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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.15 no.2 Mendoza dic. 2013

 

ARTÍCULOS

Del hacer callar al dejar hablar. Reflexiones freudianas sobre ciencia y democracia

From shutting up to letting talk. Freudian Reflections on Science and Democracy

 

Leandro Drivet

CONICET

 


Resumen

En este trabajo presentamos una reflexión filosófica y psicoanalítica acerca de la democracia basándonos fundamentalmente en el legado de Sigmund Freud. En el segmento primero, intentamos fundamentar por qué el psicoanálisis es incompatible con el fascismo y, de modo inverso, por qué esta disciplina sólo puede trabajar bajo la forma de gobierno de un Estado de Derecho. Simultáneamente, el núcleo democrático del psicoanálisis revela su coherencia con la voluntad científica que su creador manifiesta, sin dejar de poner a prueba las representaciones canónicas y de derribar algunas ilusiones idealistas acerca de la "democracia" y la "ciencia". En la segunda parte, pretendemos extraer del psicoanálisis y de cierta filosofía vinculada al mismo algunas claves para repensar la cultura democrática contemporánea. Los desarrollos freudianos conducen a radicalizar la idea básica de la libertad de expresión poniendo en evidencia algunas amenazas que pueden transformarla en una declaración narcótica de principios que se agote en sí misma.

Palabras clave: Psicoanálisis; Filosofía; Democracia; Ciencia.

Abstract

In this work we present a psychoanalytical and philosophical reflection on democracy, based mainly on Sigmund Freud's legacy. In the first section, we try to fundament why psychoanalysis is incompatible with fascism and, conversely, why this discipline only works in the environment of the Rule of Law. Simultaneously, the democratic core of psychoanalysis reveals its coherence with the scientific will manifested by its maker, even while testing canonical representations and demolishing some idealistic illusions about "democracy" and "science". In the second part, we aim at extracting from psychoanalysis, and from some philosophy related to it, some clues to re-think contemporary democratic culture. Freudian developments lead to a radicalization of the basic idea of freedom of speech, disclosing some threats that may turn it into a narcotic declaration of principles which would be exhausted in itself.

Key words: Psychoanalysis; Philosophy; Democracy; Science.


 

Introducción

En la noche del 10 al 11 de mayo de 1933, precisamente a las 11 de la noche, a la hora en que habitualmente reinaba una serena calma, se escuchó de repente en la Opernplatz de Berlín una música patriótica que acompañaba a un simulacro de ópera organizado por la Universidad, y se vio irrumpir en ese escenario un tropel de estudiantes a los que seguían sus profesores llevando antorchas encendidas en sus manos. Durante ese ballet nocturno de una juventud alborozada bajo las órdenes de extraños grupos de SA y de SS, se podían ver libros pasar de mano en mano y escuchar aterradores hechizos contra las nueve categorías de "obras extrañas al espíritu alemán" (Undeutsche Schriftmaterial). Un estudiante se puso entonces a vociferar: '¡Contra los que agitan la lucha de clases y pregonan el materialismo, por una comunidad del pueblo y un modelo de vida idealista, echo al fuego los libro de Karl Marx!'. Algo más tarde, otra voz profirió: '¡Contra la exageración de la vida instintiva que disgrega el espíritu, por la nobleza del alma humana, echo al fuego los libros de Sigmund Freud!'" (The Diary of Sigmund Freud, en Major, R. y Talagrand, C. 2007, 7).

No es difícil comenzar diciendo que el psicoanálisis es incompatible con el fascismo. Pese a todas las críticas que le propina, Michael Foucault (1984/2003, 182) reconoce como "el honor político del psicoanálisis -o al menos de lo que hubo en él de más coherente- (...) el haber estado en oposición teórica y práctica con el fascismo, en cuanto a lo esencial y salvo algunas excepciones". León Rozitchner (1988, 287) considera que Psicología de las masas y análisis del yo (Freud, S. [1921] 1979/1992) es una réplica demoledora a las concepciones del fascismo y el capitalismo, "como así también es la apertura hacia la comprensión del sentido de todo proceso verdaderamente revolucionario cuya preocupación siga siendo el hombre", sentencia cuya validez trataremos de extender a un conjunto más vasto de obras freudianas. Herbert Marcuse (1985, 25) se había referido en términos similares al sentido del programa teórico de Freud: "El concepto del hombre que surge de la teoría freudiana es la acusación más irrefutable contra la civilización occidental -y al mismo tiempo, es la más firme defensa de esta civilización.

Ahora bien: si el psicoanálisis es inasimilable a un régimen fascista, entendiendo por tal, en sentido amplio, lo que Umberto Eco (1999, 31-59) definió como "Ur-fascismo" o "fascismo eterno", la cuestión es por qué. El problema adquiere su cabal sentido histórico si recordamos con Elizabeth Roudinesco (2011, 9-10) que el psicoanálisis fue acusado de "ciencia judía" por los nazis, de "ciencia burguesa" por los stalinistas, "ciencia satánica" para los fundamentalismos religiosos, "ciencia degenerada" para la extrema derecha francesa, "falsa ciencia" para los cientificistas, y "ciencia fascista" para los revisionistas norteamericanos. A lo cual se añade (Roudinesco, E. 2011, 50) que el psicoanálisis sólo se ha desarrollado en los países donde preexistía el Estado de derecho y que siempre ha sido desterrado por los regímenes totalitarios o teocráticos. La pregunta que se impone nuevamente es: ¿por qué? Me propongo hacer algunos señalamientos de carácter general sobre parte de la obra freudiana con base en los cuales creo posible demostrar la identidad existente entre el corazón del psicoanálisis y cierta idea de democracia, idea inescindible a su vez de una apuesta explícita por la ciencia (I). A partir de una perspectiva apoyada en el psicoanálisis, por otro lado intentaré subrayar una dimensión de la democracia frecuentemente postergada, cuya consideración toca las bases de la institución humana más antigua: el lenguaje (II).

I- Crítica del despotismo y de la organización despótica de la subjetividad:

De los numerosos niveles en los cuales el psicoanálisis se configura como una crítica del despotismo, el primero es la crítica del Patriarcado que Josef Breuer y Freud enuncian como explicación de la "histeria". Hacia 1895, Freud y Breuer ([1895] 1981/1991) habían publicado los Estudios sobre la histeria, trabajo donde reseñaban algunos casos de agresiones sexuales cometidos contra niños y jóvenes con efecto traumático sobre la integridad psíquica de las víctimas. En 1896, y ya sin el consentimiento de Breuer, Freud ([1896] 1981/1991) escribe La etiología de la histeria, transcripción de una conferencia donde hace pública la "teoría de la seducción". Con base en 18 casos, Freud había expresado frente a sus colegas en abril de 1896: "Formulo entonces esta tesis: en la base de todo caso de histeria se encuentran una o varias vivencias -reproducibles por el trabajo analítico, no obstante que el intervalo pueda alcanzar decenios- de experiencia sexual prematura, y pertenecientes a la tempranísima niñez" (Freud, S. [1896] 1981/1991, 202). De acuerdo a esta teoría, el recuerdo de un trauma acaecido en la infancia ocasiona neurosis. Los traumas a los que se refería Freud eran heridas devastadoras en la psiquis de los pacientes producidas por la violencia sexual infligida a ellos por adultos que por lo general integraban el círculo familiar del niño/a. Más aún: lo que a Freud le parecía una "desdicha" (Freud, S. [1896] 1981/1991, 207), era descubrir que en un gran número de casos de violencia o violación sexual infantil -muchos más de lo que el sentido común, incluso el de los científicos, estaba dispuesto a admitir- el agresor sexual era un pariente próximo, frecuentemente el padre de las víctimas. Antes de que el psicoanálisis estuviera constituido como tal, con su teoría del inconsciente y sus técnicas de interpretación, Freud ponía en el banquillo al padre, a la familia, y cuestionaba el monopolio de la explicación organicista del malestar por parte de la Psiquiatría, que rechazó la teoría de la seducción acusando a Freud de charlatán.

Este nivel de crítica histórico-política del despotismo en la sociedad (enfocada en los agresores sexuales que se hallan principalmente dentro de las familias) tiene su propia historia al interior del periplo teórico de Freud, sus idas y vueltas, que no será lícito profundizar aquí. Nos conformaremos con decir que Freud nunca abandonó del todo esta denuncia1.

Ahora hemos de reconocer otro nivel, concerniente al desarrollo psicosexual del ser humano. En el libro en el que por primera vez los sueños son interpretados científicamente (invitando a una ampliación de la idea positivista de "ciencia"), Freud ([1900] 1979/1991, 270-273) se refiere al desarrollo psicosexual valiéndose de la tragedia de Sófocles, Edipo Rey. En apretadísima síntesis, podemos decir que el advenimiento del sujeto a la cultura se produce parricidio mediante. Entre los 3 y los 5 años de edad convergen en el niño contradictoriamente, debido a la tendencia a la unificación de la vida anímica, el amor incestuoso hacia la madre y los celos consecuentes hacia el padre, que representa para el niño un rival poderoso y amenazador; es decir, que se presentan las dos leyes básicas de toda forma cultural: la prohibición del incesto y el parricidio. El niño resuelve la disimetría por la vía de la regresión oral: incorporándolo, le da muerte al padre, y ese odio dirigido contra el rival se aloja a espaldas de la conciencia, allí donde la ley del padre imperará con más o menos fuerza, dependiendo de nuestra capacidad para elaborar ese conflicto y ese duelo. No nos detendremos tampoco en los pormenores y en las derivas posibles del complejo parental: nos interesa subrayar que la emergencia del sujeto exige el pasaje que va del gobierno de uno (absoluta heteronomía) a la relativa autonomía por vía de la rebeldía y del parricidio. La autoridad indiscutida del Padre que aparece como la fuente de satisfacción de todas las necesidades y como la garantía del bienestar se horada en esa lucha por ser (y nacer) y debe ser desplazada para dar lugar al otro. Ya veremos que la no tramitación de esa culpa conduce a la neurosis o a la religiosidad.

En un tercer momento que queremos marcar, la crítica del despotismo se plantea con un alcance más explícitamente colectivo: Tótem y tabú. La hipótesis histórico-conjetural que Freud ([1912-13] 1979/1998) reconstruye a partir de Darwin, Atkinson y Robertson Smith nos lleva a pensar que con el dominio absoluto de Uno no hay cultura. La (re)construcción lógica de Freud de los inicios del animal-humano propone que en los comienzos de la cultura, en ese mítico pasaje de la naturaleza a la cultura, los homínidos se entendieron sobre algo, su mutua subordinación, acaso solamente su común malestar, y decidieron cooperar para subvertir ese estado de cosas. Juntos, mataron al padre-primitivo y lo devoraron. Como se ve, la historia de la humanidad sería el telón de fondo sobre el cual el cachorro-humano adviene a la cultura: el niño con su tragedia de singularización no haría sino actualizar a nivel biográfico aquel crimen fundante. Sin ingresar en la discusión acerca de la legitimidad de las creencias freudianas en la recapitulación de la filogenia en la ontogenia y en la herencia de contenidos simbólicos apoyada en el lamarckismo, subrayaremos que también en este texto el crimen del Padre primitivo da lugar al pasaje del unicato a la alianza fraterna: gobierno de todos que se basa en la prohibición de ocupar el lugar del Déspota (prohibición del crimen y del incesto).

Claro que este esquema no es tan lineal ni tajante. En un artículo que problematiza lo que entendemos por democracia desnudando las democracias parlamentarias europeas como "oligarquías liberales", Cornelius Castoradis recuerda que la historia se ha encargado de desmentir el mito de la unión de los oprimidos contra quien monopoliza el poder:

Lo que podríamos llamar la respuesta de Hobbes a Calicles -ningún hombre es lo suficientemente fuerte como para enfrentar la coalición en su contra de una multitud de débiles- tiene sentido sólo en el terreno radicalmente presocial en el cual se coloca Hobbes para las necesidades de su construcción. Cuando los humanos están totalmente embrutecidos, cuando todavía no saben enredarse unos con otros con lindas palabras, magia y milagros, revelaciones divinas, maniobras de división, etcétera, la fuerza bruta sería, efectivamente, la vencedora. Pero toda la historia de la humanidad testimonia aquí en contra de tal posibilidad, ampliamente constituida por la dominación de los reyes sagrados, por las oligarquías minoritarias, por los dictadores, los emperadores, los partidos instalados en el poder, etcétera (Castoriadis, C. 2005/2006, 165-166).

También la larga lista de pensadores partidarios de la democracia, y la más extensa nómina de filósofos contrarios al gobierno de uno contrastan negativamente con la casi entera historia de los órdenes políticos de la humanidad, historia en la que la democracia se limita a una idealizada edad dorada de confines espacio-temporales muy acotados. La hipótesis de Nietzsche (2008) sobre el triunfo de la moral del resentimiento podría representar una variante curiosa del triunfo de los muchos por sobre los Señores. Con el concurso de esta moral, el sentimiento de culpa de los triunfadores o de los fuertes es puesto al servicio de los perdedores o débiles. La moral del rebaño es la venganza exitosa del derrotado en primer lugar por sí mismo, de quien no puede ni quiere (más que la nada): éste se complace en lograr que otros tampoco lo hagan, y nos recuerda a la zorra de aquella fábula de La Fontaine que, habiendo perdido la cola, se empeñaba, sin lograrlo, en conseguir que las demás se la arrancasen. Pero si volvemos sobre esta idea nietzscheana, que demasiado rápida y frecuentemente fue asociada sin más a una apuesta por la justicia del más fuerte, no es tan contradictoria como parece respecto de la constatación de Castoriadis: porque si bien los débiles logran deshacerse de los grandes hombres, lo hacen para seguir siendo débiles, aunque se convenzan de lo contrario. Desde la mirada nietzscheana, éste es el riesgo que alberga el "parricidio": el de maltratar o aniquilar al distinguido porque su existencia revela nuestra pequeñez, nuestra mediocridad, nuestra impotencia. Es la "igualdad desigual" que a juicio de Juan Bautista Ritvo (2011, 15) se distingue de la igualdad de derechos y obligaciones propias del régimen liberal-democrático y que entra en tensión con ella, cercenando la pretensión de cualquiera de destacarse del resto. La plebe atenta contra el gran hombre, pero con el fin de garantizar la proliferación del hombre del mercado, del hombre corriente (tan corriente, dirá Nietzsche, como la moneda corriente), del último hombre. Nietzsche precisaría entonces que el pecado del padre es ser envidioso (por ende castrador), no ser grande, y que no obstante es probable que sea nuestra envidia de su poder y la sed de revancha que nos inspira más que el anhelo de justicia lo que nos mueve a combatirlo. Complementariamente al mandato fraterno de la horda (de la hipótesis conjetural freudiana) de que nadie debe ocupar el lugar del déspota, la propuesta de Nietzsche (2008) es que muerto el único debe morir también el último hombre, el que tiende a la igualación en la nada: todos debemos (tender a) ser superhombres, singulares, nunca iguales, nunca "uniformes" o "uniformados" (cf. Nietzsche, F. 2007, 79). Dicho de otro modo, el problema que inquieta a Nietzsche es que "matar al gran hombre" (al genio, al héroe) puede significar: eliminar el testimonio de que la (auto)superación es posible2. De hecho, Nietzsche está convencido de que la democracia es un consuelo, ya que

la civilización que siguió a la de la Antigüedad no sólo no liberó a los esclavos sino que esclavizó a aquel hombre libre y bello. Porque es una cultura que, desde la caída del Imperio Romano, declara que si todos los hombres no pueden ser bellos y libres, al menos todos serán esclavos y miserables (Abraham, T. 1996/2005, 59).

A sabiendas de la importancia de Nietzsche en la obra freudiana (Assoun, P-L. 1984), lo relevante de nuestra referencia a Nietzsche no sería sentenciar casi automáticamente -a partir de una interpretación lineal de fragmentos descontextualizados- que el autor de Así habló Zaratustra era antidemocrático (lo cual no constituiría una novedad de nuestra parte), sino hacer audibles sus reproches, más allá de los prejuicios de nuestra sensibilidad "bienpensante", para evaluar la índole de nuestras "democracias". Nietzsche es ante todo un destructor de mitos, y como la destrucción del mito de la democracia hay que entender su odio al "gobierno del pueblo". En efecto, a juzgar por las tendencias históricas que le molestan, y por las figuras de la humanidad que detestaba (fundamentalmente el último hombre), Nietzsche parece protestar más contra el hombre masa (aunque cultor del consumo individual) del capitalismo que contra el "ciudadano" de una democracia moderna, si es que se trata de figuras diferentes en lo sustancial. Una constante en la obra de Nietzsche es que considera un absurdo que quienes no pueden gobernarse a sí mismos pretendan gobernar, con lo cual la democracia se torna una forma de gobierno impracticable si la educación de los ciudadanos no es de excelencia. Castoriadis parece sostener algo similar cuando muestra que la dominación de los muchos depende de la capacidad de la persuación de la ideología de la casta gobernante, y en una línea más próxima a Nietzsche, Peter Sloterdijk (2002) es aún menos condescendiente con el sentido común que confunde lo "democrático" con lo masivo.

Volviendo a Freud, quizá convendría situar como cuarto nivel un aterrizaje del "mito científico" ya reseñado, que sin llegar a ser histórico en sentido estricto está indudablemente motivado por preocupaciones políticas de carácter coyuntural: Psicología de las masas y análisis del yo (Freud, S. [1921] 1979/1992) tiene por objetivo desmontar la maquinaria de enrolamiento y segregación que engrosaría las filas del fascismo y del partido Nazi (y no sólo éstas). Ese texto, de 1921, quiere dar cuenta de las motivaciones subjetivas de la servidumbre voluntaria de los individuos que abandonan todo sentido crítico en la obediencia incondicional y ciega a un líder. La obsecuencia de los individuos de una masa artificial se explica para Freud por una suerte de obediencia retrospectiva hipnótica hacia el propio padre antes asesinado que se proyecta en la imagen del conductor. Es porque cada uno de los individuos alberga como ideal del yo el lugar abierto en la subjetividad por el propio Padre (y cada Padre a su vez por el protopadre originario) que es posible la identificación de cada uno de ellos como hermanos-súbditos y la ubicación del líder como un ideal del yo compartido. El líder contiene los ideales de todos, y todos se sienten igualmente compensados por ese ideal que aquel encarna, aunque entre "hermanos" reine la más absoluta extrañeza y estén solos porque masificados. Intuyendo la barbarie que pactaría con la técnica, Freud hace en 1921 un llamamiento a reconocer la estructura subjetiva coherente con el opresor introyectado y puesto como ideal, y olfatea las peligrosas multitudes solitarias en las que pulularían la obsecuencia y la indiferencia criminales. Psicología de las masas... es un texto contra la sugestión, a la que define como un convencimiento que no se basa en la percepción ni en el trabajo del pensamiento.

Es tentador concluir que este texto abona nuestra hipótesis de que el psicoanálisis es incompatible con el fascismo. Sería cierto, pero con ello eludiríamos una dificultad anexa que tiene aquí tanta o más importancia. Puesto que quizá este trabajo freudiano más que ningún otro parecería enseñarnos que el psicoanálisis sólo puede alimentar el pesimismo acerca de la naturaleza humana y el escepticismo sobre la democracia. La inclinación humana allí descripta, que casi nos atreveríamos calificar como "universal", de conformar estructuras jerárquicas y segregatorias, las masas, casi al modo de un acto reflejo condicionado filogenéticamente, desalienta a quienes se refieren al carácter gregario del hombre para enfatizar la inherente politicidad de su (nuestro) ser con otros. La subjetivación del ser humano acarrearía la condena de que toda articulación de intereses supone alguna exclusión o, más precisamente, alguna expulsión. En otras palabras, la imposibilidad de escapar a que todo "nosotros" implique un "ellos". La expulsión de la masa sería concretamente la expulsión del odio al prójimo que amenaza al grupo como tal (Ritvo, J. B. 2011). La segregación varía en su amplitud, en sus motivaciones y en el grado de violencia que implica, aunque como tal parece ser insuperable. A raíz del problema de la segregación, la pregunta inquietante, reverso de nuestra hipótesis inicial y tranquilizadora, es hasta qué punto el psicoanálisis es compatible con el socialismo. En este sentido puede decirse, no sin cierta razón, que el internacionalismo marxista se dio las narices contra el muro de los ideales nacionalistas cuando en lugar de unirse, los obreros de cada país, y no del mundo, se alistaron en los ejércitos para combatir en la Gran Guerra en nombre de sus opresores. La fraternidad se desmorona junto con la horizontalidad de los iguales, que no cesa de revelarse como una promesa incumplida y quizá incumplible: las masas artificiales tienen líderes además de fronteras, precisamente porque son la estructura coherente con el liderazgo. Ritvo (2011, 15-16) expresó en una fórmula la clave de la masa moderna: "basta que dos cualesquiera se identifiquen con un tercero erigido en líder (...) para que surja inevitablemente un cuarto segregado". Con menos palabras no puede nombrarse el corazón del problema que la masa supone para la democracia y el ideal socialista, por no decir para todo proyecto universalista: ¿acaso toda socialidad se constituye necesariamente a partir de la segregación?

Ahora bien, de estas dificultades aludidas por Freud no se deriva la resignación, ni el necesario abandono de la voluntad de enfrentar el problema de la lógica del capital: el señalamiento de aquellas alerta sobre nuestras propias inclinaciones antes inconscientes, y desde ese momento actuar como si no lo supiéramos es en mayor medida una elección, y en menor grado una fatalidad. Por otro lado, la democracia no necesariamente implicaría ausencia de "discriminación", si entendemos este término en el sentido de "crítica", que etimológicamente significa distinguir, separar, analizar3. Discriminar es lo propio del pensamiento, al que se opondría el reino caótico de una totalidad indiferenciada. Operar distinciones es una tarea que implica cierta violencia, así como la vida no puede pensarse disociada de la muerte y el crecimiento es inseparable de la destrucción. Pero en todo caso, en un nivel de mayor concreción como el que transitábamos hasta aquí, en el camino de la democratización las violentas segregaciones de otrora pretenden transformarse reflexivamente en modos de organización que por la vía de los consensos reducen de modo paulatino -nunca por completo- su violencia intrínseca. En suma, las intelecciones psicoanalíticas que pueden interpretarse como constataciones propias de una teoría derrotista o conservadora también pueden entenderse, a nuestro juicio con más razón, de un modo revolucionario, como el señalamiento crítico de un riesgo para la libertad: así, la reflexividad hace más gravosa la violencia de la segregación, y no impide sino que complementa la crítica de una de las segregaciones fundamentales, aquella signada por la lógica del capital.

Digamos, como breve digresión, que si la democracia es (debiera ser) el régimen más justo, Freud enseña que también es el régimen más verdadero, en el sentido de que tiene mayor voluntad de verdad. El creador del psicoanálisis demuestra en Psicología de las masas y análisis del yo (Freud, S. [1921] 1979/1992) que siempre se manda en nombre de otro. Sartre (2005, 20) lo decía con resonancias freudianas: "Mandar y obedecer es lo mismo. El más autoritario manda en nombre de otro, de un parásito sagrado -su padre-, transmite las abstractas violencias que padece". Siempre que se manda se ocupa (se quiere ocupar) el lugar del déspota; se encarna una inveterada inclinación humana que se actualiza ontogénicamente, y es esa violencia la que habla a través del líder y la que se expresa en los subordinados, dirigida contra ellos mismos. Siempre se manda en nombre de: de aquí aquello de que el Rey que se cree Rey no es menos loco que el así llamado "loco" que se cree Rey. Ambos han perdido la posibilidad de la distancia reflexiva respecto de sí mismos. Retomando el problema de la verdad: la democracia, al menos formalmente y a diferencia de los otros regímenes, no se engaña a sí misma respecto de este asunto, y asume (se propone asumir) la paradoja del "mandar obedeciendo".

La salida de la minoría de edad del individuo-masa, el advenimiento del sujeto a la ley común de la cultura o, lo que es lo mismo, el tránsito de la horda primordial a la alianza fraterna, de la absoluta heteronomía a la relativa autonomía (voluntad de autonomía), se da para Freud a través del crimen del déspota que monopoliza el uso de la violencia y de los placeres: pero ese pasaje, que podría quedar anclado en la mera violencia del crimen, sólo se consuma con la elaboración del parricidio -que conlleva culpa, miedo, crisis de identidad-, "traición" que de otro modo continúa regulando mi modo de relación con el mundo. La transformación del sujeto se sintetiza en la elaboración de un duelo que aquí apenas mencionaremos: duelo del otro introyectado, duelo del sí mismo, duelo de lo que no puede ser sino en tanto que perdido. Y es elaboración de la culpa por una "traición" que se asentará como el paradigma de toda ulterior traición: traición que paradójicamente es imposible de evitar (excepto a costa de la locura).

La insistencia freudiana sobre la necesidad de esa rebelión que hace lugar a la propia identidad es la contracara de las dificultades que ésta entraña. Por eso hay aún otro nivel en el que Freud confronta el mundo ilusorio de la heteronomía con el mundo científico y político de la lucha por la libertad, y cifra la tarea del psicoanálisis en la promoción del tránsito de uno al otro. Este nivel del tránsito evidencia una suerte de inercia de los modelos y las estructuras relacionales que forjaron nuestro ser. En El porvenir de una ilusión, Freud ([1927] 1979/2004), heredero y admirador de Ludwig Feuerbach, descompone el trasmundo de ilusiones erigido sobre los cimientos de la culpa por la muerte del padre y propone refundar los preceptos culturales sustituyendo los resultados de la represión por los de la reflexión. Puesto que la clave de la teología estaba en la antropología (Feuerbach, L. 1941/2006), en la antropología profunda estaría la clave de todo sacrificio. Si Dios no es otra cosa que un padre enaltecido, si la nostalgia de la omnipotencia parental explica la religiosidad y los actos de fe con los que los creyentes atestiguan su piedad, el trabajo de elaboración de la neurosis infantil debe acabar con la Ley Absoluta del Padre, y al mismo tiempo con las ilusiones o delirios religiosos inmunes a la crítica. Es necesario asumir la pérdida definitiva de la autoridad omnipotente o, dicho con palabras que son de Nietzsche, ejercer la tarea de la demolición de sus sombras. El psicoanálisis entonces es incompatible con la religión porque se rehúsa a vivir bajo el amparo de una promesa narcótica incumplible. Dicho de un modo panfletario: el psicoanálisis es una escuela de ateísmo.

Al dogmatismo, al autoritarismo enmudecedor de la religión (y de toda cosmovisión), y a toda ilusión, Freud opone la ciencia, el reino del Dios Logos, del trabajo científico entendido como reflexión y autorreflexión (un tipo específico de autorreflexión), y reclama para el psicoanálisis el título de Ciencia. Peter Gay (1989/2010) documenta que la tarea fundamental del psicoanálisis, según palabras de Freud a Stefan Zweig, consistiría en luchar contra el demonio de la irracionalidad de manera serena. En la misma obra, el biógrafo de Freud rescata una carta en la que, argumentando sobre la necesidad de publicar el controvertido Moisés y la religión monoteísta, Freud expresa a Charles Singer, quien le recomendaba la autocensura: "He dedicado mi larga vida a lo que consideré la verdad científica, incluso cuando resultaba incómoda y desagradable para mis semejantes. No puedo cerrar mi vida con un acto de repudio" (Freud, S. en Gay, P. 1989/2010, 705). Frente al monólogo (de Dios, del sentido común), Freud apuesta por un trabajo dialógico que llama "verdad" nada más que al último error, que está abierto a las objeciones y dispuesto a abandonar sus resultados frente a mejores argumentos. El mismo modelo explicativo del psicoanálisis condensa una crítica de la subordinación voluntaria, del Patriarcado y la Familia, una crítica de la Religión y una crítica de las instituciones jerárquicas paradigmáticas de la moral convencional: la Iglesia, el Ejército y (más tarde) la Ciencia convertida en dogma (de aquí se desprende que el reclamo freudiano por el estatuto de cientificidad del psicoanálisis no comporta un mero plegamiento a los parámetros de una ciencia ya constituida, cautiva de una filosofía de la conciencia o incluso rezagada respecto de ésta, sino que exige una transformación de los "criterios de demarcación"). A esto llamamos una crítica de la subjetividad despótica, masiva y segregatoria. Los vínculos establecidos entre la idea de Ciencia y un concepto normativo de Democracia pueden hacerse más evidentes a partir de un breve excursus acerca de las consideraciones de Jürgen Habermas (2000) sobre la desobediencia civil, a la que entiende como la neutralización moral del Derecho positivo. El filósofo de la Escuela de Frankfurt sostiene que el derecho a transgredir el orden legal debe admitirse cuando está fundado supralegalmente si no quiere hipotecarse la pretensión de legitimidad en la que se funda un Estado de Derecho. Desde esta perspectiva, la democracia comparte con la ciencia el hecho de que ambas deben estar subordinadas unilateralmente a la crítica. La neutralización moral del Derecho que habilita la desobediencia civil es a la democracia de un Estado de Derecho lo que el mejor argumento es al interior de la comunidad científica: la neutralización epistémica de la Teoría. Ambos son, ya sea en el campo del conocimiento o en el de una fundamentación racional del Derecho, lo que Habermas llamaría (creo que sin objeción de Freud en este punto) elementos necesarios de una cultura política madura, indispensables en la necesaria institucionalización del diálogo (Habermas, J. 1999).

Hasta aquí, hemos mostrado en una serie de cortes estratificados históricamente en la producción de Freud la regularidad de una exigencia: el tránsito que va del Patriarcado y el Despotismo a la República, del monólogo al diálogo, de la "naturaleza" a la cultura, del gobierno de uno al gobierno (potencial) de todos, del Dogma a la Crítica, de la Fe a la búsqueda de la verdad, de la Religión a la Ciencia, de la Monarquía a la Democracia, de la total heteronomía a la voluntad de ampliación de los márgenes de autonomía, del silencio a la polifonía; pasaje plagado de obstáculos y contradicciones, signado por la elaboración [Aufarbeitung] y la evolución histórica (que no se confunde con el progreso técnico).

La constancia de esta exigencia freudiana, a la que hemos complementado sinópticamente con los aportes de Nietzsche, pone de relieve el núcleo esencialmente democrático (y por eso impopular) del psicoanálisis y explica -en parte- el odio que éste atrajo contra sí. La voluntad científica y democrática de Freud, su pasión por la razón, queda plasmada con claridad hacia el final de El malestar en la cultura. Freud ([1929-30] 1979/2004) subraya allí que si bien su programa intelectual no tiene como meta formar positivamente pequeños revolucionarios, quien sea educado por él no se pondrá nunca del lado de la reacción y la represión. Como añadido a aquella sentencia con que comenzábamos -que el psicoanálisis es incompatible con el fascismo-, podríamos ahora decir que -en lo esencial y salvo algunas excepciones- el psicoanálisis no es posible sino bajo los términos de la democracia (tal como normativamente tratamos de entenderla).

Una vez planteadas algunas consecuencias quizá más previsibles de las tesis freudianas, nos gustaría avanzar aún sobre otro aspecto que podemos aprender del psicoanálisis en función de una concepción radical (¡en sentido marxista!) de democracia que no sea en "última instancia" una forma preferible de Estado.

II- Crítica de los monólogos de muchos

Uno busca a alguien que le ayude a dar a luz sus pensamientos, otro, a alguien a quien poder ayudar: así es como surge una buena conversación. Nietzsche, F. (1992, §136, 104).

Debemos distinguir aún otro mérito del psicoanálisis a propósito de una reflexión sobre las culturas contemporáneas que se quieren democráticas. Es preciso situarse para ello al nivel de lo que quizá sea la condición de posibilidad de lo hasta aquí afirmado y que podría definirse como una contribución a la teoría de la comunicación, puesto que constituye un aporte a la ilustración respecto de uno mismo y por lo tanto de los demás y de la interacción que llamamos democrática.

Los aportes de la peculiar ciencia creada por Freud y Breuer sobre el diálogo, ese modo de interacción ligado por excelencia a la existencia de la democracia, continúan interrogándonos. Ocurre que el psicoanálisis amonesta a quien se contente con asociar la libertad de expresión con la posibilidad de hablar. Dicho a la inversa, éste enseña en principio que la censura no se limita a su forma primera e inmemorial: el impedimento de hablar. Ya había dicho Nietzsche que "hablar mucho de sí mismo es también un medio de ocultarse" (Nietzsche, F. 1992, §169, 110).

Permítasenos en este punto recordar, de un modo esquemático, lineal y simplificado, la evolución (compleja y contradictoria) de la técnica psicoanalítica: para llegar a la asociación así llamada "libre"; en primer lugar se valió de la hipnosis y la sugestión, y luego de la catarsis (talking cure), fase esta última en la que también se valió de la hipnosis y la sugestión. Dejaremos de lado otras técnicas menos usadas (terapia eléctrica, hidroterapia, curas de reposo) que Freud ensayó en el camino de su invención. Freud no se contentó con los beneficios de la hipnosis (Freud, S. [1888-92] 1982/1998), que se le hacía impracticable con múltiples pacientes, técnica a la que no por eso dejó de reconocer como antecedente del psicoanálisis y de la que a sabiendas conservó algunos rasgos en el ceremonial de la escucha psicoanalítica. Rechazó particularmente la hipnosis con fines sugestivos, y llamó a este procedimiento "tiranía de la sugestión" (Freud, S. [1921] 1979/1992). Contra la opinión de Bernheim, quien se enojaba ante la desobediencia de los enfermos, reconoció el derecho a la resistencia, a la contrasugestión por parte del paciente. La naturaleza de la sugestión no le pareció autoevidente ni imposible de someter a interpretación. La catarsis probada por Breuer en Viena tampoco surtía efecto duradero: los breves alivios que experimentaban los enfermos daban rápidamente paso al retorno de idéntico malestar. Pero con aquella se había dado un primer paso que consistía en abrir el espacio para la palabra del otro. Y no sería sino a raíz de una protesta de una paciente para que la dejaran hablar, que la palabra del otro adquiriría el valor que ya no perdería. Breuer y Freud se vieron paulatinamente forzados a comprender de otro modo la situación analítica, y este último culminó experimentando la necesidad de pensar el proceso de análisis a contrapelo de la tradicional consulta médica. Por eso hay quien dice que aquella exigencia de una encumbrada paciente para que la dejara hablar4 fue el verdadero comienzo del psicoanálisis. No muy lejanos a la opinión de quien afirma que aquella queja fue el inicio del psicoanálisis, sostendremos, sin voluntad de restarle valor a la rebeldía (femenina) de la que se suponía "paciente", que el comienzo del psicoanálisis estuvo en la escucha (novedosa) de esa queja. Freud ([1885] 1976/1992, 83) se percató de que "así [interrumpiéndola para corregirla] no consigo nada (...) no puedo ahorrarme el escucharla en cada punto hasta el final". Con este pasaje del "paciente" al "analizante", del "objeto de la observación" al "sujeto de la comunicación" (o, lo que no es lo mismo pero tampoco lo opuesto, "sujeto del lenguaje"), nos acercamos al punto que interesa subrayar aquí.

Suele esgrimirse como argumento de que vivimos en democracia el hecho de que sea posible debatir "todo", de que es posible discutir de cualquier tema sin temor a ser perseguidos, estigmatizados, penalizados, encarcelados o sustraídos de la esfera pública por vías menos "legales": torturados, asesinados, "desaparecidos". No obstante, y en caso de que lo anterior fuese completamente cierto, el argumento apenas constituye una prueba de que no vivimos bajo una tiranía. El permiso de hablar no puede ser un concepto de libertad de expresión que actualmente nos satisfaga, aunque sólo eso, poder hablar, pensar, escribir, no sea una conquista menor. No podemos olvidar que el psicoanálisis tiene como premisa necesaria el compromiso de hablar sin temores ni miramientos. Pero aún más allá de este punto de partida elemental, si algo demuestra el psicoanálisis es que el diálogo no supone solamente a más de uno hablando: exige la escucha y la acción en relación con lo que enuncian los des-iguales; exige respuestas, exige reconocimiento

Que todos hablemos: ésta es también una definición de los monólogos de muchos: del ruido. De aquí que sea necesario avanzar en una concepción más amplia y más profunda de democracia a partir de una ética del diálogo sobre la cual el psicoanálisis aún tiene mucho que decir.

Desde el punto de vista que queremos defender, el psicoanálisis no sería, como sugiere Foucault (1984/2003), parte de la pastoral cristiana que ha inscrito como un deber llevar todo lo tocante al sexo al molino sin fin de la palabra. El hecho de que las posibilidades de escucha estén desbordadas al punto de que, como ironiza el autor de Vigilar y castigar, "algunos han puesto sus oídos en alquiler" (1984/2003, 14), no se explica sola y sencillamente por la incitación a hablar (de sexo, de política, de lo que fuere). Con los ojos puestos en el problema de la dominación, o de lo que Foucault llamó el Poder, nos parece más adecuado inscribir al psicoanálisis en una historia que cuando se refiera a sus condiciones de posibilidad lo haga denunciando la expropiación de la experiencia que es propia de la lógica del capitalismo. Este arte de la escucha realiza un invalorable aporte a la teoría de la comunicación y a la democracia que consiste en poner de relieve el espesor y la complejidad (y por ello la dificultad o quizá cierta imposibilidad) del reconocimiento. En tanto nueva ciencia y arte del reconocimiento, el psicoanálisis permitió la escucha del dolor y la confusión expresados como un negativo de las palabras, en sueños, equívocos, elipsis, interrupciones, y todo tipo de "figuraciones indirectas"; investigó y puso al descubierto nuevas y múltiples formas a partir de las cuales el sufrimiento se sustrae de la posibilidad de hacerlo inteligible, de ponerlo en común sin disfraces: es decir, de arrancarlo de la esfera de la culpabilidad individual de una cultura con elevados niveles de "represión excedente" (Marcuse, H. 1985). La escucha es un arte que desnuda diferentes niveles en un acto de habla, algunos de ellos por bien conocidos, des-conocidos. Entonces, ¿no será porque hay una demanda insatisfecha de escucha que los oídos se ponen en alquiler? ¿Cabe la posibilidad de pensar que los oídos "se alquilan" porque el reconocimiento -al menos un reconocimiento mínimo que estructure una identidad provisoria- debe ser comprado, como cualquier otra mercancía? Quizá no sea sensato explicar la necesidad del psicoanálisis como un producto del capitalismo, pero bien vale preguntarse por la expansión masiva del "campo psi" en esos términos. ¿No será porque hay una ausencia o una incapacidad generalizada de reconocimiento que cierta escucha se profesionaliza y se universaliza? Mientras que Jean Martin Charcot recibía pacientes a los cuales "para observarlos mejor los escuchaba lo menos posible" (Foucault, M. 1984/2003, 136), Freud refinó su escucha hasta convertirla en un arte y en una nueva crítica (no en la escucha pasiva del Ser). No es casual que Foucault, que conocía muy bien a Zaratustra, el que afirmaba la necesidad de escuchar con nuevos oídos, llama a Freud "el oído más famoso de nuestra época" (1984/2003, 137. Resaltado nuestro).

Si bien la democracia depende tanto de la abolición de las jerarquías sociales (isonomía), como de la posibilidad de hablar libremente sobre la ley (isegoría), Freud pondría de relieve la relevancia de la escucha profunda: la que hace y da lugar a la palabra del otro, a la articulación verbal de una angustia antes inefable o inescuchable aunque dicha. Freud escucha, reconoce y muestra lo que el hablante se niega a escuchar. Propicia la emergencia del deseo del otro tanto como de su autorreconocimiento por la vía de la devolución de la palabra del otro resignificada. Ello, contra la sugestión y contra las estrategias de aniquilación o de desublimación represiva del deseo. Si la democracia es en su unidad mínima un acto de habla, ese acto de habla supone una escucha: ambos momentos imbricados en una relación recíproca. De cara a la proliferación de los monólogos de muchos, y en medio de la neurosis expansiva, el médico Freud asume la responsabilidad de la escucha5: no sólo deja hablar; arranca las palabras y las experiencias de su ahogo en la corriente psíquica y cultural dominante, brinda herramientas para deshacer la censura y la autocensura motorizadas por la moral convencional. Escucha el dolor del paciente y es capaz de abrir las tinieblas de la confusión para que un rayo de luz alcance el corazón del sufrimiento. Ese movimiento reflexivo inédito es ya en sí mismo potencialmente curativo y politizador en la medida en que rompe el hechizo del aislamiento (incluso de la huida en la multitud) recogiendo la llamada del otro, que es en principio una botella echada al mar.

No apuntamos a equiparar, así sin más, la escucha propia de la terapia psicoanalítica con la escucha de las demandas ciudadanas (por la clase política, por la ciudadanía). En cambio, creemos que sí es posible aprender del psicoanálisis la relevancia y la dificultad del reconocimiento: la responsabilidad de establecer condiciones de escucha y de respuesta a las pretensiones de validez y a las expectativas proferidas. Más tarde, Axel Honneth (1997) ha escrito sugerentes páginas sobre este asunto, en las que sistematizó diferentes modos del menosprecio. Dicho de un modo esquemático: el psicoanálisis de Freud nos resguarda de la ingenuidad de ver diálogo y entendimiento donde no hay más que habla y silencio alternados de dos narcicismos (conciencias, instituciones) des-erotizados: monólogos, represión e incomprensión. Pero al mismo tiempo deposita en la crítica de la violencia inmanente al lenguaje la confianza en la posibilidad del encuentro, del reconocimiento, de la intersubjetividad. La presunta "libertad" de la "asociación libre" se revela, a poco de andar, sometida a secretas violencias o legalidades que sólo con el trabajo doloroso del sinceramiento (mediado por el otro que escucha lo inaudible) alumbra nuevos horizontes. Por el camino interminable del análisis de los reversos del lenguaje (también) se combate por la libertad. Así se restituye o se recrea el valor de la palabra y de la experiencia. Se convendrá en que el psicoanálisis es (y siempre fue) capaz de traspasar la esfera de la clínica si es entendido como una reflexión sobre una lógica específica del lenguaje. El sujeto del lenguaje habla también donde calla y no escuchar no equivale a escuchar el silencio.

Esta escucha crítica nos fuerza a retomar algo de lo ya dicho. La escucha freudiana hace posible un reencuentro más que un encuentro. En el reconocimiento del sufrimiento del otro, de su origen o de su sentido, se deja ver una actualización de algo primordial que no habla sólo del comienzo del psicoanálisis sino también del inicio de lo humano. La escena nos retrotrae al mito científico ya mentado como hipótesis conjetural, que en rigor no marca su punto de partida en el crimen del padre, como se dijo, sino en el instante anterior inmediato, en el que los hermanos de la horda se entendieron sobre su furia, sobre su dolor, sobre su hastío, se entendieron, esto es, fundamentalmente sobre sí mismos, y decidieron actuar de común acuerdo.

Si vale decir que la violencia es muda, mejor será afirmar que es ensordecedora y enmudecedora. Sartre (en Fanon, F. 1963/1983, 7-8) advertía en el prólogo a Los Condenados de la Tierra que también se puede amordazar con palabras "sonoras, pastosas, que se pegan como un eco a los dientes de los colonizados": "hay que dejarlos gritar, eso los calma: perro que ladra no muerde". La violencia des-valoriza la palabra, y el ninguneo es la violencia en estado puro. En su discreta sabiduría, el lenguaje cotidiano hace tiempo subrayó la preminencia del escuchar por sobre el hablar y bautizó a un falso diálogo "diálogo entre sordos" o "diálogo de sordos". Apuntábamos a lo siguiente: la tradicional preocupación de la teoría social con intereses emancipatorios por el "hacer callar", estrategia del Poder que afecta nuestra sensibilidad democrática marcada a sangre y fuego por la historia, no debe impedirnos considerar la dimensión no menos antidemocrática del "dejar hablar", que es siempre, al menos en parte, y si consideramos la proliferación de aparatos ideológicos, un "hacer hablar de". Walter Benjamin, un agudo lector de Freud, lo advertía en el "Epílogo" de su trabajo "La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica", cuando la industria cultural estatal estaba en pañales:

El fascismo intenta organizar [a] las masas recientemente proletarizadas sin tocar las condiciones de la propiedad que dichas masas urgen por suprimir. El fascismo ve su salvación en que las masas lleguen a expresarse (pero que ni por asomo hagan valer sus derechos). Las masas tienen derecho a exigir que se modifiquen las condiciones de la propiedad; el fascismo procura que se expresen precisamente en la conservación de dichas condiciones (1972/1989, 55).

¿No es ese mero "dejar hablar" que no se hace responsable de reconocer las demandas que enuncian los menospreciados, que descalifica, transfigura, distorsiona, desestima o ningunea, otra forma, más sutil, de sabotear la libre expresión? De acuerdo con esta perspectiva, la mirada psicoanalítica interesaría no tanto para cuestionar las órdenes y prohibiciones directas del Poder, sino particularmente para reflexionar sobre la más sutil incitación a las autosugestiones (Freud, S. [1888-92] 1982/1998), sobre las secretas leyes que, como prueba Freud ([1901] 1976/1986), gobiernan la aparente "asociación libre" y organizan la moral hegemónica. La misma moral que proclama, feliz, que ha inventado la "libertad de expresión", y parpadea.

Notas

1. Sobre este tema, entre otros, cfr. Braier (2009, 195-246), Grubrich-Simitis (2006), Volnovich (2002).

2. Rescatando a Nietzsche de la versión de quienes se apresuraron a condenarlo como un portavoz del imperialismo o un apologeta del capitalismo (el fascismo del dinero), después de que se lo hubiera enjuiciado vilmente como un teórico del nazismo, Mazzino Montinari (2003) apunta que el autor de El Anticristo ignoraba los debates de Marx y Engels contra la consigna pequeño-burguesa de la igualdad, y que nunca pudo ir más allá de la dimensión moral al juzgar al fenómeno político-cultural más importante de su época, el socialismo moderno, al que apenas (mal)interpretó como una continuación del cristianismo. Las críticas apresuradas de ciertos intelectuales de izquierda dejaron de lado los aspectos de Nietzsche que los hubieran aproximado a él: el Nietzsche que pugnaba por la superación del Estado y el que deseaba la superación de la "política" como represión.

3. Ritvo (2011) distingue la "discriminación" de la "segregación": la primera procedería por apartamiento, mientras que lo característico de la segunda es la expulsión. Dejaremos de lado esta diferencia aquí.

4. Se trata de Emmy von N.: "Por algún camino doy en preguntarle por qué ha tenido dolores de estómago, y de dónde provienen. Yo creo que en ella los dolores de estómago acompañan a cada ataque de zoopsia. Su respuesta, bastante renuente, fue que no lo sabe. Le doy plazo hasta mañana para recordarlo. Y hete aquí que me dice, con expresión de descontento, que no debo estarle preguntando siempre de dónde viene esto y estotro, sino dejarla contar lo que tiene para decirme" (Freud, S. [1885] 1976/1992, 84).

5. Quizá sea redundante expresar que la escucha a la que hacemos referencia no se limita a la audición de sonidos, sino que en tanto nueva ciencia del reconocimiento abarca las más amplias disposiciones corporales, subjetivas.

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