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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas  n.8 Mendoza ene./dic. 2006

 

Política y Filosofía en Lisandro de la Torre

Lisandro de la Torre on Politics and Philosophy

*Jorge Raúl De Miguel
Universidad Nacional de Rosario

Resumen
El artículo analiza las ideas filosóficas de Lisandro de la Torre, dirigente político y destacado legislador argentino de vasta trayectoria pública entre 1890 y 1937, a partir de algunas conferencias y escritos de sus últimos años. En el enfoque de su cosmovisión se toman en cuenta, por un lado, la relación entre filosofía, ciencia y religión, y, por otro, la concepción antropológica, mostrando la influencia de perspectivas filosóficas como el panteísmo y el positivismo. El estudio somete a crítica la desvinculación entre política y filosofía que hacía el propio de la Torre. Antes bien, concluye en que ambas esferas se encuentran conectadas y constituyen una raíz fundante del pensamiento latorrista.

Palabras clave: Lisandro de la Torre; Filosofía; Ciencia; Religión; Panteísmo; Positivismo.

Abstract
The article analyses Lisandro de la Torre's philosophical ideas. He was an important Argentinian politician, who had an active public life, mainly, as a legislator, between 1890 and 1937. The study is based upon some lectures and writings from his last years. His cosmological view is examined through the relation among philosophy, science and religion, on one hand, and through his anthropological account, on the other hand. The influence of pantheism and positivism is pointed out in both perspectives. It is criticised de la Torre's claim about politics as an anti-philosophical activity by arguing that philosophy and politics may be considered as foundations of his thought.

Key words: Lisandro de la Torre; Philosophy; Science; Religion; Pantheism; Positivism.

Lisandro de la Torre, el brillante legislador y dirigente rosarino, el incansable polemista, supo ser también un agudo lector de algunas corrientes filosóficas influyentes en su época. Lo era ya en su juventud, como él mismo confiesa, cuando frecuentaba las obras de Spinoza y Renan. Al parecer, tales incursiones filosóficas, llevadas adelante siendo aún un estudiante secundario, no constituían un mero pasatiempo. Según cuenta su principal biógrafo, Raúl Larra, el joven Lisandro se inclinaba por los estudios superiores de Filosofía y Letras, pero el hecho de que, por ese entonces, no existiera en Buenos Aires una Facultad específica -recién se crearía años después-, lo llevó a decidirse por la ciencia jurídica. No obstante, tras la obtención del diploma de abogado en 1888, intentó revitalizar su antigua vocación, que incluía también a la Literatura, a través de estudios de perfeccionamiento en Europa. A pedido de su padre, debió retornar a poco de su partida, cerrándose un camino acaso muy distinto al que debió transitar después. Todavía, por un tiempo, aquellos impulsos permanecieron en su espíritu, ya que, a la vez que se incorporaba a las luchas políticas en la Unión Cívica Radical, abandonaba el ejercicio de la abogacía y pronunciaba una conferencia en Rosario sobre "La novela contemporánea". No sólo la Filosofía, entonces, sino también, como queda dicho, la Literatura, particularmente francesa, por influencia de su madre, y hasta la Medicina, fueron sus preocupaciones de joven estudioso y delinearon una tendencia a la investigación humanística y científica que, finalmente, sería postergada por la pasión política, más bien, herencia de su padre (Larra, R., 1988: 27-29, 40-41, De la Torre, L., 1959: 44, Zuccherino, R., 1989: 5, 9-10, Luna, F., 1999: 10-16).

No es de extrañar, pues, que producido su retiro de la vida política, de la Torre retomara sus viejas inquietudes1. Testimonio de ello son algunos escritos de sus últimos años, entre los cuales sobresale el que resume la conferencia "Intermedio filosófico", de julio de 1937. A través de ellos fue desgranando su perspectiva, que incluía largas reflexiones acerca de la relación entre Filosofía, ciencia y religión. Aunque las mismas sean insuficientes para afirmar que hay en De la Torre un pensamiento filosófico de envergadura, cabe considerarlas como un ineludible aporte para la comprensión de su ideario político y hasta de su actitud misma ante la política. De esta opinión era también Ángel Cappelletti, palabra autorizada entre los estudiosos de la filosofía argentina, quien incluía en ella a las meditaciones latorristas mentadas. A su juicio, el político rosarino se cuenta, junto a Moreno y Alberdi, entre los escasos dirigentes y hombres públicos de nuestro país en los que se descubren verdaderas tendencias filosóficas, que los hacen capaces de comprender los fundamentos de su accionar. Pero, el de De la Torre sería un caso excepcional, puesto que la inusual continuidad de su conducta política no parece ajena a "la claridad y firmeza de sus ideas filosóficamente fundadas y pulcramente enhebradas en el hilo de una razonada cosmovisión", que la proveyó de "los principios de una sabiduría racional" (Cappelletti, A., 1995: 69-70).

Aceptar esto supone, en cierto sentido, pensar contra el propio autor analizado. De la Torre creía que, de algún modo, había experimentado en su vida el abismo que existe entre la Política y la Filosofía. Explicando su temprano alejamiento de esta última, confesaba en 1937: "El convencimiento de la imposibilidad de llegar a conclusiones absolutas, por una parte, y la política por otra -la política es lo menos filosófico que existe- me indujeron a abandonar esas preocupaciones" (De la Torre, L.,1959: 44). "He sido muy amante de la Filosofía -afirmaba en la apertura de la conferencia citada- no obstante haber vivido una existencia antifilosófica" (De la Torre, L., 1937a: 10).

Breves referencias, por cierto, pero tienen la virtud de despejar algunas dudas. Para el líder demócrata progresista, Política y Filosofía son dos campos intransitables simultáneamente. Puede intuirse la noción subyacente de que lo político quedaría referido al dominio de lo práctico, de la resolución de los problemas comunes a un conglomerado de hombres, mientras que la Filosofía, en cambio, sería el ámbito de lo puramente especulativo, donde se refleja una búsqueda desinteresada de la verdad sobre los enigmas del universo y de la existencia humana. La evidencia indica que, aún en el tiempo de su retiro, De la Torre se resistía a rever la política desde la óptica filosófica. Por eso, calificaba a la disertación aludida como "no política" y admitía que las cuestiones filosóficas habían retornado a su mente "después de un olvido largo, aunque no absoluto", denotando que ellas habían permanecido sólo como un impulso que nunca se transformó en pensamiento para la acción (De la Torre, L., 1959: 44, 1937a: 10).

Pero, aun así, ¿no es posible vincular en De la Torre aquellas dos esenciales preocupaciones del hombre? A mi entender, no sólo es posible, sino que a través de esa conexión se revelan las raíces fundantes del pensamiento latorrista. En lo que sigue, un análisis de sus concepciones filosóficas, reconstruidas a partir de conferencias, escritos y cartas privadas de sus últimos años, procuraré mostrar esa compatibilidad.

La búsqueda de la verdad y la fe religiosa

Cabe remarcar, ante todo, que la conferencia "Intermedio filosófico" tenía una clara motivación política que no se le escapaba al propio expositor. Una alusión al estado del debate público en la Argentina de ese tiempo quedaba patentizada en el elogio de De la Torre -valioso en un hombre que no los dispensaba fácilmente- al Colegio Libre de Estudios Superiores por ser "una de las pocas tribunas para la exposición sin trabas del pensamiento que quedan en el país" (De la Torre, L., 1937a: 10). Las razones de esta afirmación se revelan en una carta personal: en ella, el líder rosarino calificaba el momento político como de "claudicación general ante el clericalismo". Su decisión de ocupar la cátedra del Colegio Libre, "la única tribuna libre que queda en esta enorme capital", obedecía a la necesidad de marcar su "independencia en forma categórica" (De la Torre, L., 1959: 44-45).

El mismo De la Torre que, como político, supo combatir arduamente contra lo que llamaba "clericalismo" volvía a aparecer en el momento de fijar su postura filosófica. Ello quedó corroborado poco después con otra disertación en el mismo sitio dedicada al Cristianismo y la cuestión social, que desató la famosa polémica con Mons. Gustavo Franceschi, y con otros escritos sobre temas similares. El tono general de "Intermedio filosófico" trasunta también aquellas intenciones. Es claro el afán de contradecir la doctrina cristiana acerca de los orígenes de la vida y la posición superior atribuida al hombre en el universo basándose en los logros del pensamiento racional. Lo que podría aparecer sólo como una toma de posición en defensa de la ciencia y la Filosofía, si se hiciera una lectura desconectada de la conferencia, es, en verdad, el comienzo de un fuerte alegato contra los principios doctrinarios del Cristianismo sobre los que éste apoyaba, según creía De la Torre, su influencia política.

Resulta, pues, de interés no perder de vista la relación, tal como la presenta De la Torre, entre la investigación racional, abarcadora de la ciencia y la Filosofía, y las creencias religiosas, ya que de ella fluye su concepción del mundo y del hombre. En pocas palabras, su posición podría resumirse así: el hombre es un ser pequeño, sumergido en la inmensidad del universo, cuyos misterios esenciales le son impenetrables; con la ciencia ha adelantado en el terreno positivo, pero no ha podido resolver cuestiones decisivas ni mucho menos adentrarse en los interrogantes metafísicos de los primeros principios y de la real constitución del mundo, aspectos que trata de solucionar a través de la Filosofía. Además de ello, el hombre ha avanzado por el camino de las religiones, construcciones menos racionales destinadas a calmar sus preocupaciones, pero que lo desvían de la verdad (De la Torre, L., 1937a: 10-13, 1954: 290).

En lo expuesto, surge con claridad la idea del hombre como un ser limitado en su conocimiento, lo cual recoge la crítica de la modernidad inicial al pensamiento clásico. A pesar de ello, no veía De la Torre una ruptura entre esa visión nueva de la ciencia y la que prevalecía en la Antigüedad. El formidable progreso científico de los tiempos modernos, sostenía, que no ha podido vencer los últimos secretos de la materia y, en cuanto a las verdades metafísicas, sólo ha desplazado las incógnitas, debe atribuirse más al desarrollo de los instrumentos de investigación, que a un aumento de la inteligencia del hombre (Ibid.: 10). A pesar de ello, no caía en un escepticismo radical: los límites con los que ha tropezado la investigación experimental no autorizan a pensar que jamás podrán alcanzarse verdades fundamentales. Por eso, a su juicio, no estaban legitimadas las explicaciones surgidas de la revelación divina, en pugna, generalmente, con el saber científico. En este punto era terminante: no es admisible "que las religiones sepan lo que no sabe la ciencia"; sus hipótesis "emanan de conceptos arbitrarios", carentes de rigor racional (Ibid.: 16-17, 26, 44 y 51).

Las fronteras del conocimiento humano, pues, no pueden ser extendidas sino por la vía del saber racional. Pero, ¿cuál era, para De la Torre, la razón de ser de las religiones? Ninguna de ellas, afirmaba, es superior a las otras: todas deben su existencia a un fenómeno mental único, "a una necesidad específica del vulgo, que no alcanza a comprender los conceptos filosóficos puros y necesita creer en lo sobrenatural y en los milagros, y practicar la idolatría" (De la Torre, L., 1937c: 237, 1937d: 362, 1954b: 288). Es decir, las religiones serían una construcción humana que, aunque se manifiesten diversas, provienen de un mismo origen y están destinadas a satisfacer ciertas inclinaciones naturales. En modo alguno aceptaba que algunas de ellas hubieran sido el resultado de una revelación divina y, por tanto, tuvieran una jerarquía distinta a las otras. Aquí radica, desde su punto de vista, el origen de las discrepancias entre los distintos credos, que ocultan aquel fundamento unitario (De la Torre, L., 1937a: 48, 1954a: 279, 1954b: 288, 1937d: 362).

Parecía dudar, en cambio, acerca de la posibilidad de que las religiones terminaran por ser suprimidas. En primera instancia, porque factores como el miedo, la perplejidad ante el misterio, la ilusión de la vida futura y la gravitación de la ignorancia, serían decisivos. Pero luego, en otros pasajes cruciales de la polémica con Mons. Franceschi, se mostró confiado en que la evolución de la civilización y de la ciencia realicen la tarea de superar las creencias religiosas (De la Torre, L., 1937c: 123, 312-14, 1954b: 305, 308, 1937a: 51).

Resulta bien claro, pues, la diferente evaluación que De la Torre hacía de la Filosofía y la ciencia, por un lado, y de la religión por otro. Se trata de la oposición de un saber de la razón sobre lo sensible y lo suprasensible, pero siempre controlable, y una actividad edificada sobre la imaginación acerca de lo desconocido y, por tanto, incontrolable. Si bien De la Torre creía que el fenómeno religioso era propio de un estadio de la civilización más primitivo que el que corresponde al desarrollo de la ciencia, ello no permite adscribirlo al positivismo comteano tradicional, en virtud de la valoración dada a la metafísica. En efecto, que la religión pueda ser impugnada como medio para llegar a la verdad, o bien como su instancia reveladora, no significaba para él que sólo el método científico estuviera legitimado. Es cierto, no obstante, que creía que la ciencia moderna había señalado un camino seguro, pero a De la Torre no sólo le fascinaban sus avances, sino también los múltiples interrogantes aún no resueltos. Sobre estos aspectos hará su aporte, como se verá luego, al explicitar su concepción filosófica.

La línea demarcatoria que De la Torre establecía entre lo científico-filosófico y la religión tenía, además, un evidente matiz político. El avance de la ciencia no sólo era computable como una ampliación de los conocimientos, sino, fundamentalmente, como un triunfo de la verdad frente a la intransigencia dogmática de las doctrinas religiosas. De la Torre compartía la esperanza positivista en que la verdad engendraría la tolerancia y fundaría un orden social en el cual la libertad de conciencia sería respetada. El progreso de la razón, entonces, iría poniendo de manifiesto que las religiones no poseen verdades absolutas y que, por el contrario, son instituciones humanas sometidas a la evolución histórica y a la influencia cultural del medio donde nacieron. Allí radica el sentido de la necesidad de la tolerancia entre los distintos credos (De la Torre, L., 1954b: 288, 294, 305-06, 1954a: 279-80).

El liberalismo de De la Torre tenía en este punto uno de sus costados más nítidos. Aparecían los fundamentos para el rechazo de la influencia clerical en la política y en la educación, una de sus banderas más consecuentes en la vida pública llevada ahora a la reflexión filosófica. De allí que abogara por la separación de la Iglesia y el Estado, advirtiendo que "las iglesias milagreras son hoy los auxiliares más poderosos que tienen a su servicio el orden económico y político que impera en el mundo", al tiempo que propugnaba una enseñanza pública que difundiera conocimientos científicos y no "creencias milagreras" (De la Torre, L., 1937c: 314-16, 122-23, 1937a: 48).

La tajante separación que De la Torre creía encontrar entre ciencia racional y religión merece algunas observaciones. Es ciertamente excesivo plantear que los hombres pueden desarrollar un saber puro de la razón, o de lo contrario, sumergirse en creencias arbitrarias. Ni la ciencia ni la Filosofía son productos únicamente reflexivos, ni la Teología es sólo una construcción de fe. La historia demuestra que las convicciones religiosas de los científicos terminan influyendo en su obra, aunque, saludablemente, se procure hacerlas conscientes y manejables. Esto es, lo que se cree por fe no necesariamente deriva en un prejuicio que entorpece la tarea intelectual. Al mismo tiempo, las grandes elaboraciones teológicas han sabido recepcionar los aportes filosóficos y científicos. Si bien es cierto que la modernidad ha puesto en tela de juicio la posibilidad de una teología científica, no por ello el fenómeno religioso ha dejado de tener inserción en la vida social y en la conciencia de los hombres. El punto de vista de De la Torre es modernista, pero su negación de la religiosidad resulta algo simplificadora, pues la impugna, en gran medida, a partir de la influencia clerical en la política. Aunque esta crítica pueda ser certera en muchos casos, concluye por subestimar la persistencia de una necesidad en buena parte de la humanidad de satisfacer un anhelo de trascendencia. Por otra parte, si bien no cabe dudar de que De la Torre haya sido un defensor de la libertad de conciencia y del respeto a todas las creencias, su prédica por una enseñanza antirreligiosa lo desviaba, al menos parcialmente, de aquellas ideas modernas. Porque una educación "científica" que busque demostrar la falsedad de los conceptos sobrenaturales, no sólo es ilusoria, ya que no podrá lograr sus objetivos, sino además, lo que es más grave, implica violentar la conciencia individual.

La condición del hombre y el problema de Dios

El cuerpo principal de las ideas filosóficas latorristas corresponde al desarrollo de su concepción metafísica, unida y fundamentada en una visión antropológica. Puede decirse que la explicación del mundo que De la Torre pretendía exponer tenía como propósito fundamental la comprensión de lo humano. Su posición acerca de que el universo se rige por sus propias leyes, inexorables e independientes del hombre, quien, de ese modo, sólo sería una parte del todo, constituye el núcleo de sus reflexiones filosóficas. Desde esa perspectiva cosmológica clásica, cuestionaba tanto la hipótesis de un Dios creador como la inserción privilegiada de la criatura humana postulada por el Cristianismo. Cabe interrogarse, sin embargo, si la condición humana no quedaría así reducida a ser un mero engranaje de una máquina cuyos principios de movimiento le son insondables, con las consecuencias que ello tendría para la libertad y la moralidad.

Para aclarar esta problemática, es preciso detenerse, en primer lugar, en la vinculación que De la Torre establecía entre Dios y el universo. Ya en la crítica de las religiones positivas había deslizado que la adoración a un Dios personal, dotado de voluntad y poderes sobrenaturales, terminaba por empequeñecer la idea de la divinidad (De la Torre, L., 1937a: 46-48). Todo ello sería el resultado de una exageración de la importancia del hombre en el universo, que habría pasado de divinizar a los animales a admirarse a sí mismo construyendo un Dios personal (De la Torre, L., 1954b: 290, 1954a: 279). No obstante, a su entender, la Filosofía enseña un camino más fructífero cuando accede a la idea de Dios como una entidad abstracta de pensamiento, cuyo concepto puede ser modificado a través del progreso del conocimiento humano (De la Torre, L., 1937a: 43).

¿Podrá el hombre algún día resolver racionalmente el misterio? De la Torre admitía que Dios podía continuar siendo un problema filosófico -y de hecho reivindicaba las soluciones que habían dado, por ejemplo, Platón, Aristóteles y Spinoza-, pero que no debía ser introducido en la investigación científica, ya que no sería saludable para ella hacer aparecer a Dios como una instancia capaz de violar las leyes naturales o atribuirle ligeramente lo que la razón no ha podido resolver. Defendía un concepto filosófico de Dios como principio de la energía, ante la "eventual necesidad" de la razón de establecer una causa primera de la vida universal, pero sin que ello suponga otorgarle una condición antropomórfica o reconocer en él una instancia diversa y superior al mundo (Ibid.: 43, 44, 45, 47).

Este panteísmo, derivado de Spinoza, niega toda trascendencia. Ni la espiritualidad del hombre, ni la armonía natural son, para la visión latorrista, pruebas de la existencia de un más allá. Dentro de la naturaleza, existe sólo la regularidad de sus fenómenos y la lucha por la supervivencia de todas sus especies, incluido el hombre (Ibid., 51-53). "Yo no soy materialista, exclamaba; yo creo en la eternidad y tal vez en la divinidad del Universo, donde el hombre es un átomo insignificante" (De la Torre, L., 1937c: 266). Es conveniente observar que esta concepción de un universo divino se levantaba contra la doctrina religiosa creacionista, pero no contra la ciencia. Más aun, aparecía como un complemento de ella: dados los límites de la experimentación científica, sostenía, en orden a dilucidar características esenciales de la energía, la electricidad y la luz, cabría aceptar que la materia eterna sea una modalidad del espíritu eterno (De la Torre, L., 1954b: 305-06, 1937a: 15). En suma, De la Torre postulaba una totalidad universal, espiritual y eterna; una divinidad, que no es más que la conciencia general que el universo tiene de sí mismo; un orden natural absolutamente necesario, que se realiza a través de los distintos seres, sin que ninguno de ellos tenga una relevancia decisiva (De la Torre, L., 1937a: 42, 1959: 58)2.

Parecería esbozarse así un punto de vista original: un monismo que por un lado presenta a Dios como sustancia única, pero que por otro, no concibe a la realidad como demostrable a partir de aquel principio. Señalaba Cappelletti que, aun aceptando a Spinoza, el panteísmo de De la Torre no ofrece muestras claras de admitir la vía de la deducción geométrica de lo real, propia del racionalismo; antes bien, "parece fundarse sobre una generalización de los resultados de las ciencias"; inclusive, presenta un concepto de Dios que no es absolutamente necesario, ya que puede modificarse por el avance del conocimiento humano (Cappelletti, A., 1995: 71, 73). Al parecer, Dios, principio vital que anima el universo y que se expresa en la rigurosidad de las leyes naturales, encuentra confirmación en el desarrollo de la experiencia positiva, pero sin que ésta deba llevarse a cabo a tal efecto. De los resultados científicos y de sus problemas aún irresueltos, puede derivarse, entonces, una idea de Dios por vía de una convicción racional, cuyo desenvolvimiento especulativo es, en última instancia, una cuestión filosófica y no teológica. De todos modos, está presente la noción spinoziana de la razón que descubre la necesidad del mundo.

Como ya se ha destacado, a De la Torre le interesaba explicitar una concepción del mundo, en la cual el hombre fuera, en cierto modo, "desdivinizado", o, al menos, no presentado como un ser privilegiado. Roto el vínculo con el Ser Superior, al desecharse su origen en él, debe entender que su destino es el de ser una mera individualidad en un cosmos eterno. La idea básica era que el hombre debe dejar de ser mirado como el "Rey de la Creación" para ser definido, en todo caso, como un "superanimal", como lo más eminente en la Tierra, pero no centro del universo (De la Torre, L., 1959: 45, 51, 59)3.  La demostración de esta posición era llevada a cabo a partir de ciertas conclusiones evolucionistas que dan cuenta de un proceso vital homogéneo. De la Torre recordaba que el hombre es un "habitante de última hora del Universo", el cual "no necesitó su presencia ni su colaboración, para vivir millones de millones de años". Su aparición y subsistencia en la Tierra, lejos de depender de la voluntad de un creador, estuvo sometida a las mismas condiciones que el resto de las especies. Por lo demás, su manifiesta superioridad respecto de los animales no constituye una razón suficiente para que se considere que todo su ser tiene una condición cualitativamente diferenciada (De la Torre, L., 1937a: 17-20, 1959:45).

Esta creencia en un status ontológico no jerarquizado del hombre, acaso la raíz más profunda de sus ideas filosóficas, era reafirmada por De la Torre cuando atacaba con dureza las tesis acerca de que sólo el hombre poseería conciencia de sus actos, o lo que es lo mismo, un alma racional, mientras los demás seres procederían inconscientemente. Replicaba esto apelando a algunos hallazgos científicos en el ámbito de la Medicina y la Biología, recurso que recuerda sus tendencias juveniles por el estudio de esas disciplinas. Además, se apoyaba explícitamente en las interpretaciones de Alexis Carrel y Hans Spemann acerca de que el fenómeno de la conciencia se registra en toda la materia viva, que se conduciría como si conociera su futuro (Ibid.: 20-22)4.  Su adjudicación exclusiva al hombre, pensaba De la Torre, contradecía hasta al sentido común: si el alma y la conciencia son imprescindibles para la vida humana, lo son también para las demás especies. Esa conciencia se remite a saber todo lo necesario para vivir y perpetuarse, a fin de cumplir la función propia, algo que sucede tanto con el átomo y el electrón como con los planetas y el sol. El problema sería que el hombre, a partir de su conciencia, pretende ser autónomo frente a la naturaleza. Es probable que las células, que conocen sus funciones pero ignoran que forman parte de un organismo mayor, se crean con cierta independencia, casi como "reinas de la Creación" (De la Torre, L., 1937a: 22-31). Tal es la ilusión que vive el hombre, puesto que ignora aspectos sustanciales sobre el origen y el destino del universo, y tampoco ha podido averiguar aún el objeto de su propia presencia sobre la Tierra (Ibid.: 42-43, 1954a: 280).

Esta concepción del mundo como un organismo gigante, dotado de conciencia en cada una de sus partes, lo lleva a De la Torre a la ineludible conclusión de que "el Universo tendrá también una conciencia general de su ser y a esa conciencia se le llamaría Dios" (De la Torre, L., 1937a: 42). Se deduce que allí estaría el fundamento para comprender la situación de la conciencia personal del hombre, pero además -lo que abre nuevos derroteros-, para refutar su pretensión de poseer un alma espiritual e inmortal. Es que espiritualidad y eternidad son condiciones del Todo que se derraman sobre la individualidad, sin que ésta pueda apropiárselas. En otras palabras, la tesis latorrista es que pueden coexistir como un mismo organismo la eterna espiritualidad del universo y la finitud del hombre y de los demás seres vivos. "La naturaleza, explicaba, al parecer ha dispuesto la perpetuación y la eternidad de la especie, no la eternidad del individuo. Cuando el hombre muere ha contribuido a realizar, en el flujo incesante de la vida, la obra asignada a la colmena humana, no más importante para la naturaleza que las otras colmenas. El individuo no necesita otra vida porque la especie a la que perteneció, a la que ha servido, continúa y será eterna". La naturaleza entrega, pues, un soplo vital que echa a andar el cuerpo humano: "el error está en creer individual e independiente a la fuerza espiritual que anima a cada ser, cuando es una parte del todo, una manifestación del todo" (De la Torre, L., 1954b: 296, 307, 1959: 55-56, 63). Esta es la razón por la cual el hombre no puede reclamar ninguna posición privilegiada: no es más que un "consumidor ínfimo", una mera aplicación del espíritu eterno, cuya actividad se lleva a cabo con despreocupación del destino particular de cada ser (De la Torre, 1959: 58, 63, 67, 1937a: 53)5.  

De la Torre rechazaba así el dualismo cartesiano, ya que todos los seres y sus componentes integran una misma realidad. No son pura materialidad, máquinas autómatas, sino materia animada y consciente. Pero tampoco nada de lo vivo es esencialmente pensamiento. Es que, en suma, como el propio De la Torre lo reconoció, la materia no es distinta del espíritu (De la Torre, 1959:56, 1937a:39). Sin embargo, al tratar de aclarar su posición dejaba algunas dudas: "la materia es una realidad palpable y omnipresente, mientras el espíritu es una abstracción imaginada por el hombre para explicar lo que sobrepasa su poder de investigación y comprensión" (De la Torre, 1959:56). Esta aparente contradicción podría, no obstante, ayudar a entender la noción subyacente: la naturaleza es un complejo vital materializado, ni pura extensión ni puro pensamiento. Toda abstracción del espíritu rompe la realidad concreta y, por lo tanto, es mera fantasía humana: "lo más que podemos decir de la vida por el momento, es que constituye una propiedad inherente a la materia organizada". El principio organizador, es, pues, espiritual (De la Torre, L., 1937a: 42)6.

De la Torre se inclinaba, pues, por la idea de que el hombre es una unidad inseparable de espíritu y materia; no posee un alma individual distinta de su cuerpo, capaz de subsistir luego de la muerte. La sustancia vital que lo anima es universal; sólo lo corporal es individual. La suya era una posición equidistante entre el vitalismo y el mecanicismo, los cuales, desde su punto de vista, no alcanzaban a dar cuenta íntegramente del fenómeno vital: la vida no será el resultado de acciones y reacciones fisicoquímicas, una especie de máquina autosuficiente, como sostenía el mecanicismo, pero tampoco se trata de que la materia sea gobernada por un maquinista inmaterial, el alma, como pensaba la corriente vitalista (De la Torre, L., 1937a: 35-40, 1959: 56, 63).

¿A qué se debe entonces la persistente reivindicación de la individualidad y la inmortalidad del alma humana? De la Torre lo entendía, en primer lugar, como una manifestación más de los prejuicios teológicos acerca de la superioridad del hombre. Pensaba que en el postulado de la inmortalidad reside un anhelo de eternidad, que no es más que una derivación del mandato natural de perpetuar la especie. Antes que las creencias religiosas, es la reflexión la que debiera hacer despertar al hombre de esas tendencias inconscientes (Ibid.: 19, 29, 51, 1959: 56-57)7. Pero además, el hombre vive la ilusión de la presencia de un espíritu particular en él. Del mismo modo que cree captar directamente los objetos exteriores, aunque sólo los vea en una imagen formada en la retina, una fantasía análoga puede hacer verosímil la posesión de un alma propia, por la conciencia de su inteligencia o de los sentimientos nobles8.

De la concepción antropológica que De la Torre presentaba pueden derivarse consecuencias teóricas para su visión de la libertad y la moralidad. Si la espiritualidad humana sólo es una manifestación del todo universal, y si las diferencias con los demás seres no son sustanciales, la libertad no puede reivindicarse como una facultad privativa del hombre. De la Torre reconocía a toda la materia viva esa condición. Es obvio que tal libertad consiste en elegir alternativas ya predeterminadas por la naturaleza, no en la capacidad de autodeterminación. Recurría a una definición fundamental de la ética geométrica de Spinoza: "el libre arbitrio del hombre se reduce a la ignorancia de las causas que lo determinan". (De la Torre, 1937a: 19-20) De allí su afirmación de que los principios morales son independientes de la religión; antes bien, se basan en los "sentimientos de justicia y humanismo" y en la necesidad de evitar que el mal destruya la convivencia (De la Torre, L., 1937c: 319-20, 1954b: 308)9.  La virtud se desjerarquiza, a su juicio, si depende de recompensas futuras en el más allá. La moralidad humana, no sólo debe ser entendida desvinculada de la trascendencia, sino que su práctica "ha de ser tanto más extensa y severa cuanto menos pesen en su destino los intereses bajos que especulan con la mentira de lo sobrenatural" (De la Torre, L., 1937d: 363, 1937a: 51-52, 1937c: 320). Sin embargo, juzgaba que la realización del bien en la vida humana es muy precaria, en contraste con el portentoso progreso técnico y con la armonía universal y la adaptación a la vida de los demás seres. Aunque confiaba en que el avance de los conocimientos disminuiría el peso de las creencias de fe y sus promesas de un reino ideal futuro, no compartía el optimismo moral del positivismo del siglo XIX. Más en sintonía con las tendencias de su época, suponía que, antes que un progreso moral, cabía esperar una materialización de la vida por el desarrollo de la tecnología científica (De la Torre, L., 1959: 51, 60, 65, 74, 1937a: 51).

Reflexiones finales

Según se puede apreciar, el tribuno rosarino arribaba a una concepción del mundo peculiar e interesante, aunque es de lamentar que la necesaria profundización de la misma haya quedado truncada por el sesgo que tomó la temática en la confrontación directa con Mons. Franceschi y la teología cristiana.

La visión de un universo viviente, como realidad única y eterna, refleja antecedentes, más o menos directos, del hilozoísmo presocrático y de la doctrina estoica. De esta última y de Spinoza, como se ha visto, proviene la base teórica de su identificación de naturaleza y divinidad. Cappelletti ha interpretado que la concepción latorrista de un universo dotado de conciencia en cada una de sus partes es, a la vez, monista y monadológica, una simbiosis de Spinoza y Leibniz. (Cappelletti, A., 1995: 72) Sin embargo, aunque De la Torre se interesó por las ideas leibnicianas, en especial, la autonomía de las mónadas, no compartía que se les atribuyera una esencia inmaterial. Su punto de vista, en cambio, era que el núcleo vivificante de las cosas resultaba inseparable de su materialidad, apoyado en las conclusiones de la Biología y no en "especulaciones metafísicas". (De la Torre, L., 1937a: 28, 40-41) Pero no parece haber dudas de que a la concepción monista de Spinoza, de la Torre sumaba una suerte de monadología natural que derivaba en lo que podría llamarse un monismo naturalista.

Es preciso, por otra parte, retomar los interrogantes planteados acerca de la ubicación del hombre en ese universo divinizado. Si bien se puede concordar con Cappelletti (1995: 79) en que, como parte del Todo, el hombre es una parte de Dios y, por tanto, "resulta implícitamente exaltado a la perfección y la eternidad", el peso teórico que De la Torre otorgaba a los fundamentos por los cuales aquél no puede reclamar privilegio alguno en la naturaleza, marcan el tono de su tesis. El hombre no es Dios ni está hecho por Él a su imagen y semejanza; sólo es un "consumidor ínfimo" de la energía espiritual universal. Inclusive, aparecía negado el deseo de trascendencia, no ya como elemento de la vida práctica, sino como puro anhelo de superar la finitud: "lo mejor es la extinción de la conciencia individual con la muerte", "la dispersión de los átomos corporales en la Naturaleza"; vale decir, la capacidad de raciocinio del hombre debe conducirlo a no aspirar a la inmortalidad, a frenar el impulso natural de perpetuarse. Hasta la propia tendencia a investigar el objeto de la permanencia de la vida humana en la Tierra, le parecía inútil: "¿lo averigua, acaso, el árbol que se marchita y muere?; ¿lo averigua el ave que canta en la rama o la hormiga que conduce su carga?" Y remataba: "confórmese el hombre con ser tan sólo un aspecto pequeño y doloroso de la Naturaleza" (De la Torre, L., 1959: 57-59, 62).

El rechazo de toda trascendencia parecía obnubilarlo a De la Torre, a punto tal de rendir su rigor teórico. Si el hombre es el primero de los animales por su razón, como él mismo lo reconocía, debe admitirse que ella busque superar todo límite y, por distintas vías, alcanzar lo incondicionado. Este hecho es innegable, se esté o no de acuerdo con las explicaciones filosóficas que se le han dado. La propuesta latorrista acerca de que lo mejor sería mantenerse en la ignorancia de nuestro origen y nuestro destino pretende una clausura artificial, incompatible con la calidad de hombre. Representa, por otra parte, una exagerada interpretación de la necesidad del mundo, tal como la entendía Spinoza, a quien de la Torre reivindicaba. En efecto, para el filósofo holandés, la unión con Dios a través de lo religioso no busca que el hombre tenga una mayor comprensión racional del mundo, sino un acceso a los principios de la vida práctica y la acción virtuosa. La Revelación establece las condiciones de la obediencia a Dios, por lo que no puede ser juzgada como un tratado científico sobre el mundo. De tal modo, el orden necesario de la naturaleza no resulta incompatible con la libertad religiosa y de pensamiento. En la visión de lo humano de de la Torre, en cambio, la libertad parecía sucumbir ante la necesidad.

En suma, De la Torre nos brindaba una imagen del hombre como un ser limitado, cuya grandeza fincaría, en todo caso, en su conciencia de ser partícipe de un todo divinizado. La libertad y la moralidad aparecían comprendidas en los marcos de lo que podría denominarse una ética de la supervivencia. Falta, sin duda, la exaltación de la razón como facultad crítica y una noción moral de la libertad. En su lugar, defendía una ética de los sentimientos morales apoyada en la tradición empirista clásica, mientras confiaba en que la mente humana lograría progresar en los conocimientos, una vez depurada de elementos "fantasiosos". Esta raíz iluminista del pensamiento de De la Torre ayuda a explicar el tipo de liberalismo universalista al que adhirió y su rechazo de lo que consideraba irracional en política, como el caudillismo, el clericalismo y ciertas variantes nacionalistas. Sin embargo, también se debe considerar que algunas de sus posiciones políticas, en particular, como se ha mostrado, su anticlericalismo, influyeron decisivamente en la conformación de sus ideas filosóficas10.

Por todo lo dicho, cabe discutirle al propio De la Torre la afirmación de que su existencia política había sido antifilosófica y de que sus meditaciones de 1937 carecían por entero de sentido político. Fue claramente un hijo de su tiempo. En su apego al positivismo, osciló entre una visión optimista del progreso científico en su juventud11, a una mirada más pesimista de las consecuencias morales de dicho avance en la hora final de su vida. Acompañó así el tono cultural de dos épocas bien distintas: la fe en la ciencia y la confianza en el futuro de la segunda mitad del siglo XIX, por un lado, y, por otro, la pesadumbre moral del período posterior a la Primera Guerra Mundial. Sin ser un filósofo ni un hombre de ciencia, de la Torre bien podría ser ubicado, por su formación y por la época de nacimiento, en lo que Diego Pró llamaba la "generación de 1896", y, dentro de ella, estaría cercano al cientificismo ortodoxo biologista de Carlos O. Bunge y José Ingenieros. Esta generación, aun compartiendo con la de 1880 algunos ideales positivistas, cultivó, más bien, una filosofía científica, en la cual, la metafísica resultaba un complemento de los descubrimientos experimentales, un modo racional de acceder a lo absoluto (Pró, D., 1962: 40-41, 1963: 27-29)12.

En este Lisandro de la Torre distinto, alejado de las tribunas públicas y de los recintos parlamentarios, puede apreciarse cómo una vida política deja su impronta en la reflexión filosófica sin que ésta quede a su servicio, pero también, al mismo tiempo, cómo una perspectiva del mundo puede elevar la acción política hasta convertirla en la búsqueda de la realización de ciertas ideas profundas sobre lo humano.

* El autor
Jorge Raúl De Miguel es Licenciado en Ciencia Política y Licenciado en Relaciones Internacionales, egresado de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina. Diploma de Posgrado en Ciencias Sociales (FLACSO). Es Profesor e Investigador Independiente de dicha Universidad y doctorando en Filosofía en la Universidad Católica de Santa Fe, Argentina, donde desarrolla su tesis sobre "Verdad y política en Charles Taylor". Sus áreas de investigación son la filosofía política contemporánea y el pensamiento político argentino, con numerosas publicaciones en revistas científicas del país y del exterior, entre las cuales se destacan su libro Visiones filosóficas de la democracia (Rosario, AADIE, 2000) y, en coautoría, Relaciones Internacionales. Viejos temas, nuevos debates (Rosario, CERIR, 2001). Ha dedicado varios artículos a las ideas políticas de Lisandro de la Torre.

Notas

1   No se sentía un académico, sino sólo un usuario de la palabra como herramienta para la vida política. Hombre de acción, aunque sus condiciones intelectuales lo hacían bien apto para la teorización, aceptó participar como conferencista, luego de varias negativas, en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires por considerar que se trataba de tareas "más modestas" que los habituales cursos que allí se dictaban (De la Torre, L., 1937a: 9).

2  En una de sus cartas citaba textualmente a Spinoza: "que las cosas no han podido ser producidas por Dios de ninguna manera y en ningún otro orden, que en la manera y en el orden en que han sido producidas" (De la Torre, L., 1959: 58)

3  La expresión "superanimal" es sugerida por Elvira A. de Díaz y aceptada por De la Torre (1959: 59).

4  De Alexis Carrel, Premio Nóbel de Medicina y Fisiología de 1912, De la Torre citaba un pasaje de su obra L'homme, cet inconnu: "En toda la historia del desenvolvimiento del embrión, los tejidos se conducen como si supieran el porvenir". Respecto de Hans Spemann, Premio Nóbel en la misma especialidad de 1935, recordaba una frase de su discurso rectoral en la Universidad de Friburgo, en 1932: "La naturaleza actúa en el desenvolvimiento -de los seres- como un artista pinta o modela, y como procede cualquier organizador que maneja materiales vivos o inanimados". Refería, además, haber participado de una experiencia de observación microscópica en el laboratorio de la Facultad de Medicina de Buenos Aires.

5  Comparaba al cuerpo con una máquina que para funcionar requiere de una onda, el espíritu, que "tomaría del ambiente sin necesidad de hilos conductores". Como cualquier ser, el hombre sería una suerte de consumidor de la energía universal. Su muerte extingue lo corporal, pero la onda que lo animó persiste dando vida a otros seres (De la Torre, L., 1959: 63, 66, 100).

6  Admitía, sin embargo, que debido a que ideas como espíritu, materia y eternidad sobrepasan el campo experimental, "debemos conformarnos con nociones y expresiones imprecisas" (1959: 58).

7  Teniendo en cuenta su determinación de quitarse la vida, que tomaría poco después, es sugestiva una frase de una de sus cartas de principios de 1938: "lo que debe interesar a un hombre reflexivo es concluir para siempre" (1959: 57).

8   La sugerencia de que "el hombre siente en sí el espíritu" se la hizo epistolarmente Elvira A. de Díaz. De la Torre respondió a través de la carta del 8 de febrero de 1938, sin duda, la de mayor hondura filosófica (v. 1959: 59-62; además, 1937a: 33-34).

9  De la Torre admitía que el Cristianismo y otras religiones habían contribuido a la elevación moral de la humanidad. Empero, creía que las reglas éticas cristianas "no se practican invariablemente" y que "tampoco es exacto que el Cristianismo tenga el monopolio del humanitarismo y de la moral" (1937b: 70-71).

10  Ángel Cappelletti avanzaba algo más en la proyección política de las ideas filosóficas latorristas. Sostenía que el énfasis en la autonomía de las conciencias parciales introducía tintes modernistas en el concepto antiguo de un Universo orgánico, tendiendo a demostrar la "compatibilidad de las libertades individuales o particulares con la soberanía del Estado". A su vez, en un camino inverso, de la política a la filosofía, sugería que acaso la "unidad federativa del Todo le haya sido inspirada, en la hondura de su subconciencia, por la doctrina jurídico-política del comunalismo" (Cappelletti, A., 1995: 72).

11  Un buen ejemplo de ello está reflejado en el comienzo de su tesis sobre el régimen municipal, donde el joven Lisandro decía, en 1888: "El siglo presente ha visto desarrollar en el transcurso de sus días, las teorías políticas que aparecen en la historia de la humanidad como la obra más perfecta. En él se ha completado la evolución social que venía preparando sus elementos, en el seno de todas las razas, en el suelo de todas las comarcas y que, de cuando en cuando, en fulgores aislados, anunciaba su marcha, paralela en su curso al lento avance de la cultura general y del progreso. La obra ha sido colosal, nunca en período alguno de la historia el estudio de las ciencias sociales ha sido más difundido y más profundizado, el método analítico sutil y observador, las vistas de conjunto, las síntesis generales, todos los métodos y todas las escuelas, han atacado encarnizadamente los problemas sociales hasta desmenuzarlos y extraer la esencia, la fórmula, las grandes cuestiones de la libertad, del parlamentarismo, del Estado" (1954c: 202).

12  Según Diego Pró, autores como Joaquín V. González, José N. Matienzo, Rodolfo Rivarola, Ernesto Quesada, Juan A. García, Juan Ambrosetti, Víctor Mercante, Rodolfo Senet y Pablo Pizzurno integraban también el amplio arco de pensamiento de la generación de 1896 (1962: 42).

Bibliografía

1. Cappelletti, Ángel J., (1995), "Las ideas filosóficas de Lisandro de la Torre", en: Filosofía argentina del siglo XX, Rosario, UNR, pp. 69-82. (Originalmente publicado en Revista de la Facultad de Ciencias Económicas, Comerciales y Políticas, 1961, IV, 7-8, Rosario, UNL.        [ Links ]

2. De la Torre, Lisandro, (1937a), "Intermedio filosófico" (conferencia, 15/7/1937), en: Intermedio filosófico - La cuestión social y los cristianos sociales - La cuestión social y un cura, Buenos Aires, Anaconda.        [ Links ]

3. De la Torre, Lisandro, (1937b), "La cuestión social y los cristianos sociales" (conferencia, 17/8/1937), en: Intermedio filosófico - La cuestión social y los cristianos sociales - La cuestión social y un cura.        [ Links ]

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8. De la Torre, Lisandro, (1954c), "Régimen Municipal" (Tesis), en: Obras de Lisandro de la Torre, VI, Buenos Aires, Hemisferio.        [ Links ]

9. De la Torre, Lisandro, (1959), Cartas íntimas (correspondencia con Elvira Aldao de Díaz), Buenos Aires, Futuro. (Se citan las cartas siguientes: 23/7/1937, 6/11/1937, 18/1/1938, 8/2/1938, 11/3/1938 y 4/4/1938).         [ Links ]

10. Larra, Raúl, (1988), Lisandro de la Torre. El solitario de Pinas, Buenos Aires, Hyspamérica.        [ Links ]

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