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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.13 no.1 Mendoza ene./jul. 2011

 

ARTÍCULOS

El lugar de la historia en tiempos de globalización: Un análisis a partir de Marc Abélès y Michael Hardt-Antonio Negri*

The Place of the History in Times of Globalization: An Analysis from Marc Abélès and  Michael Hardt-Antonio Negri

 

Tuillang Yuing Alfaro

Universidad Mayor

 


Resumen

El siguiente texto intenta abordar la relación existente entre los procesos de globalización-mundialización y ciertas concepciones de historia que le son solidarias. Para lo anterior apela a las reflexiones realizadas por Marc Abélès en Política de la supervivencia y Michael Hardt y Antonio Negri en Imperio. En ambos análisis se puede percibir la importancia que tiene la historia como soporte de los procesos globales que entremezclan lo político, lo económico y lo cultural, procesos que parecen avanzar, según el curso de la historia, y que permiten además dar referencia de sentido a los sujetos en sus procesos identitarios y de individuación.

Palabras clave: Historia; Globalización; Supervivencia; Imperio; Biopolitica.

Abstract

The following text tries to approach the relation between the globalization-mondialisation process and certain conceptions of history witch are solidary with them. For the previous thing, it appeals to the reflections realized by Marc Abélès in Politics of the survival and Michael Hardt and Antonio Negri in Empire. In both analyses it is possible to perceive the importance that takes the history as a support of the global processes that intermingle the politics, the economy and culture, processes that seem to advance according to the course that history has, and they allow to give in addition reference of sense to the subjects in his processes of identity and of individuation.

Keywords: History; Globalization; Survival; Empire; Biopolitics.


 

Presentación

Las líneas siguientes persiguen elucidar algunas cuestiones en relación a las nociones y perspectivas históricas que sostienen y fundamentan ciertos análisis sobre lo que se ha conocido como fenómenos de globalización y de mundialización, tal como son planteados por Marc Abélès y la dupla Michael Hardt y Antonio Negri. Revisando parte del trabajo de estos autores podemos advertir cómo se pone en discusión la manera como se piensa la historia y además cómo dicha discusión en su dimensión política puede ser reforzada por los análisis sobre el poder que realiza Michel Foucault a mediados de los años setenta.

Debemos primeramente detenernos en una cierta ambigüedad sufrida por los términos mundialización y globalización, la que obedece principalmente a distintos enfoques con que se ha denominado un fenómeno que se constituye en el cruce de dimensiones político-económicas. De esta forma, podríamos –sin ánimo de resolver el asunto– afirmar que la noción de globalización acentúa la mecánica que opera en los procesos económicos, y que a su vez, el término mundialización se utiliza con un sentido que da cuenta más bien de una dimensión política del mismo proceso que se caracteriza por la retirada de la hegemonía de los Estados-naciones y el desvanecimiento de fronteras culturales e identitarias rígidas. No obstante, por ahora vale la pena mencionar, en el caso de Abélès, que si bien el autor asume una cierta indistinción entre los términos, enfatiza el carácter de apertura de la globalización, vale decir, su mecánica de expansión: "el nuevo orden planetario se caracteriza por la intensidad del fenómeno de circulación, y por la amplitud de los flujos (hombres, capitales, informaciones). Así entendida, la globalización parece propicia para la construcción de un mundo menos estrecho" (Abélès, M. 2008, 41). Por otro lado, el autor señala el hecho de que "antes que nada, la mundialización es un fenómeno de orden cultural" (Ibid., 43) que dibuja un nuevo paisaje social a gran escala.

Por su parte, Hardt y Negri, prefieren atender a la lógica y a los efectos que este fenómeno provoca para capturarlos bajo el sustantivo de Imperio, categoría que señalaría las consecuencias políticas más rotundas de la globalización en una forma inédita. Con todo, para los propósitos que aquí se persiguen, no nos parece necesario extender la discusión, puesto que nuestro interés busca atender la noción de historia que estos procesos integran.

Si bien los análisis de los autores difieren en objetivos y enfoques, creemos que tanto Hardt y Negri, como Abélès, integran una pregunta por el rol de la historia en los procesos globales o, si se prefiere, una demanda por la forma de historicidad que sería solidaria con el fenómeno de la mundialización.

Abéles: política en la era del riesgo y el repliegue del futuro

En Política de la supervivencia, Abélès explora lo que a su juicio sería un tipo de relación con la política hasta ahora no suficientemente atendido por la teoría política más convencional. Según esta perspectiva, la preocupación por la supervivencia vendría a desplazar el enfoque político de la convivencia (convivance), vale decir, aquel que piensa la política como el lugar del acuerdo al alero de una comunidad plenamente constituida y que reposa sobre las más espesas ideas de la modernidad. Dice el autor:

"La hipótesis de este libro es que –al contrario de lo que a menudo se afirma– el surgimiento de un nuevo escenario transnacional es antes que nada el resultado, no la causa, de un cambio sin precedentes de nuestra relación con la política. Así, dicha relación se articula en adelante en torno a una representación que pone la preocupación por la vida y la supervivencia en el centro del actuar político" (Ibid., 12).

De esta manera, emerge una invitación a pensar un desplazamiento de lo político cuyos síntomas se advierten en la paulatina pérdida de validez de las instancias de representación que conforman las estructuras del Estado-nación. Atendiendo a un cierto sentir colectivo que desestima las estructuras políticas representativas más tradicionales, Abélès investiga los lugares, instancias e instituciones en los que se han depositado las inquietudes y proyectos políticos que la comunidad considera hoy más urgentes. De esta forma, se advierte, a modo de ejemplo, cómo las políticas estatales y los partidos políticos han ido cediendo terreno al papel que puedan desempeñar las ONG y las organizaciones "altermundistas" en la realización de expectativas que tienen hoy ciudadanos cuyo sentido de pertenencia ya no se inscribe tanto en la soberanía de un país como en la preocupación por emergencias e incertidumbres a escala planetaria. En este sentido, para Abélès, la globalización es una noción que cobra vigor si es atendida la aparición o emergencia de un global político, vale decir, un escenario transnacional, de escala planetaria que persigue una cierta proyección como tal, o que al menos diagnostica el estado de cosas existente con vistas a una transformación. No se trata, en todo caso, de la arremetida de una fuerza mayor que de modo autoritario se imponga por sobre las fuerzas del poder estatal. El nuevo escenario no se ha impuesto por una simple ley del más fuerte. Para Abélès, lo global político debe leerse como "la conjugación de modalidades de acción que se despliegan a escala planetaria y nos proyectan en un régimen de anticipación" (Ibid., 14), vale decir, se trata precisamente de que los elementos estratégicos gracias a los cuales el poder político guarda una cierta lógica o coherencia, se han deslocalizado, se han vuelto imposibles de consolidar ya sea por un dominio militar, político o económico. Más bien, todas estas dimensiones han permeabilizado sus fronteras y sus poderes de afectación y de impacto al punto que es imposible tomar resguardo total de lo que pueda suceder a una comunidad. El Estado-nación sigue ejerciendo su soberanía territorial y su control político, pero la imprevisibilidad se ha instalado en su funcionamiento volviéndolo, pese a todo, frágil y limitado. La política parece asentada sobre un mundo en que todo está más cerca, en que las fronteras económicas y sociales están abiertas y nada impide prever que un episodio de lo que antiguamente se llamaba Tercer mundo no afecte al Primer mundo: política de flujos, de redes hiperconectadas de tal forma que su control por parte de una instancia superior se vuelve imposible. Es el costo de lo global, y así, en este paisaje surge un escenario de precariedad que deviene luego en inseguridad: "lo que fragiliza a la gente es la percepción de una extraordinaria proximidad de lo lejano, fácilmente identificable, ya sea que se trate de un país de Europa del Este o de Asia" (Ibid., 45), trátase de una "interiorización por parte de los ciudadanos de los países desarrollados de un dato sencillo y conmovedor: nunca más estarán 'a salvo' de un más allá 'amenazante' hasta entonces limitado a los márgenes y hoy en día en condiciones de organizarse de manera muy 'moderna' y de irrumpir" (Ibid., 45).

El fundamento político que, a partir de la modernidad, puso el acento en la convivencia, gira en torno a la organización armónica de la ciudad como sostén del marco Estado-nación. Más allá de las divergencias que puedan existir en la gran gama de teorías y análisis políticos, como pueden ser el conflictivismo y el contractualismo, para Abélès, la política de la convivencia se organiza al alero de "la existencia real o potencial de comunidades estables" (Ibid., 109), vale decir, toda fricción apunta y descansa en el valor que tendría en sí misma una comunidad armónica como garantía incuestionable y meta de todo proyecto político. De esta forma, superando las discusiones en torno al origen o razón del vínculo político social, buena parte de la filosofía y teoría política occidental opera como si "el primer objetivo de los individuos fuera preservar ese tipo de comunidad cuya forma integradora más acabada representa el Estado-nación" (Ibid., 37). La convivencia hace de la estabilidad del colectivo un valor en sí, como un modelo ideal que permite, en último término, pasar revista a la implementación y ejecución de la gestión política de turno.

Ahora bien, es precisamente, este paradigma político el que se muestra insuficiente para poner en forma las demandas de los individuos actuales. No se trata, en todo caso, de una postura crítica que de manera reflexionada surgiría de la colectividad, sino de una percepción que de manera simbólica se ha instalado en el imaginario de los individuos, para quienes el escenario político en el que se encuentran instalados conlleva una fatiga de los esquemas de la convivencia. Se respira entonces el reconocimiento de las limitaciones no sólo del Estado sino de una cierta cosa pública generalizada que ya no responde a las exigencias de un sobrevivir que se ha vuelto más complejo. Lo que cae en retirada no es solamente una mecánica burocrática del Estado-nación que se manifestaría demasiado torpe para el ritmo de los flujos y emergencias actuales, sino que también se revela frágil –y hasta ingenua– toda propuesta política que busque por sí misma la programación y proyección de una "ciudad" y una ciudadanía en armonía. Hoy asistimos a una cierta prepotencia de los hechos: "El hombre de Estado se pretende realista, es decir; que constata la impotencia de la cosa pública. (...) Todo sucede como si su papel [el de lo político] se redujera a acompañar –en tanto se pueda– la desilusión general, y a amortiguar; por lo menos con palabras, las sacudidas de la economía global" (Ibid., 49). Para Abélès se trata, como ya lo hemos anunciado, de una modificación más profunda, que trastroca la relación misma de los individuos con lo político, quienes ganan sentido en otro modo de aparecer de la política; una relación y un sentido que penetran finalmente en la manera en que el individuo se involucra con la historia y con el tiempo.

En efecto, lo que proporcionalmente, va teniendo lugar –nos dice Abélès– es otra representación del escenario político que permite al individuo reconocerse como perteneciente a un mundo que está amenazado, y que por tanto, amenaza su propia individualidad. Se asiste, por tanto, a la aparición de un colectivo político que respira bajo el telón de fondo de la incertidumbre y que hace de la vida –de la vida de todos– el soporte material de sus intereses, dando lugar, a la vez, a una relación del individuo con la política, hasta ahora inédita en nuestras sociedades. Los datos inmediatos de la política, vale decir, sus manifestaciones más patentes y cotidianas "tienen como punto común el proyectarnos fuera del espacio claramente delimitado de una comunidad nacional cuya historia y relativa homogeneidad dentro de sus propias fronteras son garantes de permanencia y tranquilidad. Como si algo se hubiera desarreglado y cada uno buscara aprehenderlo a su manera, imputando esta situación ya sea a un acontecimiento como el 11 de septiembre o a una causalidad que no dominamos como el recalentamiento del planeta. Esta percepción de impotencia se ha tornado la tela de fondo del actuar político "(...) Esta postura tiene como contrapartida una proyección hacia un interés colectivo más difuso que compete menos a la convivencia que a la supervivencia" (Ibid., 108).

En este punto es necesario destacar cómo el autor se permite apelar a la noción de biopolítica elaborada por Foucault a mediado de los setenta como un enfoque que permitiría describir estos procesos más plenamente1. Para Foucault, se trataba de mostrar cómo en el siglo XIX tras la categoría de población tenía lugar una preocupación por los individuos en cuanto padecientes de una suma de procesos vitales y orgánicos endémicos a la vida en ciudad, los que abrían, desde luego, el juego de su administración y clasificación. Para Foucault, la vida se vuelve objeto del poder político ya no bajo la amenaza de su aniquilación, como era prerrogativa del monarca –hacer morir– sino en cuanto cabe la posibilidad de su organización y disposición cualitativa –hacer vivir–. Con todo, lo que a Abélès interesa es la irrupción de la vida de la comunidad como eje central de la vida política con un protagonismo que hace palidecer la política en su dimensión de estabilidad y convivencia ciudadana:

"Entonces se puede hablar de una verdadera separación dado el crecimiento de una representación que coloca las preocupaciones de vivir y sobrevivir en el corazón del actuar político, mientras la problemática de la ciudad y de la relación entre el individuo y la soberanía queda en segundo plano" (Abélès, M. 2008, 105).

Ahora bien, es precisamente el impacto de la pregunta por la supervivencia en el mundo global, el que se desarrolla de la mano de una perspectiva histórica que percibe el futuro como incierto, incapaz de someterse al cálculo, y que por tanto echa una sombra enorme de angustias y amenazas sobre el conjunto de la sociedad.

Lo que Abélès presenta como "el fin de un futuro prometedor", sería entonces, el agotamiento e imposibilidad de que algún sujeto colectivo que se piense como "lo humano" se designe a sí mismo como protagonista y motor de la historia. Es por ello la importancia de detenerse en las diferentes nociones de historia y en las distintas concepciones temporales que organizan la historia, para percibir los supuestos que se hayan a la base de los problemas político-globales aquí sugeridos. Es el mismo Abélès quien lo señala:

"En esta perspectiva, la antropología del presente y de lo contemporáneo no puede eludir la reflexión sobre la temporalización. De esta manera, la imbricación del futuro y del presente, de lo virtual y de lo real ha aparecido como un elemento constitutivo del proceso político comunitario" (Ibid., 87).

En este intento el autor arranca precisamente de la eminencia de un fin de la historia –visibilizado sintomáticamente por el libro de Fukuyama– en que la humanidad ya no se reconoce necesariamente como partícipe de la historicidad que la envuelve, un régimen de historicidad que tenía en el nexo indisociable entre modernidad y progreso, su más fuerte referente de sentido.

Apelando a los aportes de Reinhardt Koselleck, Abélès pasa revista a la génesis de la noción de historia predominante en la modernidad, la que se atendía principalmente a una suerte de laicización del tiempo. Lejos de las matrices teológicas que miraban hacia el fin de los tiempos, hacia la redención y el calendario litúrgico como elementos organizadores de la temporalidad humana, la modernidad histórica y por cierto política, concibió una historia en la que la razón –elemento hegemónico y sustancial del hombre– tomaba el papel principal en tanto sujeto de la historia. De esta forma, la historia moderna es, por una parte, historia de la razón, y por otra constructora de una historia universal humana. La razón, en cuanto generadora de ciencia y progreso para el colectivo humano, se muestra capaz de prever y anticiparse al futuro, de adelantarse, por medio del método científico, a lo que puede acaecer. Se conjura entonces la amenaza del fin de los tiempos de forma apocalíptica tal como lo presentaba la revelación. La historia es totalmente historia del hombre y, en palabras de Abélès: "Entramos en un universo donde el futuro se piensa sobre la base de la probabilidad y deja lugar tanto a los cómputos como a las estrategias. Se trata de calcular la probabilidad de eventos susceptibles de ocurrir o no: el pronóstico sustituye a la profecía" (Ibid., 30). Con esas nuevas coordenadas, se abre un ritmo histórico que se aleja del simbolismo cíclico para precipitarse en la aceleración de la actualidad y que será el antecedente directo de la temporalización de la era global. No obstante, es necesario visualizar previamente la conexión entre modernidad histórica y política. En efecto, esta capacidad de conjurar el fin de los tiempos para, por el contrario, elaborar una historia de la humanidad permite hacer del progreso la bandera de lucha de todos los proyectos políticos modernos. Se trata, en todos los casos, de avanzar transformando el mundo, de hacerlo más humano, más habitable y, por sobre todo, menos doloroso. Es el fundamento de la política de la convivencia, que busca en todos los casos, aproximarse al mundo pacificado, a la comunidad armónica en la que el individuo, ya sea como ciudadano o como sujeto de derechos, tendrá la oportunidad de realizar sus virtudes plenamente. Así, la comunidad política es el único destino en cuanto permite cumplir la promesa moderna del individuo pleno. Será, desde luego, el Estado aquella instancia que se enarbole como representación más fiel de aquel proyecto de comunidad a conseguir y logrando en ese momento recaudar un mayor sentido de pertenencia.

Pese a las diferencias ideológicas, hay dos elementos que permiten establecer un paralelo en todas las figuras de la política moderna: por un lado la concepción de la política como vector emancipatorio, o si se quiere, como el lugar de realización de libertades individuales, que no tienen lugar sino en la comunidad. En segundo lugar, una consideración de la política en vínculo estrecho con el progreso y con la justicia, vale decir, la atribución a la política de la tarea de remediar los desequilibrios del progreso, y a su vez, de echar mano precisamente al progreso para el mejoramiento de la vida de los individuos. Como sea, se trata de una consideración de la política como el escenario de una racionalidad, o de la emergencia del escenario de la racionalidad política, la que de la mano del crecimiento económico y técnico, pueden dar respuesta a las metas de la paz social y el progreso de la humanidad. Es la fe ciega de la modernidad en la religión del progreso. Abélès señala: "La historia avanza, empujada por la modernización de la tecnología y el progreso de la industria" (Ibid., 24). Desde luego, "la religión del progreso" ha hecho de la historia el lugar de la realización de todas sus promesas, puesto que necesita el futuro, necesita el tiempo para poder conseguir realizar el porvenir.

Para el autor, llama la atención que pese a todos los acontecimientos históricos que golpearon al siglo XX, dicha fe en el progreso de la humanidad –anudada a los logros científicos y el progreso económico– se mantuviera con firmeza en el imaginario social. La polarización política, las guerras, las masacres, no impiden la aprobación general a un modelo de desarrollo que por el momento se concibe como único y unitario: "El hombre se elevó por encima del mono, e incluso llegó a la Luna. A este respecto, el principio de los años 70 es característico. Mientras en la Tierra, el sureste de Asia se desangraba por la guerra sufriendo los estragos de la tecnología militar americana, esta misma gran potencia ganaba su apuesta con el alunizaje de sus tres astronautas.

En esa época, la crítica al imperialismo de los Estados Unidos era virulenta. Sin embargo, la hazaña tecnológica se aplaude unánimemente como señal de progreso en la historia de la humanidad" (Ibid., 18).

El autor destaca la relación entre modernidad y progreso, que cobija la idea de una comunidad, o al menos un colectivo que se piensa a sí mismo como sujeto de la historia, vale decir, como conductor de una historia que no es otra que la de su propio destino.

Ahora bien, para Abélès, es precisamente este estatuto de la humanidad en referencia a la historia el que comienza a fatigarse hacia fines de los años 80. La caída del Muro de Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética inauguran un panorama político sin lugar a la ambigüedad ni al conflicto, provocando que un modelo de desarrollo se instale hegemónicamente. Se vislumbra un mundo donde antes se percibía un dualismo. El mundo político tiene un triunfador. Sin embargo, dicha victoria es tan solo aparente puesto que da paso, casi de forma inmediata, a la invasión del escepticismo en la política. Los ideales y las ideologías hacen su retiro frente a altísimas dosis de desidia y desilusión frente a una política que se muestra cada vez más inútil y lejana.

Este panorama tiene, desde luego, un correlato en lo que se refiere a la consideración que los individuos hacen del tiempo y la historia. En este nuevo contexto, el modernismo, o la fe en el progreso de la técnica declina a favor de la incertidumbre. El avance del tiempo se hace tan acelerado que ya la humanidad no es capaz de conducir ni controlar el avance de su propio despliegue sobre la Tierra; solo queda prepararse para una eventual catástrofe, asegurarse ante un eventual descarrilamiento del tren de la historia. Asistimos, como lo señala Abélès, al fin de un futuro prometedor. "¿No estamos frente a una verdadera crisis del porvenir? El siglo XX ha sido el crisol de las ideologías que subordinaban el presente al porvenir al estar obsesionadas por el loco proyecto de construir un 'hombre nuevo'. De ahora en adelante es muy distinta nuestra concepción del tiempo" (Ibid., 32).

El avance del tiempo ya no es considerado necesariamente como un avance de la humanidad hacia un final feliz. El progreso trae noticias de las masacres, de las catástrofes, de la imperfección de las tecnologías, y por supuesto, de la destrucción de las condiciones ambientales que permiten la existencia del género humano. La vida, esa a la que Foucault aludía al hablar de biopolítica, se vuelve protagónica en el más fuerte sentido de la palabra: se revela agonizante y amenazada. La política por su parte, se muestra impotente para acudir en su ayuda.

En efecto, para Abélès, el estrechamiento del espacio –por el cual lo lejano se vuelve próximo y por tanto acechante– va acompañado de un estrechamiento del tiempo que transforma todo en urgente: un acontecimiento cualquiera puede desencadenar una catástrofe al otro lado del globo, así lo han confirmado las distintas crisis económicas, por lo tanto, el futuro se vuelve incierto hasta el dramatismo. Las políticas de los Estados-naciones han entrado de esta forma en lo que el autor llama la era del riesgo: más que de una proyección hacia el futuro se trata de implementar medidas reactivas para atesorar un presente que frente a una virtual crisis siempre parece ventajoso. Todo lo que se muestra amenazante se muestra además veloz: no se trata necesariamente de amenazas violentas como podría ser el terrorismo y la seguridad, ni tampoco se reduce a la carrera armamentista, sino que se dibujan potenciales escenarios devastadores con rostros muy variados: crisis económicas, epidemias infecciosas, agotamiento energético, inseguridad ciudadana, catástrofes naturales y cósmicas, panoramas todos que además de atemorizantes se muestran incontrolables e incalculables: la humanidad se sabe incapaz tanto de anticipar su advenimiento como de calcular sus consecuencias. Ante ello, no queda más que la reserva y la precaución.

Así, asistimos a una suerte de historicidad sin apertura hacia al futuro. Un futuro que se enfrenta de espaldas, sin verlo de frente: "La incertidumbre se ha transformado en nuestro destino" (Ibid., 15). Esto ha conducido a un cierto repliegue sobre el presente: ya que el futuro es una amenaza desconocida, es mejor cuidar el ahora, proteger el precario dominio del tiempo que se tiene del instante. Para Abélès se trata en todo caso de la fuerza de la negatividad en la historia: es el temor ante lo virtual ante aquello que puede realizarse, ante los acontecimientos negativos, lo que lleva a vivir el presente como si fuera el mejor posible. Cabe entonces hablar de actualidad, vale decir de un ahora que agota toda potencia, toda posibilidad de otro escenario. Nuestro ahora es en acto, es actual ya que ha realizado, y por tanto liquidado toda posibilidad de otra cosa. La historia ha sacudido al hombre, lo ha sobrepasado y por tanto atemorizado: la humanidad ya no se atreve a cambiar la historia pues todo paso que dé en ese sentido puede llevarla a un abismo.

Hardt y Negri: el imperio como suspensión de la historia

Como ya se había mencionado, Hardt y Negri realizan un diagnóstico de la situación política mundial a partir de la resignificación de la categoría de Imperio. Ante todo, se trata de un diagnóstico que trata de dar cuenta del fenómeno de la globalización en sus dimensiones jurídicas, políticas, culturales e individuales. Con todo, lo que nos interesa mostrar es cómo en la aproximación que los autores realizan tiene un lugar relevante la concepción de historia en que se sustenta la política del imperio. No es casual entonces que el primer capítulo de su obra se denomine "La constitución política del presente" y que atienda a un ejercicio de la temporalidad que define una lógica de la soberanía hasta ahora inédita puesto que apela a un escenario político que se realiza como valor en sí mismo. El imperio, sería entonces una lógica de poder que pese a un cierto coeficiente de virtualidad, se presenta como una conformación política-económica indiscutible, un fin que se considera valioso, logrado y que no admite cuestionamiento.

Temporalmente se trata de una prepotencia del presente, de una imposición de lo dado –la lógica global del imperio– como ineludible y evidente. Ahora bien, ello supone por cierto una cierta manera de hacerse cargo de la historia, de la organización del pasado, presente y futuro, que conviene ir revisando.

Hardt y Negri, hacen suyos muchos de los aportes que Foucault realiza acerca de cómo analizar y pensar el poder. En ese sentido, el imperio no se localiza en un lugar específico, ni tampoco se refiere a un protagonista exclusivo, sino que desde un principio es calificado como descentrado y desterritorializado, funcionando no localizada ni jerárquicamente, sino por una mecánica de conjunto como una lógica de dominio y soberanía con dimensiones planetarias y por ende globales. Para los autores, vale la pena entonces, deslindar la noción de imperio de la de imperialismo, siendo esta última la que aludía al ejercicio de colonialismo económico y cultural llevado a cabo por los más poderosos Estados-naciones hasta la primera mitad del siglo XX y que mostraría señales de retroceso con el fin de la guerra fría: "El tránsito al imperio se da a partir del ocaso de la soberanía moderna. En contraste con el imperialismo, el imperio no establece ningún centro de poder y no se sustenta en fronteras o barreras fijas. Es un aparato descentrado y desterritorializador de dominio que progresivamente incorpora la totalidad del terreno global dentro de sus fronteras abiertas y en permanente extensión" (Hardt, M y Negri, A. 2002, 12).

Tal como era el caso del paradigma de la supervivencia de Abélès, el imperio no refiere a un esquema político que vendría a destituir el ejercicio político del Estado-nación, más bien se trata de otro orden de relaciones políticas en el que se inscriben, a partir de cierto momento, las estrategias y los esquemas políticos del Estado-nación, el que a su vez se encuentra en una red de relaciones que lo superan.

Ahora bien, para comprender de mejor forma cómo se llega a implementar este nuevo orden político global, los autores pasan revista de manera minuciosa a las innovaciones en el ámbito del derecho internacional que fueron configurando el panorama jurídico en el que se despliega el imperio.

El orden mundial que permite la dinámica de la globalización y posteriormente la del imperio emerge, según los autores, de la mano de la aparición de formas jurídicas con roles y atribuciones supranacionales. Paradigmáticamente el análisis señala a las Naciones Unidas y realiza una genealogía de su emergencia donde los aportes del jurista alemán 3 Hans Kelsen2 cobran enorme protagonismo. Es, por cierto, a partir de las dos Guerras Mundiales que se hace patente la necesidad de establecer un orden internacional que convocara las políticas internas de los Estados: "En efecto, puede considerarse que la creación de las Naciones Unidas es la consolidación de todo este proceso constitutivo, una culminación que revela las limitaciones de la noción de orden internacional y a la vez apunta más allá, hacia una nueva noción de orden global" (Ibid., 20).

Un orden global que se considera desde ese momento como indispensable, pero que además permitió ir organizando paulatinamente otra guerra: la de las transacciones mercantiles por las cuales los Estados y las transnacionales están atravesados. En otras palabras, la necesidad de organizar un dispositivo que a escala planetaria velara por la paz, abrió el escenario para que el planeta pudiese asimilarse a la lógica del mercado. Solo al interior de esta disposición política, económica y cultural, los individuos pondrían a resguardo su bienestar. De esta forma, la globalización en su dimensión económica se fue anudando a un estado de cosas que significa también la paz y la armonía para el total de las gentes que habita el planeta. Por la misma razón, todo que lo parezca entorpecer este orden global se considera peligroso para la convivencia y la tranquilidad del orden planetario que se estima de por sí, el mejor de los ordenes posibles. Hardt y Negri advierten:

 "El imperio se está materializando ante nuestros ojos. Durante las últimas décadas, a medida que se derrumbaban los regímenes coloniales, y luego, precipitadamente, a partir de la caída de las barreras interpuestas por los soviéticos al mercado capitalista mundial, hemos asistido a una globalización irreversible e implacable de los intercambios económicos y culturales" (Ibid., 11).

Se trata de la materialización de un orden que reúne al poder político con el poder económico y que funciona bajo la lógica del no residuo, vale decir, con la inclusión de la totalidad de las relaciones humanas, dominando desde la configuración del orden político hasta el extremo más íntimo de los individuos.

En efecto, por una parte, el imperio descansa al amparo de la fuerza de la excepción3, es decir, sobre el respaldo de una fuerza –militar y económica– que está lista en todo momento para intervenir en nombre de la estabilidad del imperio mismo. Lo anterior revela una de las paradojas que son constitutivas a la lógica del imperio: el ejercicio y uso del poder se presenta como legítimo en la medida que se muestra como ya constituido y que, a su vez, su misma constitución es garantía de paz: el imperio está en orden. Por lo anterior, todo conflicto que al interior de su régimen tenga lugar, en vez de manifestar precisamente que un estado de cosas pacífico aún no se ha conseguido, en vez de dar cuenta de una meta a cumplir para lograr ese orden, es llevado a la reducción y negación ya sea por la fuerza o por la asimilación al mercado. En el imperio la emergencia de pugnas es minimizada o extinguida y, para ello, se acoge eventualmente al poder de la fuerza. Así, el imperio siempre está en orden porque su concepto es en sí mismo garantía del orden y su tarea permanente es fagocitar el desorden: "el imperio se forma no sólo sobre la base de la fuerza misma, sino también sobre la capacidad de presentar dicha fuerza como un bien al servicio de la justicia y de la paz. Todas las intervenciones de los ejércitos imperiales responden a la demanda de una o varias de las partes implicadas en un conflicto ya existente. El imperio no nace por propia voluntad, antes bien, es convocado a nacer y se constituye sobre la base de su capacidad para resolver conflictos" (Ibid., 29).

En el otro extremo Hardt y Negri señalan como elemento central del imperio su poder de inmiscuirse en la subjetividad de los individuos, o sea, de producir modos de vida de acuerdo al orden y la lógica que el imperio levanta. Para llevar a cabo estos análisis, los autores apelan a la categoría de biopolítica a la que ya hicimos mención, pero deteniéndose, no tanto en su dimensión negativa –la amenaza a la supervivencia como lo hacía Abélès– sino más bien en el carácter positivo de la reproducción. En el capítulo denominado justamente La producción biopolítica, Hardt y Negri se acogen a los aportes de Foucault para mostrar cómo la población –noción elaborada e implementada para las políticas urbanas del siglo XIX– es el dispositivo preciso para el control normativo de diferentes modos de vida solidarios con la administración estatal. No obstante, los autores apelan a la interpretación que Deleuze realiza sobre el tema (Deleuze, G. 1990: 240) y que, en cierta forma, pone al día los análisis de Foucault en relación a la constitución del mercado global. De esta forma, la producción del imperio se levanta no desde el rigor de una sociedad disciplinaria sino desde la cómoda acogida de una sociedad de control. Esto permitiría el coeficiente de "libertad" que el individuo requiere para asumir voluntaria y mecánicamente su labor de portador de la cadena imperial. Así, el individuo es siempre cooptado en sus modos de vida, los que van a cada momento demandando necesidad, consumiendo elaboraciones (como el bienestar, la seguridad, el estatus y otros) que lo condicionan a integrarse al imperio en la medida que este se presenta como el escenario en que puede dar satisfacción a sus necesidades.

Desde luego, esto implica que el individuo colabore, y que incluso, la noción que se tiene de individuo deba ser revisada, a la vez que el delineamiento más tradicional de la política, que la encierra en los márgenes de la representación y de la voluntad consciente, deba ser también extendido y profundizado. Hardt y Negri señalan: "Sin embargo, el poder –y Michel Foucault no fue el único que nos lo enseñó– teme y desprecia el vacío. El nuevo paradigma funciona ya en términos por completo positivos y no podría ser de otro modo"4.

Más allá de la referencia a Foucault, la cita permite atender a la producción de realidad que está a la base del imperio, y que desde luego le permite su ilimitada cobertura. No se trata meramente de una soberanía territorial que encierre a los individuos bajo el mandato imperial, sino que es el mismo individuo quien, en cuanto producido por el imperio, no puede sino llevar al imperio, siempre, a nuevos límites.

Ahora bien, el imperio elabora y realiza una cierta concepción de historia que es solidaria de la concepción moderna de la historia a la vez que la agota y la consume. Se trata, en efecto, del hecho de que la globalización económica y la mundialización cultural han sido presentadas como procesos progresivos. Vale decir, apelan a un cierto avance de la historia que radicaliza el concepto moderno de derecho que descansaba sobre el progreso y avance del Estado soberano como eje fundamental. No obstante, bajo la lógica del imperio la globalización ya no es tan solo un proyecto de modernización sino un hecho, aparece como una suerte de desenlace histórico y en ese sentido como el final de la historia. Se evidencia de esta forma el carácter "ominabarcante" que hace del imperio un paradigma inédito: el imperio sujeta al escenario presente todo residuo del pasado –lo vuelve su pasado– a través de la causalidad o de la organización dialéctica de los acontecimientos. En segundo lugar, el imperio sujeta al presente todo eventual futuro. Invita a mirar el mañana dentro de las coordenadas de lo que hoy es posible. En fin, el imperio detiene, a través del relato prepotente de la facticidad, toda la historia en la más evidente actualidad. El imperio actualiza la historia; la realiza, la vuelve efectiva a la vez que la agota, restándole todo coeficiente de potencia y de posibilidad. Hardt y Negri lo enuncian desde un comienzo: "El concepto de imperio se caracteriza principalmente por la falta de fronteras: el dominio del imperio no tiene límites. Ante todo, pues, el concepto de imperio propone un régimen que efectivamente abarca la totalidad espacial o que, más precisamente, gobierna todo el mundo 'civilizado'. Ninguna frontera territorial limita su reino. En segundo lugar, el concepto de imperio no se presenta como un régimen histórico que se origina mediante la conquista, sino antes bien como un orden que efectivamente suspende la historia y, en consecuencia, fija el estado existente de cosas para toda la eternidad" (Ibid., 14).

En efecto, el imperio señala la realización de la idea moderna de un orden global, de una comunidad absoluta, actualiza la pretensión de orden internacional político y económico en una noción –la de globalización– que pese a no poseer un correlato concreto que lo determine y localice, funciona y determina el ejercicio de las relaciones singulares, individuales, colectivas y simbólicas.

Así, al nivel de la percepción social más cotidiana, la organización de las relaciones humanas se presenta como un dato, como un panorama que no admite transformación. El presente, o mejor dicho, la actualidad, se deja ver como un escenario desmarcado de toda historicidad, de toda proyección y de todo posible cambio: "En la perspectiva del imperio, ése es el modo como siempre serán las cosas y el modo como están destinadas a ser. En otras palabras, el imperio no presenta su dominio como un momento transitorio dentro del movimiento de la historia, sino como un régimen que no tiene fronteras temporales y, en este sentido, está mas allá de la historia o en el fin de la historia" (Ibid., 14).

De esta forma, los individuos no tienen más alternativa que la de reconocerse en las condiciones que el imperio ofrece como orden necesario. El imperio lleva a cabo la operación de borrar fronteras al interior de su dominio, dentro de lo que delimita su extensión. De esta forma el imperio no guarda relación con ningún afuera posible en que la subjetvidad pueda desplegarse. El devenir temporal se ha detenido en el diagrama que las relaciones políticas, económicas y culturales dibujan al interior del imperio como una fotografía del único futuro al que se puede optar.

Conclusiones

Puede observarse entonces la necesidad de establecer análisis que permitan dilucidar los patrones temporales que cimientan el funcionamiento de los procesos de globalización y mundialización. Lo anterior revela también los diferentes relatos que respaldan dichos procesos en términos de historia. Sin embargo, los alcances que el sentido de pertenencia tenga en los procesos de subjetivación de los individuos, está lejos de ser resuelto. Con todo, puede vislumbrare la urgencia de convocar reflexiones que integren por una parte los modos en que los sujetos construyen su individuación y, por otro lado, el coeficiente de sentido que nutre a la misma individuación y que es extraído del reconocimiento que el sujeto hace de sí mismo al interior de una trama histórica, vale decir, de organización temporal.

En esta perspectiva hemos visto que para Abélès, se revela una concurrencia entre individuo, política y racionalidad efectiva a través del paradigma de la supervivencia, el que conlleva una desaparición o desvanecimiento de las expectativas y el temor global ante la posibilidad de un fin de mundo a escala humana (agotamiento de recursos, imprevisibilidad de los acontecimientos).La política de la mundialización se establecería meramente como la gestión de dichos riesgos y como una instancia que pretende disminuir los costos de eminentes crisis y catástrofes. En este panorama, el individuo conforma su subjetividad en un repliegue sobre el presente que consume futuro y pasado en una Historia global única.

Por su parte, Hardt y Negri se valen de la noción de Imperio para intentar una lectura del fenómeno de la globalización. Para los autores, los ejes que definen la globalización pasan principalmente por un agotamiento del imperialismo colonial del Estado que da paso a una nueva lógica de soberanía a escala planetaria que define el mundo y la necesidad de su administración. Existe también una determinada conceptualización de la historicidad solidaria de este mundo-global. Según ella, la globalización representa la consolidación de una idea de Historia Universal que se vendría perpetuando y robusteciendo desde la modernidad. De esta forma, el orden planetario actual sería el resultado de un pasado señalado por el progreso y el orden. La retirada de las fronteras al interior de un dominio político económico es una escena a la cual arrastra la Historia con necesidad, imposibilitando la emergencia de todo futuro posible, vale decir de un cambio eventual. El Imperio se desmarca de una historia en curso, se ofrece a sí mismo como fin de la historia, como detenimiento del devenir y suspensión del relato histórico, fosilizando el estado existente de cosas para toda la eternidad. El Imperio es también una racionalidad histórica dominante y coercitiva que nombra el presente como el único posible y es más, reduce las historias posibles y sus acontecimientos en un tiempo lineal y hegemónico en que todo lo que está por venir es igual al hoy. Con todo, emergen algunos nudos teóricos que conviene estimar: en primer término, lo anterior conduce a que el único límite que tiene el esquema general de las relaciones de poder se encierre en los límites territoriales y simbólicos de la misma humanidad, vale decir, el mundo. Es aquello lo que le da el carácter de global y mundial al Imperio que se realiza o materializa proporcionalmente a la territorialización política-económica. Sin embargo, los autores sugieren una serie de hipótesis en cuanto a la participación de los sujetos, de los individuos en dicha realización. Cómo entender la subjetivación y la individuación dentro de procesos que entremezclan el deseo, la necesidad, el lenguaje, la colectividad y la posible emergencia de singularidades colectivizadas (el caso de la Multitud) son algunas de las variables que no están del todo agotadas.

De esta forma, podemos afirmar que los planteamientos de Abélès, por una parte, y de Hardt-Negri, por otra, no son en ningún caso incompatibles. De alguna manera, la tesis de la supervivencia solidifica la dimensión simbólica de la historia que en las tesis de Negri y Hardt estaba sugerida pero no profundizada: el individuo desea por temor, inseguridad y angustia, aferrarse al presente histórico que le entrega la mundialización. Aquella suspensión de la historia a la que aluden Hardt-Negri, se comprende de mejor manera si se añade el hecho de que cualquier intento de avanzar en la historia o transformar la historia, conlleva el fantasma de una catástrofe inminente, de un porvenir ante el que lejos de proyectarse, los individuos son asechados por riesgos que comprometen al mundo entero y ante los cuales la política se muestra impotente.

Quedan pendientes las preguntas por el papel de la subjetividad y del individuo en este panorama que, como ya señalamos, rompe las barreras entre lo que es político, económico, cultural y que incluso penetra en la dimensión más íntima de los sujetos, según la cual elaboran su vida. Creemos que la noción de biopolítica, que ambos autores traen a colación, permite, ya sea con un acento negativo –como en el caso de Abélès– o en consideración de su productividad –como muestran Hardt y Negri– levantar la pregunta por las fuerzas vitales que se comprometen en la elaboración y construcción de un escenario social que se pretende global. La pregunta por cómo la vida, en sus más diversas dimensiones, se hace parte de la materialización de la globalización, y a su vez, la cuestión por cómo la vida, en cuanto potencia de individuación y singularidad, es capaz de hacer posible otros mundos, son, todas ellas, preguntas que abren nuevos horizontes de investigación.            

Notas

* Esta investigación ha sido desarrollada en el marco del Proyecto Ecos – Conicyt n° C08H01: Simbolismo y representación de los procesos de individuación en el cuadro de una antropología de la mundialización, realizado entre el Magíster en Etnopsicología de la PUCV y el Laboratorio de Antropología de las Organizaciones y las Instituciones Sociales (LAIOS), de l'École des Hautes Études en Sciences Sociales de París (EHESS).

1 Cfr. Foucault, M. 1997, 240 y siguientes.

2 Kelsen influye notoriamente en el marco jurídico que nutre la Organización de las Naciones Unidas. De inspiración kantiana, el jurista lleva al límite el proyecto moderno de "la paz perpetua" en la medida que dicho proyecto encarnaría al sentido histórico mismo, como superación del límite del Estado-nación. La organización a escala supraestatal y transnacional aparece entonces como un orden jurídico necesario, dadas las atrocidades de la guerra, y cuya necesidad debe corresponderse con la superación de la idea moderna de soberanía. Para una profundización del análisis en referencia a Hardt y Negri, véase Cfr: Rojas, S. 2007.

3 Sobre la excepción como paradigma de la política contemporánea véase Cfr. Agamben, G. 1998.

4 Hardt, M. y Negri, A. 2002, 27. Acerca de los aportes que Foucault realiza para re-pensar la mecánica de las relaciones de poder véase: Cfr Foucault, M. 2000, p. 110 y siguientes.

Bibliografía 

1 Abélès, Marc. 2008. Política de la supervivencia. Buenos Aires: Eudeba.         [ Links ]

2 Agamben, Giorgio. 1998. Homo Sacer I. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos.         [ Links ]

3 Deleuze, Gilles. 1990. Post-scriptum sur les sociétés de contrôl. En Pourparlers. Paris: Éditions de Minuit.         [ Links ]

4 Foucault, Michel. 1997. Il faut défendre la société. Cours au Collège de France. Colección Hautes Études. París: Gallimard, Seuil.         [ Links ]

5 Foucault, Michel. 2000. La voluntad de saber. Buenos Aires: Siglo XXI.         [ Links ]

6 Hardt, Michael y Antonio Negri. 2002. Imperio. Buenos Aires: Paidós.         [ Links ]

7 Rojas, Sergio. 2007. El problema de la historia en la filosofía crítica de Kant. Santiago: Editorial Universitaria.         [ Links ]