la propia persona por su cultura y dignidad:62

«Y además si queremos considerar qué nobleza y dignidad hay en la naturaleza (humana), entenderemos cuán vergonzoso es abandonarse a la sensualidad, y vivir con delicadeza y molicie, y cuán honesto vivir con moderación y frugalidad, austera y sobriamente».63

Y luego, como buen romano presenta ciertos indicadores precisos del decoro, que sintetizamos a continuación:64

-Evitar una delicadeza afeminada en las maneras, o bien, el otro extremo, rústico y grosero.
-Moverse con cuidado, no andar  ni muy lento ni muy rápido.
-No llevar adornos indignos del hombre.
-Conservar la dignidad del rostro por el buen color y éste por el ejercicio.
- Realizar un buen uso de la palabra, tanto en el discurso como en la conversación.
En definitiva, concluye el Rétor:

«Así como la belleza del cuerpo atrae a los ojos por la proporcionada disposición de sus miembros, y deleita por lo mismo que todas las partes armonizan entre sí con cierta gracia, así también lo decoroso que esplende en la vida logra la aprobación de aquellos con quienes se vive, por el orden, la constancia y la moderación en todo cuanto se dice o hace».65 

4. Conclusión

El análisis realizado nos permite concluir, en primer lugar, que las reglas monásticas estudiadas retoman un modo de comportarse respecto de la comida y la bebida, la vestimenta y la conversación, el cual posee como antecedente ciertas normas de urbanidad heredadas de la tradición clásica.
En segundo término, se debe considerar el hecho que esta herencia fue rescatada por la literatura regular en orden a alcanzar la perfección evangélica, puesto que las reglas impulsan a quien las practica, a ejercitarse en la caridad para con el prójimo.
Un tercer aspecto que se destaca como resultado del estudio realizado, permite constatar  que en este periodo de la temprana Edad Media, las normas se vieron despojadas, en cierta forma, del refinamiento propio de la cultura clásica, posiblemente por el hecho de fomentar su práctica como medio de ejercer la virtud.
En relación con este último aspecto, cabe destacar que Cicerón proponía, a través de dichas normas, la aplicación concreta de  lo que en definitiva es la Humanitas, como ideal estético y aristocrático de la vida, que en una acepción de uso corriente:

« [.] indica la virtud del hombre cortés, refinado, educado para nutrir sentimientos elevados, del hombre que en la sociedad lleva su carácter afable y amable, que es en una palabra un ser "civilizado", "urbano", según el significado moderno. Él se identifica con el hombre griego "kalokagathós", tal como era concebido en la edad de Pericles ».66

En este sentido, las reglas adaptaron las normas de los antiguos a la vida en comunidad, aunque poniendo el énfasis en la moderación, y adecuándolas a las condiciones de vida monacales, entre las cuales resalta la pobreza evangélica que todo monje debe poner en práctica.
Finalmente, al revisar en el tiempo esta preocupación por las buenas costumbres descubriremos que este vocabulario, rescatado del ámbito cultural grecorromano y transformado en función de las necesidades de una comunidad monástica, retornó y se readaptó a la vida secular, dentro del ámbito cortesano, hacia el siglo XII. Se fundió luego con los ideales caballerescos, de urbanidad y de cortesía; de los cuales se apropiaron, en época renacentista, humanistas de la talla de Erasmo y Castiglione,67 iniciando una tradición moderna de regular los hábitos de conducta, que se vinculó estrechamente al concepto de civilización, y que luego veremos viajar también a América.68

Notas

1 Cornelio Fabro, «L`obscurcissement de l`esse dans l`école thomiste», Revue Thomiste 58 (1958) 443-472.         [ Links ]

2 Armand Maurer, «St. Thomas and the Analogy of Genus», The New Scholasticism 29 (1955) 127-144.         [ Links ] Del mismoautor: «Cajetan´s Notion of Being in His Commentary on the Sentences», Medieval Studies 28 (1966) 268-278.         [ Links ]

3 Henri De Lubac, Surnaturel (EtudesHistoriques), Aubier, Paris 1946.         [ Links ]

4 Étienne Gilson, «Note sur un texte de Cajétan», Antonianum 27(1952) 377-380.         [ Links ] Del mismoautor :«Cajétan et l`existence»,Tijdschriftvoor Philosophie 15 (1953) 267-286 y «         [ Links ]Nota sur le revelabile selon Cajétan», Mediaeval Studies 15 (1953) 199-206.         [ Links ]

5 Ralph McInerny, Praeambulafidei: Thomism and the God of the Philosophers, The Catholic University of America Press, Washington, D. C. 2006.         [ Links ]

6 Joshua Hochschild, The Semantics of Analogy: Rereading Cajetan’s De NominumAnalogia, University of Notre Dame Press, Notre Dame 2010.

7 Lawrence Dewan, «Étienne Gilson and the Actus Essendi» (revised version of 1999 publication), International journal of Philosophy [[country]Taipei[/country]] 1 (2002) 66-95.

8 Bruno Pinchard, Métaphysique et sémantique, autour de Cajétan, Vrin, Paris 1987.         [ Links ]

9 Franco Riva, Analogia e univocità in Tommaso de Vio Gaetano, Scienze Filosofiche 58, Vita e Pensiero, Milano 1995.         [ Links ]

10 Guillaume De Tanoüarn, Cajétan. Le personnalisme integral, Les Éditions du cerf, Paris 2009.         [ Links ]

11 Este marco está siendo explicitado en el presente artículo.

12 Étienne Gilson, El ser y los filósofos, Eunsa, Pamplona 2005, p. 144.         [ Links ]

13 Francisco León Florido, «Una estructura filosófica en Historia de la Filosofía», Anales del Seminario de Historia de la Filosofía 17 (2000) 199.         [ Links ]
14 Étienne Gilson, «Cajetán et l`humanisme théologique», Archives d'histoire doctrinale et littérairedu Moyen Age 30 (1955) 114.         [ Links ]

15 Inmanuel Kant, Crítica de la razón pura, trad., notas e introducción de Caimi, Mario, Colihue, Buenos Aires 2007, p. 40        [ Links ]

 

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