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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.15 no.1 Mendoza jun. 2013

 

DOSSIER

 

Balance de una generación. Continuidad de las estrategias de autolegitimación intelectual en la producción tardía de Manuel Ugarte

Balance of a generation. Continuity of the intellectual self-legitimation strategies in the late production of Manuel Ugarte

 

Marcos Olalla

CONICET - Universidad Nacional de Cuyo

 


Resumen

Destacamos el balance ugarteano de la contribución histórica del modernismo hispanoamericano. El lugar que ocupa la llamada "generación de Darío" en la historia intelectual de América Latina es significativo por su papel determinante en la construcción de la figura del intelectual latinoamericano. La dinámica estatuida por la modernización continental a fines del siglo XIX y principios del XX promovió la autonomización del campo literario. Este hecho produjo una serie de modificaciones de la práctica de los intelectuales que operó como condición de posibilidad de un discurso que acentuó las expectativas acerca de la eficacia histórico-política de la escritura científica, filosófica y literaria. Analizamos los tópicos en torno de los cuales se construyeron aquellas expectativas a la luz del balance que realizara el escritor argentino Manuel Ugarte en dos textos tardíos como El dolor de escribir (1933) y Escritores iberoamericanos de 1900 (1943).

Palabras clave: Balance; Ugarte; Autolegitimación; Generación del 900.

Abstract

We emphasize the ugartean balance of the historic contribution of the Spanish-American modernism. The place that occupies the so called "Generation of Darío" in the intellectual history of Latin America is significant by its determining role in the building of the figure of the Latin-American intellectual. In the late nineteenth and early twentieth century the dynamic chartered by the continental modernization promoted the autonomization of the literary field. This fact produced a series of modifications of the practice of the intellectuals that operated as a condition of possibility of a speech that accentuated the expectations about the historical and political effectiveness of scientific, philosophical and literary writings. We analyze the topics around which those expectations were built in the light of the balance that was carried out by the argentine writer Manuel Ugarte in two late texts, The pain of writing (1933) and Latin American Writers of 1900 (1943). 

Key words: Balance; Ugarte; Self-legitimation; Generation of '900.


 

Tensiones

La tarea de renovación estética emprendida por el modernismo hispanoamericano en el marco de la emergente autonomización del campo literario supone la configuración de un público nuevo a fines del siglo XIX y principios del XX. El discurso modernista se comprende como una relocalización de la enunciación intelectual, inserta en el proceso de ampliación de la esfera pública originado por la modernización capitalista. Pero una fuente de autoridad para aquel discurso y sus desplazamientos lo constituye su capacidad de distanciamiento de los modos de representación de los sectores recientemente incorporados en la nueva escena pública.

El correlato en el imaginario modernista de la conformación de una esfera pública burguesa lo constituye la concepción de cierta democratización cultural asociada al proceso modernizador. Esta representación da cuenta de la heterogeneidad de voces que recoge aquella producción y la diversidad de matrices presentes en sus ideas estéticas. Una problemática que vertebra esta diversidad es la diferenciación de las representaciones cultas o populares puestas a circular en la esfera pública. La particular resolución de la diferenciación antedicha explica la generación de modelos opuestos de letrados en el discurso modernista, como es el caso de José Martí y Rubén Darío (Cfr. Hernández, L. R. 2007). Con todo, el modernismo constituye un conjunto de relocalizaciones del discurso literario frente a los avances de la racionalidad instrumental, en cuyo orden la esfera del arte debe recomponer la fuente de legitimidad en su propio campo. La experiencia de la distancia entre el arte y la vida funciona como horizonte que regula la búsqueda estética modernista y por tanto "requiere una nueva sintaxis que se arma a partir de la confrontación y celebración de lo diverso" (Montaldo, G. 1994, 38). Dicha celebración configura una lengua capaz de deconstruir el modelo castizo promoviendo la incorporación de lo impuro y dando lugar, en un gesto paradójico, a la constitución de una lengua original (Rama, A. 1985, 169). Bien se ha señalado que "los modernistas eligen un español perforado por otros idiomas y de este modo le arrancan a su propia cultura otras voces y valores" (Montaldo, G. 1994, 46).

La constitución de un público burgués cuya deliberada impostura "culta" es de algún modo satisfecha por las crónicas periodísticas de los intelectuales modernistas, permite, por un lado, profundizar la ampliación de un público al precio del reconocimiento por este último del carácter no masivo del arte, mientras que, por otro lado, posibilita la confrontación con otros discursos también emergentes en el ámbito público. Esta dinámica de ampliación y diferenciación de los discursos delinea el curso de la recomposición de la autoridad letrada por cuanto es promovida "una desacralización de la cultura en la esfera pública y... una nueva sacralización de la poesía en el gabinete del escritor" (94). La sacralidad afirmada se nutre de la concepción modernista en la que se asume, como forma cabalmente moderna de subjetividad, la manifestación privilegiada de una "subversión de los valores". Dicha expresión, sin embargo, debe manifestar la regular imposibilidad de representación que impone la distancia ineludible entre la vida cotidiana y la literatura.

La posición adoptada por Manuel Ugarte, escritor que participa intensamente de los dilemas políticos y estéticos de la generación del novecientos, problematiza tempranamente el componente modernista de ésta. Su convicción acerca de la exigencia de un patrón histórico como horizonte de evaluación ética del discurso estético impugna a nivel del enunciado la señalada "sacralización" de la escritura, pero expresa la misma matriz intelectualista a nivel de la enunciación, aunque por otra vía.

Para Ugarte, el estatuto de la producción literaria debe ser puesto en cuestión desde la determinación de la posible identidad entre la obra de arte y la justicia que ella debe promover. Esta transposición provoca la exclusión de los aspectos subjetivos de la creación, así como también le ofrece un espacio para la determinación de una tradición ideológica y estética emancipatoria. El desarrollo del arte literario ocasiona el borramiento de la frontera entre ficción y realidad.

La pasividad de este modo asumida por la concepción del lector que Ugarte despliega hace recaer la responsabilidad de la enfática "intoxicación literaria" en la defección moral de los escritores, puesto que, lejos de constituir un impulso liberador de las "supersticiones sociales", la profusión de "personajes pervertidos" es una expresión del "instinto subalterno" (Ugarte, M. 1906, 120). La tematización ugarteana del sentido meramente catártico de la obra le induce a concebir las versiones estetizantes de la novela francesa de la primera década del siglo XX como síntoma de la exageración de tendencias interiores "literatizadas"1. La retroalimentación establecida entre los extremos imaginación subjetiva y sugestión literaria tornan inviable la posibilidad de emancipación colectiva, en cuyo seno la libertad subjetiva es reducida al esfuerzo por representar eficazmente la modernidad.

Este tópico en apariencia propicio para las desmesuras de una crítica construida en clave edificante asigna a la producción literaria la capacidad privilegiada de portar una matriz ética específica. Este último aspecto es común a la interpretación estética "novecentista", determinada a explicitar en su teoría literaria el componente perlocutivo de tal discurso. La conciencia de este rasgo discursivo, sin embargo, significa, a nivel de la crítica posterior, el señalamiento de las siempre presentes contradicciones entre sus ademanes proféticos y la recomposición letrada de la autoridad literaria (Viñas, D. 1998, 191). Mientras que, en el nivel de su existencia concreta, la distancia así interpuesta entre el compromiso literario y el militante, determina la impronta trágica de su vocación. En estricto sentido analítico la estética de Ugarte no hace más que reconocer los vínculos que posteriormente consagra el pensamiento foucaultiano entre dominios de saber y formas de subjetividad aunque, en este caso, sin renunciar a la hipótesis romántica de la síntesis colectiva en la figura del artista, por lo que la valoración del dispositivo configurado en torno de la capacidad del discurso de producir formas de subjetividad, lejos de ser deconstruido, es inscripto en otra matriz:

Si el pueblo y el siglo deben agradecer el esfuerzo de la unidad que les da voz, ésta tiene que estar reconocida también al conjunto que la sostiene y le permite ser brazo, cerebro y corazón de una raza (Ugarte, M. 1908b, 12). 

Aquí el ecléctico idealismo ugarteano debe replegarse tras el riguroso sacrificio moral del creador, cuyo talento es reconducido continuamente a la historia, concebida como escenario de realizaciones. En 1933, veinticinco años después de una afirmación como la precedente, que circunscribe con claridad el lugar de enunciación novecentista a la función de construir la síntesis de las diversas fuerzas de la nacionalidad en términos orgánicos como un modo de comprender la dinámica histórica en sentido emancipatorio, y luego de haber padecido la hostilidad y el silenciamiento por parte de los sectores dominantes del campo cultural argentino, cuando transcurren los últimos años de su autoexilio europeo, Ugarte publica en Madrid El dolor de escribir.

Continuidades

Es una obra de confidencias y recuerdos que funge como un balance de la acción y producción novecentista. No obstante, Ugarte titula sus cinco secciones en términos de referencias programáticas -la sinceridad en la literatura, el autoctonismo literario, el arte social, la fuerza del aislamiento y el ideal del escritor-. Destaca en ella un examen de lo actuado que, aun habiendo abandonado el registro ligado a una cierta experiencia del inminente advenimiento de los sucesos invocados por el curso progresista de la historia, acentúa las mismas tonalidades del discurso de juventud. Afirma Ugarte:

Sólo hay, en realidad, dos clases de escritores: los espontáneos y los librescos. A los espontáneos se les conoce -basta una página- por la diafanidad, por el altruismo, hasta por el desdén de la intriga y de las artes menores de la literatura. Les anima un sentimiento cordial para sus compañeros, especialmente para la juventud. Creen en un ideal. Llevan más o menos probabilidades en las alas, pero siempre tienden a levantar los ojos hacia el sol, a magnificarse en las cimas, a abrirse en luz sobre la imposible eternidad.

A los librescos no es difícil tampoco clasificarlos. Conceden suprema atención a las preocupaciones corrientes. Invariablemente comparten la opinión que impera, lo mismo en política que en el arte. (Ugarte, M. s/f., 29).

Ugarte recrea el tópico de sus textos críticos de juventud sobre la condición relativamente espuria de la experimentación literaria en desmedro del orden mimético. Es interesante notar la deriva de los registros inherentes a su descripción de los espontáneos. Si en primera instancia alude a una constelación de conceptos como diafanidad, altruismo, cordialidad, idealismo en clave crítico-teórica, para caracterizar el modo en que se articulan en el discurso estético, expresado como esfuerzo de eliminación de la distancia entre lenguaje literario y lenguaje natural (diafanidad), ciertas tomas de posición ético-políticas referidas hacia afuera del campo literario (altruismo), pero también hacia adentro (cordialidad), y, un modo de comprender el curso de la historia (ideal); en segunda instancia, la introducción del elemento metafórico derriba lo que quedaba de morigeración en la expectación ugarteana. El componente subjetivo parece imponerse sobre las eventuales limitaciones de las condiciones materiales de posibilidad de una narración de la historia que se presume capaz de incorporar la representación de los diversos modos de subalternidad aunque diluyendo las formas concretas de su agencia. Así, el vuelo hacia el sol (aunque posiblemente de pocas probabilidades), y las cimas conquistadas constituyen lugares desde los cuales dar cuenta de una eternidad imposible pero iluminada. La labilidad de los librescos se presume originada por su incapacidad de representar lo real en función de un relato unívoco de la historia.

Ugarte postula en tal sentido la misma concepción de la historia que en sus textos tempranos, aquellos en los que se hacía cargo de la autorreferencia epocal de la generación novecentista aunque deslizada hacia el terreno de la emancipación material, al caracterizarla como un curso de acontecimientos articulados necesariamente en sentido libertario. El modo de nombrar este curso es deliberadamente ambivalente. Se expresa como el desarrollo de un "ideal" (128). El elemento político es inscripto en un substrato ontológico puesto que, si bien puede ser representado dicho desarrollo como un objeto de razón, resulta interpelado por los intereses fácticos eventualmente afectados. En esta tensión los sujetos, incluido el escritor, aparecen como "accidentes en la lucha" (121). El conflicto se expresa en el orden simbólico como disputa entre "corrientes de ideas" a las que el escritor adscribe de manera autónoma, puesto que esta última condición es inherente a su condición de intelectual. Dicha autonomía, sostiene Ugarte, reduce la posibilidad de la diagnosis escrituraria a la producción de "juicios complementarios o rectificaciones episódicas" (Ibid. 145) sobre la historia. Aunque Ugarte intenta dotar a la producción literaria de una cierta politicidad, asegurada por el carácter relativamente indecidible del resultado de aquella lucha -por lo que la literatura se presume como un modo más de intervención en la arena ideológica-, la caracterización autobiográfica de la eficacia política de una práctica, que se percibe como a contracorriente de los sectores hegemónicos en el campo cultural y en el campo político, es asumida como "irradiación del espíritu", en la que "desaparece lo eventual, la pobre acción directa . sólo queda el soplo desinteresado y lírico" (190). El perfil de la agencia política ya no es pues la de un movimiento que encarna una demanda socio-histórica específica de la que el intelectual podría dar cuenta en términos orgánicos, sino la de un sujeto cuya identificación se explica en la figura misma del aplazamiento, "la juventud" (190). Es evidente que éste es un efecto no buscado por Ugarte, habituado a postular la juventud como encarnación de una necesidad coyuntural de consolidación de un orden histórico que, no obstante ha de realizarse en un venturoso "porvenir". El porvenir termina por ocluir la proyección de las políticas del presente, pero permite comprender la representación ugarteana de su exilio y silenciamiento. Afirma:

Mis amigos de antes son ministros, tienen caballos de carrera o regalan dulces a sus nietos, cosas todas que los sitúan, al margen de lo temerario, en zonas serenas. Condenado a la intemperie, yo persisto, en cambio, en mis intransigencias, en mis lirismos; y aliento cada día con más firmeza las esperanzas de mi primera juventud, como si añadieran energía los cabellos blancos. No hay en ello mérito alguno. Tengo una convicción, lo que debe pasar. Podré equivocarme en la medida del tiempo. Una década o cinco. Lo veré o no. Problema secundario. Pero el Nuevo Mundo, saldrá al fin de la cáscara y vivirá su vida autónoma, en el isocronismo de todas sus moléculas (147-148, el énfasis es del autor).

Ugarte percibe su soledad y aislamiento de los campos cultural y político latinoamericanos como resultado de su tenacidad en la promoción del ideal postulado. La "intransigencia" y el "lirismo" fungen como una modalidad ideológica y literaria que no ha mudado ni su objeto ni su entusiasmo inicial puesto que asientan sobre un atributo epistémico definitivo, a fin de cuentas, "sabe lo que debe pasar". Esta fórmula expresa la tensión que atraviesa el discurso ugarteano. Si por un lado se esgrime un orden de cosas temporal asequible al conocimiento ¿por qué contaminar la dimensión fáctica de lo sabido con el orden del deber ser? ¿Pasará o debe pasar? En este territorio en el que huelgan límites precisos se configura la enunciación ugarteana como un modo de continuación de la vocación profética del intelectual que asigna alguna eficacia política emancipatoria al citado "lirismo". Se trata de un lenguaje capaz de superar el divorcio entre "la ilustración y la vida" (85), entre las élites y los sectores populares, entre autonomía y organicidad. La pretensión es la misma que veinte años atrás y sale indemne en su examen autobiográfico.

Los tópicos del discurso estético del escritor son recordados como documentos de su incontaminada persistencia. La búsqueda de una "expresión propia" para la literatura latinoamericana se ha bifurcado en dos líneas, la sociológica, consumada en sus ensayos de interpretación de la realidad continental, y la propiamente literaria, postulada como aprehensión del "fondo del alma americana", orientación que se ve obligada a desdeñar "la fácil notación de los modismos locales y de las originalidades bullangueras" (86). Nuevamente se manifiesta el juego establecido por el hiato entre un dato que proviene del orden de la subalternidad y un modo popular de nominarlo que es concebido como insuficiente. No se trata aquí de juzgar la validez de dicho juicio, sino la evidente dificultad del discurso estético ugarteano para desplegar convicciones políticas libertarias como el latinoamericanismo, el socialismo y el antiimperialismo en los términos de un lugar de enunciación que es deudor de la relocalización de la autoridad escrituraria de finales del siglo XIX y principios del XX. Es destacable el hecho de que los tópicos del "sacrificio", el "desengaño", la "exclusión", el "aislamiento", la "miseria" y la "muerte" no sean inscriptos en un examen de las consecuencias políticas posibles del despliegue de un discurso afincado en dicho locus. Por el contrario, Ugarte comprende el eventual retroceso del ideal latinoamericanista a principios de los años treinta y que él mismo encarna en su itinerario biográfico en clave idealizante:

La América nuestra, que hay que coordinar, que hay que recrear, que hay que traducir, está ansiando salir del balbuceo en que la mantienen en todos los órdenes los grupos que perduran a la sombra de su dispersión. Para la defensa de los territorios, para la felicidad de las muchedumbres, para la elevación de las almas, hay que levantar tribunas que estén por encima de la influencia del cacique, de los intereses de la empresa periodística, de los egoísmos oligárquicos. Hay que acceder hasta las verdades panorámicas. Hay que volcar los componentes iniciales, sin exclusión y sin dolo, en el vaso de una sinceridad para que se produzca la fermentación creadora. Los libros podrán ser novelas, estudios sociológicos, versos quizá. No sé. Todos los medios son buenos, si el punto de arranque es un ideal. Ignoro el número y la forma. Pero alguien tendrá que fijar en el papel el advenimiento de una colectividad nueva en el mundo. La tarea requiere quietud, serenidad, concentración, cuanto no me ha sido dado tener. Que los que vengan mañana la fecunda paz propicia y realicen la obra (214).

Deslizamientos

En 1943 Ugarte publica Escritores Iberoamericanos de 1900, una obra que había terminado de escribir en 1942 en Chile. Esta obra constituye un balance de la literatura iberoamericana de principios del siglo XX a partir de una semblanza de los principales cultores de lo que el escritor denomina "generación de 1900" (Ugarte, M. 1947, 9). Rubén Darío, Amado Nervo, Enrique Gómez Carrillo, Delmira Agustini, Francisco Contreras, José Santos Chocano, José Ingenieros, Leopoldo Lugones, Belisario Roldán, Alfonsina Storni, Florencio Sánchez y José María Vargas Vila son los escritores que Ugarte caracteriza desde un registro en el que predomina el enfoque social y biográfico en desmedro del análisis crítico de su producción literaria. Es notorio el esfuerzo ugarteano por articular esta mirada sociológica sobre el fondo de su preocupación principal para esos años como es la ausencia de reconocimiento para los hombres de esta generación. El despliegue de esta dimensión de su análisis muestra una cierta continuidad con el locus de su obra crítica de la primera década del siglo XX2 en la medida en que se halla centrada en la cuestión de la autoridad del discurso literario. Aunque el elemento que en aquella obra permitía la relocalización de la autoridad literaria, en ésta se convierte en la principal fuente del presunto desconocimiento. En la obra temprana de Ugarte el discurso literario se legitimaba por su productividad política. Sin embargo, cuatro décadas después de este impulso inicial, el balance acerca de la efectiva articulación entre producción literaria y práctica política había dejado de ser auspicioso. Ugarte retoma en Escritores sus expectativas iniciales al analizar en bloque a la "generación de 1900" y caracterizarla en función de cuatro rasgos que la habrían definido.

En primer lugar destacaba el esfuerzo de esta generación por "hacer surgir una cultura" (257). Las condiciones objetivas para la promoción de esta experiencia resultaban aseguradas por la comunidad de rasgos culturales, cuya intuición aparecía acrecentada desde la distancia europea. La inhibición de los provincialismos, producto de la experiencia metropolitana de estos autores, ocasionó efectos en cierta medida paradójicos, puesto que al tiempo que promovía el despliegue de una clave cosmopolita para su literatura, habilitaba sus pretensiones de creación de una cultura latinoamericana. Aunque es evidente que las elecciones simbólicas presentes en este presunto acto de creación constituyen modos de intervención política, Ugarte explica la unidad de este esfuerzo -a pesar de la multiplicidad de posiciones al interior de este grupo de escritores- en el hecho de que el plano en el que se construye esta experiencia es el "sentimiento" y que éste es suscitado por la interpelación "lírica, representativa de realidades profundas y durables" (257). Es interesante notar aquí un cierto repliegue del examen del escritor argentino sobre el código rubendariano de la intuición literaria de una dimensión arquetípica sólo asequible por el saber poético, del que había tomado distancia en su producción temprana3.

En segundo lugar, Ugarte destaca entre los rasgos de esta generación un dato caro a sus reflexiones tempranas sobre el impacto de la producción literaria en la estructura social como es una cierta "humanización del arte" (258). Este rasgo mienta las funciones "intuitiva, orientadora y profética" (258) de la literatura. El escritor sobre este fondo había postulado una vocación epistémico-política para el quehacer literario que, en su modo de hacerse cargo del examen de la coyuntura histórica, era pensado en términos de una dilucidación del curso progresista de la historia como acrecentamiento del espesor institucional por vía del continuo reconocimiento de las demandas de sujetos subalternos. Ahora, la pulsión unificadora de su reivindicación generacional desplaza a un segundo plano el carácter doctrinario del enfoque precedente en beneficio de un genérico interés por "captar las voces del siglo" (258) por sobre los contenidos de la tradición clásica y sus mitologías. Aquello que antes fungía como una suerte de existenciario, pero que con claridad constituía una referencia al ideario socialista y antiimperialista ugarteano, se desliza ahora hacia la cenagosa superficie de "episódicas aplicaciones políticas" (258) que se explican por los entusiasmos epocales de intelectuales y obreros, una sociología romántica y una juventud impresionable.

El tercer rasgo con el que Ugarte caracteriza a su generación es su capacidad de representar "la íntima esencia de nuestra América" (260). La especificidad de la operación novecentista en esta dirección habría consistido en poder representar la experiencia americana en un registro que desborda el tono criollista, al que le adscribe una vocación meramente fotográfica, enfocada en los aspectos exteriores de aquella. Esta condición es comprendida en términos de un "balbuceo" todavía incapaz de horadar la dimensión axiológica y emocional de la "nacionalidad espiritual". Nuevamente aquí se puede percibir un cierto desplazamiento en el discurso ugarteano más enfocado en su obra crítica temprana a dar cuenta de la carencia de historicidad de las representaciones de lo americano que en destacar su posible rusticidad o vulgaridad4. El resultado de este tipo de expresión continental debía ser el ingreso de la literatura iberoamericana en un mismo nivel que "las otras literaturas". Así pues, el eventual desconocimiento del aporte de la generación del 900 se despliega en estas dos direcciones. Por un lado, en la pérdida del sentido de lo americano por parte de sus propios escritores y por otro, en la impugnación, siempre operante en la obra del argentino, de la representación en clave folclórica de la historia latinoamericana por parte de Europa.

En último término Ugarte refiere como rasgo de esta generación la iniciación de una "renovación dentro del idioma" (261), retomando así sus previos desarrollos críticos sobre el modernismo en los que afirmaba su "libertad de lenguaje" (Ugarte, M. 1908a, 151). El escritor argentino había concebido al modernismo como un movimiento de transición cuyas virtudes estribaban en su desmitificación de las formas clásicas sin disolver aquella operación en esquemas decadentistas. Dicha corriente constituía una reacción frente al decadentismo que hacía posible la modificación de la mentalidad presente en beneficio de un conjunto de intuiciones libertarias todavía desarticuladas. Sin embargo, destacaba la ausencia de una expresión literaria definitiva que diera cuenta de la condición progresista del curso histórico. De la inicial aseveración, claramente enfocada a destacar el elemento doctrinario y su impacto en el modernismo, Ugarte pasa a considerar exclusivamente el aspecto formal de esta renovación afirmando la amplificación de la disposición idiomática en términos de su capacidad para hacer circular las ideas (1947, 262). 

Sobre el fondo de esta analítica retrospectiva se despliega una serie de movimientos en el conjunto de semblanzas ugarteanas. El primero de ellos consiste en destacar las especificidades inherentes a la condición del escritor invocando ciertos atributos que configuran una cierta idea de autenticidad. Así, Ugarte celebra la condición de "poeta auténtico" (227) en una operación que se nutre de la presunta diferencia entre poesía y literatura (68), así como entre cierto provincialismo cultural y una "cultura auténtica" (150). La autenticidad funge pues como un significante que permite invocar un orden otro, un lugar que al menos formalmente se percibe fuera de la historia. La existencia de dicho orden actúa como fundamento del quehacer poético. Las intuiciones poéticas lo reflejan. Por ello evocan formas en cierta medida numinosas de la experiencia:

Al poeta -al escritor, en general- no hay que exigirle la lógica de un mozo de almacén. Hay que dejarlo vivir en el plano del milagro y de la inverosimilitud. No sirve para una oficina. No tiene meticulosidad de relojero. Es inutilizable para muchas pequeñas cosas que adquieren gran importancia en la efervescencia urbana. Pero estas inferioridades las rescata como remero del espacio y como piloto de la eternidad (230).

La posibilidad de representación de un plano que desborda la historicidad, ahora caracterizada como expresión de un ciclo cuyo patrón es una cierta circularidad, aparece como condición de la autorización literaria. Sólo al interior de sus modos de invocación debe comprenderse la potencial presencia de un evento. Este movimiento se direcciona hacia la producción de un efecto paradójico como es la pretensión del discurso literario de informar la historicidad desde fuera de ella, desde la "eternidad", desde la "senda oscura del bien" (252). Además del evidente desplazamiento así concretado por la obra tardía de Ugarte respecto de sus posiciones de juventud, se puede percibir su intensidad en el despliegue de la serie "mozo de almacén-oficinista-relojero" en un mismo horizonte axiológico. La reserva ugarteana frente a la eventual distracción del lector le mueve a destacar lo que a esta altura resulta obvio en su discurso: la condición "inferior" de aquel ciclo. Pero todavía más ceñida se torna la mudanza ugarteana hacia posiciones conservadoras. La matriz espiritualista que siempre tuvo su discurso ahora no sólo da cuenta de cierta pulsión estética por el "absoluto" (252), sino que también se concreta sobre una cuadrícula en la que opera el vector político de su promoción de la integración latinoamericana, el vector moral de su integridad humana y el vector religioso de su fe católica (251). Ugarte identifica estas convicciones con "idealismos anacrónicos" en un movimiento que es rigurosamente consecuente con el desplazamiento que describimos puesto que la noción de "idea" poseía en su obra temprana el atributo específico de la producción de las condiciones objetivas para el cumplimiento del imperativo racional de la historia (Cfr. Ugarte, M. 1905). Aquí, no obstante, se predica la condición anacrónica del ideal, un evidente oxímoron para el discurso del joven Ugarte. El escritor argentino localiza su enunciación en un espacio en el que se percibe la huella de un desplazamiento que va de la fuerza de la idea y su potencial historizador a un tipo de idealismo que renuncia a dicha potencia en beneficio de ciertos "aletazos líricos" (Ugarte, M. 1947, 251). Se afirma así una concepción de la historicidad de la labor literaria que se presume ahora incapaz de comprender los aspectos coyunturales de la realidad política mientras se configura un tipo de discurso cuya referencia exclusiva está puesta en el futuro. Señala Ugarte:

[S]i el escritor desprecia al político profesional a causa de su tendencia utilitaria, el político profesional aborrece al escritor a causa de su impulso lírico. Hay entre ellos incompatibilidad integral. El político persigue, dentro de la ciudad y el momento en que actúa, la conveniencia propia y de su grupo electoral, mientras el escritor abarca otros horizontes en la geografía y en el tiempo, sirviendo ideales en calidad de precursor. El primero se afana en usar las cosas de hoy, sin preocuparse por las de mañana. El segundo, a la inversa, se equivoca, acaso, en el presente, pero acierta en el porvenir. Es por eso que los mejores políticos tienen algo de poetas y los peores poetas tienen siempre mucho de políticos (101-102).

Ugarte reedita la tensión recurrente entre la dimensión programática de la política y sus instrumentos de coyuntura. La resuelve mediante una doble agencia predominantemente desarticulada entre escritores y políticos. Es significativa su renuncia a la posibilidad de determinar los aspectos emancipatorios del presente, uno de los tópicos en que afirmativamente se anclaba su obra temprana. La noción de "idea" operaba en ella como el elemento articulatorio de ambas formas de práctica social, la escritura y la militancia política. Tal vez para no prescindir definitivamente de aquellas expectativas es que destaca el carácter profesional de la política como un dato relevante de su caracterización en un movimiento problemático en la medida en que sustrae, como decíamos previamente, la historicidad de la práctica política de coyuntura y la deposita en el territorio del ideal, pero este último cada vez más desacoplado de la historia.

El escritor cierra el itinerario de estos deslizamientos con una notoria minusvaloración de la noción de democracia. Como un síntoma más de que aquel desacople destaca como un criterio de comprensión del locus ideológico en términos de la configuración de una posición política conservadora. Han quedado aquí muy lejos las reflexiones en torno a las democracias latinoamericanas de su célebre ensayo de 1910 El porvenir de la América latina. Las evidencias, para entonces, de las defecciones de la democracia en América Latina le habían inclinado a determinar el curso histórico de su concreción y las proyecciones por dicho proceso esbozadas. En clave dialéctica interpretaba Ugarte el predominio de la condición elitista de la democracia en América Latina como el antecedente de una forma de emergencia apenas atisbada, proveniente de la creciente presencia de los sectores populares (Ugarte, M., 1953, 121). El carácter transicional así determinado era representado por el escritor como la bisagra entre la afirmación de los intereses de la burguesía, al interior de un sistema que incluye al fraude, y la historia efectiva de la dominación española creadora de una "multitud sumisa", guiada por la fuerza de la tradición, que explicaba la existencia de gobiernos autoritarios. El perfil formalista de la democracia en América Latina expresado en la distancia entre la letra de las constituciones y la "bajeza de la vida política" podría ser cuestionado por la "educación política", intersticio capaz de asignarle un sentido sustantivo a una democracia todavía atravesada por la corrupción y el personalismo. La formación y acrecentamiento de la esfera pública constituía el índice clave de una superación democrática del fraude y la corrupción. Esta superación no debía ser sólo un problema definible en términos del par legalidad-ilegalidad, sino también en función de la efectiva capacidad de cada pueblo de asegurar la ampliación de una esfera pública. Era la lenta emergencia del interés del "gran público" por lo político lo que habría de permitir la objetivación de la naturaleza conflictiva de este proceso. El proceso democratizador poseía un vértice cultural consistente en una cada vez más cercana identificación entre la obra de arte y las expresiones históricas y simbólicas de la nacionalidad latinoamericana.

La semblanza sobre Belisario Roldán constituye un documento significativo de la reflexión ugarteana sobre el destino de la generación del 900 por que lo obliga a incorporar en dicho balance la dimensión ideológica. La respuesta a la pregunta por los resultados de la labor literaria desplegada en el tiempo al servicio de los sectores dominantes es del mismo tenor que la de quienes pudieron haberles enfrentado. Roldán "fue arrollado y sacrificado como los otros" (Ugarte, M. 1947, 191). El destino que Roldán comparte con el resto de los miembros de su generación, según Ugarte, es el resultado de la incapacidad estructural de aquellos sectores para reconocer el valor de la inteligencia. La dificultad radica en que en torno de ella se desarrolla una cierta forma de "superioridad moral" (213) frente a la que existe una "coalición de muerte" (191). Afirmaba Ugarte respecto de la experiencia común de Roldán y de sí mismo como intelectuales:

Los dos éramos "hijos de familia", como dicen en mi tierra, mitad en son de burla, mitad en señal de desprecio. Con la única diferencia de que mientras él se mantenía inmóvil, yo me dejaba llevar por las rebeldías que cobraron auge en Europa a raíz del asunto Dreyfuss y se propagaron al conjuro de la elocuencia de Jaurés. Fuimos sinceros los dos en la discrepancia como lo fuimos en la coincidencia que nos reconciliaba alrededor de un sentimiento antiburgués. Huelga confesar que en el fondo nos equivocamos uno y otro. Roldán, al dar por sentado que las sociedades no evolucionan. Yo, al aceptar el error, generalizado en aquel tiempo, de que con la democracia podían ser redimidas nuestras repúblicas (203-204).

Ya en su referencia a Alfonsina Storni, Ugarte no duda en acentuar esta desvalorización de la democracia como forma histórica de reconocimiento de demandas de sectores subalternos en su deslizamiento hacia el territorio de la dotación natural de los sujetos.

[S]e puede parafrasear la leyenda de la Universidad de Salamanca (lo que Natura no da, sufragio universal no presta), una falsa interpretación de la democracia se impone gritando desde todos los rincones: ¿por qué él y no yo? La desatinada igualdad de valores crea igualdades en el vacío a riesgo de que se reflejen mañana en nulidad colectiva. Falta de responsabilidad artística y la fiscalización de una opinión preparada que obstaculice el fraude (227-228).

Si bien es evidente la continuidad de ciertos ejes de su discurso como la propensión a instalar a la producción literaria como objeto de examen moral, el deslizamiento provocado por la experiencia de la falta de reconocimiento a la tarea incansable de promoción de la integración latinoamericana y la denuncia del imperialismo, el deslizamiento es notable y su prenda es la democracia.

Consideraciones finales

Intentamos demostrar que la persistencia de ciertas formas de autorización del discurso intelectual posee el previsible decurso que se percibe en la obra de Ugarte. La pretensión de ser portadores de formas de intelección relativamente exclusivas de la coyuntura histórica conduce, tarde o temprano, al desarrollo de formas de corrección posteriores -exigida por el curso efectivo de los acontecimientos-, cuyo peligro consiste en una degradación de la función crítico-historizadora del propio discurso. En un movimiento de esta índole se tiende a desvalorizar el potencial emancipatorio de la coyuntura original en virtud de la defección de algún elemento de la serie articulada de demandas. La articulación que supo habilitar los entusiasmos libertarios es luego subsumida en la reflexión tardía, en la que la prevalencia de la dimensión idealista de aquel discurso puede ser sostenida, pero al precio de negar sus aportaciones más interesantes en materia política.

Notas

1.  Es interesante destacar que esta concepción ugarteana de la literatura prefigura en gran medida la idea de "deformación" de G. Lukács. Si la versión más lúcida de la crítica marxista -tal como es expresada por el filósofo húngaro- acierta en distinguir una imagen deshistorizante de la matriz naturalista del vanguardismo, en la medida en que el presente es al mismo tiempo tematizado y eternizado, revela, en esta metáfora clínica, sus peores proyecciones (Cfr. Steiner, G. 2003, 363 ss.). "Si se crea un mundo literario cuyo cuadro dinámico está delimitado por los falsos extremos de la mediocridad burguesa y de la excentricidad patológica, surge espontáneamente la preferencia estilística por la deformación. Esta tiene, por supuesto, su lugar en la imagen de la realidad auténtica y completa, al igual que la excentricidad y lo patológico. Pero el creador literario debe tener una clara idea social y humana de lo normal para poder situar la deformación en su justo lugar, en su correcta relación, etc., es decir, para poder tratarla como deformación" (Lukács, G. 1974, 39-40).

2. El itinerario de la obra de Ugarte desde sus inicios en 1895 hasta 1924 ha sido minuciosamente examinado en el excelente trabajo de Margarita Merbilhaá (2009).

3. Hemos analizado esta toma de distancia en términos de la existencia de dos modelos de representación de formas de subjetividad subalternas en nuestro artículo "Modelos de representación de los actores subalternos en las crónicas del viaje a Europa de principios del siglo XX: Rubén Darío y Manuel Ugarte" (Olalla, M. 2013).

4. La rusticidad del elemento costumbrista del criollismo era comprendida por Ugarte (1908b) en la forma de un "síntoma" de autonomía cultural todavía insuficiente. El análisis de este tópico de la obra ugarteana puede hallarse en los trabajos de Claudio Maíz (2003, 84-87), Marcos Olalla (2006, 201-211) y Margarita Merbilhaá (2005 y 2009, 359 ss.).

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