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Orientación y sociedad

On-line version ISSN 1851-8893

Orientac. soc. vol.15  La Plata Dec. 2015

 

 CUERPO CENTRAL

“Del otro lado del espejo”.

Reflexiones sobre conocimiento y sociedad

Rossana Scaricabarozzi *

 

Resumen

 La función intelectual todavía ejerce un llamado poderoso porque no se ha desvanecido el fuego sagrado de la humanidad: la acción de problematizar. De hecho, hasta en el trabajo más degradado existe un mínimo de calificación cognoscitiva.

Ese particular vagabundeo del espíritu, o ejercicio del intelecto, se puede definir como todo proceso que sirva para registrar una experiencia humana. La mejor metáfora para caracterizarlo quizás sea la del viaje. Aunque no se trata de un desplazamiento espacial de un lugar a otro, sino de un desplazarse imaginario, en el cual el estudioso, sin salir del lugar, construye una espacialidad ajena a su situación presente. Él viaja en esa territorialidad imaginada a través de los conceptos, de las abstracciones que lo hacen trascender su condición específica (Ortiz “Taquigrafiando lo social”).

El presente artículo se va a usar como un pretexto para pensar algunas de las paradojas que caracterizan la tarea del intelectual. En lo que sigue, expondremos entonces sobre el entendimiento parcial del sujeto cognoscente y el origen social de lo cognoscible; a continuación realizaremos algunas consideraciones con respecto a la historia y la producción social del intelecto; y, finalmente, nos referiremos al lenguaje como constructor de realidad.

Palabras clave: lenguaje – conocimiento – sociedad – historia –

 

“Do outro lado do espelho”.

Reflexões sobre conhecimento e sociedade

 

A função intelectual exerce ainda um chamamento poderoso porque o fogo sagrado da humanidade não tem desvanecido: a ação de problematizar. Na verdade, até no trabalho mais degradado existe um mínimo de qualificação cognoscitiva. Essa particular vagabundagem do espírito, o exercício do intelecto, pode se definir como todo processo que serve para registrar uma experiência humana. A melhor metáfora para caracterizá-lo tal vez seja a da viagem. Mesmo que não se trate de uma deslocação espacial de um lugar ao outro, mas de um deslocar imaginário, onde o estudioso, sem sair do lugar, constrói uma espacialidade alheia a sua situação presente. Ele viaja em essa territorialidade imaginada através dos conceitos, das abstrações que o fazem transcender sua condição específica (Ortiz “Taquigrafiando lo social”). O presente artigo vai se utilizar como um pretexto para pensar algumas dos paradoxos que caracterizam a tarefa do intelectual. A continuação, exporemos então sobre o entendimento parcial do sujeito cognoscente e a origem social do cognoscível; logo,  realizaremos algumas considerações com repeito à historia e à produção social do intelecto; e, finalmente, nos referiremos à linguagem como construtora de realidade.

Palavras-chave: linguagem – conhecimento – sociedade – história.

 

 

1.                  A la busca del conocimiento

La busca del conocimiento que desvela a todo intelectual implica ciertas contradicciones. Tal como hace notar Bauman (2007), a menudo se trata de un esfuerzo fallido por comprender. Es decir: el entendimiento fracasa. Pero el autor sostiene que el hecho no sucede en razón de la complejidad del universo ni por la notoria tendencia a interpretaciones discordantes. Sólo pone en evidencia la parcialidad del intelecto. De tal manera, el intelectual emprende el oficio de conocer con la carga de su propio pasado: capacidad para descubrir. Y se advierte que está limitado para percibir-registrar la experiencia humana.

En La busca de Averroes, Bauman (2007) manifiesta que Borges hace referencia a este esfuerzo fallido de comprensión. Y, de este modo, pone al desnudo que todo intelecto, por más poderoso que sea, ostenta “parcialidad” (p. 217). He ahí una gran contradicción: gracias a su pasado está capacitado para ver; pero en razón de él se ve limitado a quedarse parcialmente ciego. Y aquí el concepto de pasado no sólo debe entenderse como sinónimo de historia. El término “pasado” expresa que el sujeto cognoscente es producto de la “trama social” donde se ha construido como miembro de una sociedad particular. Para darle más consistencia a lo dicho, pasemos revista a la narración ficcional.

El cuento de Averroes plantea concretamente el caso de un hombre que se propone un fin que no está vedado a los otros, aunque sí a él. A pesar de que es un gigante en su saber –insiste Bauman (2007)– está limitado en su descubrimiento. El problema radica, según el autor, en que la tradición que constituía su intelecto no le ofrecía ningún objeto al cual referir el significado de un producto cultural ajeno. En su labor de traducir un texto de Aristóteles, se empeñaba infructuosamente en entender dos extrañas palabras empleadas por el filósofo griego: tragedia y comedia. Pero el significado de dichos términos no era asequible para el traductor encerrado en el Islam. El relato borgeano simplemente trata de una sentencia válida para cualquier momento de la historia.

Para Ibn Rusd, alias Averroes, médico hispanoárabe y uno de los más importantes filósofos del Medioevo, las cosas eran del siguiente modo: “Aristú (Aristóteles) denomina tragedia a los panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario” (Borges, 1989, p. 587). Cuando sabemos que los panegíricos son oraciones o discursos en alabanza de alguien; las sátiras, composiciones poéticas cuyo objeto es poner en ridículo a alguien o algo; y los anatemas, condenas al exterminio de las personas o cosas (DRAE, 2015). Para Bauman (2007), el mensaje de Borges pretende dar cuenta de que el significado sólo es accesible cuando el sujeto puede establecer un puente con la experiencia. Así es que los significados –subraya el autor– soportan una doble atadura: impuesta a la vez por el texto y por el lector.

Con todo su saber, Averroes fracasa en el entendimiento de los conceptos porque el Islam no conocía el teatro. Y el sabio estaba prisionero de haberse construido en cierta urdimbre. Es decir: la tradición islámica del intelecto de Averroes no ofrecía ningún objeto al cual referir el significado de un producto cultural ajeno: los vocablos “tragedia” y “comedia”. Así es que Bauman (2007) concluye: “Las palabras, cuando las comprendemos, nos dicen cómo seguir adelante. Pero Averroes no tenía donde ir” (p. 218).  

A falta de experiencia a la que el objeto pueda aplicarse, no existe comprensión (Bauman, 2007; Marro y Dellamea, 1993). A su vez, las diferentes experiencias ofrecen también diferentes significados. Además, este proceso de resignificación o producción de sentido aparece determinado por la sociedad particular donde el ser humano ha sido socializado. De este modo, Žižek (2004) afirma que: “No hay perspectiva que no esté modelada por un horizonte histórico determinado de ‘entendimientos previos’ ” (p. 29).

La obra titulada Pierre Menard, autor del Quijote constituye otro ejemplo del pensamiento expuesto hasta aquí. Consideremos ahora lo sustancial de esta creación borgeana. Bauman (2007) explica que el personaje Pierre Menard escribe punto por punto el texto Don Quijote de la Mancha. Pero como lo hace en otro siglo y lugar, significa otra cosa. Así es que se pone de manifiesto nuevamente la dependencia social e histórica que tiene cada producto intelectual; pues las condiciones sociales lo amalgaman en las coordenadas de espacio y tiempo en que fue concebido (Bauman, 2007; Heller, 1994).

Según Borges (1989), Menard había decidido transcribir unas pocas páginas del Quijote con las cuales coincidía, siguiendo “palabra por palabra y línea por línea” el texto de Miguel de Cervantes (p. 446). La tarea emprendida –dice Bauman (2007)– representaba un gran desafío: seguir siendo Menard y llegar al Quijote escrito por Cervantes en 1602, pero a través de las experiencias de Menard, simbolista de Nimes que vive en 1918. A tal punto que el autor destaca que es lo único que podría haber hecho y lo que finalmente hizo. De ahí que “el segundo texto era producto de Menard, a través de la experiencia de Menard” (p. 219). En los hechos seguían existiendo dos textos diferentes separados por poco más de tres siglos.

Las pruebas están a la vista. El Quijote de Menard no ostenta “gitanerías, ni conquistadores, ni místicos”, así como tampoco, la figura de “Felipe II”, o los “Autos de Fe” (Bauman, 2007, p. 219). Al decir del autor, todas esas “máscaras” que Cervantes no habría podido descartar por la sencilla razón de que le habían sido colocadas en otro tiempo, mucho después de la muerte del escritor español. El sociólogo explica que a las viejas frases se les confería nuevo significado por el simple acto de comprender bajo el prisma de una nueva filosofía.

La historia de Menard es producto de la imaginación del genial escritor argentino –advierte Bauman (2007) – pero no así el problema planteado, que pone en evidencia una segunda cuestión en la busca del conocimiento: “la fluidez endémica del significado”, propio y exclusivo de determinadas realidades socio-históricas (p. 221). El significado forma parte del universo del lector y sólo puede ser significativo dentro de él. Y, además, cambia continuamente en función del ámbito social del lector ya que éste no es menos libre que el autor para establecer el sentido. Sin embargo, sólo tiene capacidad de comprender todo cuanto le permite su conocimiento. Esta comprensión implica en sí misma variabilidad intrínseca de los significados posibles y sus interpretaciones. El autor precisa que el sujeto sólo tiene capacidad de comprender todo cuanto le permite su conocimiento; y éste resulta de las particulares condiciones sociales en las que el actor fue construido; o, desde una lectura en clave semiológica, desde los códigos y subcódigos (lengua y cultura) que lo alcanzan (Eco, 1987).

Hay que insistir sobre este punto: las limitaciones de Pierre Menard no hacen más que subrayar la naturaleza inequívocamente social de toda comprensión. Así es que la comprensión plena del individuo no puede echar de menos algo de cuya posibilidad no tiene conciencia. Al igual que para cualquier intelectual, la busca del conocimiento para Averroes continuaría siendo más que huidiza y artera. Los velos de ignorancia persisten en ocultar la presencia de “lo social”.  

 

2.                  De que cómo se sabe

 

El mundo que se despliega frente al ejercicio de la función intelectual es un mundo de cultura porque, desde el principio, el mundo de la vida cotidiana es un universo de significación para los individuos, es decir, una textura de sentido que deben interpretar para orientarse y conducirse en él. A diferencia de lo que acontece en el ámbito de la naturaleza, Schutz (1974a) manifiesta que dicha textura se origina en acciones humanas y ha sido instituida por ellas, por las de contemporáneos y predecesores.

Para entrar en materia sobre el asunto, hagamos una analogía. En la Alegoría de la caverna, Platón (1988) refiere que gran parte de la realidad que conocemos parece llevarnos a no tener por verdadera otra cosa que no sea la sombra de los objetos artificiales. De la misma forma que los hombres encadenados de la figura retórica, dependemos de la proyección de la luz a fin de construir imágenes sobre la realidad a la que no accedemos directamente, limitándonos a proyectar las “sombras” de los acontecimientos reales. De este modo, los patrones o modelos sociales son equiparables a las ideas y, en tal sentido, permanentes e inmutables, plenamente inmateriales; en tanto que los actos imitan a los tipos y no se confunden con ellos. El ser humano aprende a definir el ambiente y a elaborar construcciones típicas de acuerdo con el sistema de significatividades aceptado por el punto de vista anónimo del endogrupo. Esto pone de manifiesto el carácter social y contextual del conocimiento, que se manifiesta en situaciones de la vida cotidiana.

Siguiendo a Schutz (1974a), comencemos por establecer que el conocimiento primario consiste en la suma total de lo que todos conocen sobre un mundo social. Es decir: un conjunto de máximas, moralejas, granitos de sabiduría proverbial, valores y creencias, mitos, etcétera. Y este conocimiento le es transmitido al ser humano a través del proceso de socialización primaria (familia) y secundaria (escuela, medios masivos de comunicación, etcétera). Los individuos aprenden a definir las características típicas del aspecto natural del mundo que predomina en el endogrupo como la suma total aproblematizada, pero siempre cuestionable, de cosas que se presuponen hasta nuevo aviso; así como también, aprenden a elaborar construcciones típicas de acuerdo con el sistema de significatividades predominante en el endogrupo lingüístico que atribuyó a la cosa nombrada importancia suficiente como para establecer un término específico que la designe.

Ahora bien, Schutz (1974a) da cuenta de que el conocimiento no sólo tiene un origen social sino que aparece distribuido socialmente. De este modo, diferentes individuos y tipos de individuos lo poseen en grados diferentes. El ser humano no sabe todo lo que saben sus semejantes, y viceversa, y la distribución culmina en sistemas de idoneidad sumamente complejos y esotéricos. Así es que el conocimiento distingue entre las siguientes categorías: el lego, el bien informado y el especialista. Hay una división social del trabajo de carácter epistemológico fundamental. Y esta división se concreta en una distribución social del conocimiento que estructura la sociedad y los roles sociales que desempeñan sus actores. El autor hace hincapié en que el hecho se traduce en una profunda separación y desigualdad en toda la sociedad. De ahí que los expertos conforman uno de los catalizadores institucionales de la concentración del poder.

Con respecto al pensamiento de sentido común, en su vida cotidiana los hombres tienen conocimiento de esas diversas dimensiones del mundo social en que viven. Schutz (1974a) apunta que el acervo de conocimiento real a mano difiere de un individuo a otro, y el pensamiento común toma en cuenta este hecho. No solamente difiere “lo que” un individuo conoce de lo que conoce su semejante, sino también el modo “como” conocen ambos los “mismos” hechos. Esto acontece porque el conocimiento tiene muchos grados de claridad, nitidez, precisión y familiaridad. Si se toma como ejemplo la conocida distinción de James (1994) entre “conocimiento por trato directo” y “conocimiento acerca de” –explica el autor– es obvio que un individuo conoce muchas cosas a la manera silenciosa del mero trato directo, mientras que “otro” tiene conocimiento “acerca de” lo que les hace ser lo que son, y viceversa. Alguien puede ser “experto” en un campo limitado y “lego” en muchos otros. Del mismo modo, precisa que este conocimiento no sólo es fragmentario, ya que se limita a ciertos sectores de este mundo; también es con frecuencia contradictorio en sí mismo y presenta todos los grados de claridad y nitidez, desde la compenetración plena o “conocimiento acerca de”, pasando por el “trato directo” o mera familiaridad, hasta la ciega creencia en cosas presupuestas (pp. 97-99).

Hay que insistir sobre este punto: conocimiento y sociedad están profundamente entrelazados. El conocimiento, tanto especial como general, surge en una matriz de acción y experiencias compartidas y condicionadas por otros. Toda interpretación del mundo de la vida cotidiana se basa en un acervo de experiencias anteriores de él, las propias del individuo y las que le han transmitido sus progenitores y maestros, que funcionan como un esquema de referencia en la forma de conocimiento a mano. Aunque el individuo define su mundo desde su propia perspectiva, es un ser social, enraizado en una realidad intersubjetiva.

A diferencia del mundo de la naturaleza que, tal como lo explora el especialista en ciencias naturales, no “significa” nada para las moléculas, átomos y electrones, Schutz (1974a) subraya que el campo de observación de la realidad social tiene un significado específico y una estructura de significatividades para los seres humanos que viven, actúan y piensan dentro de él. Éstos, mediante una serie de construcciones de sentido común, han efectuado selecciones e interpretaciones previas de este mundo que experimentan como la realidad de sus vidas cotidianas.

Llegados a esta instancia resulta oportuno hacer algunos señalamientos con respecto a la función de intelectualizar. Parafraseando a Schutz (1974a), los objetos de pensamiento que el intelectual construye para comprender la realidad social deben basarse en los objetos de pensamiento construidos por el pensamiento común de hombres que viven su existencia cotidiana dentro de su mundo social. La construcción de las ciencias sociales consiste en una construcción de las construcciones elaboradas por quienes actúan en la vida social (Bourdieu, 1991). De este modo, la función selectiva del interés organiza el mundo en estratos de mayor o menor significatividad. La misma conducta manifiesta (por ejemplo, una ceremonia de iniciación tal como la puede captar el cine) puede tener para los actores sociales un significado muy diferente. Lo único que interesa al especialista en ciencias sociales es si se trata de un rito de pasaje, una danza guerrera o algo semejante. La realidad social contiene elementos de creencias y convicciones que son reales porque así lo definen los participantes, y que escapan a la observación sensorial. De tal manera, el autor hace hincapié en que el conocimiento, tanto especial como general, se genera en una matriz de acción y experiencia compartida y condicionada por otros.

Para terminar, una observación que ya hemos dicho pero que queremos recordar: sociedad y busca de conocimiento, o quehacer característico de la función intelectual, conforman dos categorías profundamente vinculadas. Pero existe, por cierto, otro aspecto que atraviesa ese entrelazamiento y que no podemos soslayar: la historia. En tal sentido, Durkheim (2002) considera que la sociedad tiene un origen “inmemorial” o, más exactamente, constituye un cimiento que es el recuerdo de las generaciones pasadas. Aunque el autor precisa que se trata de un pasado particular en tanto no es percibido por nosotros. Y cuando comenzamos a reflexionar de modo consciente acerca de nuestra realidad, ya nos ha construido a su manera.

3.                  La jaula de la contemporaneidad

Pensar que el hombre faustiano puede conocerlo todo a través de su razón representa otra de las paradojas de la función intelectual. El creer que las ciencias sociales son nomotéticas y que pueden crear leyes universales y ahistóricas no es más que un ejemplo de falsa salida. En Políticas de la posmodernidad, Heller (1994) sostiene que el individuo está cautivo en una prisión de contemporaneidad. Precisamente, la modernidad ha dado cuenta de huidas ilusorias. Y hay que aprender a vivir con la contradicción.

Supuestamente el hombre moderno es un ser que puede transformar la naturaleza según sus necesidades y su razón. Sin embargo, si bien parecería que puede conocerlo todo a través del discurrir de su entendimiento, va a estar sometido a la historia. Todo conocimiento va a estar condicionado por ella. De ahí se desprende que la capacidad infinita de conocer que ha postulado el modernismo constituye una falacia. La actitud del intelectual frente a su tarea consiste en saber convivir con la “paradoja”, sin intentar superarla: puesto que el ser humano no puede salirse de su tiempo.

Dentro de la perspectiva helleriana, hay otro punto relevante con respecto al oficio de intelectualizar: la relación entre verdad con mayúsculas y conocimiento verdadero. Para la prestigiosa filósofa húngara parece imposible llegar a una verdad absoluta. En efecto, la verdad absoluta determina la vida de forma absoluta y provoca un impacto muy poderoso sobre toda la existencia. Pero depende de la creencia particular y subjetiva de cada uno. En cambio, el conocimiento verdadero es relativo y objetivo ya que puede ser sometido a discusión. Lo dicho implica: admite la contrastación. Para que haya ciencia social tiene que haber algún correlato empírico, algún criterio de verdad, que valide la busca de conocimiento. Asimismo, es rico y provechoso que haya varias interpretaciones (Heller, 1994).

La pluralidad es rica en la medida que evite el relativismo (infinitas interpretaciones) y el riguroso positivismo (una interpretación). Pero decir que la interpretación es valiosa no significa que cualquiera sea válida. Hay interpretaciones que no están sustentadas. De todas formas, no hay la posibilidad de dar definiciones totalmente acabadas de los conceptos, en tanto siempre se dan según un punto de vista determinado.

A fin de plantear un camino posible de acercamiento al objeto cognoscible, Heller (1994) apela a la metáfora del “núcleo” y el “anillo” para señalar dos niveles del conocimiento verdadero y, de esta forma, sintetizar qué significa teorizar en ciencias sociales (pp. 64-65). De este modo, el núcleo está representado por un conjunto de datos empíricos con los que vamos a estar de acuerdo. Un documento, por ejemplo, es contrastable, y en líneas generales no genera mayores discusiones. De no haber núcleo, las ciencias sociales perderían solidez. El denominado anillo, en cambio, da testimonio de la perspectiva de los investigadores. Su materia consiste en las diferentes miradas sobre el mencionado núcleo. Es, asimismo, el lugar de la creatividad y de la interpretación. Para la discípula de Lukács, conforma el espacio más rico que tiene el estudio de lo social. De tal manera, la ecuación que asoma de inmediato es la siguiente: si hubiera mucho núcleo, sería tedioso pero verdadero. En tanto que si la relación fuera inversa, es decir, si hubiera un exceso de anillo, caeríamos en la retórica. Y, en consecuencia, el conocimiento no sería sustentable.

La autora propone una combinación equilibrada entre creatividad y solidez. Es decir,  el teórico crítico tiene que saber captar las buenas interpretaciones. Así es que el puro anillo implica un gran riesgo: que las ciencias sociales se conviertan en literatura o pura ideología. Por ello, es necesario buscar un equilibrio entre el núcleo y el anillo. Este delicado equilibrio se logra a través de la phronesis. Esa virtud ética que, para Aristóteles, consiste en ser prudente, evitar los extremos, y perseguir el punto medio. En este sentido, el conocimiento verdadero sería entonces obra de la prudencia y la ética del investigador. Una expresión concreta de este arte sería, por ejemplo, no tratar a los entrevistados como medios. Todo ello en abierta correspondencia con uno de los imperativos categóricos kantianos que más o menos reza: las personas no deben ser consideradas como medios sino como fines en sí mismas.    

El intelectual debe descartar, además, la existencia de un punto arquimédico desde el cual interpelar la realidad. Lo dicho implica que no puede apoyarse en un punto de partida seguro que permita eludir la relatividad de las interpretaciones y edificar un conocimiento definitivamente cierto o cerrado a partir de la discusión, a la manera de un dogma. No sería más que una falsa salida a la paradoja en tanto es imposible dar definiciones plenamente acabadas. Desde una mirada próxima, Gadamer (1998) manifiesta que toda interpretación proviene de una espiral y, de este modo, no es posible alcanzar una interpretación concluyente porque hay prejuicios. Y una distancia insalvable entre el individuo y su texto que se alimenta de valores e historia.

Antes de abandonar este apartado para reflexionar acerca de otros dos aspectos de la función intelectual, es conveniente tener en cuenta una advertencia formulada por Giddens (1987) en relación a la hermenéutica de las ciencias sociales. El reconocido sociólogo parte de la idea de que todo esquema teórico generalizado, dentro del campo de las ciencias naturales o sociales, es en cierta medida “una forma de vida en sí mismo”, cuyos conceptos deben ser controlados, a la manera de un quehacer práctico, produciendo tipos particulares de descripciones. “Que esto ya es una tarea hermenéutica está demostrado claramente en la  ‘novísima filosofía de la ciencia’ de Kuhn y otros” (p. 165). No obstante, el autor sostiene que los conceptos del campo social obedecen a lo que él denomina una “doble hermenéutica”:

Esta doble hermenéutica es de una considerable complejidad, puesto que su conexión no es meramente unívoca […]; hay un continuo ‘deslizamiento’ de los conceptos construidos en sociología, mediante el cual se apropian de ellos los individuos para el análisis de cuya conducta fueron originariamente acuñados, y por consiguiente tienden a convertirse en rasgos integrales de esa conducta modificando potencialmente, de este modo, su empleo original dentro del vocabulario técnico de la ciencia social (pp. 165-166).   

 

La interpretación es un juego en espiral que nunca muere. Sin embargo, es posible que los intelectuales puedan crear conocimiento verdadero en el campo de las ciencias sociales. Y, en el marco de esa dialéctica, también es posible que los intelectuales puedan trabajar arduamente en la busca de la verdad. Esto permite el reconocimiento de los estudios sociales como ciencia. A pesar de que son ciencias muy diferentes a las exactas porque su núcleo central es el significado. Y porque, además, la función intelectual en este ámbito tiene que ver con reconstruir, recrear y crear. De algún modo, nos recuerda aquella premisa de Wittgenstein (2003) cuando señala que si un concepto depende de un patrón de la vida, entonces cabe esperar una cierta indefinición en él.

 

4.                  Los velos del Lebenswelt 

El primer atributo de una sociedad consiste en su capacidad de auto-construcción y proyección en el tiempo. Y después de construcción de otros hechos sociales. Entre las diversas formulaciones teóricas que aluden al tema, Luhmann (1968) señala que las sociedades se autoreproducen en su condición de sistemas autopoiéticos. Berger y Luckmann (1979) transitan en cercano sentido cuando sostienen que la realidad se construye socialmente. Otras vertientes se alimentan con aportes de diversos autores, entre los que podemos citar a Schutz (1974b), Berger y Luckmann (1979), Castoriadis (1993), Habermas (1984), Giddens (2007), Labourdette (2003, 2011), etcétera. Todos ellos han expresado, en sus diversidades, parecidos avales sobre el papel de la sociedad para producir innumerables construcciones sociales.

Las personas crean, a través del sentido subjetivo que le atribuyen a sus diferentes acciones cotidianas, una realidad. Pero esa misma realidad se les impone simultáneamente y las transforma en miembros de este mundo (Labourdette, 2003, 2011). Tal como señala Berger (1971): “En otras palabras, el mundo creado por el hombre alcanza el carácter de realidad objetiva” (p. 21). Sin embargo, hemos de destacar que el enunciado de que el ser humano se produce a sí mismo no significa de manera alguna adoptar una especie de “visión prometeica” del individuo solitario. Pues la auto-producción del hombre es siempre, y necesariamente, una “empresa social” (pp. 71-72).

La sociedad es un producto humano y nada más que un producto humano, pero que reacciona, de modo permanente, sobre su productor. Se trata de una construcción histórica conformada por aspectos objetivos y subjetivos, que interactúan en un movimiento dialéctico y recíproco (Berger, 1971). De este modo, Berger y Luckmann (1979) afirman que: “Tanto por su génesis (el orden social es resultado de la actividad humana pasada), como por su existencia en cualquier momento del tiempo (el orden social sólo existe en tanto que la actividad humana siga produciéndolo), es un producto humano” (p. 73).

A propósito de este aspecto de la realidad, la sociedad, evidentemente, posee “facticidad objetiva”. Y la sociedad, también evidentemente, está construida por una actividad que expresa un “significado subjetivo”. Para Berger y Luckmann (1979) es justamente el carácter dual de la sociedad en términos de facticidad objetiva y significado subjetivo lo que conforma su “realidad sui generis”. Los significados subjetivos se vuelven facticidades objetivas; más aún: la actividad humana (Handeln) produce un mundo de cosas (choses). De ahí que la apreciación adecuada de la “realidad sui generis” de la sociedad demanda indagar cómo está construida esta realidad (p. 35).

La realidad de la vida cotidiana está minada de objetivaciones, y es posible sólo por ellas. Los autores hacen notar que estamos rodeados permanentemente de “objetos” que “proclaman” las intenciones subjetivas de nuestros semejantes; pese a que, a veces, sea difícil saber qué “proclama” determinado objeto, sobre todo si ha sido producido por seres humanos que no han tenido la oportunidad de conocerse bien o del todo, en situaciones “cara a cara”. Las objetivaciones comunes de la vida cotidiana se sostienen primariamente por la “significación lingüística” (pp. 53-55). Puesto que la vida cotidiana, por encima todo, es vida con el lenguaje que compartimos con nuestros semejantes y por medio de él.

Berger y Luckmann (1979) sostienen que hay el mundo social en el sentido de una realidad, amplia y dada, que enfrenta al individuo de manera análoga a la realidad del mundo natural. Por ende, concluyen: “como” mundo objetivo, y sólo de este modo, las formaciones sociales pueden transmitirse a la nueva generación. A través del proceso de objetivación, los productos externalizados de la actividad humana alcanzan el carácter de objetividad. Y pese a la objetividad que caracteriza al mundo social en la experiencia humana, no por ello adquiere un “status” ontológico independiente de la actividad humana que la produjo. Hay que hacer notar la paradoja que radica en que el ser humano sea capaz de crear un mundo que luego ha de experimentarse como algo diferente de una producción humana. 

La sociedad constituye una realidad tanto subjetiva como objetiva. Es decir: se producen determinadas prácticas a partir de una diaria interacción con distintos actores sociales. Después, esa misma praxis es investida por las personas de una suerte de objetividad que la aproblematiza, dejándola a salvo de eventuales cuestionamientos. Y, por último, se internalizan los conceptos que de ella se derivan hasta que conforman un patrón de la cultura con apariencia de naturalidad (Berger y Luckmann, 1979; Labourdette, 2003, 2011).

Esta relación que se crea entre el ser humano, en su carácter de productor, y el mundo social, su producto, es y sigue siendo “dialéctica”. Es decir, que el ser humano, no aislado sino en sus colectividades, y su mundo social establecen un proceso de interacción. Y el producto que resulta vuelve a actuar sobre el productor. La “externalización” y la “objetivación” representan momentos de un “proceso dialéctico continuo”. La “internalización” es el otro momento de este proceso. Mediante ella, el mundo social objetivado vuelve a proyectarse en la conciencia durante el proceso de socialización. Esto es: la “aprehensión o interpretación” inmediata de un “acontecimiento objetivo” en cuanto expresa significado, es decir, en cuanto es una manifestación de los procesos subjetivos de otro que, por ende, se tornan “subjetivamente significativos” para cualquier individuo. En primer lugar, la internalización conforma la base para la “comprensión” de los propios semejantes. Y, en segundo lugar, para la aprehensión del mundo en cuanto “realidad significativa y social”. En la forma compleja de la internalización, no sólo se comprenden los procesos subjetivos momentáneos del otro: sino el mundo en el que él vive, y ese mundo se transforma en propio de cada sujeto. Berger y Luckmann (1979) puntualizan que no sólo se vive en el mismo mundo, sino que cada uno participa en el ser del otro. Lo cierto es que todo ser humano nace dentro de una “estructura social objetiva” en la cual halla a los otros significantes que están encargados de su socialización y que, a su vez, le son impuestos. Las definiciones que los otros significantes realizan de la situación del individuo le son exhibidas a éste como “realidad objetiva” (pp. 164-166).

En palabras de Berger y Luckmann: “La sociedad es un producto humano. La sociedad es una realidad objetiva. El hombre es un producto social” (p. 84). Cada uno de esos tres momentos dialécticos de la realidad social establecen una relación fundamental y cada uno de ellos corresponde a una caracterización básica del mundo social. Precisemos: tanto el sujeto que lleva adelante la función intelectual, al igual que la práctica en sí misma que busca descubrir el objeto de conocimiento, dan cuenta de una construcción social que resulta del proceso que venimos exponiendo.

Berger (1971) destaca que es dentro del marco de la sociedad donde el individuo se transforma en una persona, adquiere y mantiene una identidad y lleva adelante los diversos proyectos que conforman su vida. En suma: la sociedad es una empresa de edificación de mundos. Ahora bien, esta edificación también acontece mediante la infinita gama de sentidos que pueden manifestarse en la producción intelectual. Y que, por otra parte, no hacen más que revelar la creación de los mencionados mundos, también llamados “mundo de vida”.

La noción de “mundo de vida” o Lebenswelt tiene un linaje insigne en el campo de la filosofía, la sociología y la antropología principalmente. Una vertiente descansa en el último Husserl y en su continuador fenomenológico Schutz. Ambos califican nuevamente y redescubren el valor social y moral que ostentan las capacidades de construir realidad, verdad y vida cotidiana en las comunidades humanas.

El mundo de la vida cotidiana constituye ese ámbito de la realidad, en el cual el ser humano participa incesablemente, en modalidades que son al mismo tiempo inevitables y pautadas. Schutz y Luckmann (1973) entienden que:

es la región de la realidad en que el hombre puede intervenir y que puede modificar mientras opera en ella mediante su organismo animado. Al mismo tiempo, las objetividades y sucesos que se encuentran ya en este ámbito (incluyendo los actos y los resultados de las acciones de otros hombres) limitan su libertad de acción (p. 25).

 

Al analizar las primeras construcciones del pensamiento de sentido común en la vida cotidiana, Schutz y Luckmann (1973) coinciden en señalar que no es posible actuar como si se tratara de “mi mundo privado” y como si tuviéramos la licencia de pasar por alto que estamos frente a un mundo cultural intersubjetivo. Este hecho se sustenta en las siguientes razones: es intersubjetivo porque el individuo habita en él “como hombres entre otros hombres”, comprendiendo a los demás y siendo comprendidos por ellos. Pero también es un mundo de cultura; puesto que, desde el principio, el “mundo de la vida cotidiana” constituye un universo de significados para el ser humano, es decir, una trama de sentido que debe interpretar para poder conducirse y orientarse en él. Y la matriz de esta trama de sentidos anida en las acciones humanas y ha sido instituida por ellas, por las propias y las de sus semejantes, contemporáneos y predecesores (p. 41).

Hay que destacar que las personas crean haciendo, con el sentido subjetivo que le atribuyen a sus acciones, un mundo que simultáneamente se les impone y los transforma en miembros de este mundo. Lo antedicho pone de manifiesto una particular interrelación. Por cierto, hay el peso subjetivo de los aportes individuales que los actores sociales incorporan a su abanico de producción personal; pero hay también el peso objetivo de esta creación sociológica que modela a sus adherentes sin prisa y sin pausa. Por ende: la realidad es una “construcción social”. Y esta realidad representa una construcción humana que ha alcanzado un grado de objetividad que impele al individuo a reconocerla como tal (Berger, 1971; Labourdette, 1999).

De lo dicho se desprende que entre las realidades producidas socialmente, el intelectual se constituye como una de ellas. Y, en ese juego dialéctico, también construye conocimiento desplegándose, de esta forma, en su noble oficio de des-ocultar. Por ello, construir un objeto no deja de ser una manifestación de lo social en el campo intelectual. Como nos enseña Foucault (1992): todo relato es producido a partir de un determinado lugar; e implica tomar conciencia de ese lugar y de los modos de producción de saberes.

Tenemos aquí descripta, en parte, la función intelectual: al ser una construcción social de otra construcción social (lo que se denomina sociedad), da cuenta de un conocimiento atravesado por la urdimbre social, en la cual se insertan las categorías del pensar y el mismo intelectual. Ése que aspira a la “aletheia” o des-ocultamiento de la verdad.

 

5.                  La morada del hombre

Todo pensador es prisionero de su propia condición social. De tal modo, Durkheim (2002) señala que la mayor parte de nuestras ideas y nuestras tendencias –al igual que las de cualquier sociedad con respecto a cómo concebir la realidad y sus diferentes aspectos– provienen de una externalidad construida e histórica que se va imponiendo. La cuestión estriba, además, en que aquello que ha sido construido artificialmente es un producto del lenguaje: la gran herramienta constructora de realidades. Lo dicho pone de manifiesto a otras de las paradojas que aprisiona a la función intelectual bajo análisis.

Ahora bien, el lenguaje humano es un fenómeno tan internalizado por el ser humano que ni siquiera se repara en él. Es la expresión simbólica de una sociedad determinada, del entramado social. Y es, como enseña Aristóteles, la distinción humana por excelencia en tanto representa el salto del reino animal al humano.

La tarea propia del intelectual, consistente en construir saberes y comunicarse, sólo es posible en base a la existencia de un lenguaje simbólico que permite la transmisión, herramienta primaria de la creación cultural. De esta forma, lo más interesante de la lengua humana es que puede llevar un mundo sin necesidad de transportarlo. Es decir, cuenta con una riqueza única: la capacidad de abstraer y simbolizar.

La sociedad crea lenguaje, a través del cual se transmite todo el saber y el hacer almacenado, desde la historia, en la cultura. Y esta producción social representa la maravilla de la creación social, además de engendrar individuo y sociedad (Labourdette, 2011). De tal forma, adquiere entonces un papel esencial en la busca del conocimiento y, en sí misma, conforma un hecho social de primer orden, construido en el curso de esa prolongada “conversación” que es la vida (Berger, 1971). La palabra tiene la propiedad de arrancar al hombre del eterno presente característico del animal facultándolo, de ese modo, para el pensamiento. Sin ella no habría posibilidad alguna de producir conocimiento en el campo intelectual. He ahí una de las razones por la cual nos interesa destacar la importancia del lenguaje como constructor de realidad humana.

Como sistema de signos, Berger y Luckmann (1968) indican que el lenguaje construye enormes edificios de representación simbólica que parecen dominar la realidad de la vida cotidiana como gigantescas presencias de otro mundo. Del mismo modo, conforma campos semánticos o zonas de significado, una vasta acumulación selectiva que determina qué habrá que retener y qué habrá que olvidar de la experiencia. En similar sentido, Gadamer (1998) nos enseña que la palabra tiene un significado colectivo. Pues la palabra que se le dice a uno, también la palabra que le es concedida a uno, o que alguien diga refiriéndose a una promesa, no refiere solamente a la palabra individual, sino que implica una relación social (p. 16).

 

En síntesis: el lenguaje nos hace capaces de simbolizar. Y, sin embargo, esa capacidad está encerrada en ciertos límites que la trama social establece. Así es que, con todo su saber, Averroes no logra entender los conceptos de tragedia y comedia simplemente porque el Islam no conocía el teatro. Por su parte, el personaje Pierre Menard, simbolista de Nimes que vive en 1918, sólo consigue llegar al Quijote a través de las experiencias de Menard, el único camino posible.

Los hechos demuestran que el individuo es presa de una urdimbre socio-personal e histórica. Pues por la gracia del lenguaje, que es producto de una determinada sociedad, el ser humano se transforma en una especie de crisálida histórica. Aunque incapaz de mover las alas al infinito como una mariposa.

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Nadie puede pensar, problematizar o construir conocimiento si carece de lenguaje. Y, paradojalmente, es ese mismo lenguaje el que nos impide pensar, problematizar o construir conocimiento cuando pretendemos librarnos de nuestra crisálida. Cuando, en un intento faustiano, pretendemos asomarnos del otro lado del espejo.

 

Enviado: 18-7-2015

Revisión recibida: 10-9-2015

Aceptado: 3-11-2015

 

 

Referencias

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*   Maestría en Sociología (Universidad Católica Argentina – UCA). Doctorado en Ciencias de la Comunicación  – (en curso, Universidad Nacional de La Plata (UNLP) – y Doctorado en Sociología (en curso,  UCA). E-mail: scaricabarozzi@gmail.com

 

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