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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

On-line version ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas  no.9 Mendoza Jan./Dec. 2007

 

Imaginarios nacionales latinoamericanos en el tránsito del siglo XIX al XX1

Latin American nations' imaginary in the transition from the XIX to the XX century

Carmen Norambuena Carrasco*
USACH - Universidad de Chile

Resumen
Se reflexiona sobre la construcción de los imaginarios que fueron urdiéndose a través del siglo XIX, en países del sur americano: Chile, Argentina, Uruguay y Brasil, en los que se procura instalar una imagen moderna y atractiva de país en el llamado "mundo civilizado". Se procura establecer un marco comprensible en el cual replantear aspectos de nuestra historia común, en este caso, la formación de un imaginario de países prósperos, tan potente que oscurece la visualización de otros imaginarios.

Palabras clave: Imaginario nacional; 'Mundo civilizado'; Siglo XIX.

Abstract
This work is a reflection about the construction of imaginaries that took form along the XIX century in the South American countries: Chile, Argentina, Uruguay, and Brazil. These countries intended to install a modern and attractive appearance consistent with the so-called "civilized world." We try to establish an understandable frame for posing again different issues of our common history; in this case, the creation of an imaginary of prosperous countries, so powerful as to hide other possible imaginaries.

Key words: National imaginary; "Civilized world"; XIX century.

Nuestro propósito es reflexionar acerca de la construcción de los imaginarios que fueron urdiéndose a través del siglo XIX, centrado en el esfuerzo hecho por algunos de los países del sur americano: Chile, Argentina, Uruguay y Brasil, por instalar en el llamado "mundo civilizado" una imagen moderna y atractiva de país.

Nuestra tarea ha consistido en realizar un análisis del discurso textual a fin de establecer un marco comprensible en el cual replantear aspectos de nuestra historia común, en este caso, la formación de un imaginario de países prósperos, tan potente, como incapaz de develar otros imaginarios.

Al revisar el desarrollo del tema de las imágenes e imaginarios nos encontramos con un conjunto de obras que analizan el tema desde la literatura, principalmente la novela2. Desde este punto de vista, las primeras obras que despertaron nuestro interés fueron los libros del sociólogo peruano Braulio Muñoz, Hijos del viento, y de Guillermo Bonfil, México Profundo3. Ambos autores reconocen que hemos construido imágenes que nos han negado a nosotros mismos, recogiendo en ellas algunas reflexiones de Octavio Paz (Cfr. Paz, O., 1990). Por cierto, hemos vuelto también nuestra mirada hacia los escritos del maestro Leopoldo Zea, los que enriquecen una primera entrada a la construcción de imaginarios en nuestro continente (Cfr. Zea, L. 1990: 243-244). Sin embargo, los escritos más sugerentes y recientes fueron el de Blanca Muratorio, particularmente en lo relacionado con el papel desempeñado por el indígena en la construcción de los imaginarios nacionales; el de Mauricio Tenorio Trillo, por su aporte respecto de la imagen que México elaboró para ser representado en el siglo XIX en las exposiciones universales, y las reflexiones de Hugo Achugar, referentes a la fundación poética de los imaginarios nacionales4.

Para el caso de Chile, citamos en primer lugar las obras sobre el imaginario y la imagen de Chile realizados por Miguel Rojas Mix, especialmente América imaginaria, por ser una obra pionera en los estudios acerca de la imagen de Chile y América, la cual permite estudiar nuestra historia como alteridad de la visión europea (Cfr. Rojas Mix, M., 1969 y 1992). En ésta, el autor señala que la cantidad de estereotipos que circulaban sobre América Latina construyó en Europa una visión que, en algunas épocas, hizo difícilmente creíble que los americanos pudieran ser considerados como sociedades civilizadas, lo que dio origen a lo que en la argumentación retórica puede denominarse una "depreciación superlativa". Justamente se estudia el imaginario de la barbarie y la importancia que tuvo éste frente al imaginario de la civilización, en la fundación de las naciones en el siglo XIX.

En el campo de la teoría, desde Castoriadis hasta Habermas, disponemos de un conjunto de estudios que nos aproximan al fenómeno de las imágenes y la comunicación. Castoriadis señala que "la sociedad es en cada momento institución de un magma de significaciones imaginarias sociales, que podemos y debemos llamar mundo de significaciones" (Cfr. Castoriadis, C., 1973).

Significativo resulta el aporte de Gilbert Durand, quien a juicio del director del Centre Gaston Bachelard de Recherches sur I´Imaginaire de la Universidad de Borgoña en Francia, Jean Jacques Wunenburger, ha puesto en marcha una metodología original de acercamiento a lo imaginario que ha sido capaz de conciliar el rigor del estructuralismo de los años sesenta (heredado de Claude Lévi Strauss) y la profundidad de las significaciones propias de las corrientes hermenéuticas de Paul Ricoer, entre otros. El objetivo de la antropología de las representaciones de Durand es doble, por una parte reconstruir la unidad y la coherencia de los imaginarios culturales volviéndolos universales y simbólicos, y por otra parte, retomar el trabajo de diferenciación de las imágenes, sus variaciones geográficas e históricas (Durand, G., 2000: 21-24).

Esas significaciones pueden expresarse no sólo en el discurso textual, sino también en los íconos y manifestaciones materiales con los cuales una comunidad desea representarse y ser reconocida. En ese conjunto de representaciones hay que descubrir las claves que permitan decodificar el fondo del mensaje que se quiere emitir. En nuestro caso, el mensaje que está latente en las representaciones de América Latina es aquel de una región dinámica, moderna y europeizada.

Una de las primeras cuestiones que nos hemos formulado al iniciar estas reflexiones ha sido cuán análogos fueron los pasos en la elaboración de imaginarios en la región suramericana. Revisando nuestra historia común tenemos la impresión de estar frente a procesos de revisión y balance seculares, si no iguales, al menos similares. Del mismo modo, si la efervescencia y crisis de "fin de siglo" tuvo características comunes en todo el mundo hispanoamericano.

Efectivamente, el fin de siglo estuvo marcado por el término del poderío español en América y la cercanía del centenario de la independencia de las antiguas colonias españolas, lo cual dio pie a múltiples reflexiones en torno al ser de América. Así, en el plano del pensamiento, se da la paradoja de un acercamiento paulatino con la antigua metrópoli. El mejor conocimiento y valoración de ambas llevan a un nuevo trato.

La situación de crisis que se desencadena en España a raíz de la derrota de su última guerra colonial ultramarina puede definirse como la expresión subyacente de identidad nacional. Más aún, algunos investigadores han señalado la conveniencia de enfocar el 98 español como una manifestación, sin duda particular, del fenómeno general del replanteamiento ideológico que se produce en el fin de siglo en Europa (Cfr. Ortiz García, C., 1999: 21-24). Esta convergencia nos situaría entonces ante a un proceso histórico de amplio registro.

 No cabe duda de que la guerra hispano-cubana de 1898 selló, para nuestros países, el fin de un siglo y el inicio de nuevos tiempos, tiempos en que se urdirán nuevos imaginarios en los cuales la pluralidad será un elemento primordial y característico en los anhelos de estas naciones. Diversidad que hará frente a la homogeneidad de la nación tan pregonada en el anterior período.

El contexto histórico decimonónico nos remonta a los albores de la vida republicana. En efecto, una vez producida la Independencia, los países latinoamericanos tuvieron que resolver problemas internos y externos. Hacia el interior, se vieron obligados a construir estados nacionales y a echar a andar economías locales que antes habían operado en el amplio contexto del mundo colonial. Hacia el exterior, debieron iniciar relaciones internacionales con los países vecinos y con aquellos más desarrollados, no ya como colonias de España, sino como naciones independientes que requerían del mundo exterior para seguir creciendo. El futuro de nuestros países dependía de la capacidad de su clase dirigente de resolver, en el corto plazo, ambos problemas.

La etapa fundacional de estas naciones estuvo marcada por ese conjunto de sueños y aspiraciones que los próceres, políticos, escritores, poetas soñaron para la organización de la República, pero que en diversos casos marginó a segmentos valiosos de la sociedad. Esa "comunidad imaginada", cuyo empeño estaba en ser reconocida por una gran mayoría que efectivamente se viese interpretada y reconocida en ella, contenía en su seno tanto la nación cívica como la nación étnica.

En su mayoría, las primeras constituciones establecieron, siguiendo el modelo francés, que los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Los hombres del siglo XIX, los fundadores, los artífices de la nación, creyeron que esa disposición efectivamente haría a todos los habitantes de nuestras naciones hombres libres e iguales, es decir ciudadanos.

 Por cierto en sus albores estas naciones, a la par del establecimiento de sus cartas constitucionales, requirieron también -al decir de Achurar- de un discurso poético que identificara a sus respectivas comunidades. Dotar a la incipiente imaginación nacional de un discurso poético era contribuir a consolidar el proyecto de país. El mismo Achugar señala que en el Uruguay a la Constitución de 1830 le siguió el primer tomo de El Parnaso Oriental de Luciano Lira, en 1835; así como la Lira Argentina de Ramón Díaz, en 1824, junto con la Constituyente en dicho país. "Implícita en la publicación de tales proyectos poéticos estaba la afirmación de que los nuevos países tenían, además de leyes, su parnaso nacional; más aún, parnaso y nación iban de la mano: el parnaso era la nación y la nación era el parnaso. Al orden jurídico se sumaba el orden poético. La ordenada escritura neoclásica de esos parnasos intentaba realizar en la esfera pública la ordenación poética del imaginario de nación" (Achurar, H., 1994: 93).

Si embargo, el establecimiento de una Constitución no establece por sí misma un imaginario: lo comparte, lo complementa. Cuando Juan Bautista Alberdi escribe su obra Bases y Puntos de Partida para la Organización de la República Argentina, reúne el sentir de la intelectualidad de los grupos pensantes y expone efectivamente los fundamentos de lo que se desea construir. Alberdi revisa las cartas constitucionales de países latinoamericanos, las cuales conforman un conjunto de ideas, aspiraciones, proyectos que en sí mismos llevan los elementos fundacionales de la nación Argentina. No obstante y a pesar de ese puñado de intenciones, muchos hombres quedaron excluidos de esa nación soñada (negros, esclavos, bajo pueblo y otros marginales).

La nación imaginada al calor de las luchas por la independencia, cívica y étnica, que congregaría a todos los ciudadanos sin distinción, como si por el sólo hecho de conseguir la libertad, todo el pueblo pasara a formar parte de una comunidad de ciudadanos partícipes de un proyecto que elaborado o concebido por las élites detentadoras del poder los congregaría sin distinción, dejó sumergidos, sin embargo, otros imaginarios que no lograron imponerse.

A mediados del siglo, D. F. Sarmiento, con su magistral obra Facundo. Civilización o Barbarie, pone precisamente su acento en ese dilema, con lo que se configurará, en los países del Cono Sur, la imagen de "nación civilizada" con caracteres de urbana y cien por cien europea (Quijada, M.; 1992: 21).

Para la crítica contemporánea toda Iberoamérica estuvo centrada en el tema de la identidad, y tal vez por ello, el siglo XIX es el tiempo de los grandes historiadores: Lucas Alamán y José María Luis Mora en México; Diego Barros Arana y Benjamín Vicuña Mackenna en Chile; Bartolomé Mitre y Juan Bautista Alberdi en Argentina. "Es siglo de educadores e intérpretes del alma nacional como el venezolano Andrés Bello, el puertorriqueño Eugenio María de Hostos, el ecuatoriano Juan de Montalvo y el argentino Domingo Faustino Sarmiento".

Carlos Fuentes afirma que el siglo XIX hispanoamericano fue fecundo, y sobre todo fue Facundo: es Sarmiento quien eleva la conjunción de identidad e historia a una forma superior de prosa a la vez analítica, descriptiva y novelesca: el Facundo puede leerse como todo esto, es nuestra gran novela potencial del siglo XIX, fotografía de la tierra, análisis de la sociedad, retrato del caudillo, poderío de la lengua, y, junto con otra obra argentina, el poema de José Hernández, Martín Fierro, constituye el díptico de las mejores obras literarias del siglo de la independencia: la prosa de Facundo, la épica de Martín Fierro, abren los horizontes de la imaginación y el lenguaje de los hispanoamericanos mucho más, me parece, que la tradición bastante pobre de la novela que se anuncia como tal, y que puede ser tan divertida como las aventuras narradas por el mexicano Manuel Payno o tan pedagógica como las crónicas sociales del chileno Alberto Blest Gana. Pero ni Los bandidos de Río Frío, ni Martín Rivas pueden compararse, ni con las grandes novelas escritas en la América española en nuestro siglo, ni con los libros que, como el Facundo y el Martín Fierro, apuestan con audacia a su propia imaginación, a su propio lenguaje. La novela decimonónica hispanoamericana, en cambio, no se atreve a abandonar una preceptiva que engañosamente sería señuelo de la modernidad: el romanticismo primero, el realismo en seguida, el naturalismo finalmente.

Pero los imaginarios no son permanentes, tampoco desaparecen, solo quedan cubiertos por nuevas capas de sedimentos o nuevas escrituras imaginarias, las que desde hoy deben ser leídas como verdaderos palimpsestos.

Así, estas naciones siguieron el derrotero de conformar una nación homogénea, fundada en la comunidad de lengua y en raíces culturales que venían del viejo continente. Pero estas definiciones no fueron unívocas. Por el contrario, señala Mónica Quijada, si hay algo que caracteriza el proceso de selección de la memoria histórica en Hispanoamérica es el hecho de haberse desarrollado a partir de una dinámica oscilante que buscaba la continuidad en la ruptura, incluyendo y excluyendo alternativamente segmentos del pasado. Aunque con distintos rumbos, ritmos y contenidos según los países, dos binomios fundamentales articularon (y aún articulan hoy) esa dialéctica segmentadora de la memoria histórica: sustrato indígena/sustrato hispánico y liberalismo/antiliberalismo, lo cual obstaculiza la cohesión de la comunidad imaginada.

En general, ésta fue la imagen que se fue construyendo, por lo que sabemos, a lo largo del siglo XIX, en toda la América del Sur, la cual se fue conformando al unísono con la constitución del Estado-Nación. En el siglo XIX, las naciones suramericanas recién afianzaban su independencia y buscaban entrar en al nuevo ámbito internacional. Estos países se propusieron instalar en el Viejo Mundo una imagen de progreso y modernidad que resultara atrayente para los inmigrantes y los capitales que se requerían para impulsar el crecimiento económico e insertar sus economías en la economía del mundo. Se trataba de transmitir confianza y seguridad, mostrando en general países que tenían mucho de Europa y poco de América Latina. Esa fue la opción que escogió la clase dirigente para posicionar a estos países en el extranjero.

Si al momento del balance secular los imaginarios develaban una mirada nueva hacia la antigua metrópolis, del mismo modo afloraron cuestiones que, a todas vistas, era necesario enfrentar, muy especialmente el mestizaje. Por lo general, los países intentaron mostrar una nación con características de homogeneidad racial, lo que se hacía ver además como una muestra de identidad y de unidad nacional. A juicio de Blanca Muratorio, en una reflexión formulada para el Ecuador pero válida para todo el continente, "el blanco mestizo latinoamericano y sobre todo el andino, por definición, se ha visto siempre en la necesidad de incorporar a ese otro salvaje o primitivo -el alter ego Indio- en su propia auto-identificación. Los 'Indios' evocados, internalizados o rechazados en las representaciones de identidad individual y colectiva adaptadas por los blancos mestizos, toman diversas formas en distintos períodos históricos aunque el carácter general del discurso colonizante que los incorpora parece permanecer constante" (Muratorio, B., 1994: 112).

 "Todo el tema de la representatividad del indígena durante el siglo XIX -continúa Muratorio- fue un monólogo dentro de las élites y clases dominantes, donde la voz del indígena como actor histórico estuvo ausente. Los conquistadores europeos y luego la sociedad criolla se adjudicó el monopolio de la representación del indígena pero fuera de su propio mundo simbólico, monopolio que se prolongó por largos años".

 "Este consenso iconográfico nacionalista republicano -dice Muratorio- excluyó la imagen de los indígenas ya que teóricamente la Independencia los había convertido en ciudadanos y como tales estaban invisiblemente absorbidos en el Ser colectivo, es decir, el mito de la asimilación del indio en el concepto totalizante de ciudadanía".

"Así -dice- los indios mayoritariamente forman parte del paisaje... La pintura, la fotografía muestran una sociedad estratificada y rígida donde los indios juegan un papel muy limitado por los imagineros. Son figuras solitarias, totalmente descontextualizadas, donde se les ha privado de su ambiente natural y han pasado a ocupar un segmento del paisaje urbano, flotando en un vacío histórico. Como muy bien se ha señalado los indígenas aparecen congelados en el tiempo: ejercitando lo que Fabián (1983) llama 'crono política', pues los imagineros los han privado de su propio tiempo cultural" (Muratorio, B., 1994: 112).

Con todo, se observa una sola constante. Tanto los antiguos como los nuevos grupos en el poder han tratado de recuperar una identidad nacional blanco-mestiza por medio de un discurso que, en gran parte, deja de lado al indígena real, cuya presencia estuvo latente para manifestarse con gran fuerza en el siglo XX.

 En Chile nuestro interés se ha centrado en el discurso de progreso y modernidad sostenido por los intelectuales y la clase política en el siglo XIX, al mismo tiempo que su influencia en los esfuerzos hechos por Chile para transmitir una imagen atractiva en Europa y Estados Unidos. La segunda mitad del siglo XIX, año 1860, es el momento en que florece en Chile un pensamiento liberal, sostenido por jóvenes intelectuales de alta influencia en el Estado.

En el discurso de modernidad elaborado en Chile a través de los escritos de la intelectualidad, en un marco más bien teórico, los acontecimientos están ligados a dos grandes corrientes de pensamiento. En primer lugar, con la teoría de la dependencia, para explicar la necesidad de Chile de relacionarse, desde una periferia aún no desarrollada, con los países más avanzados; y, en segundo lugar, con la teoría de la representación cultural, que asocia la imagen no a un objeto ni a una realidad, sino a la representación que hacemos de ella. En suma, la mirada se centra en el proyecto modernizador que hizo suyo el estado nacional en el siglo XIX y a la forma como éste se transformó en imágenes que proyectamos al exterior, para obtener el reconocimiento y apoyo de los países más avanzados, en nuestro esfuerzo por alcanzar el progreso.

En efecto, desde 1810, nuestro país se empeñó en construir su Estado y Nación con particular energía, tratando de elaborar un proyecto nacional que involucrara a todos los "chilenos". Este proyecto otorgaría identidad y permitiría a la clase gobernante hacer extensiva a toda la población la normativa del Estado. Este Estado nacional se inspiró en un imaginario que se fue elaborando a partir de la misma Independencia. Tempranamente, nuestra intelectualidad y clase dirigente "pensó" a Chile de una manera, hasta transformar su idea en esa suerte de "comunidad imaginaria", que sirvió para "incluir" al agregado social sobre el cual recae el peso del Estado.

En ese imaginario, poco a poco nos fuimos desprendiendo de nuestras raíces históricas. Una suerte de fantasía se adueñó de nuestros dirigentes: ser en América Latina un rincón de Europa. De espaldas a nuestra condición de país latinoamericano, pensamos que el progreso y lo que los hombres de la época llamaban "felicidad", dependía de nuestra capacidad de imitar al Viejo Mundo. Estados Unidos no nos deslumbró tanto como Inglaterra, Francia y Alemania. En estos últimos países estaba el horizonte que queríamos alcanzar. La modernidad en Chile se vistió, así, de este ropaje; y, aunque estas ideas recorrieron todo el continente, en Chile cobraron fuerza singular.

Cuestión de vital importancia ha sido en el siglo XIX el tema de la venida de extranjeros al país, con una clara preferencia por la inmigración europea.

Como lo hemos señalado en otros escritos la formación del Estado-Nación en Chile estuvo estrechamente ligada al tema de la falta de población, cuya solución estaría o se hallaría en reforzar la constitución demográfica de la nación a través de la venida de europeos del norte de ese continente, que vinieran a reforzar culturalmente la obra de España y, desde el punto de nuestra constitución racial, una mejora sustancial de ella. El ideal de la civilización y el progreso se lograría bajo la influencia ejemplificadora de cada europeo que llegara a nuestro país. No hubo en realidad país de la América antes española que no cayera bajo la influencia del ideal "alberdiano".

Los casos de Uruguay y Argentina son paradigmáticos en el tema migratorio. Efectivamente esos países se transformaron demográficamente.

Los países del Río de la Plata pudieron, más rápidamente que Chile, hacer que una importante corriente inmigratoria llegara hasta sus playas; Chile y otros países de la vertiente del Pacífico se conformaron con el rebalse del proceso, o debieron, como en el caso del Perú, recurrir a la inmigración asiática tan denostada por otros.

Nuestra primera virtud, decía Vicente Pérez Rosales, al promediar el siglo XIX, era ser una "verdadera fracción europea trasplantada a 4.000 leguas de distancia, en el otro hemisferio"(Perez, Rosales, V., 1849), y Vicuña Mackenna comparaba a Chile con México, en 1867, diciendo que "aunque somos sólo dos millones de almas, representamos una población casi tan grande como la de México, que tiene seis millones de indios, enteramente inútiles para la civilización, i, por consiguiente más inclinados a combatirla que a aceptarla" (Vicuña Mackenna, B., 1867: 15). Ejemplos de este tipo abundan en nuestra literatura, demostrando esta verdadera obsesión por transformarnos en lo que no somos.

Esta imagen fue la que Chile colocó en el extranjero para atraer inmigrantes e inversiones. Por una parte, nos pareció que eso éramos, una porción de Europa en este continente; y, por otra, asumimos que esa era la mejor propaganda que podíamos presentar en el extranjero5.

La propuesta mereció, sin embargo, algunos reparos. En realidad, los historiadores sabemos que muchos acuerdos no son tan consensuales y que a cualquier sociedad hace bien mirar los proyectos alternativos, que no tuvieron la posibilidad de probar sus resultados. Pues bien, en el caso del discurso del progreso que se formuló e instaló en el Estado hace 140 años, conviene señalar que fue fuertemente cuestionado por una serie de dirigentes que volcaron su mirada hacia nuestras raíces y que ponen la nota de duda sobre este intento por "europeizarnos"6.

Otra idea fuerza tiene relación con la forma a través de la cual se difundió esta idea en el extranjero. Se trata de explorar cómo, en el lenguaje de nuestros días, desde la periferia y el subdesarrollo, intentamos conectarnos con los centros neurálgicos del capitalismo decimonónico para lograr su apoyo en nuestros intentos por superar los problemas que afectan a nuestra población y economía. Se trata de contrastar las acciones que impulsan los centros desarrollados con las nuestras. Desde nuestro punto de vista, los primeros se vinculan con la periferia enviando cónsules o emisarios que evalúan las seguridades o posibilidades que brindamos para reproducir rápidamente el capital; mientras desde acá desarrollamos acciones para atraer esos capitales, ofreciendo las garantías que ellos exigen, sin preocuparnos demasiado de lo que pasará con nosotros.

En suma, para fines del siglo XIX, Chile recurre a un discurso de "modernidad", elaborado al promediar el siglo, que lo muestra como una "nación" de rasgos europeizantes y sin resabios de herencia indígena. Esta fue la opción de nuestros dirigentes para demostrar orden, seguridad y confianza7.

En la segunda mitad del siglo XIX se asiste al nacimiento del Uruguay moderno, con evidente progreso en todos los campos. También contribuyó al afianzamiento de la paz interna el fortalecimiento del sentimiento nacional, alejándose cada vez más de la influencia de los partidos federales y unitarios argentinos y de los grupos de poder brasileños. La unificación de la Argentina y el Brasil, en torno a Buenos Aires y Río de Janeiro, hizo a su vez que la capital, Montevideo, robusteciera su poder local. La paz interna y el fuerte gobierno central de Montevideo permitieron el desarrollo de las grandes transformaciones en el país8.

A diferencia de Chile y Argentina que tempranamente urdieron su imagen de nación, el Uruguay sólo a partir de los años ochenta da inicio a una literatura de carácter fundante. Es éste el momento en que se da cuerpo a un imaginario que había estado oculto o no expresado.

Los héroes en la construcción de los imaginarios9.

En los últimos años dentro de los circuitos académicos se ha estudiado con esmero el lugar de los parnasos, el discurso patriarcal fundador, el relato de los héroes y el concepto de nación, a la luz de los debates sobre la identidad con la ayuda de los aportes teóricos de Benedict Anderson y Eric Hobsbawm, entre otros10.

Se ha dicho que cada presente posee sus formas de recordar y de mantener una «conciencia histórica», que muchas veces está extremadamente cargada de justificaciones ideológicas del pasado. Los recuerdos o los olvidos de una sociedad a través de su historia se realizan desde varios lugares, la escuela, las fiestas, la historia, la política, los monumentos, los símbolos, la literatura, etc. Todas estas formas de recordar u olvidar no son ajenas a lo que dicha sociedad quiere de su presente y su futuro11.

Durante la primera mitad del siglo XIX, la identidad del Estado uruguayo tuvo más bien carácter regional.

A finales del siglo diecinueve, el proyecto liberal a través de la modernización instituyó un discurso nacional, y uno de sus primeros correlatos en literatura fueron las novelas realistas de Acevedo Díaz. A fines de siglo -señalan los estudiosos- irrumpe la filosofía positivista de influencia spenceriana. Es con esta nueva corriente que logran construir «desde arriba» un discurso nacional, que encontró en la literatura realista y naturalista, un posible relato del origen de la «nación oriental». Acevedo Díaz lo hace a través de una tetralogía previamente planificada que describiría el nacimiento del Uruguay independiente, compuesta por: Ismael (1888), Nativa (1890), Grito de gloria (1893) y Lanza y sable (1914). Lo significativo de este relato es que se origina con el "artiguismo", ocultado por el discurso letrado12.

El Uruguay de 1830 apenas contaba con 70.000 habitantes. El de 1875 poseía ya 450.000 y el de 1900, un millón. El espectacular crecimiento -la población se multiplicó por 14 en 70 años- no tuvo parangón en otro país americano, siendo la inmigración europea el principal factor de dicho crecimiento.

Italianos y españoles fueron los principales grupos de inmigrantes. De 1840 a 1890, en Montevideo, dos de cada tres habitantes había nacido en Europa.

Los europeos -y brasileños-, con valores diferentes a los de la población criolla, sobre todo los primeros, más proclives al espíritu de empresa y al ahorro, se convirtieron hacia 1880 en los principales propietarios rurales y urbanos. Como en Chile, los inmigrantes europeos fueron también los iniciadores del comercio al menudeo y de la pequeña industria de bienes de consumo, al grado que en 1889 controlaban el 80% de aquellos establecimientos (Gortðzar y Weschebor, op. cit.). Los inmigrantes, hostiles por lo general a las disputas entre blancos y colorados, exigieron la paz interna.

La estructura económica se modificó. La explotación del ovino se agregó a la del vacuno en la estancia de 1850-1870. La lana suple al cuero como principal producto de la exportación uruguaya en 1884; de ahí en adelante, hasta que apareció con vigor la carne congelada en 1910-1920, la lana fue el principal rubro de ventas al exterior.

El Uruguay de fines del siglo XIX tuvo así características económicas que lo singularizaron en el contexto latinoamericano. Producía alimentos -la carne-, cueros y lana con resultados económicos muy favorables al país.

La sociedad uruguaya, resultante y promotora a la vez de estos cambios, fue muy distinta a la de la primera mitad del siglo XIX. El latifundio existía en 1900 pero los latifundistas ya no eran los mismos del período colonial o de los primeros años del Uruguay independiente. La clase alta olía a nuevos ricos. Eso disminuyó su poder y su prestigio en el seno de la sociedad. El Uruguay también secularizó sus costumbres y su cultura. En 1907 se aprobó la primera ley de divorcio.

Lo anterior explica por qué al iniciar el nuevo siglo, aun con la problemática social que se avecinaba, el Uruguay tuviera de sí mismo la imagen de un país moderno, europeizado y escasamente latinoamericano.

En Brasil el tema va orientado al cambio político de Imperio a República13. Brasil vivió el proceso de cambios profundos mucho más tardíamente que los del extremo sur (los "súrdicos", como diría la escritora chilena Ana Pizarro empleando la expresión en oposición al pródigo vocablo de nórdicos).

El año 1889 señala en Brasil el fin del régimen monárquico y el comienzo de la República. Según lo ha estudiado José Murilo de Carvalho (1990), la adopción del nuevo régimen generó un intenso debate en torno al modelo republicano, que se trasladó a los símbolos y alegorías con que la república sería representada. Los emblemas de la nacionalidad brasilera fueron adaptados a la nueva configuración política y alcanzaron una definición en la que se observan continuidades y rupturas con la iconografía imperial. Símbolos cívicos como monumentos, celebraciones, héroes, la bandera, el himno nacional o la misma representación física de la nación -que siguiendo el modelo republicano francés adquirió forma femenina- resultan renovados y se aproximan a los de las repúblicas hispanoamericanas, abandonando así la pompa imperial.

El rol que cupo al Estado en la definición de la imagen de la nación en el escenario mundial de la exposición de París de 1889 no es menor. En el caso del Brasil, según hemos visto, porque se trata de un momento en el que el sistema republicano reemplazó a la monarquía como forma de gobierno, y durante el cual se constituyó un nuevo sistema político. José Murilo de Carvalho sostiene incluso que la abolición de la esclavitud marca el nacimiento del Brasil como nación (Murilo de Carvalho, J., 1990: 15). Con el fin del régimen esclavista y el surgimiento de la República aparece por primera vez en el horizonte un sujeto colectivo nacional abarcador de la totalidad de la población brasilera, que permitirá la formación de la ciudadanía como actor social. Hasta entonces, la existencia de un elevado porcentaje de la población sin derechos civiles impedía hablar de nación en Brasil; el Imperio posee súbditos, clientes, nobleza, esclavos, distintos grados del ejercicio de la ciudadanía, pero no tiene ciudadanos. Simultáneamente, la implantación de la República convertirá a la ciudad de Río de Janeiro en centro del poder político y administrativo de la burocracia estatal y a San Pablo en centro del poder económico, distribución que comenzará a consolidarse a partir de entonces y que podrá reconocerse en el pabellón brasileño.

La imagen de la nación asociada con representaciones indígenas poseía una rica genealogía, y fue empleada como símbolo del Brasil por el régimen imperial.

No obstante, al igual que los otros países conosureños, el Brasil otorgó un lugar secundario y discreto a las culturas indígenas. La política de atracción de la inmigración enfatizaba que la gran mayoría de los habitantes del Brasil tenían sus orígenes en el Viejo Mundo. En este sentido, también estaban ausentes referencias a las minorías africanas y a su vínculo con el trabajo esclavo; la promoción de la inmigración era parte de una política estatal de colonización y de reemplazo de la fuerza laboral por trabajadores europeos.

Del mismo modo también, intentaron disipar la percepción de su país como atrasado y arcaico, reemplazándola por la idea de una nación civilizada. Su estrategia de atracción de la inmigración tuvo logros fantásticos: los trabajadores europeos que se desplazaron masivamente: (más de 3 millones de inmigrantes ingresaron en el Brasil entre 1884 y 1920, la mayoría italianos). De éstos, un 60 % se dirigió a San Pablo.

La preponderante burguesía agraria, en particular de los cafecultores paulistas -los mismos que también influyeron desde su partido republicano en el fin de la monarquía, y cuyo peso en las políticas del Estado sería dominante en el país hasta los años 30-, para expandir su negocio y aumentar la producción, precisaba incorporar trabajadores europeos y obtener un mayor acceso al mercado mundial.

Del mismo modo que la historia del Brasil había ido diferente a la de los países rioplatenses y de Chile, también lo fue su literatura donde el romanticismo se extendió por largo tiempo acorde con la formación aristocrática de sus cultores. Las escritos que dan cuenta de los cambios que están ocurriendo en el Brasil se inician con Aluísio de Azevedo 1857-1913, cuyos temas removieron la sociedad: La Casa de Pensao, 1884, y O Cortiço, en 1890, dan cuenta de la problemática urbana que están enfrentando las grandes urbes como Río de Janeiro y San Pablo. Se une a Azevedo otro nombre que a juicio de la crítica se encuentra entre los más grandes escritores latinoamericanos: Joaquín María Machado de Assis14 (1839-1908). Para nuestros propósitos tomamos la calificación de parnasiano que se le otorga. Retrata la sociedad brasilera bajo el segundo Imperio, siendo la más característica de esta etapa "Memorias Póstumas de Brás Cubas" de 1881.

Para el escritor Carlos Fuentes, Machado de Assis es sin duda el máximo novelista del siglo XIX. Su justificación la basa en torno a ciertas interrogantes, entre otras, ¿Qué supo Machado que no supieron los novelistas hispanoamericanos? ¿Por qué el milagro de Machado? La respuesta, a juicio de este escritor se sustenta en una paradoja: Machado incorpora en Brasil la lección de Cervantes, la tradición de La Mancha que los novelistas hispanoamericanos olvidaron.

En el mismo texto continúa su reflexión en torno a una nueva pregunta: ¿Fue esto resultado de la hispanofobia que acompañó a la gesta de la independencia y a los primeros años de la nacionalidad? La respuesta se torna más compleja pues señala: "No, repito, si atendemos a las reverencias formales del discurso. Sí, desde luego, si nos fijamos en el rechazo generalizado del pasado cultural independiente: ser negros o indígenas era ser bárbaros, ser español era ser retrógrado: había que ser yanqui, francés o británico para ser moderno y para ser, aún más, próspero, democrático y civilizado. [...] Las imitaciones extralógicas de la era independiente creyeron en una civilización Nescafé: podíamos ser instantáneamente modernos excluyendo el pasado, negando la tradición. El genio de Machado se basa, exactamente, en lo contrario: su obra está permeada de una convicción: no hay creación sin tradición que la nutra, como no habrá tradición sin creación que la renueve" (Cfr. Fuentes, C., 1974).

Del mismo modo, en las otras naciones latinoamericanas, los imagineros intentaron disipar la percepción de su país como atrasado y arcaico, reemplazándola por la idea de una nación civilizada.

La República Argentina: un trozo de Europa en América

A partir de la forzada pacificación y del fortalecimiento de la república centralista con su polo en Buenos Aires, producidos durante la década de 1880, el Estado adquiere una participación activa en la construcción de fábulas de identidad colectiva. El establecimiento de Buenos Aires como capital federal de la totalidad de la nación permite el fin de las disputas entre el puerto y las provincias, afianzando la centralización y la paz social. Pero también señala el fin del sueño de la república clásica, virtuosa y descentralizada, en pos de un modelo unipolar, que ejercerá la hegemonía de la representación, según podremos comprobar de manera semejante en el pabellón argentino.

En ambos casos la imagen de la nación queda establecida a través de resortes específicos del Estado, a través del Ministerio de Relaciones Exteriores, al que se le adjudicó un rol clave en la promoción del país como destino para la inmigración europea. Pero, ¿qué imagen presentar para reemplazar aquella de atraso e inestabilidad crónica que los perjudicaba? ¿Qué retrato de la nación construir, capaz de atraer las inversiones e inmigrantes -el capital y la fuerza de trabajo necesarios para modernizar sus naciones?

Esa imagen sería edificada casi desde cero por las élites liberales. Precisamente el modelo de representación republicano centralista y autoritario.

El Estado será entonces la herramienta para la construcción de los imaginarios nacionales. En el Estado buscarán ser disueltos los antagonismos que habían escindido a la nación: las guerras civiles y las fragmentaciones que impedían la formación de un sujeto colectivo nacional. Pero para alcanzar la reconciliación será preciso apelar a otros recursos más allá de la violencia; la hegemonía estatal será construida a través de un programa pedagógico integrado por imágenes, capaz de modelar el sujeto del Estado que la República necesita para su funcionamiento: la ciudadanía.

La hegemonía de la carne y los cereales también hablaba de quién había triunfado en la guerra civil entre la capital y el interior. Los productos agropecuarios que definían la identidad nacional simbolizaban el poder de las llanuras costeras y de las clases terratenientes, que habían conseguido imponer su dominio sobre la administración del Estado.

Fue en la Argentina donde surgieron o se originaron temáticas de orden cultural perdurables en América Latina. Particularmente para el desarrollo de estas reflexiones.

"Desde el principio, en Argentina se planteó el enfrentamiento entre una Europa civilizada y una América bárbara y se consideró que Buenos Aires era un puesto fronterizo abandonado a sus propias fuerzas y rodeado por un continente vacío y salvaje.

Existía en la muestra de París de 1889 una clara intención por diferenciarse de la región y borrar todo elemento exótico que pudiera desalentar a potenciales inmigrantes: ni los indígenas, ni la rudeza del trabajo rural, ni tampoco los gauchos son materia de representación visual. Por el contrario, predominan imágenes de una paz bucólica bastante diferente a la que había prevalecido en las pampas durante el siglo XIX. Cabe destacar, en este sentido, la competencia explícita con otros países, pero principalmente con Brasil, por cautivar el interés de la inmigración europea.

Un elemento adicional en el análisis de la construcción de imaginarios en el siglo XIX es la mirada que hemos realizado a través de la presencia de estos países en las grandes exposiciones universales que se desarrollaron durante el siglo XIX.

Las exhibiciones internacionales se sucedieron con regularidad como escenarios transnacionales para celebrar tanto la competencia global por mercancías como el surgimiento del modernismo como forma cultural.

Estas ferias mundiales sirvieron como teatro de competencia por territorialidad económica y política entre naciones-estados y dieron la oportunidad a las naciones emergentes, como las de América del Sur, para configurar su papel en esta nueva "ecumenidad imaginada", mientras al interior de cada una de estos estados-naciones esa comunidad imaginada estaba en gestación (Cfr. Juratorio, B., 1994: 118).

Al organizar y clasificar el mundo como una exhibición, las ferias ahondaron las diferencias tornando las culturas en objetos desplegados en vitrinas en el orden histórico evolutivo que reflejaba la hegemonía de Occidente o más bien de Europa. La idea de progreso, firmemente afincada en los hombres que manejaban el poder, fue la rectora de todas las iniciativas.

Los pabellones latinoamericanos en las exposiciones universales ofrecen una valiosa oportunidad para examinar estos procesos de formación de los imaginarios nacionales y, por cierto, la posición de cada país en el escenario mundial durante la segunda mitad del siglo XIX.

La pregunta que surge en este punto es: ¿Cómo habrían de definirse y representarse los países latinoamericanos si querían ser reconocidos como naciones con una cultura propia y distintiva, diferente de la cultura de sus metrópolis europeas? ¿Qué objetos e imágenes representarían mejor su idiosincrasia nacional, en un contexto donde las naciones se convertían en la unidad de representación dominante y cada una de ellas, a su vez, debía optar por rasgos específicos que la definieran con nitidez respecto a las demás? La respuesta a ese interrogante está dada en primerísimo lugar por los productos en exhibición.

Los pabellones nacionales en las exposiciones universales fueron imaginados como museos efímeros donde se exhibían productos característicos de cada nación, y pueden ser leídos como instancias donde la imagen de la nación se materializa en mercancías15.

No obstante el esfuerzo de estos países, sus productos funcionaron como actores de un espectáculo en el que intentaron reflejar las imágenes de la nación. En ningún caso estos retratos parecen haber sido exitosos frente a la percepción europea, que siguió considerándolos países exóticos y todavía alejados de los estándares del progreso universal. La imagen perdurable en la memoria colectiva fue las de países ricos en materias primas. Sin embargo estos países, principalmente Brasil, Argentina y Uruguay y en mucho menor escala Chile, lograron una inmigración que cambió la constitución demográfica en el sur del Brasil y en los países rioplatenses.

Los forjadores de la nación soñaron con una inmigración procedente del norte de Europa. Sin embargo, el gran aluvión inmigratorio al Cono Sur trajo gente procedente de Portugal, Italia y de España mayoritariamente. Los inmigrantes siguieron el camino de la lengua y de la cultura común.

Aquellos que pensaron en la construcción de la nación imaginaron estos nuevos países como un trozo de Europa en América. Así lo manifestaron al menos los grandes imagineros: los argentinos Alberdi y Sarmiento, o los chilenos Lastarria y Vicuña Mackena, entre muchos; dando la espalda al pasado imaginaron países cuyo espejo fue la Francia en el hacer y en el pensar.

Intenciones y nuevas construcciones cuyo común denominador será la inclusión de muchos que habían quedado marginados de una historia común. De modo, entonces, que el cambio de siglo llevó a la intelectualidad conosureña, del mismo modo que en otras regiones del continente y también en España, a realizar un balance de lo vivido, a analizar lo construido, a preguntarse por su identidad, para finalmente formular nuevas formas de vida, nuevas esperanzas, en fin, a construir nuevos imaginarios para los nuevos tiempos.

No cabe duda entonces que nuestra respuesta a la cuestión inicial que formulamos es que revisando nuestra historia común, tenemos la impresión de estar frente a procesos de revisión y balance seculares, si no iguales, al menos similares. Del mismo modo que la efervescencia y crisis de "fin de siglo" que se vislumbra devela rasgos comunes en todo el mundo iberoamericano.

Notas

1 Este artículo es producto del proyecto de investigación A la conquista del mundo. El discurso del progreso y la imagen de Chile en el exterior. 1860-1930. FONDECYT n° 1030001.

2 A estas obras debemos agregar las de Arturo Ardao (Génesis de la idea y el nombre de América Latina, Caracas, 1980); Hans-Otto Dill y Gabrielle Knauer (Diálogo y conflicto de culturas. Estudios comparativos de procesos transculturales entre Europa y América Latina, Frankfurt, 1993); Jean-Paul Duviols, "Los indios protagonistas de los mitos europeos", incorporado en la obra La imagen del indio en la Europa Moderna, CSIC, Madrid, 1990; Serge Gruzinski, La colonisation de l'imaginaire (París, 1988); del mismo autor, "Colonización y guerra de imágenes en el México colonial y moderno" (Revista Internacional de Ciencias Sociales, Barcelona, 1992); María T. Martínez Blanco, Identidad Cultural de Hispanoamérica. Europeismo y originalidad Americana (Madrid, U. Complutense de Madrid, 1988; Varios autores, Les Ameriques et L'Europe, (Toulouse, 1985); Raquel Álvarez Peláez, La conquista de la naturaleza Americana (CSIC, Madrid, 1993); José Carlos Rovira, Entre dos culturas. Voces de identidad hispanoamericana (Universidad de Alicante, Alicante, 1995) y María de las Nieves Muñiz, Espacio Geográfico-Espacio Imaginario. El descubrimiento del Nuevo Mundo en las culturas italiana y española (U. de Extremadura, Cáceres, 1993), entre otras, escritas todas al otro lado del Atlántico, y que resumen el enfoque desde la perspectiva europea

3 Braulio Muñoz, Sons of the Wind y de Guillermo Bonfil, México Profundo, México, 1987.

4 Blanca Muratorio (ed.), Imágenes e imagineros. Representaciones de los indígenas ecuatorianos siglos XIX y XX (FLACSO, Quito, 1994); Mauricio Tenorio Trillo Artilugio de la nación moderna. México en las exposiciones universales 1880-1930. F.C.E.México., 1998; Hugo Achurar "El Parnaso es la Nación o Reflexiones a Propósito de la Violencia de la lectura y el simulacro" en La Biblioteca en Ruinas. Reflexiones Culturales desde la Periferia. Ediciones Trilce. Montevideo, 1994.

5 Abundantes referencias sobre estos materiales en J. L. de Zañartu, Colonización de Chile en Europa, Santiago, 1869. Zañartu era el Agente Oficial designado por el Gobierno para cumplir esta misión en Europa.

6 La revisión iniciada por Sergio Villalobos y Rafael Sagredo, de nuestros proteccionistas del siglo XIX, da cuenta de una corriente de pensamiento que parece no haber existido en Chile, como tampoco aquella que encabezan Andrés Bello, Bilbao, Matta, Gallo, Alemparte, los redactores de la Revista Católica y algunos escritores regionales como Pedro Ruiz Aldea.

7 Los gobiernos de los militares colorados Lorenzo Latorre (1876- 1880), Máximo Santos (1882-1886) y Máximo Tajes (1886-1890) fueron los que asentaron el poder central, dominaron a los caudillos rurales y tornaron los alzamientos sino imposibles, difíciles.

8 Primero con José Batlle y Ordóñez (1856-1929),presidente de la República por dos períodos (1903-1907 y 1911-1915) y luego con los gobiernos civiles presidencialistas y autoritarios de Julio Herrera y Obes 1890-1894 y Juan Idiarte Borda 1894-1897.los cuales contribuyeron a la unidad nacional.

9 A 150 Años de su Muerte. Artigas en la literatura uruguaya. Alejandro Gortázar e Isabel Wschebor*. 

10 Imaginarios culturales, desde las huellas indígenas a la modernidad (Montevideo, Trilce, 2000); Hugo Achugar (compilador) 1998. «Parnasos fundacionales, Letra, Nación y Estado en el siglo XIX», en La fundación por la palabra. Letra y Nación en América Latina en el siglo XIX. Achugar, Hugo. «El Parnaso es la Nación o reflexiones a propósito de la violencia y el simulacro», en La Biblioteca en ruinas. Reflexiones culturales desde la periferia. Montevideo, Trilce, 1994. Poch, Susana. «Himnos nacionales de América: poesía, Estado y poder en el siglo XIX», en La fundación por la palabra. Letra y Nación en América Latina en el siglo XIX. Hugo Achugar (compilador). Montevideo, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, 1998.

11 Es el caso de lo que ha significado Artigas en la construcción de diversos imaginarios nacionales.

12 Cita y referencias en artículo de Alejandro Gortðzar es, estudiante de Licenciatura en Letras, e Isabel Weschebor, de Licenciatura en Historia, ambos en la Facultad de Humanidades de la Universidad de la República, Montevideo. Rocca, Pablo, «La Patria y la pluma (orígenes, desvíos y continuidades del verso uruguayo)". en: Insomnia. Separata cultural de Posdata No 124, Montevideo, 2 de junio de 2000. Para ver el tema de la nación y la literatura en el siglo XIX, ver además los aportes de H. Achugar en: Achugar, Hugo (comp.), «La fundación por la palabra», Montevideo, F.C.E., 1998.

13 La revisión de la presencia de Brasil está tomada principalmente de los escritos de Álvaro Fernández Bravo. Universidad de San Andrés, Argentina. "Argentina y Brasil en la Exposición de París de 1889". Relics &Selves: Articules. Investigacoes; y el de José Murilo de Carvalho, 1990.

14 Joaquim Maria Machado de Assis (Río de Janeiro, 1839-1908. Novelista, cronista, ensayista, poeta y periodista brasileño. Uno de los más destacados novelistas de su país. Es autor de poesías de tendencia parnasiana (Americanas, Occidentales) y de una cuantiosa obra narrativa de corte realista: Yayá García, Quincas Borba (1891), Historias sin fecha, Dom Casmurro (1900), Memorial de Aires (1908). Fue fundador, en 1896, de la Academia Brasileña de las Letras, y su presidente hasta 1908, año de su fallecimiento. En El Poder de la Palabra. www.epdlp.com/escritor.php?id. 1966.

15 En la exposición había nueve grupos que correspondían a una visión particular de la división del trabajo: 1. artes; 2. educación; 3. muebles; 4. textiles; 5. materias primas y productos manufacturados (artes extractivas); 6. industria mecánica y electricidad; 7. alimentos; 8. agricultura y 9. horticultura. Éstos a su vez se subdividían en 89 subgrupos.

La autora
Carmen Norambuena: Profesora de Estado en Historia y Geografía Económica por la Universidad Técnica del Estado, 1968. Licenciada en Filosofía y Letras, Mención Historia de América por la Universidad Complutense de Madrid, 1980. Doctora en Filosofía y Letras, Mención Historia de América por la Universidad Complutense de Madrid. Es Profesora del departamento de Historia de la Facultad de Humanidades de la USACH, Chile, y del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad de Chile. Ha sido profesora invitada en la Pontificia Universidad Católica de Chile, en la Universidad de Sao Paulo, Brasil, en la Universidad de Costa Rica, en la Universidad de Santiago de Compostela y en la Universidad de Extremadura en España. Ha realizado investigaciones  sobre procesos de inmigración masivos en el Cono Sur de América, sobre Historia regional y problemas de integración. Ha sido Directora del Instituto de Estudios Avanzados de la USACH (1993 - 2005). Entre sus publicaciones recientes se cuentan: Historia de las migraciones limítrofes en el Cono Sur de América. Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay, Hernán Silva Editores, IPGH-OEA, México 2002; "Migraciones transfornterizas en el Cono Sur de América", en: Informe sobre el Estado de la Integración 2004, Convenio Andrés Bello, Instituto Internacional de Integración, La Paz.

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