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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

On-line version ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.10 no.2 Mendoza July/Dec. 2008

 

DOSSIER

El peronismo en la historia reciente. Algunas interpretaciones

Peronism in Recent History. Some Approaches

Marcela Ferrari*
UNMdP - CONICET

Resumen
A más de veinticinco años de la recuperación democrática en Argentina, este artículo de carácter historiográfico es propuesto como un estado de la cuestión que dé cuenta de los avatares por los que atravesó el Partido Justicialista entre 1983 y 2001. Mediante una selección de la bibliografía producida -primero por sociólogos y politólogos, más tarde por historiadores y antropólogos- procura recorrer los problemas y procesos centrales que atravesaron a la rama política del Movimiento Nacional Justicialista a lo largo de ese período y merecieron una atención preferencial por parte de los cientistas sociales. De allí que haya sido articulado en torno a cuestiones tales como la experiencia renovadora de mediados de la década de los '80, el menemismo y la organización partidaria en el largo plazo. También repara en investigaciones realizadas a escala provincial y aun local, algunas ya cerradas, otras en curso, que ofrecen nuevos matices a una cuestión que hasta hace pocos años era tratada preferentemente en el orden nacional.

Palabras clave: Peronismo; Historia política reciente; Renovación peronista; Menemismo; Partidos políticos.

 Abstract
This article explores the deep renovation in the ideological-cultural field that accompanies the return to democracy in the country, as well as the processes that bring about the formation of a new "cultural atmosphere". Besides, through the conceptual and methodological news in the field, it analyses the production that aims at revisiting Peronism at that time. In so doing, it attempts to tackle the continuity of the lines of the debate that started in previous decades, as well as a whole new line that at the beginning of the 80s began with the analyses of the "cultural battle" between politicians and intellectuals brought about by Peronism after its first decline. The magnetism of Peronism over the historiographical field in the 60s and 70s acquires a renewed vigour in the 80s, due to the political and ideological disputes and controversies in the interior of this political tradition in the period of the democratic transition. This new production is undoubtedly a fundamental chapter in the historiography of Peronism, which continues in the following decades and inspires new readings. In this sense, this article attempts to join old and new ideas in the historiographical field, modulated by the changes in Peronism as a political force since its electoral defeat against Radicalism in 1983.

Key words: Peronism; Recent Political History; Peronist Renovation; Menemism; Political Party.

El peronismo es hoy uno de los temas más transitados por la historiografía nacional. No es para menos: la trascendencia de este movimiento de masas que irrumpió a mediados del siglo XX para instalarse en el escenario político argentino resulta insoslayable. Los archivos que, habiendo transcurrido más de 50 años, se abrieron a la consulta de los investigadores y el auge de la historia oral, como también el énfasis colocado en temas, problemas y escalas diversos estimularon notablemente los estudios sobre el período 1946-1955. También proliferaron los trabajos sobre el período de la resistencia peronista y, más cercanos en el tiempo, los referidos a la tercera presidencia de Perón que analizan el peronismo en tiempos de radicalización política. A ellos se están sumando, saludablemente, investigaciones sobre cuestiones que, sin estar escindidas de la violencia política de esos años, contemplan aspectos propios de la organización partidaria1.

¿Qué se ha indagado acerca del peronismo y, más específicamente, de la rama político-partidaria del Movimiento Nacional Justicialista entre el derrumbe de la última dictadura militar, sucesivo a la derrota en la Guerra de Malvinas, y finales del siglo XX? En comparación con los períodos aludidos, bastante menos y con fuertes improntas de época. En los años ochenta, tras la recuperación del régimen democrático y dada la contemporaneidad de los fenómenos, los primeros en ocuparse de dichas temáticas fueran sociólogos y politólogos. Sus indagaciones fueron enfocadas en perspectiva nacional y dentro del contexto internacional -principalmente latinoamericano- y las principales reflexiones giraron en torno a los interrogantes de época: cómo lograr que tras la transición democrática se consolidaran las instituciones propias del sistema, sin volver a la inestabilidad política que había signado a la Argentina en los últimos cincuenta años2. El peronismo, que por primera vez era oposición en el orden nacional tras haber perdido las elecciones de 1983, fue pensado en clave de sus posibilidades para contribuir a la consolidación de la democracia, en el caso de los cientistas sociales que apoyaban el proyecto alfonsinista, o en cuanto al modo en que debía construir un proyecto de país alternativo capaz de recuperar la confianza mayoritaria de la población y de competir exitosamente ante su principal adversario, el radicalismo, por los propios peronistas.

La década del '90 trajo otras preocupaciones. Por primera vez un presidente constitucional radical cedía el gobierno a otro de signo peronista tras elecciones legítimas. Esto, que era un buen augurio en cuanto a la consolidación del régimen político, se veía opacado por otras cuestiones, tales como el traspaso anticipado del gobierno nacional, a causa de la ingobernabilidad generada principalmente por la imposibilidad de controlar las variables económicas que derivaron en la hiperinflación y a los grupos que contribuyeron a provocar ese golpe de mercado. Cuando Carlos Menem asumió el gobierno poco tardó en mostrar que no seguiría el camino trazado por el peronismo tradicional tal como había anunciado durante su campaña electoral -fundamentalmente en materia económica y social- sino que sería proclive a tomar medidas acordes a los designios neoliberales del momento. El efecto sorpresa y los cambios producidos fueron tales que obligaron a pensar al nuevo oficialismo. ¿El menemismo era peronismo o un fenómeno de otro tipo? Si era peronismo, ¿de qué peronismo se trataba? ¿Cómo reconocerlo en relación con las propuestas de mediados de siglo XX? ¿Qué novedades aportaba? ¿Cómo concitaba la adhesión de los sectores populares cuando las políticas económica y social que adoptaba el gobierno les eran desfavorables? ¿Qué valor acordarle a la representación política en crisis durante el período? ¿Cómo se constituían los nuevos liderazgos? Los interrogantes se multiplicaban y no eran menores. Desde distintos ángulos se intentó dar respuestas para explicar ese nuevo oficialismo que, dadas sus credenciales partidarias, volvía a colocar al peronismo en el centro de la vida política argentina y de la reflexión intelectual.

El cambio de siglo -y de milenio- se inició no menos traumáticamente que la década anterior. El plan económico sostenido a partir de los tempranos '90, pese a los cambios de signo político de los gobernantes y a los límites y rigideces que manifestó desde 1995, fue llevado al límite e hizo eclosión. La crisis económico-financiera desembocó en el estallido social de diciembre de 2001 y provocó un recambio presidencial inusitado aunque se respetaran los métodos constitucionales, hasta la asunción de Eduardo Duhalde como presidente provisional. No es extraño que a partir de esa coyuntura las preocupaciones se desplazaran preferentemente hacia el estudio de la acción colectiva y las estrategias de los nuevos actores sociales. En cuanto a lo político en sentido estricto, la reflexión sobre el peronismo se centró en la coyuntura inmediata: de qué modo los gobiernos de signo peronista podrían superar la crisis (Godio, J. 2002). Una vez que la situación institucional fue reencauzada y con la perspectiva que da el paso del tiempo, el peronismo de las últimas dos décadas fue pensado de otras maneras. Y los historiadores contribuyeron más asiduamente en la reflexión. En buena medida, los trabajos de la década actual son tributarios de los llevados a cabo con anterioridad pero también -y muy especialmente- del auge cobrado por la llamada historia reciente, aquella que reivindica el tratamiento histórico del pasado más próximo, el cual estaba vedado al tratamiento disciplinar desde perspectivas historiográficas tradicionales, y por la generalización del uso de la técnica de "historia oral", tan necesaria para comprender la perspectiva de los actores. Los resultados de esta historia política -que también fue nutrida por los aportes de los antropólogos- quedaron plasmados en textos en los cuales el peronismo de los últimos años ocupa un papel central y es abordado desde distintos ángulos, entre otros: su rol en la transición democrática en perspectiva histórica -y no ya prospectiva, como lo hacían los estudios "transitológicos" de los años '80-, las respuestas que el partido ofreció en tanto organización para adaptarse a las transformaciones de cada período, la identidad justicialista. A ellos se van sumando estudios de fuerte base empírica referidos a realidades provinciales o de escala local -muchos de los cuales se encuentran en estado de avance- que ponen de manifiesto una multiplicidad de situaciones diversas, y dan cuenta de las particularidades de la realidad local-provincial-regional de la cual participan.

En suma, los estudios que se ocuparon de analizar el peronismo a partir de 1983 han cambiado. Son diversos y complejos, en parte por las distintas formaciones disciplinares de quienes los emprendieron. Habiendo transcurrido ya más de un cuarto de siglo desde el retorno de la democracia, no parece aventurado realizar una selección de textos -acotada, como toda selección- que dé cuenta de los principales temas y problemas abordados a propósito del "peronismo reciente". A tal fin, este trabajo de carácter historiográfico se plantea como un estado de la cuestión articulado en torno a tres de los temas más transitados con respecto a la rama política del movimiento: la experiencia renovadora de mediados de la década de los '80, el menemismo y la organización partidaria en el largo plazo. También repara en investigaciones realizadas a escala provincial y aun local, algunas ya cerradas, otras en curso, que ofrecen nuevos matices a una cuestión que hasta hace pocos años era tratada preferentemente en el orden nacional. Por último, han sido retenidas algunas cuestiones, entre otras posibles, que forman parte de la agenda pendiente sobre el tema.

El peronismo en la transición democrática. La Renovación Peronista

Los principales acontecimientos que signaron la historia del Partido Justicialista nacional durante la "corta" década del '80 son hoy bastante conocidos. Una vez que los peronistas pudieron reaccionar de los resultados obtenidos el 30 de octubre de 1983, -su primer fracaso en comicios libres, sin proscripción-, una parte importante de sus elencos dirigentes dio inicio a un movimiento contrario a los llamados "mariscales de la derrota" que conducían el Consejo Nacional: una presidenta del Movimiento Nacional Justicialista ausente, "Isabel" Perón; el vicepresidente primero y Secretario General de las 62 Organizaciones Peronistas, Lorenzo Miguel; y el Secretario del MNJ y candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires, Herminio Iglesias, cuyas prácticas y estilo político generaban rechazo entre el electorado. Aquella dirigencia de base sindical, tras la muerte del líder -y golpe militar, represión de los cuadros de izquierda peronista y congelamiento de la actividad política mediante- parecía haber logrado el anhelo de los burócratas vandoristas: controlar un peronismo sin Perón. El descontento derivó en la constitución de una línea interna cuyo apelativo aludía a la necesidad de cambio en el partido: la Renovación Peronista, un espacio de fronteras lábiles en el que confluyeron dirigentes de muy heterogénea adscripción -intelectuales de centro izquierda, políticos moderados que no pretendían mayores cuestionamientos a la doctrina, caudillos tradicionales que con muy buenos resultados empleaban prácticas de construcción de poder personalistas, paternalistas o clientelares. Por lo cual es entendible que muchos "renovadores" sólo lucharan por desplazar a sus adversarios internos de los espacios políticos de poder, mientras que otros propusieran revisar la doctrina, el programa de gobierno e incluso la identidad peronista. Inicialmente, todos ellos se enfrentaron con los conductores nacionales del movimiento que continuaban controlando el partido mediante prácticas calificadas como prepotentes, patoteras y ensombrecedoras del peronismo. El 9 de diciembre de 1984 -recuperando en parte una propuesta inaugurada por el disuelto Movimiento de Unidad, Solidaridad y Organización (MUSO) fundado por Antonio Cafiero en 1982- crearon el Frente de Renovación Peronista que se consolidó en un congreso nacional partidario celebrado en Río Hondo en febrero del año siguiente. Pero la Renovación Peronista como corriente interna recién se fundó en diciembre de 1985, después de sucesivos avances y retrocesos, luego de vencer a la ortodoxia partidaria en las elecciones legislativas de noviembre, cuando se presentó con lista alternativa a la de la conducción ortodoxa. La Renovación propuso -y logró- la democratización del partido. Acorde al clima de época, la renovación compartía la propuesta democrática sostenida, pero a la vez procuraba diferenciarse de la misma. Algunos de sus miembros, situados a la izquierda del amplio arco peronista3, articularon un proyecto de gobierno y de país que, según sus propios argumentos, superaba la democracia formal del oficialismo porque le sumaban la noción de justicia social, sin la cual no habría verdadera democracia.

En 1987, mediante elecciones directas, logró el desplazamiento de los miembros de la cúpula sindical de los puestos dirigentes del partido y trató de atraer a una nueva generación de votantes de los sectores medios que había hecho su ingreso en la política con la recuperación democrática y, en buena medida, había votado al alfonsinismo. En paralelo al desgaste del gobierno radical, el peronismo controlado por la Renovación recuperó posiciones, ganó gobernaciones -entre ellas la muy importante de la provincia de Buenos Aires-, bancas legislativas y municipios en noviembre de 1987. Más importante aún para la interna partidaria, Antonio Cafiero, uno los viejos dirigentes justicialistas que encabezada esta línea, fue electo presidente del Consejo Nacional Justicialista (CNJ), el principal órgano conductor del PJ. Sin embargo, a esa altura los siempre heterogéneos renovadores mostraban signos de fragmentación: en lo que podría verse como la consecuencia de las propias contradicciones internas de la renovación, uno de sus principales conductores, el vicepresidente del CNJ y gobernador de La Rioja, Carlos Menem, ya en 1987 se había escindido en pos de su propia candidatura presidencial. Contuvo a los desplazados por los renovadores cafieristas e integró su propia corriente interna "Federalismo y Liberación". Un año después se impuso en elecciones internas directas como candidato a presidente de la República. Tras realizar una campaña de neto corte populista levantando las banderas tradicionales del PJ, triunfó en las elecciones presidenciales de 1989. Debido a la imposibilidad del gobierno radical de continuar gobernando, asumió el cargo con seis meses de anticipación. Convocó a figuras que tradicionalmente habían sido enemigas del peronismo a integrar su gabinete -tales como miembros de los directorios de Bunge y Born para colocar al frente del Ministerio de Economía- y encabezó un gobierno de neto corte neoliberal. Por entonces, la Renovación había desaparecido como línea interna del partido, aunque muchos de sus integrantes pasaron a integrar las filas del nuevo gobierno.

No obstante su fugacidad, quienes se han ocupado de analizar la renovación coinciden en señalar que fue lo más importante que ocurrió en el justicialismo de los años '80 puesto que significó la democratización del partido y el desplazamiento de los sindicalistas de la conducción partidaria, la cual desde entonces quedó en manos de dirigentes políticos del propio partido. No es de extrañar, dada su gravitación, que los primeros análisis fueran contemporáneos a su aparición en escena y que posteriormente se haya seguido reparando en ella. Tres de los tópicos más transitados han sido: a) el rol del peronismo renovador y de los renovadores; b) el discurso político de la renovación y c) la identidad renovadora.

a) Durante la transición democrática, fueron dos las principales líneas de interpretación sobre el rol de la renovación y los políticos que la componían y ambas se encontraban fuertemente atravesadas por los debates políticos del momento: la de quienes compartían -y hasta articulaban- el discurso del oficialismo y la de los propios peronistas comprometidos en la renovación. Los estudios emprendidos desde los dos espacios eran fuertemente prospectivos, en tanto planteaban el rol que tendría o debería tener el peronismo a partir del análisis de los elementos constitutivos de su historia, su presente y su proyección a futuro.

Una de las contribuciones pioneras realizada por Emilio de Ipola (1987) en los Ensayos sobre la transición democrática en Argentina es particularmente representativa del primer grupo. Forma parte de aquellos trabajos de la "transitología" que reflexionaban acerca del rol a jugar por los partidos políticos para consolidar la democracia que, a poco de recuperada, se encontraba acechada por múltiples problemas de orden económico, social, pero también políticos -entre ellos, el fantasma del retorno de las Fuerzas Armadas al poder, sobre todo cuando a partir de 1987 tomó cuerpo en sucesivas sublevaciones militares. En el caso del peronismo, la preocupación no era menor dada su condición de principal fuerza opositora y la indudable adhesión de la población con que contaba. De ahí que la pregunta central de De Ipola girase en torno a las posibilidades de la renovación peronista para contribuir a la consolidación de la democracia.

Su reflexión estaba comprometida políticamente. De Ipola formaba parte del llamado "Grupo Esmeralda", integrado también por Juan Carlos Portantiero y otros intelectuales de raíz socialista que acompañaron al gobierno del presidente Raúl Alfonsín y orientaron su discurso político (Lesgart, C. 2003). El principio básico que compartían era una concepción de la democracia como sistema político, como un mecanismo para resolver conflictos y adoptar decisiones colectivas, lo cual les valió la calificación de defensores de la democracia formal por parte de sus opositores, básicamente de los intelectuales del sector renovador que no concebían democracia sin justicia social.

De Ipola reconoció a la Renovación como "el esfuerzo más serio intentado hasta el presente de fundar y consolidar un peronismo democrático en toda la historia de esa fuerza política" (De Ipola, E. 1987: 333). Sin embargo, afirmaba, era un fenómeno político incierto en su presente y futuro. Dudaba acerca de la constitución y el afianzamiento de un justicialismo comprometido con la democracia, porque si bien contaba con una memoria densa y rica en la que sobresalían Perón y Evita, las jornadas populares, las conquistas sociales, no tenía una memoria democrática. El peronismo priorizaba la justicia social sobre los valores democráticos y a menudo -decía el autor- calificaba a la democracia como una "...instancia puramente formal y a la vez mistificadora porque -viejo truco liberal- ocultaba bajo el fraude de la igualdad jurídica del ciudadano la desigualdad real entre los hombres" (Ibid., 339). Además, consideraba que el partido mantenía rasgos autoritarios ¿Por qué, entonces, la renovación iba a ser democrática? Buceando en entrevistas de sus principales líderes, específicamente en una realizada a De la Sota, encontraba que el dirigente cordobés aludía al peronismo como ideología nacional "natural", por lo cual, deducía De Ipola, si el peronismo era natural, las otras ideologías eran antinaturales, perversas.

Otras recurrencias en el discurso renovador, que según el autor señalaban límites a la democratización del movimiento, estaban focalizadas en tres cuestiones: la intangibilidad de Perón, el sentido de la actualidad casi profética de su pensamiento y la imposibilidad de cuestionarlo; los límites de la autocrítica renovadora, que se restringían a lo sucedido después de la muerte del líder; y los contenidos del programa renovador, que no eran sino una emulación -en la visión de De Ipola- de la política de gobierno alfonsinista. A partir de ello concluía que si bien la renovación tenía el gran mérito de haber abierto la posibilidad de que se consolidara en el país un peronismo democrático, en los hechos nada garantizaba que esto se lograra. En un contexto de desideologización en el cual ya no podía considerarse como válida la política partidaria en cualquier situación, la renovación peronista encontraba sus límites en su mismo partido: se mantenía fiel a ciertos dogmas y estilos de acción, a una dinámica política de la que no había querido o sabido desembarazarse (por ejemplo, trasladar al gobierno los conflictos partidarios internos, generando angustiosas situaciones de inseguridad). Por todo ello, para De Ipola, la renovación como fuerza peronista democrática continuaría siendo un objetivo -deseable- a alcanzar.

Las consideraciones del autor podrían matizarse teniendo en cuenta que algunos rasgos del autoritarismo formaban parte de la cultura política argentina y no sólo del peronismo. Aun cuando en el pasado numerosas fuerzas políticas enarbolaban un discurso democrático, sus prácticas lo contradecían. Los partidos políticos democráticos que apoyaron la Revolución Libertadora, un golpe de estado realizado en supuesta defensa de la democracia; o la radicalización política de los tempranos '70, de la que participó el peronismo pero también otras fuerzas partidarias, ponen de manifiesto prácticas autoritarias compartidas. Ahora bien, De Ipola no se equivocó al dudar sobre la consolidación de esta línea interna que en 1988 inició su declinación como alternativa política y un año después se había disuelto. La renovación duró lo que el alfonsinismo, quizás porque respondió a un clima de época que pronto se agotó, más allá de las apuestas que depositaron en ella muchos de los individuos enrolados en esta tendencia.

El segundo grupo que interpretó la renovación estuvo representado por sus propios miembros. Buena parte de los intelectuales del peronismo de centro izquierda, integrantes de esa línea política, se expresó a través de la revista Unidos, órgano de prensa partidario desde el cual se diferenciaban del alfonsinismo y, fundamentalmente, proponían un proyecto político. La revista tuvo una vida casi tan corta como la renovación misma, dado que comenzó a publicarse en forma regular entre 1983 y diciembre de 1990 y sólo se editó un número por año en 1992, 1993 y 1994 hasta alcanzar un total de 25. Como se ha afirmado, a través de ella un sector de los renovadores reflexionaban acerca de la propia línea interna a la vez en calidad de observadores críticos y actores comprometidos (Brachetta, M. T. 2007). Al respecto es significativo un documento de 1986 redactado por algunos de los miembros del staff de la revista, en el cual señalaban que siendo la renovación una línea interna con amplias posibilidades de triunfo, estaba atravesada por profundas tensiones. La primera, las diferencias entre los dirigentes que la componían, muchos de los cuales se sumaban a ella por oportunismo, sin concebirla como un cambio de fondo, de contenidos y de reglas de juego interno que suponían la democratización del partido por voto directo. La segunda, en relación con la anterior, la necesidad de realizar una relectura del peronismo y de sus errores anteriores, resistida por algunos. La tercera, lo que denominaban el "mito de la unidad". Era de sentido común, decían, que la unidad condujera más rápidamente a una victoria electoral. Sin embargo, una renovación verdadera debía basarse no en el cálculo electoral victorioso "sino en concepciones éticas, teóricas y metodológicas respecto de la política, al mismo tiempo que empíricas, en la medida que se tiene en cuenta la viabilidad de 'ese peronismo unido' puesto a gobernar". Y encontraban que ese conglomerado excedido en su heterogeneidad no era creíble, además de resultar inviable en el caso de acceder al gobierno, dado que el vastísimo arco ideológico que abarcaba el peronismo en ese momento complicaba toda compatibilización posible. (Wainfeld, M., González, H., y Armada, A. 1986: 107; 108-112)4. En esas representaciones no puede dejar de verse la influencia de las experiencias que tuvieron los renovadores en los congresos de Santa Rosa de La Pampa y Tucumán, donde los llamados a la unidad terminaron significando el copamiento de los órganos de gobierno partidarios por parte de los sectores ortodoxos (Gutiérrez, R. 2001; 2003).

Las reflexiones de los renovadores quedaron más restringidas al ámbito político partidario, en tanto que el trabajo de De Ipola tuvo gran repercusión entre los investigadores del peronismo. En principio, instaló a la renovación como problema a indagar y fue el primero en atribuirle el carácter del intento más serio de democratización en el justicialismo de los '80. Pero las investigaciones siguientes acerca de la renovación no volvieron a tratar a esta línea del peronismo desde las mismas preocupaciones de época.

En los estudios posteriores, fue cada vez más destacada su heterogeneidad, revisando los matices internos, las alianzas y los actores. Esta característica que ya podía verse claramente en los medios periodísticos de los '80 y de la que eran conscientes los propios renovadores quedó instalada en las ciencias sociales con posterioridad a la desaparición de esta corriente interna, probablemente porque permitía explicar mejor la escisión menemista. En un ensayo sustentado en información empírica sólida, Manuel Mora y Araujo (1991; 1995) recuperaba a la renovación en su dimensión de respuesta a la derrota electoral que había autoconvocado a dirigentes de origen diverso, muchos de los cuales se incorporaban sin ser renovadores (tal el caso de Carlos Juárez, de Santiago del Estero, o de Romero, de Salta) o como "renovadores empapados de viejos hábitos", como el mismo Carlos Menem. Para el autor, la renovación era una, pero sus dirigentes eran bien distintos:

El peronismo de 1987 puso en primer plano de la política argentina a hombres como Menem, Bordón, De la Sota, o Grosso, y junto a ellos a nuevos gobernantes provenientes de la renovación como Perl o Humada. Antonio Cafiero quedaba situado en el centro del aparato partidario, y a su lado se veía un elenco de gobierno en la provincia de Buenos Aires integrado por una nueva tecnocracia: Eduardo Amadeo, Felipe Solá, Alieto Guadagni, Guido Di Tella. Junto a ellos subían también los sectores conflictivos, la renovación ortodoxa del grupo de Unidos los que después terminarían constituyendo el grupo de los 8 en el Congreso; y desde luego subían los nuevos representantes de la nueva dirigencia no renovadora, muchos de los cuales conformaron la coalición menemista en la interna partidaria un año más tarde. (Mora y Araujo, M. 1991, 108).

Mora y Araujo agrupaba a los dirigentes en tres tipos: los que renovaron las ideas y el estilo (Bordón, De la Sota y Menem una vez que accedió a la presidencia de la República); los que se renovaron sólo en ideas, como Menem durante la campaña, en el sentido que fue tolerante y no conflictivo en el discurso; y los renovadores que se renovaron en estilo pero no en ideas, a quienes denomina "renovadores ortodoxos", tales como aquéllos que durante la primera presidencia de Menem integraron el grupo de los 8 (Mora y Araujo, M. 1995, 62). Nótese la operación realizada por el autor en dos sentidos: invierte los cuestionamientos que Cafiero y el grupo editorial de la revista Unidos le hacían a Menem, a quien acusaban de "renodoxo", porque pese a haberse incorporado a la renovación mantenía prácticas y vínculos ortodoxos (Aboy Carlés, G. 2002, 285); y confunde al Menem de la interna y la campaña con el de la presidencia, al decir que propuso algo más nuevo que lo que la estructura renovadora ofrecía, cuando en la campaña recuperaba los axiomas más tradicionales del justicialismo. Para Mora y Araujo, la renovación como corriente interna del peronismo fue exitosa y cumplió su cometido al restituirle competitividad, insuflarle nuevo aliento y darle crédito político. Entiende, en cambio, que como proyecto de control del partido sus efectos fueron parciales.

b) En cuanto al discurso renovador, es insoslayable el artículo de Carlos Altamirano (2004) quien analiza el modo en que la Renovación Peronista trató de legitimar el proyecto con que se identificaba para devolver al peronismo la mayoría perdida. Dentro de la conglomeración heterogénea renovadora, recorta su objeto al "cafierismo", dada la claridad con que Cafiero instala un discurso que se destaca por el esfuerzo realizado para "definir la renovación en términos ideológicos y por unificar el movimiento renovador en torno de esa definición" (Altamirano, C. 2004, 60). Para el autor, desde 1987 -es decir, una vez ganadas las elecciones legislativas de noviembre- la renovación ya no necesita diferenciarse del peronismo al cual conducía, sino del alfonsinismo, ante el cual competía por los votos de los sectores medios. Y lo hizo a partir de tres elementos que recuperaban la tradición del partido: conservó la definición como movimiento, por considerarlo superior al partido; destacó la dimensión de la justicia social de la democracia, tomando distancia de la democracia concebida como reglas formales de convivencia; y, derivado de lo anterior, opuso a la definición liberal de la democracia, la democracia social. Una de las ocasiones en que Cafiero expresó esos conceptos fue al discutir en el parlamento la cuestión de la deuda externa, anteponiendo el crecimiento económico al pago de las obligaciones con el exterior, con lo cual reforzó su imagen como la cara nítida de la renovación. Pero, continúa Altamirano, la renovación cafierista necesitaba más definiciones y las encontró en Unidos. Ese objetivo se plasmó en el número 9 de la revista, de abril de 1986, cuando la revista embistió contra el "Discurso de Parque Norte", aquél en el cual Alfonsín había convocado a formar el tercer movimiento histórico, que fue interpretado por los renovadores como un intento de cooptación dentro de una fuerza política mayor, dirigida por el alfonsinismo. Los ataques apuntaron a la vigencia de una democracia liberal, ante la necesidad de justicia social; a que el alfonsinismo no hacía política sino que se restringía a administrar la crisis; y a la falta de imaginación utópica para elevar nuevos proyectos, que sólo podía aportar el peronismo. Pese a ello, Altamirano reconoce el fuerte acercamiento de Cafiero a Alfonsín al menos desde 1987 y lo hace al punto de interpretar la derrota interna del presidente del PJ en las elecciones de candidatos para la sucesión presidencial como el alto precio que debió pagar a raíz de ese acercamiento.

Vista desde la perspectiva del cafierismo que señalaba Altamirano, la revista Unidos fue "funcional" a las necesidades de definición del discurso. Sin embargo, en un exhaustivo trabajo focalizado en el programa editorial de este emprendimiento, se sostiene que, pese a cierta convergencia, la relación entre la revista y el cafierismo era algo esquiva. María Teresa Brachetta, (2005), reconstruyó minuciosamente los problemas y la discusión que se daba en la revista acerca de la reorganización e institucionalización del PJ sobre bases democráticas. Al interpelar a la vez a la militancia peronista y al gobierno alfonsinista, Unidos construyó un espacio de debate acerca de la renovación partidaria, incluyendo el rol que en la misma debían jugar los intelectuales. Luego de la derrota electoral de 1983, quienes participaban del proyecto editorial proponían revisar las convicciones y las prácticas políticas de la tradición peronista y responder a la propuesta de burocratización y agonía de la política que veían en la modernización alfonsinista. En su lucha por ganar la batalla por la significación entre un peronismo real y otro virtual, Unidos interpelaba a la renovación desde la izquierda del partido, promoviendo que tuvieran lugar un fuerte debate y una revisión identitaria. El análisis de Brachetta complejiza entonces la visión que se tenía acerca de la revista y se convierte en un aporte muy valioso a la hora de deslindar los espacios ocupados por los distintos actores, individuales y colectivos, dentro del peronismo de los '80.

c) En cuanto a la identidad -tercer y último tópico que esta sección propone abordar en relación con la renovación peronista- es ineludible el trabajo de Gerardo Aboy Carlés (2001). Durante la "corta" década democrática del '80, el autor focalizó su atención en la política alfonsinista, frente a la cual colocó en diálogo a la renovación peronista. Luego de realizar un sólido análisis teórico, recuperó los rasgos constitutivos de la identidad de los partidos o líneas de partidos: la alteridad, la presencia de un otro ante el cual definirse; la representación, que es expresión de una realidad preconstituida; y una tradición política, un juego mediante el cual las interpretaciones del pasado legitiman y consolidan las posiciones políticas del presente. La alteridad es la dimensión a partir de la cual mejor se definía la identidad renovadora. El otro, los otros, ajenos a sus fronteras, al límite identitario, estaban situados dentro y fuera del partido. Dentro del mismo peronismo, la frontera interna era establecida frente a la ortodoxia partidaria, los representantes del "viejo" peronismo, los mariscales de la derrota, de quienes los renovadores se diferenciaban tanto en estilo como en la reflexión acerca de la política partidaria, que los representantes de los sectores más tradicionales no estaban dispuestos a realizar. Fuera del partido, la frontera debía establecerse frente al alfonsinismo, con quien compartían una concepción plural y democrática de la política. Las respuestas al discurso de Parque Norte, en el cual el presidente Alfonsín convocó a llevar a cabo un tercer movimiento histórico, dieron ocasión a los renovadores para definir esa frontera identitaria: no podían plegarse a aceptar la convocatoria de un gobierno vendido al nuevo orden internacional; veían en el discurso de Alfonsín una propuesta autoritaria puesto que, en lugar de discutir la forma de integración, la convocatoria a la unión respondía a un proyecto concebido con anterioridad por el radicalismo.

Llegados a este punto del recorrido, es conveniente realizar algunas precisiones. La Renovación Peronista, la gran esperanza del peronismo de los '80, es reconocida como un movimiento nacido a la luz en el contexto de una cultura política que había cambiado (Landi, O. 1988). Las transformaciones del peronismo se sucedieron en tiempos en que se recuperó -si no se consideró por primera vez- a la democracia como valor, frente a la inestabilidad política argentina pero también como respuesta a los horrores que en materia de derechos humanos cometió la última dictadura militar. La primavera democrática llevó a un sector del peronismo enfrentado a su primera derrota electoral, a plantear la necesidad de cambiar el perfil de su dirigencia, pero también sus prácticas y su programa partidario. Las transformaciones no fueron pasadas por alto por las ciencias sociales, que reconocieron a la renovación como el principal esfuerzo democratizador del PJ hasta ese momento. Poniendo el acento en distintos aspectos de la misma, recuperaron el enfrentamiento con el peronismo ortodoxo y el posterior con el alfonsinismo. Con una diferencia: mientras los trabajos pioneros que se ocupaban de la renovación en tanto línea interna la mostraron en su faz más homogénea (De Ipola, E. 1987) pese a que los propios renovadores y la prensa de la época reconocían las diferencias de los políticos que la componían, los de la década siguiente enfatizaron en la diversidad interna, individual pero también de pequeñas configuraciones de actores, caracterizadas por su estilo o por su orientación. En ese cambio de enfoque es posible vislumbrar la necesidad de explicar la emergencia del menemismo, cuyo líder y algunos de los colaboradores de su gobierno habían formado parte del sector renovador ocupando lugares centrales y activos en el proceso.

El menemismo como problema

Si algo no se le puede negar a Carlos Menem fue el efecto sorpresa que produjo su gobierno al dar un giro de ciento ochenta grados a las promesas electorales, poniendo fin al modelo de país que potenció el líder histórico del movimiento (Halperín Donghi, T. 1994). Menem había expandido su figura en el orden nacional en los años de apoyo al SI del plebiscito para resolver el diferendo con Chile. Como se afirmó más arriba, luego formó parte de la renovación peronista, aunque sin acompañar la revisión crítica propuesta por los sectores más progresistas que la integraron. Poco a poco fue constituyendo un movimiento nacional que nucleaba a los desairados del proceso de renovación y ya en julio de 1986 había lanzado su propia corriente nacional "Federalismo y Liberación". Dos años más tarde, se hacía con la candidatura presidencial del justicialismo por elección directa de los afiliados peronistas del país, considerado para esa instancia como un distrito único. En las postrimerías del gobierno de Alfonsín, cuando el presidente contó con el apoyo de los renovadores peronistas en numerosas medidas de gobierno, Menem unificó al adversario interno y externo para definirse a partir de la alteridad. Trazó una frontera frente a ellos para diferenciarse (Aboy Carlés, G. 2001). Luego, hiperinflación de 1989 y saqueos mediante, fue adelantado el traspaso del poder. En el caos económico encontró un nuevo elemento de diferenciación con su antecesor y el motivo de tolerancia social para las transformaciones que se avecinarían. Los cambios introducidos por quien se autorrepresentó en tiempos de campaña como una nueva versión del "tigre de los llanos" y que una vez llegado al poder instrumentó una transformación de signo neoliberal en contra de muchos de los pilares de la doctrina peronista, llevaron a los cientistas sociales a interrogarse acerca de cuánto y qué había del peronismo originario en esta nueva etapa de gobierno. Las reflexiones no se hicieron esperar. Muchas acompañaron los años dorados del gobierno de Menem, cuando la estabilidad económica había traído calma tras los años de crisis y el presidente contaba en su haber con una serie de reformas a partir de las cuales había desmantelado el estado protector redistributivo e industrial agonizante, reformulado las estructuras sindicales, disciplinado a las fuerzas armadas, alineado a la jerarquía de la Iglesia católica y pactado con los sectores más concentrados de la economía (Portantiero, J. C. 1995, 104).

La primera presidencia ha sido particularmente estudiada. Fueron los éxitos en materia de estabilidad económica lograda a partir de 1991 los que en buena medida orientaron las explicaciones acerca del abandono de las políticas tradicionales peronistas5. En un artículo de 1996, Gerchunoff y Torre asociaron la tolerancia a la política de liberalización económica, signada por el ajuste y los cambios iniciados por las leyes de emergencia económica y reforma del estado que precedieron al Plan de Convertibilidad, a tres condiciones: los ya aludidos efectos devastadores de la hiperinflación; el desempeño insatisfactorio de las empresas del estado que indujeron a aceptar las privatizaciones; y -lo que es más importante a los fines de este artículo- las credenciales políticas del presidente. Sólo a un peronista podía tolerársele el abandono de las banderas tradicionales del partido (Gerchunoff, P., y Torre, J. C. 1996). Pero, ¿era peronismo el menemismo? Y, si lo era, ¿de qué tipo?

Al concluir la primera presidencia de Carlos Menem, Javier Trímboli y Roy Hora convocaron a sociólogos y politólogos de distintas tradiciones académicas y posicionamientos políticos que reflexionaban frente al fenómeno menemista. Si el título, Peronismo y menemismo, sugería que el segundo podía ser separado del primero, el subtítulo -Avatares del populismo en la Argentina- daba a entender que, si no eran lo mismo, tenían un fuerte parecido de familia. De esta compilación, dos textos se aproximan más a las inquietudes de este estado de la cuestión: los de José Nun y Juan Carlos Portantiero6.

El ensayo de Nun (1995) abordó el distanciamiento entre las conductas del gobierno de Menem y los discursos populistas. El autor entiende al populismo como un movimiento o régimen político que invoca al pueblo; cuenta con la presencia de un líder que encarna, comprende, articula y expresa la voluntad nacional; y se sostiene en el principio de la mayoría y en la movilización de las masas. Ese populismo nacido en la segunda posguerra, hacia fines del siglo XX se modificó para convertirse en un populismo posmoderno, un fenómeno mundial caracterizado por la personalización de la política; la mass mediatización de las organizaciones de militantes; la reducción del rol de los ciudadanos al de meros espectadores o consumidores (que, cabría decir, era la acentuación de un fenómeno ya identificado por Schumpeter para las democracias de los países centrales a mediados de siglo); y la mayor distancia entre las élites y la gente. Nun atribuía esas transformaciones a circunstancias históricas ligadas a la solidez de las instituciones políticas y al régimen de acumulación dominante, a la densidad de la sociedad civil y a las tradiciones culturales de los individuos. Para explicar el fenómeno menemista, analizó las transformaciones ocurridas en el régimen social de acumulación (RSA7) y en el régimen político de gobierno (RPG), como así también el cambio de interacciones entre ambos regímenes que se daba en el marco de la sociedad civil.

Nun afirmó que en la Argentina premenemista hubo dos cambios de importancia que desembocaron en la versión posmoderna del populismo. En primer lugar, el del RSA, perfilado desde los años '30, iniciado en los '70 por la acentuación de la desindustrialización, con la consecuente debilidad sindical. En segundo término, si bien el RPG se consolidó y expandió a partir de la recuperación de la democracia, adoptó características particulares: Alfonsín fue al mismo tiempo jefe de gobierno y de partido y el Parlamento pasó a ocupar un papel secundario en tanto leyes tan importantes como las referidas al Plan Austral o a la deuda externa no fueron sometidas a discusiones legislativas. Al cambiar el RSA y el RPG cambiaron también las interacciones que se daban en la sociedad civil: se personalizó el poder en Raúl Alfonsín y se fue dejando de lado la participación popular.

En ese contexto emergió la figura de Menem en las primeras líneas del peronismo, mientras el gobierno iba perdiendo margen de maniobra a raíz de los problemas económicos que debía enfrentar, las consecuencias del levantamiento militar de Semana Santa y el convite a un peronista a ocupar el Ministerio de Trabajo. Menem apeló a las recetas tradicionales del peronismo. Era un político profesional que construyó su imagen como un outsider: actuaba por fuera de las estructuras partidarias, cultivaba su aire de caudillo telúrico sin eludir el deporte ni la farándula, pronunciaba discursos salvadores de tipo evangelizador, recorría el país a bordo de su menemóvil, recreaba una mística popular y prometía una revolución productiva. En el marco de una crisis de representación acompañada de hiperinflación y estallidos sociales, Menem se presentaba como la esperanza.

Nun continuó destacando el giro abrupto que dio una vez asumido el gobierno. Las leyes de Emergencia Económica y Reforma del Estado y, posteriormente, la aplicación de la Convertibilidad, le permitieron imprimir profundos cambios signados por las privatizaciones y por un plan económico que a cambio de estabilidad de la moneda y lucha contra la evasión fiscal, trajo aparejada la distribución regresiva del ingreso, la acentuación de la desindustrialización. Como Torre y Gerchunoff, atribuye la independencia del nuevo presidente a las posibilidades que traía aparejadas el fantasma de la hiperinflación, al cual le suma el pobre desempeño de la UCR, que firmó el Pacto de Olivos permitiendo la introducción de la cláusula constitucional de reelección presidencial.

La pregunta central del texto de Juan Carlos Portantiero es si existía el menemismo como un fenómeno diferenciable del peronismo o si, simplemente, se trataba del peronismo de los '90, de una etapa más en la historia de ese versátil movimiento, destacada por una particularidad: Menem era "el primer presidente peronista de una etapa caracterizada por ser el fin de la sociedad peronista" (1995, 103). Como se puede observar, el planteo se inscribió en una perspectiva cara a los historiadores: la que repara en las continuidades y las rupturas.

Entre las principales diferencias Portantiero destacaba las ocurridas en materia de doctrina. El populismo de Perón, que "representó en occidente el máximo de tolerancia posible a un discurso semejante al del fascismo originario", planteó autonomía en el plano internacional, una tercera posición frente al capitalismo liberal y al socialismo y los valores tercermundistas en boga hasta mediados de los '70; sostuvo la centralidad de la industrialización, la gran influencia sindical en desmedro de la de los partidos, el control estatal sobre la economía, la movilización de las masas. Frente a él, afirma Portantiero, el menemismo se mostraba como su reverso: en lugar de nacionalizaciones, privatización; la centralidad del Estado era desplazada por la del mercado; los servicios primaban sobre la industria; la tercera posición era sustituida por la alineación con Estados Unidos; y la concentración de la riqueza reemplazaba al programa distribucionista.

Sin embargo, el autor relativiza esas diferencias cuando menciona el pragmatismo que permitió tanto a Perón como a Menem adecuarse a sus respectivas épocas; la fuerte asociación del éxito de gobierno al de la economía; los hábitos institucionales poco republicanos; la exacerbación del liderazgo; y un estilo político que supone prolongar viejas formas de interpelación, decisionismo ("mejor que decir es hacer"), eficacia y hasta picardía criolla.

Haciéndose fuerte a partir de la economía alcanzada a partir de las consecuencias del Plan Convertibilidad, el menemismo se sostenía en una fórmula que combinaba la desarticulación de la sociedad civil y la delegación de la autoridad en el liderazgo personal. Esa operación delegativa hacía que el modo de ejercicio del liderazgo fuera autoritario pues, aunque se mantuvieran las formalidades republicanas, suponía la negociación directa con los grupos de presión, excluyendo a los partidos y desequilibrando los poderes constitucionales, otro aspecto en que el menemismo era "fiel a los hábitos institucionales poco republicanos del peronismo originario" (Ibid., 117)

La cuestión del liderazgo a la que Portantiero hace mención mereció atención preferente en tiempos del menemismo y fue explicada en el marco de la crisis de representación. Primero se analizaron los liderazgos nacionales o provinciales y más recientemente los de carácter local o barrial, tan importantes a la hora de nutrir las máquinas partidarias.

A dos años de iniciado el primer gobierno de Carlos Menem, Mora y Araujo, sociólogo adscripto al pensamiento neoliberal, publicó un ensayo en el cual daba a entender que el presidente era el dirigente que la ciudadanía argentina había esperado (Mora y Araujo, M. 1991). En general, la dirigencia tardaba en percibir que la crisis de representación política podía derivar en un problema de legitimidad si no comprendía las necesidades planteadas por la sociedad, que buscaba un cambio de liderazgos, y además, la incorporación de la nación al mundo moderno, la igualdad ante la ley, y el respeto por las instituciones, por la igualdad de ideas, por el capital y la empresa. Para el autor la gente no necesitaba más del comité cuando los medios de comunicación les acercaban propuestas, ni de los políticos que pretendían asumir el poder como clase asemejándose a un tipo de representación corporativa, ni de la partidocracia de la época de Alfonsín. Los partidos habían sido incapaces de generar una verdadera representación política. Sin embargo, los más robustos tenían reservas y por esa razón algunos dirigentes del PJ habían cambiado, incluso por "instinto electoral". Menem había sabido adecuarse a los cambios de expectativas de corte privatista, liberal, universalista, productivista. ¿Qué veía la gente en este hombre procedente de un espacio político marginal y que hablaba en nombre del "otro país", del interior? Mora y Araujo responde a esa pregunta a partir de las cualidades y las actitudes de Menem: contaba con una personalidad de reflejos rápidos y gran inspiración política; era sagaz; tenía instinto de realidad. Además, se había alejado de la vieja estructura partidaria llevándose a elementos que habían protagonizado la renovación, como Eduardo Duhalde. Había aggiornado al peronismo en ideas y cambiado su lenguaje (privatizar, producir, integrarse al mundo). Se había ganado la confianza del establishment empresario e incorporado a referentes del mismo en su gestión. Estableció un Estado acotado,fuerte y un mercado eficiente. E insertó al país en el primer mundo. No obstante, no resolvió ni sus lealtades con los grupos corporativos ni la corrupción. Menem respondía al tipo de líder gradualista que buscaba la sociedad, capaz de resolver problemas reales como la inflación.

La lectura de Mora y Araujo es interesante porque refleja bien el entusiasmo que despertaba en los sectores de derecha -y en otros no tan a la derecha que hoy repudian el liderazgo y la política menemista- el entonces presidente, y que era transmitido por los principales programas periodísticos formadores de opinión de aquellos años. También porque presta atención a una cuestión a veces desestimada, como es el humor político imperante a fines del período de gobierno democrático iniciado en 1983. Con todo, presenta algunas incongruencias y contradicciones, no termina de definir si la sociedad descreía de los partidos o de los dirigentes, o aquellos planteos en los que identificaba al Menem de los tiempos de campaña con el de la presidencia. Finalmente, acentúa demasiado el protagonismo de este líder para explicar la adhesión a una política que lo excedía.

Otros investigadores también explicaron los nuevos liderazgos como emergentes de la crisis de representación. Marcos Novaro (1994) asoció dicha crisis a cuatro cuestiones: el agravamiento de los problemas económicos; el agotamiento de las tradiciones políticas identificadas con los partidos mayoritarios que no daban respuestas a las necesidades de la población y generaban, de esa manera, un distanciamiento entre electores y elegidos; la pérdida de gravitación de los partidos en un universo político mass mediático que incluía en política a otros actores (grupos de interés, corporaciones, lobbies o la Iglesia católica); y, finalmente, la despolitización y el retiro de los ciudadanos a la vida privada. Estos cuatro elementos contribuían a desarticular identidades y creencias, conducían a la pérdida de consistencia de vínculos políticos y a la descomposición de marcos de referencia ideológicos y morales.

En los '90, afirmaba Novaro, la palabra política había perdido valor como promesa y en su lugar se había instalado como función demostrativa, instaurando una concepción que fincaba el éxito político en la obtención de resultados concretos. En ese marco se transformaron las identidades políticas y aparecieron nuevos liderazgos con un estilo de representación en el que confluían la posición central de los líderes carismáticos; el debilitamiento de las burocracias partidarias en tanto y en cuanto las funciones de las mismas eran asumidas por el líder; y la identificación de éste, a la vez intermediario y decisor, con la defensa del bien común. El análisis de la construcción del liderazgo de Menem, pero también de figuras provinciales como Ramón Ortega y Domingo Bussi, en Tucumán; Ruiz Palacios en el Chaco y Carlos Reutemann en la provincia de Santa Fe, contribuye a demostrar los planteos de Novaro a través del estudio de casos concretos.

Más recientemente ha sido explorada la formación de liderazgos locales. En materia de reducción de la escala de análisis para explicar las prácticas y los mecanismos empleados en la construcción de poder es indudable que los antropólogos llevan la delantera. Sus estudios etnográficos ofrecen interpretaciones muy vívidas acerca de algunas de las realidades del Gran Buenos Aires en tiempos de la pauperización acentuada en los años '90.

En 1997 y 2001 fueron editados dos libros de Javier Auyero en los cuales la política en los barrios pobres del Gran Buenos Aires era explicada a través del prisma del clientelismo político. A la luz de esa categoría, el autor interpretaba en un contexto de desigualdad creciente, caracterizado entre otros elementos por la desproletarización y el retiro del Estado populista, la casi ausencia de ingreso monetario entre los pobres urbanos, residentes en villas de emergencia que habían perdido su condición de transitoriedad para transformarse en espacios donde sobrevivir. En esos espacios existían redes de resolución de problemas en las cuales el PJ tenía una influencia decisiva a través de punteros, mediadores (principiantes o potenciales, consolidados o en decadencia, colaboradores o competidores) que se ocupaban de solucionar los problemas de los habitantes de la villa, y obtenían a cambio adherentes capaces de ser movilizados a favor de un candidato o votos favorables al partido. Como puntualizó el mismo Auyero en un trabajo posterior, los intercambios clientelares tenían lugar en el marco de redes informales preexistentes al "desembarco" del PJ, nutridas por lazos sociales, vínculos asiduos, relaciones continuas. Ahora bien, los clientes percibían las soluciones (alimentos, asistencia, droga) de diferente manera, de acuerdo al modo en que cada uno experimentaba la identidad política peronista.

El trabajo es exhaustivo y convincente. Fue articulado en torno a la categoría de "clientelismo político", que no era nueva, que ya había sido empleada abundantemente por las ciencias sociales y la historiografía para explicar la emergencia de liderazgos de tipo personalista. Era tan conocida como las mismas prácticas que ella suponía en tiempos de la política de masas. Lo novedoso en Auyero es el uso casi reduccionista de esa categoría para explicar el funcionamiento de la política peronista en los barrios marginales en tiempos de territorialización de la acción política al intercambio de "favores por votos"8. El trabajo, sin decirlo, marcaba con un tinte negativo la actividad de los políticos peronistas y resaltaba lo corrupto de la actividad.

Una respuesta fuerte al enfoque anterior es la que ofrece Sabina Frederic, quien analiza la política enfatizando en su carácter "moral". Para la autora, explicar el funcionamiento político de los '90 a partir de los efectos producidos por los intercambios materiales presupone tanto la pérdida de lazos ideológicos y hasta de compromiso personal como la reducción de la actividad política a lo superficial, a la mera captación de adherentes (Frederic, S. 2004, 72-73). Sostiene que durante ese mismo período se realizaron enormes esfuerzos para dotar a la política de otros sentidos, no desaparecieron las evaluaciones morales del comportamiento político y, a la vez que era replanteada la división del trabajo político, se acentuaba la profesionalización política. Colocando el objetivo en un partido del Gran Buenos Aires (Lomas de Zamora), y luego de analizar planes políticos sucesivos, Frederic comprueba que en los '80 existían espacios para que los dirigentes barriales pudieran hacer carrera política, movilizando tras un proyecto de regularización de los títulos de las tierras ocupadas -y no tras un patrón- a los habitantes de los asentamientos periféricos. En los '90 la política cambió y ya no hubo lugar para estos individuos. Lo político, en el nivel local, fue quedando en manos de cuadros profesionales, con capacitación técnica. En adelante, se descentralizó la administración de los barrios que constituían el partido y los vecinos -de la zona residencial del centro- o los desplazados -villeros- sólo pudieron acercarse a los Consejos de Organización Comunal, desde los cuales pudieron hacer militancia social, pero no ya política en sentido estricto.

El sólido análisis de Sabina Frederic, para quien los cambios se producen en virtud de la profesionalización de la actividad política -o, se podría agregar, de la acentuación de la profesionalización de la política, dado que ésta es un proceso secular que en Argentina ya se experimentaba a comienzos del siglo XX-, no contempla un aspecto que puede contribuir también a explicar el cambio de rol de los dirigentes barriales, de lo político a lo social: mientras la provincia de Buenos Aires estaba gobernada por radicales y el peronismo con el que simpatizaban los desplazados controlaba sólo el municipio, desde él se alentaba la movilización hasta la Legislatura platense en reclamo de los títulos de las tierras que ocupaban. Para eso era necesario movilizar a la gente de los barrios periféricos, a los desplazados, y quienes podían hacerlo mejor eran sus propios líderes, a cambio de lo cual se les ofrecía un empleo que podía ser un escalón en una futura carrera política. Una vez que el gobierno provincial quedó en manos del peronismo, ¿cómo movilizar a la ciudadanía en contra del propio partido que ahora era oficialismo? El gobierno municipal ya no ofreció recursos para facilitar las movilizaciones y, en ese contexto modificado, perdió sentido conservar a los dirigentes procedentes de los barrios marginales en el poder. Podría ser también una explicación dentro de lo moral, claro que desde otro lugar, diferente del que sugiere Frederic.

Sólo muy recientemente los liderazgos barriales de los '80 y '90 comenzaron a ser incluidos en la agenda de los historiadores. Jorge Ossona (2008) analiza la trayectoria de uno de esos líderes en Villa Fiorito. El autor demuestra que una vez recuperada la democracia, cuando los dirigentes políticos quisieron recomponer el predominio estatal sobre ese territorio, colisionaron con los liderazgos locales que condicionaron la "ayuda social" ofrecida desde el gobierno a la preservación de su autoridad sobre las redes vecinales que habían construido a lo largo de muchos años a fuerza de la obtención de recursos en los márgenes entre la sociedad y el Estado. Entonces se dio una lucha por el ejercicio del poder que no siempre fue sutil y que obligó a que, ante cada cambio de coyuntura política y económica, el contrato tácito fuera reformulado (Ossona, J. 2008). Este interesantísimo trabajo, que no adscribe de manera definida a ninguna perspectiva teórica, permite comprender a partir de una historia de vida en la que son hábilmente entrelazados los avatares políticos y los lazos de sociabilidad, los vaivenes a los que líderes intermedios relativamente autónomos de la política suelen someter a aparatos tan sólidos como el organizado en torno a Eduardo Duhalde. Sugiere, además, las capacidades de resistencia que suelen adoptar las redes de sociabilidad conducidas por un líder barrial por fuera de los partidos pero en permanente relación con ellos y permite matizar la pasividad atribuida a los "clientes".

Los trabajos de síntesis referidos a la década menemista (1989-1999) en su conjunto, retoman buena parte de los tópicos señalados. Vicente Palermo y Marcos Novaro (1996) analizaron el menemismo a partir de las modalidades de gestión y conducción política, las relaciones entre la economía y la decisión política, entre el gobierno, los partidos y las organizaciones de intereses, con el fin de comprender la relación que se definió entre el profundo plan de reformas y el particular estilo político de gobierno. Y lo que explican a lo largo del libro es el modo en que Menem logró superar los problemas de representación y gobernabilidad que amenazaron su gobierno, sobre todo en sus primeros años de gestión, haciendo de la situación de crisis y de debilidad en la que asumió una oportunidad para ampliar su margen de maniobra y ganar el apoyo de sectores inicialmente adversos a su figura. Logró transformar el curso que hasta entonces había tenido la democracia y, a la vez que actualizó al peronismo, "peronizó" la democracia. A la inversa de su predecesor, estuvo dispuesto a "hacer lo que fuese necesario" y adoptó una posición pragmática y decidida, yendo tras los hechos consumados. Conciliando las imperativos de la democratización con los del desarrollo económico, la llamada crisis terminal dio paso a una nueva época en la que combinó heterodoxamente valores y principios republicanos, liberales y populistas. Uno de los resultados más relevantes que obtuvo fue la "descomposición y/o la transformación de los esquemas de reconocimiento, solidaridades y comunidad de intereses que habían operado durante décadas" (Palermo, V., y Novaro, M. 1996, 29). Como resultado, la combinación de reformas económicas y estatales con rearticulación del campo político originó un cambio cultural cuyo centro era la cultura política peronista.

En lugar de explicar la contradicción del apoyo electoral al gobierno por parte de los sectores social y económicamente menos favorecidos, proponen encarar el problema desde la vinculación entre la asignación de los costos-beneficios y la organización de los recursos con los cambios que tienen lugar en la cultura política, en las identidades sociales y políticas, las formas de organización de intereses y la articulación con los partidos. Esto permite afirmar a los autores que fueron los cambios cualitativos radicales -en los esquemas de reconocimiento, de intereses y demandas- los que permitieron aceptar y consolidar las transformaciones propuestas.

Las cuatro etapas en que dividieron el período -y el libro- responden, justamente, a esa relación: la de emergencia en el contexto hiperinflacionario; la de los primeros años de gobierno; la de consolidación, entre el Plan Convertibilidad y el fin de las principales privatizaciones en 1993; y la signada por la continuidad del modelo, reelección inclusive, hasta el momento en que se escribe el libro. Por supuesto, dada la contemporaneidad de la escritura del texto con el objeto de estudio y la formación de los autores, la pregunta final, de carácter prospectivo, es si puede el peronismo gobernar en el marco de un consenso democrático con desarrollo estable, con lo cual Menem tendría éxito donde Perón fracasó. Esta preocupación de época, planteada al calor de la continuidad de un modelo que por entonces aparecía como exitoso -pese a que el libro repara en las limitaciones internas y externas del mismo- queda como una cuestión abierta, que estimula la imaginación del político y el análisis politológico, en palabras de los propios autores.

Comparativamente con el primero, el segundo período de gobierno de Menem fue mucho menos transitado por la bibliografía que se ocupa de analizar los fenómenos políticos -no así en el caso de los económicos. También ha sido Marcos Novaro (2006) quien emprendió la tarea, colocándolo en una perspectiva de más largo plazo, en una obra que no es específica del período. En efecto, en ella el autor recorre la historia argentina reciente, desde 1946 a 2003, recurriendo a una multiplicidad de fuentes pero prestando especial atención a las orales, con la intención última de comprender el presente. El espacio dado al menemismo y a la segunda presidencia forma parte de ese recorrido general, en el que no se tienen en cuenta solamente los aspectos político -partidarios. Al respecto, quedan claramente planteadas las cuestiones centrales del momento en el orden nacional, en contexto. Así, se afirma que a poco de haber iniciado su presidencia, el gobierno se vio asediado por el agotamiento del régimen monetario, la acumulación de conflictos internos y un clima de opinión crecientemente desfavorable, alentado por el incremento de la tasa de desocupación, las deudas sociales del gobierno, los déficits institucionales (corrupción, falta de transparencia en la Justicia, desbordes de poder presidencial, impunidad), que se manifestó a través de la intensificación de la protesta social. Sin embargo, destaca Novaro, el principal problema del gobierno venía del frente interno de su partido, en el cual se había abierto anticipadamente la sucesión del liderazgo peronista, con Eduardo Duhalde a la cabeza -quien, alentado por su propia reelección al frente del gobierno provincial, hacía lo posible por diferenciarse del presidente- pero también Domingo Cavallo, el ex ministro de Economía. A ello respondía el primer mandatario con distribución de beneficios "contantes y sonantes" a jefes provinciales y sindicatos, tratando de bloquear los intentos de sus opositores internos que ponían en vilo a sus pretensiones de ser re-reelegido. Novaro coloca estos sucesos en diálogo con la oposición, conformada principalmente por la Alianza entre el FREPASO (Frente País Solidario) y la UCR y observa el enfrentamiento electoral, como consecuencia del cual el gran derrotado fue Duhalde, ya que las elecciones habían dejado el resto de las instituciones -provinciales y legislativas- prácticamente en las mismas manos. Es decir, el peronismo no había perdido posiciones. Como se puede apreciar, a los fines del investigador del peronismo durante la segunda presidencia menemista, estas reflexiones resultan de utilidad para comenzar a marcar líneas de agenda.

La organización partidaria: transformaciones de largo plazo

El peronismo había sido concebido como un movimiento integrado por tres ramas: la sindical, la política y la femenina. La figura del movimiento, según los peronistas, era superadora de la mera instancia partidaria, que era la rama política. La organización verticalista diseñada por Perón descansaba fuertemente en el movimiento obrero organizado, que le proporcionaba las principales bases de poder. Al ser el sindicalismo la "columna vertebral" del movimiento, no es extraño que haya tenido mucha incidencia en los cuadros partidarios, lo cual quedaba expresado en la participación histórica de sus cuadros con un tercio de los cargos electivos. En 1983 los sindicalistas controlaban los principales órganos partidarios y en las listas de candidatos mantenían esa proporción. Pero a lo largo de la década los representantes del movimiento obrero fueron paulatinamente desplazados de los cargos partidarios y electivos de gobierno hasta que la vida político-partidaria del justicialismo quedó en manos de los políticos. Esa transformación ha sido explicada, entre otros, por dos autores que son de consulta obligada para abordar el tema: Ricardo Gutiérrez y Steven Levitsky, quienes estudian al peronismo en tanto organización.

Gutiérrez (2001) fue pionero al reparar en esa transformación. Para él la desindicalización y la renovación del partido formaron parte de un mismo proceso. Desde la reorganización partidaria iniciada a mediados de 1982 y hasta 1986, el sector sindical -es decir, las 62 Organizaciones Peronistas, y su secretario General, Lorenzo Miguel- retuvo el poder de nominar y negociar los miembros del Consejo Nacional partidario, tal como se hizo evidente en los congresos del Odeón, Santa Rosa de La Pampa y Tucumán. Sin embargo, luego de las elecciones de septiembre de 1987, los renovadores vencieron en elecciones provinciales y legislativas al sector ortodoxo y luego controlaron los órganos directivos del partido. Ya en enero de 1988 los sindicalistas, pese a solicitar que se respetara el cupo sindical del 33% en el CNJ, no lo lograron. Con posterioridad se reformó la carta orgánica del partido, estableciendo un cupo fijo: sólo 17 de los 110 miembros del Consejo podían pertenecer al movimiento obrero.

Para explicar ese cambio organizativo, siguiendo el modelo propuesto por Angelo Panebianco (1982), Gutiérrez (2001; 2003) explicaba las transformaciones del peronismo a partir de cuatro instancias: el cambio en el mapa de poder organizativo de la coalición dominante; la redefinición de la línea programática del partido; el desplazamiento del sindicalismo -o la desindicalización de la coalición dominante- y finalmente, la subversión del modelo de acumulación previo mediante la neoliberalización aplicada durante el gobierno de Menem. Para el autor esas transformaciones se dieron en tres fases: la primera, de crisis organizativa, arrastrada desde la muerte de Perón y acentuada tras la derrota de 1983, que produjo la fractura de las 62 Organizaciones y la emergencia de la Renovación; la segunda, de recambio de la cúpula dirigente, cuando los renovadores reemplazaron a la conducción partidaria ortodoxa, alcanzaron predominio político en los órganos directivos del partido y pusieron en práctica el voto directo en las internas partidarias; la tercera, de reestructuración de la organización, producida durante el gobierno de Menem, significó la redefinición de la línea política del partido. Con ello, opina el autor, se completó la renovación.

La mayoría de las agudas observaciones de Gutiérrez ha pasado a formar parte del acerbo generalizado entre los estudiosos el peronismo reciente. Quisiera destacar dos que resultan centrales. La primera, que el cambio organizativo del peronismo contribuyó a la estabilidad de la democracia al abandonar la concepción movimientista y transformarse en una organización especializada en la competencia electoral que fortaleció el sistema de partidos. Estas afirmaciones ponían fin a las dudas que se planteaba De Ipola (1987), mostraba que había sido posible consolidar la transición democrática (Portantiero, J. C. 1987) y, con la llegada a la presidencia de Carlos Menem, estabilizar el sistema político. La segunda, su original explicación acerca de la extinción de la renovación. Gutiérrez precisa que fue Antonio Cafiero quien, una vez que perdió las elecciones internas frente a Menem en 1988, dispuesto a negociar listas de unidad para el distrito bonaerense, "... se opuso a que el peronismo renovador se constituyera como línea interna orgánica del partido, con lo cual expidió el parte de defunción de dicha corriente. De hecho, durante el período comprendido entre las elecciones partidarias de 1988 y el triunfo electoral de mayo de 1989 tuvo lugar un generalizado reposicionamiento interno de los dirigentes políticos y sindicales del peronismo, siendo notoria la incorporación -paulatina primero y acelerada después- de la mayoría de los otrora dirigentes renovadores en la nueva coalición menemista" (Gutiérrez, R. 2003, 38). De esa manera, da a entender que el entonces presidente del partido y principal referente de la renovación, al negociar el destino del principal distrito electoral peronista, actuó como Cronos al eliminar su propia creación. Desde la misma dirigencia político-partidaria se perdió la posibilidad de consolidar a la renovación como línea interna, diluyéndola en el nuevo gobierno, dilapidando el capital político alcanzado hasta entonces en conjunto. Ahora bien, como tantas veces ocurre en política, el fin de una agrupación no significa la desaparición de la escena de sus ex integrantes. Cómo se reprodujeron los otrora renovadores en la nueva configuración de poder es uno de los temas que, sin decirlo, deja abierto el autor para su investigación.

Más recientemente, la cuestión de la organización del justicialismo fue abordada por Steven Levitzky (2005), quien desde el título de su libro anuncia que su objetivo es explicar la transformación exitosa del justicialismo durante el período 1983-1999, un partido que de concentrar sus principales bases en los sindicatos pasó a ser un partido de carácter clientelar. Su hipótesis es que el bajo nivel de institucionalización del PJ dio flexibilidad al partido que, en épocas de crisis, supo adaptarse a los cambios tanto nacionales como internacionales y sobrevivir a ellos con éxito.

La demostración es sólida en relación con la hipótesis planteada y atiende a los cambios de la organización partidaria en épocas de transformaciones generalizadas. Destaca que en un contexto de profundos cambios internacionales -entre ellos, el agotamiento del modelo keynesiano que en América Latina fue exacerbado por la crisis de la deuda externa-, el sector secundario fue perdiendo gravitación frente al sector de servicios. Con ello cayeron los niveles de ocupación, los sindicatos perdieron adherentes y decayó la influencia que el movimiento obrero organizado tenía sobre los partidos de base sindical -como el justicialismo- que recibían apoyo bajo la forma de recursos organizativos y financieros, votos y paz social cuando el partido estaba en el poder. En ese contexto, ¿cómo fue posible que el peronismo se recuperara de la derrota de 1983 y su derrotero electoral fuera exitoso, a pesar de la rapidez y amplitud de la desindicalización? Gracias a su organización en tanto partido de masas débilmente institucionalizado. Según el autor, el partido carece de tres elementos que facilitaron la adaptación. El primero es la falta de una burocracia central que hubiera institucionalizado los lazos con los sindicatos (el tercio de las candidaturas). El segundo, la carencia de órganos partidarios con pautas regulares para la obtención de cargos políticos, que facilitó la remoción de la vieja guardia. Por último, la ausencia de procedimientos internos rutinizados9, que si bien en épocas normales provoca ineficiencia organizativa debido a la ausencia de normas de rendición de cuentas o de reglas para tomar decisiones, en épocas de crisis permitió establecer estrategias adaptativas; facilitó la remoción de dirigentes; otorgó autonomía y amplió el margen de maniobra de los dirigentes (lo cual permitió a Menem poner en práctica su plan de vastas reformas económicas); le dio, en suma, flexibilidad para cambiar.

En lugar de los sindicalistas, fueron los hombres de partido quienes asumieron cargos, eligieron las estrategias a seguir, convencieron al resto del partido de las bondades del cambio. Y el partido persuadió al electorado. Gracias a la autonomía de los dirigentes, a su renovación y al arraigo del partido en la sociedad pudieron realizarse profundos cambios sin sufrir grandes colapsos. Pasados los sindicatos a segundo plano -ya en 1987-, los renovadores se dirigieron a "todos", orientaron su discurso hacia el exterior, y llevaron a cabo estrategias de marketing político. El partido cambió sustancialmente de estrategia ante los cambios operados y, desde los espacios que ocupaba (gobiernos provinciales, intendencias) construyó clientelas sobre redes mantenidas principalmente por distribución de recursos del Estado, en especial a partir de la distribución del empleo público. Ya en los '90 se consolidó el partido clientelista, favorecido por un mecanismo puramente electoral en la selección de los dirigentes.

Algunas interpretaciones recientes y pendientes

Los trabajos seleccionados a los cuales se ha hecho referencia constituyen una muestra significativa de los principales tópicos acerca de las formas de hacer política del peronismo y de los peronistas entre la recuperación democrática y finales de siglo XX. Desde distintas disciplinas, estos aportes son de referencia insoslayable -mas no los únicos- para el estudioso del peronismo de esos casi veinte años. Felizmente para quienes hacen de la investigación en historia su profesión, queda mucho por hacer. La necesidad de explicar la historia argentina reciente y el auge de la historia oral están contribuyendo a que proliferen estos estudios, como lo demuestra una rápida mirada a las jornadas académicas de la especialidad10.

Entre las cuestiones pendientes sobre el partido peronista, una es el análisis de esta fuerza en dos momentos: durante el período previo a la renovación y, como se señaló más arriba, a partir de 1996. Detengámonos en el primero que, probablemente por ser un período en que el partido estaba controlado por una dirigencia mucho menos brillante que la renovadora, ha sido menos transitado. Un estudio que trabajó sobre esos años utilizando rigurosamente las herramientas del análisis electoral fue propiciado por el propio justicialismo (Maronese, L., Cafiero de Nazar, A., y Waisman, V. 1985). En la primera parte, los autores enfatizaron en el estudio del voto peronista en el país, la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal. Entre las múltiples conclusiones a las que llegaron, se destacan aquéllas que permiten reconocer la gran cantidad de adherentes al peronismo en las elecciones presidenciales provenientes de la provincia de Buenos Aires, que cambiaron de opción partidaria al elegir gobernador. En la segunda, el libro repara en las causas de la derrota y recorre las que considera las causas lejanas (desde antes de la muerte de Perón), las que sucedieron a la muerte del líder y el modo en que la dictadura militar afectó al peronismo. Finalmente, retoma las causas cercanas del fracaso en el período de reapertura democrática, entre las cuales los autores destacan las luchas internas por ocupar posiciones políticas y el perfil de los dirigentes políticos denominados los "mariscales de la derrota". Sin embargo, en ese libro que en la actualidad tiene gran valor heurístico, queda pendiente de tratamiento el modo en que llegaron a constituirse esas candidaturas, tanto en lo referido a la selección de los candidatos como a las configuraciones sociales que estaban por detrás y por debajo de las figuras visibles.

Poco a poco se irá llenando ese vacío historiográfico, al menos en el orden provincial. Recientemente he analizado el proceso de reorganización del Partido Justicialista de la provincia de Buenos Aires al comienzo de la transición democrática, partiendo de la hipótesis de que, al no existir en el peronismo una alternativa renovadora, sólo podía esperarse la consolidación de figuras tradicionales de los elencos políticos, tras las cuales operaba un esquema de lealtades que constituía el ingrediente básico para dar cohesión a la agrupación política en un partido carente de una vida interna permanente y orgánica y que salía de un congelamiento político de seis años (Ferrari, M. 2008). Reparé en las adhesiones con que contaba cada una de las cinco líneas internas en que se dividía el justicialismo provincial y en los mecanismos a través de los cuales se impuso la línea interna conducida por Herminio Iglesias: el control de la afiliación, una instancia importantísima dado que en el PJ bonaerense los cargos partidarios se distribuían en relación con la cantidad de afiliados y no con el número total de votantes; la influencia de este caudillo sobre la justicia electoral para manejar el calendario de elecciones y lograr elecciones indirectas; y el dominio de los congresos partidarios, incluyendo la expulsión por la fuerza de los congresales que sostenían la candidatura de Antonio Cafiero, su rival interno, lo cual le permitió ser confirmado como presidente del consejo provincial justicialista, resultar electo candidato a gobernador y modificar la carta orgánica para que los cargos de candidatos municipales y a legisladores provinciales pudieran ser elegidos también de manera indirecta por medio de un congreso que le era favorable. De ese modo, Iglesias podía devolver las adhesiones recibidas a los intendentes y dirigentes locales que le habían dado su apoyo. Controlado el aparato partidario, se lanzó a elecciones abiertas, en las cuales fracasó reuniendo menos votos que Italo Luder, el candidato a presidente por el PJ.

Independientemente del período a abordar, queda mucho por esperar de los estudios de carácter provincial, ya que permiten explicar procesos ocurridos en los distritos en sí, como también articular las dimensiones nacionales y locales de la política. Si se tiene en cuenta que el peronismo es un partido nacional de distrito -es decir, que se desempeña en cada provincia con órganos de conducción propios y su propia carta orgánica-, es deseable que en los próximos años proliferen estudios de dimensión provincial que complementen los ya existentes. En algunas ocasiones las ausencias son tales que habrá que comenzar por realizar descripciones densas, aun reparando en los procesos institucionales (Closa, G. 2005; Ferrari, M. 2008). En otras, dados los avances existentes, se podrá superar esa visión para recuperar nuevas dimensiones que permitan comprender la polivalencia de las problemáticas políticas. He seleccionado dos investigaciones que están en proceso, inscriptas en proyectos mayores, conducentes a obtener el máximo título de posgrado, porque ilustran bien el estado de avance acerca del peronismo reciente en las provincias y permiten matizar las interpretaciones realizadas para el orden nacional, que muchas veces proyectan lo ocurrido en el peronismo de Capital Federal o bonaerense al de todo el país. También porque permiten rastrear a los dirigentes en sus lugares de origen, evitando la falsa percepción en cuanto a que la política sólo adquiere relevancia en los niveles nacionales, abordando su proyección en el largo plazo.

Para el caso mendocino, Virginia Mellado (2007) ha realizado un agudo análisis sobre la renovación peronista en su provincia. A partir de la consulta de diversos repositorios documentales y de fuentes orales, indagó la recomposición del partido peronista mendocino luego de la derrota electoral de octubre de 1983. Destaca la especificidad de la renovación peronista en Mendoza, en relación con otros marcos y experiencias. Sus ejes de análisis fueron tres: la estructuración del peronismo de cara a las elecciones de 1983, incluyendo sus principales líneas internas, la conformación de las listas de candidatos y las consecuencias de la derrota; el proceso de renovación en los congresos partidarios provinciales (institucionalización, recambio de figuras y emergencia de renovados liderazgos); la campaña electoral de 1987 como una instancia en donde convergían las transformaciones acaecidas y se percibían los matices de cambios identitarios, fuerzas de apoyo y liderazgos. A partir de ese recorrido -que incluye una aproximación prosopográfica-, echó luz sobre el recambio de las élites dirigentes que accedieron a la dirección del partido y el modo en que constituyeron a José Octavio Bordón como un candidato aceptable para la opinión pública, enfatizando especialmente en la campaña electoral de 1987, durante la cual el candidato fue hábil a la hora de resignificar un discurso caro a las élites políticas tradicionales mendocinas y para proponer soluciones concretas a los problemas de la economía provincial. Observó también el resquebrajamiento de las grandes líneas de poder nacional dentro del partido y el modo en que a partir de la revitalización de las instancias de poder local (territorialización de la política) el peronismo de Mendoza se reorganizó y, además, contribuyó a dotar a la estructura nacional de una dirigencia renovada.

Por su parte, Adriana Kingard (2007), reparó en el ascenso y la consolidación de la dirigencia en el peronismo jujeño durante la década del '90, a la que la autora define -a diferencia de otros casos provinciales- como un tiempo de ausencia de liderazgos. Su análisis está centrado en el período 1995-2003 aunque hace referencia a la historia partidaria desde 1983, momento a partir del cual el peronismo controla el gobierno provincial. Para la segunda mitad de los '90, realiza una lectura minuciosa de las sucesivas instancias que generaron inestabilidad política en un contexto de aceptación del proyecto neoliberal nacional que "baja" a la provincia a través de la reestructuración del Estado, la privatización de empresas, la eliminación de subsidios, la transformación del sistema previsional, la flexibilización laboral, etc. En ese marco, explica la inestabilidad político-institucional de la provincia como consecuencia de la desaparición de los caudillos y dirigentes del movimiento y por la imposibilidad de frenar la embestida neoliberal por parte de la sociedad.

Como se puede apreciar, ambas investigaciones contribuyen a explicar fenómenos que comparten aires de época y preocupaciones de orden nacional, dándoles carnadura empírica, mostrando los procesos en el orden provincial, matizando y enriqueciendo la perspectiva más general de los estudios nacionales.

Los temas y problemas de la agenda pendiente del partido peronista en la historia reciente son múltiples: dirigencia política, prensa política, representaciones y autorrepresentaciones partidarias, mass media y partido, prácticas, discursos, cultura política, etc. Los temas y enfoques posibles se multiplicarán con el paso del tiempo. Todos, contribuirán a un mismo fin: hacer inteligible el pasado reciente desde perspectivas complejas, no lineales, reduccionistas ni automáticas, utilizando el enorme potencial explicativo del enfoque histórico. Es probable que también sirva para comprender mejor el presente, donde el campo político se encuentra en permanente cambio, abierto a nuevas incorporaciones o trasvasamientos y en diálogo con la sociedad.

Notas
1 Serían innumerables los estudios a mencionar sobre el peronismo en períodos anteriores al que nos ocupamos en este artículo. Algunos estudios historiográficos dan cuenta -en parte- de dicha producción: Spinelli, M. E. 2007; Bisso, A. 2007.
2 La transición democrática es entendida aquí a la manera enunciada por Juan Carlos Portantiero como un "proceso extendido en el tiempo, cuya primera fase es el inicio de la descomposición del régimen autoritario, su segunda la instalación de un régimen político democrático que se continúa en un tercer momento en el cual, en medio de fuertes tensiones, se procura consolidar al nuevo régimen" (Portantiero, J. C. 1987, 262).
3 Sobre la composición social e ideológica del peronismo, cf. Ostiguy, P. 1997.
4 Este texto ha sido consultado a partir de las citas realizadas por Brachetta, M. T. 2007.
5 Entre otros trabajos que siguen esta perspectiva, vinculando la relación entre Estado y actores de poder económicos durante el gobierno de Menem, Sidicaro, R. 2002.
6 De los otros textos de la compilación, el de Atilio Borón aborda el experimento neoliberal y sus consecuencias y el de Ricardo Sidicaro analiza las consecuencias que la aplicación del liberalismo tiene en la relación entre Estado y sociedad, principalmente los sectores populares. El libro se completa con un artículo de Manuel Mora y Araujo, en el cual retoma y amplía el capítulo 5 de Ensayo y error, su libro publicado en 1991, al que haremos especial referencia unos párrafos más adelante.
7 Entiende por RSA al "conjunto complejo e históricamente situado de las instituciones y las prácticas que inciden en el proceso de acumulación de capital", incluyendo en él tanto la actividad de generación de ganancias como la toma de decisiones de inversión (Nun, J. 1995, 75).
8 Esta perspectiva es también utilizada por S. Levitzky (2005) de una manera más matizada e insertándola en otros problemas para comprender -como se verá- los cambios exitosos de la organización partidaria.
9 El autor entiende rutinización como "el proceso por el cual las normas y procedimientos se difunden entre los actores y son aceptados, acatados y hasta 'dados por sentado'". (Levitzky, S. 2005, 20).
10 Véanse las mesas temáticas dedicadas a historia reciente en las Jornadas Interescuelas - Departamentos de Historia, realizadas en Tucumán (2007) y Bariloche (2009).

La autora
Marcela Ferrari es Profesora del Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata, Investigadora de CONICET. Compiladora, junto a Fernando Devoto, de La construcción de las democracias rioplatenses. Proyectos institucionales y prácticas políticas, 1900 - 1930 (1994. Buenos Aires: Biblos); autora de Los políticos en la república radical. Prácticas políticas y construcción del poder (2008. Buenos Aires: Siglo XXI).

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