Sumario
Providencia y gobierno divino
Gobierno mediato del mundo y difusividad del bien
El lugar de la cuestión De magistro en la Suma Teológica: enseñanza e iluminación
Difusividad del bien y comunicación de la verdad: el maestro y la iluminación como ratio interna del tratado del gobierno del mundo
La iluminación angélica
Iluminación y locución
Iluminación y enseñanza
Disciplina, inventio e illuminatio
El verbo que ilumina
El ejemplar de todo maestro: a modo de conclusión
Homo, verus et vere doctor dici potest, et veritatem docens, et mentem quidem illuminans, non quasi lumen rationi infundens, sed quasi lumen rationis coadiuvans ad scientiae perfectionem per ea quae exterius proponit.1
En el primer artículo de la cuestión 117 de la primera parte de la Suma Teológica, santo Tomás presenta como única acción de un hombre sobre otro hombre el acto de enseñar. Este hecho, precisamente porque podría suscitar una cierta perplejidad, permite profundizar en los principios sobre los cuales se construye el tratado sobre el gobierno divino del mundo, en el cual se inserta este artículo, y evidenciar, de este modo, la arquitectura de la reflexión tomista sobre la creación y la fecundidad del planteamiento metafísico que está en su fundamento.
En general, la bibliografía sobre el acto de enseñar según santo Tomás - que no es particularmente abundante - no suele detenerse mayormente en el lugar que ocupa dentro del plan de la Suma Teológica.2 Cuando se incluye alguna referencia, esta es más bien incidental y se limita a consignarlo,3 sin vincularlo con el tema de la iluminación.4 La bibliografía más reciente parece haberse ocupado sobre todo de la idea general de educación5 y de los criterios de una “didáctica tomista” que podrían hallarse implícitos en su obra o en su misma biografía como maestro6, más que de la metafísica de la enseñanza. Dentro de este contexto, ha cobrado particular relieve el análisis tomasiano del magisterio de Jesucristo.7
Los estudios sobre la iluminación en santo Tomás, por su parte, son muy numerosos, pero suelen referirse sobre todo al problema histórico de la recepción de san Agustín8 y a la “inmanentización” de la iluminación agustiniana en el intelecto agente9, sin detenerse mayormente en el problema de la enseñanza, quizás en parte porque, en una primera lectura, el mismo Tomás de Aquino parecería excluir que esta consista en una comunicación de luz intelectual.10 Tema aparte ha venido a ser la cuestión relativa a la comunicación angélica, que aún resulta exótico y casi sospechoso11; en cualquier caso, solo incidentalmente se tematiza la relación entre iluminación angélica y gobierno del mundo12, el cual, en fin, suele ser estudiado solo en el contexto de la providencia divina13.
En este contexto general, el propósito de este artículo es poner de manifiesto la unidad de estos temas en el planteamiento de santo Tomás, explicando la naturaleza del acto humano de enseñar según el lugar que ocupa en la Suma Teológica: como una forma de iluminación en virtud de la cual el hombre participa del gobierno divino sobre el mundo.
1. Providencia y gobierno divino
El tratado sobre el gobierno divino del mundo, en el que se ubica el problema que consideramos, se estructura según el siguiente esquema (figura 1):
Con este tratado, se cierra la primera parte de la Suma Teológica, referida a Dios uno, trino y creador (I, q.2, proemio). Habiendo tratado previamente sobre Dios en sí mismo, uno y trino, santo Tomás aborda, a partir de la cuestión 44, el tema de la Creación; es decir el modo en que todas las creaturas (cuya diversidad es considerada en las cuestiones 47 a 102) proceden de Dios y son conservadas y gobernadas por el mismo Dios. El modo de este gobierno constituye una completa metafísica del ente finito, de su operación y del orden de la realidad creada.
Según explica a lo largo de la cuestión 105, particularmente en el artículo 5, todas las cosas son movidas por Dios, pues “Deus operat in omne operante”.14 Sin embargo, esta moción no es inmediata.
En I, q.103, a.6, hablando de la Providencia divina sobre todas la creaturas y tal como había hecho previamente en I, q.22, a.3, santo Tomás distingue entre el plan de gobierno (ratio gubernationis o ratio ordinis rerum provisarum in finem), que es la misma Providencia universal, eterna e inmediata, y la ejecución de este gobierno (executio gubernationis), que es igualmente universal, pero temporal y mediata.15
La Providencia divina es “ratio ordinandorum in finem”,16 el plan según el cual el intelecto de Dios considera y dispone de modo inmediato todo aquello que cada cosa necesita para alcanzar su fin propio. Como señala santo Tomás en el sed contra de I, q.103, a.5, citando a san Agustín, “Dios no sólo no abandona al cielo y la tierra o al hombre o al ángel, mas ni siquiera deja sin la debida proporción de partes al organismo del más diminuto y despreciable ser animado, ni la pluma del ave, ni la florecilla de la hierba, ni las hojas del árbol”.17 A Dios no se le escapa nada, ningún detalle de lo que pueda acaecer a una cosa; dentro del plan que ha establecido para que cada una alcance su fin está considerado todo, incluyendo también el mal que pudiera padecer, tanto por la acción directa de una causa irracional como por el desorden en la acción libre de una causa segunda.
La ejecución del gobierno divino, en cambio, es mediata y temporal, y exige la participación de la creatura racional. Está, por lo tanto, sometida al error y la debilidad de la creatura, los cuales, sin embargo, están previstos y asumidos en el plan providente de Dios.
Dentro de este esquema de una Providencia inmediata e infalible realizada mediante un gobierno mediato y lleno de defectos, se inserta la acción recíproca las diversas creaturas y la enseñanza humana en particular.
2. Gobierno mediato del mundo y difusividad del bien
En su sabiduría, la Providencia divina ha querido gobernar el mundo haciendo que unas creaturas sean gobernadas por otras. Es siempre dentro de este marco providente que santo Tomás se plantea el tema de la acción de una cosa sobre otra. La centralidad de este principio en su pensamiento se manifiesta desde su primer acto docente: su lección inaugural Rigans montes se abre precisamente con esta idea (aplicada, de hecho, a la enseñanza): “El Rey y Señor de los cielos, estableció esta ley desde la eternidad: que los dones de su providencia llegasen a las cosas inferiores a través de las intermedias”.18
El presupuesto metafísico de este planteamiento general es la difusividad del bien. Dios crea para que las creaturas participen de su propia bondad y la imiten.19 Precisamente por esto, dispone las cosas para que unas comuniquen su bondad a otras, tal como lo hace Él mismo al crear. En efecto, “como mediante el gobierno son conducidas las cosas gobernadas a su perfección, tanto mejor será el gobierno cuanto mayor perfección comunique el gobernante a las cosas gobernadas”.20
La operación de todos los seres se ordena a alcanzar su propia perfección, que consiste en asemejarse a Dios.21 Buscando esta semejanza, no solo intentan alcanzar la perfección que no tienen, sino que tienden además a comunicar a otros la perfección que tienen, ya que “es mayor perfección que algo sea en sí mismo bueno y además sea causa de la bondad de otras cosas, que ser simplemente bueno en sí mismo”.22
Dios, ser perfectísimo, es causa universal y primer principio. El modo divino de causar consiste precisamente en comunicar su propia perfección a otros seres de manera que, en virtud de esta semejanza con Dios, se constituyan ellos mismos como causa y principio de la perfección participada de otros seres que, a su vez, serán capaces de comunicarla a otros inferiores.
En este orden de difusividad del bien, que funciona como principio general del gobierno y la moción divinos mediante la acción de unas creaturas sobre otras, santo Tomás considera en primer lugar la acción de los seres angélicos - primero sobre los mismos ángeles (I, q.106-109); después sobre las cosas materiales (I, q.110) y después sobre el hombre (I, q.111-116) - para pasar, en fin, a considerar la acción del hombre. Cuando llega al hombre, la única acción que aparece es la de enseñar.
3. El lugar de la cuestión De magistro en la Suma Teológica: enseñanza e iluminación
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué la única acción de un hombre sobre otro mencionada por santo Tomás como participación en el gobierno divino del mundo es la enseñanza? Y, a la inversa, ¿por qué la enseñanza solo aparece en este lugar y no, por ejemplo, en la II-II, a propósito de las virtudes o de la justicia familiar, o incluso en las cuestiones 118 y 119, relativas a la propagación del hombre?23
El principio de la respuesta se encuentra al constatar que la lógica interna con la cual opera el tratado del gobierno divino en su totalidad es la propia de la iluminación.
Tras haber discutido en la cuestión 105 de la Prima pars sobre la moción divina inmediata, la cuestión 106 aborda la moción mediata, es decir, la acción de unas criaturas sobre otras en virtud de la primera moción divina. La primera pregunta que aparece allí, como cuestión arquetípica de la que dependen las demás, es si un ángel ilumina a otro ángel (I, q.106, a.1). Poco más adelante, en la cuestión 111, concluida la consideración de la acción de los ángeles entre sí, santo Tomás aborda la acción del ángel sobre el hombre; nuevamente, su primera pregunta es relativa al tema de la iluminación: si el ángel puede iluminar al hombre (I, q. 106, a.1).
Salvando la proporción que separa a la naturaleza angélica de la humana, la pregunta que abre la cuestión I, q. 117 es fundamentalmente la misma: no ya si un hombre ilumina a otro hombre, sino si un hombre puede enseñarle a otro hombre. Esta proporcionalidad entre iluminación y enseñanza exige detenerse brevemente en el uso que da santo Tomás a estos términos.
Cuando trata sobre la acción de humana de comunicar la verdad a otro hombre, la Suma Teológica nunca utiliza la palabra “iluminación”. De hecho, el término no aparece en toda la cuestión 117 sino en una sola ocasión, precisamente para negar que el fortalecimiento (confortare) que realiza el maestro sobre el intelecto del discípulo consista en lo mismo que la iluminación del ángel superior sobre el inferior, ya que esta última se realiza mediante “aliqua virtutis quasi superioris naturae”.24
La cuestión relativa a la acción angélica (I, q.106) no cambia el uso de estos términos: habla siempre de iluminación y nunca de enseñanza; pero sí recurre, en varias ocasiones, a la analogía con el acto de enseñar para explicar el acto de iluminación25. En I, q.106, a.4, santo Tomás afirma que la ciencia del ángel que ilumina es más perfecta que la del iluminado, “de la misma manera como una y la misma cosa es entendida por el maestro más plenamente que por el discípulo que aprende de él”.26 En el artículo 1, por su parte, la iluminación es definida como “dar a otro manifestación de la verdad conocida” (manifestationem cognitae veritatis alteri tradere), y se utiliza como analogado ejemplar el acto de predicación de san Pablo (Ef. 3,8-9): “a mí, el menor de todos los santos, me fue dada esta gracia: iluminar a todos sobre la manifestación del misterio oculto desde los siglos en Dios”.27 De este modo, se dice que un ángel ilumina a otro ángel “en cuanto le manifiesta la verdad que él conoce”,28 a semejanza de la predicación de un hombre sobre otro. Si bien se podría objetar que este acto de san Pablo no es propiamente enseñanza, sino precisamente una especie de iluminación sobrenatural de la cual el apóstol es instrumento, sigue siendo cierto que se mantiene un esquema rigurosamente ascendente, que nos permite representarnos una desconocida iluminación angélica solo por su semejanza con acciones humanas que comunican la verdad, respecto de las cuales, por su parte, solo conocemos de modo adecuado lo que tienen de enseñanza. Poco más adelante, en fin, en este mismo artículo, compara las “divisiones” que realiza el ángel que ilumina a un inferior con las distinciones que propone un maestro humano.
Habiendo accedido a la iluminación angélica por vía ascendente, la arquitectura de la Suma Teológica la utiliza como arquetipo de la difusividad del bien en el orden creado. De esta manera, la enseñanza, que es la acción por la que un hombre que comunica la verdad a otro, se constituye como el modo humano de participación en el gobierno divino del mundo precisamente en cuanto participa de la razón de iluminación: “desde las alturas de la divina sabiduría son regadas las mentes de los doctores, que son significadas por los montes, por cuyo ministerio la luz de la divina sabiduría es derramada hacia la mente de los oyentes”.29
4. Difusividad del bien y comunicación de la verdad: el maestro y la iluminación como ratio interna del tratado del gobierno del mundo
El gobierno divino del mundo consiste en la ordenada comunicación de perfección de unas creaturas a otras. El modo eminente de esta difusividad del bien y, por lo tanto, lo formal en el orden del mundo, es la comunicación de la verdad. Por esta razón, el tema de la iluminación funciona como ratio de la acción perfectiva de las creaturas al interior del tratado y explica el lugar del acto humano de enseñanza en el diseño de la Suma Teológica.
La verdad es anterior al bien.30 Por eso, la Suma contra Gentiles se abre con la siguiente declaración: “el fin último de cualquier cosa es aquel que se propone su autor o motor. Y el primer autor o motor del universo es un entendimiento, como se demostrará más abajo. Es preciso, pues, que el fin del universo sea el bien del entendimiento, y este es la verdad. Es necesario, en consecuencia, que la verdad sea el último fin de todo el universo”.31 Según explica el texto, toda manifestatividad, incluso la de la verdad, se piensa bajo razón de bien; pero si esta comunicatividad del bien se piensa por parte del bien que ha de ser manifestado, ese bien es la verdad. Es necesario, por lo tanto, considerar el orden del universo y su gobierno bajo la razón de la manifestatividad de la verdad.
Dios crea todo para su gloria: “todo el universo con cada una de sus partes se ordena a Dios como a su fin último, en cuanto que en todas ellas se refleja la bondad divina por una cierta imitación para gloria de Dios; y sobre todo las creaturas racionales de modo especial tienen como fin a Dios, a quien pueden alcanzar por su operación, conociendo y amando”.32 En última instancia, todo ha sido hecho para que Dios sea conocido y, siendo conocido, amado. En una consideración rigurosamente metafísica, que piensa desde razones finales, aquello último en razón de lo cual existe el universo, su fin último, es la consideración del verdad, es decir, que Dios sea conocido, pues la gloria de Dios consiste en la manifestación - clara notitia cum laude33 - de su perfección. Y por eso, el fin último de la criatura racional es la adhesión a Dios mediante una operación del entendimiento que alcanza a Dios mismo: la contemplación de la verdad.34
En esta consideración del universo creado, según la cual su primer autor es el entendimiento y su último fin es la consideración de la verdad, la manifestación y difusión del bien consiste, precisamente, en que se manifieste la verdad.35
En rigor, es posible pensar la línea de la manifestación de lo bueno sin pensar en la razón de verdad, como cuando se considera, por ejemplo, cómo el sol comunica su perfección a una planta. Pero cuando se piensa esto de modo metafísico, integrando todas las acciones de las creaturas en un orden unitario, lo único que puede dar razón de la comunicatividad de todo bien es precisamente aquello que es el bien del entendimiento: la verdad. Esta estructura es esencial en el tratado de gobierno divino. El orden del universo se constituye mediante la comunicación de la verdad en virtud de la iluminación de unas creaturas racionales sobre otras.
Esta comunicación de la verdad en que consiste la iluminación es mucho más que la mera dispensación directa de una cierta perfeccción. Si Dios gobernara todo inmediatamente, comunicándole a cada cosa una perfección que terminase absolutamente en ella misma, “se privaría a las cosas de la perfección causal”,36 lo cual sería una imperfección de la creación. Preguntándose si Dios gobierna inmediatamente todas las cosas, santo Tomás afirma que “mediante el gobierno son conducidas las cosas gobernadas a su perfección”, de modo que “tanto mejor será el gobierno cuanto mayor perfección comunique el gobernante a las cosas gobernadas”. El texto continúa precisando: “por eso, de tal modo Dios gobierna las cosas, que hace que unas se constituyan como causas del gobierno de las otras”,37 de manera que no solamente reciban su perfección propia de parte de quien las gobierna, sino que ellas mismas sean hechas capaces de gobernar a sus inferiores. Y anticipando el tema de la cuestión 117, propone como ejemplo para ilustrar el punto precisamente al maestro humano: “como si un maestro no solo causara ciencia en sus discípulos, sino que, además, los constituyera en maestros capaces de causarla en otros”.38 Esta es, en efecto, la perfección del que adquiere la ciencia: poseerla de tal modo que pueda también causarla en otros. Así, la humana comunicación de ciencia, acto del maestro, funciona para nosotros como ejemplar de la difusividad de la bondad divina en razón de lo que es verdadero, pues lo verdadero es anterior a lo bueno.
5. La iluminación angélica
Tras esta consideración general sobre la difusividad del bien mediante la iluminación, corresponde entrar en el problema de la iluminación angélica en particular, que santo Tomás plantea en el contexto de la ordenación del mundo hacia Dios39.
La cuestión tiene su dificultad, pues, si bien nosotros solo podemos conocer la iluminación angélica a partir de su semejanza con la enseñanza humana40, en realidad es la iluminación del ángel el arquetipo de nuestro modo de enseñanza. Este doble movimiento, ascendente y descendente, atraviesa la exposición de la Suma Teológica sobre este tema.
Al discutir la acción de unos ángeles sobre otros, santo Tomás se refiere en primer lugar a la manifestación de la verdad mediante la iluminación.41 Inmediatamente después, se pregunta si un ángel puede mover la voluntad de otro ángel,42 y responde negativamente. En síntesis, su respuesta es que la acción recíproca de las creaturas racionales consiste siempre en una forma de comunicación intelectual, de modo que también el movimiento en el orden de la voluntad presupone siempre algún modo de persuasión intelectual. De hecho, no existe otra manera de que una creatura mueva la voluntad de otra; propiamente hablando, el único que puede cambiar una voluntad es Dios.
Esta comunicación intelectual entre los ángeles se realiza según las exigencias de una jerarquía ontológica de la cual santo Tomás se ocupa con detalle poco más adelante.43 Como cada ángel agota su especie, no puede haber dos ángeles iguales en perfección; y como el orden de los entendimientos se corresponde con la actualidad de cada ser en el orden de lo inteligible, es necesario que aquello que conoce un ángel en un determinado orden sea de suyo superior a lo que conoce el ángel de un orden inferior. En consecuencia, el ángel superior presenta aquello que conoce al ángel inferior como “dividido”;44 no con la división que constituye el juicio, porque en los ángeles no hay juicio, sino según una cierta división que no sabemos en qué pueda consistir, pero que ciertamente supone una mayor potencialidad, pues la razón de división es la misma que la razón de potencialidad.
Nuestra ignorancia sobre esta división o potencialidad se debe a que casi no tenemos acceso al mundo angélico; por lo mismo, al intentar justificar por qué el ángel superior presenta aquello que conoce de modo más dividido y explicar qué pueda significar esto, santo Tomás recurre nuevamente al ejemplo del maestro humano: “El ángel superior divide en cierto modo la verdad que conoce universalmente, a fin de que la pueda recibir el inferior y así se la propone para que la conozca, a la manera como, también entre nosotros, los maestros hacen muchas distinciones sobre lo que ellos conciben en síntesis, acomodándose así a la capacidad de los demás”.45
El que comprende más perfectamente comprende de un modo más sintético46; la superioridad en la intelección es siempre superioridad en la síntesis. Aquel que capta más elevadamente es capaz de integrar más unitariamente lo captado. Esto que es verdad en el género humano se aplica también, de un modo que nos es desconocido, al mundo angélico: el ángel, que es más perfecto en el orden de lo inteligible - que es también el orden de la subsistencia inmaterial - es capaz de comprender de manera más sintética y universal según el mismo grado de su perfección.47 Precisamente en razón de la difusividad del bien que es la verdad, aquello que comprende de manera más sintética lo comunica al inferior dividiéndolo. Para presentarlo al ángel inferior, basta sencillamente que la voluntad del ángel superior quiera manifestarlo, y entonces el ángel inferior lo ve. No existe en el ángel aquel obstáculo que santo Tomás denomina “propter grossitiem corporis”,48 pues, no habiendo cuerpo, no es necesario el signo externo para la comunicación. Es decir, supuesto que el ángel superior quiere manifestar, el ángel inferior simplemente ve lo que le es manifestado. Pero aquello que el ángel inferior ve en el ángel superior es algo que de ninguna manera podría ver por sí mismo49. El punto es central en el orden del gobierno divino: el ángel inferior no puede ver aquello que conoce el ángel superior si no le es manifestado; pero no porque no le competa conocerlo, sino precisamente porque Dios ha querido que, dentro del orden de la difusividad del bien, solo lo conozca en virtud de una manifestación del ángel superior, de modo que el ángel superior sea verdadera causa de la perfección del inferior.
La misma estructura se aplica al mundo humano; pero mientras el ángel comunica la verdad de modo instantáneo y vertical, según la jerarquía de la propia especie, el hombre lo hace de modo horizontal, entre individuos específicamente iguales, y de modo sucesivo.
6. luminación y locución
Inmediatamente después de haber definido la iluminación angélica, santo Tomás introduce la distinción entre el acto de iluminación y la simple locución,50 que designa el mero hablar (loqui) o decir algo. La distinción es maravillosa respecto del problema de la enseñanza humana. El texto dice así:
Los ángeles inferiores pueden hablar a los superiores. Para demostrarlo, hay que tener presente que, en los ángeles, toda iluminación es locución, pero no toda locución es iluminación. Pues, como se dijo, hablar un ángel a otro no es otra cosa que disponer por propia voluntad su concepto para que este otro lo conozca. Ahora bien, lo que concibe la mente puede ser referido a un doble principio, a saber: al mismo Dios, que es la primera verdad, o a la voluntad del que entiende, por la cual consideramos algo en acto. Mas como la verdad es luz del entendimiento y la regla de toda verdad es el mismo Dios, la manifestación de aquello que concibe la mente en cuanto depende de la primera verdad, es tanto locución como iluminación; como, por ejemplo, si un hombre dice a otro “el cielo ha sido creado por Dios” o ”el hombre es animal”. La manifestación de aquello que depende de la voluntad del que entiende, en cambio, no puede llamarse iluminación, sino solo locución; como, por ejemplo, si uno dice a otro “quiero aprender esto” o “quiero hacer esto o aquello”. Y la razón es que la voluntad creada no es luz ni regla de la verdad, sino que participa de la luz; por lo tanto, manifestar las cosas que provienen de la voluntad creada no es iluminar. Pues no es perfección de mi entendimiento conocer qué quieres o qué piensas tú, sino únicamente lo que pertenece a la verdad de las cosas.51
Desarrollando el tema planteado por san Agustín a lo largo de su De Magistro52, santo Tomás entiende la iluminación como dar a conocer algo en la razón eterna; la locución, en cambio, en cuanto designa el mero decir algo, no remite a las verdades eternas, sino simplemente a la voluntad de quien lo manifiesta. El texto concluye que el ángel inferior puede hablar (loqui) con el ángel superior, así como el ángel superior podría hablar con el inferior; pero de ninguna manera puede el ángel inferior iluminar al ángel superior, pues se destruiría una jerarquía que se funda en la perfección sustancial de cada ángel. La cuestión se resuelve, entonces, comparando ambos actos respecto de la perfección propia del intelecto, que es también la perfección de la sustancia intelectual: conocer algo en la verdad eterna es perfección del entendimiento; enterarse o tener noticia de qué le pasa a alguien o qué piensa sobre algún tema no lo es y, por lo tanto, considerado en sí mismo, carece de todo interés.53 En el orden de la perfección del intelecto, solo interesa la verdad esencial de las cosas, no las opiniones personales. Así, toda iluminación - y toda enseñanza - remite en último término a la verdad eterna que se halla en Dios.
7. Iluminación y enseñanza
Se puede comprender ahora, en consecuencia, la razón intrínseca por la cual, aún no usando el término “iluminación”, y pese a las dificultades que plantea el aplicarlo a un cierto tipo de locución humana, santo Tomás ubica la cuestión relativa al acto de enseñanza en el tratado del gobierno del mundo.
Para santo Tomás, es formalmente maestro aquel que es capaz de causar conocimiento según las razones eternas en otro; es decir, el hábito de ciencia. No es verdadero maestro, sino solo en sentido derivado y secundario, aquel que simplemente produce algún tipo de conocimiento, sino quien forma el hábito científico demostrativo, la ciencia en sentido plenario. Por eso, según dice san Agustín en su De Magistro, el discípulo no va a clase a escuchar lo que dice el maestro, sino a juzgar si lo que dice es verdad:
¿Acaso pretenden los maestros que se conozcan y retengan sus pensamientos, y no las materias que piensan enseñar cuando hablan? Porque ¿quién hay tan neciamente curioso que envíe a su hijo a la escuela para que aprenda qué piensa el maestro? Una vez que los maestros han explicado las disciplinas que profesan enseñar, las leyes de la virtud y de la sabiduría, entonces los discípulos juzgan en sí mismos si han dicho cosas verdaderas, examinando según sus fuerzas aquella verdad interior. Entonces es cuando aprenden.54
Solo cuando juzga de este modo aprende realmente el discípulo, pues la verdad está en el juicio. Y este juicio se resuelve, a su vez, en las verdades más elementales de los primeros principios que él mismo posee previamente. Y al contrario, cuando por falta de luz intelectual no se da esta resolución en los principios y el consiguiente juicio interior, el discípulo tendrá noticia de lo que le cuenta el maestro, pero no ciencia. Para que haya ciencia, debe darse este conocimiento reflexivo que le permita reconocer interiormente la verdad de aquello que escucha, reconocimiento que consiste en una cierta vuelta o reflexión del cognoscente sobre la actualidad de su propio entendimiento para, desde esta misma actualidad intelectual, dar razón de por qué eso es así.
Causar ciencia significa producir cierto tipo de conocimiento reflexivo, es decir “flexionado sobre sí mismo”55, en virtud del cual quien aprende conoce con certeza una verdad necesaria y es capaz de dar razón de por qué esto es así. No es ciencia, por ejemplo, enterarse de que santo Tomás habla de la iluminación en el tratado del gobierno del mundo; esto sería tener noticia de algo como efecto de una simple locución. Ciencia será, en cambio, entender interiormente que Dios gobierna el mundo causando creaturas capaces de iluminar a sus inferiores y ser capaz de dar razón - como hace el mismo santo Tomás - de que esto efectivamente es así.
Toda ciencia es conocimiento, pero no todo conocimiento es ciencia.56 Precisamente porque este tipo de acto es difícil, casi nadie tiene ciencia. Y sin embargo, esto es lo que intenta un profesor respecto de sus alumnos: no simplemente que escuchen lo que dice, no solo que sepan la materia que se les preguntará en un examen, sino que sean capaces de generar desde su propia actualidad intelectual este auténtico conocimiento que se denomina ciencia; conocimiento “flexionado” por el que ellos, desde sí mismos, serán capaces de reconocer y explicar la verdad.
¿Es posible, entonces aplicar el término “iluminación” a la acción de causar la ciencia un hombre sobre otro? Santo Tomás atribuye el término de modo propio a la acción por la que un ángel fortalece (confortat) el intelecto de otro ángel inferior o de un hombre, al modo en que algo se calienta con la proximidad al fuego, o bien en cuanto le presenta las especies inteligibles dividiéndolas en partes más accesibles a su intelecto. El hombre no puede realizar ninguno de estos actos sobre otro intelecto humano, de manera que en ninguno de los dos casos podemos entender plenamente de qué se trata la iluminación. Santo Tomás es tan taxativo como san Agustín cuando sostiene que solo Dios causa interiormente la ciencia. Pese a que reconocemos a nuestros maestros, los alabamos y nos damos cuenta de que es gracias a ellos que conocemos lo que nos han enseñado, el maestro humano causa la ciencia solo en cuanto ayuda exteriormente a generarla. También en esto santo Tomás sigue de cerca de san Agustín: “homo docet ministerium exhibendo; Deus autem interius operando”.57 Si maestro es quien causa ciencia, solo Dios es maestro o doctor, y aquellos a los que llamamos maestros y doctores solo son hombres doctos; la palabra exterior no enseña, sino que solo advierte e induce al hallazgo interior.58 Pero entonces, ¿en qué consiste la acción del maestro humano, en virtud de la cual participa del gobierno del mundo?
8. Disciplina, inventio e illuminatio
La solución a esta dificultad radica en la diferencia y relación recíproca entre disciplina e inventio.59 En el lenguaje de santo Tomás, disciplina designa aquello que se sabe porque se aprendió de alguien que nos lo enseñó; inventio, en cambio, es aquello que se sabe porque uno lo descubrió por sí mismo, a partir de sus propios conocimientos y experiencia. El punto fundamental es que todo lo que se alcanza por disciplina se podría haber alcanzado por inventio. El arquetipo de la adquisición humana de conocimiento es la inventio. Esencial y absolutamente, es decir, en abstracto, todo aquello que hemos aprendido de nuestros maestros podríamos haberlo aprendido por nosotros mismos. Sin embargo esto, que en abstracto y en absoluto es verdadero, es imposible en la realidad concreta de la vida humana. No es posible que un único hombre descubra por sí mismo todo el caudal de conocimiento que constituye a una civilización; pero también es verdad que todo aquello que hemos aprendido por disciplina, lo sabemos porque hubo alguien que lo descubrió pensando; es decir, lo aprendió por inventio, sin ser enseñado. En rigor, tampoco aquel fue principio absoluto de la ciencia, pues debió razonar, a su vez, a partir de algo que le fue enseñado. Y así, si bien es cierto que todo hombre nace en la edad de las cavernas, también lo es que la enseñanza le ahorra milenios de tentativas erróneas y falsos caminos.
En principio -pero solo en principio -, todo lo que se alcanza mediante la enseñanza podría alcanzarse mediante la investigación, de modo que aquello que hace el intelecto de quien aprende de otro no es algo esencialmente distinto de lo que hace quien descubre. En consecuencia, enseñar no es otra cosa que inducir a otro a descubrir. Esencialmente, el método de la inventio y el método de la disciplina es el mismo: “quien enseña comienza a enseñar del mismo modo que descubre quien empieza a descubrir”.60 Ambos actos solo difieren en que, cuando uno adquiere la ciencia porque se la enseñan, le son evitados todos los errores y dificultades por los que pasó aquel que adquirió ciencia investigando. El método, sin embargo, es el mismo: nadie puede enseñar de un modo distinto a como adquirió la ciencia, principio fundamental de la didáctica de santo Tomás abiertamente opuesto a buena parte de las pedagogías contemporáneas. Ciertamente, este proceso de la razón puede tener ocasión a partir de las más diversas experiencias y dinámicas -desde animaciones digitales hasta lanzarnos ovillos de lana- pero, al final, no existe otro modo esencialmente distinto de aprender una ciencia más que aquel por el cual se la descubrió. El método propio de cada ciencia, el de su investigación y el de su enseñanza, son uno y el mismo. Aquello que causa un verdadero maestro es que el discípulo siga el itinerario por el que se descubre la ciencia según el modo de quien la descubre; que siga los pasos por los que se adquiere el conocimiento según el modo de quien adquirió ese conocimiento por sí mismo la primera vez. Por eso, cuanto más perfecto sea el maestro, menos se nota su modo particular de operar, pues la perfección de su docencia consiste precisamente en que su alumno descubra la verdad como conquistada por él mismo y, de este modo, se sorprenda y goce en su descubrimiento. En efecto, la inventio de lo verdadero es mucho más gozosa que cualquier tipo de noticia o relato de algo surgido de la voluntad de otro.
La acción humana de enseñanza no es propiamente iluminación, pues no actúa directamente sobre el intelecto de otro. A diferencia de los ángeles, los seres humanos pertenecemos a un mismo orden específico y tenemos, por lo tanto, una misma virtud para la génesis de la ciencia. Por eso, el maestro humano no ilumina el intelecto del discípulo con “una virtud activa como de una naturaleza superior”,61 sino que dispone mediante signos sensibles un orden de especies inteligibles por el que el entendimiento, según su propia virtualidad, es capaz de generar la ciencia.
Esto puede suceder de dos modos, según la disposición del discípulo al que se enseña.62 Cuando el discípulo es muy torpe o está muy alejado de la ciencia que se le presenta, se lo conduce como de la mano (manuducit) a la verdad que desconoce a través de ciertos auxilia vel instrumenta que sea capaz de juzgar: proposiciones simples, poco universales y muy divididas, o bien imágenes sensibles de cosas semejantes o contrarias, para que su entendimiento, iluminando con la luz de su propio entendimiento agente, considere los elementos que le permitan formular las conclusiones propias del conocimiento científico. Esta división busca que el discípulo pueda establecer por sí mismo las conexiones formales que causan la ciencia, de manera que, como llevado de la mano, es decir de un modo cercano a la sensibilidad y mediante ejemplos concretos, sea él mismo quien genere su propia ciencia.
Si el discípulo está más preparado, entonces el maestro fortalece (confortat) exteriormente su entendimiento, lo vigoriza proponiéndole el orden del razonamiento en el nivel que corresponda, haciéndole ver la conexión y el orden de los principios a las conclusiones según su propia potencia intelectual, para que este, a modo ejemplar, intente imitarlo y pueda realizar también él aquella acción por la que se adquiere la ciencia.
En esto consiste - sobre todo en el confortare, en menor medida en el manuducere - el modo humano de la iluminación. A diferencia de la iluminación angélica, ni el confortare ni el manuducere actúan directamente sobre el intelecto de quien aprende, sino que son efectos de la palabra humana, cuya luz es el último aspecto en que debemos detenernos.
9. El verbo que ilumina
La Suma Teológica sostiene categóricamente que “toda iluminación es locución” (aunque no toda locución es iluminación).63 Es decir, no se ilumina sino comunicando un verbo, pues en ese verbo está presente la luz: “como todo lo que es inteligido se lo conoce por la luz intelectual, la misma cosa conocida en cuanto tal incluye en sí la luz intelectual como participada, por cuya virtud es capaz de fortalecer al intelecto”.64 Mediante la locución humana de una verdad fundada en razones eternas, “la luz que ya estaba [en el inferior] es fortalecida por la luz contenida en lo conocido que es percibido por el superior”,65 tal como sucede entre los ángeles. Y así, se puede decir con propiedad, citando a San Pablo, que “omnis quod manifestatur, lux est”.66
En el verbo expresado está la luz. Como el ángel, un hombre ilumina a otro hombre comunicándole un verbo, y con ese mismo verbo le comunica también la luz que lleva en él; una luz participada, en último término, del entendimiento primero, que es la verdadera luz, en virtud de la cual se concibe lo enseñado sobre el horizonte de las verdades primeras. El maestro humano ilumina al discípulo hablándole, es decir, manifestándole mediante imágenes sensibles o a través de un razonamiento en forma aquel verbo que él ha concebido interiormente, en el cual está presente la luz de su propio entendimiento agente que es capaz de confortare la luz del entendimiento del discípulo. Y como la luz del entendimiento agente es participación del entendimiento divino67 y, por lo tanto, aquello en razón de lo cual conocemos en las verdades eternas, toda iluminación es relativa a la verdad eterna, que es la verdadera luz.
El fundamento último y absoluto de las afirmaciones esenciales, que dan universalidad al conocimiento científico, está en las razones eternas de Dios. Esta es la luz que, participada en el entendimiento agente, permite concebir por sí mismo la ciencia. Es conocimiento en sentido plenario y propiamente científico aquello según lo cual se conoce algo tal cual es en la razón eterna. Esta luz está presente y opera en el verbo expresado cuando se manifiesta a otro la verdad. Por esta razón, porque en el verbo está la luz, el verbo del maestro es capaz de iluminar al discípulo. Es lo que queremos decir cuando afirmamos de un maestro que “me iluminó”. Y cuando es iluminado de este modo, el discípulo se hace también capaz de iluminar a otros.
La auténtica enseñanza libera, no restringe; quien enseña no determina el entendimiento del discípulo, sino que lo amplía. Al expresar con signos aquello que enseña, el maestro comunica también la luz que lo hace verdadero, que es anterior y superior a la verdad particular comunicada y a su propio conocimiento de ella. Por eso, un verdadero maestro se alegra de ser superado por su discípulo: su saber no le quita nada, sino que es participación más perfecta en la misma luz de la que participa él.
Dicho de otro modo, la docencia del maestro no consiste en la transmisión de un conocimiento que, informando una cierta potencialidad, la determina, plasmando en el alumno unos contenidos que este será capaz de repetir, sino en situarlo en un horizonte desde el cual se pueda abrir al conocimiento desde su propia verdad interior. No es lo mismo iluminar que el mero enseñar una materia determinada; hablar a alguien sobre cómo es algo (mera locutio), que abrir la inteligencia a una verdad superior a la de aquello de lo que se habla (illuminatio). La verdadera acción docente abre un horizonte de inteligibilidad que trasciende por completo la particularidad de lo enseñado. Ciertamente, no hay acción iluminativa sin comunicación de un verbo que objetivamente se refiere a algo en particular; pero esta acción no es iluminativa en razón de su determinación objetiva, sino, por el contrario, en cuanto se coloca sobre el horizonte universal de lo que es verdadero y desde la trascendentalidad de la verdad primera, es decir, del conocimiento que de aquello tiene Dios.
Ciertamente, existe una cierta completud del entendimiento que es determinativa y que consiste en la recepción de contenidos. Pero esta cualidad, propia del hombre erudito e instruido, no lo constituye como maestro. Existe otra plenitud superior que, en última instancia, se abre sobre un horizonte de infinitud y a esta se refiere verdaderamente el causar la ciencia, pues entonces se posee la ciencia de modo tal que se puede, a su vez comunicar a otros. Pues así como “cualquier cosa, en efecto, se posee más perfectamente por aquel que puede comunicarla que por aquel que no puede”, “sabe más perfectamente quien puede enseñar que quien no puede”68. La perfecta posesión de la ciencia permite no solo darla, sino darla de manera que sea a su vez posible comunicarla, pues “de tal modo Dios gobierna las cosas, que hace que unas se constituyan como causas del gobierno de las otras como si un maestro no solo causara ciencia en sus discípulos, sino que, además, los constituyera en maestros”69.
10. El ejemplar de todo maestro: a modo de conclusión
Más que un resumen más o menos extenso de las tesis desarrolladas aquí, podemos proponer como síntesis de todo lo dicho, junto con el mismo santo Tomás, una brevísima descripción de la docencia del único que puede ser llamado propiamente maestro, cuya enseñanza ejecuta el designio divino sobre el mundo comunicando un verbo que es luz en el corazón de quien escucha.
La docencia de Jesucristo es explicada por santo Tomás a partir del hecho, aparentemente anecdótico, de que no la escribió, lo cual es el mayor signo de su excelencia.70 Aquel que gobierna el mundo realiza su misión de “remedium” y “exemplum” mediante una enseñanza oral que no dice a todos lo mismo, sino que habla a cada uno según su capacidad, recurriendo a imágenes y ejemplos. De este modo, constituye discípulos capaces de comunicar a otros no solo un conocimiento escrito, semejante a la Ley antigua, sino una luz que, habiendo sido grabada en sus propios corazones, los hace capaces de iluminar a otros.
Por eso, de las tres razones aducidas para explicar que Jesucristo no escribiera su enseñanza71, la más relevante en este contexto es la tercera: dado que “las cosas que proceden de Dios vienen con orden”,72 el mismo orden de la redención exigía que, tal como sucedió en el Epifanía73 y en la Resurrección,74 Dios se sirviera de discípulos para comunicar a todo el mundo el Verbo que es Luz.