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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

On-line version ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.14 no.2 Mendoza Dec. 2012

 

ARTÍCULOS

El espíritu público en la era democrática. Tocqueville acerca de la esfera pública y de la cultura política

The Public Spirit in Democratic Age. Tocqueville on Public Sphere and Political Culture

 

Juan Antonio González de Requena

Universidad Austral de Chile

 


Resumen

El actual debate sobre el papel de la "esfera pública" en la política moderna no asume un concepto único de lo "público". La reconstrucción habermasiana de la esfera pública enfatiza la apertura inclusiva de la interacción discursiva a través de la sociedad civil, pero también sus efectos políticos al proveer legitimación reflexiva y una formación racional de la opinión. La esfera pública también se relaciona con el aparecer en común y actuar juntos; o es vinculada con la cultura política, con los códigos sociales de expresión y los modos de presentación entre otros, con la opinión pública y con los múltiples públicos de la sociedad civil moderna. Tocqueville propone una interpretación matizada y multidimensional del espíritu público en la revolución democrática moderna. De ese modo, va más allá de las interpretaciones del espacio público racionalistas e idealizadas (como un ámbito comprehensivo de consenso discursivo); a través de la interpretación de Tocqueville de la sociedad y la cultura pública democráticas, se esboza la posibilidad de una esfera pública descentrada y asimétrica.

Palabras clave: Esfera pública; Espíritu público; Opinión pública; Publicidad letrada; Cultura política.

Abstract

Current debate over the role of "public sphere" in modern politics does not presuppose a single conception of the "public". Habermas' reconstruction of public sphere stresses the inclusive openness of discursive interaction through civil society, but also its political effects in providing reflexive legitimization and a rational formation of opinion. Public sphere is related also to appearing in common and acting together; or it is linked with public political culture, with social codes of expression and modes of presentation between others, with public opinion and with the multiple publics of modern civil society. Tocqueville proposes a qualified and multidimensional interpretation of the public spirit in modern democratic revolution. So, he goes beyond rationalist and idealized interpretations of public sphere (as a comprehensive realm of discursive consensus); through Tocqueville's interpretation of democratic society and political culture, the possibility of a de-centered and asymmetrical public sphere is outlined.

Key words: Public Sphere; Public Spirit; Public Opinion; Literate Publicity; Political Culture.


 

La esfera pública como imaginario social moderno

a idea de "espacio público" ha marcado gran parte de la discusión teórico-política contemporánea, que tan pronto gira en torno a la erosión de la esfera pública o a la irrupción de nuevas esferas públicas, como promete un re-encantamiento de la política mediante la revitalización del espacio público. A estas alturas, la concepción de una "esfera pública" parece constituir una dimensión esencial del imaginario social moderno, esto es, de la auto-comprensión del trasfondo de sentido y del orden moral, que enmarcan el significado de nuestras prácticas, léxicos e instituciones compartidos (Taylor, C. 2006, 37-45). Como sostiene Taylor, la esfera pública moderna conforma un orden de sentido central dentro de la sociedad moderna, en la medida en que instaura un ámbito secularizado y extraoficial de intercambio comunicativo y de formación de opinión común. De ese modo, la esfera pública posibilita una nueva auto-comprensión social, tan autónoma y racionalmente vinculante, como impersonal e imparcial (por encima de cualquier perspectiva privada o parcial, y exterior respecto a la esfera del poder). Pero, además, la esfera pública contribuye decisivamente al imaginario social moderno, al sostener un tipo de iniciativa compartida, o un sentido de "agencia" colectiva, que consagra la autodeterminación racional de la actividad humana en común, sin que sea preciso acudir a alguna fuente trascendente o fundacional de significado (Ibid., 105-123).

Sin duda, la auto-comprensión contemporánea de la esfera pública se enmarca básicamente dentro de cierta reconstrucción histórico-filosófica de la publicidad, ésa que Jürgen Habermas llevó a cabo en su obra sobre la transformación estructural de la esfera pública moderna (Habermas, J. 1994). En efecto, numerosas reflexiones sobre la public sphere reconocen la deuda teórica con Habermas, y parten de la caracterización habermasiana al realizar descripciones y redescripciones del espacio público moderno. Al fin y al cabo, Habermas propone una reconstrucción de la esfera pública, que no deja de tener cierta verosimilitud descriptiva e idealidad normativa. No sólo ha sido un referente para numerosos análisis históricos sobre el surgimiento de esferas públicas en escenarios epocales específicos, sino que, además, permite concebir la legitimación crítico-emancipatoria de las instituciones del Estado democrático de derecho, mediante la deliberación ejercida en la esfera pública (ese ámbito que hace posible aunar los derechos de participación y la formación racional de la voluntad y la opinión política).

En la reconstrucción habermasiana, la esfera pública (Öffentlichkeit) constituye cierto ámbito social en que las personas privadas se reúnen en calidad de público. De ese modo, el espacio público se extiende reticularmente a través de la sociedad. Comprende la intimidad subjetiva en que las personas se autoconciben mediante la conversación letrada. Atraviesa el ámbito de la privacidad burguesa, del intercambio mercantil entre propietarios y de la concurrencia de intereses generalizables. Se articula tanto en la publicidad literaria de la circulación cultural y los públicos letrados, cuanto en la publicidad política de los grupos deliberantes y la discusión de las decisiones públicas (Ibid., 65-68). A pesar de su compleja articulación, la esfera pública moderna conforma un ámbito comprehensivo -abierto, accesible e inclusivo-, sostenido fundamentalmente en el discurso compartido, la interacción comunicativa, la deliberación crítica y el entendimiento intersubjetivo (Ibid., 117-120). En este modelo de la publicidad burguesa -que Habermas reconstruye e idealiza-, la esfera pública establece un nexo entre el raciocinio público, la fundamentación legislativa del poder político y la crítica de su ejercicio (Ibid., 205). De esa manera, la publicidad, en su forma específicamente burguesa, garantizaba complejas formas de mediación tanto de la subjetividad, como de la sociedad y del poder político; hacía posible la mediación reflexiva de la autoconciencia, la mediación deliberativa de las necesidades sociales y la mediación crítica de las iniciativas políticas. También en nuestros actuales Estados democráticos de derecho, el ámbito social del espacio público constituye -para Habermas- un entramado de redes de comunicación cultural y política, que posibilitan la participación de los ciudadanos como público. Desde esa perspectiva, el espacio público conforma un entorno extra-estatal que provee señales para la administración del Estado; se trata de un entorno en el que se problematizan ciertos temas, se elaboran racionalmente las propuestas y se forma discursivamente la opinión. Según Habermas, en este ámbito social de la esfera pública cabe ejercer influencia público-política, pero, además, se puede obtener legitimación pública (Habermas, J. 2000, 439-446).

La concepción habermasiana de la esfera pública marca ciertas diferencias con otras dos influyentes visiones contemporáneas de la condición de publicidad: la de Hannah Arendt y la de Richard Sennett. En el curso de su reflexión sobre la actividad política, Arendt remite lo "público" a un espacio de aparición en que los hombres actúan en común y se comunican discursivamente (Arendt, H. 2005, 224-226). En ese sentido, la esfera pública de aparición constituye un ámbito en que tiene lugar nuestra presentación en común, así como la presencia y el reconocimiento interhumanos; sostiene un nexo compartido y nos reúne en torno a un mundo común, pero también nos separa y distingue. La esfera pública -según Arendt- es aquello que está en medio y entre nosotros; no sólo posibilita la coexistencia de múltiples perspectivas diferentes de un mundo compartido, sino, además, la manifestación y reconocimiento de la distinción de nuestro punto de vista (Ibid., 73 y 77). Semejante espacio de aparición potencial y de interacción en común es la fuente de un poder vinculado a la acción concertada y a la iniciativa compartida; de hecho, resulta presupuesto por toda constitución formal de una esfera pública y de una estructura política (Ibid., 225). Sin embargo, la esfera pública arendtiana no coincide exactamente con la concepción habermasiana de la publicidad: para Habermas, Arendt considera el espacio de aparición en común como un ámbito de comparecencia plena e interacción transparente, que autoriza la iniciativa compartida y el poder común; pero, de esa manera, se oblitera la distribución del poder administrativo y los conflictos sociales por el posicionamiento en ese poder administrativo (Habermas, J. 2000, 215-218).

En el caso de Richard Sennett, el espacio público se caracteriza como un "dominio público" y una "región especial de la sociabilidad", en las cuales tiene lugar la interacción y expresión compartida, al margen del dominio íntimo de la familia y los amigos cercanos (Sennett, R. 2002, 47-49). El espacio público, asociado básicamente al ámbito de la ciudad y a los escenarios urbanos, hace posible el contacto entre extraños y grupos sociales distintos, aunque también sostiene las distancias para una observación íntima, esas barreras sociales que posibilitan la sociabilidad. En suma, -para Sennett- la vida pública responde a la teatralidad de la autopresentación social ante otros, así como a la expresión colectiva y a la escenificación de convenciones expresivas compartidas. En ese sentido, Habermas le reprocha a Sennett el haber privilegiado la publicidad representativa, es decir, el espacio público en que se representa la notoriedad y la teatralidad de la expresión pública (que era característico del Antiguo Régimen). Así, pues, Sennett omitiría lo específico de la moderna publicidad burguesa en que se centra la reconstrucción histórico-filosófica habermasiana: ese ámbito extra-estatal en que los sujetos privados, reunidos como público, deliberan racionalmente en común y pueden aportar una legitimación crítico-reflexiva del poder público-estatal (Habermas, J. 1994, 7).

Ciertamente, la concepción habermasiana de la publicidad articula bastante bien esa dimensión clave del imaginario social moderno que es la idea de esfera pública inclusiva, abierta y autónoma. Tal vez, el principal problema de esa reconstrucción histórico-filosófica del espacio público consiste precisamente en que retrata demasiado bien el imaginario social moderno: aporta una representación tan imaginaria e idealizada, como normativista y consensual, de la auto-comprensión social moderna. En el afán de establecer un nexo entre la publicidad social de los intercambios mercantiles, la publicidad cultural de los públicos letrados y la publicidad de la deliberación política (un vínculo que Habermas encuentra en los presupuestos de la argumentación discursiva, la racionalidad comunicativa, el auto-entendimiento crítico-reflexivo y el entendimiento intersubjetivo), se introduce una versión demasiado comprehensiva de la esfera pública. Se trata de cierta concepción del espacio público como un único ámbito comprehensivo -racionalmente regulado, inclusivamente abierto, universalista e imparcial - de concurrencia de opiniones e interacción comunicativa, en el cual tendría lugar la formación discursiva de la opinión pública y la legitimación crítico-reflexiva de las políticas públicas del Estado. Y es que, de ese modo, se corre el riesgo de nivelar las distintas dimensiones de la publicidad (la publicidad política de las instituciones públicas, las corrientes de la opinión pública, las redes de comunicación pública o los públicos de la industria cultural), que aparentemente no son "públicas" en el mismo sentido.

No es de extrañar que John Rawls -otro reconocido teórico de la razón pública que sustenta las instituciones de la democracia constitucional- le haya objetado a Habermas el basar su concepción de la esfera pública en una visión filosófica comprehensiva de la razón comunicativa y de la situación ideal de discurso, como presupuesto de las distintas visiones sociales sustantivas de la vida buena. Para Rawls, la esfera pública habermasiana nos remite al trasfondo cultural de la sociedad civil, o a esa cultura de base de la sociedad que comprende todo tipo de visiones comprehensivas y de asociaciones (universidades, iglesias, sociedades científicas, etc.) que las sostienen. Pero ese punto de vista de la sociedad civil, en el que todas las visiones comprehensivas de la vida esgrimen sus razones y debaten infinitamente, conforma la cultura social y no la cultura política (Rawls, J. 1998, 84-89). Y es que -para Rawls- la razón pública, que hace posible deliberar la más razonable concepción de la justicia política y establecer un esquema equitativo de cooperación social, no concierne a la cultura social de base o a los medios de comunicación social, sino que se restringe a las cuestiones que caen en el foro político público (el discurso de los tribunales, de los poderes del Estado, de los funcionarios públicos y de los candidatos políticos a cargos públicos). Según Rawls, la cultura política pública incorpora una idea de razón pública, que es "pública" tanto por su sujeto -al ser la razón del público de ciudadanos libres e iguales-, como por su contenido -asuntos constitucionales y cuestiones de justicia política- y por su forma -la justificación pública a partir de la argumentación razonable (Rawls, J. 2001, 155-164). En suma, frente a la visión comprehensiva, racionalista y normativista de Habermas, Rawls introduce un sentido acotado de la esfera "pública", centrado en la cultura pública política de las democracias constitucionales. De ese modo, se renuncia a subsumir la publicidad política y los públicos sociales, bajo una esfera pública única y comprehensiva; la razón pública rawlsiana se limita a lo políticamente razonable para los ciudadanos de una democracia constitucional, y deja de lado las pretensiones de validez absoluta de alguna doctrina global de la vida social, incluida la reconstrucción filosófica de la racionalidad comunicativa en la ética del discurso habermasiana.

Por otra parte, así como no conviene nivelar la cultura público-política con la esfera pública comprehensiva, tampoco habría que identificar la opinión pública moderna con la esfera pública habermasiana, esto es, con un ámbito de publicidad racionalmente conformado y portador de una razón discursiva tan crítica como reflexiva. En tanto que fenómeno social moderno, la opinión pública no se refiere a algún tipo de contenido o agenda particular (como la alta política o las cuestiones públicas esenciales), sino que -como sostiene Elisabeth Noelle-Neumann- se refiere genéricamente a los procesos de control social y conformación psico-social de las opiniones en situación de anonimato social; de hecho, comprende asuntos tan triviales como las cambiantes corrientes de la moda. No en vano, a la formación de la opinión pública, subyacen ese temor al aislamiento y esa desaprobación sociales que hacen posible cierta espiral de silencio: las opiniones divergentes se acallan progresivamente y triunfa la presión de la opinión mayoritaria. En ese sentido, la opinión pública no puede limitarse a la publicidad política, ni se reduce a la opinión publicada o a los públicos letrados, ya que comprende fluidas expresiones de opiniones y comportamientos socialmente condicionados, sin otro común denominador que la presión de la actualidad (Noelle-Neumann, E. 1979). Ciertamente, la opinión pública cumple funciones de integración y estabilización social, así como establece prioridades en la agenda social y provee una legitimidad basada en el consenso y en la presión hacia la conformidad. Pero la opinión pública no puede ser asimilada a un ámbito de formación racional de la voluntad común y a una esfera comprehensiva de legitimación crítico-reflexiva de la agenda política, mediante el entendimiento discursivo.

La visión comprehensiva de la esfera pública en la reconstrucción histórico-filosófica habermasiana ha suscitado algunas críticas relativas al olvido de las esferas públicas subalternas, que surgen en oposición a la publicidad burguesa, con formas institucionales y trasfondos normativos distintos (como la solidaridad, en vez del individualismo). También se le imputa a Habermas la idealización de la esfera pública burguesa, ya que -al presuponer la distinción entre la publicidad y al ámbito privado de la intimidad familiar- reproduce exclusiones de género y -al consagrar un ámbito de racionalidad consensual y universalista- no se hace cargo de la irrupción polémica de contra-públicos (Garnham, N. 1992). En ese sentido, Oscar Negt y Alexander Kluge han destacado cómo la esfera pública burguesa sólo se aglutinaba abstracta y formalmente en virtud del intercambio mercantil y de la concurrencia de intereses privados. De ese modo, la publicidad burguesa clásica aparecía inevitablemente escindida (por las fracturas entre público/privado, lo político y la producción social, o la expresión social y el lenguaje público formal), a expensas de la experiencia de la praxis social de los sectores no burgueses (Negt, O. y Kluge, A. 1988). También Nancy Fraser (Fraser, N. 1992) o Geoff Eley (Eley, G. 1992) le han reprochado a Habermas la idealización de un modelo de publicidad burguesa universalista y consensual, que elude la conformación polémica de la esfera pública, las formas de contestación ideológica y la proliferación de contra-públicos subalternos (proletarios, étnicos o de género), los cuales impugnan la retórica pública hegemónica, para re-describir oposicionalmente sus identidades.

La idea de que hay múltiples esferas públicas y contra-públicos precisa de una caracterización adecuada de los "públicos", para no abusar del término; de ese modo se plantea el problema de qué haya que entender por "públicos" y de en qué medida se asocian a la esfera pública. Michael Warner describe los públicos modernos como ámbitos comunicativos auto-organizados discursivamente (no enmarcados externamente, por el Estado u otra institución), de tal modo que los públicos no existen al margen del discurso que se les dirige y los convoca. Así, pues, -para Warner- los públicos no requieren la co-presencia física en un espacio ni presuponen identidades saturadas, ya que consisten en relaciones entre extraños, mediante discursos dirigidos a otros indefinidos. En ese sentido, los públicos, auto-organizados discursivamente como una comunidad de extraños convocados por un discurso impersonal, surgen únicamente de la atención renovada y la participación activa, más que de la pertenencia o adscripción rígida. Por otra parte, los públicos establecen -mediante la circulación reflexiva del discurso- un espacio social e histórico que, más allá de la escala de la conversación, posibilita la citación intertextual, la controversia y la re-descripción no conversacionales (como pasa en la circulación de publicaciones periódicas y medios escritos). Por lo demás, los públicos modernos sustentan la iniciativa compartida y la reinvención performativa y poética de su propio ámbito discursivo; de hecho, Warner enfatiza la importancia de los "contra-públicos", comunidades imaginarias entre extraños, discursivamente auto-organizadas, que reinventan las pertenencias, compromisos y afectos sociales. En vez de mistificar una esfera pública comprehensiva, Warner distingue los públicos dominantes (que se auto-organizan discursivamente, encubriendo como "universalidad" su indefinido destinatario) y los contra-públicos, los cuales conforman ámbitos discursivos cuya puesta en escena resulta contestataria y transformadora (Warner, M. 2002).

Ciertamente, los públicos modernos aportan una dimensión clave en la auto-comprensión de la esfera pública. Ahora bien, la misma constitución de los públicos modernos que -a través de la publicidad letrada- prometía instaurar una República de las Letras cosmopolita e inclusiva, terminó consagrando una forma de comunidad imaginada de rígidas adscripciones identitarias y de fronteras excluyentes: la nación. Así, pues, entre los públicos modernos, cobra especial importancia un tipo de público homogéneo y replegado en una identidad letradamente construida, es decir, el público nacional. Benedict Anderson ha argumentado que la publicidad letrada de las novelas y los periódicos hizo posible la auto-concepción de esa comunidad imaginada que es la nación; en efecto, ese imaginario literario permitió la representación de una existencia colectiva supra-personal, simultánea y duradera (Anderson, B. 2006, 46-61). Y es que, en virtud de la conjunción del capitalismo y de la imprenta pudo llevarse a cabo una unificación discursiva, asociada a la creación de lenguas impresas y mecánicamente reproducidas, que eran diseminadas con la expansión del mercado. Según Anderson, estas lenguas impresas no sólo dieron fijeza y permanencia al discurso, sino que proporcionaron un nuevo tipo de lenguajes administrativos y de medios de comunicación del poder (Ibid., 72-75). En suma, el público moderno por antonomasia se vinculó a la comunidad imaginaria de la nación; de ese modo, la publicidad moderna fijó y clausuró su universo de discurso, en torno a las fronteras del público nacional.

Al cabo de nuestro recorrido por algunas concepciones contemporáneas de lo "público" y de la "publicidad" en la modernidad, se plantean numerosas interrogantes: ¿Qué papel cumple la opinión pública en la conformación del imaginario social moderno? ¿Hay que entender la esfera pública en un sentido amplio, como el ámbito inclusivo del entendimiento intersubjetivo que sostiene la vida social, o debemos acotar lo público a la cultura público-política de las democracias constitucionales modernas? ¿Desplegó la modernidad una esfera pública comprehensiva o sólo un repertorio variopinto de públicos y contra-públicos? ¿Qué papel jugaron efectivamente el público nacional y la comunidad imaginaria de la nación en la constitución de la publicidad moderna?

El espíritu público en Tocqueville

Con frecuencia pensamos "sobre" algo, y nos detenemos en la superficie del asunto; otras veces, pensamos "en" aquello que nos involucra, y nos vemos envueltos en lo que da que pensar, sin poder salvaguardar la distancia intelectual. Pero, sólo cuando logramos pensar desde el "entre" que nos separa de la cosa, pensamos en rigor; sólo entonces se abre la posibilidad de convocar la identidad y la diferencia, asumiendo en el pensar la tensión de los horizontes de sentido. Tocqueville no sólo pensó desde el "entre", porque su procedencia aristocrática lo situaba como un extraño en la sociedad democrática, y su condición nobiliaria lo mantenía en cierto distanciamiento respecto a la era de la igualación de las condiciones. Pensó decididamente desde el "entre" en la medida en que apostó por la perspectiva comparativa (entre aristocracia y democracia; pero, también, entre las, diferentes derivas de la revolución democrática moderna), como un camino para marcar las encrucijadas decisivas y concebir otras opciones en el curso del presente (Drescher, S. 2006). Desde esa perspectiva, Tocqueville fue un analista privilegiado de la revolución democrática moderna y de la reconfiguración de la esfera pública en una sociedad democrática. Y, desde ese punto de vista, pudo vislumbrar el alcance de las modificaciones sociales que la igualdad de condiciones acarreaba no sólo en el gobierno político, en las instituciones y en las leyes, sino también en las costumbres de los gobernados, así como en los hábitos intelectuales y sentimentales de la sociedad civil. No en vano, la revolución democrática moderna instaura tanto un nuevo régimen político y un estado social diferente, cuanto impulsa e informa un nuevo espíritu público (de Tocqueville, A. 2006a, 29).

La alusión al "espíritu público" (l'esprit public) va más allá de una mera referencia a la "opinión pública" (l'opinion publique). Si ésta remite a las mudables creencias que se conforman socialmente en una condición socio-histórica particular, respondiendo a la mayoría; aquél apela a cierta mentalidad ciudadana o carácter cívico compartido, capaz de inspirar idealmente a quienes convoca. En ese sentido, la opinión pública constituye un poder decisivo para una sociedad democrática en la cual se han igualado las condiciones y opiniones, y en la que se cree que, siendo todos iguales y limitados en juicio, hay que seguir el juicio de la mayoría. De hecho, la opinión pública resulta temible cuando se transforma en omnipotente tiranía de la mayoría, que sojuzga el pensamiento y acalla las convicciones (Ibid., 357-371). Sin embargo, el espíritu público constituye una virtud cívica que se asocia al generalizado patriotismo de todos, a la resolución ciudadana en el ejercicio de los derechos, a la autolegislación y al respeto por la ley (Ibid., 341-348). Sólo es de temer cuando, bajo el imperio de una opinión pública omnipotente, se convierte en espíritu cortesano, esto es, en sometimiento servil y adulador a la tiranía de la mayoría (Ibid., 372-374). Aun cuando Tocqueville vincula el espíritu público con el patriotismo, hay que puntualizar que no se trata de una pasión ciega e irreflexiva por la comunidad imaginaria de la nación; consiste en un patriotismo reflexivo, surgido de la razonable idea de que el interés particular no puede desligarse de la prosperidad general del país. Por lo demás, el patriotismo reflexivo que caracteriza al espíritu público de las sociedades democráticas no se entiende al margen de la activa participación cotidiana en el ejercicio de los derechos políticos (Ibid., 341-345). En todo caso, Tocqueville considera que el reconocimiento en torno a la comunidad imaginaria de la nación es típicamente moderno. Apenas se hacía presente en las instituciones feudales, bajo ese entramado jerárquico de dependencias, que comprometían vínculos de fidelidad personales; sin embargo, se ha generalizado con la nivelación de las condiciones sociales y debido a la centralización del poder en el curso de la revolución democrática moderna (de Tocqueville, A. 2006b, 299). En fin, a través de la apelación al "espíritu público", Tocqueville parece invocar -en su análisis de la revolución democrática moderna- no sólo cierto patriotismo reflexivo, sino primordialmente aquel credo republicano que ve en la participación en los asuntos públicos la realización de una vida lograda. Además, con el "espíritu público", se consagra la pasión incondicionada por la libertad política; se trata de una auténtica fuente de actividad magnánima e independencia espiritual, que habría de compensar los efectos niveladores de la igualdad democrática.

En la perspectiva de Tocqueville, el espíritu público desborda los diseños institucionales, las prácticas gubernamentales y los usos legales; comprende un más amplio repertorio social de costumbres y creencias, hábitos sentimentales y disposiciones morales e intelectuales. No en vano, Tocqueville rescata el término latino mores, para enfatizar que las costumbres a que se refiere conforman los hábitos del espíritu; se trata de aquel estado moral e intelectual que hace posible el mantenimiento de las instituciones políticas (de Tocqueville, A. 2006a, 413-414). Por lo demás, las costumbres constituyen el trasfondo de sentido compartido en el que las legislaciones e instituciones políticas cobran significación; sin el trasfondo de los hábitos de la inteligencia y del corazón, las leyes no podrían salvaguardar la convivencia ciudadana en una república democrática. Y es que, si las leyes organizan el orden cívico, las costumbres conforman el sentido las actividades humanas. Al fin y al cabo, con los usos y costumbres, Tocqueville parece designar algo más que repertorios conductuales o comportamientos habituales, y nos remite a los hábitos de la razón práctica y a las disposiciones éticas que subyacen a la acción humana significativa. Por lo demás, el espíritu público que sustenta las instituciones de una república democrática no se asocia sólo a un trasfondo de disposiciones intelectuales y morales, ya que también comprende un cierto estilo de aprendizaje basado en la experiencia habitual y en la práctica constante de los usos democráticos (Ibid., 433-437). Así, pues, la auténtica ilustración del espíritu público en la sociedad democrática pasa por la participación ciudadana, por el cultivo de la libertad y el ejercicio de los derechos; semejante ilustración práctica y experiencial no se deja reducir a la fundamentación teórica abstracta, al distanciamiento intelectual y a la cultura libresca (Maletz, J. 2005).

¿Hasta qué punto el espíritu público se asocia a la conformación de una esfera pública comprehensiva? Aunque el espíritu público parece constituir una disposición intelectual y moral vinculada al trasfondo de sentido del conjunto de las prácticas cívicas en un república democrática, Tocqueville asume la distinción tradicional entre el ámbito privado y el ámbito público, así como remarca la diferenciación moderna entre el mundo político y el mundo social (que es tanto como decir la separación entre Estado y sociedad civil). Así, pues, en el pensamiento político de Tocqueville, se asumen las separaciones y delimitaciones que convierten a la república democrática en una democracia liberal, en la cual se contrabalancean los poderes públicos y sociales, así como se preserva la autonomía de los distintos ámbitos de la existencia social y se garantiza el derecho de los particulares. No obstante, Tocqueville interpreta correctamente la conformación reticular de las esferas públicas modernas, y caracteriza un complejo entramado de instancias del mundo social (costumbres, hábitos, usos y medios de circulación de la opinión) que -aun no siendo estatales ni políticas- aportan rendimientos público-políticos. Asimismo, describe artefactos institucionales, usos legales y prácticas gubernamentales, que salvaguardan una publicidad política anclada en las costumbres sociales, la cual es capaz de responder a las disposiciones intelectuales y los hábitos morales del mundo de vida social. Desde ese punto de vista, el espíritu público, que se difunde en una esfera pública democrática conformada reticularmente, no rige globalmente todos y cada uno de los aspectos de la vida cotidiana (tanto los asuntos de la vida privada, como los de la actividad política y las instituciones públicas); no constituye una visión comprehensiva que subsuma la totalidad de las esferas del mundo de vida social y de las instituciones del Estado. En ese sentido, se ha visto en la concepción de Tocqueville de la sociedad civil -con sus múltiples asociaciones (algunas permanentes, otras voluntarias; algunas políticas, otras sociales), con sus poderes intermedios y con sus medios de formación de la opinión- el esbozo de una esfera pública descentrada. Se trata de un espacio público no pautado con un único guión social uniforme, ni modelado exclusivamente por los dictados de un gobierno central que imponga una opinión mayoritaria. En suma, la esfera pública asimétrica y descentrada -que Tocqueville bosqueja- responde a cierto espíritu público: presupone un trasfondo de disposiciones intelectuales y morales, exhibe una ilustración práctica adquirida en el ejercicio de la ciudadanía, así como sostiene la iniciativa política autónoma y la participación pública pluralista. Sin embargo, la esfera pública descentrada no está colonizada por una única visión comprehensiva de la vida buena (Villa, D. 2006).

Uno de los principales soportes del espíritu público en la sociedad democrática consiste en el recurso cotidiano a la acción colectiva y en el ejercicio del derecho de asociación. Tocqueville pudo observar cómo en la democracia americana los ciudadanos se reunían en asociaciones, concertaban iniciativas compartidas, perseguían conjuntamente propósitos comunes, y frenaban así tanto la tendencia al repliegue en la privacidad y al aislamiento individualista, cuanto la omnipotencia de la mayoría y la tiranía de la opinión pública. En ese sentido, la ayuda mutua y la acción recíproca en el seno de las asociaciones constituyen una inmejorable escuela para el espíritu público y la ilustración ciudadana. No sólo existen asociaciones políticas voluntarias (como los partidos), o agrupamientos políticos permanentes (como el municipio o las comunas); también existen asociaciones civiles o sociales, que únicamente vinculan a los individuos en torno a algunas opiniones compartidas (intelectuales, morales, religiosas, etc.), a algún objetivo particular (cívico, educativo, festivo, etc.) o a alguna empresa circunstancial (relativa a la seguridad pública, el comercio, la industria, etc.) (de Tocqueville, A. 2006a, 277-282). Ciertamente, Tocqueville considera que el desarrollo de las asociaciones civiles facilita la asociación política; no obstante, las asociaciones políticas son la forma más lograda de asociación en la vida democrática, ya que en las asociaciones políticas es donde mejor se cultiva y generaliza el arte de la asociación y la iniciativa compartida (de Tocqueville, A. 2006b, 150-156). La conformación de una esfera pública democrática no surge, pues, espontáneamente de la concurrencia de los intereses sociales particulares, de las solidaridades minúsculas o de las vinculaciones de pequeña escala en la sociedad civil. El espacio público democrático requiere del arte de la asociación en torno a los asuntos públicos y de una actividad política y una opinión pública, que sean capaces de contrabalancear a los poderes públicos; pero también pasa por el juego de la división política partidaria, por el arte de la visibilización y articulación de iniciativas colectivas con vocación pública, así como por la reinvención de la agenda política pública.

En ese sentido, -para Tocqueville-la publicidad de la prensa y los medios de comunicación sociales desempeñan un rol primordial en la constitución de la esfera pública democrática, en la medida en que dan voz y articulación a las múltiples asociaciones civiles y políticas de la sociedad civil. La prensa periódica representa siempre la opinión compartida de alguna asociación civil o política, de manera que el pluralismo de la sociedad civil requiere de una multiplicidad de medios de difusión de los gustos comunes, de las ideas compartidas y de las iniciativas colectivas. No en vano, los diarios y la prensa conforman un imaginario compartido, una agenda común y un vínculo social en la distancia; hacen posible la reunión en común, la formación de una opinión pública y la actividad concertada, en una sociedad democrática, en las cual predomina la igualación, el anonimato y la dispersión individual (Ibid., 145-149). La prensa y los medios de comunicación social sirven de soporte a la formación de la opinión pública, a los hábitos intelectuales y morales de la sociedad civil; pero, además, tienen una eficacia indiscutible sobre las opiniones políticas, sobre las medidas públicas y sobre la legislación. De esa manera, la prensa libre es -para Tocqueville- un elemento central en la constitución de una esfera pública democrática; constituye el complemento perfecto de la soberanía popular y del sufragio universal, ya que la pluralidad de periódicos brinda a los lectores la opción de escoger las opiniones y seleccionar los hechos relevantes (de Tocqueville, A. 2006a, 267).

En última instancia, los medios de prensa dan forma a los diversos públicos de la sociedad democrática. Sin embargo, también el cultivo de las artes y la industria cultural generan tipos específicos de públicos democráticos; no sólo contribuyen a la formación de gustos y sensibilidades compartidas, sino además a la apreciación de ciertos estilos y temáticas. Cuando analiza el panorama literario de las épocas democráticas, Tocqueville observa cómo en las sociedades democráticas (que combinan la igualdad con la heterogeneidad de los intereses intelectuales y la agitación incesante de la actividad cotidiana) los públicos son poco propensos al formalismo y a la abstracción intelectual. El cultivo de las artes en la sociedad democrática se distancia de los cánones, del orden y de la regularidad. Las formas se vuelven descuidadas; el estilo, extravagante y vehemente, encaminado a asombrar y excitar pasiones en el público, más que a la formación del gusto y el juicio. En la era de la nivelación igualitaria, la cantidad y brevedad de los escritos se impone a la calidad; el ingenio y la imaginación se anteponen a la erudición y la profundidad (de Tocqueville, A. 2006b, 65-70 y 73-79). Las temáticas se tornan realistas y se centran en aquello que está inmediatamente dado, ya sea la naturaleza tremenda, el porvenir histórico o la insondable psicología humana (Ibid., 92-99). No es de extrañar que la misma sociedad democrática que extiende la afición a las letras, también promueve el espíritu industrial y el comercio intelectual en el ámbito literario; surge, así, toda una industria literaria y se consagra el consumo cultural masivo (Ibid., 80). Por su parte, los públicos democráticos se deleitan en el consumo de estos productos culturales superficiales, de medio pelo y efectistas; de esa manera escapan de la monotonía inquieta de la vida cotidiana. En fin, Tocqueville es consciente de la ambivalencia de la esfera pública letrada y de los públicos democráticos: la publicidad letrada no se identifica unilateralmente con un ámbito emancipador que extienda inclusivamente la formación autónoma del juicio reflexivo, ya que también resulta colonizada por los hábitos de consumo de una expansiva industria cultural.

Ciertamente, Tocqueville pudo reconocer las ambigüedades y asimetrías que atraviesan tanto el imaginario social cuanto la cultura política de la sociedad democrática, y no sucumbió a la tentación de idealizar la esfera pública como un ámbito de entendimiento racional consensual. En ese sentido, comprendió adecuadamente que las tensiones subyacentes a la esfera pública democrática también conciernen al rol reflexivo de los intelectuales y el racionalismo político, en la conformación del espíritu público. Aunque el pensamiento democrático tiende a simplificar los matices, a nivelar las diferencias, a generalizar las condiciones causales, a sistematizar abstractamente y a introducir determinismos fatales (Ibid., 24-29 y 109-113); sin embargo, en la sociedad democrática el campo intelectual no está en condiciones de proveer una autoconciencia transparente de lo social, ni de lograr una auto-reflexión plena del espíritu de la época. Al fin y al cabo, las doctrinas intelectuales hegemónicas pueden oscurecer el entendimiento práctico y la ilustración experiencial, que conforman el espíritu público a través de las costumbres, los hábitos afectivos, así como las disposiciones intelectuales y morales. La terrible geometría de algunos sistemas intelectuales, su universalismo abstracto y homogeneidad deductiva, ponen seriamente en riesgo el cultivo del espíritu público y la ilustración práctica del espíritu ciudadano en la sociedad democrática. Eso es lo que ocurre cuando la esfera pública democrática (descentrada) y la sociedad civil pluralista resultan constreñidas y uniformadas bajo la férrea lógica de algún libreto intelectual; de ese modo, se ve amenazado el despliegue de la libertad política. Eso es lo que ha marcado la historia intelectual del racionalismo moderno: comenzó intentando racionalizar la relación con Dios (en la Reforma), prosiguió como un cuestionamiento sistemático de la autoridad tradicional y como un proyecto de dominio metódico de la naturaleza (en la Revolución Científica); derivó en una consagración del entendimiento abstracto en los asuntos morales y políticos (en la Ilustración), y finalmente se vio consumado en la forma de una irresistible fascinación por el sistema y por la generalización idealizadora en todos los ámbitos (Ceaser, J. 1985).

Según Tocqueville, la forma específica que asumió la Revolución Francesa se debió precisamente al rol preponderante de los hombres de letras y a cierta deriva literaria del espíritu público. Los hombres de letras y los intelectuales adquirieron una influencia política cada vez mayor; progresivamente sustituyeron las sofisticadas costumbres y tradiciones de la sociedad, con las reglas sencillas y elementales basadas en la razón y en la ley natural. Finalmente, transformaron su fascinación por el orden abstracto, en una pasión política. En ese sentido, las teorías generales y abstractas sobre la sociedad y la naturaleza humana se hicieron objeto de conversación cotidiana; inflamaron el espíritu público con expectativas desmedidas, especulaciones abstractas y con toda una política literaria. Cuando la política se convirtió en quehacer literario, las teorías más especulativas se discutían como si se tratase de un ingenioso juego intelectual; asimismo, se impugnaba literariamente lo absurdo de todo el orden establecido. De esa manera, la política confundida con la literatura y el juego intelectual se distanció del mundo real (con sus tradiciones y condiciones desiguales e irregulares). El espíritu público, alienado en el juego intelectual e inflamado por una política literaria, apuntó así a la edificación de una sociedad imaginaria, una ciudad ideal construida por los escritores, en la cual todo se presentaba de modo coordinado, homogéneo, equitativo y razonable (de Tocqueville, A. 2004, 172-179).

Frente a los riesgos que la libertad política enfrenta en una esfera pública democrática -tan escindida y asimétrica, como expuesta a la uniformización de la opinión pública y a la abstracción intelectual-, Tocqueville considera que el remedio se encuentra en la propia cultura pública de la democracia. En efecto, los ciudadanos, los representantes políticos, los funcionarios públicos y los tribunales, cultivan ciertas costumbres gubernamentales, hábitos de razonamiento público y prácticas de justificación público-política en torno a las cuestiones decisivas del ordenamiento político. Existe, pues, cierta cultura política que sirve de contrapeso a la omnipotencia de las mayorías, a la inestabilidad administrativa y a la precipitación de la opinión pública. Uno de los principales contrapesos a los extravíos de la democracia proviene de la influencia del espíritu legista en las prácticas gubernamentales; se trata de una corrección aportada por el propio gobierno democrático, en la medida en que favorece el poder político de los legistas. En ese sentido, el espíritu público de la democracia se inviste con el lenguaje y los hábitos del espíritu legista. Según Tocqueville, el espíritu legista, tal y como se manifiesta en quienes se han dedicado al estudio cuidadoso de las leyes y los precedentes, se caracteriza por los hábitos ordenados, el apego a las formas y el rigor en el encadenamiento argumentativo de ideas. Semejantes inclinaciones al orden, la forma y la estabilidad convierten a los legistas una suerte de aristocracia en la democracia; además, el espíritu legista desconfía -en una actitud aristocrática- de los arrebatos de la multitud, del poder de la mayoría y de los exabruptos revolucionarios. Los legistas se sitúan por sobre el pueblo, como una clase superior y más intelectual, con espíritu de cuerpo, que consagra el orden, la autoridad, la ley y el procedimiento justo. Sin embargo, los legistas provienen del pueblo; comparten el espíritu público de la sociedad democrática y están sujetos a la influencia de la opinión pública, pero, además, gozan de la confianza del pueblo por la imparcialidad que representan. En fin, el cuerpo de los legistas encarna un equilibrio entre la igualdad democrática y la independencia aristocrática; pero, también, una ponderada integración entre la preocupación por las libertades políticas o civiles y, por otra parte, la precaución conservadora al velar por el mantenimiento del orden. No es de extrañar que el espíritu público de la sociedad democrática resulte conformado por el lenguaje y los hábitos de los legistas, ni sorprende que los legistas copen los cargos públicos. En todo cuanto le concierne, el espíritu público democrático adopta el lenguaje jurídico y judicializa la mayoría de las cuestiones políticas (de Tocqueville, A. 2006a, 380-389). De ese modo, el talante procesal y legista de la cultura pública democrática introduce formas de simetría e imparcialidad que no dependen de la uniformización consensual de la opinión pública ni de los sistemas intelectuales abstractos.

Por otra parte, la visión que Tocqueville aporta del espíritu público democrático se aleja en otro aspecto de la visión estándar de una esfera pública universalista, reproducida a través del entendimiento racional; y es que en el espíritu público democrático sigue jugando un rol relevante esa notoriedad pública que caracterizaba a la publicidad representativa de la corte aristocrática. En efecto, -para Tocqueville- el honor no es una antigualla aristocrática, sino un mecanismo social de reconocimiento que también opera en las sociedades democráticas modernas, introduciendo en la opinión pública reglas o pautas de distribución de la alabanza y la censura. Ciertamente, la sociedad democrática no tiene el mismo concepto de honor que las aristocracias, ni comparte las tradicionales opiniones sobre lo digno de aprobación y lo reprobable. No reconoce el espíritu guerrero o el coraje audaz, sino el espíritu de empresa, la honestidad familiar y la castidad. En la publicidad representativa de la democracia moderna, las formas de reconocimiento del honor se tornan más difusas y generales; y es que, -según Tocqueville- cuando se nivelan las condiciones y se confunden las clases, no hay disponible un código de honor exhaustivo que paute la actividad virtuosa. Ahora bien, la opinión pública, que suele establecer las reglas de reconocimiento del honor, enfrenta dificultades en la sociedad democrática, a la hora de pronunciarse sobre lo digno de estima; al carecer de códigos fijos de honor, sus estimaciones son inestables y frecuentemente contradictorias. De ese modo, en la opinión pública democrática el sentido del honor y el reconocimiento de la notoriedad pública terminan asociándose a la valoración convencional de aquellas necesidades, intereses y cualidades genéricamente humanas (y ya no las virtudes asociadas a alguna condición social particular). El juicio moral genérico y la notoriedad pública tienden a converger en el espíritu público de la sociedad democrática (de Tocqueville, A. 2006b, 294-309).

Según Habermas, la auto-comprensión liberal de la publicidad democrática en la obra de Tocqueville constituye un síntoma de la crisis de la esfera pública letrada y burguesa; lo que alguna vez fue un ámbito inclusivo y racional de legitimación universalista, resulta finalmente concebido como un espacio público escindido por la divergencia de los intereses sociales, expuesto a la influencia de una opinión pública manipuladora y encuadrado bajo un poder público tan centralizado como omnipotente (Habermas, J. 1994, 161-171). Sin embargo, aquello que Habermas evalúa como una respuesta reactiva y estratégicamente realista ante las encrucijadas de la democracia liberal (bajo las relaciones sociales de producción capitalista), cabe valorarlo como una visión no comprehensiva ni idealizada de la moderna esfera pública democrática. Tal y como Tocqueville la describe, la asimétrica y descentrada esfera pública democrática está lejos de conformar un ámbito transparente de entendimiento discursivo y de formación racional de la opinión. El espíritu público de la sociedad democrática se conforma a través de un complejo juego de balances y contrapesos, que ni conoce reposo ni produce un desorden fatal. Las diferentes dimensiones de la publicidad democrática (la opinión pública, los diferentes públicos de la sociedad civil, la publicidad letrada, la cultura público-política o la representación pública de la notoriedad) constituyen fuerzas decisivas de un espacio público democrático asimétrico, que carece de centro y no consagra alguna doctrina exclusiva de la vida buena, como libreto único de la convivencia democrática. Pero, además, el espíritu público de la sociedad democrática no depende tanto del entendimiento racional idealizado o de los presupuestos apriorísticos de la racionalidad discursiva, cuanto arraiga en la ilustración práctica y en el cultivo cotidiano de las costumbres, hábitos afectivos y disposiciones morales e intelectuales; se adquiere a través de la propia actividad ciudadana, del ejercicio de la libertad política y de las iniciativas compartidas. En fin, el espíritu público democrático no se deja capturar en algún libreto racionalista o en la simetría idealizada de una esfera pública comprehensiva; consiste simplemente en la asunción resuelta de esa incertidumbre asociada a la auto-invención democrática.

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